sábado, 29 de abril de 2023

La Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz

 


(Domingo IV - TP - Ciclo A – 2023)

         En estos tiempos en los que prevalece la confusión a todo nivel, es necesario que, al recordar a Cristo, Buen Pastor y Sumo y Eterno Sacerdote, recordemos también qué es la Santa Misa, qué oficio o función cumplen el sacerdote ministerial y qué oficio o función cumplen los fieles que asisten a la Santa Misa. Ante todo, debemos decir que, según el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, la Santa Misa es la “renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz”, lo cual quiere decir que es como si, misteriosamente, en la Santa Misa, viajáramos en el tiempo hasta el Calvario o como si el Calvario viniera hasta nosotros; y también, porque es la renovación del Sacrificio de la Cruz, es que el Padre Pío de Pietralcina decía que debíamos estar en la Santa Misa con la misma actitud espiritual con la que estaban la Virgen y San Juan Evangelista al pie de la Cruz. Dicho esto, que la Santa Misa es un sacrificio, hay que agregar que, en la Santa Misa, el celebrante no es un mero “presidente de la asamblea”, sino el único sacerdote que ofrece el sacrificio in persona Christi. Para disipar cualquier duda, basta leer lo que enseña Pío XII en su encíclica “Mediator Dei”: “Sólo a los Apóstoles -varones, por eso no puede haber nunca mujeres sacerdotisas-, y en adelante a aquellos a quienes sus sucesores han impuesto las manos -solo los sacerdotes ministeriales, por eso los laicos no pueden celebrar/concelebrar la Santa Misa-, se concede la potestad del sacerdocio, en virtud de la cual representan la Persona de Jesucristo ante su pueblo, actuando al mismo tiempo como representantes de su pueblo ante Dios” (n. 40). Por tanto, en la Santa Misa, “el sacerdote actúa en favor del pueblo sólo porque representa a Jesucristo, que es Cabeza de todos sus miembros y se ofrece a sí mismo en lugar de ellos. De ahí que vaya al altar como ministro de Cristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa II c.l.). El pueblo, por el contrario, puesto que no representa en ningún sentido al Divino Redentor y no es mediador entre él y Dios, no puede en modo alguno poseer la potestad sacerdotal” (n. 84).

Ahora bien, es indudable que los fieles presentes deben participar en el sacrificio del sacerdote en el altar con los mismos sentimientos que Jesucristo tuvo en la Cruz, y “junto con Él y por Él hagan su oblación, y en unión con Él ofrézcanse a sí mismos” (n. 80). Es decir, la participación de los fieles en la Santa Misa es unirse al Sacrificio de Jesús -que obra in Persona en el sacerdote ministerial-, a través del sacerdote ministerial, pero de ninguna manera poseen la potestad de realizar el Sacrificio por ellos mismos. Para evitar malentendidos, Pío XII reitera: “El hecho, sin embargo, de que los fieles participen en el sacrificio eucarístico no significa que también estén dotados de poder sacerdotal” (n. 82).

“Mediator Dei” enseña que “la inmolación incruenta en las palabras de la consagración, cuando Cristo se hace presente sobre el altar en estado de víctima, es realizada por el sacerdote y sólo por él, como representante de Cristo y no como representante de los fieles” (n. 92).

Por tanto, no se pueden condenar las misas privadas sin la participación del pueblo, ni la celebración simultánea de varias misas privadas en distintos altares, alegando erróneamente “el carácter social del sacrificio eucarístico” (n. 96).

Por un designio divino, Jesús instituyó simultáneamente el sacrificio eucarístico y el sacerdocio ministerial y concedió a sus ministros el privilegio exclusivo de renovarlo en los altares de forma incruenta hasta el fin de los tiempos. Si alguien pretendiera cambiar la Misa con el pretexto de “volver a un pasado más antiguo y original”, como el de los primeros cristianos, eso no sería un “enriquecimiento”[1], sino un empobrecimiento, ya que priva a la visión de la Iglesia sobre la Misa, de la luz procedente de las definiciones dogmáticas del Segundo Concilio de Nicea, del IV Concilio de Letrán, del Concilio de Florencia y sobre todo del importantísimo Concilio de Trento, así como de las intuiciones de muchos insignes gigantes de la teología y de la devoción eucarística, como Santo Tomás de Aquino, Roberto Belarmino, Leonardo de Port Maurice y Pedro Julián Eymard.

Es imprescindible recordar que en la Santa Misa, el fin principal es la adoración y glorificación de la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino, a Quien la Santa Iglesia le ofrece, por medio del sacerdote ministerial, el Santo Sacrificio del Altar, la Eucaristía, es decir, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, ya que esta es la verdadera y única ofrenda digna de la Trinidad y no el pan y el vino sin consagrar; el fin primario de la Santa Misa es entonces la adoración y glorificación de la Trinidad y nunca el fin subsidiario de santificar las almas, fin que es, precisamente, subsidiario y no principal.

En la Santa Misa, aunque está también presente su gloriosa Resurrección, puesto que en la Misa no comulgamos el Cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, sino su Cuerpo glorificado, el centro del “misterio de la fe”, el centro del misterio de la Santa Misa se enfoca en la Pasión Redentora del Salvador, puesto que es, por definición, la “renovación incruenta y sacramental” del Santo Sacrificio de la cruz.

Otro elemento a tener en cuenta que, en la Santa Misa, según la teología católica, se hace hincapié y se enfatiza en el Sacrificio de Cristo en la cruz, sacrificio del cual la Santa Misa es su renovación incruenta y sacramental y en segundo lugar, solo en un segundo lugar, se hace mención al memorial, por lo que nunca se puede enfatizar el memorial en detrimento del sacrificio.

El Sacerdote ministerial no es “presidente de la asamblea”, sino aquel que, en carácter precisamente del sacerdote ministerial, ofrece el sacrificio in Persona Christi, es decir, es el único que representa a la Persona de Jesucristo ante el Nuevo Pueblo de Dios.

         La Santa Misa es un “sacrificio propiciatorio” y expiatorio por los pecados de los hombres, para salvar nuestras almas por medio de la Sangre de Cristo ofrecida al Padre y así evitar la eterna condenación en el Infierno; por lo tanto, la Santa Misa no es meramente la celebración jubilosa de la Alianza.

         Según los puntos esenciales de los dogmas definidos en el Concilio de Trento, la Santa Misa Una se deriva de la “lex orandi” de siempre, según la cual el catolicismo es la religión de un Dios infinitamente misericordioso que se apiada de los hombres destinados a la perdición eterna y para ello envía, por su Amor, el Espíritu Santo, a su Hijo, para que muriendo en la cruz aplacara la Ira divina, justamente encendida por los pecados de los hombres, pecados por los cuales los hombres deben hacer en esta vida un “mea culpa” perpetuo y reparar, ofreciendo principalmente el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa. Creer en otra cosa distinta es creer en otra fe, que no es la Santa Fe Católica; es pertenecer a otra iglesia, que no es la Santa Iglesia Católica.



[1] Como afirma erróneamente el cardenal Cantalamessa,

miércoles, 26 de abril de 2023

“Yo Soy el Pan de Vida”

 


“Yo Soy el Pan de Vida” (Jn 6, 44-51). Una interpretación no católica diría que Jesús hace esta afirmación en un sentido metafórico y no ontológico; sería algo así como que sus enseñanzas son como si fueran un pan que da vida a quien está hambriento, por ejemplo.

