jueves, 30 de diciembre de 2021

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

 



          La Iglesia hace coincidir el inicio del año civil con una de sus más grandes solemnidades, la de Santa María, Madre de Dios. Podríamos preguntarnos si es una casualidad o coincidencia y la respuesta es que no y hay una razón sobrenatural por la cual esta solemnidad está puesta al inicio del año civil. Para poder comprender la razón, debemos reflexionar acerca del título de la Virgen que da el nombre a esta solemnidad y es el de “Madre de Dios”. Afirma Santo Tomás que a una mujer se le da el nombre de “madre” cuando engendra y da a luz a una persona humana y es esto lo que sucede con María Santísima: siendo Virgen, engendra, por el poder del Espíritu Santo, en su seno purísimo, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la cual asume para sí una naturaleza humana, la naturaleza de Jesús de Nazareth; luego de llevarlo en su seno durante nueve meses, la Virgen da a luz, sin perder su virginidad, a la Segunda Persona de la Trinidad, Jesús de Nazareth y es por esta razón que la Virgen es llamada “Madre de Dios”, porque si bien Dios Hijo es Dios Hijo desde toda la eternidad, engendrado en el seno del Padre desde toda la eternidad, es ahora también Hijo de la Madre Virgen, al nacer en el tiempo con su humanidad santísima, la humanidad de Jesús de Nazareth. Ahora bien, el hecho de que el Niño que nace de la Virgen sea Dios, convierte a la Virgen en Madre de Dios, que en cuanto Dios es eterno y en cuanto hombre, nace en el tiempo, sin dejar de ser Dios. Es aquí en donde se encuentra la razón por la cual la Iglesia celebra esta solemnidad al inicio del año civil, es decir, al inicio de un nuevo tiempo, según el modo de contar el tiempo que tienen los seres humanos: es para que meditemos acerca del Nacimiento del Verbo de Dios en el tiempo, Verbo que, en cuanto Dios, “es su misma eternidad”, según Santo Tomás de Aquino y esto tiene una importancia de enorme relevancia para la humanidad, porque significa que la Eternidad, encarnada en Jesús de Nazareth, ha ingresado en el tiempo y en la historia humana, lo cual hace que el tiempo y la historia humana cambien totalmente de dirección. Si antes de la Encarnación y el Nacimiento, la historia humana sólo tenía una dirección horizontal, por así decir, porque sólo tenía en el horizonte su único destino humano, ahora, por el Nacimiento del Hijo de Dios, que es la Eternidad en sí misma, la historia humana queda permeada o embebida, por así decirlo, de la eternidad divina, con lo cual adquiere una nueva dirección, un nuevo sentido, un nuevo significado y es el vertical, es decir, es la dirección o el sentido que la conduce hacia el Reino de Dios, porque Jesús es Dios y Dios Eterno nace en el tiempo, para llevar a la humanidad a la eternidad. A partir del Nacimiento de Cristo Dios Eterno, cada segundo, cada minuto, cada día, cada año de la humanidad y de cada persona en particular, adquiere un nuevo sentido, una nueva dirección, el sentido y la dirección de la eternidad en el Reino de los cielos. Por esta razón es que la Iglesia coloca esta solemnidad al inicio del nuevo tiempo humano: para que los hombres meditemos acerca del valor eterno que tienen nuestros actos -sean buenos o malos-, porque desde la Encarnación y el Nacimiento, toda la historia humana se dirige a la eternidad. Ahora bien, esta eternidad puede ser de gozo o de dolor; está en nuestra libertad el decidir si queremos que nuestro tiempo se encamine a la eternidad del dolor o a la eternidad de la dicha, de la luz, de la gracia, en la adoración del Cordero, el Hijo de la Madre de Dios.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Octava de Navidad 3

 



(Ciclo C - 2021 – 2022)

          Una de las características principales del Nacimiento del Niño Dios es que ocurre en la noche, es decir, cuando ya se ha ocultado el sol y las tinieblas invaden el ambiente. Ahora bien, este hecho, que el Nacimiento se produzca en la noche, no es algo fortuito ni casual, sino que tiene un significado simbólico, puesto que está representando realidades sobrenaturales y celestiales. Esto nos lleva a preguntarnos qué significa la noche y también qué significa el Nacimiento del Niño Dios en relación a la noche. El significado simbólico y espiritual de la noche es que la noche se caracteriza,, obviamente, por las tinieblas; trasladado esto al mundo espiritual, las tinieblas de la noche cósmica, la que sobreviene cuando se oculta el sol, representan, las triples tinieblas espirituales en las que está envuelta la humanidad como consecuencia del pecado original: las tinieblas del pecado, las tinieblas de la muerte y las tinieblas vivientes, los demonios, los ángeles caídos, encabezados por el Príncipe de las tinieblas, Satanás. Éste es entonces el significado espiritual de la noche. La otra pregunta a contestar es cuál es la relación del Nacimiento del Niño con la noche, con las tinieblas de la noche. Para contestar a esta pregunta, hay que recordar que el Niño que nace en Belén no es un niño cualquiera, en el sentido de que no es un niño humano, porque el Niño de Belén es la Persona Segunda de la Trinidad, el Verbo de Dios, encarnado en el seno de María Virgen. Esto significa que el Niño es luz, pero no una luz conocida ni una luz figurada ni metafórica: el Niño es Luz y Luz Eterna, porque el Niño es Dios y, en cuanto Dios, es Luz Eterna, porque la naturaleza divina trinitaria es luminosa, por cuanto es gloriosa. En las sagradas escrituras, con frecuencia la gloria es representada por la luz, es decir, la gloria que es propia del Ser divino trinitario se manifiesta en la luz y eso es lo que sucede en la Epifanía, en el Monte Tabor y en la Resurrección. Al nacer de noche, entonces, el significado espiritual es que el Nacimiento del Niño de Belén significa el principio del fin del reino de las tinieblas, de las triples tinieblas en las que la humanidad está envuelta, porque así como la luz vence a las tinieblas, así la Luz Eterna, el Niño Dios, el Niño de Belén, vence a las tinieblas del pecado y de la muerte y a las tinieblas vivientes, los demonios, los ángeles caídos. Por este motivo, el Niño de Belén es la Luz de nuestras vidas y sin Él, nos vemos sumergidos en la más inmensa de las tinieblas espirituales. Sin el Niño Dios, sin el Niño de Belén, vivimos en la oscuridad del pecado, de la muerte y del Demonio; con el Niño de Belén, no sólo nos vemos libres de estas tinieblas, sino que somos vivificados por la Luz Eterna del Ser divino trinitario del Niño de Belén.

