sábado, 30 de marzo de 2019

“Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”



(Domingo IV - TC - Ciclo C – 2019)

         “Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido” (Lc 15, 1-3. 11-32). Jesús va a comer con pecadores y en consecuencia los fariseos y los escribas, que eran hombres religiosos y se creían puros, murmuran y critican a Jesús por este hecho, por el acudir a casa de pecadores. Para los judíos, estar cerca de un pecador equivalía a contaminarse con su pecado y es por esto que critican a Jesús porque presentándose Él como un rabbí, como un maestro de religión que enseña en teoría la pureza en relación de Dios, no tiene reparos en comer con pecadores, contaminándose de sus pecados. Como Jesús lee los pensamientos desde el momento en que es Dios, esta murmuración le sirve a Jesús de ocasión para pronunciar la parábola del hijo pródigo, a fin de que la escuchen todos, incluidos los escribas y fariseos que murmuraban contra Él.
Según esta parábola, el menor de dos hijos de un padre muy rico, le pide su herencia, se va de la casa, malgasta todo el dinero y cuando se queda sin dinero, comienza a pasar hambre, por lo cual debe emplearse como cuidador de cerdos, aunque no puede ni siquiera comer las bellotas del suelo para satisfacer su hambre. Es entonces cuando el hijo menor recapacita, se arrepiente de su acción y decide volver a la casa del padre para pedirle perdón por haber salido de la casa paterna y el haber malgastado la herencia. El padre de la parábola, apenas se entera de que su hijo regresa, lejos de regañarlo, se alegra, abre los brazos y sale a su encuentro a recibirlo y lo trata con todo amor y como signo de que lo recibe como hijo y no como criado -tal como había pedido el hijo menor-, le hace poner una túnica nueva, un calzado nuevo y un anillo y además manda a sacrificar al ternero cebado para hacer fiesta, porque el padre de la parábola está contento, porque su hijo “estaba perdido y ha regresado”.
         La parábola es figura del sacramento de la confesión y se entiende cuando se hace una transposición de los elementos naturales de la misma al plano espiritual, puesto que cada elemento tiene un significado sobrenatural: el hijo pródigo, que pide su herencia y sale de la Casa del Padre y se va a lugares de pecado en donde malgasta su dinero, es el hombre que, estando en gracia, pierde la gracia por el pecado; la herencia del hijo pródigo es la gracia santificante y el perderla en lugares pecaminosos, es la pérdida de la gracia, sin importar de qué pecado se trate; la pobreza del hijo pródigo una vez que ha gastado toda su herencia, es el estado de miseria del alma del pecador, que se queda sin la riqueza de la gracia; el hambre que experimenta es la nostalgia de Dios; el trabajar cuidando cerdos es el quedar esclavo de las pasiones, al perder la gracia; el dueño de los cerdos y patrón del hijo pródigo caído en desgracia es el Demonio, y el hijo pródigo que trabaja para el Demonio es el alma que, habiendo perdido la gracia, queda esclava de las pasiones y del Demonio; el sentimiento y pensamiento de culpa es el remordimiento de la conciencia, que le reprocha al alma el haber pecado y perdido la gracia; el deseo de volver a la Casa del Padre es la respuesta del alma a la gracia de la conversión y el arrepentimiento; el abrazo del padre de la parábola cuando el hijo regresa, es la absolución que da el sacerdote cuando el alma, arrepentida, va a confesar sus pecados; el vestir túnica nueva, sandalias nuevas y un anillo, elementos que usan los hijos y no los criados, significan que el alma recupera, por la gracia sacramental de la confesión, su condición de hija de Dios; la fiesta en la que se sacrifica al ternero cebado y en la que hay alegría festiva, es la Santa Misa, en donde el Padre sacrifica al Cordero, Cristo Jesús, en señal de la alegría que le produce el hecho de que un alma se arrepienta, se confiese y así consolide su conversión. A su vez, el hermano mayor que se enoja con el padre y el hermano menor porque no se hace fiesta por él, dicen algunos autores que representa a los judíos, que siempre han pertenecido al Pueblo Elegido, es decir, siempre han estado con Dios, mientras que el hijo pródigo seríamos nosotros, los gentiles, que fuimos adoptados por la gracia.
         La parábola entonces es figura del sacramento de la confesión sacramental y muestra el infinito y eterno amor misericordioso del corazón de Dios Padre, que lejos de reprochar al alma por haber pecado, le concede, por medio de la absolución del sacerdote, la gracia santificante, es decir, lo reviste con la túnica nueva, las sandalias y el anillo que indican que el alma ha recuperado su condición de hijo adoptivo de Dios.
         “Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”. Cada vez que vamos a confesarnos, se renueva y actualiza la parábola del hijo pródigo, porque nuestras almas reciben el amor misericordioso del Padre que nos absuelve en virtud de la Sangre de su Hijo derramada en la cruz. Cuando pecamos, cada uno de nosotros nos convertimos en el hijo pródigo de la parábola; que el fruto de esta Cuaresma sea entonces acudir al Sacramento de la Confesión para recibir el abrazo misericordioso del Padre para luego asistir al Banquete celestial, la Santa Misa, en donde el Padre, para expresar su alegría porque nos hemos confesado hace fiesta para nosotros y nos sirve un manjar exquisito, la Carne del Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía.

viernes, 29 de marzo de 2019

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”



