Mostrando entradas con la etiqueta justos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta justos. Mostrar todas las entradas

martes, 6 de septiembre de 2022

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión”


 

(Domingo XXIV - TO - Ciclo C – 2022)

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión” (Lc 1. 10). Jesús afirma que en el cielo, Dios Uno y Trino, la Virgen, los santos y los ángeles, se alegran más por un pecador que en la tierra se convierte de su pecado y comienza el camino de la conversión, que por los justos que, ya convertidos, han iniciado hace tiempo ese camino.

Esto nos lleva a preguntarnos por la conversión y si es que la necesitamos, para saber en qué lado de la parábola de Jesús nos encontramos. Ante todo, hay que decir que la conversión es una conversión eucarística; esto quiere decir que el alma necesita la conversión y para graficar la conversión, podemos tomar la imagen del girasol: el girasol, de noche, tiene su corola inclinada hacia la tierra y sus pétalos plegados sobre la corola; cuando comienza a amanecer, cuando la Estrella de la mañana hace su aparición en el cielo, anunciando la salida del sol y el comienzo de un nuevo día, el girasol comienza un movimiento en el que, girando sobre sí mismo, se levanta con su corola y, orientándola hacia el cielo, al mismo tiempo que abre sus pétalos, comienza a orientarse en dirección al sol, siguiendo el recorrido del sol por el cielo. En este proceso del girasol podemos vernos reflejados nosotros, los pecadores: el girasol somos nosotros, en cuanto pecadores; la corola orientada hacia la tierra, durante la noche, significan nuestros corazones que, en las tinieblas de un mundo sin Dios, se orientan hacia la tierra, hacia las pasiones, hacia las cosas bajas de este mundo; los pétalos cerrados sobre la corola indican el cierre voluntario del alma a la gracia santificante que proviene de Jesucristo; la Estrella de la mañana, que indica el momento en el que el girasol comienza a rotar para orientarse hacia el sol, desplegando al mismo tiempo sus pétalos, indica a la Virgen María, Mediadora de todas las gracias que, apareciendo en nuestras vidas, nos concede la gracia de la conversión, la cual nos permite abrir las puertas del alma y del corazón a Cristo, Sol de justicia; la Estrella de la mañana, la Santísima Virgen, indica el fin de las tinieblas de una vida sin Cristo, al mismo tiempo que la llegada de un nuevo día para nuestras vidas, el día del conocimiento, del amor y del seguimiento de Cristo Jesús; finalmente, el sol que aparece en el firmamento y al cual el girasol sigue durante su desplazamiento por el cielo, representa a Jesucristo Eucaristía, Sol de justicia, que con sus rayos de gracia santificante, ilumina nuestras almas y nos da una nueva vida, la vida del día nuevo, la vida de los hijos de Dios, que viven con la vida misma de la Trinidad, al recibir la gracia santificante por los sacramentos, que hacen que el alma viva una vida nueva, la vida misma de Dios Uno y Trino.

Con esta imagen entonces graficamos el proceso de conversión y a la pregunta de si necesitamos convertirnos, la respuesta es “sí”, porque la conversión es un proceso de todos los días, de todo el día, hasta que finalice nuestra vida terrena, porque no podemos decir que “ya estamos convertidos”, puesto que al ser pecadores, necesitamos constantemente de la gracia santificante de Jesucristo para vivir en gracia y no en pecado, así como el girasol necesita de los rayos del sol y del agua para poder vivir y no morir por la sequía.

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión”. Es necesario pedir en la oración, todos los días, la gracia de la conversión eucarística a Jesucristo Eucaristía, para recibir de Él la gracia santificante que nos hace vivir la vida nueva de los hijos de Dios. En esta vida terrena nuestra lucha es por la conversión eucarística, conversión que será plena, total y definitiva, en el Reino de los cielos, en la otra vida, en la vida eterna. Mientras tanto, debemos hacer el esfuerzo de convertirnos, todos los días, a Jesús Eucaristía. Y así habrá alegría en el cielo.

lunes, 9 de septiembre de 2019

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”



(Domingo XXIV -TO - Ciclo C – 2019)

