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martes, 25 de abril de 2023

Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote

 


(Domingo IV - TP - Ciclo A – 2023)

         En estos tiempos en los que prevalece la confusión a todo nivel, es necesario que, al recordar a Cristo, Buen Pastor y Sumo y Eterno Sacerdote, recordemos también qué es la Santa Misa, qué oficio o función cumplen el sacerdote ministerial y qué oficio o función cumplen los fieles que asisten a la Santa Misa. Ante todo, debemos decir que, según el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, la Santa Misa es la “renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz”, lo cual quiere decir que es como si, misteriosamente, en la Santa Misa, viajáramos en el tiempo hasta el Calvario o como si el Calvario viniera hasta nosotros; y también, porque es la renovación del Sacrificio de la Cruz, es que el Padre Pío de Pietralcina decía que debíamos estar en la Santa Misa con la misma actitud espiritual con la que estaban la Virgen y San Juan Evangelista al pie de la Cruz. Dicho esto, que la Santa Misa es un sacrificio, hay que agregar que, en la Santa Misa, el celebrante no es un mero “presidente de la asamblea”, sino el único sacerdote que ofrece el sacrificio in persona Christi. Para disipar cualquier duda, basta leer lo que enseña Pío XII en su encíclica “Mediator Dei”: “Sólo a los Apóstoles, y en adelante a aquellos a quienes sus sucesores han impuesto las manos, se concede la potestad del sacerdocio, en virtud de la cual representan la Persona de Jesucristo ante su pueblo, actuando al mismo tiempo como representantes de su pueblo ante Dios” (n. 40). Por tanto, en la Santa Misa, “el sacerdote actúa en favor del pueblo sólo porque representa a Jesucristo, que es Cabeza de todos sus miembros y se ofrece a sí mismo en lugar de ellos. De ahí que vaya al altar como ministro de Cristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa II c.l.). El pueblo, por el contrario, puesto que no representa en ningún sentido al Divino Redentor y no es mediador entre él y Dios, no puede en modo alguno poseer la potestad sacerdotal” (n. 84).

Ahora bien, es indudable que los fieles presentes deben participar en el sacrificio del sacerdote en el altar con los mismos sentimientos que Jesucristo tuvo en la Cruz, y “junto con Él y por Él hagan su oblación, y en unión con Él ofrézcanse a sí mismos” (n. 80). Es decir, la participación de los fieles en la Santa Misa es unirse al Sacrificio de Jesús -que obra in Persona en el sacerdote ministerial-, a través del sacerdote ministerial, pero de ninguna manera poseen la potestad de realizar el Sacrificio por ellos mismos. Para evitar malentendidos, Pío XII reitera: “El hecho, sin embargo, de que los fieles participen en el sacrificio eucarístico no significa que también estén dotados de poder sacerdotal” (n. 82).

“Mediator Dei” enseña que “la inmolación incruenta en las palabras de la consagración, cuando Cristo se hace presente sobre el altar en estado de víctima, es realizada por el sacerdote y sólo por él, como representante de Cristo y no como representante de los fieles” (n. 92).

Por tanto, no se pueden condenar las misas privadas sin la participación del pueblo, ni la celebración simultánea de varias misas privadas en distintos altares, alegando erróneamente “el carácter social del sacrificio eucarístico” (n. 96).

Por un designio divino, Jesús instituyó simultáneamente el sacrificio eucarístico y el sacerdocio ministerial y concedió a sus ministros el privilegio exclusivo de renovarlo en los altares de forma incruenta hasta el fin de los tiempos. Si alguien pretendiera cambiar la Misa con el pretexto de “volver a un pasado más antiguo y original”, como el de los primeros cristianos, eso no sería un “enriquecimiento”[1], sino un empobrecimiento, ya que priva a la visión de la Iglesia sobre la Misa, de la luz procedente de las definiciones dogmáticas del Segundo Concilio de Nicea, del IV Concilio de Letrán, del Concilio de Florencia y sobre todo del importantísimo Concilio de Trento, así como de las intuiciones de muchos insignes gigantes de la teología y de la devoción eucarística, como Santo Tomás de Aquino, Roberto Belarmino, Leonardo de Port Maurice y Pedro Julián Eymard.