“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Lc 18, 9-14). Jesús narra la parábola del fariseo y el publicano dirigida especialmente a quienes, en el auditorio, se tenían por más justos y puros que los demás, despreciándolos en su interior. En la parábola, Jesús narra las oraciones y actitudes interiores de dos individuos distintos, uno publicano, que se creía pecador y otro, el fariseo, que se creía puro. Aunque las oraciones son dichas en silencio, son escuchadas por Dios, quien lee nuestros pensamientos y los conoce aún antes de que los formulemos. Es Dios entonces el que escucha las oraciones interiores de ambos, las cuales son contrapuestas: mientras uno, el fariseo, se cree puro, santo, bueno y mejor que los demás, sin embargo no es aprobado por Dios; el otro, el publicano, en cambio, que se reconoce pecador, sí es aprobado por Dios. De ahí la conclusión de la parábola de Jesús: “el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado”. El que se creía mejor que los demás, es reprobado por Dios, mientras que el que se creía peor que los demás, por ser pecador, es aprobado por Dios.
Muchos pueden pensar que la parábola tiene un alcance moral, es decir, que apunta a corregir la acción externa y la percepción interna de cada uno; sin embargo, la parábola no tiene un propósito simplemente moral, en el sentido de indicarnos que debemos ser más humildes y menos soberbios. La parábola va más allá de las meras virtudes o pecados humanos y se introduce en el mismo misterio de salvación: el publicano, humilde, participa de la humildad de Jesucristo, mientras que el fariseo, soberbio, participa de la soberbia del Demonio y ésa es la razón por la cual uno sale justificado y el otro, no. Es decir, en el acto de humildad del publicano hay una participación a la humildad de Jesús, mientras que en el acto de soberbio del fariseo, hay una participación al pecado de soberbia en los cielos del Ángel caído, Satanás.
La parábola tiene importancia universal porque, en realidad, en todo acto de soberbia o de humildad sucede lo mismo: no se trata de defectos o pecados, como en el caso de la soberbia, ni de virtudes, como en el caso de la humildad: en realidad, se trata de participaciones, en mayor o menor grado, ya sea de la soberbia del Ángel caído manifestada en los cielos o bien de la humildad del Verbo de Dios que se humilló a sí mismo, encarnándose en el seno virgen de María. La soberbia y la humildad, entonces, trascienden el mero plano moral humano, para insertarse de lleno en el misterio de redención de la humanidad.
Por esta razón, cuando tengamos un pensamiento de soberbia, recordemos que participamos de la soberbia del Demonio, por lo cual debemos rechazarlo inmediatamente, al tiempo que debemos procurar lo opuesto, que es la humildad del Verbo Encarnado y el mejor modo de hacerlo es recordar la coronación de espinas de Jesús, para pedirle la gracia de participar de su humildad.

jueves, 28 de marzo de 2019

Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo



Un escriba le pregunta a Jesús cuál es el “primer mandamiento”, es decir, cuál es el más importante y Jesús le responde que es “amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo” (Mc 12, 28b-34). El escriba asiente a la respuesta de Jesús y Jesús le dice que “no está lejos del Reino de los cielos”, pues ha comprendido cuál es el primer mandamiento y el más importante. Es decir, Jesús responde, a un judío, diciéndole que el mandamiento más importante de su religión es a la vez el mandamiento más importante de nuestra religión, puesto que la formulación para los cristianos es la misma: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.
La pregunta, entonces, surge de modo inmediato: ¿los cristianos y los judíos tenemos el mismo mandamiento? La pregunta es de mucha importancia, porque si es afirmativa, eso indicaría que nuestras religiones están muy próximas entre sí, al punto de decirse que ambas religiones, en algunos puntos, son la misma cosa.
La respuesta a esta pregunta es negativa y la razón es que, aunque la formulación del primer mandamiento sea la misma en ambas religiones, son mandamientos distintos. Es decir, aunque están formulados de igual manera, los mandamientos son distintos y la razón es la cualidad del amor con el que se manda amar a Dios en la ley mosaica y en la ley de Jesús. Es decir, la diferencia con el mandamiento de la ley mosaica, aunque la formulación sea la misma, es la cualidad del amor con el que manda amar Jesús: antes, en la ley mosaica, se mandaba amar con las solas fuerzas del solo amor humano: “amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”; ahora, con la ley de Jesús, el mandamiento se cumple con otro amor, que no es el amor humano, sino el amor con el que Él nos ha amado: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 13, 34) y ese amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Entonces, los cristianos debemos amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos, al igual que los judíos, pero no con nuestro solo amor humano, sino con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Esta es la razón por la cual no somos judíos y por eso mismo no podemos amar como en el Antiguo Testamento: tenemos que amar a Dios y al prójimo con la fuerza de un amor nuevo, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Ahora bien, puesto que no lo tenemos al Espíritu Santo, lo debemos pedir, y que Dios nos dé el Espíritu Santo es algo que está garantizado por las palabras de Jesús: “Mi Padre dará el Espíritu Santo al que se lo pida” (Lc 11, 13). Para poder cumplir el mandamiento más importante de  la Ley de Jesús, es necesario entonces pedir el Espíritu Santo, Espíritu de Amor que, por otra parte, se nos da en cada comunión eucarística.

miércoles, 27 de marzo de 2019

“Jesús expulsa a un demonio mudo”