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-32). Ante la crítica de unos fariseos que murmuran de Jesús por recibir y comer con publicanos y pecadores, Jesús da tres parábolas en donde la misericordia resplandece sobre la justicia: la parábola de la oveja perdida; la parábola de la dracma perdida y la parábola del hijo pródigo. Las tres tienen en común algo: lo que estaba perdido es encontrado y provoca gran alegría en aquel que lo encuentra. En la perspectiva del Evangelio, lo que estaba perdido es el hombre, significado en la oveja perdida, en la dracma perdida y en el hijo pródigo; pero por el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús, aquello que estaba perdido es encontrado y ésa es la razón de la alegría. En las parábolas, hay elementos que significan al hombre perdido, otros a Jesús y otros a la alegría de Dios por reencontrar lo que estaba perdido: el pastor que encuentra la oveja, la mujer que encuentra la dracma y el padre que recupera a su hijo pródigo, representan a Jesús y su misterio pascual de muerte y resurrección, que salva al hombre de su eterna perdición; a su vez, la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, son figuras del hombre que, caído en el pecado original, se ha alejado de Dios al punto tal de perderse de su vista. Este alejamiento no es un alejamiento físico, sino ontológico: el hombre, por el pecado, se “desprende” de Dios por así decirlo y se auto-destina a la eterna condenación en el infierno. El hecho de ser encontrados –la oveja, la dracma, el hijo pródigo- indican que, en Jesús, nada está perdido para el hombre, porque el hombre es rescatado por la misericordia de Dios. En realidad, Dios debería haber dejado al hombre que se pierda en sus caminos, porque libremente se alejó de Dios y así habría cumplido con justicia, sin faltar a la misericordia; sin embargo, la misericordia en Dios sobrepasa a la justicia y es por eso que Dios en Persona, encarnándose en la Persona del Hijo de Dios, decide acudir al rescate del hombre perdido.
Es por esto que la murmuración de los fariseos de que Jesús recibe a publicanos y come con pecadores no tiene razón de ser, porque Jesús ha venido precisamente a eso: a rescatar a los pecadores, a los hombres que por el pecado estaban alejados de Dios. El hecho de que Jesús coma con los pecadores no indica, ni remotamente, que Jesús esté de acuerdo con sus pecados –con lo cual la murmuración de los fariseos estaría justificada-, sino que indica que la condición de pecadores, por su misterio pascual de muerte y resurrección, es cambiada, por Cristo, en condición de justos, de santificados por la gracia y por lo tanto merecedores del Reino.
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Cada uno de nosotros somos ese pecador que necesita de la conversión, para que haya alegría en el cielo. No somos justos, sino pecadores que necesitan de la gracia de Dios para dejar de ser pecadores y comenzar a ser justos. En cada Misa, en cada Banquete Eucarístico, Jesús nos invita a comer con Él, o mejor, a comer de Él, de su substancia, en cada comunión eucarística, y eso es un indicio de que Él, el Justo, viene, por su misericordia, a buscarnos a nosotros, pecadores, para llevarnos a la alegría del cielo.


miércoles, 19 de agosto de 2015

“Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”


“Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (Mt 19, 30-20, 16). Para entender la parábola del dueño de la vid y de los jornaleros, hay que considerar que cada elemento de la misma representa otro elemento sobrenatural: así, la vid es la Iglesia; el dueño de la vid que sale a contratar obreros a diferentes horas del día, es Dios; los obreros son las almas de los hombres que necesitan la gracia de la salvación y que la obtienen en la Iglesia; los obreros contratados al inicio del día, son aquellos que recibieron la gracia de la conversión a temprana edad y, por lo tanto, están insertados en las estructuras eclesiásticas desde hace mucho tiempo; los contratados al final son las almas que, por diversos motivos, se encuentran alejadas de la Iglesia, aunque también representan a aquellos que son llamados a mediana edad, a edad avanzada, o incluso momentos antes de morir, pero que, al llamado de Dios, responden con prontitud, con fe y con amor; el trabajo al que están llamados los obreros, sin excepción, es el trabajo de la conversión del alma como respuesta libre al don de la gracia santificante, condición necesaria para la salvación del alma; el pago con el que el dueño de la vid recompensa a sus trabajadores es el Reino de los cielos: la recompensa para todos es la misma, la vida eterna y la eterna bienaventuranza.
Entonces, con la parábola del dueño de la viña que contrata a obreros a distintas horas del día, pero luego paga a todos el mismo salario, Jesús grafica la gratuidad de la recompensa que Dios da a los justos -el Reino de los cielos, como don gratuito de Dios que no depende del esfuerzo humano, un regalo inmerecido e igual para todos-, es decir, a los que, fieles a la gracia, lo aman hasta el momento de la muerte -o incluso recién en el momento de la muerte-, con un amor de perfecta contrición, sin importar el momento en el que fueron llamados; la parábola muestra también, en contraposición, la falta de caridad de quienes, estando en la Iglesia desde hace mucho tiempo, en vez de alegrarse porque sus hermanos, aun habiendo sido llamados en diferentes tiempos –unos a la mediana edad, otros en la edad madura, otros incluso antes de morir-, respondieron con fe y con amor al llamado de la gracia –eso es lo que significan los jornaleros contratados en los últimos momentos-, se enojan con el dueño de la vida –Dios-, porque les da a los últimos la misma paga que a los primeros: el Reino de los cielos.

Si el Dueño de la Vid, que es Dios, da la eterna recompensa a quienes, aún a último momento, instantes antes de morir, se arrepienten con perfecta contrición y lo aman con todo su ser, ¿por qué habríamos de molestarnos? Por el contrario, debemos alegrarnos, con la misma Alegría del Dueño de la Vid, que sus hijos se arrepientan de todo corazón y lo amen perfectamente, salvando sus almas, aun cuando esto suceda en los últimos instantes de sus vidas terrenas.

domingo, 2 de noviembre de 2014

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”


