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miércoles, 26 de octubre de 2022

“Zaqueo, hoy tengo que alojarme en tu casa”

 


(Domingo XXXI - TO - Ciclo C – 2022)

           (Lc 19, 1-10). Para poder entender un poco mejor el episodio del Evangelio, hay que tener en cuenta quién era Zaqueo: era jefe de publicanos, un grupo de hombres dedicados al cobro de impuestos para el Imperio Romano; además, adquirió una gran fortuna por este trabajo, pero también porque como recaudador de impuestos exigía una suma de dinero adicional al tributo para así apropiarse de la diferencia[1]. Es decir, Zaqueo era doblemente despreciado por los judíos: primero, porque la tarea de recaudación de impuestos para el imperio era considerada una tarea detestable, ya que se consideraba una especie de colaboracionismo con la potencia ocupante, los romanos; segundo, porque con la exigencia de un pago adicional, a la par que él se enriquecía ilícitamente, empobrecía al resto de la población. Por estos motivos, Zaqueo era considerado un pecador público y por eso no era apreciado entre los judíos. Sin embargo, Jesús, que estaba rodeado de discípulos y de seguidores que lo amaban y querían vivir según los Mandamientos de la Ley de Dios, no se dirige a ellos para entrar en sus casas, sino a Zaqueo, sabiendo Jesús la condición de pecador público de Zaqueo: “Zaqueo, hoy tengo que alojarme en tu casa”. Si bien es Zaqueo el que busca mirar a Jesús mientras pasa -con toda seguridad había quedado admirado por los milagros que hacía Jesús y por su sabiduría, que no era de este mundo-, esta búsqueda de Zaqueo hacia Jesús es en realidad una respuesta a la gracia que Jesús le había concedido de antemano. En otras palabras, es Jesús quien busca a Zaqueo en primer lugar y no Zaqueo quien primero busca a Jesús. El hecho de querer Jesús entrar en la casa de Zaqueo para almorzar con él es, además de verdadero, simbólico de otra realidad espiritual: el ingreso físico de Jesús en la casa de Zaqueo, simboliza el ingreso espiritual de Jesús con su gracia en el alma de Zaqueo, lo cual provoca un cambio radical en Zaqueo, es decir, provoca la conversión de Zaqueo, conversión que se manifiesta en el propósito de Zaqueo de devolver todo lo que ha adquirido ilícitamente. Pero lo más importante en Zaqueo no es la devolución de lo que no le corresponde, que sí es importante; lo más importante es la conversión a Cristo de su alma, de su corazón, de su ser: a Zaqueo ya no le atraen las riquezas de la tierra, sino que le atrae algo que es infinitamente más valioso que todas las riquezas del mundo y es el Sagrado Corazón de Jesús, que arde con las llamas del Amor de Dios, el Espíritu Santo. La devolución de los bienes materiales ilícitamente adquiridos, es solo una consecuencia de la conversión de Zaqueo.

          Finalmente, en Zaqueo nos debemos identificar nosotros, en cuanto pecadores y, al igual que Zaqueo, Jesús nos demuestra un amor que va más allá de toda comprensión, porque a nosotros, en cada Santa Misa, nos dice lo mismo que a Zaqueo: “Quiero entrar en tu casa, quiero entrar en tu corazón, por medio de la Eucaristía”. Y así como Zaqueo prepara su casa y la limpia y prepara un banquete para Jesús, así nosotros debemos preparar nuestras almas, por medio de la Confesión Sacramental, para recibir el banquete con el que nos convida Dios Padre, que es la Carne del Cordero de Dios, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía. Al igual que Zaqueo, dispongamos nuestra casa, nuestras almas, por medio de la Confesión sacramental, para que ingrese Jesús y lleve a cabo en nosotros la conversión eucarística, por medio de la cual salvaremos nuestras almas por la eternidad.

martes, 6 de septiembre de 2022

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión”


 

(Domingo XXIV - TO - Ciclo C – 2022)

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión” (Lc 1. 10). Jesús afirma que en el cielo, Dios Uno y Trino, la Virgen, los santos y los ángeles, se alegran más por un pecador que en la tierra se convierte de su pecado y comienza el camino de la conversión, que por los justos que, ya convertidos, han iniciado hace tiempo ese camino.

Esto nos lleva a preguntarnos por la conversión y si es que la necesitamos, para saber en qué lado de la parábola de Jesús nos encontramos. Ante todo, hay que decir que la conversión es una conversión eucarística; esto quiere decir que el alma necesita la conversión y para graficar la conversión, podemos tomar la imagen del girasol: el girasol, de noche, tiene su corola inclinada hacia la tierra y sus pétalos plegados sobre la corola; cuando comienza a amanecer, cuando la Estrella de la mañana hace su aparición en el cielo, anunciando la salida del sol y el comienzo de un nuevo día, el girasol comienza un movimiento en el que, girando sobre sí mismo, se levanta con su corola y, orientándola hacia el cielo, al mismo tiempo que abre sus pétalos, comienza a orientarse en dirección al sol, siguiendo el recorrido del sol por el cielo. En este proceso del girasol podemos vernos reflejados nosotros, los pecadores: el girasol somos nosotros, en cuanto pecadores; la corola orientada hacia la tierra, durante la noche, significan nuestros corazones que, en las tinieblas de un mundo sin Dios, se orientan hacia la tierra, hacia las pasiones, hacia las cosas bajas de este mundo; los pétalos cerrados sobre la corola indican el cierre voluntario del alma a la gracia santificante que proviene de Jesucristo; la Estrella de la mañana, que indica el momento en el que el girasol comienza a rotar para orientarse hacia el sol, desplegando al mismo tiempo sus pétalos, indica a la Virgen María, Mediadora de todas las gracias que, apareciendo en nuestras vidas, nos concede la gracia de la conversión, la cual nos permite abrir las puertas del alma y del corazón a Cristo, Sol de justicia; la Estrella de la mañana, la Santísima Virgen, indica el fin de las tinieblas de una vida sin Cristo, al mismo tiempo que la llegada de un nuevo día para nuestras vidas, el día del conocimiento, del amor y del seguimiento de Cristo Jesús; finalmente, el sol que aparece en el firmamento y al cual el girasol sigue durante su desplazamiento por el cielo, representa a Jesucristo Eucaristía, Sol de justicia, que con sus rayos de gracia santificante, ilumina nuestras almas y nos da una nueva vida, la vida del día nuevo, la vida de los hijos de Dios, que viven con la vida misma de la Trinidad, al recibir la gracia santificante por los sacramentos, que hacen que el alma viva una vida nueva, la vida misma de Dios Uno y Trino.