“Jesús expulsa a un demonio mudo” (Lc 11, 14-23). Jesús realiza un exorcismo, lo cual confirma dos verdades: por un lado, que los demonios existen y que, por lo tanto, el Infierno no está vacío, como pretenden muchos, ya que el Infierno es el “lugar creado para Satanás y sus ángeles rebeldes”; por otro lado, confirma que existe la posesión diabólica, hecho también negado por los progresistas, quienes afirman que lo que la Biblia llama exorcismos a posesiones diabólicas son sólo enfermedades psiquiátricas. El Evangelio confirma entonces estas dos verdades: los demonios existen y poseen los cuerpos de los hombres. La posesión demoníaca es una imagen negativa de la inhabitación trinitaria en el alma por la gracia: como del Demonio es la “mona de Dios”, quiere copiar todo lo que Dios hace y una de las cosas que hace Dios es inhabitar en sus Tres Divinas Personas en el alma del justo por medio de la gracia, para allí ser amado, adorado y servido: puesto que el Demonio no puede hacer esto –no se puede apoderar del alma-, se apodera del cuerpo del hombre, convirtiéndolo en un poseso y esto lo hace con el mismo fin con el cual Dios inhabita en el alma: para ser amado, adorado y servido. Pero esto es falso, como todo lo que hace el Demonio, porque sólo Dios Uno y Trino merece ser amado, adorado y servido y para eso, dice San Ignacio de Loyola, ha sido creado el hombre sobre la faz de la tierra y ése es su fin primordial. Por lo tanto, la posesión demoníaca, además de hacer sufrir enormemente al que padece la posesión, es una obra demoníaca que contraría los planes de Dios sobre esa alma, pues toda alma es creada por Dios Trino con el fin de conocer, amar, adorar y servir a Dios Trinidad. Ésta es la razón por la cual Jesús realiza el exorcismo, expulsando al demonio del cuerpo del poseso y liberándolo, con el solo poder de su voz. El demonio reconoce en la voz de Cristo la omnipotente voz de Dios y, aunque no lo desea, huye inmediatamente del cuerpo del poseso, dejándolo libre y en completo control de sus facultades. Esto explica lo que dice la Escritura, que “Jesús vino para destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8) y la posesión es una obra demoníaca que Jesús destruye con el solo poder de su voz.
En nuestros días, con el auge del ocultismo y del satanismo como nunca antes en la historia, la cantidad de posesos ha aumentado significativamente y como muchos de estos demonios son mudos, como el demonio del Evangelio, manifiestan su odio a Dios y a lo sagrado no como el clásico poseso, con gritos y blasfemias, sino de un modo más solapado y sutil, comenzando por el rechazo directo de todo lo que sea sagrado, principalmente la Eucaristía, la oración y los sacramentales.
“Jesús expulsa a un demonio mudo”. El hecho de que no se vean posesos gritando blasfemias en la vía pública, no significa que no haya endemoniados: basta con observar el crecimiento exponencial del satanismo, del ocultismo y de la superstición –una muestra de estos son la Santa Muerte, el Gauchito Gil, la Difunta Correa, entre muchos otros ídolos demoníacos más-, además de la violencia y el odio sobrehumanos contra el niño por nacer por parte de los movimientos feministas, abortistas y pro-ideología de género, para darnos cuenta que hoy es más necesario todavía que en la época de Jesús, la acción exorcista de la Iglesia.

“El que se enseñe a cumplirlos, será grande en el Reino”



“El que se enseñe a cumplirlos, será grande en el Reino” (Mt 5, 17-19). Haciendo referencia a los Mandamientos de la Ley de Dios, Jesús advierte que quien no los cumpla y no los enseñe a cumplirlos, no será grande en el Reino, mientras que el que los cumpla y los enseñe, será grande. Jesús no ha venido a abrogar la ley mosaica, sino a hacerla más perfecta y esta perfección implica que el cumplimiento sea ante todo espiritual, interior, pero sin dejar de obrar exteriormente[1]. Así, quien quiera ser grande en el Reino de los cielos, debe él mismo cumplir interiormente los Mandamientos, pero al mismo tiempo, debe obrar exteriormente y ese obrar exterior es enseñar a otros a cumplir los Mandamientos. Quien esto haga, “será grande en el Reino de los cielos”, es decir, recibirá una recompensa en la vida eterna y esa recompensa consiste en un mayor grado de gloria. De esta manera, a mayor grado de gracia en la tierra, le corresponde un mayor grado de gloria en el cielo. Hace así una analogía a lo que sucede entre los hombres: un rey, cuando ve que un súbdito se preocupa por hacer cumplir las normas rectas del reino, premia a ese súbdito de diversas maneras, ya sea económicamente o con ascensos en el reino. Si eso sucede entre los hombres, que son malos por lo general y se mueven por bajos intereses, cuánto más Dios, que es bueno, premiará con mayor grado de gloria en el cielo a quien en la tierra enseñe a vivir a su prójimo los Mandamientos y preceptos de la Ley de Dios. La exigencia de santidad es mayor en el nuevo orden instaurado por Jesús que en el orden mosaico, porque la gracia hace participar al alma de  la vida divina y por esto la espiritualidad cristiana es más profunda y elevada que la mosaica, pero exige que se acompañe de obras de misericordia, las cuales pueden ser corporales o espirituales, como el caso señalado por Jesús, el de enseñar a un prójimo dándole consejos de cómo amar a  Dios y vivir los Mandamientos, etc. Por esta razón, si hay alguien que tiene sed de grandeza y quiere ser verdaderamente grande, entonces lo que debe hace es humillarse en esta tierra, cumplir y vivir los Mandamientos de la Ley de Dios y enseñar a los demás a hacerlo; de esa manera, Dios lo recompensará con un alto grado de gracia en esta vida y de gloria en la vida eterna.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 360.

martes, 26 de marzo de 2019

“Perdona setenta veces siete”



Pedro le pregunta a Jesús si con perdonar “siete veces” al prójimo que lo ofende es suficiente y Jesús le responde que no debe perdonar siete veces, sino setenta veces siete, es decir, siempre (Mt 18, 21-35). Para los judíos, el número siete indicaba perfección por lo cual, perdonando siete veces, ya se alcanzaba el límite después del cual se podía aplicar la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente. La cifra que da Jesús, setenta veces siete, tiene un significado simbólico: significa perdonar siempre, por la razón de que la ley del talión ha sido abolida por su sacrificio en cruz. En la cruz, Cristo nos  ha perdonado con un perdón infinito y es con este perdón infinito con el cual nosotros, los cristianos, debemos perdonar a nuestros prójimos. Al ordenarnos perdonar setenta veces siete, Jesús nos está diciendo que debemos imitarlo a Él, que nos perdonó con un perdón sin límites. Es decir, antes de Jesús, el perdón al prójimo tenía un límite; a partir de Jesús, ese perdón no tiene límites, porque no tiene límites el perdón con el que Él nos perdonó desde la cruz. El perdón sin límites es el verdadero perdón cristiano porque es un perdón que imita y participa del perdón de Cristo en la cruz, aunque hay otra connotación y es el amor con el cual se debe perdonar: si el perdón es sin límites, es porque el Amor con el que nos perdonó Jesús es un Amor sin límites. Al perdón lo debe preceder el Amor, de lo contrario, no es el amor con el que Cristo nos manda perdonar. Cristo nos perdona sin límites porque nos ama sin límites: esas mismas características debe tener el perdón del cristiano para con su prójimo. Un perdón sin amor es tan falso y anti-cristiano como un amor sin perdón. Para poder llamarnos y ser cristianos, debemos perdonar y amar con el mismo amor y el mismo perdón con el que Cristo nos amó y perdonó desde la cruz. Mientras no suceda esto, seremos cristianos solo de nombre.

