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jueves, 3 de julio de 2025

“El Reino de Dios está cerca”

 


(Domingo XIV - TO - Ciclo C - 2025)

“El Reino de Dios está cerca” (cfr. Lc 10, 1-20). Jesús nos revela que “el Reino de Dios está cerca”. Frente a esta revelación, debemos preguntarnos lo siguiente: cuán cercano está ese Reino, en qué consiste el Reino de Dios, quién es el Rey de este Reino y cuál es la riqueza que nos trae este Rey Divino, porque de lo contrario no podremos sacar provecho de lo que Dios quiere darnos con su Reino.

Para comenzar a responder a estas preguntas tenemos que saber, ante todo, que el Reino de Dios es espiritual y por eso no tiene una ubicación geográfica, como los reinos de la tierra, y por esto es que no se puede decir “está aquí” o “está allí”, y por esa razón no tiene un lugar determinado, no tiene fronteras físicas. Es un reino principalmente espiritual y lo que es espiritual, no tiene límites físicos: el Reino de Dios es la presencia de la gracia en el alma del bautizado que dan los sacramentos, es una presencia  espiritual, y por eso es que allí donde reina la gracia, allí está el Reino de Dios. Esta es la primera consideración que debemos hacer cuando Jesús nos dice que “el Reino de Dios está cerca”, el considerar que está cerca, tan cerca del alma que está en estado de gracia, porque ahí está el Reino de Dios, en esa alma en gracia, porque el Reino de Dios consiste en la presencia de la gracia santificante en el alma del bautizado. La otra consideración, más importante todavía, sobre el Reino de Dios, es quién es el Rey del Reino de Dios y cuál es la riqueza de ese Rey, porque la riqueza del Rey es inseparable del Rey, porque si el Reino de Dios está cerca, también está cerca el Rey de ese Reino y la riqueza que este Rey viene a traer.

En este sentido, las palabras de Cristo: “El Reino de Dios está cerca”, deben alegrarnos desde un inicio, porque al traernos su Reino a la tierra, Dios ha querido venir a visitarnos en su Hijo Jesús, porque Jesús es el Rey del Reino de Dios y con Jesús, Dios nos dona toda la riqueza divina, que es infinita y eterna: su gracia santificante, su vida divina, su amor celestial, su paz y su Misericordia Divina.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús, y es para nosotros una maravillosa noticia, pero lo más maravilloso de la llegada del Reino es que, no solo viene el Reino de Dios al alma, sino que viene el mismo Rey en Persona, Cristo Jesús y el mismo Rey en Persona es el Tesoro Inagotable de la Divinidad para la humanidad. Es decir, más que la llegada del Reino, la Buena Noticia para la humanidad es la Llegada del Rey del Reino, Cristo Jesús, en Quien se encuentran todos los tesoros de la Divinidad, al Ser Él Dios Hijo en Persona.

Es por esto que, para apreciar el don del Reino de Dios, nos conviene hacer una comparación del Rey del Reino de Dios con los reyes de la tierra, porque el Rey del Reino de Dios es el verdadero don del cielo, el verdadero don del Reino de Dios. Con relación al Rey de este Reino, también es diferente a los reyes de la tierra: estos últimos reinan desde tronos de marfil, y coronados con coronas de oro y plata, incrustadas en diamantes y toda clase de piedras preciosas. El Rey del Reino de Dios, Jesucristo, no reina desde un trono de oro y plata, sino desde un trono muy distinto, un trono que tiene forma de cruz, porque Jesucristo reina desde el madero de la cruz, y coronado de espinas. Los reyes de la tierra tienen cetros de ébano y marfil, signos visibles de su poderío terreno y tiránico; el cetro del Rey Jesús está formado por los clavos que sujetan sus brazos, y el escabel lo forman los clavos de hierro que atraviesan sus Sagrados Pies. Los reyes de la tierra se cubren con mantos regios de púrpura y lino finísimo; en cambio, el manto regio de este Rey Divino no es de seda ni está bordado con hilos de plata: el manto sagrado que cubre a este Rey del Cielo, Cristo Jesús, es de color rojo, el rojo sangre, porque su Cuerpo Sacratísimo está cubierto con su Sangre Preciosísima que brota a borbotones de todas sus heridas abiertas y sangrantes. Los reyes de la tierra están rodeados por una corte de aduladores, que alaban y cortejan al rey, aun cuando este rey sea cruel y cometa atrocidades; en cambio, el Rey del Cielo, Jesucristo, tiene por corte a una multitud enceguecida por el pecado y por Satanás, que pide desaforadamente su muerte y su crucifixión, aun cuando este Rey solo quiere dar su Vida Divina para salvarlos a ellos, a los mismos que piden su muerte.