Con esta imagen entonces graficamos el proceso de conversión y a la pregunta de si necesitamos convertirnos, la respuesta es “sí”, porque la conversión es un proceso de todos los días, de todo el día, hasta que finalice nuestra vida terrena, porque no podemos decir que “ya estamos convertidos”, puesto que al ser pecadores, necesitamos constantemente de la gracia santificante de Jesucristo para vivir en gracia y no en pecado, así como el girasol necesita de los rayos del sol y del agua para poder vivir y no morir por la sequía.

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión”. Es necesario pedir en la oración, todos los días, la gracia de la conversión eucarística a Jesucristo Eucaristía, para recibir de Él la gracia santificante que nos hace vivir la vida nueva de los hijos de Dios. En esta vida terrena nuestra lucha es por la conversión eucarística, conversión que será plena, total y definitiva, en el Reino de los cielos, en la otra vida, en la vida eterna. Mientras tanto, debemos hacer el esfuerzo de convertirnos, todos los días, a Jesús Eucaristía. Y así habrá alegría en el cielo.

domingo, 1 de noviembre de 2020

“Los ángeles de Dios se alegran por un solo pecador que se arrepiente”

 


“Los ángeles de Dios se alegran por un solo pecador que se arrepiente” (Lc 15, 1-10). Los fariseos y los escribas, al ver que Jesús era escuchado por publicanos y pecadores, murmuran entre sí y dicen: “Este recibe a los pecadores y come con ellos”. Esta murmuración, percibida por Jesús, da ocasión para que el Señor relate dos parábolas, la del pastor que encuentra a la oveja perdida y la de la mujer que encuentra la dracma perdida. En ambas parábolas, hay coincidencias: algo de valor se pierde, el dueño lo busca, lo encuentra y se alegra por haberlo encontrado. El significado es el siguiente: lo que se pierde es el hombre que, creado por Dios a su imagen y semejanza para amarlo, servirlo y adorarlo, se pierde por el pecado y en vez de buscar su felicidad en Dios, la busca en el mundo y en el pecado; el que busca, en las parábolas, es el Hijo de Dios, quien baja desde el Cielo y se encarna en el seno de María Santísima, para ofrendarse como Víctima Inmolada en la Cruz y así rescatar al hombre perdido. La alegría que experimentan los ángeles es también la alegría que experimenta Dios Hijo al ver que el fruto de su Sangre derramada en la Cruz es la conversión del alma, que deja de buscar su consuelo y felicidad en las cosas de la tierra, para buscarla en el Reino de los cielos. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”.

El pecado no es nunca causa de alegría, pero un pecador que se convierte, es decir, que deja el pecado para buscar su alegría y consuelo en Cristo Dios y su Reino, sí es causa de alegría. Hagamos el propósito de dejar el pecado  y las cosas de la tierra y de convertir nuestro corazón, es decir, de alegrarnos por Dios y buscar su gracia, que es el anticipo del Cielo en la tierra y así se alegrarán los ángeles del Cielo por nuestra conversión.

 

domingo, 13 de septiembre de 2020

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña” (Mt 20, 1-16). Para graficar al Reino de los cielos, Jesús utiliza una parábola en la que el dueño de una viña sale a contratar trabajadores para su viña a distintas horas del día; al final de la jornada de trabajo, da a todos la misma paga, es decir, reciben el mismo pago tanto los que comenzaron a trabajar a la mañana, como aquellos que comenzaron a trabajar ya casi terminada la jornada de trabajo. Para saber el significado de la parábola, debemos reemplazar sus elementos naturales por elementos sobrenaturales y así la parábola cobrará sentido en el misterio de la salvación de Jesucristo.

Cuando hacemos esto, es decir, cuando reemplazamos los elementos naturales por los sobrenaturales, nos queda lo siguiente: el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es la Iglesia Católica; el trabajo en la viña es la actividad apostólica de la Iglesia, por medio de la cual busca la conversión eucarística de las almas, es decir, la conversión de las almas a Cristo Dios oculto en la Eucaristía; los trabajadores contratados al inicio del día son los bautizados que, desde pequeños, se integran a la Iglesia y obran desde el interior de la misma, sea como laicos o como religiosos, para salvar almas; los trabajadores contratados a última hora son católicos que se convirtieron tardíamente, incluso aquellos que se convirtieron recién en el momento de la muerte, y también pueden ser los paganos que, luego de estar en el paganismo, recibieron la gracia de la conversión y se hicieron bautizar, ya siendo adultos; la paga que reciben todos los trabajadores, tanto los que comenzaron a trabajar en la Iglesia a edad temprana, como quienes se convirtieron incluso en el lecho de muerte, es la gracia de Dios o, también, la vida eterna en el Reino de los cielos: Dios da a todas las almas la misma paga, su gracia y la vida eterna, la eterna bienaventuranza, y esto sin importar ni la edad, ni el tiempo en el que el alma estuvo en la Iglesia.

