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viernes, 11 de enero de 2013

Fiesta del Bautismo del Señor



(Ciclo C – 2013)
         “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Lc 3, 15-16.21-22). La voz de Dios Padre, escuchada en el momento del Bautismo de Jesús, no deja lugar a dudas en cuanto a la identidad divina de Jesús: Jesús es Dios Hijo, engendrado por el Padre desde la eternidad.
El hecho constituye una revelación absolutamente nueva, por cuanto se revela la constitución trinitaria de Dios, que ya no es solamente Uno en naturaleza, como para los hebreos, sino que es además Trino en Personas. En el Bautismo del Señor, se manifiesta la Santísima Trinidad en pleno: Dios Padre habla desde el cielo; Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, es bautizado en el Jordán; sobre la cabeza de Dios Hijo encarnado aparece el Espíritu Santo, en forma de paloma.
Esta auto-revelación de Dios, llamada “Teofanía del Jordán”, lejos de ser un tema de alto nivel reservada sólo para teólogos y especialistas en el tema, es de suma importancia para nuestra vida cotidiana como cristianos, porque nos revela que Jesús es Dios y que por lo tanto el bautismo con el que Él bautiza -como dice Juan, con el “Espíritu Santo y fuego”, que por otra parte es el bautismo sacramental que hemos recibido-, ha transformado radicalmente nuestra vida, desde el momento en que nos ha convertido en hijos adoptivos de Dios y en templos del Espíritu Santo.
Este hecho es sumamente trascendental porque nos abre un panorama absolutamente nuevo, impensado para nuestra condición de seres humanos, puesto que eleva el horizonte de la vida humana a los cielos eternos, a la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.
Precisamente, el hecho de que las Tres Personas de la Santísima Trinidad se manifiesten en ocasión del bautismo de Jesús, muestra que la intención de Dios Trinidad no es simplemente el manifestar su constitución íntima, sino de asociarnos a su vida divina y comunicarnos su Amor: Dios Padre nos dona a Dios Hijo para que éste a su vez nos done a Dios Espíritu Santo desde la Cruz, en la efusión de Sangre de su Corazón traspasado.
La Teofanía del Jordán, es decir, la manifestación de Dios en su condición de Uno y Trino, nos revela no sólo que Dios es Trinidad de Personas, y que la Segunda de esas Personas trinitarias se ha encarnado en Cristo Jesús, sino que la intención de la Trinidad es asociar a los hombres, por medio de la gracia santificante de Jesucristo, a su vida y amor, constituyendo esto un hecho inédito para los hombres: Dios, que no sólo es Uno sino además Trino en Personas, viene a nuestro mundo para adoptarnos como hijos y para convertirnos en templos vivientes suyos, lo cual se cumple en el bautismo sacramental, gracias a los méritos de la muerte de Cristo en la Cruz.
La diferencia entre el bautismo de Juan el Bautista y el bautismo de Jesús es que el primero persigue sólo una conversión moral, mientras que el de Jesús convierte al alma en morada de la divinidad.
Esto quiere decir que el bautizado ya no dispone de su cuerpo porque no le pertenece; el propietario del cuerpo es la Trinidad, porque ha sido adquirido para Dios Padre por Jesucristo, al precio de su Sangre derramada en la Cruz, y ha sido convertido en "templo del Espíritu Santo", como lo dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19).
Este hecho es de capital importancia para la vida cotidiana, la vida de todos los días, porque si el cuerpo es el lugar donde inhabita el Espíritu de Dios, debe ser tratado como tal, porque de lo contrario, se corre el riesgo de entristecer y ofender gravemente al Dueño de ese templo, el Espíritu Santo, también como lo dice San Pablo: “No entristezcáis al Espíritu” (Ef 4, 30).
Para tener una idea de lo que implica el hecho de que el cuerpo humano haya sido convertido en templo del Espíritu Santo, hay que recordar lo sucedido en los regímenes totalitarios comunistas, porque las profanaciones materiales realizadas a los templos materiales, se continúan en las profanaciones cometidas contra los cuerpos en los regímenes occidentales.