Los reyes de la tierra basan su poder en las riquezas materiales: cuantas más riquezas, cuanto más oro, cuanta más plata, cuantas más tierras posea un rey terreno, tanto más aparentará poder y tanto más será respetado por el mundo. El Rey del Cielo, Jesucristo, aunque en la cruz aparece como despojado de todo tipo de riquezas, es sin embargo el Creador y el Dueño del universo, tanto visible como invisible; a Él le pertenecen todos los hombres, todas las almas, todos los ángeles, todas las potestades y principados del Cielo y por eso, más que ser un rey poderoso, es Dios, que es Rey y es Omnipotente. Y aún cuando Jesús esté crucificado, con su Cuerpo llagado, con sus heridas abiertas y sangrantes, agonizando; aún cuando parezca el último de los hombres y el más indefenso de todos, aún así, Cristo Crucificado es el Hombre-Dios, es Dios Hijo del Eterno Padre, es Dios Eterno, Creador del mundo visible e invisible, Creador de los hombres y de los ángeles y por eso mismo es Rey de Cielos y Tierra y su poder es infinitamente inmenso, inimaginablemente grandioso. Por esto, Cristo es rico, pero su mayor riqueza no proviene de su Creación; su mayor riqueza no consiste en los planetas, en los universos y en los ángeles: su mayor riqueza se encuentra dentro de Él, en su Sagrado Corazón; su riqueza es su gracia y su gracia está contenida, como si fuera un preciosísimo tesoro -es la “perla escondida de gran valor” de la que habla el Evangelio-, en su Sangre Preciosísima.

Otra diferencia con los reyes de la tierra es que cuando estos últimos desean agasajar a sus súbditos, o cuando quieren premiarlos o festejarlos, mandan a que sus arcones, sus cajas fuertes, que contienen oro y plata, diamantes y rubíes, sean abiertas, para ser repartidos para alegría de todos. Pero en el caso del Rey del Cielo, Jesucristo, cuando Él quiere agasajarnos, aun cuando no tenemos ningún mérito para ser agasajados por Él, lo que hace, no es abrir un cofre de tesoros, para sacar un metal dorado como el oro: Él nos agasaja con algo que es imposible de valorar, por ser tan infinitamente grande su valor; Él nos agasaja con un tesoro de valor incalculable, que vale infinitamente más que miles de toneladas de oro y de plata y este tesoro es su Sagrado Corazón, su Preciosísima Sangre, en la Sagrada Eucaristía y así nos colma de dicha, de felicidad, de alegría y de amor sobrenatural, imposibles de ser alcanzados con las riquezas de la tierra.

El arcón en donde se resguarda este divino tesoro se abre en el momento en el cual el Sagrado Corazón de Jesús es traspasado por la lanza del soldado romano; en ese momento, su Preciosísima Sangre se derrama, como un océano inextinguible, sobre las almas de los hombres pecadores, inundando a estas almas con su gracia y su misericordia. El oro de este Rey del Cielo es entonces su Sangre Preciosísima, derramada sobre la humanidad toda en el momento en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano atraviesa su Costado, abriendo una brecha sagrada en su Sagrado Corazón. De esta manera es como, desde el corazón abierto del Rey celestial, Cristo Jesús, surge el tesoro de valor incalculable para los hombres: la Sangre Divina del Cordero, vehículo de la divina gracia, Sangre que es recogida con piedad, amor y fervor por su Esposa Mística, la Iglesia, en cada Santa Misa, en cada Cáliz del altar eucarístico.

Al ser atravesado el Sagrado Corazón de Jesús, se abre desde entonces, para toda la humanidad, la Puerta de los cielos, y así abierta, derrama el tesoro de la Divina Misericordia sobre todos los hombres, colmándolos de la gracia y de la Misericordia Divina. El tesoro más preciado para la humanidad no son montañas de oro y plata, sino la Sangre Preciosísima del Corazón de Jesús, vertida desde el Calvario una vez en la historia y cada vez en cada Santa Misa. La Sangre del Cordero, vertida en el Calvario y recogida en el cáliz de la Santa Misa, es el tesoro más preciado de todos los tesoros imaginables para el hombre, porque quita los pecados, satisface a la Ira Divina y nos concede la filiación divina y la participación en la Vida Divina Trinitaria.

Entonces, un signo palpable de la presencia del Reino de Dios en la tierra es el poseer la Iglesia, Esposa Mística del Cordero, la Sangre Preciosísima del Hijo de Dios, Jesucristo, que desde su Sagrado Corazón traspasado se recoge en el Cáliz del altar, para luego ser derramada en los corazones de los que aman a Jesús y lo reciben en gracia, con fe, piedad y amor.