Lo que sorprende en la parábola es la queja egoísta de los primeros trabajadores, quienes se sorprenden que los que llegaron al último reciban la misma paga que ellos, que estuvieron trabajando durante todo el día. Esta queja se debe, como decimos, al egoísmo humano y a la incomprensión de la grandeza de la Misericordia Divina: Dios es Amor y es un Amor no humano, sino divino, lo cual quiere decir Eterno e Infinito y también incomprensible e inabarcable. La grandeza del Amor de Dios se manifiesta en que Él da su perdón y la vida eterna a cualquier pecador, sin importar su edad o el tiempo en el que estuvo en su Iglesia, con tal de que el pecador esté verdaderamente arrepentido de su pecado y desee vivir la vida de la gracia. A Dios no le importa si el pecador vivió noventa años en el pecado y alejado de Él: si el pecador, de noventa años, se convierte antes de morir, lo cual implica un acto de amor a Dios, que lo amó primero dándole su gracia y su Amor, Dios le dará en recompensa el Reino de los cielos, la eterna bienaventuranza en la vida de la gloria, que es el mismo pago que recibirá aquel que, tal vez desde la niñez, estuvo siempre en la Iglesia y nunca se separó de la Iglesia. Esto es así porque el Amor de Dios no es como el amor humano: además de infinito y eterno, es incomprensible, inagotable, inabarcable y se brinda a Sí mismo a cualquier alma, con tal de que el alma lo quiera recibir, sin importar su edad ni su tiempo de militancia dentro de la Iglesia.

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña”. Cuando veamos a alguien que se convierte; cuando veamos a un pecador salir de su pecado; cuando veamos a un pagano convertirse a la Eucaristía, no seamos egoístas, como el trabajador quejoso de la parábola y, en vez de quejarnos, nos alegremos por esa conversión eucarística, porque eso significa que el alma ha dejado el mundo para convertirse a Dios en la Eucaristía, lo cual equivale a vivir ya desde esta tierra, con el corazón en el Cielo. No seamos egoístas y cuando veamos que alguien se convierte a Jesús Eucaristía, alegrémonos por el alma de nuestro hermano, que así comienza ya a vivir su Cielo desde la tierra.

domingo, 3 de noviembre de 2019

“Hay alegría entre los ángeles por cada pecador que se convierte”



“Hay alegría entre los ángeles por cada pecador que se convierte” (Lc 15,1-10). ¿Por qué los ángeles se alegran cuando un pecador se convierte? Porque significa que esa persona abandonó el camino de la perdición, que lo conducía a la eterna condenación y encontró el camino que lo lleva al cielo, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Los ángeles se alegran por la conversión de los pecadores porque significa que hay potencialmente menos habitantes en el Infierno y más moradores del Reino de Dios; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque quiere decir que un alma menos dejará de ofender a Dios Trinidad y a su divina majestad y comenzará a glorificarlo con su propia vida; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa que hay un integrante más para la Iglesia Militante y uno menos para la Iglesia Apóstata, la Iglesia que pacta con el mundo; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa más oración, más penitencia, más ayunos y por lo tanto más flujo de gracia entre el Cuerpo Místico de Cristo; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa que habrá más adoración eucarística y más ofrecimientos de la propia vida a Cristo que por nosotros se ofrece en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa menos mundanismo y más vida de la gracia; menos ofensas a Dios Trinidad y más alabanza, adoración y acción de gracias a Dios Uno y Trino y a su Mesías.
“Hay alegría entre los ángeles por cada pecador que se convierte”. Si los ángeles se alegran por los pecadores que se convierten, también se entristecen por los justos que caen en pecado. Si nos encontramos en este grupo, no dudemos en acudir prontamente al Sacramento de la Confesión, para que la alegría de los ángeles sea completa.

viernes, 9 de septiembre de 2016

“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (



(Domingo XXIV - TO - Ciclo C – 2016)

