domingo, 29 de noviembre de 2020

“¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”

 


“¡Hijo de David, compadécete de nosotros!” (Mt 9, 27-31). Dos ciegos, al escuchar que Jesús pasa cerca de ellos, le piden que les cure su ceguera. Antes de hacerlo, Jesús les pregunta si creen que Él puede hacerlo, es decir, les pregunta si tienen fe en Él, como Dios omnipotente. Los ciegos le dicen que sí creen, Jesús toca sus ojos y éstos recuperan milagrosamente la vista. Además del milagro de curación corporal en sí, que demuestra su condición de ser el Hijo de Dios encarnado, la curación de los ciegos tiene una connotación espiritual: la ceguera representa al alma que no posee la gracia santificante y que por lo tanto no ve a Jesús como Redentor; el hecho de que los ciegos se dirijan a Jesús y le den un título mesiánico, “Hijo de David”, indica que han recibido ya la gracia que los acerca a Jesús; pero Jesús no les concede de inmediato la curación, sino que los pone a prueba, les pregunta si “creen en Él” y ellos le dicen que sí: esto significa que también el alma, que primero no cree en Jesús, pero luego recibe la gracia de creer en Él, debe hacer, de su parte, un acto de libertad, aceptando esa gracia y aceptando a Jesús como a Redentor. En otras palabras, el alma debe, libremente, reconocer que Jesús es el Salvador y que Él, Presente en la Eucaristía, es el mismo Jesús del Evangelio, el mismo Jesús que está glorioso y resucitado en los cielos y el mismo Jesús que ha de venir al fin de los tiempos, a juzgar el mundo.

“¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. También nosotros somos ciegos espirituales, desde el nacimiento, pero hemos recibido la gracia en el Bautismo sacramental, de creer en Jesús como Salvador y como Dios encarnado y también como los ciegos, tenemos necesidad de aceptar libremente a Jesús como a nuestro Salvador y Redentor personal. Por eso, también nosotros, como los ciegos del Evangelio, debemos acercarnos a Jesús Eucaristía, debemos postrarnos ante su Presencia y decirle: “¡Jesús Eucaristía, Dios Hijo encarnado, creo en Ti como Dios oculto en el Sacramento del altar, cura mi ceguera espiritual!”.

sábado, 28 de noviembre de 2020

“Jesús tomó los siete panes y los pescados, los multiplicó milagrosamente y la gente comió hasta saciarse”

 


“Jesús tomó los siete panes y los pescados, los multiplicó milagrosamente y la gente comió hasta saciarse” (Mt 15, 29-37). Con la multiplicación milagrosa de panes y peces, Jesús realiza un milagro que sólo Dios puede hacer; por lo tanto, es un milagro que convalida la auto-revelación de que Él es Dios. Es decir, si alguien se auto-proclama Dios, debe hacer una obra propia de Dios, para que sus palabras tengan credibilidad y es esto lo que hace Jesús: proclamarse como Dios y luego hacer un milagro que sólo Dios puede hacer. En caso contrario, si alguien se proclama Dios, pero es incapaz de hacer un milagro con la potencia divina, entonces ese tal es un farsante y es lo que sucede con los múltiples falsos cristos que han aparecido en nuestros días. En el caso de la multiplicación de panes y peces, es un milagro que sólo Dios puede hacer, porque sólo Dios tiene el poder suficiente para crear la materia de la nada: en este caso, crea los átomos y las moléculas materiales del pan y de los peces y como “crear” significa sacar de la nada, o dar el ser –participado- a quien antes no tenía el ser, es algo propio de Dios, entonces Jesús es Dios, tal y como Él lo afirma de sí mismo.

“Jesús tomó los siete panes y los pescados, los multiplicó milagrosamente y la gente comió hasta saciarse”. El milagro de la multiplicación de panes y peces, con todo lo asombroso que parece y es, en realidad, es casi nada en comparación con la Creación del universo, tanto visible –planetas, soles, galaxias, etc.- como invisible –creación de los ángeles-, obra que Cristo Dios, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, hizo en cuanto Dios al inicio de los tiempos. Si Dios creó los planetas y las estrellas y los ángeles, sacándolos de la nada, el crear los átomos y las moléculas materiales de panes y peces, es casi igual a nada. Sin embargo, son una muestra visible de que Cristo es Dios, según sus propias palabras.

“Jesús tomó los siete panes y los pescados, los multiplicó milagrosamente y la gente comió hasta saciarse”. Además de ser una confirmación de que Cristo es Dios, el milagro de la multiplicación de panes y peces tiene otro sentido, y es el anticipar otro milagro, infinitamente más grandioso que la multiplicación de panes y peces e incluso que la Creación del mundo entero, y es la conversión, por obra de Dios, del pan y del vino en el Cuerpo, Sangre, y Alma de Nuestro Señor Jesucristo: por la Santa Misa, por las palabras de la consagración, se multiplican en nuestros altares no pan material y peces sin vida, sino el Pan de Vida eterna y la Carne del Cordero, Jesús en la Eucaristía, que alimenta nuestras almas con la substancia divina. En cada Santa Misa asistimos, por lo tanto, a un milagro infinitamente más grandioso que la multiplicación de panes y peces y es la multiplicación, en cada Eucaristía, del Cuerpo Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo.