En los regímenes comunistas, los templos católicos eran allanados, ocupados por las fuerzas de seguridad, y luego convertidos en cines, en almacenes, en establos; sus imágenes sagradas eran destruidas e incendiadas, y el Santísimo Sacramento del altar, profanado; en los regímenes occidentales capitalistas, en vez de profanarse los templos materiales, se profanan los templos católicos vivientes, los bautizados, por medio de la moda y de la cultura anti-cristiana, que generan, alientan y favorecen con todos los medios posibles, el libertinaje moral reinante. En estos regímenes los templos vivientes, los cuerpos de los católicos, son profanados por la música inmoral, por el cine ateo, por la televisión anti-cristiana, por las modas indecentes, por el deseo de placer sin medida, por la avaricia y la codicia, y esto sucede día a día, a lo largo y ancho del planeta.
“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. La conversión del cuerpo humano en templo del Espíritu Santo se produce en el momento del bautismo sacramental: así como Dios Padre deja escuchar su voz desde el cielo en el bautismo de Jesús, así esa voz se escucha nuevamente, en cada bautismo sacramental, porque en cada bautismo Dios Padre adopta como hijo suyo muy querido a quien se bautiza; en cada bautismo, se renueva la escena del Jordán: así como Jesús fue sumergido en el agua, apareciendo sobre Él el Espíritu Santo, en forma de paloma, escuchándose la voz de Dios Padre declarando su Amor por su Hijo, así en el bautismo sacramental, el alma es sumergida en el agua bautismal, mientras se escucha la voz de Cristo que habla a través del sacerdote pronunciando la fórmula sacramental: “Yo te bautizo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, con lo cual el Espíritu Santo, más que sobrevolar sobre el que se bautiza en forma de paloma, infunde la gracia de la filiación divina, convierte al alma en hija adoptiva de Dios, con la misma filiación divina con la cual Cristo es Hijo de Dios desde la eternidad, y toma posesión de ella, convirtiéndola en templo del Espíritu, comprado al precio de la Sangre de Cristo.
Entonces, por medio del bautismo sacramental, el alma se convierte en templo del Espíritu Santo, templo cuyo altar y sagrario en donde se recibe y adora a Jesús Eucaristía es el corazón, corazón que por lo tanto debe arrojar fuera de sí a los ídolos del placer, del poder, del placer, que tienden a ocupar el lugar reservado sólo a Jesús; templo en el que deben escucharse cantos de alabanza y de glorificación a Dios Trino, y palabras de compasión, de perdón y de paz para con el prójimo, y jamás deben resonar en este templo la música profana y ensordecedora, o palabras de enojo, de venganza, de rencor y de hostilidad hacia el prójimo; en este templo que es el cuerpo, debe percibirse el suave perfume de la gracia santificante, y el aroma exquisito del perfume de Jesús, la pureza de cuerpo y alma, la castidad, los pensamientos de bondad y de paz, la buena voluntad y los buenos deseos, y no los repugnantes hedores de Asmodeo, el demonio de la lujuria; en este templo del Espíritu, que es el cuerpo del cristiano, deben venerarse con amor y respeto las sagradas imágenes de Jesús, de la Virgen María, de los ángeles de Dios y de los santos, y no deben estar, de ninguna manera, las imágenes impuras, lascivas, lujuriosas e indecentes de programas televisivos y videos de Internet, imágenes que encienden la ira de Dios y hacen al alma merecedora del lago de fuego, según las palabras de la Virgen en sus apariciones en Fátima, cuando al mostrarles el infierno a los pastorcitos, les dijo: “Los pecados de la carne son los que más almas llevan al infierno”.
“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. En el día de nuestro bautismo, Dios Padre repitió esas mismas palabras, dirigiéndolas a cada uno de nosotros: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Somos hijos predilectos de Dios Padre, y por eso no debemos profanar los templos del Espíritu, sino más bien hacerlos brillar con el esplendor de la gracia santificante, para que se adore en ellos a Jesús Eucaristía, como anticipo de la adoración que por la eternidad tributaremos en la Jerusalén celestial, por la Misericordia Divina, al Cordero de Dios.
          