Octava de Navidad 2

 



(Ciclo C - 2021 – 2022)

          Al contemplar al Niño de Belén, suele suceder que la contemplación se detiene en el momento del Nacimiento, en sus circunstancias milagrosas, en los personajes que en él intervienen. Todo pareciera detenerse en esta escena, sin ir más allá en el tiempo. Sin embargo, hay un aspecto a considerar y es la estrecha relación que existe entre la escena de Belén y el Calvario.  En otras palabras, el misterio del Nacimiento de Belén debe ser contemplado a la luz del misterio del Calvario y también al contrario, el misterio del Calvario, a la luz del misterio de Belén. Ni el Belén se comprende sin el Calvario, ni el Calvario sin el Belén y esto porque el Niño de Belén, que abre sus bracitos para abrazar a todo aquel que se acerca para contemplarlo y adorarlo, es el mismo Niño que, convertido ya en hombre, el Hombre-Dios, abre sus brazos en el altar de la cruz, para permitir que sus manos y sus pies sean perforados por gruesos y filosos clavos de hierro, para así abrazar a toda la humanidad, a todas las almas, para redimirlas, para salvarlas del pecado, de la muerte y del Demonio, lavando a las almas con su Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios.

          Entonces, cuando contemplemos la escena del Pesebre de Belén, cuando contemplemos al Niño de Belén, recordemos que ese Niño que nos recibe con sus bracitos abiertos, en el regazo de su Madre, la Virgen, es Nuestro Redentor, Nuestro Salvador, que por su Divina Misericordia vino a nuestro mundo no solo para salvarnos de nuestros enemigos -el Demonio, el pecado y la muerte-, sino para darnos su gracia santificante en esta vida y la gloria divina en la vida eterna, por medio de su sacrificio en cruz. Belén y Calvario, son dos realidades unidas indisolublemente, y es en donde se encuentra la clave para nuestra serenidad en esta vida en medio de las tribulaciones y la felicidad eterna en el Reino de los cielos, en la otra vida.

sábado, 25 de diciembre de 2021

Octava de Navidad 1

 



(Ciclo C - 2021 – 2022)

         ¿Cómo fue el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en Belén? Ante todo, no pudo ser nunca como un nacimiento natural, tal como nacen todos los bebés de la tierra, puesto que Él era Dios Hijo encarnado y la Virgen era la Madre de Dios, destinada a ser virgen antes, durante y después del parto. El Nacimiento, entonces, fue un nacimiento milagroso, virginal, descripto por los Padres de la Iglesia como cuando “un rayo de sol atraviesa el cristal y lo deja intacto antes, durante y después de atravesarlo”. Así, el Niño Dios, que en cuanto Dios es Luz Eterna, salió de la parte superior del abdomen de María Santísima, estando Ella de rodillas, como un haz de luz celestial y se materializó como Niño Dios en manos de unos ángeles que se encontraban delante de la Virgen; los ángeles luego le dieron el Niño a la Virgen.

         También son los santos los que nos dicen como fue el Nacimiento de Jesús. En este caso, es la misma Virgen María en persona, quien le relata a Santa Brígida de Suecia cómo fue el Nacimiento de su Hijo Jesús. Dice así la Virgen a Santa Brígida: “Cuando Él estaba en mi vientre, lo engendré sin dolor alguno, sin pesadez ni cansancio en mi cuerpo. Me humillé en todo, sabiendo que portaba en mí al Todopoderoso. Cuando lo alumbré, lo hice sin dolor ni pecado, igual que cuando lo concebí, con tal exultación de alma y cuerpo que sentí como si caminara sobre el aire, gozando de todo. Él entró en mis miembros, con gozo de toda mi alma, y de esa forma, con gozo de todos mis miembros, salió de mí, dejando mi alma exultante y mi virginidad intacta. Cuando lo miré y contemplé su belleza, la alegría desbordó mi alma, sabiéndome indigna de un Hijo así. Cuando consideré los lugares en los que, como sabía a través de los profetas, sus manos y pies serían perforados en la crucifixión, mis ojos se llenaron de lágrimas y se me partió el corazón de tristeza. Mi hijo miró a mis ojos llorosos y se entristeció casi hasta morir. Pero al contemplar su divino poder, me consolé de nuevo, dándome cuenta de que esto era lo que Él quería y, por ello, como era lo correcto, conformé toda mi voluntad a la suya. Así, mi alegría siempre se mezclaba con el dolor”.

         El Nacimiento de Nuestro Señor fue virginal y milagroso, porque Él era Dios y porque la Virgen debía continuar siendo Virgen y Madre antes, durante y después del parto. Al recordar el Nacimiento del Niño Dios, lo adoremos en cuanto Dios, postrándonos ante su Presencia y además le demos gracias, porque vino a nuestro mundo para sufrir muerte de cruz por nuestra eterna salvación.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Católico, no conviertas a la Navidad cristiana en una navidad pagana



Cristiano, católico, reflexiona por un momento y detente a pensar: la Navidad NO ES una fiesta al estilo de las fiestas mundanas; la Navidad NO ES una ocasión para festejar por festejar; la Navidad NO ES una ocasión para el encuentro con familiares y amigos; la Navidad NO ES una ocasión para la diversión; la Navidad NO ES un motivo para reír, danzar, hablar mundanidades, pensar en banalidades. La NAVIDAD es el misterio del Nacimiento, en el tiempo y en el espacio, del Hijo de Dios encarnado, que nace por obra del Espíritu Santo del seno de la Virgen Madre, para venir a salvarnos del pecado, de la muerte y del Infierno. Católico, no conviertas a la Navidad, el misterio del Nacimiento del Hijo de Dios encarnado, en una navidad pagana, en una fiesta mundana. Es preferible que no celebres la Navidad, antes que profanar una celebración sagrada, que es eminentemente espiritual y que es causa de alegría, pero de alegría espiritual y no mundana y la causa de la alegría en Navidad es que ha nacido, en el tiempo y en la historia humana, el Hijo de Dios, que ha venido para llevarnos al Cielo. Si no estás convencido de esta verdad, no celebres la Navidad, no contribuyas a la paganización de la Navidad. La Navidad es una fiesta católica, cristiana y no un festejo mundano, pagano.