Pero otro signo de la presencia del Reino de Dios es la presencia del Adversario de Dios, el Demonio, quien precisamente desea, en su odio deicida, arrebatar a las almas de los hombres, destinadas a forma parte del Reino de los cielos, para conducirlas al Infierno eterno. Jesús nos advierte acerca de la presencia del Demonio entre los hombres, en la tierra: “Vi a Satanás caer como un relámpago”, advierte Jesús. Esta advertencia la hace Jesús porque el Demonio, que es “la mona de Dios”, quiere imitar en todo a Dios y así como Dios tiene su Reino celestial, así el Demonio establece su reino infernal en la tierra, para atraer a los hombres y conducirlos al Infierno. El corazón del hombre, de cada hombre, es el terreno en donde se libra una batalla espiritual en el que tanto el Reino de Dios como el reino del Demonio, quieren implantar sus banderas. Pero es el hombre, en última instancia, quien decide a qué Reino quiere pertenecer, si al Reino de Dios, o al reino del Demonio. Si queremos pertenecer al Reino de Dios, entonces debemos suplicarle a la Virgen que sea Ella quien clave en nuestros corazones el estandarte ensangrentado de la Santa Cruz, el emblema del Rey de los cielos, Cristo Jesús, y el estandarte celeste y blanco que representa a su Inmaculada Concepción.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús y nosotros nos preguntamos cuán cerca está este Reino celestial. La respuesta es que está cerca, muy cerca, más cerca de lo que nos imaginamos: el Reino de Dios está en Cristo crucificado; está en el prójimo; está en la confesión sacramental, que nos concede la gracia santificante, pero sobre todo el Reino de Dios está en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Rey del Reino de Dios, en Persona. El Reino de Dios está cerca, muy cerca, está en la Eucaristía.

 

miércoles, 12 de febrero de 2025

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!”

 



(Domingo VI - TO - Ciclo C - 2025)

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!” (cfr. Lc 6, 17. 20-26). Jesús pronuncia lo que podríamos denominar el “Sermón de las Bienaventuranzas y los Ayes”: las bienaventuranzas son para algunos; los ayes o lamentaciones para otros. Tenemos que preguntarnos entonces cuáles son estas bienaventuranzas y cuáles son los ayes, para saber en qué grupo estamos. Algo que hay que tener en cuenta al considerar tanto las bienaventuranzas como los ayes, es que estos se comienzan a vivir en esta vida, es decir, son temporales, pero también pueden constituir el estado eterno del alma, dependiendo del momento en el que alma se encuentra en el momento de morir; esto quiere decir que si bien en esta vida podemos pasar de un estado -bienaventuranza- al otro -ayes-, en la otra vida, en la vida eterna, tanto las bienaventuranzas, como los ayes, son para siempre.

Comenzando por las bienaventuranzas, para Jesús son bienaventurados los que participan de su Cruz, de la Santa Cruz del Calvario. Así es como deben entenderse todas las bienaventuranzas, a la luz de la Santa Cruz de Jesús. Por oposición, los ayes se dan en quienes rechazan la cruz de Jesús.

Un ejemplo es el de la pobreza de la bienaventuranza, que no es la misma pobreza de la tierra, sino algo totalmente distinto, porque es la Pobreza de la Cruz. En la primera bienaventuranza, Jesús dice: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”: la pobreza de la que habla Jesús es ante todo la pobreza de la Cruz. ¿Cuál es esa pobreza? En la Cruz, Jesús no posee nada material que sea suyo: los clavos de hierro, el leño de la Cruz, el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, son todos bienes prestados por Dios Padre para que Jesús lleve a cabo la redención humana. También existe la Pobreza espiritual de la Cruz y es la de sentirse necesitado de Dios, como lo hace Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. La Pobreza de la Cruz es material, como la de la tierra, pero ante todo es espiritual, porque es la condición del espíritu humano que se siente necesitado de una sola cosa, de un solo Ser y ese Ser es Dios Uno y Trino y a Él le confía su espíritu, no solo en el momento de la muerte, sino en cada segundo de su existencia terrena.

Cada bienaventuranza, entonces, debe leerse a la luz de la Cruz de Jesús: es bienaventurado el cristiano que, con amor, piedad y devoción, participa de la Santa Cruz de Jesús, porque la Cruz de Jesús es el Único Camino para llegar al Cielo.

Pero también los ayes deben interpretarse de acuerdo a la Cruz de Jesús, porque el “ay” le corresponde al alma que, voluntariamente, rechaza la Cruz.