“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-10). Jesús pone de manifiesto la inmensidad del Amor Divino para con el frágil corazón humano al mostrar, como una característica del Corazón de su Padre, la predilección con que su amor se inclina hacia los más necesitados, contrastando con la mezquindad humana, que busca siempre a los triunfadores[1]. Al revés de lo que hace el hombre, que se alegra con el pecador pero no porque lo ame, sino porque ama el pecado que hay en él, sin que le interese su conversión, Dios, por el contrario, se alegra con el pecador que se convierte, es decir, que deja el pecado, que sale de su estado de pecador, porque Dios ama al pecador, pero odia al pecado. Dios ama al pecador y odia al pecado y por eso ama al pecador y se alegra cuando el pecador convierte su corazón, es decir, detesta al pecado; el hombre, por el contrario, ama al pecado y al hombre pecador, y odia la conversión, porque ama el pecado.
Mientras el hombre no reconozca su pecado y la malicia intrínseca del pecado, no será capaz de dimensionar el daño que éste le provoca a su alma y el daño principal es el apartamiento de la comunión de vida y de amor con Dios Uno y Trino, tanto en esta vida, como en la otra, si es que llega al fin de sus días terrenos en estado de pecado mortal. La gravedad del estado de pecado mortal radica precisamente en esto último: en el hecho de que la condenación eterna se vuelve una dramática posibilidad, una posibilidad real, cierta, increíblemente y pavorosamente cierta, que se va haciendo realidad a medida que pasan los minutos, las horas, los días y los años, y el corazón del hombre continúa en un estado de inexplicable cerrazón voluntaria a la gracia santificante. Precisamente, lo único que puede sacar al corazón humano de este estado de cerrazón voluntaria a la gracia –estado de pecado mortal- es la gracia misma que, actuando en las potencias intelectivas y volitivas del hombre, lo lleve a conocer y desear el vivir en estado de gracia y a querer salir del estado de pecado, que es en lo que consiste la conversión del corazón.
Cuando se da esta acción de la gracia, que iluminando la mente y el corazón rompe los cerrojos que los atenazaban, ingresa en la mente y en el corazón, los ilumina para que conozcan a Jesucristo y lo amen y lo reconozcan como a su Mesías y Redentor y creyendo en Él reciban de Él la gracia de la conversión, convirtiéndose la gracia en el motor que mueve el corazón desde la posición de no-converso –esto es, desde la posición de postrado hacia las cosas bajas de la tierra, como el girasol en la noche-, hacia el estado o posición de converso, que es iluminado por el Sol naciente de Justicia, Jesucristo –esto es, como la posición del girasol, que desde el amanecer, se yergue en busca del sol en el firmamento y lo sigue durante todo su recorrido-, entonces es cuando se da la “gran alegría en el cielo”, que será “mayor”, por ese pecador convertido, “que por noventa y nueve que no necesitan conversión”.
Esta alegría se dará ante todo en el Corazón del Padre, porque eso significará que la Sangre de su Hijo no será derramada en vano, porque el Padre envió a su Hijo tanto por toda la humanidad, como por un solo pecador, por lo que el envío de su Hijo no habrá sido en vano; esta alegría se dará también en el Hijo, porque su Santo Sacrificio de la Cruz tampoco será en vano, puesto que su Cuerpo será entregado en la cruz, en el Calvario, y también en la Eucaristía, para ser consumido por ese pecador arrepentido, y su Sangre será derramada en el Calvario, para lavar los pecados de ese pecador, al pie de la cruz, y luego será recogida en el cáliz eucarístico, en la Santa Misa, para servir de bebida espiritual que concede la vida eterna a ese mismo pecador arrepentido; por último, la alegría del pecador convertido será también para el Espíritu Santo, quien verá así que su templo, el cuerpo del pecador arrepentido, será respetado y conservado en buen estado, con mucho celo, no solo impidiendo toda clase de profanación que pudiera irritar a la Dulce Paloma del Espíritu de Dios, que provocara que esta Paloma del Espíritu Santo tuviera que ausentarse a causa de las sacrílegas profanaciones, sino que el pecador arrepentido y convertido convertirá, en el cuerpo que ya no es más suyo, sino del Espíritu de Dios, que es su Dueño, en un magnífico templo en el que resonarán cánticos y alabanzas a Dios Uno y Trino, y en el que resplandecerá el corazón como tabernáculo viviente en el que será alojada y adorada la Eucaristía, bajo la guía de la Madre y Maestra de los Adoradores Eucarísticos, Nuestra Señora de la Eucaristía, quien será la que le enseñará a adorar a su Hijo Jesús en “espíritu y verdad”, día y noche. También se alegra el Ángel de la Guarda del pecador convertido, porque de esa manera se une a él en aquello que el Ángel más sabe hacer: adorar, alabar, bendecir, glorificar,  en compañía de María Santísima y de los demás Ángeles, a Dios Uno y Trino y a Jesús en la Eucaristía, presentes por la gracia, en el alma del pecador convertido.
Por todo esto, “hay gran alegría en el cielo por un pecador que se convierte”.




[1] Cfr. Straubinger, La Santa Biblia, n. 4.

viernes, 14 de febrero de 2014

“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”