Sin embargo, esa no es una interpretación católica, puesto que Jesús no está hablando en sentido metafórico, sino real y ontológico. Esto quiere decir que cuando Jesús afirma que es “Pan de Vida”, lo es realmente y no metafórica o simbólicamente, lo cual se puede corroborar en lo que sucede en la Santa Misa. Es decir, cuando el sacerdote ministerial, que obra con el poder sacerdotal participado del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, convierte el pan material de la hostia hasta entonces sin consagrar, en el Cuerpo de Jesús, Cuerpo glorificado que queda oculto bajo la apariencia de pan, bajo las especies sacramentales. Entonces, luego de la consagración, es Jesús quien está en Persona en la Eucaristía, bajo apariencia de pan.

Por otra parte, estando así Jesús oculto en apariencia de pan, da vida, pero no una vida natural, en el sentido de que no se trata de una mera restauración de la vida natural, sino que da la vida eterna, la vida misma de la Trinidad, por cuanto Él es Dios, es el Verbo Eterno del Padre, la Persona Segunda de la Trinidad. Es por esta razón que quien comulga -en estado de gracia, con fe, con piedad y con amor- el Cuerpo de Cristo, que está real y substancialmente bajo la apariencia de pan en la Eucaristía, recibe de Él su Vida Divina, que es la Vida de la Trinidad, la Vida Divina del Ser divino trinitario.

Cuando comulguemos, entonces, debemos agradecer a Jesús porque en el Pan de Vida, la Eucaristía, nos da una vida verdaderamente nueva, una vida que antes de la Comunión no la teníamos, una vida que es la Vida Divina, la Vida Increada de Dios Uno y Trino. Es en este sentido, real y ontológico, en el que Jesús es “Pan de Vida Eterna”.

martes, 25 de abril de 2023

Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote

 


(Domingo IV - TP - Ciclo A – 2023)

         En estos tiempos en los que prevalece la confusión a todo nivel, es necesario que, al recordar a Cristo, Buen Pastor y Sumo y Eterno Sacerdote, recordemos también qué es la Santa Misa, qué oficio o función cumplen el sacerdote ministerial y qué oficio o función cumplen los fieles que asisten a la Santa Misa. Ante todo, debemos decir que, según el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, la Santa Misa es la “renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz”, lo cual quiere decir que es como si, misteriosamente, en la Santa Misa, viajáramos en el tiempo hasta el Calvario o como si el Calvario viniera hasta nosotros; y también, porque es la renovación del Sacrificio de la Cruz, es que el Padre Pío de Pietralcina decía que debíamos estar en la Santa Misa con la misma actitud espiritual con la que estaban la Virgen y San Juan Evangelista al pie de la Cruz. Dicho esto, que la Santa Misa es un sacrificio, hay que agregar que, en la Santa Misa, el celebrante no es un mero “presidente de la asamblea”, sino el único sacerdote que ofrece el sacrificio in persona Christi. Para disipar cualquier duda, basta leer lo que enseña Pío XII en su encíclica “Mediator Dei”: “Sólo a los Apóstoles, y en adelante a aquellos a quienes sus sucesores han impuesto las manos, se concede la potestad del sacerdocio, en virtud de la cual representan la Persona de Jesucristo ante su pueblo, actuando al mismo tiempo como representantes de su pueblo ante Dios” (n. 40). Por tanto, en la Santa Misa, “el sacerdote actúa en favor del pueblo sólo porque representa a Jesucristo, que es Cabeza de todos sus miembros y se ofrece a sí mismo en lugar de ellos. De ahí que vaya al altar como ministro de Cristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa II c.l.). El pueblo, por el contrario, puesto que no representa en ningún sentido al Divino Redentor y no es mediador entre él y Dios, no puede en modo alguno poseer la potestad sacerdotal” (n. 84).

Ahora bien, es indudable que los fieles presentes deben participar en el sacrificio del sacerdote en el altar con los mismos sentimientos que Jesucristo tuvo en la Cruz, y “junto con Él y por Él hagan su oblación, y en unión con Él ofrézcanse a sí mismos” (n. 80). Es decir, la participación de los fieles en la Santa Misa es unirse al Sacrificio de Jesús -que obra in Persona en el sacerdote ministerial-, a través del sacerdote ministerial, pero de ninguna manera poseen la potestad de realizar el Sacrificio por ellos mismos. Para evitar malentendidos, Pío XII reitera: “El hecho, sin embargo, de que los fieles participen en el sacrificio eucarístico no significa que también estén dotados de poder sacerdotal” (n. 82).

“Mediator Dei” enseña que “la inmolación incruenta en las palabras de la consagración, cuando Cristo se hace presente sobre el altar en estado de víctima, es realizada por el sacerdote y sólo por él, como representante de Cristo y no como representante de los fieles” (n. 92).

Por tanto, no se pueden condenar las misas privadas sin la participación del pueblo, ni la celebración simultánea de varias misas privadas en distintos altares, alegando erróneamente “el carácter social del sacrificio eucarístico” (n. 96).

Por un designio divino, Jesús instituyó simultáneamente el sacrificio eucarístico y el sacerdocio ministerial y concedió a sus ministros el privilegio exclusivo de renovarlo en los altares de forma incruenta hasta el fin de los tiempos. Si alguien pretendiera cambiar la Misa con el pretexto de “volver a un pasado más antiguo y original”, como el de los primeros cristianos, eso no sería un “enriquecimiento”[1], sino un empobrecimiento, ya que priva a la visión de la Iglesia sobre la Misa, de la luz procedente de las definiciones dogmáticas del Segundo Concilio de Nicea, del IV Concilio de Letrán, del Concilio de Florencia y sobre todo del importantísimo Concilio de Trento, así como de las intuiciones de muchos insignes gigantes de la teología y de la devoción eucarística, como Santo Tomás de Aquino, Roberto Belarmino, Leonardo de Port Maurice y Pedro Julián Eymard.

Es imprescindible recordar que en la Santa Misa, el fin principal es la adoración y glorificación de la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino, a Quien la Santa Iglesia le ofrece, por medio del sacerdote ministerial, el Santo Sacrificio del Altar, la Eucaristía, es decir, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, ya que esta es la verdadera y única ofrenda digna de la Trinidad y no el pan y el vino sin consagrar; el fin primario de la Santa Misa es entonces la adoración y glorificación de la Trinidad y nunca el fin subsidiario de santificar las almas, fin que es, precisamente, subsidiario y no principal.

En la Santa Misa, aunque está también presente su gloriosa Resurrección, puesto que en la Misa no comulgamos el Cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, sino su Cuerpo glorificado, el centro del “misterio de la fe”, el centro del misterio de la Santa Misa se enfoca en la Pasión Redentora del Salvador, puesto que es, por definición, la “renovación incruenta y sacramental” del Santo Sacrificio de la cruz.

Otro elemento a tener en cuenta que, en la Santa Misa, según la teología católica, se hace hincapié y se enfatiza en el Sacrificio de Cristo en la cruz, sacrificio del cual la Santa Misa es su renovación incruenta y sacramental y en segundo lugar, solo en un segundo lugar, se hace mención al memorial, por lo que nunca se puede enfatizar el memorial en detrimento del sacrificio.

