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jueves, 25 de febrero de 2016

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”


Lázaro y Epulón.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro” (Lc 16, 19-31). Con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro Jesús nos advierte acerca de las enormes consecuencias que, para la vida eterna, tienen el apego al dinero y a los bienes materiales, además del egoísmo y la indiferencia para con el prójimo más necesitado. Con esta parábola, Jesús revela, además, lo que sucede en el momento de la muerte: un juicio divino particular para cada uno en persona –en la parábola está implícito, porque el destino de cada uno depende de sus obras- y luego los destinos finales –eternos- para las almas: o el cielo –el Purgatorio es temporal, como una antesala del cielo- o el infierno, en compañía del Demonio y sus ángeles y los condenados.
Además de la revelación de los novísimos –muerte, juicio, infierno, cielo-, lo importante en esta parábola es la causa de la condena de Epulón y de la salvación de Lázaro: un análisis superficial llevaría a concluir que el rico se condena por sus riquezas –la simple posesión de estas serían, en sí mismas, las que lo llevan al infierno-, mientras que el pobre se salva por su pobreza –la pobreza en sí misma sería lo que lo lleva al cielo-. Sin embargo, no es así, porque lo que condena a Epulón no es la posesión de bienes materiales, sino su posesión egoísta, desde el momento en que nunca se preocupó, mientras vivía en la tierra, de auxiliar a su prójimo necesitado, Lázaro. Hubiera bastado el gesto de socorrer a Lázaro en sus necesidades, pero no lo hizo y no lo hizo porque en su corazón no había lugar para el amor, la compasión, la caridad, la misericordia y puesto que Dios es Amor, Compasión, Caridad y Misericordia, no había nada de común entre Él y Dios en la otra vida y es por eso que fue apartado de la Presencia de Dios para siempre. Epulón se condena, entonces, no por el hecho de ser rico, sino por usar de modo egoísta sus riquezas y por no apiadarse ni tener compasión por el prójimo más necesitado.
A su vez, Lázaro no se salva por el simple hecho de ser pobre materialmente: se salva porque, en su pobreza material y en la tribulación que le supone vivir, además, de pobre, enfermo, no solo no reniega de Dios ni se queja por su suerte, sino que sufre de modo paciente y sereno, aceptando con mansedumbre de corazón su penosa existencia en esta vida (pobreza, enfermedad, soledad). En Lázaro brillan las virtudes de la humildad, de la mansedumbre y de la piedad y además del amor fraterno, porque no guarda rencor contra su prójimo Epulón,  a pesar de que este se comporta de forma tan egoísta para con él. En definitiva, son todas estas virtudes las que le valen ganar el cielo a Lázaro, y no el simple hecho de no poseer bienes materiales.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”. Jesús nos advierte acerca de la realidad del más allá, no para infundirnos temor, sino para que comprendamos el valor de la caridad para con el prójimo y practiquemos las obras de misericordia, de manera de alcanzar el Reino de los cielos.

lunes, 18 de agosto de 2014

“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”


“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Mt 19, 23-30). Jesús dice que los ricos –tanto de bienes materiales, como de cargas espirituales, como la soberbia y la autosuficiencia-, “difícilmente” entrarán en el Reino de los cielos, y esto se debe a que estos bienes, en el momento de la muerte, se convierten en pesados lastres que impiden al alma remontar el vuelo que los conduce hacia la Casa del Padre. Aún más, no solo impiden al alma remontar vuelo, sino que la arrastran hacia abajo, hacia el abismo del cual no se regresa, con tanta más velocidad, cuanto mayor sean los bienes acumulados, y esta es la razón por la cual Jesús dice que “difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos”. Y para graficar esta dificultad, Jesús usa la figura de un camello que, cargado de mercaderías, intenta pasar “por el ojo de una aguja”, es decir, por la puerta estrecha de las ovejas, que eran las pequeñas puertas por donde pasaban las ovejas a la ciudad de Jerusalén. La dificultad de la salvación se hace evidente, porque inmediatamente, los discípulos se dan cuenta que entonces, casi nadie puede salvarse, porque Jesús no se está hablando de personas millonarias: cuando Jesús habla de “ricos”, está hablando de personas comunes y corrientes, pero cuyos corazones están apegados a las cosas materiales y a su propia razón y además son soberbios, y por eso son como camellos cargados de mercaderías, altos y anchos por los costados, que no pueden pasar por una puerta que es baja y angosta. El amor al dinero –no necesariamente se debe ser millonario, sino solamente poseer amor al dinero, ya que se puede tener un corazón de avaro aunque no se posea un tesoro-, es el principio de todos los males en el hombre, y así lo advierte la Palabra de Dios: “Raíz de todos los males es el amor al dinero; y algunos, por dejarse llevar de él, han quedado sumergidos en un mar de tormentos”[1]. Y el Qoelet dice: “(Dios) al pecador da el trabajo de amontonar y atesorar para dejárselo a quien él le plazca. También esto es vanidad y atrapar vientos”[2].
Los discípulos se dan cuenta de que Jesús está hablando de personas comunes y corrientes, y no de millonarios con toneladas de oro, cuando habla de los “ricos” que “difícilmente podrán salvarse” y por eso es que preguntan, angustiados: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Y Jesús responde: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”. Dios hace posible la salvación de un rico, es decir, de un corazón apegado a los bienes materiales, a su razón y henchido por su soberbia. ¿De qué manera? Así como un camello puede pasar a través de una puerta baja y angosta, si primero se arrodilla y luego se quita su carga, así también el hombre, puede entrar en el Reino de los cielos, si primero se arrodilla ante Jesús crucificado y luego, postrado en adoración ante Jesús, le pide que su Sangre caiga sobre él y purifique su negro corazón, quitándole sus pecados; de esa manera, el pecador no solo se ve libre de la carga opresiva del pecado, sino que su alma se siente impulsada a elevarse, con la fuerza del Espíritu Santo, que viene desde el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, y lo conduce hacia el mismo Corazón de Jesús y, desde Él, hacia el Padre. Y así el alma se salva, porque de rico se ha convertido en pobre, de soberbio en humilde, de pecador en santo, porque ha sido santificado por la gracia que emana de la Sangre que brota del Sagrado Corazón de Jesús. Así es como Dios hace posible, lo que es imposible para el hombre.




