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domingo, 22 de junio de 2014

“No juzguen, para no ser juzgados”


“No juzguen, para no ser juzgados” (Mt 7, 1-5). El consejo de Jesús no se limita al mero orden moral: cuando alguien emite un juicio interior negativo acerca de su prójimo, comete en realidad un acto de malicia, porque se coloca en el lugar de Dios, que es el único en grado de juzgar las conciencias. Si el hombre juzga negativamente a su prójimo en su intencionalidad, se equivocará con toda seguridad, porque no puede, de ninguna manera, acceder a su conciencia, a sus pensamientos, y tampoco lo puede hacer el ángel. Sólo Dios puede juzgar las conciencias; de ahí el grave error de erigirnos en jueces de las intenciones de nuestros prójimos, porque de esta manera, nos colocamos en un lugar que de ninguna manera nos pertenece, el lugar de Dios. Por el contrario, como cristianos, nos compete siempre ser misericordiosos en el juicio acerca de nuestro prójimo, ya que de esa manera nunca nos equivocaremos: por un lado, cumpliremos la ley de la caridad, que manda pensar siempre bien de nuestros hermanos; por otro, aunque nos equivoquemos, no nos pondremos en el lugar de Dios, al juzgar las conciencias de nuestros prójimos; y por último, como dice Jesús, “seremos juzgados con la misma medida que usamos para medir” y si fuimos misericordiosos en el juicio hacia nuestros hermanos, entonces Dios será misericordioso para con nosotros.

Esto no quiere decir que no se deban juzgar los actos externos, que son de dominio público: aunque los actos externos de nuestros prójimos sean objetivamente malos -y sí deben ser juzgados, como también deben ser juzgados nuestros propios actos malos externos, para que reciban su justo castigo-, debemos en cambio ser siempre misericordiosos en el juicio de sus actos internos, para recibir también nosotros misericordia de parte de Jesús, Juez Eterno, en el Día del Juicio Final.

lunes, 26 de mayo de 2014

“El Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”


“El Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio” (Jn 16, 5-11). Los discípulos se entristecen al saber que Jesús ha de partir “a la Casa del Padre”, pero Él les dice que “les conviene” que Él parta, porque es la condición necesaria para el envío del Espíritu Santo[1]. Cuando Él envíe el Espíritu Santo junto al Padre –Él es el Hombre-Dios y Él, en cuanto Hombre y en cuanto Dios espira, junto al Padre, el Espíritu Santo-, el Espíritu Santo acusará al mundo de tres puntos: pecado, justicia y juicio. De pecado, porque el Espíritu dará testimonio de que Jesús era el Mesías y así hará ver a los judíos que cometieron un pecado de incredulidad, y es así como luego, en Pentecostés, se convierten tres mil judíos (Hch 2, 37-41); el Espíritu dará testimonio de justicia, porque hará ver que Jesús no era un delincuente, como injustamente lo acusaron, sino que es Dios Hijo encarnado; y por último, en cuanto al juicio, el Espíritu Santo hará ver que, en la batalla entablada entre Cristo y el Príncipe de las tinieblas, ha sido Cristo Jesús el claro vencedor desde la cruz, aun cuando la cruz aparezca, a los ojos humanos y sin fe, como símbolo de derrota, y la prueba de que la cruz es triunfo divino, es la destrucción de la idolatría y la expulsión de los demonios de los poseídos[2] (Hch 8, 7; 16, 18, 19, 12), allí donde se implanta la cruz.
“El Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”. El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad; en Él no solo no hay engaño, sino que Él es la Verdad divina y es a Él a quien hay que implorar que nos ilumine, para caminar siempre guiados bajo la luz trinitaria de Dios, porque si no nos ilumina el Espíritu Santo, indefectiblemente, antes o después, somos envueltos por las tinieblas de nuestra razón y por las tinieblas del infierno, y ambas tinieblas nos envuelven en el pecado, en la injusticia, y en el juicio inicuo.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo Tercero, Editorial Herder, Barcelona 1957, 755.
[2] Cfr. ibidem, 756.