El Sacerdote ministerial no es “presidente de la asamblea”, sino aquel que, en carácter precisamente del sacerdote ministerial, ofrece el sacrificio in Persona Christi, es decir, es el único que representa a la Persona de Jesucristo ante el Nuevo Pueblo de Dios.

         La Santa Misa es un “sacrificio propiciatorio” y expiatorio por los pecados de los hombres, para salvar nuestras almas por medio de la Sangre de Cristo ofrecida al Padre y así evitar la eterna condenación en el Infierno; por lo tanto, la Santa Misa no es meramente la celebración jubilosa de la Alianza.

         Según los puntos esenciales de los dogmas definidos en el Concilio de Trento, la Santa Misa Una se deriva de la “lex orandi” de siempre, según la cual el catolicismo es la religión de un Dios infinitamente misericordioso que se apiada de los hombres destinados a la perdición eterna y para ello envía, por su Amor, el Espíritu Santo, a su Hijo, para que muriendo en la cruz aplacara la Ira divina, justamente encendida por los pecados de los hombres, pecados por los cuales los hombres deben hacer en esta vida un “mea culpa” perpetuo y reparar, ofreciendo principalmente el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa. Creer en otra cosa distinta es creer en otra fe, que no es la Santa Fe Católica; es pertenecer a otra iglesia, que no es la Santa Iglesia Católica.



[1] Como afirma erróneamente el cardenal Cantalamessa,

jueves, 20 de abril de 2023

“Lo reconocieron al partir el pan”

 


(Domingo III - TP - Ciclo A – 2023)

         “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). En este Evangelio, conocido como “el Evangelio de los discípulos de Emaús”, dos discípulos de Cristo se dirigen caminando desde Jerusalén hacia Emaús, distante unos diez kilómetros de Jerusalén. Mientras van por el camino, hablan entre sí comentando los sucesos de Semana Santa y aunque han escuchado el testimonio de las santas mujeres que afirmaban haberlo visto resucitado, se muestran desconfiados y entristecidos porque no creen ni en lo que han visto -los milagros de Jesús-, ni en las Escrituras -que decían que el Mesías habría de resucitar- ni en las palabras de Jesús -Él mismo afirmó que iba a resucitar al tercer día- y tampoco creen en el testimonio de quienes afirmaban haberlo visto vivo, resucitado y glorioso. Es en este estado de descreimiento y falta de fe en Jesús resucitado y glorioso, en el que se encuentran, antes de que Jesús les salga al encuentro. Este estado de incredulidad es lo que les valdrá el duro reproche de Jesús, quien los llamará “hombres necios y duros de entendimiento”; el necio es el que se obstina en sus pensamientos erróneos, a pesar de ver la evidencia de la Verdad y así se muestran los discípulos de Emaús, porque ven los episodios de Semana Santa con su sola razón humana, la cual se niega a aceptar la Verdad de la Resurrección de Jesús, a pesar de todas las evidencias que se les presentan a favor de la Resurrección. Pero además de la necedad, es decir, de la obstinación en no querer creer en las palabras de Jesús, el Evangelio dice que “algo impedía que reconocieran a Jesús” y ese “algo” es la ausencia de la luz del Espíritu Santo, necesaria para creer en los misterios de la Redención, en Dios como Uno y Trino y en la Segunda Persona encarnada en la Humanidad de Jesús de Nazareth, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

El episodio del Evangelio se caracteriza entonces por dos momentos radicalmente opuestos de los discípulos de Emaús: antes y después del encuentro de Jesús. Antes del encuentro con Jesús, están entristecidos y faltos de fe, o mejor dicho, con una fe en un Cristo muerto, no resucitado; luego del encuentro con Cristo, arde en sus corazones el Amor del Espíritu Santo y son capaces de reconocer a Cristo resucitado, vivo, glorioso. Ahora bien, hay que decir que el reconocimiento de Jesús resucitado no es inmediato, ya que conocer a Jesús tal como es -la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, humanidad que murió y luego resucitó gloriosa-, no depende del razonamiento o de la memoria del hombre, porque no es un hecho natural, sino sobrenatural y en cuanto tal, excede la capacidad de conocimiento del hombre. En otras palabras, creer en Jesús resucitado y reconocerlo en su humanidad gloriosa, es una gracia concedida por Dios al intelecto y también a la voluntad, potencias del alma humana que son movidas hacia Sí mismo por el Ser divino trinitario.

Mientras algunos teólogos opinan que la fracción del pan por parte de Jesús se produce en el marco de una cena conjunta con los discípulos de Emaús, algunos Santos y Doctores de la Iglesia afirman que la reunión de Jesús con los discípulos de Emaús no era una cena al estilo humano, sino que se trataba de una Misa, por lo que el gesto de Jesús, a partir del cual los discípulos reconocen a Jesús como Hombre-Dios, correspondería precisamente a la fracción de la Hostia ya consagrada (recordemos que la fracción del Pan consagrado, es decir, de la Eucaristía, representa la separación del Alma y del Cuerpo de Jesús en su muerte en la cruz, mientras que su reunión, o sea, la unión de la fracción cortada que se dejar caer en el Cáliz que contiene la Sangre de Cristo, representa la Resurrección del Señor); en ese momento, Jesús sopla sobre los discípulos de Emaús el Espíritu Santo, iluminando con la luz divina sus mentes y corazones y quitando el obstáculo que les impedía reconocerlo, para que ellos puedan realmente darse cuenta de que el forastero al que ellos habían encontrado en el camino no era un forastero, sino Jesús resucitado y glorificado. Al infundirles la luz del Espíritu Santo, Jesús elimina toda oscuridad intelectual y espiritual que pudiera impedir que lo reconozcan como al Hombre-Dios resucitado y es por eso que a partir de entonces, a partir de la efusión del Espíritu Santo en la fracción del pan, los discípulos reconocen a Jesús.

“Lo reconocieron al partir el pan”. También a nosotros nos puede suceder lo que a los discípulos de Emaús, en el sentido de que en el transcurrir de la existencia terrena, ya sea en la dicha o en la tribulación, nos mostremos incrédulos ante la Resurrección de Jesús y ante la prolongación de su Encarnación y Resurrección en la Sagrada Eucaristía y por esto, vivamos como si Jesús no existiera, o como si estuviera muerto y no resucitado. Para no recibir el duro reproche de Jesús, para que Jesús no nos diga “necios y duros de entendimiento”, pidamos la luz del Espíritu Santo para que no solo creamos que Jesús ha resucitado, sino que además está vivo, glorioso y resucitado, a la diestra del Padre en los cielos y en el Santísimo Sacramento del altar en la tierra.

 

martes, 18 de abril de 2023

Jesús multiplica panes y peces

 


En este Evangelio, se describe un milagro, en el cual Jesús multiplica panes y peces. Se trata de un verdadero milagro, es decir, de una obra que solo puede ser hecha con sabiduría, potencia y amor divinos. En otras palabras, un milagro solo puede ser hecho por Dios: ni los ángeles buenos, ni los ángeles malos, como Satanás, pueden hacer milagros y mucho menos los hombres, porque ni ángeles ni hombres tienen la sabiduría, el poder y el amor divinos necesarios para realizar un prodigio que lleve el nombre de “milagro”.

