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sábado, 18 de mayo de 2019

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”



(Domingo V - TP - Ciclo C – 2019)

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 31-33a.34-35). Jesús dice que deja un mandamiento nuevo, que es el amor al prójimo, pero en el Antiguo Testamento ya existía ese mandamiento, lo cual quiere decir que –al menos en apariencia- el mandamiento de Jesús no es tan nuevo como Él lo dice. En el Antiguo Testamento se mandaba amar al prójimo, al igual que lo hace Jesús ahora; por eso, visto de esta manera, no se entiende dónde está la novedad del mandamiento de Jesús, si éste ya existía. Muchos podrían objetar y decir: Jesús manda un nuevo mandamiento que no tiene nada de nuevo, porque ya existía el mandamiento de amar al prójimo en el Antiguo Testamento.
Sin embargo, el mandamiento de Jesús es nuevo y de tal manera, que es completamente nuevo, aun cuando en el Antiguo Testamento ya existiera un mandamiento que mandara amar al prójimo. La causa de la novedad de Jesús radica en dos elementos: en el concepto de prójimo y en la cualidad del Amor con el que Jesús manda amar al prójimo. Es decir, la diferencia con el mandamiento del Antiguo Testamento es en la consideración del prójimo y en la cualidad del amor con el que se manda amar al prójimo.
Con respecto al prójimo, hay que tener en cuenta que para los hebreos el prójimo era solo otro hebreo que profesaba la religión judía, con lo cual, el mandamiento estaba restringido solo a los de raza hebrea y de religión judía: la diferencia con el mandamiento de Jesús es que el cristiano ama a su prójimo sin importar la raza, la religión, la nacionalidad, la condición social, es decir, el concepto de prójimo es mucho más amplio, puesto que abarca a todo ser humano, que el concepto de prójimo que tenía el Antiguo Testamento. A esto hay que agregar que, en la condición de prójimo, está incluido el enemigo personal –no el enemigo de Dios y de la Patria-, porque Jesús también dice: “Ama a tu enemigo”.
La otra diferencia es la cualidad del amor: en el Antiguo Testamento, se mandaba amar con las solas fuerzas del amor humano, ya que el mandamiento con el que se mandaba amar a Dios y al prójimo decía: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu ser”, es decir, ponía el acento en el amor puramente humano, que debía dirigirse a Dios y por lo tanto también al prójimo. En el mandamiento de Jesús, en cambio, el amor con el que se manda amar –a Dios y al prójimo- no es el mero amor humano: es el Amor con el que Él nos ha amado y ese Amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo: en efecto, Jesús dice “amaos los unos a los otros como Yo os he amado” y Jesús nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo. El cristiano, en consecuencia, debe amar a su prójimo -incluido el enemigo- con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. ¿Cómo conseguir este amor, que por definición no lo tenemos ni es nuestro? Postrándonos ante la Cruz de Jesús e implorando el Amor del Espíritu Santo, y recibiéndolo -en estado de gracia- en la Comunión Eucarística.
Por último, hay además otro elemento que no estaba presente en el Antiguo Testamento y es la Cruz: Jesús nos dice que nos amemos unos a otros “como Él nos ha amado” y eso implica que no sólo nos ha amado con el Amor del Espíritu Santo, sino que Él nos ha amado hasta la muerte de Cruz y es así, hasta la muerte de Cruz, como debe amar el cristiano a su prójimo, incluido el enemigo.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”. El mandamiento de Jesús es verdaderamente nuevo y radicalmente distinto del mandamiento del Antiguo Testamento y consiste, entonces, en amar a todo prójimo, sin distinción de razas, de religión ni de nacionalidad; amar con el amor de Dios, el Espíritu Santo; amar hasta la muerte Cruz. Todos estos son elementos que hacen que el mandamiento de Jesús sea un mandamiento verdaderamente nuevo y de origen celestial.

jueves, 22 de mayo de 2014

“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”


