miércoles, 31 de agosto de 2022

“El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2022)

         “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33). Jesús pone una condición sine qua non –sin la cual no es posible- para ser su discípulo: “renunciar a todos sus bienes”. Esta condición se interpreta en varios sentidos: en un primer sentido, el más literal, es la renuncia total y absoluta a todos los bienes materiales: es el caso, por ejemplo, de San Francisco de Asís, quien fundó la Orden Franciscana, una orden mendicante, al menos en el tiempo fundacional. San Francisco era heredero de una gran fortuna material, puesto que su padre era un rico comerciante, pero luego de su conversión a Jesucristo, decidió renunciar a toda su herencia, para seguir a Cristo por el Camino de la Cruz, el Via Crucis. Esta renuncia es la que llevan a cabo todos los religiosos en general, aunque también hay matices, porque solo los mendicantes renuncian completamente, mientras que los religiosos hacen voto de pobreza, con lo cual sí pueden recibir bienes, pero no a título personal, mientras que los sacerdotes diocesanos hacen “promesa” de pobreza, lo cual quiere decir que pueden tener bienes personales a nombre propio, pero siempre teniendo en cuenta la pobreza evangélica, que es la pobreza de la Cruz.

         En otro sentido, un poco más amplio, la renuncia a todos los bienes se aplica a los laicos en general y aquí se debe hacer una distinción: esta renuncia es, ante todo, de orden afectivo, en el sentido de que el laico, puesto que se desempeña en el mundo, tiene más necesidad de los bienes materiales que el religioso, y por eso es lícito que posea bienes materiales e incluso abundantes bienes materiales, pero aun así debe renunciar a estos bienes materiales en un sentido afectivo, es decir, en el sentido de no estar apegados a ellos. Un ejemplo de esta renuncia afectiva es el Beato Pier Giorgio Frassatti, un joven italiano que falleció a los 25 años aproximadamente, como consecuencia de una enfermedad contraída por contagio, en una de sus frecuentes visitas a los enfermos en los hospitales. Pier Giorgio, al igual que San Francisco, era heredero de una enorme fortuna, ya que su padre era dueño de uno de los diarios más prestigiosos de Italia; sin embargo, no renunció nunca a su herencia, como sí lo hizo San Francisco, pero vivía pobremente, porque todo el dinero que recibía para sus gastos personales, lo donaba a los pobres, de manera que vivía prácticamente como un pobre, aun siendo inmensamente rico. Pier Giorgio no renunció a su herencia, pero dio todo su dinero a los pobres, a los más necesitados y así se ganó el tesoro eterno, el Reino de los cielos.

         “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Independientemente del estado de vida de cada uno, sea religioso, ermitaño, mendicante, seglar, el modelo de pobreza para seguir a Nuestro Señor Jesucristo y así ser su discípulo, es Él mismo en la Cruz: en la Cruz, Jesús es pobre, porque materialmente no posee literalmente, nada, ya que todos los bienes materiales que posee en la Cruz le han sido prestados por su Padre y por su Madre, para que llevara a cabo la obra de la Redención de la humanidad: en la Cruz, Jesucristo sólo posee tres clavos de hierros, que atraviesan sus manos y sus pies; posee una corona de espinas, que indica su condición de Rey de reyes y Señor de señores; posee un lienzo –que según la Tradición era el velo de su Madre, la Virgen-, para cubrir su humanidad; posee el leño de la Cruz, con la cual salva a los hombres y por último, posee un cartel escrito en hebreo, latín y griego, en el que se indica su condición de Salvador de los hombres: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. Rey de los judíos y Rey de ángeles y de todos los hombres que lo reconocen como a su Redentor. La renuncia a los bienes materiales, según el estado de vida de cada uno, tiene como ejemplo y como fin la pobreza de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Solo quien es pobre como Cristo crucificado, puede ser su discípulo y se encuentra en grado de ingresar en el Reino de los cielos.

miércoles, 24 de agosto de 2022

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado”

 


(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2022)

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado” (Mt 23, 1-12). En este Evangelio, Jesús pide, implícitamente, para el cristiano, la virtud de la humildad, porque la posesión o no posesión de esa virtud, condiciona el destino del alma, no tanto el temporal, sino el destino eterno. La advertencia de Jesús es simple y depende de la libre voluntad del alma: quien se humille, será ensalzado; quien se ensalce, será humillado.