“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 1-32). Los escribas y fariseos murmuran contra Jesús, culpándolo del hecho de que “recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús, sabiendo por su omnisciencia divina qué es lo que están murmurando, narra dos parábolas, la de la dracma perdida y la de la oveja perdida, las cuales tienen elementos en común: algo valioso para el dueño se pierde y el dueño, luego de buscarlo, lo encuentra, se alegra por ello, y transmite a los demás la alegría de haber encontrado lo que estaba perdido; hay una tercera parábola, la del hijo pródigo, que sigue también este mismo esquema y razonamiento. ¿Cuál es la enseñanza sobrenatural que Jesús nos transmite por medio de estas parábolas? En las tres parábolas, el elemento perdido –la dracma, la oveja, el hijo pródigo- representa al hombre pecador que se aleja de su Dios y Señor, perdiéndose de su vista; en las tres parábolas, aquellos que encuentran lo que habían perdido –la mujer que barre la casa, el pastor que encuentra a la oveja, el padre que abraza a su hijo al regresar a la casa paterna- representan a Dios Padre, que se alegra cuando el hombre pecador se arrepiente del pecado y, respondiendo a la gracia de la conversión, vuelve su corazón a Dios, despegándolo de las cosas terrenas y bajas. En las tres parábolas, se repiten, tanto la idea como la expresión: “¡Felicítenme! La dracma/la oveja/mi hijo estaba perdido, y ha sido encontrado!”; es decir, en las tres parábolas se da el elemento común de la alegría del dueño al encontrar lo que estaba perdido, y en las tres se repite también la idea central, que es la pérdida de algo muy apreciado por el dueño. En las tres parábolas, el dueño busca lo que se había perdido: la luz que enciende el ama de casa para buscar la dracma, representa a Jesucristo, Luz del mundo, que ilumina con su luz divina la casa del hombre, es decir, su alma, para que el hombre pueda contemplar a Dios; el pastor que encuentra la oveja, es Jesús, Sumo y Eterno Pastor, que bajando del cielo al barranco de la tierra, en donde yace herida su oveja, el hombre, lo rescata con el cayado de la cruz, lo carga sobre sus hombros, lo cura con el aceite de la gracia y lo regresa al redil, la Iglesia Católica Peregrina en la tierra primero y el Reino de los cielos después; en la parábola del hijo pródigo, el padre no sale a buscar a su hijo, pero está presente en la mente y en el corazón de este, en el recuerdo y en el amor, y es la causa de que regrese, al sentir la nostalgia del abrazo del padre y su cariño paternal. La pérdida –de la dracma, de la oveja, del hijo pródigo- en las parábolas, simboliza una pérdida ancestral, que se remonta a los primeros padres de la humanidad, Adán y Eva, y es la pérdida de la amistad con Dios por el pecado, como consecuencia de la escucha de la voz de la Serpiente Antigua, que los tienta con una falsedad: si desobedecen a Dios y lo obedecen a él, el Demonio, “serán como dioses”. Es esta falsa promesa la que lleva a Adán y Eva a apartarse de Dios, y ese apartarse de Dios es el pecado original con el que nace todo hombre, y es también el pecado actual con el que todo hombre rompe la amistad con Dios, y es lo que está representado en las diferentes pérdidas de las parábolas.
Es decir, la perdición del hombre se origina en el pecado de Adán y Eva, que se transmite a la humanidad de generación en generación: todos los hombres, nacidos con el pecado original, cometen el mismo pecado de Adán y Eva: escuchar la voz del Demonio, dejarse seducir por sus falsas promesas –“Si desobedecen a Dios, serán como Él”- y se esconden de su Presencia. En el hombre se encuentra el “misterio de iniquidad”, que consiste en que, habiendo sido creado por Dios, para ser feliz sólo en Dios, el hombre sin embargo, haciendo mal uso de su libertad, se deja engañar por el Tentador y da las espaldas a su Dios, escondiéndose de su Presencia, deleitándose en aquello que le provoca dolor y muerte, es decir, el pecado. A su vez, en la mujer que barre y encuentra la dracma, en el pastor que sale a buscar su oveja, y en el padre que abraza al hijo pródigo, está representada la Iglesia, que sale a buscar al pecador y, cuando lo encuentra, se alegra, hace una fiesta y organiza un banquete, el sacrificio del Cordero de Dios en la cruz, y ofrece, de parte de Dios Padre, al hombre indigente un banquete celestial, consistente en Carne, Pan y Vino: la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”. La dracma perdida, la oveja perdida, el hijo pródigo, somos nosotros, los hombres, cuando nos extraviamos por el pecado. Cuando respondemos a la gracia de la conversión, Dios y sus ángeles se alegran en el cielo, mucho más por nuestra respuesta, que por los hombres justos, que no necesitan conversión.

jueves, 5 de noviembre de 2015

“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”


“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (Lc 15, 1-10). ¿Por qué la alegría de los ángeles por un pecador que se convierte? Para saberlo, hay que considerar que la fuente de alegría de los ángeles es Dios Uno y Trino quien, según Santa Teresa de los Andes, es “Alegría infinita”[1]. Los ángeles se alegran en el cielo porque contemplan a Dios Trino y participan de su Ser, fuente inagotable de alegría, y se alegran más cuando un pecador ser convierte, no sólo porque ese pecador convertido ha iniciado, en cuanto tal, el camino que habrá de conducirlo al cielo, sino que se alegran porque Dios Uno y Trino dejará de ser ignorado, despreciado, olvidado, por un hombre más, el pecador convertido, y comenzará a amarlo y adorarlo; los ángeles se alegran porque la conversión de un pecador significa no sólo el inicio de la salvación para ese pecador, sino el fin de las ofensas para la Trinidad, por parte de ese mismo pecador. Ésa es la razón por la cual “hay más alegría entre los ángeles por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”: a la alegría que ya experimentan los ángeles en el cielo por la contemplación de Dios Trino, se les añade una alegría nueva, que antes no tenían, la alegría del pecador convertido.
Si “Dios es Alegría”, entonces, lo opuesto a Dios, el pecado, es tristeza y si hay tristeza en un corazón, es porque ahí no está Dios. Pero resulta que Dios Encarnado, Jesucristo, viene en Persona a darnos su Alegría, contenida en su Sagrado Corazón Eucarístico: “Así también vosotros estáis ahora tristes, pero yo os veré otra vez y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará ya vuestra alegría” (Jn 16, 22). Jesucristo nos dona la Alegría de Dios, que es infinita, porque no sólo quita nuestros pecados con la Sangre de su Cruz, sino que nos dona la filiación divina, haciéndonos partícipes de la naturaleza divina y por lo tanto de la Alegría divina: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté dentro de  vosotros, y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11). La Alegría que nos da Jesús es la Alegría de Dios, es su Alegría, que es celestial, sobrenatural, infinita, incomprensible e inabarcable, como el Ser divino. La Alegría que nos da Jesucristo no es el mero contagio superficial de una alegría mundana y pasajera, sino la participación real, por la gracia, de la Alegría del Ser trinitario. Entonces, la gracia de Jesucristo es la fuente de la alegría para nosotros, que somos pecadores.
“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. Mientras estamos en esta vida, en estado de viadores, somos pecadores y, por lo tanto, necesitamos de la conversión del corazón, la cual es una tarea de todos los días. Si luchamos por nuestra propia conversión, entonces seremos causa de alegría para nuestros ángeles custodios, al tiempo que participaremos de su alegría, originada en la contemplación gozosa de la Trinidad.