“Si rasgaras los cielos y descendieras”

 


(Domingo I - TN - Ciclo C - 2021 – 2022)

         “Si rasgaras los cielos y descendieras” (Is 64, 1). El misterio de la Navidad puede de alguna manera entreverse si, ayudados nuestros intelectos y corazones por la luz de la gracia, meditamos brevemente en esta oración que el Profeta Isaías dirige a Dios: “Si rasgaras los cielos y descendieras”. ¿Por qué dirige el Profeta esta oración y qué relación tiene con la Navidad? La respuesta a la primera pregunta se explica por lo siguiente: por un lado, el Profeta se da cuenta de la oscuridad y el desierto espiritual que constituyen a este mundo. El Profeta contempla, desolado, al mundo envuelto en la más completa tiniebla espiritual; contempla con horror que el hombre vive como si Dios no existiera y como consecuencia, ha construido un mundo sin Dios y un mundo sin Dios es un mundo oscuro, violento, injusto, malvado, en el que predominan la mentira, la traición, la ambición, el amor al dinero y a las cosas materiales; en un mundo sin Dios, predominan los homicidios, el aborto, la impiedad, la falta de compasión, la ausencia de la más mínima humanidad. Pero por otro lado, el Profeta también contempla a Dios en Sí mismo y queda extasiado y asombrado con las innumerables perfecciones, dones, virtudes, maravillas, gracias, que encuentra en Dios, todas perfecciones en grado infinito, perfecciones inagotables, maravillosas, que dejan al alma extasiada y sin palabras, ante la majestuosidad infinita y eterna del Ser divino. Entonces, por un lado, el Profeta contempla la siniestra oscuridad de un mundo sin Dios; por otro lado, contempla la Luz Eterna que brota del Ser divino y no puede entonces dejar de elevar una oración que nace desde lo más profundo de su corazón y que refleja el deseo de que el Ser divino descienda del Cielo para iluminar la tierra y vencer a las tinieblas espirituales y es esto lo que explica su pedido, que es una oración, un clamor a Dios: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

         Ahora bien, cuando nosotros contemplamos nuestro mundo actual, comprobamos, con horror, que el hombre ha construido un mundo sin Dios, tal como sucedía en épocas del Profeta Isaías, aunque este mundo en el que vivimos hoy es increíblemente más oscuro y siniestro que el de entonces, porque al dejar de lado a Dios, el hombre ha construido un mundo ideado por el Príncipe de las tinieblas, el mundo de la tiranía y la dictadura del Dragón rojo del Apocalipsis, el mundo de la hoz y el martillo, un mundo cruel, en el que la ausencia de la más mínima compasión humana es el criterio de base para su existencia. Es por eso que nosotros, imitando al Profeta Isaías, también exclamamos a Dios, junto con el Profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras” y lo hacemos como un pedido que también surge desde lo más profundo del corazón, deseando que Dios rasgue los cielos y baje a nuestra tierra, a nuestro mundo, a nuestros corazones. Pero como Dios es Dios, aun antes de que terminemos de formular la oración, Dios no sólo ha escuchado nuestro pedido de que rasgue los cielos y descienda, sino que la ha cumplido y es aquí cuando esta oración se enlaza con la Navidad, porque el Nacimiento del Niño Dios en Belén es el cumplimiento cabal de este pedido y todavía más, porque por obra del Espíritu Santo, el Verbo de Dios bajó del cielo, se encarnó en el seno de la Virgen Madre y también por obra del Espíritu Santo, nació milagrosamente en la gruta de Belén, llegando a nuestro mundo oscuro y siniestro, para no solo vencer las tinieblas vivientes, los ángeles caídos y para no solo liberarnos de esa tiniebla espiritual que es el pecado, sino que vino del cielo para iluminar nuestras almas, intelectos y corazones, con la Luz Eterna de su Ser divino trinitario, luz que al mismo tiempo que ilumina comunica vida y vida divina, porque el Niño Dios nos hace partícipes de la Vida divina del Ser divino trinitario. Y todavía más, sin que seamos siquiera capaces de imaginarlo, en cada Santa Misa, Dios Hijo, por voluntad del Padre y por el Amor del Espíritu Santo, rasga los cielos eternos en los que mora, para descender hasta el altar eucarístico, para quedarse en Persona en la Eucaristía y así ingresar en nuestros corazones por la Comunión Eucarística.

“Si rasgaras los cielos y descendieras”, pedimos a Dios junto con el Profeta Isaías, y este pedido lo cumple Dios Trinidad al nacer como Niño en Belén y lo cumple cada vez, en cada Santa Misa, al prolongar su Encarnación en la Eucaristía. Con el Nacimiento del Niño en Belén, se cumple sobradamente el pedido del profeta, “Si rasgaras los cielos y descendieras”, porque así como Dios Hijo bajó del cielo para nacer en Belén, así también el mismo Dios Hijo baja del cielo y desciende en cada Santa Misa, para venir a habitar en el alma en gracia.

        

martes, 21 de diciembre de 2021

Santa Misa de Nochebuena

 



(Ciclo C - 2021 – 2022)

         Cuando se contempla la escena del Nacimiento del Niño de Belén, es necesario contemplar a esta escena con la luz de la fe y no con la oscuridad de la razón humana. Si se contempla al Nacimiento de Belén sólo con la luz de la razón humana, se pierden por completo la realidad y el significado del Nacimiento, porque sólo se ve a un matrimonio típico de Palestina, del año cero de nuestra era, que acaba de traer al mundo a su primer hijo. Si vemos la escena del Nacimiento de Belén prescindiendo de la fe sobrenatural católica y haciendo solamente uso de la razón humana, vemos a una joven madre hebrea, primeriza, que sostiene entre sus brazos a su hijo, el primero, el unigénito; vemos al padre de este niño, que luego de esforzarse por acondicionar la cueva, que era un refugio de animales, y de encender fuego para atenuar un poco el frío de la noche, contempla con amor a su hijo; vemos a un niño, de raza hebrea, recién nacido, que tiembla de frío y llora porque tiene hambre y sed, además de que siente la necesidad, como todo niño recién nacido, de recibir el amor de su madre, además del alimento y el calor que ésta le brinda. Esto es lo que podemos ver, si vemos al Pesebre de Belén sólo con los ojos del cuerpo, sólo con la razón humana, sin la luz de la fe. Ahora bien, si dejamos de lado la fe católica, dejamos de lado el contenido esencial, que es sobrenatural, del Pesebre de Belén y caemos en lo que se llama “racionalismo”, que es una gravísima desviación de la fe católica. El racionalismo vacía de contenido sobrenatural todos los misterios de la fe católica, dejando a la fe vacía, hueca, sin contenido divino y por lo tanto sin trascendencia sobrenatural. El racionalismo nos hace ver al Pesebre de Belén como si solo se tratara del retrato de un nacimiento del hijo primogénito de un matrimonio hebreo del año cero de nuestra era. Pero no es esto el Nacimiento y por eso, para desentrañar su realidad y su significado único, primigenio y sobrenatural, es necesario pedir, con humildad, la luz de la fe católica, para poder contemplar en su plenitud el misterio del Pesebre de Belén.