Es imprescindible recordar que en la Santa Misa, el fin principal es la adoración y glorificación de la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino, a Quien la Santa Iglesia le ofrece, por medio del sacerdote ministerial, el Santo Sacrificio del Altar, la Eucaristía, es decir, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, ya que esta es la verdadera y única ofrenda digna de la Trinidad y no el pan y el vino sin consagrar; el fin primario de la Santa Misa es entonces la adoración y glorificación de la Trinidad y nunca el fin subsidiario de santificar las almas, fin que es, precisamente, subsidiario y no principal.

En la Santa Misa, aunque está también presente su gloriosa Resurrección, puesto que en la Misa no comulgamos el Cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, sino su Cuerpo glorificado, el centro del “misterio de la fe”, el centro del misterio de la Santa Misa se enfoca en la Pasión Redentora del Salvador, puesto que es, por definición, la “renovación incruenta y sacramental” del Santo Sacrificio de la cruz.

Otro elemento a tener en cuenta que, en la Santa Misa, según la teología católica, se hace hincapié y se enfatiza en el Sacrificio de Cristo en la cruz, sacrificio del cual la Santa Misa es su renovación incruenta y sacramental y en segundo lugar, solo en un segundo lugar, se hace mención al memorial, por lo que nunca se puede enfatizar el memorial en detrimento del sacrificio.

El Sacerdote ministerial no es “presidente de la asamblea”, sino aquel que, en carácter precisamente del sacerdote ministerial, ofrece el sacrificio in Persona Christi, es decir, es el único que representa a la Persona de Jesucristo ante el Nuevo Pueblo de Dios.

         La Santa Misa es un “sacrificio propiciatorio” y expiatorio por los pecados de los hombres, para salvar nuestras almas por medio de la Sangre de Cristo ofrecida al Padre y así evitar la eterna condenación en el Infierno; por lo tanto, la Santa Misa no es meramente la celebración jubilosa de la Alianza.

         Según los puntos esenciales de los dogmas definidos en el Concilio de Trento, la Santa Misa Una se deriva de la “lex orandi” de siempre, según la cual el catolicismo es la religión de un Dios infinitamente misericordioso que se apiada de los hombres destinados a la perdición eterna y para ello envía, por su Amor, el Espíritu Santo, a su Hijo, para que muriendo en la cruz aplacara la Ira divina, justamente encendida por los pecados de los hombres, pecados por los cuales los hombres deben hacer en esta vida un “mea culpa” perpetuo y reparar, ofreciendo principalmente el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa. Creer en otra cosa distinta es creer en otra fe, que no es la Santa Fe Católica; es pertenecer a otra iglesia, que no es la Santa Iglesia Católica.



[1] Como afirma erróneamente el cardenal Cantalamessa,

lunes, 3 de abril de 2023

Viernes Santo

 


Nuestros pecados personales no quedan en el aire ni se pierden en el vacío: se materializan, por así decirlo, e impactan en el Cuerpo de Nuestro Señor, abriendo heridas y derramando Sangre; tanto más grande es la herida y tanta más Sangre brota, cuanto más grave es el pecado. Somos nosotros los que flagelamos, coronamos de espinas y crucificamos al Hombre-Dios Jesucristo. Perdónanos, Señor, porque no sabemos lo que hacemos.