[1] Carta 101; cfr. http://www.teresadelosandes.org/espagnol/e_saintete.htm

domingo, 2 de noviembre de 2014

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”


“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-10). Jesús pone de manifiesto la inmensidad del Amor Divino para con el frágil corazón humano al mostrar, como una característica del Corazón de su Padre, la predilección con que su amor se inclina hacia los más necesitados, contrastando con la mezquindad humana, que busca siempre a los triunfadores[1]. Al revés de lo que hace el hombre, que se alegra con el pecador pero no porque lo ame, sino porque ama el pecado que hay en él, sin que le interese su conversión, Dios, por el contrario, se alegra con el pecador que se convierte, es decir, que deja el pecado, que sale de su estado de pecador, porque Dios ama al pecador, pero odia al pecado. Dios ama al pecador y odia al pecado y por eso ama al pecador y se alegra cuando el pecador convierte su corazón, es decir, detesta al pecado; el hombre, por el contrario, ama al pecado y al hombre pecador, y odia la conversión, porque ama el pecado.
Mientras el hombre no reconozca su pecado y la malicia intrínseca del pecado, no será capaz de dimensionar el daño que éste le provoca a su alma y el daño principal es el apartamiento de la comunión de vida y de amor con Dios Uno y Trino, tanto en esta vida, como en la otra, si es que llega al fin de sus días terrenos en estado de pecado mortal. La gravedad del estado de pecado mortal radica precisamente en esto último: en el hecho de que la condenación eterna se vuelve una dramática posibilidad, una posibilidad real, cierta, increíblemente y pavorosamente cierta, que se va haciendo realidad a medida que pasan los minutos, las horas, los días y los años, y el corazón del hombre continúa en un estado de inexplicable cerrazón voluntaria a la gracia santificante. Precisamente, lo único que puede sacar al corazón humano de este estado de cerrazón voluntaria a la gracia –estado de pecado mortal- es la gracia misma que, actuando en las potencias intelectivas y volitivas del hombre, lo lleve a conocer y desear el vivir en estado de gracia y a querer salir del estado de pecado, que es en lo que consiste la conversión del corazón.
Cuando se da esta acción de la gracia, que iluminando la mente y el corazón rompe los cerrojos que los atenazaban, ingresa en la mente y en el corazón, los ilumina para que conozcan a Jesucristo y lo amen y lo reconozcan como a su Mesías y Redentor y creyendo en Él reciban de Él la gracia de la conversión, convirtiéndose la gracia en el motor que mueve el corazón desde la posición de no-converso –esto es, desde la posición de postrado hacia las cosas bajas de la tierra, como el girasol en la noche-, hacia el estado o posición de converso, que es iluminado por el Sol naciente de Justicia, Jesucristo –esto es, como la posición del girasol, que desde el amanecer, se yergue en busca del sol en el firmamento y lo sigue durante todo su recorrido-, entonces es cuando se da la “gran alegría en el cielo”, que será “mayor”, por ese pecador convertido, “que por noventa y nueve que no necesitan conversión”.
Esta alegría se dará ante todo en el Corazón del Padre, porque eso significará que la Sangre de su Hijo no será derramada en vano, porque el Padre envió a su Hijo tanto por toda la humanidad, como por un solo pecador, por lo que el envío de su Hijo no habrá sido en vano; esta alegría se dará también en el Hijo, porque su Santo Sacrificio de la Cruz tampoco será en vano, puesto que su Cuerpo será entregado en la cruz, en el Calvario, y también en la Eucaristía, para ser consumido por ese pecador arrepentido, y su Sangre será derramada en el Calvario, para lavar los pecados de ese pecador, al pie de la cruz, y luego será recogida en el cáliz eucarístico, en la Santa Misa, para servir de bebida espiritual que concede la vida eterna a ese mismo pecador arrepentido; por último, la alegría del pecador convertido será también para el Espíritu Santo, quien verá así que su templo, el cuerpo del pecador arrepentido, será respetado y conservado en buen estado, con mucho celo, no solo impidiendo toda clase de profanación que pudiera irritar a la Dulce Paloma del Espíritu de Dios, que provocara que esta Paloma del Espíritu Santo tuviera que ausentarse a causa de las sacrílegas profanaciones, sino que el pecador arrepentido y convertido convertirá, en el cuerpo que ya no es más suyo, sino del Espíritu de Dios, que es su Dueño, en un magnífico templo en el que resonarán cánticos y alabanzas a Dios Uno y Trino, y en el que resplandecerá el corazón como tabernáculo viviente en el que será alojada y adorada la Eucaristía, bajo la guía de la Madre y Maestra de los Adoradores Eucarísticos, Nuestra Señora de la Eucaristía, quien será la que le enseñará a adorar a su Hijo Jesús en “espíritu y verdad”, día y noche. También se alegra el Ángel de la Guarda del pecador convertido, porque de esa manera se une a él en aquello que el Ángel más sabe hacer: adorar, alabar, bendecir, glorificar,  en compañía de María Santísima y de los demás Ángeles, a Dios Uno y Trino y a Jesús en la Eucaristía, presentes por la gracia, en el alma del pecador convertido.
Por todo esto, “hay gran alegría en el cielo por un pecador que se convierte”.