Jesús hace un verdadero milagro, es decir, multiplica la materia constitutiva de los panes y peces; primero crea de la nada los átomos y las moléculas materiales que forman los panes y los peces y luego los multiplica en sobreabundancia y esto en un abrir y cerrar de ojos. No es, como dicen algunos, que lo que hizo Jesús fue “conmover” los corazones para que los que tenían compartieran con los que no tenían: hizo un verdadero milagro, un prodigio que solo Dios puede hacer.

Este milagro tiene dos objetivos, aparte de calmar el hambre corporal que la multitud que había ido a escuchar a Jesús realmente tenía; un objetivo es prefigurar otro milagro, en el que se multiplica no ya carne de pescado y pan material, sino la Carne del Cordero de Dios y el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, no para alimentar el cuerpo, sino para alimentar el alma; el otro objetivo, es hacer una obra de tal magnitud que quienes la vieran creyeran que el que hace esa obra solo puede ser Dios y por eso lo hace Jesús, para que, si alguien no cree a sus palabras, a su afirmación de que Él es Dios Hijo encarnado, “al menos crean en sus obras”, como Él mismo lo dice en el Evangelio: “Si no creen a mis palabras, al menos crean a mis obras”, es decir, a los milagros.

Por último, si la multiplicación de panes y peces es un signo de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la multiplicación de la Carne del Cordero y del Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, que la Santa Iglesia Católica realiza cada vez en la Santa Misa, es el milagro de los milagros, la prueba viviente de que la Iglesia Católica es la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero, la Santísima Trinidad.

“La Ira de Dios pesa sobre quien no cree en la Presencia del Hijo en la Eucaristía”


 

“La Ira de Dios pesa sobre quien no cree en la Presencia del Hijo en la Eucaristía” (cfr. Jn 3, 31-36). Para todos aquellos malos cristianos, incluidos sacerdotes y obispos, que niegan a Dios como castigador del mal, para todos aquellos que de forma errónea y herética consideran a Dios como un Dios todo bondad, dulzura, paciencia y misericordia, que no castiga al mal, que hace oídos sordos y cierra los ojos frente al mal provocado por los pecadores impenitentes, Juan el Bautista es muy claro: “Quien no crea en el Hijo de Dios, la Ira de Dios pesa sobre él”. Lo volvemos a repetir, son palabras de Jesús: “Quien no crea en el Hijo de Dios, la Ira de Dios pesa sobre él”. De esta manera, el Bautista revela que “de Dios nadie se burla”, porque puede haber alguien que, durante toda su vida terrena, viva totalmente desinteresado de Jesús; puede haber bautizados que, a pesar de haber recibido el Bautismo, la Comunión, la Confirmación, decidan no creer en Jesús y abandonar, como de hecho lo hacen en gran número en la actualidad, la práctica activa de la religión católica, pero estos tales no deben confundirse y pensar que se reirán de Dios, porque al final de sus vidas, luego de haber vivido como ateos prácticos, en el más craso materialismo y relativismo, se encontrarán cara a cara con Jesús, pero no con un Jesús manso, humilde, misericordioso, paciente, sino con un Jesús que es Justo y Eterno Juez, que dará a quienes obraron el mal, a quienes no quisieron saber nada de Él en esta vida terrena, a quienes lo ignoraron voluntariamente, lo que se merecieron con esta actitud, la Ira Divina, la Justicia Divina justamente inflamada en Ira Divina, que los castigará por toda la eternidad en el lago de fuego.

“La Ira de Dios pesa sobre quien no cree en la Presencia del Hijo en la Eucaristía”. Tengamos cuidado los católicos, no creamos en un Jesús de caricatura, en un Jesús que es solo risas y que se hace el que no ve el mal, porque es verdad que Dios es misericordioso y paciente, pero la paciencia y la misericordia de Dios se terminan cuando se termina esta vida terrena. Vivamos de tal manera que, creyendo en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, obremos la misericordia, para que en la eternidad no pese la Ira de Dios sobre nuestras almas.

“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad”

 


“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad” (Jn 3, 16-21). Al hacer esta declaración, Jesús está revelando la naturaleza luminosa de la Encarnación, por un lado, y el estado de tinieblas en las que se encuentra el hombre que, sin la gracia, vive en la más completa oscuridad espiritual.

Cuando Jesús habla de luz y de oscuridad, lo hace evidentemente en términos naturales, preternaturales y sobrenaturales: la oscuridad dela que habla Jesús es de orden natural y preternatural, porque la oscuridad en la que se encuentra inmersa la tierra, desde la caída de Adán y Eva por el pecado original, es la oscuridad de la razón humana, que con fatiga llega apenas, con mucho esfuerzo, al conocimiento de Dios Uno; oscuridad preternatural o angélica, porque también desde la caída de Adán y Eva la tierra toda y sobre todo las almas de los hombres, están envueltas en las siniestras tinieblas de los ángeles caídos, los demonios, con Satanás a la cabeza.

Ahora bien, cuando Jesús habla de luz, habla de luz en sentido sobrenatural, porque se trata de la luz divina y eterna que brota del Ser divino trinitario y es esa luz que, con la Encarnación, “vino al mundo”, para iluminar a los que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”, para iluminar a los hombres que viven dominados por las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, los ángeles caídos. Jesús, Dios Hijo encarnado, es la Luz Eterna que, proviniendo eternamente del seno del Padre, ilumina con la luz divina de su Ser divino trinitario a quien se le acerca con fe, devoción y amor, en la Sagrada Eucaristía y en la Santa Cruz.

Pero el acercarnos a Jesús y dejarnos iluminar por su divina luz, es algo que depende de nuestro libre albedrío, por eso, quien no quiere ser iluminado por Cristo, vive en la oscuridad satánica, obra las obras del Reino de las tinieblas, se goza en la oscuridad maligna y no se acerca a la Luz Eterna, no se acerca, ni a la Eucaristía, ni a la Santa Cruz. De nuestra libertad depende vivir, en el tiempo terreno que nos queda y luego en la eternidad, en la luminosa Luz Eterna de Cristo Dios o en la oscuridad siniestra de las tinieblas vivientes, el Reino de las sombras, donde no hay redención.

lunes, 17 de abril de 2023

"El Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna"

 


“El Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna” (Jn 3, 5a. 7b-15). Jesús recuerda el episodio del Pueblo Elegido en el desierto, cuando fueron atacados por serpientes venenosas y, por indicación divina, Moisés construyó una serpiente de bronce y la levantó en alto, de modo que todo el que la miraba, quedaba curado de la mordedura venenosa de las serpientes.

Este episodio es figura y anticipación de la crucifixión de Jesús: las serpientes son los demonios, los que peregrinan en el desierto somos los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica; el veneno de las serpientes es el pecado mortal; las mordeduras de las serpientes son las tentaciones demoníacas; la serpiente de bronce que sana milagrosamente a quien la ve, es representación de Jesús crucificado, quien da la vida eterna a quien lo contempla con fe, con amor y devoción. 

Es desde la cruz de donde el alma obtiene la vida divina, la vida eterna, el perdón de los pecados y la santificación del alma, es por esto que debemos postrarnos ante Jesús crucificado, cuando sintamos el ardor de las pasiones y la acechanza o incluso la mordedura de las serpientes, los ángeles caídos, los demonios.