domingo, 24 de marzo de 2019

“Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”



(Domingo III - TC - Ciclo C - 2019)

         “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” (Lc 13, 1-9). Le traen a Jesús los casos de unos palestinos que habían fallecido y cuya sangre Pilatos mezcló con la sangre de los sacrificios y Jesús a su vez trae a colación el caso de los palestinos muertos por la caída de una torre. La razón de invocar esas dos tragedias es que todos pensaban que esas desgracias les habían ocurrido por ser pecadores, pero Jesús los saca de su error: no quiere decir que porque ellos murieron eran pecadores o más pecadores que el resto que no murió, porque todos los hombres son pecadores y si no se convierten, todos perecerán “de igual manera”. Esto es válido en primer lugar para los mismos judíos, para quienes en primer lugar se aplica la parábola de la higuera que no da fruto. En otras palabras, Jesús les advierte que todos, empezando por los judíos, son merecedores de la condenación eterna si no se convierten. Es decir, la muerte terrena ha de llegar, inevitablemente, a todos, ya sea que pertenezcan al Pueblo Elegido o no; ya sea que sean pecadores o no; lo que en realidad importa no es morir o no morir, sino el hecho de estar convertidos en el momento de la muerte para no sufrir la segunda muerte, la muerte eterna, la muerte del que se condena en el Infierno.
La aclaración es necesaria porque muchos piensan equivocadamente que las desgracias terrenas suceden con las personas que están lejos de Dios -no están convertidos-, pero según Jesús eso es un error porque la muerte terrena acecha tanto a quienes están cerca como a quienes están lejos de Dios. Lo que Jesús pretende hacer ver es que lo importante en definitiva es estar preparados de cara a Dios para que, cuando ocurra la muerte terrena, el alma esté en condiciones de atravesar el juicio particular y así poder entrar en la vida eterna. Si una persona vive más años en la tierra, eso puede indicar que Dios le está dando oportunidad para que convierta su alma, es decir, para que sus potencias, la inteligencia y la voluntad, comiencen a estar guiadas por la luz de la gracia, de modo que sus obras sean meritorias para la eternidad. En esto consiste la conversión del corazón: en que el alma deja de estar guiada por sí misma, para estar penetrada y guiada, desde lo más profundo de su ser, por la gracia divina, gracia divina que para los católicos viene por los sacramentos. Dicho sea de paso, significa que, para un católico, alejarse de los sacramentos –ante todo, la Confesión y la Eucaristía- significa, en la práctica, alejarse de Dios y alejar también la posibilidad de la conversión.
Ahora bien, para significar la importancia y la necesidad de la conversión, Jesús pronuncia la parábola de la higuera (25-30) que no da frutos: el jardinero convence al dueño de que no la corte, que le dé tiempo para que él la abone y espere a ver si da frutos el próximo año, de lo contrario, sí la cortará. La interpretación alegórica de la parábola de la higuera es clara: Israel ha estado recibiendo del dueño de la higuera –Dios Padre- la atención y dedicación más esmerada, como lo prueba la presencia del Hombre-Dios Jesucristo en medio del Pueblo Elegido, pero debido a que no responde a los cuidados que el jardinero le da –no solo lo rechazan a Él como Mesías, sino que lo crucifican-, se desencadenará sobre Israel rápidamente el castigo divino[1] y es esto lo que significa que la higuera “será cortada”.
Es decir, esta parábola se aplica en primer lugar a los judíos[2], ya que ellos son la higuera que no da frutos de santidad a pesar de haber sido tratados con deferencia por parte de Dios al enviarles a Dios Hijo en Persona y es esto lo que está claro en la interpretación de la parábola de la higuera: si los judíos no se convierten por su predicación y sus milagros, serán “excluidos del Reino de Dios, mientras aquellos a quienes han despreciado como desechados por Dios serán recibidos”[3].
Sin embargo, la parábola de la higuera que no da frutos y a la cual el dueño quiere cortarla se aplica también al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica: la higuera sin frutos es el alma a la que Dios le concede vida pero aun así no se convierte, es decir, no da frutos de santidad y por eso Dios decide llamarla para que comparezca ante el Juicio Particular. Es ahí cuando Jesús –el Divino Jardinero- intercede ante el Padre para que no lo llame ante su presencia: le dice que espere, que Él llamará a su alma, le infundirá la gracia del arrepentimiento sincero de corazón y esperará a que se convierta; si el alma no se convierte, entonces sí será llamada ante el Juicio Particular.
La Cuaresma es tiempo de reflexión y meditación acerca de cómo es nuestra relación con Dios, es decir, acerca de si estamos convertidos hacia Él o si no lo estamos, de si respondemos a los múltiples llamados a convertirnos o hacemos caso omiso de ellos. Estar convertidos quiere decir que el alma vive la vida de la gracia, que es la gracia la que toma el control de la mente, de la razón y de la voluntad y las orientan a Dios, a fin de que las obras realizadas sean obras meritorias para la vida eterna. No estar convertidos es estar guiados por los criterios del mundo y no por los de Cristo, es no tener en cuenta ni sus mandamientos ni su gracia, sino seguir los propios dictados del corazón, sin importar si estos se oponen o no a Dios y a su Ley y Mandamientos.
“Si no os convertís, todos pereceréis”. Jesús no se refiere a la muerte terrena, porque es un hecho que todos hemos de morir en la primera muerte, la muerte terrena: Jesús nos advierte que, si persistimos en la vida del hombre viejo, el hombre carnal, el hombre atraído por las pasiones y por las cosas bajas de la tierra, habremos de presentarnos así ante el Juicio Particular, sin conversión y si no estamos convertidos para ese momento, en que se decide nuestro destino eterno, moriremos la segunda muerte, es decir, seremos condenados por la eternidad. No desaprovechemos la Cuaresma y hagamos el propósito de convertir nuestro corazón al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Ediciones Herder, Barcelona 1957, 617.Cfr.
[2] Orchard, o. c., 618.
[3] Cfr. Orchard, o. c., 618.