[1] Cfr. Straubinger, La Santa Biblia, n. 4.

martes, 19 de noviembre de 2013

“Quiero alojarme en tu casa”


“Quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le pide a Zaqueo “alojarse en su casa”. A los ojos de los demás, el pedido de Jesús provoca escándalo, porque Zaqueo es conocido por su condición de pecador, es decir, de alguien que obra el mal y puesto que el mal y el bien son antagónicos e irreconciliables, un hombre santo, como Jesús, no puede entrar en casa de un pecador, como Zaqueo, so pena de “contaminarse”. Esto llevaba a los fariseos, quienes se consideraban a sí mismos “santos y puros”, a no hablar siquiera con aquellos considerados pecadores, para no “contaminarse” de su mal, y es lo que justifica el escándalo que les produce el deseo de Jesús de querer alojarse en casa de Zaqueo.
Pero Jesús es Dios y por lo tanto, no se cree puro y santo como los fariseos, sino que Es Puro y Santo, por ser Él Dios de infinita majestad y perfección. Esta es la razón por la cual el corazón pecador que se abre ante su Presencia, ve destruido el pecado que lo endurecía, al tiempo que lo invade la gracia que lo convierte en un nuevo ser. Jesús no solo no teme “contaminarse” con el pecado, sino que Él lo destruye con su poder divino y lo destruye allí donde anida, el corazón del hombre. Sin embargo, la condición indispensable –exigida por la dignidad de la naturaleza humana, que es libre porque creada a imagen y semejanza de Dios, que es libre-, para que Jesús obre con su gracia, destruyendo el pecado en el corazón humano y convirtiéndolo en una imagen y semejanza del suyo por la acción de la gracia, es que el hombre lo pida y desee libremente este obrar de Jesús. Y esto es lo que hace Zaqueo, precisamente, puesto que demuestra el deseo de ver a Jesús subiéndose a un árbol primero y aceptando gustoso el pedido de Jesús de alojarse en su casa.
El fruto de la acción de la gracia de Jesús en Zaqueo –esto es, la conversión del corazón-, se pone de manifiesto en la decisión de Zaqueo de “dar la mitad de sus bienes a los pobres” y de “dar cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera. Esto nos demuestra que el encuentro personal con Jesús, encuentro en el cual el alma responde con amor y con obras al Amor de Dios encarnado en Jesús, no deja nunca a la persona con las manos vacías: todo lo contrario, la deja infinitamente más rica que antes del encuentro, aunque parezca una paradoja, porque si bien Zaqueo renuncia a sus bienes materiales, adquiere la riqueza de valor inestimable que es la gracia de Jesús, la cual transforma su corazón de pecador, de endurecido que era, en un corazón que late al ritmo del Amor Divino.

“Quiero alojarme en tu casa”. Lo mismo que Jesús le dice a Zaqueo, nos lo dice a nosotros desde la Eucaristía, porque Él quiere alojarse en nuestra casa, en nuestra alma, para hacer de nuestros corazones un altar, un sagrario, en donde Él more y sea amado y adorado noche y día. Al donársenos en Persona en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, Jesús nos da una muestra de amor infinitamente más grande que la que le dio a Zaqueo, porque Jesús entró en la casa material de Zaqueo, pero no en su alma, y no se le dio como Alimento celestial, como sí lo hace con nosotros. Considerando esto, debemos preguntarnos si, al Amor infinito, eterno e inagotable del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús -demostrado y donado sin límites en cada comunión eucarística-, respondemos, al menos mínimamente, como Zaqueo. ¿Estamos dispuestos a dar “la mitad de nuestros bienes” a los pobres? ¿Estamos dispuestos a dar “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicados, sea material o espiritualmente? Si no estamos dispuestos a esto, es que nuestro corazón, a pesar de entrar Jesús en nuestra casa, es decir, en nuestra alma, por la comunión eucarística, no ha permitido ser transformado por la gracia santificante. Y si esto es así, debemos pedir a San Zaqueo que interceda por nosotros, para que tengamos al menos una ínfima parte de ese amor de correspondencia con el que él amó a Jesús. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

“Zaqueo, quiero alojarme en tu casa"