Jesús, entonces, nos pide ser virtuosos y, en concreto, trabajar para adquirir, o al menos, esforzarnos por adquirir, la virtud de la humidad. Ahora bien, el pedido de Jesús sobre esta virtud tiene un sentido que va más allá del simple hecho de esforzarnos para obtenerla, al tiempo de evitar el pecado de la soberbia, por el solo hecho de evitarlo: nos pide que luchemos ascéticamente para obtener la virtud de la humildad, porque de esta manera lo imitamos a Él, que es “manso y humilde de corazón”, ya que esto es lo que Jesús nos pide explícitamente, que lo imitemos a Él en esta virtud, en la mansedumbre y en la humildad: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Jesús nos pide esto porque de esta manera no solo adquirimos o procuramos adquirir la virtud de la humildad, sino que de esta manera somos partícipes de su santidad, porque por la gracia nos hacemos partícipes de Cristo orgánicamente y con la humildad, lo imitamos a Él no sólo externamente, sino internamente, con lo que podríamos decir que un alma que es humilde participa de la misma humildad de Cristo.

El otro elemento que debemos tener en cuenta es que el pecado opuesto a la humildad, no solo vuelve soberbia al alma, sino algo mucho peor: por la soberbia, el alma se hace partícipe del pecado capital de demonio en los cielos, pecado que le valió el ser expulsado para siempre de los cielos. Esto quiere decir que, así como el humilde participa de la humildad de Jesús y así se vuelve, en mayor o menor medida, como Jesús, así el alma soberbia, al ser partícipe de la soberbia del Demonio, participa de su misma soberbia demoníaca, con lo cual se convierte en una expresión humana del Demonio en la tierra.

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado”. Como Jesús quiere que estemos con Él en el cielo y que no nos condenemos en el Infierno, es que nos pide que seamos “mansos y humildes de corazón”, porque sólo en la imitación de Cristo y en su seguimiento, por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, seremos capaces de ingresar en el Reino de los cielos. Ahora bien, hay muchas maneras de ejercer la humildad y quien no sepa cómo hacerlo, que contemple a Jesús crucificado y lo imite: en la cruz, Jesús es ejemplo de una infinitud de perfecciones, en grado infinito y lo es, por esto mismo, ejemplo de mansedumbre y de humildad. Jesús en la Cruz es ejemplo de mansedumbre, de paciencia, de perdón, de justicia, de fortaleza, de humildad, pero sobre todo, es ejemplo de amor, porque Él sufre por nosotros por amor y nada más que por amor, ya que Él no tenía ninguna obligación de sufrir por nuestra salvación. De manera concreta, en la vida de cada día, se puede ejercer la humildad, por ejemplo, callando frente a las ofensas personales –no a las ofensas contra Dios, la Patria y la Familia-; perdonando a quienes nos ofenden, haciendo el bien, pero sin darlo a conocer, según el principio de Jesús: “Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda”, etcétera. Entonces, si queremos entrar en el Reino de los cielos, contemplemos a Jesús crucificado y le pidamos la gracia a la Virgen de poder imitarlo, aunque sea mínimamente, en su humillación, en su humildad, en su mansedumbre, en su amor.

 

sábado, 20 de agosto de 2022

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado”

 


“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado” (Mt 23, 1-12). En este Evangelio, Jesús pide, implícitamente, para el cristiano, la virtud de la humildad, porque depende de si se posee o no esa virtud, lo que le sucederá al alma: quien se humille, será ensalzado; quien se ensalce, será humillado. Ahora bien, Jesús no nos pide practi car la virtud por el solo hecho de practicarla y de evitar el pecado de la soberbia por el solo hecho de evitarlo: nos pide esto porque por la virtud de la humildad lo imitamos a Él, que es “manso y humilde de corazón” y así somos partícipes de su santidad, mientras que el pecado opuesto, la soberbia, nos hace partícipes del pecado capital de demonio en los cielos, pecado que le valió el ser expulsado para siempre de los cielos. Como Jesús quiere que estemos con Él en el cielo y que no nos condenemos en el Infierno, es que nos pide que seamos “mansos y humildes de corazón”.