Pero Jesús también está en la Eucaristía, y ahí está en Persona, por esto mismo, quien contempla a Jesús Eucaristía, recibe de Él la vida divina, la vida eterna, la vida de su Sagrado Corazón Eucarístico, la vida misma de la Santísima Trinidad. Adoremos a Jesús en la Cruz y en la Eucaristía y así no solo seremos curados de las tentaciones y protegidos de las acechanzas del demonio, sino que ante todo obtendremos la vida eterna, la vida de Dios Uno y Trino.

martes, 11 de abril de 2023

Domingo in Albis o de la Divina Misericordia

 



(Ciclo A – 2023)

Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás. Veneremos entonces, esta imagen, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, obrando la misericordia para con el más necesitado, para que quede allí, grabada a fuego, por el fuego del Espíritu Santo, por el tiempo y por toda la eternidad.

“(Esta imagen) Es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de Mi misericordia, (y) se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos” (Diario, 848).

La imagen de Jesús Misericordioso no es una imagen más: es la “última devoción para el hombre de los últimos tiempos”; es la “señal de los últimos tiempos”, es “la última tabla de salvación” (Diario 998), a la cual el hombre debe acudir para beneficiarse del “Agua y de la Sangre” que brotaron del Corazón traspasado de Jesús.

Ya no habrá más devociones, hasta el fin de los tiempos, ni habrá tampoco más misericordia, una vez finalizados los días terrenos, antes del Día del Juicio Final. Dios tiene toda la eternidad para castigar, pero mientras hay tiempo, hay misericordia. Cada día que transcurre en esta tierra, es un don de la Misericordia Divina, que nos lo concede para retornemos a Dios Trino, para que nos arrepintamos de las maldades de nuestros corazones, para que dejemos de obrar el mal, e iniciemos el camino que conduce a la feliz eternidad, el camino de la cruz. El tiempo, los segundos que pasan, los minutos, las horas, los días, los años, son dones de la Misericordia Divina, que espera con paciencia nuestro regreso al Padre, por medio del arrepentimiento, la contrición, el dolor de los pecados, y el amor a Dios y al prójimo.

Pero para apreciar la magnitud inconmensurable del don de la Divina Misericordia, es necesario remontarse al Viernes Santo, a los instantes antes de la muerte de Jesús, a su atroz agonía, y a su muerte misma, porque el estado de Jesús en la cruz y su muerte, son consecuencias del contenido del corazón humano, y la Divina Misericordia es la respuesta de Dios Uno y Trino al deicidio cometido por el hombre.

En la cruz, ya cerca de las tres de la tarde, Jesús se encuentra al límite de sus fuerzas físicas; está agonizando, luego de haber pasado tres horas suspendido por tres clavos de hierro, y luego de haber sufrido, en su Cuerpo, el tormento más duro que jamás los hombres hayan aplicado a alguien. Pero no solo ha sufrido en el Cuerpo: también moralmente, comenzando desde su condena, ya que recibió una condena a muerte, por blasfemo, siendo Él Dios y autor de la vida, y la Vida misma Increada, y siendo Él el Inocente. Además de los golpes, fue insultado, blasfemado, agredido verbalmente, acusado injusta y falsamente, vilipendiado, humillado. Fue brutal e inhumanamente flagelado, coronado de espinas, golpeado con puños en la cara, con bastones en la cabeza, con patadas en el cuerpo; le fue puesta una cruz en sus hombros, y luego se dejó subir a la cruz y ser crucificado con tres gruesos clavos de hierro. Ya en la cruz, se le negó agua para su sed, y a cambio se le dio vinagre, y finalmente, derramó toda su sangre, quedándose sin sangre en su cuerpo. Al morir, en el colmo de los ultrajes a su cuerpo, su Corazón fue atravesado por una lanza.

Frente a todo este ultraje, y frente al odio deicida que los hombres descargaron en Jesús, Dios Uno y Trino reacciona de una manera muy distinta a como lo haría el hombre: Dios Padre, al contemplar la muerte tan atroz y cruel de su Hijo en la cruz, a manos de los hombres, no reacciona con furor, con ira, con venganza, cuando por su justicia, podría haberlo hecho; reacciona enviando al Espíritu Santo, que brota del Corazón traspasado de Jesús, junto con la Sangre y el Agua, que significan.

Es en esto en lo que consiste la Misericordia Divina: en vez del castigo que los hombres merecemos por nuestros pecados, Dios nos abre las entrañas de su Ser divino, su Misericordia y su bondad infinita, a través del Corazón abierto de su Hijo. Su Misericordia, su Amor, su Bondad sin límites, se derraman, como un océano incontenible, sobre la humanidad, a pesar de que la humanidad ha demostrado sólo odio deicida hacia Él.

Es esto lo que dice Jesús a Sor Faustina: “Abrí mi Corazón como fuente de misericordia, para que todos, para que todas las almas tengan vida. Que se acerquen, por lo tanto, con fe ilimitada a este océano de pura bondad. Los pecadores obtendrán la justificación, y los justos serán confirmados en el bien. En la hora de la muerte, colmaré con mi divina paz el alma que habrá puesto su fe en mi bondad infinita”.

A nosotros, que atravesamos su corazón con una lanza de hierro, nos abre el abismo insondable de su Amor misericordioso; a nosotros, que le dimos muerte y no le dimos paz hasta que lo vimos muerto, nos colmará de su vida y de su paz en la hora de nuestra muerte, si acudimos a Él con confianza.

La devoción a la Divina Misericordia no es una devoción más: es la última oportunidad para el hombre de los últimos tiempos. Si la humanidad no acude a la Misericordia Divina, morirá sin remedio en el abismo eterno. Dice Jesús: “Di a la Humanidad que esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos” (Diario 299). (…) “Las almas mueren a pesar de Mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, es decir, la Fiesta de Mi misericordia [288a]”.

Mientras hay tiempo, hay misericordia, y por eso, cada día que Dios nos concede, es un regalo de la Misericordia Divina, que busca nuestro arrepentimiento y nuestro amor a Dios y al prójimo. Pero resulta que el tiempo se está terminando, y que el Día de la ira divina, en donde ya no habrá más misericordia, se está terminando, ya que está cercano el retorno de Jesús, según sus mismas palabras: “Si no adoran Mi misericordia, morirán para siempre. Secretaria de Mi misericordia, escribe, habla a las almas de esta gran misericordia Mía, porque está cercano el día terrible, el día de Mi justicia” (Diario 965) (…) “Deseo que Mi misericordia sea venerada en el mundo entero; le doy a la humanidad la última tabla de salvación, es decir, el refugio en Mi misericordia” (Diario, 998) (...) “Antes del día de la justicia envío el día de la misericordia (Diario, 965). Estoy prolongándoles el tiempo de la misericordia, pero ¡ay de ellos si no reconocen este tiempo de Mi visita! (Diario, 965).

La Devoción a la Divina Misericordia es la última devoción concedida a la Humanidad, antes del Día del Juicio Final, y prepara a los corazones para la Segunda Venida de Jesucristo, que está próxima: “Prepararás al mundo para Mi última venida” (Diario 429).

La imagen de Jesús misericordioso es una señal de los últimos tiempos, que avisa a los hombres que está cercano el Día de la justicia: “Habla al mundo de mi Misericordia. Es la señal de los últimos tiempos; después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo para que recurran, pues, a la Fuente de Mi Misericordia” (Diario 848).

No hay opciones intermedias: o el alma se refugia en la Misericordia de Dios, o se somete a su justicia y a su ira divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia” (Diario 1146).