(Domingo XXXI - TO - Ciclo C - 2013)
           “Zaqueo, quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le manifiesta a Zaqueo que quiere “alojarse” en su casa. El pedido motiva el escándalo de muchos, puesto que Zaqueo era conocido por ser publicano, es decir, pecador público: “Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un hombre pecador”. Sin embargo, a pesar de ser un pecador público, Jesús no solo fija sus ojos en él, sino que le manifiesta su deseo de “alojarse” en su casa. Por este motivo, es conveniente detenernos en la figura de Zaqueo, para saber el motivo por el cual Jesús, haciendo caso omiso –o no- de su condición de pecador, pido alojarse en su casa. Zaqueo, que a causa de su baja estatura, estaba subido a un sicómoro, acepta gustoso el pedido y hace pasar a Jesús a su casa. Una vez allí, le convida de lo que tiene y, lo más importante, tocado por la gracia, manifiesta a Jesús que “dará de sus bienes a los pobres” y “si ha perjudicado a alguien”, le devolverá “cuatro veces más”. El fruto de la visita de Jesús a la casa de Zaqueo es la conversión del corazón, lo cual es igual a la salvación: “Hoy la salvación ha llegado a esta casa”.
         Zaqueo es pecador, pero esta condición, lejos de ser un impedimento para que Jesús fije sus ojos en él, es lo que lo atrae, porque Jesús es la Misericordia Divina encarnada; es el Amor de Dios que se compadece infinitamente del hombre pecador y es tanto su Amor y tanta su ternura, que cuantos más pecados tenga un hombre, más cerca estará de él, tal como el mismo Jesús se lo confía a Sor Faustina: “"Escribe, hija Mía, que para un alma arrepentida soy la misericordia misma. La más grande miseria de un alma no enciende Mi ira, sino que Mi Corazón siente una gran misericordia por ella”[1].
         Jesús, en cuanto Dios, mira al corazón del hombre y si hay en él pecado, busca apropiarse de él para quitarle su pecado, para lavarlo con su Sangre, para calentarlo con su Amor misericordioso, para colmarlo con su Misericordia Divina, para llenarlo de su gracia, de su luz, de su paz, de su alegría, y es esto lo que explica que Jesús dirija su mirada a Zaqueo y le pida alojarse en su casa. El pecado es un impedimento absoluto y total para entrar en el Reino de los cielos, y es por esto que Jesús desea quitarlo del corazón de Zaqueo, y es lo que hace, al concederle la gracia de la conversión.
         Pero hay otro aspecto en la figura de Zaqueo en el que debemos detenernos, porque también aquí se refleja el infinito Amor de Jesús, y es en el de su condición de “rico” de bienes materiales. Esa riqueza demuestra apego a los bienes materiales, lo cual es un impedimento para entrar al Reino de los cielos, al igual que el pecado. Al igual que como hizo con el pecado, Jesús también le concede a Zaqueo el verse libre de este impedimento para entrar al cielo, quitando de Zaqueo el apego desordenado a la riqueza material y concediéndole a cambio el deseo del Bien eterno, la gloria de Dios, el verdadero bien espiritual al que hay que apegar el corazón. Esto se ve reflejado en la declaración de Zaqueo a Jesús: “Daré la mitad de mis bienes a los pobres”; este desprendimiento de los bienes materiales se refleja también en su deseo de devolver “cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera.
         Es muy importante detenernos en la consideración de la figura de Zaqueo, porque todos somos como él: somos “ricos”, en el sentido de estar apegados a las riquezas materiales, y somos también pecadores y lo seguiremos siendo hasta el día de nuestra muerte. Es por esto que debemos tratar de imitar a Zaqueo en su búsqueda de Jesús, yendo más allá de nuestras limitaciones, como Zaqueo, que para superar la limitación física de su baja estatura, se sube a un sicómoro con tal de ver a Jesús, pero sobre todo, debemos imitarlo en su amor a Jesús, que es lo que lo lleva a querer verlo.
         Y Jesús, viendo en nosotros la imagen misma de la debilidad y del pecado, hará con nosotros lo mismo que con Zaqueo: nos pedirá “alojarnos en nuestra casa”, para concedernos su gracia, su perdón, su Misericordia y su Amor divinos, y esto en un grado infinitamente superior a lo que hizo con Zaqueo. ¿De qué manera? A través de la comunión eucarística, porque en cada comunión eucarística, Jesús, mucho más que querer alojarse en nuestra casa material, como hizo con Zaqueo, quiere entrar en nuestros corazones, para hacer de ellos su morada, su altar, su sagrario, en donde sea adorado y amado noche y día, y desde donde pueda irradiar, noche y día, sobre nuestras almas y nuestras vidas, su Amor y su Misericordia, concediéndonos todas las gracias –y todavía más- que necesitamos para entrar en el Reino de los cielos, entre ellas, la contrición del corazón, el desapego a los bienes terrenos, y el apego del corazón a los verdaderos bienes, la vida eterna. En cada comunión eucarística, Jesús derrama sobre nuestras almas y corazones torrentes inagotables de Amor Divino, en una medida inconmensurablemente mayor a la que le concedió a Zaqueo, porque con Zaqueo, Jesús entró en su casa material, pero no se le dio como alimento con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, como lo hace con nosotros en la Eucaristía.
Si queremos imitar a Zaqueo en su amor de correspondencia a Jesús, debemos preguntarnos: ¿somos capaces de dar la mitad de nuestros bienes a nuestros hermanos más necesitados? Si hemos perjudicado a alguien, ¿somos capaces de devolver “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicado? Y esto, no solo referido a bienes materiales, sino también, y sobre todo, al perjuicio y escándalo que hemos provocado en nuestros hermanos, toda vez que no hemos sido capaces de dar testimonio del Amor de Dios con nuestro ejemplo de vida.
 En otras palabras, ¿somos capaces de obrar las obras de misericordia corporales y espirituales, como nos pide Jesús, para así poder entrar en el Reino de los cielos?