Ahora bien, hay muchas maneras de ejercer la humildad y quien no sepa cómo hacerlo, que contemple a Jesús crucificado y lo imite. En la cruz, Jesús es ejemplo de una infinitud de perfecciones, en grado infinito. Es ejemplo de mansedumbre, de paciencia, de perdón, de justicia, de fortaleza, pero sobre todo, es ejemplo de amor, porque Él sufre por nosotros por amor y nada más que por amor, ya que Él no tenía ninguna obligación de sufrir por nuestra salvación.

Se puede ejercer la humildad callando frente a las ofensas personales –no a las ofensas contra Dios, la Patria y la Familia-; perdonando a quienes nos ofenden, haciendo el bien, pero sin darlo a conocer, según el principio de Jesús: “Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda”. Si queremos entrar en el Reino de los cielos, contemplemos a Jesús crucificado y le pidamos la gracia a la Virgen de poder imitarlo, aunque sea mínimamente.

martes, 16 de agosto de 2022

“Entonces será el llanto y rechinar de dientes”

 


(Domingo XXI - TO - Ciclo C – 2022)

          “Entonces será el llanto y rechinar de dientes” (Lc 13, 22-30). Jesús revela en este Evangelio, entre otras cosas, tres verdades de fe: la primera, que Él regresará al fin de los tiempos en el Día del Juicio Final; la segunda, cuál es el verdadero ecumenismo y la tercera, la existencia del Infierno.

          Las revelaciones de Jesús se producen en ocasión de la pregunta que le formulan sus discípulos, acerca de la eterna salvación: “Señor, ¿serán muchos los que se salven?”.

          En su respuesta, Jesús revela cuál es el verdadero ecumenismo, el cual debe distinguirse del falso ecumenismo: el falso ecumenismo es aquel que rebaja a la Iglesia Católica al nivel de las otras falsas religiones; el verdadero ecumenismo es aquel en el que la Iglesia Católica se encuentra en la cima, por encima de todas las religiones e iglesias del mundo, porque la Iglesia Católica es la Verdadera y Única Iglesia del Verdadero y Único Dios, ya que solo la Iglesia Católica posee la Verdad acerca de Dios auto-revelada en la Persona del Hijo de Dios, Cristo Jesús. El verdadero ecumenismo se mostrará en el Día del Juicio Final, cuando todas las naciones del mundo reconozcan al Justo Juez, Cristo Jesús, como Dios Hijo encarnado.

          En su respuesta, Jesús revela otra verdad de fe, y es la de su Segunda Venida al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final, para dar a cada uno lo que cada uno libremente mereció con sus obras libremente realizadas, a los buenos, que se esforzaron por vivir según la Ley de Dios, recibiendo la gracia a través de los sacramentos, cargando la cruz de cada día, a ellos les dará el Reino de los cielos, mientras que a los malos, a los que no se preocuparon siquiera por vivir según los Mandamientos de Dios, a los que despreciaron los sacramentos de la Santa Iglesia Católica, a los que no amaron a su prójimo sino que lo trataron como a un objeto, comportándose de forma malvada e inhumana, a esos, a los malvados, les dará el Infierno como castigo por sus obras impenitentes y malvadas.