En el primer “ay”, Jesús se refiere a los ricos, pero no se trata solamente de los ricos materialmente hablando, sino de aquellos que, suficientes de sí mismos, consideran que no tienen necesidad de Jesucristo, de su Cruz, de sus Sacramentos, de su Iglesia.

Por ejemplo, en el primer “ay”, Jesús dice: “Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo”. Jesús sí se refiere a la riqueza material, pero solo a la riqueza material vivida de manera egoísta, porque no está mal el ser rico materialmente hablando, si estas riquezas son adquiridas honradamente: según Jesús, el rico puede salvarse siendo rico, con la condición de que comparta su riqueza con los demás. Quien sea rico, pero al mismo tiempo avaro, egoísta, no se llevará nada de su riqueza a la otra vida, en la vida eterna se verá con las manos vacías y como su corazón estaba apegado a las riquezas, no tendrá consuelo. Quien es rico materialmente en esta vida, pero egoísta, vivirá en el “ay”, eternamente en la otra vida.

Es a esta riqueza material a la cual hace referencia en primer lugar Jesús, aunque también Jesús habla de otra riqueza, la riqueza espiritual, una riqueza que solo produce bienaventuranza: es la riqueza del que lo tiene todo, aun sin tener nada materialmente hablando, porque tiene consigo la riqueza que concede la gracia santificante y esa riqueza es incalculable, porque por la gracia el alma participa de la vida y de la luz de la Trinidad y esto significa que el alma en gracia es la más rica y valiosa del universo, porque está iluminada por la luz de la Trinidad y porque las Personas de la Trinidad inhabitan en ella. Quien tiene en sí la gracia de los sacramentos, es el más rico de los hombres y quien no la posee, es el más miserable de los hombres, aun cuando lo posea todo, materialmente hablando y es así como vemos cómo hay quiénes, entre el Nuevo Pueblo Elegido, los católicos, muchos repiten la misma historia del Pueblo Elegido, el sustituir al Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía, Fuente Increada de la gracia santificante y la Gracia Increada en Sí misma, la Fuente de la riqueza espiritual, por ídolos de barro, o de oro que nada valen, porque comparados con la Eucaristía, cualquier ídolo de oro puro vale menos que el barro. La gracia y sobre todo la Fuente de la Gracia, Jesús Eucaristía, es la mayor riqueza y quien deja pasar la gracia, quien deja pasar Eucaristía tras Eucaristía, deja pasar la riqueza infinita del Amor de Dios y si así persiste hasta la muerte, vivirá eternamente en el desconsuelo, por haber dilapidado el tesoro de la gracia.

Al reflexionar en el Sermón de las Bienaventuranzas y de los Ayes, debemos considerar en cuál de ambos grupos estamos y, sobre todo, en cuál grupo queremos estar por la eternidad, teniendo en cuenta que el grupo que elijamos, bienaventuranzas o ayes, se comienza a vivir aquí en la tierra.

sábado, 8 de febrero de 2025

“¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!”


 

(Domingo V - TO - Ciclo C - 2025)

“¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!” (Lc 5,1-11). En las lecturas y también en el Evangelio, hay un hilo conductor y es el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, que comienza en los cielos, para finalizar también en los cielos, misterio que pasa por la tierra y se concreta en el misterio eucarístico. Toda la Liturgia de la Palabra se centra en la Eucaristía. En la primera lectura, el profeta Isaías es llevado a los cielos, en donde le sucede algo que representa a la Eucaristía; luego de lo cual, el profeta es enviado a predicar el misterio del Mesías que ha de venir a salvar al mundo, Mesías que es Jesucristo; en la segunda lectura, el Apóstol predica acerca del misterio pascual de muerte y resurrección, el mismo misterio que vio el profeta Isaías en los cielos y que él, como Apóstol de la Iglesia Católica, ahora predica por todo el mundo; finalmente, en el Evangelio, el milagro de la pesca, está prefigurado también el misterio de la Eucaristía.