lunes, 6 de mayo de 2013

“El Espíritu Santo les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”


“El Espíritu Santo les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio” (Jn 16, 5-15). En la Última Cena, antes de sufrir la Pasión, Jesús anuncia a sus Apóstoles su partida a la Casa del Padre y el posterior envío del Espíritu, y les dice que aunque eso los entristezca –porque les anuncia que morirá en la Cruz-, les conviene que Él se vaya, para que así pueda enviar al  Paráclito.
Una vez enviado por Jesús y por Dios Padre, el Espíritu Santo actuará contra el mundo, acusándolo acerca de tres agravios cometidos contra Jesús, haciéndole ver el error cometido: el mundo pensaba que Jesús era culpable y él inocente; que la justicia estaba de su parte, y que no debía incurrir en condenación alguna[1]. El Espíritu Santo dará testimonio de que Jesús era el Mesías, y al obrar así hará ver a los judíos que su pecado es un pecado de incredulidad, un pecado contra la luz, y esto fue lo que sucedió cuando tres mil judíos reconocieron esto en Pentecostés (Hch 2, 37-41), y es lo que confiesa todo enemigo de Cristo que se convierte. En segundo lugar, el Espíritu Santo atestiguará que Jesús, que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, no solo no es un delincuente y un malhechor, tal como lo consideraron los judíos al condenar a Jesús y pedir la liberación de Barrabás, sino que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios tres veces santo, y esta santidad de Jesús aparecerá cuando la Iglesia crezca y comience a dar frutos de santidad. En tercer lugar, el Espíritu Santo hará ver claramente que en la batalla sostenida entre el Príncipe de este mundo y Cristo, las cosas son diversas a lo que aparece a simple vista: aunque Cristo crucificado aparente ser derrotado, ha triunfado, porque ha resucitado, y aunque el demonio aparezca triunfante el Viernes Santo, al haber logrado dar muerte, instigando a los hombres, al Hombre-Dios en la Cruz, ha sido derrotado de una vez y para siempre. Con la Cruz y la Resurrección, Cristo ha herido de muerte a Satanás y lo ha arrojado fuera de sus dominios, y la prueba de esto será la destrucción de la idolatría y la expulsión de los demonios de los poseídos por parte de los Apóstoles, con el solo nombre de Jesús[2].
El Espíritu Santo que Jesús enviará luego de ascender a los cielos, acusará al mundo de este triple agravio contra Jesús, mientras que para los Apóstoles, actuará no como revelador de nuevas verdades, sino como iluminador interno de las enseñanzas de Jesús, llevando a los Apóstoles a la comprensión interior, espiritual y sobrenatural de las verdades reveladas por Jesús. La actuación iluminativa interior del Espíritu Santo sobre los Apóstoles hará que estos vean a Jesús como Quien es: Dios de inmensa majestad, encarnado en una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, que dio  su vida en la Cruz por Amor a los hombres, para librarlos de la eterna condenación y para concederles el don de la filiación divina y de la vida eterna, y que renueva incruentamente su sacrificio en Cruz cada vez en la Santa Misa.
Esta es la función que ejerce el Espíritu Santo en la Confirmación, y para esto es que la Iglesia confirma a sus bautizados, para que los bautizados conozcan interiormente a Jesús como a su Dios y Salvador, y conociéndolo lo amen, y amándolo, en el cumplimiento de sus mandatos y en la recepción de sus sacramentos, se salven. Sin embargo, lejos de permitir ser iluminados, muchos cristianos rechazan voluntariamente esta luz celestial, y es así que a pesar de haber estudiado el Catecismo y a pesar de haber recibido la Comunión y la Confirmación, desconocen por completo quién es Jesús o, lo que es lo mismo, conocen a Jesús con el conocimiento del mundo, pensando que Jesús es un enemigo al exigirles vivir en la castidad, en la pureza, en la caridad, en la renuncia de sí mismos. Esto es lo que explica que muchos bautizados, de todas las edades, se alejen de Jesús como si Jesús fuera culpable, como si Jesús fuera malhechor, como si Jesús fuera injusto, haciendo inútil la acción del Espíritu Santo, que en vano quiere sacarlos del error, advirtiéndoles acerca del “pecado, la justicia y el juicio”.  