         Cuando acudimos a la luz de la fe católica, todo el Nacimiento de Belén adquiere un nuevo y celestial significado. Así, con la luz de la fe católica, la joven madre que dio a luz, no es una simple habitante de Palestina, sino que es la Virgen y Madre de Dios, la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, que concibió en su seno virginal al Verbo Eterno del Padre hecho carne, por obra del Espíritu Santo, sino concurso alguno de varón; con la luz de la fe católica, el padre del niño, no es un carpintero de Palestina que tuvo su primer hijo biológico, sino que es San José, el Padre adoptivo del Niño Dios, elegido por Dios Padre para que ejerciera en la tierra su rol de padre adoptivo del Hijo Eterno del Padre, encarnado en el seno de la Virgen Madre, continuando en la tierra y en el tiempo, de forma participada y al modo humano, la paternidad que el Padre del cielo, Dios Padre, ejerce sobre el Hijo de Dios, desde la eternidad, en el cielo; con la luz de la fe católica, el niño hebreo recién nacido no es un niño más entre tantos, que debido a que no había lugar en las posadas tuvo que nacer accidentalmente en un refugio de animales y que como todo niño, está desprotegido, indefenso, necesitado de alimento, de calor y sobre todo del amor de sus padres: el Niño que nace milagrosamente en Belén no es un niño más, porque es el Hijo Eterno del Padre, engendrado desde la eternidad, que luego de encarnarse en el seno virgen de la Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, nació milagrosamente –como el rayo de sol atraviesa el cristal, sin hacerle daño, según los Padres de la Iglesia- y que en la Nochebuena ingresa en nuestro mundo, en la historia y en el tiempo de la humanidad, proveniente desde la eternidad, para así dar inicio al plan de salvación de los hombres, plan ideado por la Santísima Trinidad desde toda la eternidad y que implica la derrota definitiva de la tríada satánica, el Ángel caído, la Bestia como cordero y el Dragón rojo, además de la destrucción del pecado y de la muerte, por medio de su sacrificio en cruz, que el Niño de Belén llevará a cabo en el Calvario cuando sea mayor, cuando llegue la plenitud de los tiempos y todo sea cumplido.

         No da lo mismo ver el Pesebre con los ojos de la razón humana, que contemplarlo con la luz de la fe católica: con la sola razón humana, caemos en el racionalismo y convertimos a la Navidad cristiana en una navidad pagana; con la luz de la fe católica, contemplamos, con asombro, con fe, con piedad y con amor, el Nacimiento del Niño Dios, nuestro Salvador, nuestro Redentor. Y puesto que es el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, es que adoramos al Niño de Belén.

domingo, 19 de diciembre de 2021

Solemnidad de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo

 



(Ciclo C - 2021 – 2022)

         ¿Cómo fue el Nacimiento del Niño Dios? Para saberlo, debemos recurrir a los santos de la Iglesia Católica, además del Catecismo y del Magisterio, porque muchos santos tuvieron experiencias místicas acerca del Nacimiento del Hijo de Dios nacido en Belén. Una de las santas a las que podemos recurrir es Ana Catalina Emmerick (1774-1824), monja mística alemana de finales del siglo XVIII e inicios del XIX quien llevó consigo los estigmas de la Pasión de Cristo y en los últimos años de vida se sustentó solamente de la Eucaristía. Fue Dios Nuestro Señor quien le concedió revelaciones místicas de la vida de Jesús, incluido su Nacimiento. Dice así la Santa acerca de lo que vio del Nacimiento de nuestro Señor[1]: “He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada con la cara vuelta hacia Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el pecho. El resplandor en torno a ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda. Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la Tierra, y aparecieron con claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María. Vi a Nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis ojos; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo después vi al Niño que se movía y le oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos, estrechándole contra su pecho. Se sentó, ocultándose toda ella con el Niño bajo su amplio velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces que los ángeles, en forma humana, se hincaban delante del Niño recién nacido para adorarlo. Cuando había transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretase contra su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos, y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del Cielo. María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. ‘¡Ah, decía yo, este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!’. He visto en muchos lugares, hasta en los más lejanos, una insólita alegría, un extraordinario movimiento en esta noche. He visto los corazones de muchos hombres de buena voluntad reanimados por un ansia, plena de alegría, y en cambio, los corazones de los perversos llenos de temores. Hasta en los animales he visto manifestarse alegría en sus movimientos y brincos. Las flores levantaban sus corolas, las plantas y los árboles tomaban nuevo vigor y verdor y esparcían sus fragancias y perfumes. He visto brotar fuentes de agua de la tierra. En el momento mismo del nacimiento de Jesús brotó una fuente abundante en la gruta de la colina del Norte. A legua y media más o menos de la gruta de Belén, en el valle de los pastores, había una colina. En las faldas de la colina estaban las chozas de tres pastores. Al nacimiento de Jesucristo vi a estos tres pastores muy impresionados ante el aspecto de aquella noche tan maravillosa; por eso se quedaron alrededor de sus cabañas mirando a todos lados. Entonces vieron maravillados la luz extraordinaria sobre la gruta del pesebre. Mientras los tres pastores estaban mirando hacia aquel lado del cielo, he visto descender sobre ellos una nube luminosa, dentro de la cual noté un movimiento a medida que se acercaba. Primero vi que se dibujaban formas vagas, luego rostros, y finalmente oí cantos muy armoniosos, muy alegres, cada vez más claros. Como al principio se asustaron los pastores, apareció un ángel entre ellos, que les dijo: ‘No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría para todo el pueblo de Israel. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor. Por señal os doy ésta: encontraréis al Niño envuelto en pañales, echado en un pesebre’. Mientras el ángel decía estas palabras, el resplandor se hacía cada vez más intenso a su alrededor. Vi a cinco o siete grandes figuras de ángeles muy bellos y luminosos. Oí que alababan a Dios cantando: ‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’. Más tarde tuvieron la misma aparición los pastores que estaban junto a la torre. Unos ángeles también aparecieron a otro grupo de pastores cerca de una fuente, al Este de la torre, a unas tres leguas de Belén. Los he visto consultándose unos a otros acerca de lo que llevarían al recién nacido y preparando los regalos con toda premura. Llegaron a la gruta del pesebre al rayar el alba”.