          La existencia del Infierno, adonde Jesús, Justo Juez, enviará a los impenitentes para toda la eternidad es, precisamente, la tercera verdad de fe revelada por Jesús. A pesar de que en la actualidad se niega la existencia del Infierno, incluidos sacerdotes y obispos que ocupan altos cargos en la jerarquía eclesiástica, que niegan la existencia del Infierno, como el actual superior de los Jesuitas[1], el hereje Arturo Sosa -y con él una multitud de obispos, sacerdotes y fieles-, es el mismo Dios Hijo en Persona quien revela su existencia, cuando dice: “Entonces será el llanto y rechinar de dientes”, porque con esa expresión describe lo que le sucederá a los condenados en el Infierno por toda la eternidad: llorarán para siempre, por haberse negado a amar a Dios y al prójimo en esta vida y sus dientes rechinarán por el dolor, porque en el Infierno el fuego, por un milagro de la omnipotencia divina, quema no solo el cuerpo, sin consumirlo, como así también el alma, también sin consumirla. A diferencia de los herejes, que niegan la existencia del Infierno, la multitud de santos de la Iglesia Católica atestigua su existencia, su realidad, su eternidad y la acerbidad de sus dolores, como por ejemplo Santa Verónica Giuliani, quien describe así el Infierno, luego de ser llevada en persona, en una experiencia misma, a los abismos del Infierno: “En un momento, me encontré en un lugar oscuro, profundo y pestilente; escuché voces de toros, rebuznos de burros, rugidos de leones, silbidos de serpientes, confusiones de voces espantosas y truenos grandes que me dieron terror y me asustaron. También vi relámpagos de fuego y humo denso. ¡Despacio! que todavía esto no es nada. Me pareció ver una gran montaña como formada toda por mantas de víboras, serpientes y basiliscos entrelazados en cantidades infinitas; no se distinguía uno de las otras. Se escuchaba por debajo de ellos maldiciones y voces espantosas. Me volví a mis Ángeles y les pregunté qué eran aquellas voces; y me dijeron que eran voces de las almas que serían atormentadas por mucho tiempo, y que dicho lugar era el más frío. En efecto, se abrió enseguida aquel gran monte, ¡y me pareció verlo todo lleno de almas y demonios! ¡En gran número! Estaban aquellas almas pegadas como si fueran una sola cosa y los demonios las tenían bien atadas a ellos con cadenas de fuego, que almas y demonios son una cosa misma, y cada alma tiene encima tantos demonios que apenas se distinguía. El modo en que las vi no puedo describirlo; sólo lo he descrito así para hacerme entender, pero no es nada comparado con lo que es. Fui transportada a otro monte, donde estaban toros y caballos desenfrenados los cuales parecía que se estuvieran mordiendo como perros enojados. A estos animales les salía fuego de los ojos, de la boca y de la nariz; sus dientes parecían agudísimas espadas afiladas que después reducían a pedazos todo aquello que les entraba por la boca; incluso aquellos que mordían y devoraban las almas. ¡Qué alaridos y qué terror se sentía! No se detenían nunca, fue cuando entendí que permanecían siempre así. Vi después otros montes más despiadados; pero es imposible describirlos, la mente humana no podría nunca nuca comprender. En medio de este lugar, vi un trono altísimo, larguísimo, horrible ¡y compuesto por demonios! Más espantoso que el infierno, ¡y en medio de ellos había una silla formada por demonios, los jefes y el principal! Ahí es donde se sienta Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué figura tan horrenda! Sobrepasa la fealdad de todos los otros demonios; parecía que tuviera una capa formada de cien capas, y que ésta se encontrara llena de picos bien largos, en la cima de cada una tenía un ojo, grande como el lomo de un buey, y mandaba saetas ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo que es un lugar tan grande y con tantos millones y millones de almas y de demonios, todos ven esta mirada, todos padecen tormentos sobre tormentos del mismo Lucifer. Él los ve a todos y todos lo ven a él. Aquí, mis Ángeles me hicieron entender que, como en el Paraíso, la vista de Dios, cara a cara, vuelve bienaventurados y contentos a todos alrededor, así en el infierno, la fea cara de Lucifer, de este monstruo infernal, es tormento para todas las almas. Ven todas, cara a cara el Enemigo de Dios; y habiendo para siempre perdido Dios, y no tenerlo nunca, nunca más podrán gozarlo en forma plena. Lucifer lo tiene en sí, y de él se desprende de modo que todos los condenados participan de ello. Él blasfema y todos blasfeman; él maldice y todos maldicen; él atormenta y todos atormentan. - ¿Y por cuánto será esto?, pregunté a mis Ángeles. Ellos me respondieron: -Para siempre, por toda la eternidad. ¡Oh Dios! No puedo decir nada de aquello que he visto y entendido; con palabras no se dice nada. Aquí, enseguida, me hicieron ver el cojín donde estaba sentado Lucifer, donde eso está apoyado en el trono. Era el alma de Judas. Y bajo sus pies había otro cojín bien grande, todo desgarrado y marcado. Me hicieron entender que estas almas eran almas de religiosos; abriéndose el trono, me pareció ver entre aquellos demonios que estaban debajo de la silla una gran cantidad de almas. Y entonces pregunte a mis Ángeles: -¿Y estos quiénes son? Y ellos me dijeron que eran Prelados, Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión. ¡Oh Dios! Cada alma sufre en un momento todo aquello que sufren las almas de los otros condenados; me pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los demonios y todas las almas del infierno! Venían conmigo mis Ángeles, pero de incógnito estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me hubiera muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he dicho es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada. El infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus penas y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de verdad a despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser descuidada. En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio vida. ¡Sea todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y con Dios!”[2]. Quien niegue la existencia del Infierno como lugar de tormento eterno en el que la Justicia Divina y la Ira Divina se descargan sin piedad sobre los ángeles y los hombres rebeldes e impenitentes, es un blasfemo, porque contradice al mismo Jesucristo y comete además un pecado de herejía, al oponerse a una verdad revelada por el mismo Hijo de Dios en Persona.