[1] Cfr. B. Orchard et al., 756.
[2] Cfr. ibidem.

domingo, 25 de noviembre de 2012

“Esta pobre viuda dio de lo que tenía para vivir”



“Esta pobre viuda dio de lo que tenía para vivir” (Lc 21, 1-14). Mientras un grupo de personas adineradas está haciendo grandes donaciones en el templo, se acerca a ellos una viuda pobre que deposita sólo dos monedas de cobre.
         Visto con ojos humanos, la viuda pobre pasa desapercibida, porque frente a la cantidad de dinero depositado por los ricos, su ofrenda es menos que insignificante. Para los hombres, que juzgan siempre por las apariencias, la ofrenda de la viuda no tiene valor, mientras que las ofrendas de los ricos sí son dignas de tener en cuenta.
         Sin embargo, el juicio de los hombres sobre las intenciones del prójimo es siempre erróneo y falso, porque el hombre no tiene la capacidad de escrutar el fondo del alma y la raíz metafísica del ser, como sí la tiene Jesús, puesto que Él es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. A diferencia de los hombres, que siempre se equivocan, el que juzga sin jamás equivocarse, es Jesús, porque en cuanto Dios, Él ve en lo más profundo y recóndito del alma. Cada ser humano está ante su Presencia, y nada del alma, ni siquiera el pensamiento más pequeño, se le escapa, y es esto lo que hace a sus juicios certeros e infalibles.
         Éste es el motivo del elogioso juicio de  Jesús a la viuda pobre: en su indigencia, dio de lo que tenía para vivir, mientras los demás daban de lo que les sobraba. En otras palabras, Jesús basa su juicio sobre la viuda en aquello que ve en el interior del alma de esta mujer, algo que no encuentra en los ricos que hacen las ofrendas. ¿Qué es lo que ve Jesús, que está presente en la viuda y ausente en los ricos? Jesús ve la grandeza de la fe y del amor a Dios que hay en la viuda, fe y amor que la llevan a donar no de lo que le sobra, sino de lo que tiene para vivir. La pobreza material se contrapone con la enorme riqueza espiritual que suponen la presencia de fe y de amor a Dios, que a su vez son los que la conducen a donar a Dios toda su fortuna material, aún cuando esta sea objetiva y económicamente insignificante. De modo inverso sucede con los ricos que depositan grandes sumas de dinero: aunque la ofrenda en sí misma, objetiva y materialmente, es muy valiosa, valen menos que la ofrenda de la viuda, porque no los mueve ni la fe ni el amor a Dios, sino su propio orgullo, ya que lo que pretenden, al hacer las donaciones en el templo, es ser vistos, halagados y ensalzados por los hombres.
“Esta pobre viuda dio de lo que tenía para vivir”. Si el mismo Jesús en Persona halaga a la viuda pobre, entonces todo cristiano está llamado a imitarla, puesto que el halago proviene del mismísimo Dios Hijo en Persona, y es así que el ejemplo de la viuda pobre tiene que ser el parámetro comparativo con el cual medir la propia donación material.
         Pero hay otro ejemplo más en la viuda, además de cómo tiene que ser el don material: en las dos monedas de cobre, insignificantes en sí mismas, está representada nuestra humanidad, alma y cuerpo, que se ofrenda en Cristo ante el altar de Dios, por eso, nuestra oración en la Santa Misa podría ser así: “Señor, acepta la humilde ofrenda de mi don, mis dos monedas de cobre: mi cuerpo y mi alma; dispón de ellos como te parezca, ya que todo lo que soy en la vida, te lo ofrezco a Ti, en señal de amor y adoración”.