Si no con contemplamos el Nacimiento del Niño de Belén como lo contemplaron los santos, que es a su vez como lo contempla la Iglesia Católica, caeremos en el grave error de considerar que se trata de un nacimiento humano y no es el nacimiento de un niño humano, sino del Niño Dios.

viernes, 17 de diciembre de 2021

“¿Qué va a ser de este niño?”

 


“¿Qué va a ser de este niño?” (cfr. Lc 1, 57-66). El nacimiento de Juan el Bautista estuvo precedido y acompañado por eventos sobrenaturales, como por ejemplo, la aparición del ángel a Zacarías, el padre del Bautista. Esta aparición y otros hechos sobrenaturales, hacen que los habitantes de la región montañosa de Judea se pregunten “qué será de este niño” en el futuro, en vistas a cómo era evidente que Dios lo acompañaba y estaba con él desde su nacimiento. Con el paso del tiempo, las expectativas que se habían generado con el nacimiento del Bautista, se vieron más que colmadas, puesto que el Bautista fue elogiado por el mismo Jesús como “el más grande de los nacidos de mujer”. En efecto, Juan el Bautista fue el profeta más importante de todos, porque fue el que anunció, incluso con el testimonio de su vida, la Primera Venida del Mesías, el Hijo de Dios, Jesús de Nazareth. La grandeza de Juan el Bautista no radica en su prédica que instaba a la conversión moral, sino en el anuncio que él hizo de la llegada del Mesías; el Bautista hizo el anuncio más importante que pudiera recibir en la historia la especie humana, la llegada del Salvador, del Redentor, del Cordero de Dios, Jesús de Nazareth. El anuncio del Bautista acerca de la llegada del Mesías al mundo, es análogo al anuncio que el ángel le hiciera a la Virgen, cuando le comunicó que había sido elegida para ser la Madre de Dios. La misión del Bautista es la misión más importante de todos los profetas y por eso es que “no hay nadie más grande que el Bautista”, según las palabras del mismo Jesús.

“¿Qué va a ser de este niño?”. Si bien nuestros nacimientos no estuvieron precedidos ni acompañados por signos celestiales, angelicales y sobrenaturales, como en el caso del Bautista, pero de cada bautizado se debería hacer la misma pregunta: “¿Qué va a ser de este niño?” y esto porque cada bautizado está llamado a ser un nuevo Juan Bautista, que predique, en el desierto del mundo sin Dios, la Segunda Venida en la gloria del Hombre-Dios Jesucristo. Y, al igual que el Bautista, cada bautizado debe estar dispuesto a dar la vida en el cumplimiento de la misión encargada por la Trinidad.

 

La Virgen entona el Magnificat

 


La Virgen entona el Magnificat (cfr. Lc 1, 46-56). En el canto del Magnificat, la Virgen nos deja muchas enseñanzas: “Mi alma glorifica al Señor”: no debemos glorificar ni al hombre ni a las obras del hombre, porque el Único que merece toda la gloria, la honra y la adoración es Dios Uno y Trino, “y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi Salvador”: la alegría del cristiano no procede de cosas mundanas, terrenas, sino que viene de lo alto, del Sagrado Corazón de Jesús, el Salvador de los hombres, “porque puso sus ojos en la humildad de su esclava”: Dios rechaza al soberbio, porque la soberbia es el pecado capital del ángel caído y el soberbio participa de la rebelión satánica contra Dios; por el contrario, Dios recibe con los brazos abiertos de Cristo en la cruz, a los humildes; “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede”: las grandes cosas que Dios ha hecho en la Virgen es, por un lado, el haberla concebida como Inmaculada Concepción, como Inmaculada y además de esto, la creó "Llena de gracia", es decir, inhabitada por el Espíritu Santo y esto lo hace Jesucristo, en forma análoga, cuando limpia nuestras almas quitándoles la mancha del pecado original por medio del Sacramento de la Confesión y nos colma de gracia cuando nos alimenta con la substancia divina trinitaria en cada Comunión Eucarística; “Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen”: Dios es Tres veces Santo y si bien es infinita justicia, también es infinita misericordia y esa misericordia se extiende a todos los hombres de buena voluntad que lo aman y lo adoran; “Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes”: así como Dios expulsó para siempre del Cielo, condenándolo al Infierno eterno, al Diablo y a los ángeles apóstatas, por causa de su orgullo y soberbia, así también aleja de Sí a los hombres que por malicia participan del pecado angélico por antonomasia, la soberbia; “A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada”: a los que tienen hambre y sed del Amor de Dios, los colma sobreabundantemente, dándoles el manjar de los ángeles, la Carne del Cordero de Dios y el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, pero quienes rechazan al Verdadero Maná, se retiran con las manos vacías; “Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre”: Dios Trinidad no tiene obligación de liberarnos de nuestros enemigos, pero como es Dios de infinita misericordia y amor, se compadece de nuestra debilidad y nos libra de los tres grandes enemigos de los hombres: el pecado, el Demonio y la muerte, por medio del Santo Sacrificio de Cristo en la cruz. Unidos a María Santísima, y aunque somos indignos, proclamemos también nosotros las maravillas del Señor, Nuestro Dios que se nos dona en la Eucaristía.