En la primera lectura, el profeta Isaías describe una experiencia mística, en la cual es llevado a los cielos: allí ve a Dios “sentado en un trono excelso (…) con las orlas de su manto llenando el Templo”. El profeta describe también a uno de los coros angélicos, los serafines, los cuales entonan el cántico de triple adoración -como un anticipo de la revelación de la Trinidad de Personas en Dios-, el trisagio de alabanzas o triple cántico de santidad: “¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!” Toda la tierra está llena de su gloria”. El profeta narra cómo el Templo “se llena de humo”, indicando con eso el incienso que se quema en honor a la Trinidad Santísima, sea en los cielos como en la tierra. Después de expresar su temor por haber visto con sus propios ojos al Dios de majestad infinita y porque lo ha visto él, que es un hombre de labios impuros que habita en medio de un pueblo de labios impuros -indicando con esto el pecado original que afecta a toda la humanidad-, el profeta describe una acción llevada a cabo por uno de los serafines, que prefigura la acción de la gracia sacramental por un lado y la recepción de la Eucaristía por otro. Isaías narra cómo un serafín vuela hacia él, tomando con una tenaza una brasa ardiente que había levantado previamente del altar del cielo; con esa brasa ardiente toca la boca del profeta y el serafín le dice: “Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado”. Los labios impuros del profeta representan al pecado original y actual, como ya lo dijimos; la brasa ardiente que purifica los labios del profeta, representan a la gracia santificante que se comunica al alma por medio del Sacramento de la Confesión, que purifican al alma, así como el fuego purifica al oro de sus impurezas, aunque la brasa ardiente también representa a la misma Sagrada Eucaristía, por cuanto la Eucaristía se forja en el Horno Ardiente de caridad infinita que es el Sagrado Corazón de Jesús; por último, en el Templo del cielo hay un altar y aunque aquí no se lo diga, ese altar es el Altar del Cordero de Dios, porque en la Jerusalén celestial hay un único Templo, un único Altar y un único Cordero, Cristo Jesús, por lo que lo que se indica implícitamente en la lectura del Antiguo Testamento es que el serafín purifica los labios del profeta para que este pueda alimentarse del Cordero del Sacrificio, Cristo Jesús. Y esto es lo que sucede en los templos de la tierra, en los templos de la Iglesia Católica: la gracia santificante del Sacramento de la Confesión es la brasa ardiente que purifica al alma y la deja en condiciones de acercarse al Altar del Sacrificio para alimentarse de la Carne y la Sangre glorificadas del Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía. Por último, la experiencia mística del profeta en el cielo finaliza con el mismo Señor Dios preguntándose a Sí mismo, quién seria aquel que, en Nombre Suyo, iría por la tierra para dar a conocer estos sublimes misterios celestiales: “Yo oí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?” -la pregunta es en plural, porque son las Tres Divinas Personas de la Trinidad, un solo Dios-. A cuya pregunta el profeta responde, ofreciéndose él mismo para ir como evangelizador de las naciones paganas: “¡Aquí estoy, envíame!”. Como vemos, entonces, la lectura del Antiguo Testamento, si bien en un sentido velado y prefigurado, se describe el misterio pascual de Jesucristo, que tiene a la Eucaristía como a su Fuente y a su Culmen, como a su punto de partida y a su punto de llegada y también tiene un sentido netamente misionero, evangelizador.

La segunda lectura también tiene un sentido eucarístico y misionero, porque el Apóstol describe la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo y relata cómo “su gracia no fue estéril en él” y esta gracia le vino a él por medio de la Sagrada Eucaristía que se celebraba sin interrupción desde la Primera Misa, la Última Cena; el sentido misionero es explícito cuando dice que tanto él como los discípulos “predican lo mismo”, esto es, el misterio pascual de Jesucristo, centrado en el misterio eucarístico.

Por último, el Evangelio tiene también un claro sentido eucarístico y misionero, por cuanto el milagro de la pesca abundante es una prefiguración de la Eucaristía, porque la multiplicación de la carne de peces bajo el mandato de la voz de Jesús, prefigura y anticipa la multiplicación de otra carne, esta vez no de peces, sino de la Carne glorificada del Cordero de Dios, Cristo Jesús, no en el ámbito de las aguas del mar, sino en el Altar del Sacrificio, el Sagrado Altar Eucarístico, también por medio de la voz omnipotente del Sumo Sacerdote Jesucristo, Quien es el que convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, la Sagrada Eucaristía. Y este milagro también tiene un claro sentido misionero y evangelizador, porque luego del milagro, tanto Pedro como los discípulos, luego de reconocer la divinidad de Jesús y de adorarlo, postrándose a sus pies, reciben el encargo de transmitir y comunicar a las naciones paganas y a los mismos judíos la Buena Noticia: “De ahora en adelante serás pescador de hombres”.

La Palabra de Dios nos revela entonces cómo el misterio eucarístico se origina en el Altar del Cielo y se prolonga en el Altar Eucarístico de la tierra y cómo el mismo Dios Trino en Persona busca de entre su Nuevo Pueblo Elegido quiénes quieran proclamar, con fervor misionero, a los cuatro vientos y desde las terrazas el misterio más grande jamás imaginado, la Sagrada Eucaristía.


miércoles, 9 de octubre de 2024

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



         El Padrenuestro tiene una doble característica: por un lado, es la única oración enseñada personalmente por Nuestro Señor Jesucristo; por otro lado, es la única oración que se vive en la Santa Misa. Veamos por qué.