jueves, 21 de marzo de 2019

“Matemos al heredero”



“Matemos al heredero” (Mt 21, 33-43. 45-46). La frase corresponde a uno de los viñadores homicidas y es la “solución” que propone y es aceptada por el resto de los viñadores homicidas y usurpadores, para quedarse con la viña que ilegítimamente están ocupando y de la cual quieren a toda costa apropiarse. El dueño de la viña quiere que le restituyan la viña y para eso envía a sus mensajeros, pero muchos de estos son asesinados, porque no tienen intención de devolver la viña. El dueño de la viña envía a su hijo, pensando que lo respetarán y le devolverán la viña, pero no solo no lo hacen, sino que conspiran para matarlo y finalmente lo matan. La parábola se entiende cuando se comprende que los elementos naturales corresponden a elementos sobrenaturales: la viña es la Iglesia, los viñadores homicidas son los fariseos; los mensajeros son los profetas; el dueño de la viña es Dios Padre; el hijo es Jesús, Dios Hijo; la muerte del hijo es la crucifixión de Jesucristo.
Ahora bien, los usurpadores de la viña no están movidos por puras pasiones humanas, como la avaricia y la codicia y la usura: forman parte del plan del ángel caído que pretende adueñarse, con la complicidad de los hombres malos, de la verdadera y única Iglesia de Dios, la Iglesia Católica. Pretenden adueñarse de ella para ocultar la Verdad Revelada en Cristo y así construir una Iglesia con mandamientos, preceptos, ritos y cultos humanos, en donde el centro de la adoración no sea Dios, sino el hombre mismo. Quieren matar al heredero para que la viña, esto es, la Iglesia, le rinda culto y adore al hombre y no a Dios.
“Matemos al heredero”. Cada vez que se desacraliza la liturgia, cada vez que se ensalza al hombre y se lo adora, se renueva la muerte en cruz del Heredero del Padre, Cristo Jesús.

miércoles, 20 de marzo de 2019

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”


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“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). Una interpretación demasiado terrena, materialista y socialista de este evangelio, ajena en un todo a la Tradición y el Magisterio, llevaría a una conclusión errónea: el hombre rico se condena por su riqueza, mientras que el pobre se salva por su pobreza. Esa no es la interpretación ni de la Tradición ni del Magisterio de la Iglesia en relación a este pasaje. Por otra parte, una lectura de este tipo, en clave marxista, llevaría a un enfrentamiento de clases y a un estereotipo social que nada tiene que ver con la Iglesia, sino con ideologías de tipo marxistas, comunistas y socialistas: los ricos son malos y por eso se condenan, mientras que los pobres son buenos y por eso se salvan.
Como dijimos, no hay nada más alejado de la realidad que esta interpretación atea, agnóstica y materialista.
En el caso del rico, se condena no por sus riquezas en sí, sino por haber usado de estas riquezas en forma egoísta. De hecho, ha habido en la Iglesia numerosos casos de santos que se han santificado con sus riquezas, sin hacer abandono de ellas, pero sí usándolas en bien del prójimo más necesitado. Un claro ejemplo es Pier Giorgio Frassatti, hijo del dueño de uno de los periódicos más antiguos de Italia y heredero de una inmensa fortuna. Pier Giorgio jamás renunció formalmente a su herencia, pero sí se quedaba con sus bolsillos vacíos porque todo el dinero que llevaba consigo, que era bastante, lo daba en limosna. Por otra parte, hay indicios de que un pobre como Judas Iscariote, se haya condenado: era pobre, pero avariento, pues vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata. En el caso del pobre de la parábola, se salva no por ser pobre, sino porque sobrelleva su pobreza con resignación cristiana, sin quejarse de su pobreza, de su enfermedad y de la suerte que le tocó vivir, sin quejarse contra Dios y sufriendo en silencio y con humildad sus enfermedades y tribulaciones. Fue esta santa paciencia en la tribulación y la enfermedad lo que lo llevó al cielo, y no su pobreza, porque se puede ser pobre y con un corazón codicioso, como en el caso de Judas Iscariote.
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Si queremos salvarnos, tenemos que usar nuestras riquezas, en el caso de que seamos ricos, compartiéndolas con los más necesitados; si somos pobres, debemos sufrir lo que la pobreza conlleva, con santa paciencia y humildad. Sólo así llegaremos al Reino de los cielos.


martes, 19 de marzo de 2019

“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”