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”

 


“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven” (Lc 10, 21-24). ¿A qué dicha se refiere Jesús cuando dice que sus discípulos son “dichosos” por sus ojos ven lo que ven? Se refiere a la dicha de poder contemplarlo a Él, que es el Mesías, el Hijo Eterno del Padre, encarnado en una naturaleza humana, para nuestra salvación. Son dichosos sus ojos porque ven a Cristo Dios en Persona; porque ven, con sus ojos corporales, al Hijo de Dios humanado; porque ven a la Segunda Persona de la Trinidad hecha hombre, sin dejar de ser Dios, sin dejar de ser la Segunda Persona de la Trinidad. Los discípulos pueden considerarse verdaderamente dichosos porque ven, con los ojos del cuerpo, a Dios en Persona, que se ha encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; ven al Hijo del Padre Eterno con sus propios ojos y esta visión de Jesús, esta contemplación de Jesús, es algo reservado a los ángeles en el Cielo y ahora está al alcance de los discípulos, porque el mismo Hijo de Dios al que los ángeles contemplan extasiados en el Reino de Dios, es el mismo Dios Hijo que habla, camina, en medio de los hombres, en la tierra. Por todo esto los discípulos pueden considerarse dichosos, por ver al Dios Mesías, anunciado por los profetas, por ver a Dios Encarnado, el Dios Redentor en Persona, el Salvador de los hombres, anunciado por los profetas, al que profetas y reyes quisieron ver pero no pudieron: “Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”. Por todo esto, los discípulos de Jesús pueden considerarse “dichosos”, es decir, bienaventurados, felices, afortunados.

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”. Ahora bien, si los discípulos de Jesús fueron llamados “dichosos” por el mismo Jesús, porque lo vieron a Él, Dios Hijo, encarnado en una naturaleza humana, también a nosotros, los católicos, la Iglesia nos llama “dichosos”, porque podemos ver, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, al mismo Hijo de Dios encarnado, oculto en apariencia de pan. A nosotros, los católicos, nos pueden llamar “dichosos”, porque allí donde otros ven un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa, nosotros vemos a Cristo Dios, con su Humanidad Santísima, resucitada y gloriosa, oculta en la apariencia de pan. Por eso, parafraseando al Evangelio, la Santa Madre Iglesia nos dice a nosotros, los católicos: “Dichosos vosotros, porque ven, con la luz de la fe, a Cristo Dios oculto en la Eucaristía. Dichosos vosotros, porque muchos hombres de buena voluntad, pertenecientes a otras religiones, querrían ver lo que ustedes ven por la fe, y no lo ven. Dichosos ustedes, católicos, porque pueden ver, con la luz de la fe y los ojos del alma, a Cristo Dios en la Eucaristía”.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Adviento, tiempo de preparación para la Segunda Venida y para el Nacimiento en Navidad

 


(Domingo I - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

         La Iglesia inicia un nuevo año litúrgico, con un tiempo especial llamado “Adviento”, cuya duración comprende los primeros cuatro domingos antes de Navidad. ¿Qué significado tiene el Adviento? Para saberlo, debemos comenzar por la etimología de la palabra: “Adviento” viene del latín “ad-venio”, que quiere decir “venir, llegar”. Aquí tenemos una primera aproximación al significado de Adviento: es un tiempo de espera; la Iglesia espera a Alguien que llega. ¿Quién es ese “Alguien”? Es Nuestro Señor Jesucristo. Entonces, el Adviento es un tiempo en el que la Iglesia espera la Llegada del Señor. ¿De qué Llegada se trata? Se trata de una doble Llegada: de su Segunda Venida en la gloria y de su Nacimiento en Belén. Por esta razón, el Adviento “está dividido en dos partes: las primeras dos semanas sirven para meditar sobre la venida final del Señor, cuando ocurra el fin del mundo; mientras que las dos siguientes sirven para reflexionar concretamente sobre el nacimiento de Jesús y su irrupción en la historia del hombre en Navidad”[1]. En definitiva, el Adviento es un tiempo de preparación para la Venida del Señor: al fin de los tiempos y para Navidad. En las dos primeras semanas, meditamos sobre su Segunda Venida en la gloria, al fin del mundo; en las dos últimas semanas, meditamos en su Primera Venida en Belén. Ahora bien, no se trata sólo de meditar, sino de poner en práctica lo que meditamos, que es el prepararnos para el encuentro personal con el Señor que viene. Para esta doble Venida del Señor, la Iglesia nos pide que nos preparemos, para su encuentro personal, por medio del ayuno, la oración y la práctica de las obras de misericordia, de manera tal de que, cuando el Señor llegue, seamos capaces de entregarle nuestros talentos duplicados, como sucede en la parábola de los talentos.

         En Adviento, entonces, nos preparamos para encontrarnos personalmente con el Señor, en su Segunda Venida, y para participar, por medio del misterio de la liturgia, de su Primera Venida, en Navidad. Ahora bien, hay una “tercera venida”, intermedia entre la Primera y la Segunda y para esta también debemos estar preparados, con el alma gracia. Esta Tercera Venida o Venida Intermedia es la que realiza Nuestro Señor cada vez en la Santa Misa, al bajar de los cielos y quedarse en la Eucaristía, por medio de la consagración del pan y del vino. Para esta Venida también debemos prepararnos; toda Misa es una Llegada de Nuestro Señor, que baja del Cielo para quedarse en la Eucaristía y así ingresar a nuestros corazones. Toda Misa, por lo tanto, es un Adviento, una espera de su Llegada Eucarística, primero sobre el altar y luego en nuestros corazones y para eso debemos prepararnos, viviendo en gracia y esperándolo con el corazón lleno de gracia y de amor.

“Cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca”

 


“Cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca” (Lc 21, 29-33). Jesús nos da indicios para saber si el Reino de Dios –y también su Segunda Venida- está cerca: cuando veamos que “suceden todas estas cosas”. ¿Qué cosas? La conmoción de los astros –“Hasta las estrellas del cielo se moverán”-; la conmoción del mundo tal como lo conocemos –terremotos, guerras, hambrunas, pestes-; las tribulaciones que habrán de padecer los que se mantengan fieles a la Verdadera Fe Católica –no olvidemos que en los tiempos previos a su Segunda Venida reinará el Anticristo, el cual establecerá de forma obligatoria una nueva religión, la religión del Anticristo, una religión fundamentalmente sincretista, ocultista y esotérica- y, finalmente, las persecuciones, o más bien, la Última Gran Persecución a la Iglesia Católica, que precederá a la Llegada en la gloria del Señor.

“Cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca”. A lo largo de la historia y en diversos tiempos de la humanidad, muchos han pretendido ver el Anticristo en diversas figuras –como por ejemplo, Hitler, Stalin, Mao Tsé Tung, etc.-; sin embargo, ninguno de estos era el Anticristo, el cual todavía no ha hecho su aparición en la tierra. Siguiendo al Evangelio, sabremos que el Reino de Dios y la Segunda Venida de Jesucristo estarán muy próximas, cuando el Anticristo no sólo se manifieste, sino que empiece a reinar en la tierra, con su reinado de tinieblas, confusión y error. Cuando esto suceda, “levantemos la cabeza, porque nuestra liberación se acerca”. En otras palabras, cuando reine el Anticristo, aun en medio de las tribulaciones y angustias de las persecuciones, debemos estar serenos y alegres, porque se acerca el Reinado de Cristo en la eternidad.

viernes, 20 de noviembre de 2020

“Verán venir al Hijo del hombre con gran poder y majestad”

 


“Verán venir al Hijo del hombre con gran poder y majestad” (Lc 21, 20-28). En este pasaje, Jesús profetiza acerca de dos eventos que sucederán en diversos tiempos: uno, cercano en el tiempo, la destrucción de Jerusalén, como consecuencia de su rechazo al Mesías, destrucción que sucedió efectivamente en el año 70 de la Era Cristiana al ser arrasada la Ciudad Santa por las tropas romanas, cumpliéndose así las palabras de Jesús: “Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que está próxima su destrucción”; el otro suceso del cual habla Jesús, es el de su Segunda Venida en la gloria: a esto se refiere cuando Jesús habla de “huir a las montañas” y de que habrá “señales prodigiosas en el sol, la luna y en las estrellas”; también, antes de su Segunda Venida, puesto que reinará el Anticristo, dice Jesús, “la gente morirá de terror y angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo”; incluso el universo material se sacudirá: “hasta las estrellas se bambolearán”. Cuando todo esto suceda -los días serán “días de castigo para que se cumpla todo lo que está escrito”-, todo el mundo verá “al Hijo del hombre venir en una nube del cielo, con gran poder y majestad”.

Lo interesante de las dos profecías es que, entre otras cosas, las calamidades que se abaten, sobre Jerusalén primero y sobre el mundo entero después, son “castigo de Dios”, por la perversión espiritual del hombre, que consiste en rechazar a Cristo y adorar al Anticristo. En efecto, cuando habla de la destrucción de Jerusalén, Jesús dice: “esos días serán de castigo”; cuando habla de los eventos catastróficos antes de su Segunda Venida, también habla de castigo divino: “el castigo de Dios se descargará contra este pueblo”, es decir, sobre la humanidad entera.

Reinado del Anticristo, calamidades, guerras, pestes, hambruna generalizada: todo esto sucederá en los días previos a la Segunda Venida de Jesús. La cantidad y cualidad de las tribulaciones hace suponer que el cristiano debe afligirse, pero Jesús nos lleva a tener una actitud, no de miedo, sino de “atención” y de secreta alegría, porque esto significará que “se acerca la hora de la liberación”, es decir, el cristiano debe estar alegre y sereno en los días del Anticristo, porque cada día que pase de su reinado, es un día  menos que separa al cristiano de la Segunda Venida en la gloria del Hombre-Dios Jesucristo.

jueves, 19 de noviembre de 2020

“Serán odiados por causa mía”

 


“Serán odiados por causa mía” (Lc 21, 12-19). En este Evangelio, Jesús profetiza cómo será la vida de los cristianos en los tiempos previos a su Segunda Venida: serán perseguidos y apresados; serán llevados a tribunales y encarcelados; se los hará comparecer ante reyes y gobernantes; serán traicionados por sus parientes más cercanos; serán odiados por causa de Jesús. Todo esto habrán de sufrir los cristianos y estos sufrimientos se harán más intensos y agudos cuanto más cerca esté la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo. Hay algo que se debe destacar en esta situación de persecución y es la asistencia del Espíritu Santo a quienes sean perseguidos por causa de Jesús. En efecto, el mismo Jesús lo dice: “No tienen que preparar de antemano su defensa, porque Yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes”. Es decir, quien sea perseguido por causa de Cristo, no debe ponerse a pensar en qué es lo que va a argumentar, cuando sea llevado delante de reyes y gobernantes, porque será Jesús en Persona y el Espíritu Santo quienes hablarán por sus bocas. Por esta razón es que las palabras de los mártires pueden ser consideradas, en sentido amplio, “palabra de Dios”, en el sentido en el que lo dice Jesús, esto es, que será Él quien inspirará lo que deban decir en los momentos previos a su ejecución.

“Serán odiados por causa mía”. En la última persecución, en momentos en que se desencadene la suprema tribulación, los cristianos que se mantengan firmes en la fe en Jesucristo, recibirán el odio del mundo, porque el mundo está bajo el gobierno del Príncipe de las tinieblas y es este quien infunde su espíritu anti-cristiano al mundo, un espíritu de aversión, rechazo y odio contra Dios y su Cristo. Ahora bien, la historia demuestra que han existido diversas persecuciones a lo largo de los siglos, incluso desde los primeros tiempos del cristianismo, por lo que la persecución es una nota característica no sólo de la Iglesia de los últimos tiempos, sino de la Iglesia de todos los tiempos.