El Viernes Santo la Santa Iglesia Católica conmemora la Pasión y Muerte de Jesús. En este Día Santo, la Esposa de Cristo no celebra la Santa Misa, en señal de duelo por la Muerte de su Esposo Místico, Cristo. De hecho, este es el sentido de la postración del sacerdote ministerial, en el ritual que comienza a las tres de la tarde, hora de la muerte de Jesucristo: el sacerdote ministerial se postra porque, al haber muerto el Sumo y Eterno Sacerdote en la Cruz, el sacerdote ministerial no tiene razón de ser, pierde toda su propiedad, todo su ser, toda su esencia. El sacerdote ministerial cobra sentido solo en Cristo, Persona Segunda de la Trinidad que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, Quien en la Última Cena, que es la Primera Misa de la historia, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el Cáliz, completando este don sacrificial de Sí mismo en el Ara Santa de la Cruz, en donde entrega su Cuerpo y derrama su Sangre en el Monte Calvario, para la salvación de los hombres. El sacerdote ministerial obra in Persona Christi, en la Persona de Cristo, en la Santa Misa, pero si Cristo está muerto, entonces el sacerdote ministerial no puede obrar nada, porque su poder sacerdotal es participación al Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo. El sacerdote se postra en señal de duelo y con él también lo hace toda la Iglesia, porque la Iglesia pierde a su Esposo y este duelo de la Iglesia está representado en el duelo de la Virgen Santísima al pie de la Cruz. 

La Muerte de Jesús en la Cruz es el cumplimiento de las palabras de Jesús: en el momento de ser entregado por el traidor Judas Iscariote, Jesús anuncia que "es la Hora de las tinieblas" y esa Hora, Hora siniestra, lúgubre, tenebrosa, llega a su culmen con la Muerte del Señor Jesús en la Cruz. Al morir Jesús, las tinieblas cubren la tierra, pero no se trata solo del eclipse solar, que efectivamente sucedió en la muerte de Jesús, sino que se trata de las tinieblas vivientes, es decir, el Demonio y todos los ángeles caídos, que cubren no solo la tierra, sino las almas de los hombres, envolviéndolos en su siniestra oscuridad. Es un verdadero eclipse espiritual, porque muere en la Cruz el que es el Sol de justicia, el Sol Increado, Cristo Jesús. Al morir en la Cruz, las tinieblas vivientes, esto es, el Infierno todo, celebra con gozo y alegría su aparente triunfo, porque en realidad el Infierno piensa haber triunfado sobre el Hombre-Dios Jesucristo. Pero el triunfo de las tinieblas es solo aparente, porque en el momento en el que más prevalecen las tinieblas, en el momento de mayor oscuridad infernal sobre las almas, la Muerte de Jesús en la Cruz, es el momento, al mismo tiempo, del máximo triunfo, total y absoluto, de Jesucristo, sobre los tres grandes enemigos del hombre: el pecado, la muerte y el Demonio. 

Por eso, si bien el Viernes Santo es un día de duelo, de llanto interior y de dolor, por la Muerte de Jesús -y es también un día de dolor por nuestros pecados, porque son nuestros pecados los que crucifican a Jesús-, es un día también de serena paz y alegría, porque si bien Cristo muere como Hombre, resucitará por el hecho de ser Dios, el Día del Sol Victorioso, el Domingo y su Luz Eterna brillará para siempre. Hasta que eso ocurra, la Iglesia, partícipe de su Pasión y Muerte, hace duelo y llora, como el llanto por el hijo único, el Viernes Santo.