         “Padrenuestro que estás en el Cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios, nuestro Padre, que está en el Cielo; en la Santa Misa, Dios Nuestro Padre, se hace Presente, en Persona, con su Cielo eterno, porque el Altar Eucarístico se convierte en el Cielo Eterno por la liturgia eucarística durante la Santa Misa.

         “Santificado sea Tu Nombre”: en el Padrenuestro expresamos el deseo de que el Nombre de Dios sea santificado; en la Santa Misa se hace realidad ese deseo, porque Quien santifica el Nombre Tres veces Santo de Dios es Dios Hijo en Persona, por medio de la oblación de su Cuerpo y su Sangre, la Sagrada Eucaristía.

         “Venga a nosotros tu Reino”: esta petición se cumplida con creces en la Santa Misa, porque mucho más que venir a nosotros el Reino de Dios, en la Santa Misa viene a nosotros el Rey del Reino de Dios, Jesús Eucaristía, para reinar en nuestros corazones.

         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: la voluntad de Dios se cumple a la perfección en la Santa Misa, porque su voluntad es que todos los hombres se salven y en la Santa Misa se renueva sacramentalmente el Santo Sacrificio de la Cruz, el Sacrificio del Cordero, por medio del cual se salvan todos los hombres que aceptan al Hombre-Dios como a su Dios y a su Redentor.

         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: esta petición se cumple doblemente en la Santa Misa, porque Dios nos concede con su Providencia el pan material, el pan de la mesa, con el cual alimentamos el cuerpo todos los días, pero más importante aún, nos concede el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, con el cual alimentamos el alma.

         “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en la Santa Misa esta petición está concedida aun antes de que la pidamos, porque la Santa Misa es la renovación del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual Dios Padre nos perdona la ofensa que le hicimos al haber cometido deicidio, al haber matado a su Hijo en la Cruz y al mismo tiempo, nos concede el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, la Sagrada Eucaristía, en la que está contenido el Divino Amor, el Espíritu Santo, con el cual podemos perdonar a nuestros enemigos, para así poder perdonar a quienes nos han ofendido.

         “No nos dejes caer en la tentación”: esta petición se cumple acabadamente en la Santa Misa, porque por la Comunión Eucarística no solo recibimos la Fortaleza Divina más que necesaria para no caer en la tentación, aun cuando sea la más grande tentación, sino que recibimos al Dios Todopoderoso, de quien emana toda fortaleza y de cuya fortaleza nos hacemos partícipes, de manera que una sola Comunión Eucarística nos bastaría para no volver a pecar nunca más hasta el resto de nuestros días mortales.

         “Y líbranos del mal”: por la Santa Misa, nos vemos libres del mal, que es ausencia de bien: de la privación de la vida, que es el mal de la muerte, porque por la Eucaristía recibimos al Dios Viviente y el Dios que es la Vida Increada, Cristo Jesús; nos vemos libres de la privación de la gracia, que es el pecado, porque por la Eucaristía recibimos a Cristo Jesús, que es la Gracia Increada y Fuente Increada de toda gracia; por último, nos vemos libres del mal en persona, que es el ángel caído, el Diablo o Satanás, el Príncipe de las tinieblas, el Príncipe de este mundo y nos vemos libres de todos los ángeles malditos, porque el Dios de la Eucaristía, el Dios del Sagrario, Cristo Jesús, los venció para siempre en la Cruz del Calvario y como Cristo Eucaristía es Luz Eterna, el Príncipe de las tinieblas no soporta la luz divina del Cordero de Dios y huye ante su Presencia y así nos vemos libres de su maligna y demoníaca presencia.

         Por todo esto vemos cómo, el Padrenuestro, es la única oración que se vive en la Santa Misa.


miércoles, 14 de agosto de 2024

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) El que coma de este pan vivirá eternamente”

 


(Domingo XX - TO - Ciclo B - 2024)

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58). Jesús vuelve a realizar a realizar la revelación de que Él es “Pan vivo bajado del cielo, que da la vida eterna” y que, en consecuencia, quien coma de este pan, “da la vida eterna” y “vivirá eternamente”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la vida eterna, ya que no tenemos experiencia de la vida eterna. Para darnos una idea de la misma, podemos comenzar con algo de lo que sí tenemos experiencia y es con la vida natural, terrena, temporal.