“Serán odiados por causa mía”. El odio del mundo y la persecución contra el Nombre de Cristo y todo lo que él representa, es una señal de que el cristiano está por el buen camino, porque está asistido por el Espíritu de Dios. Y aun cuando el mundo desencadene toda su furia contra la Iglesia de Dios y contra los cristianos, estos, aunque mueran, vivirán, porque morirán para la vida terrena, pero nacerán para la Vida eterna. Esto quiere significar Jesús cuando dice: “Ni un cabello de su cabeza perecerá”. No tengamos miedo, por lo tanto, de dar testimonio de Cristo Dios ante el mundo, pues es Él en Persona quien nos protege de todo mal. Es en nuestros tiempos, caracterizados por la apostasía masiva, el materialismo, el ateísmo y el ocultismo, cuando más se necesita el luminoso testimonio de vida de santidad de los cristianos.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Solemnidad de Cristo Rey - Ciclo A - 2020

 


(Solemnidad de Cristo Rey - TO - Ciclo A – 2020)

         “Cuando venga el Hijo del hombre (…) apartará a los buenos de los malos” (cfr. Mt 25, 31-46). La manifestación universal de Jesucristo como Rey al final de los tiempos, es directamente proporcional a la negación que de su condición divina hacen los hombres en la actualidad: en otras palabras, así como los hombres -naciones enteras- niegan hoy a Jesucristo como Rey -tanto en la teoría como en la práctica-, así, en el Último Día, toda la humanidad, tanto creyentes como no creyentes, lo reconocerá como Rey de cielos y tierra. Como demostración de que Él es Rey de la humanidad, Jesús anuncia proféticamente dos cosas: que Él ha de venir a juzgar a la Humanidad en el Día del Juicio Final, y que como consecuencia de ese juicio, unos serán destinados al Reino de Dios, en donde la felicidad y la alegría serán eternas, mientras que otros serán destinados a la eterna condenación en el Infierno, en donde el dolor y el llanto serán también eternos. Cristo, que es Dios y en cuanto tal, Rey de la humanidad -Él la creó, la redimió con su Sangre y la santificó con su espíritu, el Espíritu Santo-, ha de venir al fin del tiempo para juzgar a los hombres, concediéndoles a unos la vida eterna en el Cielo y a otros, enviándolos a la eterna condenación en el Infierno. En la magnífica pintura del Juicio Final en la Capilla Sixtina, Miguel Ángel retrata a Jesucristo no como Jesús Misericordioso, con expresión amable y dulce: lo retrata como Rey y como Justo Juez, con el Rostro serio, adusto, dirigiendo la mirada hacia el grupo de condenados, al tiempo que levanta la mano para acompañar con su gesto las palabras que pronunciará a los condenados: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". A su vez, la Virgen está retratada al lado de Jesús, un poco más abajo, dirigiendo la mirada no hacia los condenados, sino hacia los que se salvan, significando con esto que si Jesús es Rey, la Virgen es Reina de los bienaventurados.

         ¿Qué es lo que hará que unos sean colocados a la derecha y otros a la izquierda de Dios? La práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales, tal como las enseña y recomienda la Iglesia. Es decir, lo que decidirá si vamos al Cielo o al Infierno, es la práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales. Llegados a este punto, hay que decir que una obra de misericordia es algo absolutamente distinto a una obra filantrópica: en la obra de misericordia, se supone que el que obra lo hace en estado de gracia, es decir, obra en Cristo, por Cristo y para Cristo; en la orba filantrópica, el hombre obra movido sólo por su voluntad humana, sin la gracia y por lo tanto, no son obras meritorias para ganar la vida eterna.

Que el obrar la misericordia sobre el prójimo sea lo que determine el destino eterno, es algo que se desprende de las palabras de Jesús: los que se salven serán los que obrarán la misericordia porque verán a Cristo en el prójimo y así, toda obra sobre el prójimo será una obra hecha a Cristo, que Él recompensará con la vida eterna; los que condenen serán, por el contrario, quienes no vieron a Cristo en el prójimo y no obraron en favor del prójimo. Que Jesús esté Presente, misteriosamente, en el prójimo, se desprende de sus palabras, como lo dijimos: “Cuando (obraron la misericordia) con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” y también “Cuando (no obraron la misericordia), conmigo no lo hicieron”.

“Cuando venga el Hijo del hombre (…) apartará a los buenos de los malos”. Una vez más, Jesús deja nuestro destino eterno en nuestras manos: luego de poseer la gracia, el cristiano, si quiere ganar el Cielo, debe obrar la misericordia, con obras corporales y espirituales, para con su prójimo; quien no quiera ser misericordioso, no obtendrá misericordia y se condenará, también como lo dice Jesús: “(Los que no obraron la misericordia) irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna”. Dice un Padre del desierto, Abbá Antonio: “La vida y la muerte (eternas) dependen de nuestro prójimo. En efecto, si nosotros ganamos a nuestro hermano, ganamos a Dios; pero si escandalizamos a nuestro hermano, pecamos contra Cristo”[1]. Entonces, si amamos a Cristo y si queremos ser contados a su derecha en el Día del Juicio Final, hagamos el propósito de vivir en gracia y de obrar la misericordia, corporal y espiritual, según nuestro deber de estado.



[1] Cfr. Apotegmas de los Padres del desierto, Editorial Lumen, Buenos Aires 1979, 37.

 

 

jueves, 12 de noviembre de 2020

“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones”

 


“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones” (cfr. Lc 19, 45-48). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, acusándolos de haber convertido “Su” casa, en “cueva de ladrones”. Si observamos bien, no se trata de un exceso de celo por parte de un profeta o un hombre de bien, que ante la conversión del Templo en una feria, reacciona con exceso. De ninguna manera es un hombre santo el que expulsa a los mercaderes del Templo: es Dios en Persona quien lo hace y esto se deduce de las palabras de Jesús: “Mi Casa”. Es decir, Jesús no dice que el Templo sea la Casa de Dios, sino que, al citar la Escritura, se la aplica a Sí mismo y por eso lo que dice es que el Templo es “Su Casa”, porque Él es el Dueño del Templo de Dios, porque Jesús Es Dios. Entonces, en la expulsión de los mercaderes, no sólo hay una afirmación de que el Templo de Dios es Casa de oración y no de comercio, sino que hay una afirmación, implícita, de parte de Jesús, de que Él es Dios en Persona; de otro modo, no habría dicho “Mi Casa”, sino que habría dicho “la Casa de Dios”.

Los sacerdotes y escribas, habían permitido que los mercaderes se apoderaran del Templo y lo convirtieran en un mercado, en donde se vendían animales y se intercambiaban mercaderías y dinero. Al expulsarlos, Jesús devuelve, al Templo, su función única y original, que es la de ser “Casa de oración”.