lunes, 25 de junio de 2012

Seréis juzgados con el criterio con el que juzguéis



“Seréis juzgados con el criterio con el que juzguéis” (Mt 7, 1-5). Jesús hace notar que Dios aplicará para con nosotros el mismo criterio que nosotros mismos usamos para juzgar a nuestro prójimo: si somos misericordiosos en nuestro juicio -buscando de vivir el deber de caridad, evitando atribuir malicia a la intención del prójimo, aún cuando el hecho sea objetivamente malo en sí mismo, el cual, por otra parte, es necesario juzgar-, recibiremos misericordia; por el contrario, si somos inmisericordiosos y lapidamos al prójimo con nuestro juicio, entonces tampoco recibiremos misericordia de parte de Dios.
De esto se ve la importancia trascendental del juicio que emitimos sobre el prójimo, ya que en él se juega nuestro propio destino eterno.
La razón de su importancia es que detrás de la emisión de un juicio, hay dos espíritus distintos: en el juicio misericordioso, está el Espíritu de Dios; en el juicio sin misericordia, no siempre se origina en el espíritu maligno, el ángel caído, Satanás, porque puede originarse en el mismo hombre, pero en este tipo de juicios puede fácilmente introducirse el espíritu del ángel caído.
En otras palabras, los dichos y juicios de una persona expresan el espíritu que las anima y origina: si son palabras de misericordia, de comprensión, de indulgencia, es señal de la presencia, en esa persona, del Espíritu Santo; si en sus juicios, por el contrario, hay maledicencia, calumnias, juicios sin misericordia, es señal de que esa persona escucha y repite lo que le dicta el espíritu del mal, el ángel caído.

lunes, 5 de marzo de 2012

No juzguen y no serán juzgados



“Sean misericordiosos, perdonen, no juzguen y no serán juzgados” (Lc 6, 36-38). Jesús nos aconseja ser misericordiosos para con el prójimo, porque si damos misericordia, recibiremos misericordia: “Den y se les dará”, y esta misericordia, en este caso, es eminentemente espiritual, porque se trata del perdón y del juicio benigno para con el prójimo, actos que asemejan al alma al mismo Dios.
Por el contrario, el juicio inmisericorde y mordaz, la crítica despiadada e infundada, constituyen una falta de caridad que, además de no venir de Dios ni conducir a Dios, son tan grandes y tan graves, que repugnan al mismo Dios, volviendo al alma que hace la crítica desagradable a los ojos de Dios e indigna de estar ante su presencia.
El prejuicio, el juzgar la intención del prójimo malévolamente, el condenarlo de modo anticipado, negándose a la misericordia, constituye un grave ultraje a la persona, a la que vez que llena de oscuridad y de tinieblas el corazón de quien emite el juicio.
Esto provoca un gravísimo daño espiritual a la Iglesia de Jesucristo, tanto más cuando los juicios despiadados, inmisericordiosos, faltos de toda caridad y compasión, carentes de comprensión para con la debilidad humana, son hechos por católicos practicantes, sobre los sacerdotes, que ya se encuentran expuestos a críticas feroces y despiadadas por parte de quienes quieren demoler la Iglesia.
Lo que debería hacer el cristiano, frente a la falta objetiva de su prójimo –mucho más si este es un sacerdote-, es, una vez percatado de la falta, guardarla en su corazón, y llevarla ante el sagrario, o ponerla en la oración, en el Rosario, implorando misericordia y perdón para quien ha cometido la falta –cuando esta es real y no imaginaria, como sucede en la gran mayoría de los casos-, y debería acompañar esta oración de súplica con penitencias, ayunos y mortificaciones.
En otras palabras, de la presunta falta de su prójimo, el cristiano debe hablar con Dios, con el lenguaje de la oración y de la penitencia, para implorarle misericordia y pedirle por el crecimiento en santidad de su prójimo.
Cualquier otra cosa –difamación, calumnia, habladuría, juicio mendaz, ligero e infundado-, viene del demonio, porque todo eso, en el fondo, bien en el fondo del corazón, se origina en un solo hecho: en la falta de amor, en el orgullo y la soberbia.