sábado, 30 de mayo de 2020

Solemnidad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote


Agnus Dei: Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Para conmemorar la Solemnidad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, la Iglesia coloca, para la reflexión, el momento de la Última Cena en el que Jesús consagra el pan y el vino, transubstanciándolos, es decir, convirtiéndolos en su Cuerpo y en su Sangre. En la Última Cena, una vez pasada la cena material, Jesús, en cuanto Sumo y Eterno Sacerdote, celebra lo que podemos llamar “la Primera Misa”: toma el pan, lo bendice y lo consagra, haciendo lo mismo con el vino, produciendo el milagro de la transubstanciación, esto es, la conversión de la substancia del pan en su Cuerpo y la substancia del vino en su Sangre. Este milagro, el de la transubstanciación o conversión de las substancias del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, es lo que define a Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote, ya que éste milagro, que se produce en el altar toda vez que se celebra la Santa Misa, no puede ser hecho por ninguna creatura con sus solas fuerzas, ni el ángel y mucho menos el hombre. El sacerdote ministerial, que sí puede convertir las substancias del pan y del vino en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo puede hacer en tanto y en cuanto participa del poder divino del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
“Tomad, esto es mi cuerpo (…) Ésta es mi sangre de la alianza”. Las palabras de la consagración, pronunciadas por el Sumo Sacerdote Jesucristo en la Primera Misa y luego por los sacerdotes ministeriales en cada Santa Misa, son las palabras más hermosas y misteriosas que jamás creatura alguna pueda escuchar. Ante estas palabras, los Ángeles se estremecen de amor y se postran frente a la Presencia sacramental de Nuestro Señor Jesucristo. Al ser consagrada la Eucaristía, el Sumo Sacerdote se convierte en Víctima Pura y Perfectísima, que se inmola para nuestra salvación, donándosenos como Pan de Vida eterna. Al mismo tiempo que es Sacerdote y Víctima, Jesús es también Altar Sacrosanto por medio de su Humanidad Santísima, pues en ella se produce la oblación de Sí mismo para la salvación de la humanidad. Así, Jesús es Sacerdote, Altar y Víctima y cada cristiano, según su estado, está llamado a imitarlo y a participar de esta triple condición de Jesús, para santificar el mundo y elevarlo, consagrado y santificado, al Padre Eterno.

martes, 11 de junio de 2019

Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote



         En las ceremonias del Viernes Santo, día de la muerte de Cristo en la Cruz, la Iglesia demuestra, por medio de su liturgia, el grado de tristeza y duelo en el cual se encuentra inmersa. En efecto, cuando el sacerdote ministerial se postra frente al altar, despojado de sus revestimientos, está expresando el luto por el que atraviesa, porque ha muerto en la Cruz el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo. Y si el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo ha muerto en la Cruz, entonces todos los sacerdotes ministeriales, que participan de su poder sacerdotal, quedan reducidos a la nada y ésa es la razón de su postración ante el altar. Esa postración significa que la Iglesia Católica, al haber perdido por la muerte en Cruz al Sumo y Eterno Sacerdote, no tiene manera de realizar el Santo Sacrificio en Cruz y es la razón por la cual el Viernes Santo es el único día del año en el que no se celebra la Santa Misa.
         Sin Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, que realiza el sacrificio de una vez y para siempre de su Humanidad Santísima en el Ara de la Cruz -Cruz que es Él mismo, porque Él extiende sus brazos en forma de Cruz-, entonces la Iglesia Católica queda absolutamente sin poder de realizar el Santo Sacrificio del Altar. Es Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, quien comunica de su poder a los sacerdotes ministeriales y es porque estos reciben de Cristo el poder de convertir las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, que pueden realizar el milagro de la transubstanciación en cada Santa Misa.
         No recordemos a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote solo una vez al año, sino en cada Santa Misa -como así también en la confección de cada sacramento-, porque si no fuera que Él comunica de su poder sacerdotal a los sacerdotes, nadie, ni el Papa siquiera, tendrían el poder de convertir el pan y el y vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Cada Eucaristía debe ser, por lo tanto, un momento de acción de gracias y adoración al Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, por cuyo poder participado a los sacerdotes ministeriales recibimos los sacramentos, principalmente, la Sagrada Eucaristía.