En la noche de Belén, resplandece la Luz Eterna, el Niño Dios

 


(Domingo IV - TA - Ciclo C – 2021)

         En el Nacimiento del Niño Dios en Belén se deben tener en cuenta dos elementos: por un lado, el estado de oscuridad y de tinieblas espirituales en el que se encontraba toda la tierra, como consecuencia del dominio pleno, total y absoluto de la humanidad por parte del Príncipe de las tinieblas, el Ángel caído, Satanás y como consecuencia de la caída de la humanidad en las tinieblas del pecado original; por otro lado, se debe tener en cuenta Quién es el que nace en Belén, porque el que nace en Belén no es un niño bueno ni un niño santo, sino Dios Tres veces Santo, el Hijo de Dios, encarnado en el seno purísimo de la Madre de Dios por obra del Espíritu Santo y esto es muy importante a tenerlo en cuenta, porque el Niño de Belén, en cuanto Dios Hijo, es Luz y Luz Eterna. Entonces, por un lado, tenemos a la humanidad sumergida en dos inmensas tinieblas espirituales: las tinieblas del pecado, que oscurecen tanto la mente como la voluntad del hombre y lo alejan de Dios y su santidad, inclinándolo a la concupiscencia y al mal, y las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los ángeles rebeldes, los habitantes naturales del Infierno, que antes de la Venida de Cristo vagaban por la tierra para inocular en los corazones de los hombres el mortal veneno de la rebelión contra Dios Uno y Trino. Por otro lado, tenemos el Nacimiento del Niño Dios en Belén que, en cuanto Dios, es Luz y Luz Eterna, infinita, celestial, sobrenatural.

Ahora bien, el Nacimiento del Niño de Belén viene a cambiar radicalmente las cosas, porque Él es el Rey Victorioso que por medio de su muerte y sacrificio en cruz, derrotará para siempre al Ángel caído, vencerá a la muerte y borrará el pecado, pero además, iluminará a los hombres –sus mentes y corazones- con la luz de Ser divino trinitario y así disipará las tinieblas del pecado, las tinieblas demoníacas y las tinieblas del error y de la herejía, porque así como a la oscuridad la vence la luz, así el Niño de Belén, el Niño Dios, que es Luz Eterna, vence al Príncipe de la oscuridad, el Príncipe de las tinieblas, Satanás. La razón de nuestra alegría como católicos en Navidad es por lo tanto el Nacimiento de Dios hecho Niño, es la alegría que nos comunica el Niño de Belén, que como Luz Eterna vence a las tinieblas e ilumina nuestras almas con la luz divina de la Trinidad.

jueves, 16 de diciembre de 2021

“Genealogía de Jesucristo, hijo de David”

 


“Genealogía de Jesucristo, hijo de David” (Mt 1, 1-17). Este Evangelio es muy importante porque demuestra que Jesús de Nazareth no fue un mito o una invención de las primeras comunidades cristianas, como muchas teorías ateas y anticristianas lo sostienen, ya que a través de este Evangelio, se puede rastrear el origen humano del Señor Jesús. Sin embargo, a este Evangelio se lo debe complementar con el Evangelio de la Anunciación, en donde se demuestra que Jesús de Nazareth es el Hijo de Dios encarnado. Es decir, puesto que Jesús de Nazareth es Dios y hombre al mismo tiempo, con dos naturalezas, sin mezcla ni confusión, unidas estas naturalezas en la Persona divina del Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, es necesario no solo comprobar su origen humano, de su naturaleza humana, sino también su origen divino, el de su Persona divina y esto por medio del Evangelio de la Anunciación. En efecto, en este Evangelio, el Ángel le anuncia a María que concebirá “por obra del Espíritu Santo”, esto es, sin concurso de varón; por otra parte, le dice que el fruto de la concepción será llamado “Hijo del Altísimo” y el Hijo del Altísimo no es otro que el Hijo de Dios, el Verbo del Padre, la Sabiduría de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad. De manera tal que, según el Anuncio del Ángel a la Virgen, Aquel que será concebido en su seno virginal, no será el fruto de una relación esponsal humana, sino una obra de Dios Uno y Trino y el que se encarnará en su seno no será un niño entre tantos, sino el Niño Dios, la Segunda Persona de la Trinidad.

La Genealogía de Nuestro Señor Jesucristo, unida al Evangelio de la Anunciación, nos demuestran claramente que el fruto del seno de la Virgen no es un hombre, sino Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios y por eso uno de los nombres propios del Hijo de la Madre de Dios es el de “Hombre-Dios”. Su condición de hombre perfecto está atestiguada por el Evangelio de la genealogía; su condición de Dios Hijo, está atestiguada por el Evangelio de la Anunciación. Es este Hombre-Dios el que nace en Belén como Niño Dios y es el mismo que se nos entrega, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en cada Eucaristía.

“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”

 


“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc 1, 39-45). La Virgen María, encinta de su Hijo Jesús, por obra del Espíritu Santo, acude a ayudar a su prima, Santa Isabel, quien a su vez también está embarazada. En el diálogo que se establece entre Isabel y la Virgen cuando la Virgen llega a casa de Isabel, se determina el origen divino del fruto del vientre de María Santísima. Por un lado, cuando la Virgen saluda a Isabel, ésta queda, dice el Evangelio, “llena del Espíritu Santo”, al tiempo que el niño que Isabel lleva en su seno, “salta de alegría”. Estos dos hechos confirman la divinidad del Niño que María lleva en su seno, porque sólo el Espíritu Santo, que es donado por el Padre y el Hijo, puede colmar con alegría sobrenatural a un alma y además, iluminarla para que conozca, con luz sobrenatural, que la concepción del seno de María es “el Señor”, uno de los nombres con los que los hebreos se referían a Dios. Por otra parte, el salto de alegría de Juan el Bautista se debe a la misma causa: no es una alegría natural, sino sobrenatural, porque es el Espíritu Santo quien infunde la Alegría del Verbo Encarnado, tanto a Isabel, como al Bautista. Además de la alegría, el Espíritu Santo, soplado por el Niño Dios que lleva María en su seno, ilumina las inteligencias de Santa Isabel y de Juan Bautista y les hace conocer que el Niño que lleva María es Dios Hijo encarnado y es eso lo que provoca la alegría de Isabel y del Bautista. Todo esto no sucedería si el saludo entre la Virgen y Santa Isabel fuera un saludo solamente entre seres humanos, sin la presencia de Dios en el medio.