En la vida que vivimos todos los días, la vida que comenzamos a vivir en el tiempo, desde que fuimos concebido en seno materno, en esa vida, la vida transcurre en el tiempo y en el espacio; se caracteriza por lo tanto por desplegarse en el tiempo y en el espacio; es una vida, sí, pero imperfecta, desde el momento en el que, tanto por nuestra naturaleza humana, que es imperfecta, como por estar además contaminada, manchada, por el pecado original, no puede desplegarse en su plenitud y eso la convierte en una vida sumamente imperfecta. Esto quiere decir que los aspectos positivos de la vida, como por ejemplo, la vida misma, la felicidad, la alegría, la paz, la fortaleza, el amor, la prudencia, y toda clase de virtudes, que hacen a la plenitud de la vida, hacen que esta vida terrena no sea plena en acto, es decir, la vida terrena, sujeta ya sea al pecado original o a las tribulaciones o a las incertidumbres o a las infinitas posibilidades que se abren en el porvenir del acontecer diario, determinan que la vida terrena sea sumamente imperfecta, desde el momento en que ninguna de sus características positivas se pueda desarrollar en su plenitud, en ningún momento del tiempo terreno.

A esto se le suma que ningún alimento terreno, como por ejemplo el pan material, terrenal, compuesto por trigo, puede contribuir a mejorar esta situación, porque este pan, solo de manera análoga y muy lejana o superficial, se puede decir que nos da “vida” y esto en un sentido meramente corporal o terreno, porque lo único que puede hacer el pan terreno es impedir que muramos de inanición, prolongando la vida natural que ya poseemos, pero de ninguna manera concediéndonos una vida nueva y distinta a la que ya poseemos.

En cuanto a la vida terrena, la vida natural que cada uno de nosotros vive en el tiempo y en el espacio, es una vida sumamente imperfecta, porque si bien hay momentos buenos, como por ejemplo de alegría, de fortaleza, de templanza, de calma, de prosperidad, de justicia, de amor, de paz, estos se ven empañados, ya sea porque no se viven en su plenitud máxima, ya sea porque se le oponen momentos de tribulación opuestos. Por ejemplo, si hay alguna alegría, esta alegría es pasajera, nunca es total, perfectísima y siempre se acompaña de algún hecho o acontecimiento que la empaña; si hay algún momento de fortaleza espiritual, este momento también es imperfecto, porque se acompaña de algún hecho que demuestra nuestra debilidad por alguna situación, que demuestra que nuestra fortaleza no se despliega en su totalidad y así con cada una de las características de la vida terrena.

Con relación al pan terreno, material, ya lo dijimos previamente: solo por analogía podemos decir que concede “vida”, en el sentido de que impide la muerte por inanición, al concedernos sus nutrientes que, por el proceso de la digestión, se incorporan a nuestro organismo y le impiden la autofagia celular, retrasando o posponiendo la muerte por inanición, concediendo además solamente una extensión o prolongación de la vida natural.

Algo muy diferente sucede con el Pan de Vida eterna que concede Jesús, porque la Vida eterna es completamente distinta a la vida natural que nosotros poseemos como seres humanos y porque la Vida eterna que concede el Pan de Vida eterna nada tiene que ver con la vida natural biológica que naturalmente poseemos los seres humanos.

¿En qué consiste la vida eterna?

En la posesión en acto de todas las perfecciones de la vida eterna y esto es lo que brevemente Trataremos de explicar qué significa. Ante todo, es eterna porque no solo es inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable, de la divinidad[1], de la Santísima Trinidad. Esta vida es la fuente primera de toda vida; es indestructible, inmortal y despliega en un solo acto toda su riqueza, toda su perfección divina, celestial, sobrenatural, sin sombra alguna de imperfección, a diferencia de la vida del espíritu creado, que, por desarrollarse en el tiempo, no puede desplegar en un solo acto toda su riqueza, sino que debe hacerlo en el cambio continuo de diversos actos[2]. Es esta vida eterna la que el Hijo de Dios nos comunica de un modo sobrenatural nos comunica, de un modo sobrenatural, a través de la Sagrada Eucaristía, primero en germen mientras vivimos en la vida terrena, y luego en plenitud cuando morimos a la vida terrena y comenzamos a vivir en la vida del Reino de los cielos. Es decir, toda la perfección de la vida eterna, propia del Ser divino trinitario, está contenida en la Sagrada Eucaristía y se nos da en anticipo en la Sagrada Eucaristía. Cuando el espíritu creado vive con la vida eterna, vive en Dios y su vida es de carácter divino; todo se concentra en Dios y en torno a Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu lo conoce y ama en Dios y mediante Dios. Cuando está en la tierra, cuando vive con su vida natural, se dirige a Dios por diversos caminos, girando en torno a Dios de forma incesante, como lo hacen los planetas en torno al sol, mientras que en la vida eterna está en ese Sol, que es Dios, por así decirlo, con un reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural debía hacerlo por medio de diversos y múltiples actos. En Dios y con Dios el espíritu vive con la vida verdaderamente divina, eterna, perfectísima, que brota de Dios y que hace que el espíritu se una a Dios como una sola cosa con Él y hace que su vida sea una sola con la vida de Dios, que es vida eterna y es esta vida eterna la que el Hijo de Dios Jesucristo nos comunica cuando dice: “El que coma de este Pan que Yo daré tendrá Vida Eterna”. Y es aquí cuando vemos que, si el pan terreno impide que muramos de inanición, conservándonos en la vida corporal al alimentarnos con la substancia del pan, hecha de trigo, el Pan de Vida eterna, compuesto por la substancia divina de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, alimenta nuestras almas con la substancia misma de la naturaleza divina de la Trinidad, nutriéndonos con el alimento de los ángeles, el Pan Vivo bajado de los cielos, la Carne del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía, el Maná bajado del cielo, que concede la Vida Eterna de la Trinidad a quien consume este Pan del Altar en gracia, con Fe, con Piedad, con Devoción y sobre todo con celestial Amor.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956, 708.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 708.