[1] Diario, 1739.

domingo, 15 de septiembre de 2013

"Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión"


(Domingo XXIV - TO - Ciclo C - 2013)
          "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión" (Lc 15, 1-10). El Evangelio nos dice que "se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para escucharlo", lo cual motiva la envidia y la maledicencia de los falsos religiosos que se creían justos, los fariseos y escribas. Estos, al ver que quienes son pecadores acuden a Jesús, se escandalizan falsamente y murmuran: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". En la mentalidad hipócrita y farisaica de los falsos religiosos, esto significaba que el pretendido "Maestro" -Jesús-, no lo era tal, pues demostraba ignorancia al dejarse contaminar por la presencia de los pecadores (esta creencia errónea de la contaminación de los hombres "justos" o "puros" por causa del contacto con los "pecadores" o "impuros", se ve de modo patente el Viernes Santo, cuando llevan a Jesús ante Pilato pero permanecen fuera del recinto, "para no contaminarse"). Jesús, conociendo la falsedad e hipocresía de estos falsos religiosos narra dos parábolas con las cuales hace ver que, precisamente, la Misericordia Divina que es Él en Persona, ha venido por los pecadores y no por los justos. Las dos parábolas finalizan de modo similar, con una misma idea: en el cielo hay más alegría por los pecadores que se convierten, que por aquellos justos que no necesitan conversión, y esta alegría del cielo se explica porque los habitantes celestiales ven, en el pecador arrepentido, un futuro habitante del Reino de Dios, lo cual no sucede con el pecador impenitente, que va camino a su eterna condenación. El sentido de las parábolas es entonces no solo desenmascarar la falsa concepción que de Dios tienen quienes se llaman a sí mismos "religiosos practicantes", esto es, los escribas y los fariseos, los cuales sostenían que Dios permanecía alejado de los pecadores, sino ante todo revelar los designios de misericordia que tiene Dios para con los hombres: precisamente, porque son pecadores y no santos, Él ha venido para perdonar el pecado y concederles la santificación, lo cual se opone diametralmente a lo que pensaban los escribas y fariseos, esto es, que un hombre de Dios, un hombre pretendidamente santo, no puede acercarse a los pecadores, como si estos fueran a contaminar la santidad divina con el pecado. Lo que sucede en la realidad, es exactamente al revés: la santidad divina no solo destruye al pecado, sino que concede al hombre participar en la misma santidad de Dios por medio de la gracia santificante, y es en esto en lo que finaliza el proceso de la conversión del corazón.
          Para graficar el proceso de la conversión del pecador, Jesús utiliza dos figuras: en la primera, se trata de una oveja que se ha separado del redil y se ha extraviado, corriendo peligro de muerte debido a la posibilidad cierta de desbarrancarse o de ser devorada a dentelladas por el lobo que acecha en los alrededores. Esta oveja así extraviada y en extremo peligro, representa el alma que se aleja de Dios y su gracia, con lo cual se interna en las siniestras y densas tinieblas malignas, es decir, se pone voluntariamente bajo el dominio de los ángeles caídos, los cuales le tenderán numerosas trampas por medio de las tentaciones, la harán caer y le quitarán la salud y la vida del alma, induciéndola a cometer pecados veniales y mortales y, si muere en ese estado, la conducirán al Infierno, en donde será destrozada para siempre por las dentelladas del Lobo Infernal. El pastor que deja el rebaño a resguardo para rescatar a la oveja perdida a costa de su vida, puesto que debe descender por peligrosos riscos y enfrentar al lobo, es Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Pastor, que desciende no por un barranco, sino del cielo, desde el seno eterno del Padre, al seno de la Virgen Madre, para rescatar a la oveja perdida, la humanidad caída en el pecado, ahuyentando al Lobo Infernal con el cayado de la Cruz y curando a la oveja extraviada y herida con el aceite curativo de su gracia santificante. Con la parábola de la oveja perdida a la cual sale a buscar el pastor a costa de su vida, y cuyo encuentro le provoca tanta alegría al pastor que la comunica a sus amigos, Jesús revela el insondable Amor de Dios Uno y Trino, que para rescatar al hombre no duda en obrar la Redención por medio del sacrificio en Cruz del Sumo y Eterno Pastor, Jesucristo.
          En la segunda figura, la de una mujer que pierde su dracma y, luego de "encender la luz, barrer la casa y buscarla", la encuentra, alegrándose por haberla encontrado, también está representado el Amor misericordioso de Dios, que no duda en buscar al alma perdida. En esta parábola, la dracma perdida representa al hombre; la mujer representa a la Santísima Trinidad, que "enciende la luz" de la fe en el alma que vive en las tinieblas, "barre la casa", es decir, limpia su alma con la gracia santificante de Jesucristo, y "la busca con cuidado", es decir, acude la Santísima Trinidad en su Trinidad de Personas, allí donde se ha extraviado el alma, descendiendo hasta las "tinieblas y sombras de muerte" en donde habita el pecador, para encontrarlo y alegrarse por esto, del mismo modo a como la mujer de la parábola "enciende la luz, barre la casa, busca con cuidado" la moneda perdida y, una vez encontrada, se alegra por haberla encontrado. La moneda perdida, que representa al alma, al ser encontrada, aumenta el valor del tesoro poseído, las dracmas restantes: es el alma que aumenta el tesoro de la Redención de Jesucristo, quien dio su vida tanto por un alma sola como por toda la humanidad.

          "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión". A diferencia de los escribas y fariseos, que siendo religiosos tenían temor en acercarse a los pecadores, pues pensaban que quedarían "contaminados" con sus pecados, Jesús, siendo Él en Persona el Dios Tres veces Santo, baja desde el cielo para buscar a los pecadores y rescatarlos al precio de su Sangre, destruyendo el pecado con el poder de su Sangre y concediendo al pecador la gracia de la conversión y del arrepentimiento, como paso previo al don de la santidad. Jesús baja del cielo para buscar al pecador y llevarlo consigo, uniéndolo a su Cuerpo eucarístico, infundiéndole el Espíritu Santo y conduciéndolo al seno del Padre. Esto que Jesús hace con nosotros, pecadores, debemos hacerlo nosotros con nuestros hermanos, para que haya cada vez más alegría en el cielo.