“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 12-17). En la Última Cena, Jesús da un mandamiento nuevo, verdaderamente nuevo, que no se encontraba en la Ley de Moisés y es el mandamiento de la caridad: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. Algunos sostienen que no es nuevo, porque Jesús manda a amar al prójimo, y este mandamiento ya estaba en la ley mosaica, pero la novedad radica en la segunda parte de la proposición: “como Yo los he amado”. Es decir, es verdad que la Ley mosaica mandaba amar al prójimo, pero este mandato tenía un límite y era que consideraba como “prójimo” solamente al que profesaba la misma religión; el otro límite, era que excluía al enemigo, ya que, en relación al enemigo, lo que imperaba era la ley del Talión –ojo por ojo y diente por diente, una ley que buscaba la justicia pero que degeneraba en venganza-; el otro límite era el humano: el amor con el que se amaba al prójimo en la ley mosaica, era meramente humano.
Ahora, Jesús introduce un elemento radicalmente nuevo, tan nuevo, que lo hace absolutamente distinto: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. La novedad radica, como decíamos, en la segunda parte de la proposición: “como Yo los he amado”. Ahora, a partir de Jesús, el cristiano está obligado, por la ley de la caridad, a amar a su prójimo, incluido su enemigo y, sin hacer acepción de personas, a todo ser humano, practique o no su religión, “como Cristo lo ha amado”, porque en eso radica el mandato de Jesús: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. ¿Y cómo nos ha amado Jesús? Con un amor de cruz, con un amor sobrenatural, celestial, con un amor de una fuerza tan grande, que lleva a subir a la cruz y a morir en la cruz, literalmente hablando, y no de modo figurado o simbólico, por el prójimo, como lo hizo Cristo Jesús por todos y cada uno de nosotros.

“Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. El amor por el prójimo es un amor de cruz y como la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz, el primer lugar en donde comienza la inmolación por amor hacia el prójimo –para los esposos, el primer prójimo es el cónyuge; para los hijos, sus padres, para los hermanos, sus hermanos, etc.-, es el altar eucarístico. No puede nunca el alma asistir de modo pasivo a la Santa Misa, ya que allí se le presenta la oportunidad de unirse sacrificialmente al Santo Sacrificio del Altar, ofreciéndose al Padre, unida al sacrificio de Cristo, por los prójimos que ama. Es la forma más perfecta de dar cumplimiento al mandato nuevo de la caridad de Jesús: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”.

sábado, 27 de abril de 2013

“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”