“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?” (Mt 20, 17-28). Jesús les anuncia su próxima Pasión a sus discípulos y luego de hacerles el anuncio, se les adelanta la madre de los Zebedeos y, postrándose ante Él, le pide que sus dos hijos se sienten al lado de su trono, a su derecha e izquierda. Jesús le responde que “no saben lo que piden” porque la gloria que ellos piden, el sentarse a la derecha e izquierda del trono de Jesús en los cielos, no se consigue tal como se consigue la gloria entre los hombres. Entre los hombres, quienes quieren subir al poder, lo hacen por medio de intrigas, traiciones e incluso hasta muertes, porque el poder terreno enceguece al hombre y le hace perder la razón. Por eso Jesús les dice que los “jefes de los pueblos los tiranizan y los oprimen”, porque sabe que el hombre, contaminado por el pecado original, desea el poder pero por el poder y la riqueza, no por el bien común de los demás y por eso, cuando llegan a lo alto en la escala del poder, se comportan como verdaderos tiranos. Quienes se sientan a la derecha e izquierda en el caso de los jefes terrenos, se comportan como verdaderos tiranos que oprimen a los pueblos, porque se sirven del poder en beneficio propio.
No es así en el caso de los discípulos de Jesús y eso se los deja bien en claro el mismo Jesús: quien quiera puestos de poder en el cielo, debe ocupar en la tierra puestos de servidumbre y la gloria del cielo no se obtiene si no se pasa antes por la ignominia de la Pasión. Por eso Jesús dice: “el que quiera ser grande, que sea servidor y el que quiera ser primero, que sea esclavo de los demás”. Además, al revelarles la Pasión que Él deberá sufrir, les adelanta que la gloria celestial se obtiene al precio altísimo de la cruz y la Pasión.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”. Al hacerles esta pregunta, Jesús les pregunta si están dispuestos a sufrir con Él la Pasión y si están dispuestos a ser los últimos, los esclavos de todos en la tierra, para ser los primeros en el cielo. Los hermanos responden “Podemos”, dando una clara respuesta de que están dispuestos a seguir a Jesús en el Camino del Calvario y que están dispuestos a ocupar los últimos puestos en la tierra, con tal de obtener los primeros puestos en el Reino de Dios.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”. También a nosotros nos pregunta Jesús lo mismo y nosotros, guiados por Cristo y su Espíritu, le respondemos, junto con los hijos de Zebedeo: “Podemos”.

sábado, 16 de marzo de 2019

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”



(Domingo II - TC - Ciclo C – 2019)

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor con Santiago, Pedro y Juan y allí, ante su presencia, se transfigura, es decir, su rostro, su cuerpo y sus vestiduras se vuelven más resplandecientes que el sol, porque dejan traslucir la gloria divina. La Transfiguración del Monte Tabor se explica por la constitución íntima del Hombre-Dios: Él no es un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, que recibe la santidad extrínsecamente, desde lo alto: Él es Dios tres veces Santo; Él es la Santidad Increada, que ha recibido de su Padre Dios, desde la eternidad, el Ser divino y la Naturaleza divina y por eso la gloria que ahora se trasluce en el Monte Tabor, es la gloria que le pertenece desde toda la eternidad, al haber sido engendrado, no creado, en el seno del Padre, desde toda la eternidad. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz celestial y la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria. Jesús resplandece con la luz de la gloria que Él en cuanto Dios Hijo posee desde la eternidad, recibida del Padre. Ahora bien, hay que considerar que si la manifestación de la gloria en el Tabor es un milagro, el esconder la gloria durante toda su vida terrena es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús desde su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria de modo visible: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego hace un milagro más grande, que es ocultar su gloria y su resplandor visible: en realidad, desde su Concepción y Nacimiento, Jesús debía aparecer visiblemente como en el Tabor y la Epifanía, pero como el cuerpo glorioso no puede sufrir, Jesús hace un milagro más grande aun y oculta su gloria visible, apareciendo a los ojos de los hombres como un hombre más entre tantos, para poder sufrir la Pasión. Es decir, si Jesús vivía como glorificado, puesto que el cuerpo glorificado no puede sufrir, entonces no habría podido sufrir la Pasión: por esta razón oculta su gloria y solo la manifiesta brevemente, antes de la Pasión, en el Tabor.
Ahora bien, este hecho, el resplandecer de Jesús con la gloria divina en el Monte Tabor, no se explica sin el origen eterno de Jesús en cuanto Dios, pero tampoco se explica sin la presencia de Jesús en otro monte, el Monte Calvario, el Viernes Santo. En el Monte Calvario, Jesús estará recubierto, no de la luz y de la gloria celestial, sino que estará recubierto por su propia Sangre; su revestimiento no será la luz de la divinidad, sino la Sangre de su humanidad, que brotará de sus heridas abiertas y sangrantes. Si en el Monte Tabor se contempla la majestuosidad de su divinidad, en el Monte Calvario se contempla la debilidad de nuestra humanidad; si en el Monte Tabor Jesús Rey de cielos y tierra se recubre de un manto de luz, en el Monte Calvario Jesús, Rey de los hombres, se reviste de un manto púrpura, el manto rojo compuesto por su Sangre Preciosa que brota a raudales de sus heridas abiertas. Si en el Monte Tabor es Dios Padre quien glorifica al Hijo con la gloria que Él posee desde la eternidad, en el Monte Calvario son los hombres quien, con sus pecados, lo coronan con una corona de espinas y le ponen como cetro una caña, nombrándolo como rey de los judíos y como rey de los hombres pecadores. Si en el Monte Tabor Jesús resplandece con la luz que le otorga su Padre Dios en la eternidad, en el Monte Calvario Jesús se recubre con la Sangre de las heridas infligidas por los hombres pecadores; por esta razón, si el Tabor es obra de Dios, el Calvario es obra de nuestras manos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo cubrimos de heridas y lo coronamos de espinas, nombrándolo nuestro Rey. El Monte Tabor entonces no se explica si no es a la luz del Monte Calvario.
 Ahora bien, ¿cuál es la razón de la Transfiguración? ¿Por qué Jesús resplandece con la luz de su gloria en el Monte Tabor? La razón de la transfiguración, dice Santo Tomás, es que Jesús resplandece como Dios que es, con la luz de su gloria en el Tabor, para que cuando los discípulos lo vean cubierto no de luz sino de sangre, en el Monte Calvario, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre que está padeciendo en el Monte Calvario es el mismo Dios que resplandeció con su luz divina en el Monte Tabor y así tengan fuerzas para también ellos llevar la cruz. Entonces, la gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la ignominia del Monte Calvario: la luz con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre, porque es Él quien le comunica de su luminoso Ser divino trinitario desde toda la eternidad y que ahora trasluce en el Tabor; en el Monte Calvario, Cristo Jesús se reviste, en vez de blanca luz, de rojo brillante y fresco, el rojo de su propia Sangre; es la Sangre que brota de sus heridas abiertas, provocadas por nuestros pecados. Si el Monte Tabor es obra del Padre, el Monte Calvario es obra de la malicia de nuestros corazones, porque son nuestros pecados los que hacen que Jesús en el Monte Calvario se revista con el manto rojo que es la Sangre que brota de sus heridas.
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor; de parte nuestra, a causa de nuestros pecados, revestimos a Cristo con golpes y lo cubrimos de heridas que se abren y dejan escapar su Sangre Preciosísima. Cada pecado es una herida abierta en el Cuerpo de Jesús; cada pecado abre una herida en el Cuerpo de Jesús, de la cual mana Sangre como si fuera una fuente y contribuye a que Jesús se revista con un manto preciosísimo, no de luz, como en el Tabor, sino compuesto por su Sangre. Con cada pecado, lo coronamos de espinas, lo flagelamos, lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre, en el Calvario. Por esta razón, la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca de la realidad del pecado que, si para nosotros es invisible e insensible, para Cristo constituye una fuente de infinito dolor. Por esta razón, como dice Santa Teresa de Ávila, si para dejar de pecar no nos mueve ni el cielo que Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo, por nosotros en el Calvario, tan de muerte herido.
“Jesús resplandeció en el Monte Tabor”. Al contemplar a Jesús en el Monte Tabor, cubierto de la luz de la gloria recibida por el Padre, lo contemplemos también en el Monte Calvario, cubierto por la Sangre que brota de sus heridas abiertas por nuestros pecados y al comprobar que nuestras manos están manchadas con su Sangre, al ser nosotros los causantes de sus heridas, hagamos el propósito de no provocarle más heridas, sangrado y dolor con nuestros pecados y tomemos la decisión de convertir nuestros corazones mediante la oración, la penitencia y la misericordia.