[1] 1 Tim 6, 10.
[2] 2, 26.

martes, 10 de diciembre de 2013

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré”


“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Jesús promete el alivio a los que acudan a Él, pero luego hace una afirmación que parece contradecir lo que promete, porque dice que a los que se acerquen a Él, en busca de alivio, les dará a “cargar su yugo”. Es decir, mientras por un lado ofrece alivio al que se le acerque, inmediatamente, al que se le acerque, le da a cargar un yugo, y así no se ve de qué manera alguien que busca ser aliviado del peso de su aflicción y agobio, pueda ser aliviado con una nueva carga, la carga del yugo de Jesús, aun cuando este sea “suave y su carga liviana”. Es decir, se trata de una paradoja que, a primera vista, no se entiende: si alguien está “afligido y agobiado”, ¿de qué manera va a ser aliviado de esa carga, si se le aumenta una carga más, la carga del yugo de Jesús, aun cuando esta carga sea “suave y liviana”?
La paradoja –aparente- se entiende un poco más adelante, cuando Jesús dice: “Carguen mi yugo y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Es esto lo que permite entender por qué el hecho de cargar su yugo es un alivio: el yugo de Jesús es la Cruz y como en la Cruz está todo aquello que nos agobia, es decir, el pecado –el pecado oprime y agobia al corazón del hombre porque el hombre no ha sido hecho para el pecado, sino para Dios y su gracia-, y como Cristo en la Cruz destruye el pecado con el poder de su Sangre, se sigue que quien carga la Cruz y la lleva como la lleva Él, con mansedumbre y humildad de corazón, ve destruido aquello que provocaba agobio, al ser reemplazado por las virtudes del Sagrado Corazón, la mansedumbre y la humildad, virtudes que alivian al corazón del hombre agobiado y oprimido por la ira y la soberbia.

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. El yugo de Jesús, suave y ligero, su Cruz empapada en su Sangre Redentora, no solo nos alivia de todas nuestras aflicciones y agobios, sino que nos colma con la Alegría infinita de su Ser divino, la Alegría de su Sagrado Corazón.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Los pecadores entrarán antes que vosotros al Reino



“Los pecadores entrarán antes que vosotros al Reino” (cfr. Mt 21, 28-32). Con el ejemplo de dos hijos que obran de distinta manera ante el pedido del padre de ir a trabajar –uno, dice que no irá pero termina yendo; el otro, que dice que irá, pero finalmente no va-, Jesús advierte a quienes, pasando por religiosos y practicantes de la religión, cometen el pecado de presunción, creyéndose ser mejores que sus prójimos.
La realidad es diferente, porque entran en el Reino de los cielos quienes escuchan el mensaje de salvación y ponen por obra lo que este implica: oración, mortificación, penitencia, obras de misericordia, es decir, entran en el Reino de los cielos quienes se hacen violencia contra sí mismos, buscando conformar su corazón al Corazón de Cristo, según sus palabras: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Por el contrario, quienes escuchan el mensaje y no lo ponen por obra, es decir, no buscan cambiar el corazón, no buscan la conversión, trabajando por luchar contra sus defectos –pereza, acedia, murmuración, indiferencia para con el prójimo más necesitado-, aun cuando parezca exteriormente que ha respondido afirmativamente, en realidad, con su ausencia de conversión, está diciendo: “No voy a ir a trabajar para el Reino de Dios”.
“Los pecadores entrarán antes que vosotros al Reino”. El cristiano que reza, que va a Misa, no puede nunca caer en el pecado de presunción, creyéndose mejor que aquel que no solo no lo hace, sino que objetivamente se encuentra en un camino de perdición, porque también a él le caben las palabras de Jesús: “¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (Lc 6, 37-42).
Más que mirar los defectos del prójimo, el cristiano debe concentrarse en los suyos propios, no sea que, de tanto criticar las faltas de los demás, se quede en la puerta del Reino de los cielos, viendo cómo entran aquellos a quienes consideraba inferiores.