(Domingo V - TP - Ciclo C – 2013)
            “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Los judíos ya conocían el mandato del amor al prójimo, pero ahora Jesús da un mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. No se trata de amar con un amor meramente humano, como el del Antiguo Testamento, y selectivo, porque era sólo para los que pertenecían al Pueblo Elegido. Ahora, es extensivo a todos –incluidos los enemigos, en primer lugar- y, principalmente, y en esto constituye su radical novedad, como Cristo nos ha amado.
¿Y cómo nos ha amado Cristo? Con un Amor de Cruz. ¿Cómo es el Amor de Cruz? Basta contemplarlo a Él crucificado: es un Amor hasta la muerte, literalmente hablando, porque vence a la muerte. Es un Amor de origen celestial, por eso es más fuerte que la muerte, porque aunque Cristo muere en la Cruz, con su muerte destruye a la muerte del hombre, ya que la fuerza del Amor divino que inhabita en Él y lo anima, es infinitamente más poderosa que la fuerza poderosa de la muerte; es el Amor del cual se habla en el Cantar de los Cantares: “Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu lazo, porque el Amor es fuerte como la Muerte, inflexibles como el Abismo son los celos. Sus flechas son flechas de fuego, sus llamas, llamas del Señor. Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” (8, 6-7). Como dice el Cantar de los Cantares, el fuego ardiente del Amor es una llama divina, una llama de fuego que surge del mismo Ser divino, y es la razón por la cual el Sagrado Corazón está envuelto en llamas, llamas que al entrar en contacto con el alma de Santa Margarita María de Alacquoque, la enciende en el éxtasis de amor. Santa Teresa de Ávila, a su vez, compara al Amor de Dios con un brasero encendido: basta una pequeñísima chispa que salte de este brasero, para que el alma quede encendida en el más ardiente amor por Dios.
Este Amor divino, que es más fuerte que la muerte del hombre, es el Amor con el cual Cristo nos ama desde la Cruz, y es el Amor con el cual debemos amar al prójimo, en el cumplimiento del mandamiento nuevo del Amor.
Cristo muere en Cruz para dar muerte a la muerte; la muerte del Hombre-Dios mata a la muerte del hombre sin Dios, para donarle e insuflarle una nueva vida, la vida de la gracia, la vida participada de la Santísima Trinidad. El Amor de Cristo, siendo el Amor del Hombre-Dios, es un Amor de origen celestial; es el mismo Amor de la Santísima Trinidad, es el Amor-Persona, la Tercera Persona, de la Santísima Trinidad, y este es el motivo por el cual Cristo vence a la muerte en la Cruz. Además, vence al odio del infierno, con el poder del Amor divino, y vence al pecado, con el poder de la santidad divina. En la Cruz encuentran la muerte los tres enemigos mortales del hombre: el demonio, la muerte y el pecado.
         Es con este Amor de Cruz, un amor más fuerte que la muerte, un Amor que es de origen celestial, porque surge del Ser mismo trinitario, con el cual el cristiano debe amar a su prójimo. Para cumplir el mandamiento nuevo que deja Cristo, es necesario estar revestidos de ese Amor, y para estar revestidos de ese Amor, hay que acudir a la Fuente Inagotable de donde este Amor mana, y es el Sagrado Corazón traspasado de Jesús. Quien no acude a esta fuente, quien no bebe de este Amor, no podrá luego vivir el mandamiento nuevo, que es mandamiento nuevo porque es nuevo el Amor con el cual hay que vivirlo.
¿Cómo se manifiesta este Amor en la vida cotidiana?
Variará  según el estado de cada persona, pero es válido para toda persona de toda edad. Así, para los hijos, significará amar a los padres no con el solo amor humano, sino con el Amor de Cristo, y esto quiere decir no solo nunca levantar la voz, sino amarlos desde lo profundo del corazón, pasando por alto sus errores, agradeciendo sus correcciones, consolándolos en sus pesares, ayudándolos en todo momento, agradeciendo el hecho de ser progenitores, porque ellos cooperaron con Dios para traerlos a la vida. Cristo es Dios Hijo, que en la Cruz entrega su vida en obediencia a Dios Padre, movido por el Amor de Dios Espíritu Santo, y así es ejemplo para todo hijo que desee amar a sus padres según el mandamiento nuevo de Jesús.
Para los hermanos, significará amar a los hermanos con el Amor de la Cruz, que quiere decir ser pacientes, generosos, compañeros, amigos de los propios hermanos; quiere decir ser sostén en los momentos difíciles, alegrarse por sus triunfos, ser bondadosos y pacientes. Los hermanos están en la vida, puestos por Dios, para que aprendamos a amar, a ser bondadosos, a compartir, y no para rivalizar, pelear, o sentir envidia. Cristo en la Cruz es nuestro Hermano, que ha dado su vida para salvarnos, y por eso es el modelo para todo hermano que se pregunte hasta dónde debe amar a su hermano.
Para los esposos, amar como Cristo nos amó desde la Cruz, significa ser pacientes, caritativos el uno con el otro, dialogar, evitar la confrontación, evitar la discordia, evitar las rencillas, las impaciencias; significa perdonar y pedir perdón. Cristo en la Cruz es el modelo para todos los esposos que quieran amarse mutuamente con el Amor del mandamiento nuevo: Cristo es el Esposo de la Iglesia Esposa, que da su vida por Amor a su Esposa, entregando su vida en la Cruz; la Iglesia Esposa, a su vez, corresponde a este amor amándolo con su mismo amor y siendo fiel a su Esposo. Así como es impensable un Cristo Esposo sin la Iglesia Esposa, así es impensable una Iglesia Esposa, y de la misma manera, es impensable un matrimonio en donde no existan el amor y la fidelidad mutua, porque el amor y la fidelidad se derivan de Cristo Esposo en la Cruz.
Para todos los cristianos, amar como nos amó Cristo, hasta la muerte de Cruz, significa estar dispuestos a perder la vida antes que cometer un pecado contra el prójimo, ni siquiera venial, y mucho menos mortal. Significa no solo estar dispuestos a morir antes que faltar al amor contra el prójimo, sino ante todo obrar para con el prójimo obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. Este Amor se extiende también hasta la otra vida, porque implica el amor a los prójimos que sufren en el Purgatorio, y la forma de ejercitar este amor a las Almas del Purgatorio es rezar y ofrecer sufragios por ellas. Si el amor al prójimo que vive en esta vida se manifiesta en dar de comer y de beber, el amor al prójimo que vive en el Purgatorio, se manifiesta en la limosna espiritual que significa el rezar por ellos, porque así se mitigan sus dolores y su hambre y su sed de ver a Dios cara a cara.
Jesús nos deja, entonces, un mandamiento nuevo, que es amar al prójimo como Él nos ha amado desde la Cruz: con un amor inagotable, un amor que va más allá de la muerte, porque es más fuerte que la muerte.
Pero Jesús no es solo ejemplo de Amor; Él es el Dador del Amor, porque siendo Dios Hijo, Él espira, junto a Dios Padre, a Dios Espíritu Santo, y así, desde la Cruz, y también desde la Eucaristía, nos infunde su Amor, con el cual podemos amar a los demás con su mismo Amor.
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. El mandamiento nuevo de Jesús es posible de cumplir sólo haciendo oración al pie de la Cruz, en donde se aprende cómo amar como Jesús, y recibiendo en estado de gracia la Eucaristía, en donde se recibe el Amor mismo de Jesús, el Amor con el cual Él nos amó desde la Cruz.