(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…” (Mt 5, 20-22a. 27-28. 33-34a 37). Los fariseos y escribas pasaban por ser muy estrictos en el cumplimiento de sus deberes religiosos; sin embargo, Jesús nos sorprende al decirnos que si nuestra justicia no es todavía “más estricta” que la de ellos, no entraremos en el Reino de los cielos. Luego de decirnos esto, Jesús pasa a enumerar algunos ejemplos de cómo debe nuestra justicia superar a la de los escribas y fariseos, poniendo en primer lugar lo que estaba prescripto y luego lo que Él viene a corregir: “Se dijo: No matarás, pero yo les digo si alguien se irrita…; se dijo: no cometerás adulterio, pero yo les digo: si alguien mira a una mujer con malos deseos…; se dijo: no jurarás falsamente, pero yo les digo: no jurarán de ningún modo…”.
         Lo que podemos notar con esta enumeración –que no agota ni mínimamente todos los deberes del cristiano- es que, con Jesús, las exigencias para ser justos son muchísimo más altas que las de los escribas y fariseos. En efecto: si antes, para ser justos, bastaba con simplemente “no matar”, ahora, con Jesús, para ser justos, no basta con simplemente “no matar”: ahora, si alguien “se irrita” contra su prójimo, ya cometió pecado contra él y contra Dios; si antes, para ser justos, bastaba con no cometer físicamente adulterio con la mujer del prójimo, ahora, a partir de Jesús, si alguien simplemente mira con malas intenciones y consiente los malos deseos a la mujer del prójimo, ya cometió el pecado de adulterio y pecó mortalmente, y así sucesivamente.
         “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”. Jesús advierte claramente que hay una diferencia considerable entre la justicia del Antiguo Testamento y la justicia del Nuevo Testamento, la justicia que Él viene a implementar por la gracia santificante. Si la justicia del Antiguo Testamento era extrínseca y material, ahora, la justicia del Nuevo Testamento, es interior y espiritual, y la razón es que en virtud de la gracia santificante Dios no solamente está “cercano” o “próximo” al hombre, sino que inhabita en su interior, en lo más profundo de su acto de ser metafísico, haciéndolo partícipe de su vida divina y convirtiendo su cuerpo en templo de su propiedad e inhabitando en él (cfr. 1 Cor 6, 19). Puesto que su cuerpo ha sido adquirido al precio altísimo de la Sangre del Cordero, y debido a que inhabita en su corazón por la gracia santificante, nada de lo que sucede en el hombre pasa inadvertido para Dios, porque Dios se encuentra en el cristiano que ha sido bautizado, como en su sagrario, como en su altar, como en su templo. Es por esto que el cristiano que vive en gracia, glorifica a Dios y lo honra, como es también cierto que el cristiano que vive en pecado y profana su cuerpo de diversas maneras –con la lujuria, la pereza, la ira, la gula, la borrachera, las idolatrías diversas, etc.-, profana a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, a quien pertenece el cuerpo, ofendiéndolo gravemente según sea el pecado que se trate.
         La inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en el cuerpo del cristiano es lo que explica que la justicia del cristiano deba ser mucho más estricta que la de los escribas y fariseos y que la medida del amor deba ser mucho más alta que la de ellos. Es esta inhabitación del Amor de Dios en el corazón mismo del cristiano el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera enojarse con su prójimo sin cometer ya un pecado contra el Divino Amor, porque Dios es Mansedumbre, y es lo que hace que el enojo, la impaciencia, y mucho más, la ira, expulsen al Espíritu Santo por el pecado, del corazón del cristiano; es esta Presencia del Divino Amor en el corazón del cristiano, el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera consentir el más mínimo pensamiento ni deseo de impureza, porque Dios es Espíritu Purísimo, y es lo que hace que la impureza carnal y mucho más la lascivia y la lujuria, pero también la impureza mental y espiritual, que es la herejía y el cisma, expulsen al Espíritu Santo, por el pecado de la impureza carnal y por la impureza espiritual, del corazón del cristiano.
Es por esto que se equivocan quienes acusan al cristianismo de ser sensiblero y afectivo -o también se equivocan quienes pretenden vivir un cristianismo sensiblero o afectivo-, porque en la Nueva Ley de Cristo, la medida de la justicia es mucho más estricta que en la de los fariseos y esto es válido tanto para el bien como para el mal, porque lo que el cristiano haga a su prójimo, eso le será devuelto centuplicado.
Es entonces en virtud de esta inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en el alma del cristiano, que la justicia será mucho más estricta para los cristianos que para los paganos. Es por esto que Jesús advierte a sus seguidores con toda claridad que la aplicación de la Justicia Divina será mucho más severa y rigurosa para los cristianos que para los gentiles: “La medida que apliquéis con los demás, se aplicará también con vosotros” (Mt 7, 1-5).
“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”. A partir de Jesús, no basta con decir: “No mato, no robo, no hago nada malo, vengo a misa de vez en cuando, rezo algunas veces”. La Nueva Ley de Cristo, que es la Ley del Amor, corrige no solo la injusticia y la iniquidad, sino también la tibieza. La Presencia del  Espíritu Santo por la gracia en el corazón del justo se reconoce no tanto por la escrupulosidad en evitar el pecado o por la rigurosidad en el cumplimiento de las normas rituales, sino por el ardor del amor a Dios y al prójimo que incendia su corazón y que se expresa, más que en palabras, en silenciosas obras de misericordia, en virtudes heroicas vividas cotidianamente, en la cruz cargada todos los días en pos de Cristo, en el Rosario desgranado en unión mística con María Virgen y en fervorosas comuniones eucarísticas.