“Entonces será el llanto y rechinar de dientes”. Si no solo queremos evitar el Infierno y así salvar el alma, sino también ingresar en el Reino de los cielos, entonces debemos hacer lo que el Señor Jesús nos manda a hacer: negarnos a nosotros mismos, cargar la cruz de cada día y seguirlo a Él por el Camino del Calvario, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, el único camino que conduce al Cielo. Allí no solo no habrá llanto y rechinar de dientes, sino que todo será alegría y felicidad eterna, en la contemplación, en el amor y en la adoración del Cordero de Dios, Cristo Jesús.



martes, 9 de agosto de 2022

“He venido a encender fuego en el mundo, ¡y cómo querría que ya estuviera ardiendo!”

 


(Domingo XX - TO - Ciclo C – 2022)

         “He venido a encender fuego en el mundo, ¡y cómo querría que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49-53). Jesús dice que “ha venido a traer fuego” y que “ya quiere verlo ardiendo”. ¿A qué se refiere Jesús? ¿De qué fuego se trata? ¿Qué es lo que quiere que arda, con el fuego que Él ha venido a encender? Ante todo, hay que decir que, obviamente, no se trata del fuego material, del fuego terreno, el que todos conocemos; no se trata del fuego con el que el hombre cocina, trabaja, realiza sus tareas de todos los días. Se trata de otro fuego; tampoco aquello que Jesús quiere ver encendido, no es nada material, ni corporal; Jesús no quiere encender fuego en los bosques, en las casas ni en nada material que nos podamos imaginar.

         El fuego que Jesús ha venido a encender es el fuego que arde en su Sagrado Corazón y ese fuego no es un fuego material, sino un fuego espiritual, no terreno: es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo. Es con este fuego con el cual Jesús quiere encender y es el que quiere verlo ardiendo. Ahora surge la otra pregunta: ¿qué es lo que Jesús quiere encender, con el fuego del Espíritu Santo? Jesús quiere encender los corazones de los hombres; Jesús quiere comunicar del fuego de su Corazón, a los corazones de todos los hombres. Son los corazones de los hombres, fríos y sin calor, a los que Jesús los quiere encender con el Fuego que arde en su Sagrado Corazón, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo.

         Ahora bien, ¿dónde se encuentra ese fuego? En el Sagrado Corazón de Jesús. ¿Y dónde está el Sagrado Corazón de Jesús, envuelto en el Fuego del Divino Amor? Está en el Cielo, en donde es adorado por ángeles y santos, pero también está aquí en la tierra, en la Sagrada Eucaristía, en donde es adorado por los adoradores eucarísticos, por los que adoran su Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía. Por esta razón, quien recibe la Eucaristía, recibe al Sagrado Corazón envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo. Sin embargo, para que nuestros corazones ardan en el Fuego del Divino Amor, es necesario que los corazones estén listos y aptos para que este Fuego prenda, de lo contrario, no podrá encender nuestros corazones. Lo que dispone a nuestros corazones para que ardan con el Fuego del Corazón de Jesús, es la gracia santificante: por la gracia, nuestros corazones, que son duros y fríos como el mármol, se convierten como leño seco y así, cuando entran en contacto con la Eucaristía, es como cuando el carbón, que en sí mismo es negro, frío y sin calor, al contacto con la llama de fuego se convierte en una brasa ardiente, es decir, se funde, por así decirlo, con el fuego y de carbón frío, negro y sin calor, se convierte en una brasa incandescente, que resplandece con la luz del fuego, que arde con el calor del fuego, que ilumina con la luz del fuego. Pidamos a la Santísima Virgen María que interceda para que nuestros corazones, fríos como el mármol y la piedra, se conviertan en leños secos para que, al contacto con el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, ardan en el Fuego del Divino Amor y así el deseo de Jesús, de ver ardiendo nuestros corazones con el Amor de Dios, se verá complacido.

lunes, 1 de agosto de 2022

“Estad preparados para la Segunda Venida”

 


(Domingo XIX - TO - Ciclo C – 2022)