miércoles, 5 de diciembre de 2012

“El que escucha la Palabra y la practica es como el que construye sobre roca”



“El que escucha la Palabra y la practica es como el que construye sobre roca” (Mt 7, 21, 24-27). Con los ejemplos de dos hombres que construyen sobre distintas bases, uno sobre roca y otro sobre arena, Jesús grafica a los cristianos que ponen y no ponen en práctica, respectivamente, los Consejos Evangélicos y los Mandamientos de la ley divina.
Quien escucha la Palabra, pero no la pone en práctica, es como quien construye sobre arena, porque en vez de obrar según la Sabiduría divina y cumplir la Voluntad de Dios, cumple su propia voluntad y obra según su propia necedad humana, las cuales conducen siempre al error.
Por ejemplo, quien escucha: “Perdona setenta veces siete”, pero se niega a perdonar, en vez de constituirse en un canal de la misericordia y del perdón divino para los hombres, se convierte en un centro difusor de rencor, de venganza, de justicia por mano propia; quien escucha: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”, pero voluntariamente elige la impureza, que comienza en los pensamientos consentidos y en el no evitar las ocasiones de pecar, inevitablemente convertirá su corazón, de altar y sagrario de Jesús Eucaristía, al cual estaba destinado por el bautismo, en una cueva de Asmodeo, el demonio de la lujuria, y se hace merecedor de su vista para siempre, vista que causa espanto, horror y terror suprahumanos; quien escucha: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 19-23), y voluntariamente elige como tesoro, en vez de la Eucaristía dominical, el fútbol, la política, y cuanta diversión mundana aparezca, inevitablemente desplazará de su corazón al Dios del sagrario, y lo llenará de ídolos mudos e inertes, futbolistas, músicos, cantantes, científicos, etc., que le provocarán hastío, cansancio, aridez, tristeza y desesperación; quien escucha: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz de cada día y me siga”, pero en vez de seguir a Jesús en el Camino Real de la Cruz, camino de la negación de sí mismo y de los apetitos desordenados de bienestar, placer, riqueza, único camino que conduce a la muerte del hombre viejo y al renacimiento del hombre nuevo, el hijo adoptivo de Dios por la gracia, y en vez de eso sigue el camino inverso, el camino ancho y espacioso del mundo, pleno de satisfacciones de los sentidos, de hartura de comida, de acumulación codiciosa de bienes materiales y de dinero, cumpliendo de esta manera los mandamientos de Satanás y no los de Dios, en vez de seguir las huellas de Jesús, huellas ensangrentadas que conducen al Calvario pero luego a la felicidad eterna, seguirá las sucias pisadas de Satanás, que conducen a una satisfacción material y sensible temporaria, para dar luego dolor y llanto eterno; quien escucha: “Bienaventurados los misericordiosos”, pero en vez de obrar la misericordia, para convertirse en espejos vivientes que reflejen la bondad y el amor divinos sobre la tierra y los hombres, elige la frialdad y dureza del corazón, desentendiéndose de las necesidades de sus prójimos, encerrándose en una cárcel de piedra que es el propio corazón, endurecido por el amor del dinero, escuchará al final de su vida, cuando ya sea demasiado tarde, las terribles palabras del Terrible Jueza: “Apártate de Mí, maldito, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; estuve enfermo y no me visitaste” (Mt 7, 21-23).
“El que escucha la Palabra y la practica es como el que construye sobre roca”. No da lo mismo escuchar la Palabra y ponerla en práctica, que escucharla y no ponerla en práctica. Quien pone por obra lo que su Dios le dice, pone los cimientos de su propia salvación y la de los demás, porque construye en la Roca que es Cristo. Quien escucha a Dios pero no pone por obra sus mandamientos, construye sobre arena, sobre sí mismo, y así edifica su propia perdición, porque su corazón no estará firme cuando lo acosen sus enemigos, los invisibles y tenebrosos “príncipes malignos de las alturas” (Ef 6, 12).

jueves, 8 de noviembre de 2012

La mayoría de los templos vivientes del Dios Altísimo, han sido arrasados por el libertinaje de la sociedad moderna




