Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.

jueves, 24 de abril de 2014
Viernes de la Octava de Pascua
viernes, 12 de abril de 2013
"¡Es el Señor!"
sábado, 20 de agosto de 2011
Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia

“Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 13-18). Luego de nombrar a Pedro como Vicario suyo, es decir como Papa, Jesús promete la asistencia a su Iglesia hasta el fin de los tiempos.
¿Por qué Jesús tuvo que advertir que el infierno no prevalecería contra su Iglesia? Porque llegará un tiempo en el que, debido a las defecciones internas y a los ataques externos, la Iglesia parecerá a punto de sucumbir, y será tal la situación, que si en esos momentos no llegara un auxilio sobrenatural y divino, la Iglesia efectivamente sucumbiría. Llegará un momento en el que la acción combinada de los agentes del infierno, con los apóstatas que actuarán desde dentro, tratando de dinamitar las bases y columnas de la Iglesia, provocarán un estado tal en la Iglesia, que será necesario tener bien presentes estas palabras de Jesús: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”.
La acción destructora del infierno en contra de la Iglesia se ve ya en el seno mismo de la Iglesia, en sus inicios, en el momento mismo de la máxima manifestación del Amor divino, en la Última Cena, antes de la institución de la Eucaristía.
Satanás logra infiltrarse en el círculo más cercano a Jesús, sus Apóstoles, y consigue la traición de Pedro y de Judas, además de la defección de los Apóstoles en el momento de ser apresado Jesús en el Huerto de los Olivos, entre ellos, la de su discípulo predilecto, Juan.
Desde los inicios mismos de la Iglesia, Satanás actúa en su mismo seno, en el seno de los Apóstoles, explotando al máximo las debilidades humanas de aquellos que han sido elegidos por Jesús para ser sus sacerdotes y obispos, logrando hacerlos caer y defeccionar en su seguimiento. En los Apóstoles están representados todos los males que habrían de asolar a la Iglesia a lo largo del tiempo -engaños, hipocresías, amor desmedido a los honores, a los bienes materiales; en Pedro, están representadas las faltas de buenos propósitos de los Jefes de la Iglesia; en Juan, están representadas las ofensas de los más fieles; en Judas Iscariote, todos los apóstatas, con todos los males que se derivan de su nocivo accionar[1].
“Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”. El infierno, con Satanás a la cabeza, consigue confundir a Pedro, haciéndolo rechazar la cruz, cuando ante el anuncio de la Pasión, Pedro le dice a Jesús que no lo permitirá, lo que le vale la reprimenda: “Vade retro, Satán”. Consigue luego la traición de Pedro, cuando explotando su debilidad humana, induce a Pedro a negar a Cristo por tres veces. Satanás logra también la traición de Judas Iscariote, al tentarlo a través de su mayor debilidad, el amor al dinero, la avaricia y la codicia, y es por eso que, cuando Judas comulga en la Última Cena, sólo recibe trigo y agua y su propia condenación: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. La diferencia entre ambas traiciones, la de Pedro y la de Judas, es que Pedro se arrepiente, y de rodillas implora la intercesión de la Virgen, mientras que Judas, con el demonio poseyendo su cuerpo y dominando su mente y su voluntad, se desespera y rechaza la misericordia divina.
“Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”, advierte Jesús para el tiempo de la tribulación máxima de la Iglesia, en donde los ataques externos e internos serán de tal intensidad, que todo parecerá perdido.
¿Estamos viviendo esos tiempos? En nuestros tiempos sobreabundan los ataques externos e internos a la Iglesia y al Papa, que poseen una intensidad y una virulencia tal que no se explican por meras pasiones humanas, sino por un odio preternatural y diabólico que los alimenta y los hace crecer en su odio día a día. No se explica de otra manera, por ejemplo, el rechazo a la visita del Papa en España por parte de agrupaciones laicistas y ateas; no se explica de otro modo la persecución violenta y sangrienta, en algunos países, y en otros a través de los medios, cuando la Iglesia, lo único que hace, es defender los derechos divinos, entre ellos, la vida humana como creación de Dios.
Pero el ataque a la Iglesia viene también desde dentro, porque la tibieza y apostasía de numerosísimos cristianos, que aplauden a quienes llenan sus vientres pero al mismo tiempo les quitan la autoridad paterna y la decisión sobre sus hijos; que prefieren las uniones libres al matrimonio; la satisfacción de la gula a la templanza y al ayuno; el fútbol, las carreras y el deporte, a la Misa del Domingo y a la unión con su Dios en la Eucaristía; la indiferencia y el silencio cobarde y cómplice frente a los ataques a la Iglesia; la lascivia y la lujuria de programas inmorales televisivos a la lectura de libros piadosos o a la oración; todas estas defecciones de los cristianos, demuelen con más eficacia los muros de la Iglesia que los golpes más duros del infierno.
No sabemos si estamos viviendo los tiempos predichos por Jesús, pero sí sabemos que, cualquiera sea la intensidad del embate de las potencias infernales, no prevalecerán, no triunfarán, no conseguirán derrotar a la Santa Iglesia Católica, la Iglesia de Jesucristo.
Confiados en la Palabra de Jesús, debemos procurar, ante todo, no solo no formar parte del ejército de apóstatas que, en el fin de los tiempos, tratarán de derrumbar a la Iglesia, sino que debemos implorar la gracia divina para crecer en el conocimiento y en el amor de Jesucristo, para imitarlo y conformar nuestro corazón con el corazón “manso y humilde” de Cristo, para cargar la cruz todos los días, para caminar detrás suyo, en su seguimiento hacia el Calvario, con la segura convicción de que por la cruz se llega a la luz, porque no hay resurrección si no hay antes muerte de cruz.
[1] Cfr. Piccarreta, L., Las Horas de la Pasión, Cuarta Hora.
jueves, 28 de abril de 2011
"Es el Señor", clama el fiel bautizado, antes de arrojarse en ese océano infinito de Amor eterno que es el Corazón Eucarístico de Jesús