martes, 30 de julio de 2013

“El Día del Juicio Final, los que obraron el mal serán condenados (…) y los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre”


El Día del Juicio Final, los que obraron el mal serán condenados (…) y los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre” (Mt 13, 36-43). Jesús revela qué es lo que sucederá en el Último Día de la historia humana, cuando el tiempo y el espacio finalicen para siempre, para dar lugar a la eternidad divina: mientras los que “obraron el mal” serán condenados, “los justos”, por el contrario, “resplandecerán como el sol en el Reino de Dios”. Esto nos hace ver que no es indiferente obrar el bien u obrar el mal; nos hace ver que tanto las obras buenas, como las malas, tienen su pago por parte de Dios; nos hace ver que el bien realizado en esta vida, en nombre de Jesús, se convierte en la otra en luz eterna de gloria divina, y que el mal realizado en esta vida, en nombre de Sataná, se convierte en la otra vida en dolor y llanto eternos.
Jesús nos advierte, con este Evangelio, que nuestras obras no pasan desapercibidas a los ojos de Dios, y que Dios es infinita Misericordia, pero también Justicia infinita, porque de lo contrario, no sería Dios, es decir, un Ser infinitamente perfecto de toda perfección.
Jesús nos advierte que esta vida es pasajera, efímera, que “pasa como un soplo”, como dice el Salmo (cfr. 143), pero que los actos realizados en el tiempo, tienen una dimensión eterna, tanto en el bien como en el mal, y la medida para saber cómo será nuestra eternidad, si de felicidad o de dolor, es el trato que damos a nuestro prójimo: “El que dio misericordia, recibirá misericordia” (Mt 5, 7).
En el Último Día, los que obraron el mal y no se arrepintieron -distinto será el veredicto divino para quien se arrepiente de todo corazón- recibirán el fruto de sus obras malas, que es el castigo eterno. Dentro del enorme espectro del mal -secuestros, violencias, engaños, estafas, mentiras, adulterios, lujuria, egoísmo, materialismo, hedonismo, avaricia, pereza, ira, gula, sensualidad-, están incluidos de modo particular quienes a sabiendas, obran las obras de la oscuridad, las obras del mal, las obras de la secta Nueva Era o Conspiración, porque la brujería, la religión wiccana, el espiritismo, el ocultismo, el esoterismo, el satanismo, el tarot, la videncias y mancias de todo tipo, y la razón de su particularidad es que es un grupo mencionado explícitamente en el Apocalipsis, que jamás entrará en el Reino de los cielos: “Fuera los perros, los hechiceros, los inmorales, los asesinos, los idólatras y todo aquel que ama la mentira” (Ap 22, 15).
Hoy, nos encontramos en un momento de la historia en el que la brujería, la religión wicca, el neo-paganismo, el satanismo, el ocultismo, el espiritismo, no solo son practicados por un número cada vez más grande de personas, sino que se muestran públicamente, sin ningún pudor, sin sentir ninguna vergüenza por ser adoradores -descubiertos o encubiertos- del mal. Una pequeña muestra de este salir de las podredumbres espirituales del infierno a plena luz del día, es por ejemplo el hecho de que el tablero “ouija”, instrumento espiritista de invocación al demonio, es vendido en las secciones de jugueterías, como inocentes juegos infantiles, en los supermercados y shoppings; otra muestra son los desfiles organizados en las “Marchas del Orgullo Pagano”, a lo largo y ancho del mundo, exhibiendo impúdicamente la inmundicia más grande que puede contaminar a un alma humana, y que es precisamente el paganismo o el neo-paganismo, que tiene en la religión wiccana su expresión más acabada.

“El Día del Juicio Final los que obraron el mal serán condenados (…) y los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre”. Nuestros días sobre la tierra están contados; apresurémonos a dejar de lado las obras de la oscuridad y a practicar la misericordia, para que así, por la Misericordia Divina, en la otra vida, podamos “resplandecer como el sol en el Reino de Cristo Jesús”.