A pesar de la magnificencia de la Basílica de San Juan de Letrán –el primer templo consagrado a Dios en la cristiandad-, la Iglesia es consciente de que el verdadero templo de Dios está formado no por elementos materiales, sino por “piedras vivas”, es decir, por los bautizados, y esta creencia se expresa en la oración colecta: “Señor, que construyes un templo eterno para ti con piedras vivas, que son tus elegidos, aumenta en la Iglesia los dones del Espíritu”. Esta doctrina, a su vez, se funda en la Revelación, según lo expresado en la Primera Carta a los Corintios: “El cuerpo es templo del Espíritu Santo” (6, 19). Para San Pablo, la Iglesia está compuesta ante todo por templos vivientes, debido a la gracia santificante recibida en el bautismo sacramental.
Ahora bien, esta gracia no es apreciada por la inmensa mayoría de los cristianos, quienes lejos de considerar a sus cuerpos como templos vivientes del Santo Espíritu de Dios, lo profanan a diario por medio de modas, bailes, vestimentas, diversiones, exhibiciones escandalosas, tan impúdicos, que hacen sonrojar a los ángeles del cielo, y hacen quedar, a las profanaciones y sacrilegios cometidas en los regímenes marxistas ateos, como fracasados intentos de principiantes.
         Es conocido por todos que, en los regímenes comunistas, los templos católicos fueron profanados, y convertidos en almacenes, en depósitos, en cines, en museos; sus imágenes sagradas fueron incendiadas, profanadas, destruidas; sus altares fueron derribados. El régimen comunista, ateo y materialista por esencia, tiene por fin único combatir y destruir a la Iglesia Católica, la única Iglesia en donde se da el culto verdadero, al adorar “en espíritu y en verdad” a Dios Trino. Esto es lo que explica la saña con la que los regímenes de este tipo tengan por fin destruir todo vestigio de presencia de la Iglesia Católica, destruyendo en primer lugar sus templos, lugar físico de congregación del pueblo de Dios.
         Pero hay un régimen que supera en malicia y astucia al comunista, y es el régimen liberal y capitalista, porque no se destruyen los templos materiales, los cuales quedan incólumes, sino que, con la permisión libertina de todo tipo de excesos, y con la elevación a rango de derecho humano de todas las perversiones humanas, se logra corromper el corazón del hombre, aquello que ha sido convertido, por el bautismo, en templo y sagrario del Dios viviente.
         El actual occidente capitalista en nada tiene que envidiar a las profanaciones y sacrilegios llevadas a cabo en los países de extracción comunista, porque la degradación moral y el vacío espiritual conseguido por la rienda suelta al materialismo y a la lujuria, a la embriaguez y a la drogadicción, y a toda clase de desenfrenos, supera con creces a las profanaciones de los templos materiales del marxismo.
Sucede en estos regímenes liberales como cuando se arroja la bomba de neutrones, que aniquila toda vida, pero deja intactos a los edificios materiales: el libertinaje actual, expresado en casi infinitos programas de televisión, en las leyes inmorales, en la difusión masiva de la pornografía, deja intacto el cuerpo material, pero arrasa hasta el suelo con el alma espiritual, enlodándola con la inmundicia del pecado, y logrando su objetivo: des-consagrar los templos vivientes del Espíritu Santo, los bautizados, para consagrarlos a Asmodeo, el demonio de la lujuria.
Es necesario entonces suplicar a María, la Medianera de todas las gracias, que interceda para que la presencia del Espíritu Santo en sus templos vivos, los bautizados en la Iglesia Católica, sea cada vez más fuerte, tan fuerte, que llegue a ser percibida por los cristianos, para que estos no solo dejen de profanar el cuerpo, sino que lo hermoseen con la gracia, y así la Santísima Trinidad sea adorada en los altares de sus corazones, en el tiempo y en la eternidad.

domingo, 29 de enero de 2012

El ángel caído es un ser real, una persona angélica que odia para siempre a Dios y al hombre