“Es el Señor” (cfr. Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece en la orilla de la playa, mientras los discípulos, entre ellos Pedro y Juan, están pescando. Como les sucede a todos los demás discípulos, que se encuentran con Cristo resucitado, no lo reconocen: “no sabían que era Jesús”. Se suma a este hecho del desconocimiento de Cristo, el no haber podido pescar nada "en toda la noche".
La ignorancia acerca de Cristo, esto es, el trabajar sin Cristo, se asocia a la ausencia de frutos.
Más aún que otras escenas evangélicas de la resurrección, esta escena simboliza a
De este episodio se ve que sin Jesucristo, el esfuerzo de la Iglesia es inútil, mientras que, con su ayuda y su gracia, la pesca de almas es sobreabundante.
Por otra parte, es significativo el hecho de que los discípulos no reconocen a Cristo –al igual que María Magdalena, los discípulos de Emaús, y el resto de los discípulos a los que se les aparece en una habitación, mientras cenan pescado-, y es significativo también que sea Juan, y no Pedro, quien lo reconoce por primera vez, gritando: “Es el Señor”.
Juan es el discípulo predilecto (cfr. Jn 20, 1-10); es el discípulo que está más cerca del Corazón de Jesús, en la Última Cena (cfr. Jn 13, 23), y si bien está entre los que huyen y abandonan a Jesús en el Huerto de los Olivos (Mc 14, 51-52), es el único que se encuentra, junto a
Por esta cercanía con Jesús agonizante en la cruz, y con
Juan aparece, en todo momento, como el predilecto, ya que, además de reconocer ahora a Jesús, a la orilla del mar, fue el primero, de entre todos los sacerdotes de la Última Cena, en acudir al sepulcro, y contemplar con sus propios ojos la resurrección de Jesús.
“Es el Señor”. La exclamación admirativa, envuelta en el asombro, en el estupor, en la admiración y en la adoración, es el fruto de
La expresión de Juan actúa a su vez en el alma de Pedro, despertándolo de su sopor espiritual e iluminándolo, permitiéndole reconocer a Jesús. Al reconocer a Jesús, el amor de Pedro por Jesús le urge para alcanzar a Aquél a quien ama, y es por eso que se arroja al mar, para alcanzar la orilla a nado.
“Es el Señor”, debe exclamar, como Juan, el discípulo que asiste a