Es la misma Virgen quien nos advierte de que la Segunda Venida de Jesucristo está a las puertas, y de que su imagen es una señal de esta inminente llegada: “Tú debes hablar al mundo de Su gran misericordia y preparar al mundo para Su segunda venida. Él vendrá, no como un Salvador Misericordioso, sino como un Juez Justo. Oh qué terrible es ese día. Establecido está ya el día de la justicia, el día de la ira divina. Los ángeles tiemblan ante este día. Habla a las almas de esa gran misericordia, mientras sea aún el tiempo para conceder la misericordia” (Diario 635).

Hay dos elementos para practicar esta devoción: la oración a las tres de la tarde, que es la hora en la que Jesús muere en la cruz, y el rezo de la Coronilla de la Divina Misericordia por los moribundos. A las tres de la tarde se implora misericordia a Dios Hijo, que por nosotros muere en la cruz, y con la Coronilla, se implora misericordia por los moribundos. Jesús promete conceder todo lo que se pida, si es conforme a su Voluntad, a quien rece a las tres de la tarde recordando su Pasión, y promete la salvación del moribundo por quien se rece la Coronilla. Dice así Jesús: “Suplica a mi Divina Misericordia (a las tres de la tarde, N. del R.), pues es la hora en que mi alma estuvo solitaria en su agonía, a esa hora todo lo que me pidas se te concederá”. Esta es la hora en la que Jesús derrama sus gracias como un torrente incontenible; el alma fiel debe sumergirse en la Pasión del Señor, aunque sea por un breve instante, rezar el Via Crucis de la Divina Misericordia y la Coronilla, y Jesús le concederá “gracias inimaginables”. Sobre la Coronilla, dice Jesús: “Quienquiera que la rece recibirá gran misericordia a la hora de la muerte” (Diario, 687) (…) “Cuando recen esta coronilla junto a los moribundos, Me pondré ante el Padre y el alma agonizante no como Juez justo sino como el Salvador Misericordioso” (Diario, 1541) (…) “Hasta el pecador más empedernido, si reza esta coronilla una sola vez, recibirá la gracia de Mi misericordia infinita” (Diario, 687) (…) “A través de ella obtendrás todo, si lo que pides está de acuerdo con Mi voluntad” (Diario, 1731) (…) “Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en Mi misericordia” (Diario 687).

Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás. Veneremos entonces, esta imagen, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero, sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, obrando la misericordia para con el más necesitado, para que quede allí, grabada a fuego, por el fuego del Espíritu Santo, por el tiempo y por toda la eternidad.

 

Viernes de la Octava de Pascua

 



“¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). En esta tercera aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, se repite lo mismo que en las otras apariciones: no lo reconocen. El Evangelio relata que los discípulos, junto con Pedro y Juan, están pescando, sin éxito, en el momento en el que Jesús se les aparece, de pie, en la orilla: “Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús”.

Los discípulos habían estado tratando de pescar, infructuosamente, toda la noche y cuando Jesús les señala el lugar donde deben tirar las redes, se produce lo que se conoce como “la segunda pesca milagrosa”, ya que las redes se llenan de tantos peces, que casi se hunden las barcas.

Pero el milagro tiene otro efecto, además de una buena pesca: ilumina, con la luz del Espíritu Santo, los ojos de San Juan primero y de Pedro después. En efecto, inmediatamente después del milagro, San Juan reconoce a Jesús y exclama: “¡Es el Señor!”. Y luego de San Juan, es San Pedro quien también lo reconoce, echándose los dos al mar, para llegar nadando hasta la orilla.

En esta aparición podemos ver, entonces, la necesidad imperiosa de la luz de la gracia para reconocer a Jesús, no como a un hombre santo, sino como al Dios Tres veces Santo, la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth.

“¡Es el Señor!”, exclama con alegría San Juan, al reconocer a Jesús glorioso y resucitado; también nosotros, iluminados con la luz de la gracia santificante, debemos exclamar, llenos de alegría: “¡Es el Señor!”, cuando contemplamos la Sagrada Eucaristía. Y, al igual que San Juan y San Pedro, sumergirnos, no en el mar, sino en el océano de Amor de su Divina Misericordia, su Sagrado Corazón Eucarístico.

 

Jueves de la Octava de Pascua

 



         En este Evangelio (Lc 24, 35-48) podemos destacar dos momentos en relación a Jesús y a los discípulos. En relación a los discípulos, cuando Jesús resucitado se les aparece en medio de ellos, repiten la misma actitud de los demás, como por ejemplo, los discípulos de Emaús o María Magdalena: no reconocen a Jesús, a pesar de haber compartido con Él los años de predicación pública, a pesar de haber sido testigos de sus milagros, etc. En este caso en particular, “se llenan de temor y lo confunden con un fantasma”. Este desconocimiento es debido a que no poseen la luz del Espíritu Santo, que es lo que permite ver a Jesús y no a un fantasma o a un desconocido.

         Con relación a Jesús, hay dos acciones claves en esta aparición: primero, les infunde el Espíritu Santo, iluminando sus inteligencias, de manera que ellos puedan reconocer a Jesús resucitado, con su Cuerpo glorificado y lleno de la vida divina; luego, el envío a misionar que hace Jesús a su Iglesia naciente: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de todo esto”. También Jesús resucitado había dicho: “Vayan por todo el mundo anunciando el Evangelio a todas las naciones”. Es muy importante tener en cuenta estas palabras de Jesús, porque son el fundamento de la actividad misionera de la Iglesia; son el fundamento de la aprobación, por parte de la Iglesia, de la Conquista y Evangelización de América por parte de España, puesto que la Conquista y Evangelización no se trata de imposición de culturas, como si la cultura española-europea se hubiera impuesto por la fuerza sobre la cultura indígena, sino que se trata del cumplimiento de la orden del Hombre-Dios Jesucristo de evangelizar a las naciones con la Buena Noticia de la Encarnación del Hijo de Dios y de su misterio salvífico, puesto que la tierra, desde la caída de Adán y Eva, estaba cubierta por las tinieblas vivientes, los ángeles caídos y bajo el dominio cruel e implacable del Príncipe de las tinieblas, Satanás: la Conquista y Evangelización supone transmitir esta Buena Noticia de la salvación en Cristo Jesús a todas las naciones de la tierra, ya que al morir en Cruz en el Calvario, Jesucristo derrotó a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y el Mundo y además abrió las puertas del Reino de los cielos para todos aquellos que quisieran seguirlo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis.

         La Conquista y la Evangelización de América, por parte de España y la tarea evangelizadora de la Iglesia sobre todas las naciones, son un mandato directo del Hombre-Dios Jesucristo y es por esto que sería una gran temeridad oponerse a este mandato divino.

lunes, 10 de abril de 2023

Miércoles de la Octava de Pascua

 



Dos de los discípulos de Jesús, el mismo día de la Resurrección, se dirigen a Emaús, a poca distancia de Jerusalén. Mientras caminan, hablan sobre lo sucedido el Viernes Santo y se lamentan por la muerte de Jesús, quien les sale al paso y los saluda. Ellos, al igual que María Magdalena y la totalidad de los discípulos a los cuales Jesús se les aparece luego de resucitar, no lo reconocen, porque les falta la luz de la gracia y la luz de la fe en las palabras de Jesús. Si María Magdalena lo confunde con el jardinero, los discípulos de Emaús lo confunden con un extranjero, uno más entre tantos.