         “Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro… Jesús lo increpó y le dijo: “¡Cállate y sal de este hombre!”. El espíritu impuro (…) dando un gran alarido, salió de ese hombre” (Mc 1, 21-28). En el episodio del evangelio Jesús realiza un exorcismo, expulsando a un demonio con la fuerza omnipotente de su palabra.
Muchos, aun dentro de la Iglesia, interpretan esta escena y todas las escenas de exorcismo del evangelio como meros episodios de curación de males psicológicos. Así, el exorcismo sería, en realidad, la curación de una histeria; Jesús sería un gran maestro espiritual, y un sabio psicólogo, que ayudaría a que el histérico se cure por sí mismo, expulsando de su mente el problema que lo perturba; el demonio no sería un ser angélico, sino un trastorno de la mente de la persona. La otra posibilidad es que Jesús sería un desconocedor de la realidad psíquica de los enfermos, tratando como posesión demoníaca a lo que únicamente sería una patología mental, con lo cual se estaría engañando Él, además de engañar a los demás, haciendo ver una posesión diabólica donde no la hay.
         Esto constituye un gran error, y sería cercano a la herejía interpretar la escena evangélica en un sentido distinto al que se expresa. Un endemoniado es un hombre poseído por el demonio, y no un enfermo psiquiátrico. En el evangelio se habla claramente de “demonios”, “endemoniados”, “espíritus inmundos”, y cita hechos y milagros de liberación de endemoniados con palabras y hechos de Jesús que no dejan dudas razonables acerca de qué cosa sea el ente expulsado de los hombres[1]. No se puede dudar de que es un espíritu, y por lo tanto, un ser dotado de inteligencia y de voluntad; no se puede dudar de que se trata de espíritus malignos, “inmundos”, que hacen hacer cosas malignas e inmundas a los hombres; no se puede dudar de que son entes malignos, perversos, que hacen sufrir muchísimo al poseso y a los que lo rodean.
          Pensar que Jesús se haya engañado, o que los posesos son enfermos psiquiátricos, y que lo que se decía que era obra del demonio era en realidad efectos de la histeria o de trastornos psíquicos originados en la mente humana, significaría comprometer seriamente, poner en duda y cuestionar, la divinidad de Jesucristo.
         Si Jesús se llama a sí mismo “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), y según sus palabras, viene a dar “testimonio de la Verdad” (Jn 18, 37), y si Él como Hijo se equipara a Dios “Nadie ha visto al Padre sino el Hijo” (cfr. Jn 6, 46), no podía engañar a sus oyentes, haciéndoles creer por verdadero lo que era falso[2]. Por lo tanto, Jesús expulsa verdaderamente a un demonio, un espíritu maligno, que había tomado posesión del cuerpo de un hombre.
         El episodio del evangelio nos lleva entonces a considerar la realidad del espíritu del mal, encarnado en Satanás y en los ángeles caídos, responsables a su vez de la caída del hombre en los inicios de la Creación, y responsable de toda clase de males en el mundo y en la historia, puesto que hay que hay sucesos que no se explican como consecuencia de las solas pasiones humanas, como por ejemplo, los genocidios y las matanzas, sean del signo que sean: judíos, armenios, rusos, ucranianos, hutus y tutsis, en Ruanda, sin olvidar el genocidio que se lleva a cabo, silenciosamente y sin fusiles, el aborto.
         Guerras, genocidios, abortos. Toda esta espantosa y horrible carnicería humana no es más que consecuencia de la intervención del demonio en la historia de los hombres, azuzando e instigando el odio del hermano contra el hermano. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha quedado separado del hombre, de su hermano, de su prójimo, y también de Dios, y esa separación es aprovechada por el demonio para convertirla en odio creciente, inextinguible, que exige para ser calmado la muerte del prójimo y la muerte de Dios.
El demonio cultiva el odio en el corazón del hombre y lo lleva a levantar la mano para descargarla y ser el homicida de su hermano y deicida de Dios. Ambas cosas creía haberlas logrado el demonio, instigando a los hombres a matar a Cristo en la Cruz, cometiendo el hombre no solo el pecado de homicidio, sino también el de deicidio, al haber dado muerte al Hombre-Dios. Pero es aquí en donde Dios vence, en la Cruz, porque con su muerte, Cristo da muerte a la muerte misma y derrota a Satanás y al infierno para siempre, a la vez que derriba el muro de odio que separa al hombre de su hermano: “Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (cfr. Ef 2, 14).      