“Amad a vuestros enemigos”



“Amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 43-48). Jesús deja un mandamiento nuevo: amar a los enemigos. Ante este mandato, cabe preguntarse cuál es la novedad del mandamiento de Jesús, porque antes de Jesús, en el Antiguo Testamento, también había un mandamiento en el que se mandaba “amar al enemigo”. La diferencia es la cualidad del amor con el que Jesús manda amar al enemigo: en el Antiguo Testamento, se manda amar con el amor humano, un amor que es frágil, imperfecto, que se deja llevar por las apariencias y que, por propia naturaleza, es limitado. El amor al enemigo podía limitarse, en el mejor de los casos, a dar un trato benevolente y compasivo al enemigo vencido. Pero en el mandato de Jesús hay una diferencia substancial, una diferencia que hace que el mandato sea realmente nuevo, a pesar de que este mandato esté formulado de la misma manera. La clave para saber cuál es el amor con el cual hay que amar al enemigo, está en las palabras de Jesús, cuando dice: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 13, 34). Es aquí en donde radica la diferencia substancial en relación al Antiguo Testamento: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado (…) amen a sus enemigos como Yo los he amado”. ¿Y cómo nos ha amado Jesús? Jesús nos ha amado, por un lado, hasta el extremo de la cruz, de dar la vida por nuestra salvación, porque siendo nosotros sus enemigos por el pecado, aun así, Jesús no solo no pidió el castigo justo que nos merecíamos, sino que intercedió ante el Padre para que nos perdonara –“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”-, sino que además derramó su Sangre y entregó su vida por nosotros en el altar de la Cruz. Por otro lado, Jesús nos amó con su Amor, con el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo, y esta es otra diferencia radical con el mandato del Antiguo Testamento: ya no debemos amar al enemigo con nuestro imperfecto amor humano, sino que debemos amarlo con el Amor con el que nos amó Jesús, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Por último, ¿dónde conseguir el amor necesario para cumplir con el mandamiento de Jesús, es  decir, para amar al enemigo como Él nos amó?
El lugar adonde debemos ir a buscarlo es allí donde está el Amor de Dios, en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Alimentándonos de la Eucaristía, recibiremos el Amor de Dios, el Espíritu Santo, con el cual podremos amar al enemigo con el Amor con el que Cristo nos amó desde la Cruz.

viernes, 15 de marzo de 2019

“Si vuestra justicia no es superior a la de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”