jueves, 2 de abril de 2015

Viernes Santo de la Pasión del Señor


(2015)
         Luego de tres horas de dolorosa agonía, muere en la cruz el Hombre-Dios. Contemplada con los ojos de los hombres, la muerte en cruz de Jesús, el Viernes Santo, parece constituir el más rotundo triunfo de las tres grandes fuerzas destructivas, enemigas mortales de la humanidad, contra las cuales Jesús se había enfrentado: el infierno, el pecado y la muerte. En efecto, Jesús muerto en la cruz, parece un logro del infierno, de la muerte y del pecado, porque Jesús ha venido para “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8); ha venido para “quitar los pecados del mundo” (cfr. Jn 1, 29); ha venido para “dar la Vida eterna, para que todo el que crea en Él, no muera, sino que tenga vida eterna” (cfr. Jn 6, 51), y por eso, ha venido a destruir a la muerte, y sin embargo, el Viernes Santo, a las tres de la tarde, Jesús muere, agotado luego de una cruenta agonía, vencido en apariencia por estas tres fuerzas, porque es el infierno el que ha atizado el carbón encendido en odio en que se ha convertido el corazón del hombre sin Dios y lo ha llevado a crucificarlo, y así parece haber vencido el infierno; también parece haber vencido la muerte, porque Jesús muere realmente, con su Cuerpo real, humano, ya que su Alma humana se separa verdaderamente de su Cuerpo, que queda sin vida, inerte, en la cruz; y también parece haber vencido el pecado, porque el pecado, es decir, la malicia del corazón del hombre rebelado contra Dios, es lo que ha llevado a Jesús a sacrificar su vida para salvar a los hombres y ahora, precisamente, Jesús acaba de morir, agobiado por la abrumadora malicia del corazón humano. El aparente triunfo de los tres enemigos mortales de la humanidad, sobre el Sumo y Eterno Sacerdote, el Hombre-Dios Jesucristo, es lo que explica la postración del sacerdote ministerial el Viernes Santo en la ceremonia de la Adoración de la cruz: la Iglesia indica con este gesto que ha muerto el Único que podía no solo poner freno sino derrotar a estos tres grandes enemigos mortales del hombre. Muerto el Sumo y Eterno Sacerdote en la cruz, por obra de las tinieblas, el sacerdote ministerial, que participa su sacerdocio del Sacerdote Jesucristo, cae él mismo derribado por tierra, sin ningún poder, y esto, más el duelo por la muerte de Jesús, es lo que significa la postración del sacerdote ministerial el Viernes Santo.
Al morir Jesús a las tres de la tarde, parecería entonces que “la hora de las tinieblas” (cfr. Lc 22, 53) ha prevalecido con su poder siniestro; vista con ojos humanos, la cruz aparece como una rotunda victoria del Demonio, la Muerte y el Pecado sobre el Hombre-Dios y sobre la humanidad. Sin embargo, no es así. Las tres de la tarde, la hora de la muerte de Jesús en la cruz, el Viernes Santo, es la Hora de la Misericordia y es por lo tanto, la Hora del Cordero Victorioso que triunfa en el estandarte ensangrentado de la cruz; en ella, el Cordero vence a la “Bestia con aspecto de Cordero” (cfr. Ap 13, 1ss), a Satanás y al Infierno todo, dando cumplimiento a sus palabras: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” (Mt 16, 18), y es así como la Iglesia arrincona al Demonio contra su última madriguera en el Infierno, aplastándolo  con el poder divino que emana de su estandarte victorioso, la cruz; en la cruz, Jesús vence a la Muerte, porque si bien su Alma se separó de su Cuerpo -ya que en esto consiste la muerte para el hombre-, su divinidad, esto es, la Persona Segunda de la Trinidad, no se separó nunca ni del Alma ni del Cuerpo, y es así como el Domingo de Resurrección, esta divinidad, la Persona del Hijo, unió nuevamente a sí misma, pero ya glorificados plenamente, el Alma y el Cuerpo de Jesús, dando inicio a la gloriosa Resurrección, venciendo a la muerte para siempre, regresando victorioso de la muerte –“Yo Soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin[1]; estaba muerto, pero ahora vivo y tengo las llaves de la vida y del Hades”[2], dice Jesús en el Apocalipsis- puesto que haría partícipes de su Resurrección a todos los hombres que creyeran en Él, lo amaran y lo recibieran con amor en la Eucaristía; al morir en la cruz, Jesús vence al pecado, porque Él carga todos los pecados en la cruz, que queda empapada en su Sangre, y como su Sangre es la que los lava y los hace desaparecer, Jesús en la cruz quita al pecado para siempre.
Las tres de la tarde del Viernes Santo, entonces, no es la hora del triunfo de las tinieblas, como podría parecer, sino la Hora del triunfo de la Divina Misericordia, que se derrama incontenible e inagotable sobre el mundo y sobre las almas, con la Sangre y el Agua que brotaron del Corazón traspasado de Jesús y esa es la razón por la cual la Iglesia se postra en acción de gracias y en adoración ante la Cruz de Jesús, empapada con la Sangre del Cordero.