Otro elemento que debemos ver en esta escena del Evangelio, es que está representada, en el Templo convertido en mercado, el alma con sus pasiones: en efecto, el alma ha sido creada para ser convertida, por el Bautismo, en Templo del Espíritu Santo, pero cuando el alma vive en pecado, el alma deja de cumplir su función de ser Templo del Espíritu Santo, para ser refugio de demonios, desde el momento en que no pueden convivir, en el alma, la santidad de Dios, con la malicia del pecado. Y sin la Presencia de Dios por la gracia, el alma se convierte en refugio de demonios y es dominada por las pasiones, simbolizadas estas por las bestias irracionales –lujuria- , por los cambistas de dinero –avaricia- y por los vendedores de mercancía –apego  a los bienes terrenales-.

“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones”. No permitamos que nuestra alma, convertida en Templo de Dios por el Bautismo, se convierta en “cueva de ladrones” y refugio de demonios; para ello, hagamos el propósito de evitar el pecado y de vivir en gracia de Dios.

“Jesús llora por Jerusalén”

 


“Jesús llora por Jerusalén” (Lc 19, 41-44). Jesús llora por Jerusalén y la causa de su llanto es que Jesús ve, anticipadamente, con su Sabiduría Divina, lo que le va a suceder a Jerusalén: la Ciudad Santa lo rechazará como a su Mesías, lo juzgará y lo condenará injustamente, y lo hará morir en Cruz, expulsándolo de sí misma; con este rechazo de Jesús, Jerusalén sella su destino de muerte, porque sin Dios, que es la Vida Increada, sólo hay llanto, dolor y muerte y eso es lo que efectivamente sucedió: en el año 70 d. C., Jerusalén fue arrasada hasta los cimientos por las tropas romanas y así se quedó sin templo y sin sacrificio, hasta el día de hoy.

Es importante la historia de Jerusalén, porque en ella está prefigurada el alma: cuando Jerusalén recibe a Jesús con hosannas y cantos de alegría el Domingo de Ramos, está prefigurada el alma en gracia, que abre las puertas de su corazón a Jesús, reconociéndolo como a su Mesías y Salvador; cuando Jerusalén expulsa a Jesús, con la Cruz a cuestas el Viernes Santo, significa el alma que está en pecado mortal y que por el pecado, expulsa a Jesús de su corazón; la ruina de Jerusalén, por último, es la ruina del alma en pecado, del alma sin Jesús y su gracia y el llanto de Jesús es el llanto de un Dios que llora porque uno de sus hijos decide apartarse libre y voluntariamente de Él, condenándose eternamente.

“Jesús llora por Jerusalén”. También nosotros somos como Jerusalén, la Ciudad Santa, cuando estamos en gracia; hagamos, por lo tanto, el propósito de permanecer en gracia, aun a costa de la vida terrena, para no ser causa del llanto de Jesús.

“El Reino de Dios es como un hombre que dio monedas a sus sirvientes para que las trabajen”

 


“El Reino de Dios es como un hombre que dio monedas a sus sirvientes para que las trabajen” (cfr. Lc 19, 11-28). Para comprender esta parábola, debemos reemplazar a sus elementos terrenos y naturales por los elementos celestiales y sobrenaturales. Así, el hombre que viaja es Nuestro Señor Jesucristo, que cumple su misterio pascual de muerte y resurrección; las monedas que entrega a sus sirvientes, son los talentos, naturales y sobrenaturales, que cada persona recibe en esta vida, comenzando por el ser y siguiendo luego por el Bautismo y todos los sacramentos; el encargo de hacerlas producir, es la tarea que cada cristiano debe realizar en esta vida, para ganar la vida eterna, es decir, para ganar la vida eterna hay que hacer fructificar los dones recibidos, en actos de salvación eterna, actos realizados en estado de gracia; los servidores que hicieron fructificar sus dones, son los justos y santos, que pusieron sus dones y talentos al servicio del Hijo de Dios y su Iglesia y así se ganaron el Reino de los cielos; el servidor que no hizo fructificar sus talentos, es el cristiano que abandonó la Iglesia, dejando por lo tanto a sus talentos sin hacerlos fructificar y perdiendo, por lo tanto, la vida eterna; el regreso del hombre que vuelve de su viaje, es la Segunda Venida en la gloria de Jesús y el pedido de cuentas es el Día del Juicio Final.

“El Reino de Dios es como un hombre que dio monedas a sus sirvientes para que las trabajen”. Todos hemos recibido distintos dones, talentos y gracias: de nosotros depende que las hagamos fructificar o no, es decir, de nosotros depende que ganemos la vida eterna, o no.

“Zaqueo, hoy tengo que hospedarme en tu casa”

 


“Zaqueo, hoy tengo que hospedarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Al entrar en Jericó, Jesús ve a Zaqueo, que se ha subido a un sicómoro para poder verlo, y le dice que quiere “hospedarse en su casa”. Zaqueo, que era un pecador, se baja del sicómoro y hace ingresar a Jesús en su casa, “recibiéndolo muy contento”, según el Evangelio. Luego de que Jesús ingresara en su casa, Zaqueo, poniéndose de pie, afirma que “dará  a los pobres la mitad de sus bienes” y que “devolverá cuatro veces más” a alguien que hubiera podido defraudar. Como consecuencia de sus palabras, Jesús se alegra y dice: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido”.

El episodio de Jesús y Zaqueo, un episodio real, es al mismo tiempo, una prefiguración de lo que sucede entre Jesús y el alma cuando ésta recibe la gracia de la conversión: cuando esto sucede, el alma es iluminada acerca de la Persona Divina de Jesús y de la necesidad que tiene de Jesús para ser salvada de la eterna condenación, del pecado y de la muerte; en consecuencia, el alma, vuelta ya a Jesús por la gracia de la conversión, abre las puertas de su corazón a Jesús, para que Él ingrese en el alma; como consecuencia del ingreso de Jesús en el corazón del hombre, éste se convierte y decide dejar de lado el hombre viejo, figurado en el don de la mitad de sus bienes a los pobres y en el propósito de devolver cuatro veces más a quien hubiera defraudado. Entonces, en el episodio de Zaqueo, está prefigurada la conversión del alma que, por la gracia, recibe a Jesús y se convierte, abandonando al hombre viejo y comenzando a vivir la vida de la gracia.