“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. Cada vez que tengamos la oportunidad, elevemos, como jaculatoria, el saludo de Santa Isabel a María Santísima, ya que así la bendecimos y la proclamamos dichosa a Ella, por llevar a Aquel que es el Dador de la paz y de la alegría de Dios. Y, a cambio, la Virgen María nos dará a Jesús y Jesús nos dará el Espíritu Santo, porque adonde va la Virgen, allí va Jesús y Jesús es el Dador del Espíritu Santo.

 

jueves, 9 de diciembre de 2021

“Los fariseos frustraron el designio de Dios para con ellos”

 


“Los fariseos frustraron el designio de Dios para con ellos” (Lc 7, 24-30). Los fariseos y los maestros de la ley rechazan a Juan el Bautista y, al rechazar al Bautista, rechazan luego a Jesús. Es lógico, porque si el Bautista predica una conversión de orden moral, es para que el alma, convertida de mala en buena, se disponga a recibir la gracia santificante, que convierte al alma buena en santa. Ése es el plan o designio que Dios tiene, no solo para con los fariseos y maestros de la ley, sino también para con toda la humanidad. Sin embargo, los fariseos y maestros de la ley rechazan al Bautista y también a Jesús de Nazareth y así frustran el plan de la Santísima Trinidad para salvar sus almas. Ahora bien, no son los únicos en rechazar los planes de Dios Trino: también los cristianos, los que han recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, pero abandonan la vida de la gracia y se inclinan por el pecado, también estos cristianos frustran los planes que la Trinidad tiene para salvar sus almas de la eterna condenación. Muchos, al rechazar la Eucaristía, al rechazar la Confesión Sacramental, al abandonar la vida de la gracia, no se dan cuenta de que están dejando de lado lo único que puede salvar sus almas de la eterna perdición. Muchos de estos cristianos se darán cuenta de esta verdad, pero para algunos será demasiado tarde, cuando ingresen para siempre en el lugar donde no hay redención. No frustremos los planes que la Trinidad tiene para salvar nuestras almas.

 

“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?”

 


“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” (Lc 7, 19-33). Los discípulos del Bautista, enviados por él, preguntan a Jesús si Él es el Mesías “que debía venir”, o si no lo es, si “deben esperar a otro”. Jesús no responde directamente, sino enumerando las obras que Él ha hecho: ha devuelto la vista a los ciegos, ha sanado paralíticos, ha curado leprosos, ha hecho oír a los sordos, ha resucitado muertos, todo lo cual es obra propia de un Dios, de manera que, indirectamente, está respondiendo que Él, Jesús de Nazareth, es el Mesías esperado, porque sus obras son obras propias de Dios y no de un hombre. Pero hay algo más que hace Jesús y que demuestra, todavía más que sus curaciones físicas, que Él es Dios y por lo tanto el Mesías que había de venir: “el Evangelio es anunciado a los pobres”. El Evangelio, es decir, la auto-revelación de Dios como Uno y Trino, su Encarnación en Jesús de Nazareth, su misterio pascual de muerte y resurrección, el perdón de los pecados por su Sangre derramada en la cruz, la derrota definitiva de los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado y la apertura de la Puerta del Reino de los cielos para la humanidad redimida por la Sangre del Cordero derramada en el Calvario. Esto es el Evangelio que Jesús viene a anunciar y es una demostración patente que su origen es divino y que por lo tanto Él es el Mesías que había de venir.

Por último, nosotros podemos parafrasear a los discípulos del Bautista y preguntarle a la Iglesia Católica: “¿Eres tú la verdadera iglesia de Cristo, o debemos buscar otra?”. Y la Iglesia nos responde: “Yo Soy la Única Esposa del Cordero Inmaculado, porque sólo yo puedo, por el poder del Espíritu Santo que actúa a través del sacerdocio ministerial, convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios. Solo yo y ninguna otra iglesia en el mundo, puede realizar el milagro de la transubstanciación, por el cual el alma se alimenta con la substancia misma de la Santísima Trinidad, en la Comunión Eucarística. Sólo yo, la Iglesia Católica, soy la Única Esposa del Cordero de Dios”.

“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo"

 


(Domingo III - TA - Ciclo C – 2021)

         “El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18).En el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia interrumpe, por así decirlo, una de las características esenciales del Adviento, la penitencia, para dar lugar a la alegría. De hecho, tanto en el Profeta Isaías, en la primera lectura, como el Salmista y el Apóstol en la segunda lectura, llaman a Israel y al Pueblo de Dios a la alegría, al “estar alegres”, a “aclamar a Dios con alegría”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Ante todo, no se trata de una alegría de origen terrenal o humano y la clave para entender la alegría de la Iglesia en este momento del Adviento, está en la descripción que el Bautista hace del Mesías, al señalar la diferencia que hay entre él y el Mesías, para que sus seguidores no se confundan y piensen que él, el Bautista, es el Mesías. La diferencia es que mientras Juan el Bautista bautiza con agua y predica una conversión moral –cambio de conducta, de mala persona a buena persona-, el Mesías bautizará “con Espíritu Santo y fuego” y esto último es algo que solo Dios puede hacer, por lo que el Bautista está señalando que el Mesías no es un mero hombre, sino que es Dios, porque sólo Dios puede bautizar “con Espíritu Santo y fuego”. Además de esto, de forma implícita, el Bautista describe la omnipotencia del Mesías: en cuanto Dios, tiene poder para salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente.

         Esta distinción entre el bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús es sumamente importante: el primero, bautiza solamente con agua y predica una conversión meramente moral, sin hacer partícipe al alma de la divinidad de la Santísima Trinidad; el segundo, el bautismo de Jesús, es un bautismo con “Espíritu Santo y fuego” que quema la impureza del pecado y hace partícipe al alma de la divinidad de la Santísima Trinidad. Esto último sólo es posible porque Cristo es Dios y es la causa de la alegría de la Iglesia para Navidad, porque el Mesías que nace como Niño en Belén, no es un niño más entre tantos, sino Dios Hijo en Persona. El hecho de que el Niño de Belén, Cristo, sea Dios, es la causa de la alegría sobrenatural que invade a la Iglesia en Navidad. Esto explica también que la alegría de la Iglesia en Navidad no sea una alegría mundana, humana, terrenal, sino una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque la alegría con la que se alegra la Iglesia es la alegría que le comunica el Niño de Belén, que es la Alegría Increada en sí misma. Como dice Santa Teresa de los Andes, “Dios es Alegría infinita” y Santo Tomás, “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría la que el Niño de Belén comunica a la Iglesia. Pero además de la alegría, sobre la Iglesia, en Navidad, resplandece el fulgor de la luz divina, precisamente porque Cristo es Dios y en cuanto Dios, es Luz Eterna; es por esto mismo que, en Navidad, la Iglesia no solo se alegra con el Nacimiento de Cristo Dios en Belén, sino que en Navidad resplandece, para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría divina. Así dice a la Iglesia el Profeta Isaías: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia resplandece con la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad.