          “Estad preparados para la Segunda Venida” (cfr. Lc 12, 32-48). Para describir cómo será la Segunda Venida del Hijo del hombre en la gloria, para juzgar al mundo, Jesús utiliza la imagen de un dueño de casa que parte para una fiesta de bodas y que regresará ya bien entrada la noche, por la madrugada, sin especificar a qué hora va a regresar. Lo que es cierto es que regresará; lo que es cierto es que regresará cuando ya sea la noche oscura; pero lo que nadie sabe es cuándo regresará. Parte de la imagen que utiliza Jesús es la de los servidores de este dueño de casa: puesto que su amo ha partido dejando dicho que regresará, pero sin especificar la hora, los servidores deben estar atentos a su llegada, es decir, no deben ponerse a dormir, ni a comer, ni a distraerse, y mucho menos a emborracharse; deben estar “con las túnicas ceñidas, con las lámparas encendidas y a la espera vigilante del regreso de su señor”. Sólo así el dueño de casa, cuando regrese, recompensará a los buenos servidores, pero a los malos servidores, a los que no lo esperaron a su regreso, a los que se dedicaron a emborracharse, a pelear con los demás y a dormir, a esos los castigará.

          Para entender esta imagen utilizada por Jesús, la del amo y dueño de casa y la de los servidores buenos y malos, debemos reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales.

          Así, el dueño de casa, el amo, el propietario, que parte hacia un destino desconocido para luego regresar a altas horas de la madrugada, es Jesús, quien en cuanto Dios, es Rey de reyes y Señor de señores, es el Dueño y el Amo de todo el universo, visible e invisible; el viaje que emprende es su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión al cielo, es decir, su misterio pascual salvífico de Muerte y Resurrección; su regreso es su Segunda Venida en la gloria; la hora de la noche en la que regresa, representa a un momento particular de la historia humana, en la que los hombres estarán envueltos en las tinieblas espirituales más profundas y oscuras que jamás haya conocido el hombre; la noche representa el dominio sobre la humanidad del Demonio y del Anticristo, profetizado en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Antes de la Segunda Venida del Señor, reinará el Anticristo, quien será seguido por las multitudes, al precio de la apostasía de la Verdad”; las tinieblas cósmicas de la noche representan las tinieblas de los católicos que se dejarán engañar por el Falso Profeta, por el Dragón y por el Anticristo, la tríada infernal que gobernará a la humanidad con mano de hierro hasta la llegada triunfal de Cristo; los servidores buenos, los que esperan el regreso de su señor, representan a los católicos que viven su fe y la practican, aun cuando son conscientes de sus debilidades, de sus errores, de sus pecados: la túnica ceñida significa trabajo y en este caso, es el católico que trabaja para la Iglesia Católica, para que sus hermanos salven sus almas por medio de la gracia que conceden los sacramentos; la vela encendida significa la luz de la fe y de la gracia de Cristo, que ilumina las mentes y los corazones de los que aman al Señor Jesucristo y por lo tanto, iluminados de esa manera, no son engañados ni por el falso ecumenismo, ni por las herejías, ni por las falsas enseñanzas del Falso Profeta, puesto que son iluminados por la luz del Espíritu Santo, Espíritu de ciencia y de sabiduría divina; los malos servidores son los católicos que literalmente están dormidos en su fe, que no creen, ni esperan, ni aman ni adoran a Jesús en la Eucaristía y que no creen y tampoco les importa, que Jesús haya venido por Primera Vez para ofrendar su vida por el rescate de la humanidad y tampoco les importa que ha de regresar por Segunda Vez en la gloria, para juzgar a la humanidad en su totalidad, concediendo a los buenos el Reino de Dios y a los malos el Reino de las tinieblas, el Infierno eterno.

          “Estad preparados para la Segunda Venida”. Como dice Santa Teresa de Ávila, es hora de despertar y no de dormir, espiritualmente hablando, porque el Amor no es amado y porque cada día que pasa, está más cerca la Segunda Venida en la gloria del Señor Jesús, pero también está más cerca el reinado de horror y tinieblas del Anticristo. Solo el que esté con la túnica ceñida, con las velas encendidas y en espera atenta y vigilante a la Llegada del Señor Jesús, podrá soportar la dictadura del Anticristo, para luego recibir como premio inmerecido el Reino eterno de la Santísima Trinidad.