El demonio entonces existe, pero con relación a este ser, no hay que caer en los extremos: por un lado, en el descreimiento y negación de su realidad, que lleva a pensar que el demonio es solo un invento de épocas anteriores; el otro extremo, por el contrario, creer que el demonio es un ser real, pero hacerlo culpable de nuestras propias culpas: “El demonio me lleva a gritar”; “El demonio me hace ser perezoso”; “El demonio me hace ser orgulloso”. No se puede culpar al demonio de nuestra propia pereza espiritual, que nos lleva a no rezar, a no hacer sacrificios, a no poner empeño en luchar contra nuestro orgullo, contra nuestra soberbia, contra nuestra falta de lucha para no caer en la tentación. Muchos dicen: “Caigo en pecado porque el demonio me tienta”. Es verdad que el demonio tienta, pero también es verdad que Dios nos da su gracia para no caer, y que si caemos, en el pecado que sea –y aún si cometemos una imperfección-, es porque dejamos de lado la gracia, y nos olvidamos de Dios, para hacer nuestra propia voluntad.
El demonio no puede hacer otra cosa que tentar; jamás podrá hacernos asentir y consentir a la tentación, porque eso depende de nuestra libertad, y por eso no debemos culparlo de nuestras propias decisiones malas.
En el evangelio vemos entonces un episodio de posesión, y a pesar del paso del tiempo, el demonio continúa poseyendo los cuerpos de los hombres, pero en el día de hoy, ha mejorado su táctica, y ya no le hace falta poseer cuerpos, puesto que con sus mentiras y engaños, ha conseguido que los hombres lo escuchen a Él, en vez de a Cristo, y así los hombres han construido una civilización sin Dios, atea, materialista, hedonista, que ha elaborado una cultura contraria al hombre, la “cultura de la muerte”, la cual busca, denodadamente, eliminar al hombre principalmente por medio de la eutanasia y del aborto.
En estos días, se ha dado a conocer la noticia de que en nuestro país se consumen 3.800 pastillas llamadas “del día después”, por día. En otras palabras, 3.800 abortos –porque la píldora del día después es abortiva- reales o probables, al día, y la tendencia va en aumento, puesto que el mismo presidente de los EE. UU., Barack Obama, ha presentado un proyecto por el cual esta píldora debe ser reembolsada, lo cual quiere decir distribución gratuita. Esto, sin contar con las cifras de abortos cometidas al año por otros métodos.
¿Qué necesidad tiene el demonio de tomarse el trabajo de poseer el cuerpo de una joven, con el riesgo seguro de ser expulsado por el exorcismo, si le basta simplemente con la tentación de una sexualidad desenfrenada, precoz, libre, irresponsable y egoísta? Si no se ven posesiones hoy en día, es porque no le hacen falta al demonio; le basta solamente con tirar el anzuelo del “sexo seguro”, para que miles y miles de jóvenes, desoyendo el mandato de Dios, sigan tras sus sucias huellas y cometan toda clase de abominaciones con sus cuerpos, que de ser “templos de Dios”, han pasado a ser “cuevas de Asmodeo”, el demonio de la lujuria.
La tentación del demonio es como el anzuelo con la carnada para el pez: desde su posición dentro del agua, al pez le atrae la carnada, como algo apetitoso y sabroso, pero cuando abre la boca para atraparla, muerde el anzuelo que está junto con ella, y ahí “se da cuenta” –es un decir- de la realidad: lo que le parecía apetitoso y sabroso, la carnada, al conseguirla, se revela en su realidad: una trampa dolorosa y mortal, porque termina con su propia muerte, al ser sacado del agua. Este ejemplo es una figura de la tentación consentida, en donde el demonio obtiene su victoria más deseada: la tentación de la carne –cualquier práctica sexual fuera del matrimonio, o si es en el matrimonio, no casta-, al ser consentida, se revela en su dolorosa realidad, puesto que el alma, al caer, comete el pecado mortal.
Esta es la acción del demonio, la tentación consentida, mucho más peligrosa y sutil que la misma posesión diabólica, porque en la posesión el alma, con su inteligencia y voluntad quedan libres, aunque el cuerpo esté tomado por el demonio, mientras que en la tentación consentida, sin haber posesión corporal por parte del demonio, la persona entera, con cuerpo y alma, se entrega a su obra, obra que termina siempre, indefectiblemente, en la ruina de la persona. En el caso concreto de la tentación del “sexo seguro”, termina en el genocidio silencioso del aborto, porque el hijo inesperado, no es deseado, y por lo tanto, es eliminado de diversas maneras, por ejemplo, con la “píldora del día después”.
Sólo Cristo, Camino, Verdad y Vida, puede iluminar las tinieblas en las que el demonio ha envuelto al hombre; sólo Cristo, que expulsa a los demonios con el poder de su voz, y que con el poder de su voz convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre puede, también con el poder de su voz, hablarle al corazón del hombre y detenerlo en su locura homicida.


[1] Calliari, Paolo, Trattato di demonologia, Centro Editoriale Carroccio, 83.
[2] Cfr. Calliari, ibidem, 83.