“Si vuestra justicia no es superior a la de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 5-26). Jesús advierte que el cristiano debe ser más justo –es decir, más compasivo, más misericordioso y también más justo propiamente dicho- que los escribas y fariseos; de lo contrario, no entrará en el Reino de los cielos. Lo que sucede es que hay una gran diferencia entre la Ley Antigua, sobre la que se regían los fariseos antes de Él y la Ley Nueva que Él viene a instaurar. Jesús usa un ejemplo de la ley antes que Él: antes de Jesús, bastaba con no matar para ser justos; es decir, se consideraba justo quien no cometía un asesinato, por ejemplo; sin embargo, ahora, con Él, no basta con no matar, no basta con no cometer un asesinato: ya con el solo hecho de enojarnos con el prójimo, nos hace reos ante la Justicia divina. Es decir, con la Ley Nueva de Jesús, quien se enoja con su hermano merece ser juzgado y si alguien muere con ira, merece el Infierno. Como puede verse, hay una gran diferencia entre el cumplimiento de la Ley antes y después de Jesús: el cumplimiento de la Ley Nueva es mucho más estricto que el de la Ley Antigua.
La diferencia está en la gracia porque ahora, por la gracia santificante que Jesús nos trae por su cruz, el alma se encuentra en la Presencia de Dios, por lo que cualquier falta, por mínima que sea, se nota con mucha mayor intensidad que en el régimen del Antiguo Testamento. Estar en gracia equivale, para el cristiano, a estar delante de la Presencia de Dios en los cielos, para los bienaventurados, de ahí que sus pensamientos y deseos y también sus acciones, deben ser perfectas, puras e inmaculadas, porque Dios es perfecto, puro e inmaculado. Por la gracia santificante, el alma se encuentra delante de Dios, ante su Presencia, ya desde esta vida, así como los bienaventurados se encuentran ante la Presencia de Dios en los cielos y es por esta razón que las faltas cometidas son mucho más notorias que en la Ley Antigua y es por esto que el vivir en gracia supone que cada pensamiento es leído por Dios ante su Presencia, cada deseo es tenido delante de Dios, cada obra es hecha delante de Dios, de ahí que los pensamientos del cristiano deban ser santos, sus deseos puros y sus obras perfectas.
“Si vuestra justicia no es superior a la de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”. Si queremos entrar en el Reino de los cielos, entonces debemos evitar siquiera el más mínimo enojo y tomar conciencia que, por la gracia, aun estando en esta vida terrena, estamos ante la Presencia de Dios Uno y Trino.

jueves, 14 de marzo de 2019

“Pidan y se les dará”



“Pidan y se les dará” (Mt 7, 7-12). Jesús nos anima no solo a llamar a Dios “Padre”, como en la oración del Padre Nuestro[1], sino que nos anima a “pedir”, a “buscar”, a “llamar”, a las puertas del corazón del Padre: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá, porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le  abre”. Para que nos demos cuenta de cuán grande es la bondad de Dios, que nos dará lo que le pidamos, hace una comparación entre un padre terreno y su hijo: si el hijo le pide pan, el padre no va a ser tan malo de darle una piedra y si le pide pescado, no le dará una serpiente: finaliza Jesús el ejemplo diciendo que si nosotros que “somos malos” en razón del pecado original, damos cosas buenas, cuánto más el Padre “dará cosas buenas a los que se las pidan”.
Entonces, la cuestión radicará en qué cosas pedir, si estamos seguros de que Dios nos dará lo que le pidamos. Ante todo, hay que tener en cuenta que Dios nos dará sólo lo que sea bueno y verdadero y, sobre todo, necesario y conveniente para la salvación de nuestras almas y las de nuestros seres queridos. Muchos, si interpretan equivocadamente este pasaje, pueden pensar que Dios los puede colmar de bienes materiales y de riquezas terrenas. Dios puede hacerlo, pero no siempre eso es una bendición ni tampoco es necesario para nuestras almas, de modo que debemos pedir lo que Dios quiera darnos y que sea conveniente para la nuestra salvación.
En otro pasaje y en referencia al pedido que hacemos a Dios, la Escritura nos dice que “no sabemos pedir lo que conviene”[2] y es precisamente por esto, porque nuestra mira espiritual es muy corta o inexistente y pedimos cosas que no nos convienen para la salvación. En este mismo sentido, Jesús nos anima a pedir algo que ni siquiera podríamos imaginarnos que podríamos recibir, y es el Espíritu Santo: “El Padre dará el Espíritu Santo al que lo pida en mi Nombre”[3].
“Pidan y se les dará”. Pidamos entonces lo que conviene a nuestra salvación: el Pan de Vida eterna y la Carne del Cordero de Dios y con ambos, nos vendrá algo que es un don inimaginable de parte de Dios: su Amor Divino, el Espíritu Santo. No pidamos, entonces, otra cosa, que no sea la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo y la Carne del Cordero de Dios, que contiene al Amor de Dios, el Espíritu Santo.


[1] Cfr. Lc 11, 2.
[2] Rm 8, 26.
[3] Lc 11, 3.

miércoles, 13 de marzo de 2019

No será dado otro signo que la Eucaristía



         “Esta generación malvada pide un signo pero no le será dado otro signo que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”. Jesús se queja de aquellos que piden signos para recién creer en Él en cuanto Mesías, pero Jesús les dice que no será dado otro signo que el de Jonás, porque así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así lo es Él para la humanidad. Los ninivitas se convirtieron por la prédica de Jonás, abandonando el pecado y haciendo penitencia. Ahora, que viene Él, que es el Hombre-Dios y el Mesías que había sido anunciado, piden más signos, es decir, más prodigios y milagros, para convertirse del pecado y dejar de obrar el mal. Pero Jesús les dice que no va a haber otro signo que Él mismo, porque Él mismo es el Signo del Padre: Él es Dios Hijo encarnado y no puede haber otro signo más que Él.
         En nuestros días, sucede lo mismo con muchos cristianos: piden signos, milagros y prodigios para creer, pero no les será dado otro signo, otro milagro y otro prodigio, que la Eucaristía, porque la Eucaristía es el mayor signo, el más grande milagro y el más asombroso prodigio que pueda Dios hacer. Muchos cristianos piden signos, curaciones, resurrecciones de muertos, para recién creer y convertirse, pero no va a haber eso, porque el Signo más grande ya está dado y es la Eucaristía. Quien no crea en la Eucaristía, aun cuando vea resucitar a un muerto, no creerá, porque cualquier signo es inferior al Signo eucarístico.
         “Esta generación malvada pide un signo”. No pidamos signos, señales, milagros, prodigios, para recién creer, hacer penitencia y convertirnos. Ya tenemos el Signo eucarístico, que es el Emanuel, el Dios con nosotros, Jesús Eucaristía. Su Presencia Eucarística es el Signo que anuncia que el Reino de Dios ya está entre nosotros y que Él está pronto a venir. Con el Signo Eucarístico, no necesitamos nada más para decidirnos a convertir nuestros corazones al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.