“Zaqueo, hoy tengo que hospedarme en tu casa”. Cada vez que comulgamos, hacemos ingresar a Jesús en nuestra casa, es decir, en nuestra alma: le pidamos a Jesús que nos conceda la gracia de la conversión, igual que sucedió con Zaqueo.

“El día que se manifieste el Hijo del hombre”


 

“El día que se manifieste el Hijo del hombre” (Lc 17, 26-37). Jesús habla acerca de su Segunda Venida en la gloria, en el Día del Juicio Final. Para ayudar a sus oyentes a comprender cómo serán los días previos a su Segunda Venida, trae a la memoria cómo eran los días en tiempos de Noé, antes del Diluvio Universal, y cómo eran los días en tiempos de Lot, antes de que lloviera “fuego y azufre del cielo”: eran días de aparente normalidad, visto desde el punto de vista humano, puesto que todos “comían y bebían, se casaban hombres y mujeres” y también “compraban y vendían, sembraban y construían”. Sin embargo, esta aparente “normalidad” era sólo humana y superficial, pues en esos días, tanto en los días previos al Diluvio como en los días previos a la lluvia de fuego y azufre en Sodoma y Gomorra, la situación espiritual de la humanidad era de absoluta obscuridad, pues vivían en el pecado. De hecho, ésa es la razón –el vivir en pecado- que motiva la ira de Dios, que se desencadena como agua y como fuego.

Entonces, así como en los días de Noé y de Lot, así serán los días previos a la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo: humanamente, todo parecerá “normal”, porque las gentes comprarán y  venderán, sembrarán y construirán, se casarán, comerán y beberán, pero no será normal desde el punto de vista espiritual, porque serán días de inmensa oscuridad espiritual, ya que la Verdadera Religión, la Religión de Dios Uno y Trino, la Religión Católica, habrá sido reemplazada por la Religión del Anticristo, la Nueva Era, religión sincretista y pagana, ocultista, esotérica y satánica. Serán los días del Reinado del Anticristo, porque antes que venga el Señor en la gloria, deberá reinar el Anticristo.

Por último, los discípulos le preguntan a Jesús por el lugar en donde ocurrirá esto, pero Jesús no responde en qué lugar concreto, sino que da una respuesta enigmática: “Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres”. ¿A qué cadáver se refiere Jesús? Se refiere a un cadáver espiritual, a un hombre privado de la gracia de Dios, el Anticristo, poseído por Satanás y al servicio suyo y los buitres, serán los hombres malvados como él, que estarán a su lado así como los buitres están alrededor de un cadáver. Ésa será la señal de que la Segunda Venida del Hijo del hombre está próxima.

“Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres”, dice la Escritura; nosotros podemos parafrasearla y decir: Donde esté el Cuerpo Sacrosanto de Jesús resucitado, allí se reúnen las águilas”. Nosotros estamos llamados a postrarnos ante Cristo Eucaristía, que es Sol de justicia; no estamos llamados a ser buitres, sino águilas, que se eleven hacia ese Sol de justicia que es Jesús Eucaristía. Postrémonos en adoración ante su Presencia Eucarística y esperemos así su Segunda Venida en la gloria.

 

 

sábado, 7 de noviembre de 2020

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas”


 

(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas” (Mt 25, 14-15. 19-21). Como todas las parábolas de Jesús, la parábola de los talentos se entiende cuando se reemplazan sus elementos naturales por los elementos sobrenaturales; sólo de esta manera, se entiende su inserción en el misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo. Así, el “hombre que sale de viaje a tierras lejanas” es Nuestro Señor Jesucristo que, luego de morir en la Cruz, resucita al tercer día, asciende a los cielos y “espera” -para luego regresar por Segunda Vez- hasta que sea el Día del Juicio Final, en el que vendrá a juzgar a toda la humanidad; los “servidores de confianza” son los bautizados; los bienes o talentos que entrega a sus servidores, son los bienes, tanto naturales como sobrenaturales, que Dios da a cada bautizado: por ejemplo, los bienes naturales son el ser, la vida, la existencia, la inteligencia, la voluntad, etc.; los bienes sobrenaturales son el Bautismo sacramental, la Primera Comunión, la Confirmación, las Confesiones sacramentales, etc.; el regreso del hombre y el pedido de cuentas a sus servidores es la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo y el juzgamiento a toda la humanidad y a cada persona en particular: cuando tenga lugar el Juicio Final, Jesús pedirá cuentas a cada uno de aquello que recibió: el ser, la vida, la memoria, la inteligencia, el Bautismo, etc., y de acuerdo a cómo hayan sido usados estos bienes o talentos, así será la recompensa; la recompensa para los dos primeros, que hicieron fructificar sus talentos por medio de una vida de santidad, es el Reino de los cielos; en cuanto al tercero, que recibió un talento pero no lo hizo fructificar sino que lo enterró, representa al alma que recibió el don del Bautismo, pero no vivió como bautizado, es decir, como hijo de Dios, sino que vivió mundanamente, como hijo de las tinieblas: el castigo a este servidor perezoso es la eterna condenación, aunque en realidad no es un castigo, sino el concederle a esa persona lo que esa persona quiso para su vida, es decir, el pecado. Esto es lo que significa: “llanto y rechinar de dientes”: la eterna condenación, que es la paga que recibe quien en vida terrena enterró sus talentos, es decir, no vivió como hijo de Dios, como hijo de la Luz, sino como hijo de las tinieblas.

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas”. Esta parábola debe ser leída y entendida a los pies de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, y también de rodillas ante el sagrario: sólo así nos daremos cuenta que se trata, en realidad, de un llamado personal, a cada alma, para que se prepare para el encuentro con el Rey de cielos y tierra, Cristo Dios, haciendo fructificar en frutos de santidad los talentos que recibió.