[1] Cfr. Ap 22, 13.
[2] Cfr. Ap 1, 18.

miércoles, 15 de junio de 2011

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Jesucristo,
Sumo y Eterno Sacerdote,
ofrece la Víctima
Santa y Pura,
su carne resucitada,
que es la carne del Cordero de Dios,
empapada del Espíritu Santo,
la Eucaristía.


Jesucristo es el Sumo y Eterno Sacerdote -por quien y en quien tiene fundamento y razón de ser el sacerdocio ministerial y todo sacerdote-, y como sacerdote ejerce su oficio, el cual consiste en sacrificar una víctima sobre un altar para que, por la ofrenda de la víctima, desciendan desde el cielo las abundantes gracias de la divinidad.

En cuanto Hombre-Dios, Jesucristo no es sólo Sacerdote, sino también Altar y Víctima: Él es la Víctima perfectísima que se ofrenda a Dios como holocausto agradable, cuyo perfume sube hasta el cielo, y el Altar es su Cuerpo sacrosanto.

Él, el Sumo y Eterno Sacerdote, se ofrenda a sí mismo, como Víctima Pura y Santa, en su naturaleza humana, es decir, en su carne según su naturaleza, y es una víctima agradable a Dios, porque esta carne no tiene los defectos de la carne, por cuanto mora e inhabita en ella el Espíritu de Dios, y por cuanto el Hijo de Dios la ha asumido en sí de un modo tan íntimo, como lo hace el fuego con el hierro[1], y por este motivo, esta carne de esta Víctima que es Cristo, es ofrenda purísima y espiritual, absolutamente grata a Dios Trino.

La carne de la Víctima que ofrece Jesús Sacerdote, no es una carne muerta y sangrienta, que es despedazada al ser consumida, sino que es una carne viva, empapada del Espíritu de Dios[2], así como la esponja se empapa del agua cuando es sumergida en esta.

La carne de la Víctima que ofrece Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, no es una carne muerta, porque posee en sí misma la fuerza espiritual vivificante del Espíritu Santo que inhabita en esta carne.

Quien consume la carne de esta Víctima ofrecida por Jesús Sacerdote, no consume la carne al modo como se come la carne natural[3], porque es la carne resucitada del Cordero, en quien opera la fuerza divina vivificante del Verbo y del Espíritu Santo.

En el supremo sacrificio de la cruz, el Sumo Sacerdote Jesucristo se inmola en su carne, como Víctima, y muere, pero para vencer a la muerte, por la virtud del Espíritu de Vida eterna que mora en su carne, y para donar de ese mismo Espíritu vivificador a los hombres, mediante la unión con su carne, en la Eucaristía.

El Espíritu Santo, que inhabita en la carne de la Víctima ofrecida por el Sacerdote Eterno lleva, en la Santa Misa, por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, a esa carne al altar, para unirla con la carne de los creyentes, para que los creyentes, consumiendo esa carne espiritualizada y embebida en el Espíritu Santo, reciban ellos también al Espíritu de Dios, que les da la vida eterna en germen.

Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, se inmola en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, en el altar eucarístico, como Víctima, en su carne resucitada y llena del Espíritu Santo, la Eucaristía, para que quien consuma esta carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, viva no ya con vida natural, creatural, sino con la vida eterna de la Trinidad.
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece la Víctima Santa y Pura, su carne resucitada, que es la carne del Cordero de Dios, empapada del Espíritu Santo, la Eucaristía.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 548.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem.

[3] Cfr. August., Tract. 27 in Jo, cit. Scheeben, Los misterios.