Jesús les pregunta acerca de qué hablan y ellos le comentan lo sucedido el Jueves y el Viernes Santo, mostrándose al mismo tiempo apesadumbrados y descreídos acerca de la fe en las palabras de Jesús, que había dicho que iba a resucitar y ellos no lo han visto a Jesús resucitado. Jesús les reprocha su dureza de entendimiento, puesto que demuestran una total falta de fe y de comprensión de las Escrituras, que hablan de la resurrección del Mesías, tratándolos incluso de "necios" y de "torpes" para comprender las Escrituras.

Cuando los discípulos de Emaús se desvían para dirigirse a Emaús, Jesús hace el ademán de seguir adelante, por lo que los discípulos le piden que se quede con ellos, porque ya se hace de noche.

Jesús los complace y se queda con ellos. Más tarde, en el momento de la cena -muchos dicen que se trata de una misa-, Jesús parte el pan y es en ese momento en el que los discípulos de Emaús lo reconocen, pero apenas se dan cuenta de que es Jesús, Él desaparece. Los discípulos se preguntan entre sí acerca de lo que experimentaron al estar cerca de Jesús y es el ardor del corazón.

Este episodio nos demuestra, por un lado, la falta de fe de los discípulos de Emaús, tanto en las Escrituras, como en las palabras de Jesús, porque están apesadumbrados al pensar que Jesús no ha resucitado. Nos muestra también la necesidad de la gracia y de la fe para poder reconocer a Jesús resucitado, porque los discípulos no lo reconocen, a pesar de que ellos lo conocían en su vida terrena; lo reconocen solo después de la partición del pan, cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo iluminando sus mentes y corazones, para reconocer a Jesús en la Eucaristía. El ardor en el corazón que ellos experimentan, es el ardor que provoca la Presencia del Divino Amor, el Espíritu Santo, en los corazones de los discípulos de Jesús.

También nosotros somos como los discípulos de Emaús, porque a pesar de que aparentemente lo conocemos, cuando se nos presenta una tribulación, nos sentimos abrumados por la situación difícil que podemos estar pasando, olvidándonos de la Resurrección de Jesús, olvidándonos que Jesús está resucitado, vivo, glorioso, presente en Persona en la Eucaristía. No seamos necios y tardos de entendimiento, acudamos a Jesús Eucaristía, para que se quede con nosotros todos los días de nuestra vida terrena que nos queda, porque el día se acaba y ya comienza la oscura y siniestra noche. 

 

domingo, 9 de abril de 2023

Martes de la Octava de Pascua

 


      

         En este Evangelio podemos ver dos momentos en María Magdalena: en un primer momento, María Magdalena va al sepulcro, temprano por la mañana, pero encuentra la puerta abierta y el sepulcro vacío. Se pone a llorar, porque piensa que “se han llevado a su Señor”, cree que “el jardinero ha escondido el cuerpo” o lo ha trasladado a otra tumba. Cuando los ángeles le preguntan la razón de su llanto, dice: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Llora porque no cree en la Resurrección, no cree en las palabras de Jesús, a pesar de que Jesús la salvó de la muerte, a pesar de haber sido testigo de sus milagros, a pesar de haber escuchado su profecía de que habría de resucitar al tercer día, María Magdalena no cree. Luego, cuando ve a Jesús resucitado en persona, lo confunde con el cuidador del cementerio. Lo que sucede es que María Magdalena, si bien ama a Jesús, va en busca de un muerto: en su mente y en su corazón, Jesús está muerto y por eso busca un cadáver, un cuerpo sin vida.

         En un segundo momento, podemos constatar que se produce un cambio radical en María Magdalena y este cambio se debe a Jesús: Jesús le infunde la luz de la gracia santificante, necesaria no solo para creer en su resurrección, sino también para reconocerlo a Él, glorioso y resucitado. En ese momento, cuando su mente y su corazón son iluminados por la luz del Espíritu Santo, María Magdalena reconoce a Jesús y lo llama afectuosamente “Rabboní”, que quiere decir “maestro” y se postra en adoración ante Jesús. Jesús le dice que no lo toque y esto se interpreta como que María Magdalena no tiene las manos consagradas como los Apóstoles, es decir, no es sacerdote y por eso no puede tocar el Cuerpo resucitado de Jesús y además porque María Magdalena está todavía en la tierra y Él ya ha sido glorificado.

         Debemos imitar a María Magdalena en su amor a Jesús y acudir, no ya al sepulcro, sino adonde Jesús está en Persona, vivo, glorioso y resucitado, que es en el Sagrario, en la Sagrada Eucaristía, pero no debemos llorar de tristeza, sino de alegría, porque nosotros, a diferencia de María Magdalena, que no creía en Jesús resucitado y no sabía dónde se habían llevado al Cuerpo del Señor, nosotros sí creemos en Cristo resucitado y sí sabemos dónde está el Cuerpo del Señor Jesús, glorioso y resucitado: en la Sagrada Eucaristía. Allí, al igual que María Magdalena, que se postra en adoración ante su Señor, debemos también nosotros postrarnos en adoración ante Jesús, glorioso y resucitado en el Santísimo Sacramento del altar.

Lunes de la Octava de Pascua

 



         “Alegraos” (Mc 28, 8-15). Luego de la Resurrección de Jesús, se pueden destacar distintas actitudes en los protagonistas del relato del Evangelio del Lunes de la Octava de Pascua. En primer lugar, Nuestro Señor Jesucristo; luego, las Santas Mujeres de Jerusalén; por último, los escribas y fariseos.

         En cuanto a Nuestro Señor Jesucristo, ya resucitado y glorioso, con su cuerpo resplandeciente de la gloria de Dios, sale al encuentro de las Santas Mujeres y la primera palabra que dice es: “Alegraos”. Este mandato de Jesús, que manda positivamente a sus discípulos a alegrarse, encuentra su pleno sentido y su razón de ser en el Viernes Santo: si en el Viernes Santo, en el Calvario, todo era llanto y dolor, pena y amargura, por al muerte del Redentor, por el aparente triunfo de sus enemigos terrenales y angélicos, los ángeles caídos, los demonios, ahora, el Domingo de Resurrección, con las primeras luces del amanecer, todo es alegría, porque Jesús, que estaba muerto, ahora está vivo, ha resucitado y está lleno de la gloria, de la luz, de la alegría y de la vida divina, porque ha vencido a la muerte y ha vuelto a la vida, pero no a la vida natural que antes poseía, sino a la vida eterna, gloriosa, sobrenatural, que poseía junto al Padre desde la eternidad. No se trata por lo tanto de una alegría que tenga causas naturales, ni tampoco es una alegría forzada, sino una alegría genuina, una alegría que no se origina en la tierra, sino en los cielos, en el seno mismo del Ser divino trinitario, que en cuanto tal es Alegría Increada y que se transmite a través del Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús.

         Por su parte, las Santas Mujeres, dice el Evangelio, estaban “temerosas”, porque no terminaban de comprender lo que había pasado, pero al mismo tiempo estaban “alegres”, porque el Ángel del sepulcro ya les había anunciado que Jesús había vencido a la muerte y había resucitado. Y es esta alegre noticia la que Jesús les ordena que vayan a comunicar al resto de los discípulos.