 

jueves, 5 de noviembre de 2020

“Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”

 


“Jesús, maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17, 11-19). Diez leprosos se acercan  a Jesús y le piden que “tenga compasión” de ellos y los cure: con toda seguridad, han oído hablar de sus milagros y por eso acuden a Jesús, sabiendo que tiene el poder de hacerlo. Jesús no los cura inmediatamente, sino cuando los leprosos se dirigen al templo para presentarse ante los sacerdotes. En el camino, los diez se dan cuenta de que han sido curados, pero sólo uno vuelve para dar gracias, postrándose ante Jesús como signo de adoración y agradecimiento. La ingratitud de los otro nueve leprosos motiva la queja de Jesús: “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?”.

La escena se comprende mejor todavía cuando observamos que la lepra representa al pecado y por lo tanto, los leprosos, representan a los pecadores. En otras palabras, en los leprosos estamos prefigurados nosotros, que somos pecadores. Jesús ha obrado con nosotros innumerables milagros, comenzando por el milagro de quitarnos el pecado original a través del Bautismo sacramental. Sólo por ese milagro, deberíamos postrarnos ante Jesús Sacramentado todos los días de nuestra vida, en acción de gracias y en adoración. Debemos preguntarnos si reconocemos los innumerables dones, milagros y gracias que Jesús nos concede todos los días y debemos plantearnos cómo obramos en relación a Jesús: si nos postramos en acción de gracias y adoración ante su Presencia Eucarística –así como se postró ante su Humanidad santísima el samaritano curado- o si en cambio somos como los leprosos que, una vez curados, se olvidan de Jesús.

“Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”

 


“Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 7-10). Para comprender la enseñanza de Jesús, debemos saber cuál es su significado de la misma al interno de su misterio pascual de muerte y resurrección. Así, el dueño del campo que al regresar le ordena a su servidor que le prepare la cena, es Él, el Hijo de Dios, que ha de regresar, sea en el momento de nuestra muerte terrenal, o en el Día del Juicio Final y nos pedirá cuentas de lo que hemos hecho; el servidor, que debe mostrarse obediente frente a su señor, es el alma del bautizado, que ha sido creada para amar a Dios, para servirlo y adorarlo, y no para otra cosa. Somos siervos de Dios; hemos sido creados por Él y para Él y por eso no podemos  tener otra ley que la Ley Divina, los Diez Mandamientos y guardarlos, cumplirlos. Es decir, cuando se produzca el encuentro entre el alma y Jesús, Nuestro Dios y Señor, Jesús nos pedirá cuentas de lo que hayamos obrado, pero sólo si hemos obrado la misericordia y observado y cumplido los Diez Mandamientos, sólo entonces podremos decir: “Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Tenemos una obligación de amor para con Dios, porque Él, por amor, nos rescató del pecado, nos libró de la muerte eterna y nos abrió las puertas del Reino de los cielos, adoptándonos como hijos en el Bautismo. El cumplir los Mandamientos de Dios –los Diez Mandamientos- y los de Cristo –cargar la cruz de cada día y seguir en pos de Él- no son para nosotros un objeto de elección: es nuestra obligación espiritual y moral, porque tenemos una deuda infinita de amor para con Dios y sólo así la podemos saldar, obrando como cristianos, como hijos de Dios.

“Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Podemos considerarnos afortunados por haber recibido el Bautismo y haber sido convertidos en hijos de Dios: obremos como corresponde a los hijos de Dios, carguemos nuestra cruz de cada día, sigamos a Jesús por el Camino del Calvario, vivamos en gracia, obremos la misericordia, y así, luego de “haber hecho lo que teníamos que hacer”, obtendremos un premio inmerecido, el Reino de los cielos.

domingo, 1 de noviembre de 2020

“El Reino de los cielos se parece a diez vírgenes necias y prudentes”

 


"Parábola de las vírgenes necias y prudentes"
(Peter von Cornelius)

(Domingo XXXII - TO - Ciclo A – 2020)

          “El Reino de los cielos se parece a diez vírgenes necias y prudentes” (Mt 25, 1-13). Para comprender mejor la parábola, debemos reemplazar sus elementos naturales, por los elementos sobrenaturales, es decir, debemos saber a quiénes representan, en el mundo espiritual, los integrantes de la parábola; sólo de esta manera, comprenderemos la parábola y su inserción en el misterio pascual de muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

          El esposo, que llega a medianoche, es Nuestro Señor Jesucristo, el Esposo por antonomasia, ya que siendo Dios Hijo, se unió a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth en el seno virgen de María Santísima; la medianoche representa el fin del tiempo y de la historia humana: es el Día del Juicio Final, el Día en el que desaparecerán los cielos y la tierra que conocemos, para dar paso a la vida eterna; la noche simboliza el estado espiritual de la humanidad en general, en los días previos a la Segunda Venida en la gloria de Jesucristo: serán días de mucha oscuridad espiritual, puesto que para ese entonces se habrá implantado a la religión del Anticristo, la Nueva Era, religión pagana, gnóstica y esotérica, como religión única mundial; la llegada del esposo representa la Segunda Venida en la gloria del Hijo de Dios, quien llegará para poner fin a esta falsa religión, para apresar para siempre en el Infierno al Demonio, a la Bestia, al Anticristo y al Falso Profeta y para juzgar a la humanidad, destinando a unos al Cielo y a los impenitentes al Infierno.