Parafraseando al Profeta Isaías, nosotros, los hijos de la Iglesia, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, le decimos: “¡Levántate, resplandece, Esposa del Cordero! ¡Revístete de gloria, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el Mesías te librará de todos tus enemigos y te colmará de su paz y de su alegría!”. En el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde la gruta de Belén la inundará para Navidad.

Entonces, en Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el Nacimiento del Niño Dios porque Él es la Alegría Increada y sobre ella resplandece la luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que santifica al alma, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. La Iglesia Católica se alegra porque brilla sobre ella una luz que ilumina con la luz divina y la luz divina es una luz viva, que comunica de la vida divina trinitaria a quien ilumina. Ésta es la razón de nuestra alegría como católicos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios encarnado, que es la Luz Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.


sábado, 4 de diciembre de 2021

“No ha nacido uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los cielos, es más grande que él”

 


“No ha nacido uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los cielos, es  más grande que él” (Mt 11, 11-15). Juan el Bautista recibe un gran elogio, nada menos que por el mismo Hombre-Dios en Persona. Ahora bien, en el elogio, hay también una frase de Jesús que separa al Antiguo Testamento –representado por el Bautista- del Nuevo Testamento –encarnado, obviamente, por Jesús- y la distinción es la siguiente: cuando Jesús dice que “No ha nacido uno más grande que Juan el Bautista”, se refiere a la bondad natural con el que Dios ha creado al hombre, a pesar del pecado original, todavía conserva; es a esta bondad natural a la que el Bautista hace referencia, pidiendo que los corazones se aparten de lo malo y elijan lo que es bueno, como paso previo para la conversión del corazón, necesaria a su vez para la acción de la gracia santificante; en este sentido, es verdad lo que dice Jesús, en cuanto a que “no ha nacido uno más grande que Juan el Bautista”, porque el Bautista hace un llamado a esa parte del corazón humano que conserva su humanidad, paradójicamente, en el sentido de que, a pesar del pecado original, todavía puede el hombre hacer el bien; a pesar del pecado original, todavía el hombre puede ser humano, puede ser bondadoso, puede desear y hacer el bien. Pero en la frase subsiguiente, Jesús hace la distinción entre el llamado a la bondad natural que predica el Bautista, con el llamado a la santidad que Él viene a traer: cuando Jesús dice “aunque el más pequeño en el Reino de los cielos, es más grande que él”, lo dice porque así explicita la superioridad de la gracia santificante, que proviene del Ser divino trinitario, que más que hacer “bueno” al hombre, lo hace “santo”, lo cual es ser bueno con la Bondad divina y no con la simple bondad humana. Porque la gracia santificante o bondad divina es infinitamente más grande que la bondad meramente humana, todo aquel que posea el más mínimo grado de gracia en la tierra, o de gloria en el cielo, como por ejemplo, el más “pequeño”, por así decir, de los santos, esos, son más grandes que el Bautista. Así, Jesús deja establecida la superioridad de la gracia santificante, por encima de la bondad humana. Entonces, el Bautista proclama la vuelta del corazón a la bondad primigenia con la que Dios creó al hombre, pero a partir de Cristo, esa bondad no basta, sino que para entrar en el Reino de los cielos, es necesaria la gracia santificante, la cual es concedida gratuitamente al alma, por los méritos de Cristo en la cruz, a través de los Sacramentos de la Iglesia.

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”

 


“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre” (cfr. Mt 11, 16-19). Al ver a un grupo de jóvenes en la plaza, Jesús hace referencia implícita a su absoluto desinterés por la religión: si el Bautista los llama al ayuno y a la penitencia, se niegan; si Jesús va a casa de algunos fariseos y publicanos para comer con ellos, dicen que es un glotón y un borracho. En otras palabras, nada les viene bien, cuando de religión se trata: ni el ayuno y la penitencia, por un lado, ni el comer y beber sanamente, por otro. Lo único que les interesa es estar en la plaza y pasar el momento, sin preocuparse ni por la vida moral, ni mucho menos por la relación con Dios Uno y Trino. Por eso es que dice Jesús, en relación a estos jóvenes, en los que engloba a toda la generación y en realidad a toda la humanidad: “No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Podemos decir que esta frase se aplica a toda la humanidad, porque en realidad el hombre, herido por el pecado original, se interesa sólo por lo inmediato, por el presente y no precisamente por lo presente bueno, sino por todo aquello que lo lleva a inclinarse a la concupiscencia: le atrae todo lo que es oscuro, desviado, malo, perverso, contrario a la Ley de Dios. Esto tiene una explicación espiritual y es que es más fácil, por así decir, para el hombre, inclinarse al mal, al cual ya está de por sí inclinado como consecuencia del pecado original, que luchar contra esta tendencia al mal para obrar según la voluntad de Dios, ya que esto implica ir contra sí mismo e ir contra sus malas inclinaciones. Por otra parte, esta herida del pecado original hace que el hombre esté mucho más dispuesto a obrar el mal que a obrar el bien; que esté más dispuesto a la inmediatez del placer pecaminoso terreno, que al deseo de la santidad que lo conduce a la vida eterna.

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Tanto el ayuno como la penitencia, así como el beber y comer con moderación y sanamente, en su justa medida, dispone al alma para recibir la gracia santificante. El no querer hacer ni una ni otra cosa, solo demuestra que esa alma está dominada por la concupiscencia. Es también el argumento perfecto de quien no quiere saber nada con Dios: se quejan si la Iglesia pide ayuno; se quejan si la Iglesia permite cierta libertad con relación a algunas fiestas litúrgicas: la razón de fondo es que, el hombre de hoy, como así los jóvenes contemporáneos a Jesús de los que relata el Evangelio, no quieren convertir sus almas a Dios Uno y Trino y a su Mesías, Jesús, el Hijo de Dios encarnado.