         Por último, está la actitud de escribas y fariseos quienes, aun después de la evidente resurrección de Jesús, persisten en su pecado de obstinación y, como hijos del Padre de la mentira que son, sobornan a los guardias para que mientan ante sus superiores, afirmando falsamente que sus discípulos se llevaron el cuerpo muerto e inventaron la resurrección, versión que, según narra el Evangelio, es la que persiste entre los judíos hasta el día de hoy.

         “Alegraos”, les dice Jesús a las Santa Mujeres; “Alegraos”, nos dice también a nosotros Jesús desde la Eucaristía, en donde se encuentra glorioso y resucitado y nosotros, al igual que las Santas Mujeres, que luego de reconocer a Jesús resucitado se postran en adoración ante Él, así también nos postramos, con el corazón rebosante de santa alegría, ante la Presencia de Jesús Eucaristía, glorioso y resucitado.

martes, 4 de abril de 2023

Domingo de Resurrección

 


(Domingo de Resurrección - Ciclo A – 2023)

         ¿Cómo fue la Resurrección de Jesús? Para responderlo, aplicamos la oración de los sentidos, de San Ignacio de Loyola. Nos ubicamos el Viernes Santo en el Santo Sepulcro, de rodillas, observamos cómo depositan el Cuerpo muerto de Jesús, cómo lo envuelven en la Sábana Santa y le colocan el Santo Sudario en el Rostro. Vemos cómo todos lloran en silencio y se van retirando de a uno, siendo la Virgen, acompañada por San Juan, la última en retirarse. La puerta del Santo Sepulcro, una enorme piedra, se cierra, dejando el sepulcro en completa oscuridad. Nuestros ojos no ven nada, pero de a poco se van acostumbrando a la oscuridad, de manera que podemos ver, en penumbras, al sepulcro y, encima de él, la silueta del Cuerpo de Jesús.

         Todo en el sepulcro está a oscuras y en silencio absoluto. Jesús está muerto. Así pasamos lo que resta del Viernes Santo y todo el Sábado Santo, haciendo oración y adoración ante el Cuerpo de Jesús que, aunque está muerto, sigue unido a la divinidad.

         De pronto, el Domingo a la madrugada, es decir, el tercer día luego de la muerte de Jesús, sucede algo inesperado: a la altura del Corazón de Jesús, vislumbramos una pequeña pero muy intensa luz, que, desde el Corazón, comienza a difundirse por todo el Cuerpo de Jesús, en todas direcciones, tanto hacia arriba, hacia la Cabeza, como hacia abajo, hacia el resto del Cuerpo. Y a medida que la luz se difunde, va cobrando vida cada órgano, cada célula, del Cuerpo de Jesús, de manera que al final del recorrido de la luz, que es casi instantáneo, todo el Cuerpo de Jesús resplandece con la luz de la gloria divina, una luz que es más resplandeciente que miles de millones de soles juntos.

         Al mismo tiempo que la luz hace cobrar vida al Cuerpo de Jesús, sobre todo cuando comienza en el Corazón, comienzan a oírse, primero, los latidos del Corazón de Jesús, que retumban en el Santo Sepulcro con un ritmo vivo, el ritmo que posee todo corazón que late con toda la vida, en este caso, con la vida de la divinidad, de manera que por un momento, solo se escucha el retumbar de los latidos del Corazón de Jesús. Inmediatamente, comienzan a sentirse otro sonido, son los cantos de alegría, entonados por cientos de miles de ángeles, que han acudido al Santo Sepulcro, para adorar a su Señor, el Señor Jesucristo, que ha resucitado glorioso de la muerte.

         Ese mismo Jesús, glorioso y resucitado, que estaba tendido en el sepulcro y que ahora vive para siempre, es el mismo Jesús que, glorioso y resucitado, se encuentra oculto en las apariencias de pan y vino, en la Sagrada Eucaristía y esta es la razón de la alegría de la Iglesia en este día: Jesús no solo ha resucitado, sino que se encuentra en medio de nosotros, en Persona, vivo, resucitado y glorioso, en la Sagrada Eucaristía, para comunicarnos la paz, la alegría y la vida de su Corazón, la vida de la Trinidad.

Sábado Santo

 



         Luego de morir en la Cruz el Viernes Santo, el Cuerpo Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo es llevado en procesión fúnebre hasta el Santo Sepulcro, en donde permanecerá hasta la gloriosa resurrección. Su Alma Santísima, descenderá a los infiernos, pero no al infierno de los condenados, sino al denominado “Limbo de los justos”, en donde se encontraban todos los justos del Antiguo Testamento que, habiendo muerto en la amistad de Dios, no podían sin embargo ingresar en el Cielo, puesto que las puertas estaban cerradas a causa del pecado original de Adán y Eva.

         Hay que tener en cuenta que Jesús, en cuanto Hombre, murió verdaderamente en la Cruz, es decir, su Alma se separó de su Cuerpo; sin embargo, la divinidad permaneció unida, tanto a su Alma como a su Cuerpo y es por esta razón que su Cuerpo no solo no sufrió ningún proceso de descomposición, sino que luego fue re-unificado con su Alma, ambos glorificados con la gloria divina, resucitando del Santo Sepulcro con su Cuerpo y su Alma glorificados.

         El Alma, unida también a la divinidad, descendió entonces a los infiernos, al “Limbo de los justos”, para rescatar a Adán y Eva y a todos los justos y santos del Antiguo Testamento que, a causa de la maldición del pecado original, no podían ingresar en el Cielo. Con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección, Jesús abre las puertas del Cielo, ingresando triunfante y victorioso, llevando consigo a los santos y justos del Antiguo Testamento. De esta manera, a partir de Jesús, todo aquel que muera unido a Él, a su Cuerpo Místico -unión que se lleva a cabo por los sacramentos, sobre todo el Bautismo sacramental, la Eucaristía y la Confesión sacramental-, quedará unido a Cristo en su misterio salvífico, en su Muerte y también en su Resurrección y así, muriendo en gracia y unido a Cristo por la gracia, la fe y el Amor, ingresará en el Reino de los cielos para adorar al Cordero por toda la eternidad. Por el contrario, quien muera voluntariamente separado de Cristo, porque no quiso en esta vida recibir su vida divina, comunicada por los sacramentos, se verá separado de Cristo para toda la eternidad, siendo precipitado para siempre en el Reino de las tinieblas, en el Infierno de los condenados.

         Con su Muerte en Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo derrota para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte, de manera tal que quien se asocie a su Sacrificio en la Cruz en esta vida, se hará partícipe del Triunfo de Cristo en la vida eterna, pero quien no quiera unirse a Cristo, rechazando su Iglesia y sus Sacramentos, entonces quedará separado para siempre de Cristo, convirtiéndose su alma y su cuerpo en la rama seca de la vid que no sirve sino para ser arrojada en el fuego, es decir, en el Lugar donde no hay redención.

         No hagamos vano el Santo Sacrificio de Jesucristo en la Cruz; no hagamos vana su Sangre derramada por nuestra salvación en el Sacrificio del Calvario; no hagamos vano su misterio salvífico de su Pasión, Muerte y Resurrección, que culmina con su Ascenso al Cielo y con el envío del Espíritu Santo. Si queremos resucitar, glorificados y ser unidos con Cristo para siempre en el Reino de los cielos, hagamos el propósito de unirnos a Él por medio de la Cruz, llevando nuestra cruz y siguiendo sus pasos por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, único camino que conduce a la resurrección gloriosa en el Reino de los cielos.