          ¿Qué simbolizan las vírgenes con sus lámparas? Las vírgenes, en sí mismas, representan o simbolizan al alma humana; las vírgenes con sus lámparas llenas de aceite, simbolizan a las almas que tienen consigo la gracia y por eso están iluminadas por la luz de la verdadera fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor del mundo: en otras palabras, las vírgenes prudentes son los católicos que profesan la Verdadera Fe Católica; las vírgenes con lámparas pero sin aceite suficiente, son las almas que no están en gracia y que han perdido la luz de la fe, por lo que vagan en la oscuridad de la religiosidad del Anticristo, la Nueva Era: son los católicos que, habiendo perdido la fe en Jesús Eucaristía y en la Virgen como Madre de Dios, profesan una fe sincretista, vacía de su contenido cristológico y mariano y contaminada con toda clase de espiritualidades orientales, gnósticas, ocultistas y esotéricas; las vírgenes prudentes, los que profesan la Verdadera Fe en el Hombre-Dios Jesucristo, son las almas que ingresarán en el salón nupcial de fiestas, el Reino de Dios, al término del Juicio Final; las vírgenes sin aceite y que viven en la oscuridad, son las almas que, profesando la religión del Anticristo, permanecerán fuera del luminoso salón del Reino de Dios, en las tinieblas y penumbras exteriores, en donde habrá “llanto y rechinar de dientes”, pues se trata de la eterna condenación en el Infierno. Es decir, estas almas no sólo quedarán fuera del Reino, sino que serán precipitadas -junto con el Demonio, la Bestia, el Falso Profeta y el Anticristo- a las profundidades del Infierno eterno.

          La aparente falta de caridad de las vírgenes prudentes hacia las necias -estas últimas les piden aceite para sus lámparas, pero las prudentes se niegan a compartir el aceite-, no es tal, ya que significa que la salvación es personal y no comunitaria, es decir, el permanecer en estado de gracia, el vivir la Verdadera Fe y el obrar la misericordia hasta el final de la vida, es una cuestión de actos personales, propios de la persona, que en cuanto tal, no pueden ser compartidos, ya que dependen de la libertad de cada persona.

          “El Reino de los cielos se parece a diez vírgenes necias y a diez prudentes”. ¿De qué lado estaremos, cuando los ángeles de Dios, haciendo sonar sus trompetas, anuncien a la humanidad el fin de los tiempos y la Segunda Venida en la gloria del Mesías? ¿Seremos como las vírgenes necias, en quienes no se encontró ni fe, ni esperanza, ni caridad, porque no tenían la gracia de Dios y por eso fueron dejadas fuera del salón de fiestas del Reino? ¿O seremos como las vírgenes prudentes que, ante la improvisa Llegada del Esposo, fueron consideradas dignas de entrar en el Reino de Dios, porque en sus almas inhabitaba la gracia y con ella la luz de la fe y las obras de misericordia? De nuestra libertad, de nuestro libre albedrío, dependerá que nos encontremos a la izquierda o a la derecha del Hombre-Dios el Día de la Ira de Dios.

 

 

“Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz”

 


         “Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz” (cfr. Lc 16, 1-8). ¿Por qué Jesús alaba al administrador infiel? En realidad, lo que Jesús alaba no es al administrador infiel ni a su infidelidad, sino a su astucia. Es decir, en esta parábola debemos estar bien atentos a su estructura, desarrollo y desenlace, para no equivocarnos en lo que Jesús nos quiere enseñar. Como decíamos, Jesús no alaba ni al administrador infiel, ni a su infidelidad –esto sería alabar el mal, lo cual no es compatible con la santidad y sabiduría de Jesús-, sino que alaba su astucia, empleada para granjearse amigos para cuando sea despedido a causa de su mala administración. Es por esta astucia, que el administrador infiel se granjea amigos para cuando sea despedido por su amo, como consecuencia de haber sido sorprendido in fraganti en su mala administración.

         “Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz”. El mal nunca es ejemplo de nada, pero en este caso, no debemos aprender del mal –la infidelidad y mala administración del administrador infiel-, sino de su astucia, la cual, si es usada bien, es una buena cualidad. En el administrador infiel debemos vernos nosotros, que no sabemos administrar correctamente el mayor bien que nos confía Dios y es la gracia santificante, puesto que con frecuencia, preferimos el pecado antes que la gracia. Seamos astutos como el administrador infiel y hagámonos de amigos que nos ayuden para cuando seamos despedidos, es decir, para cuando salgamos de esta vida terrena e ingresemos en la vida eterna: obremos la misericordia con nuestros prójimos, que así rezarán por nosotros y ofrezcamos oraciones, sufragios, ayunos, oraciones y penitencias por las Benditas Almas del Purgatorio, tanto cuanto seamos capaces, para que ellas intercedan por nosotros en la hora de nuestra muerte y así podamos entrar en el Reino de los cielos.

“Los ángeles de Dios se alegran por un solo pecador que se arrepiente”

 


“Los ángeles de Dios se alegran por un solo pecador que se arrepiente” (Lc 15, 1-10). Los fariseos y los escribas, al ver que Jesús era escuchado por publicanos y pecadores, murmuran entre sí y dicen: “Este recibe a los pecadores y come con ellos”. Esta murmuración, percibida por Jesús, da ocasión para que el Señor relate dos parábolas, la del pastor que encuentra a la oveja perdida y la de la mujer que encuentra la dracma perdida. En ambas parábolas, hay coincidencias: algo de valor se pierde, el dueño lo busca, lo encuentra y se alegra por haberlo encontrado. El significado es el siguiente: lo que se pierde es el hombre que, creado por Dios a su imagen y semejanza para amarlo, servirlo y adorarlo, se pierde por el pecado y en vez de buscar su felicidad en Dios, la busca en el mundo y en el pecado; el que busca, en las parábolas, es el Hijo de Dios, quien baja desde el Cielo y se encarna en el seno de María Santísima, para ofrendarse como Víctima Inmolada en la Cruz y así rescatar al hombre perdido. La alegría que experimentan los ángeles es también la alegría que experimenta Dios Hijo al ver que el fruto de su Sangre derramada en la Cruz es la conversión del alma, que deja de buscar su consuelo y felicidad en las cosas de la tierra, para buscarla en el Reino de los cielos. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”.

El pecado no es nunca causa de alegría, pero un pecador que se convierte, es decir, que deja el pecado para buscar su alegría y consuelo en Cristo Dios y su Reino, sí es causa de alegría. Hagamos el propósito de dejar el pecado  y las cosas de la tierra y de convertir nuestro corazón, es decir, de alegrarnos por Dios y buscar su gracia, que es el anticipo del Cielo en la tierra y así se alegrarán los ángeles del Cielo por nuestra conversión.