viernes, 9 de agosto de 2024

“El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”

 



(Domingo XIX - TO - Ciclo B - 2024)

“El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 41-51). Nuestro Señor Jesucristo realiza a los judíos la más grandiosa revelación que jamás ser humano alguno haya podido escuchar; se revela como un “pan que es carne que da vida al mundo”: “El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Sin embargo, la magnitud y la sublimidad de la revelación es tan grande y supera tanto al pequeño y mezquino espíritu de los judíos -infinitamente más que el océano supera a un grano de arena- que los judíos, como si no hubieran entendido casi nada de lo que Jesús les acaba de decir y sin dar crédito a sus palabras, se escandalizan falsamente y se preguntan: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. La razón del escándalo de los judíos es que, ante la revelación de Jesús de que dará en Pan que es su Carne, la Carne del Cordero de Dios, en vez de escuchar con la luz del Espíritu Santo, lo hacen solamente con la sola luz de la razón natural, la cual, sin la luz del Espíritu Santo, es solo tinieblas y oscuridad. Debido a que solo usan su razón, sin la luz del Espíritu Santo, no pueden comprender que Jesús se refiere a su Cuerpo glorioso, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección; es decir, cuando Jesús dice que el Pan que Él dará es su Carne para la vida del mundo, está diciendo, por un lado, que Él y no el maná que recibieron los israelitas en el desierto, es el verdadero y único Maná bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía, pero además les está diciendo, literalmente, que es su Cuerpo glorificado por el Espíritu Santo el Domingo de Resurrección el que es ese Pan que es Carne asada en el Fuego del Divino Amor y es el que que da la vida eterna, la vida de la Santísima Trinidad. Los judíos se escandalizan porque piensan lo que Jesús les propone es comer su carne y beber su carne, pero sin pasar por el misterio pascual de Muerte y Resurrección, lo cual es un absurdo y no tiene nada que ver con los planes de la Redención divina.

El escándalo de los judíos en relación a Jesús no se detiene en su revelación como Pan que es Carne que da Vida Eterna; se extiende a su origen divino y no humano, por cuanto para los judíos, Jesús no es el Hijo de Dios, sino el hijo del carpintero, el hijo de José, el hijo de María, el hijo terrenal y natural de uno de los tantos matrimonios que habitan la Palestina de aquellos días y eso es lo que murmuran de Jesús después de que Jesús les dijera que Él es el “Pan bajado del cielo procedente del seno del Padre”: “Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: “Yo soy el Pan bajado del cielo”. Los judíos se escandalizan de Jesús porque lo ven con ojos puramente humanos y porque piensan que es nada más que el hijo meramente natural del hijo del carpintero del pueblo, José, y de su esposa, María, rechazando de plano el origen divino de Jesús “Y decían: “¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: ‘Yo he bajado del cielo’?”. La causa de la desconfianza de los judíos en las palabras de Jesús es la racionalización, es decir, racionalizan sus palabras, analizan las palabras de Jesús, que son Palabra de Dios, con la sola luz de su razón natural y hacer esto es como pretender iluminar con la luz de una vela, la oscuridad de la noche, o también, es pretender comparar la luz que proporciona un fósforo encendido, con la luz del sol, siendo la luz del fósforo la luz de nuestra razón, mientras que el sol es la luz de la Palabra de Dios. Es imposible comprender la Palabra de Dios sin la iluminación de la luz del Espíritu Santo y esto es lo que les sucede a los judíos: al no poseer la luz de Dios, racionalizan las palabras de Jesús, no entienden lo que les dice y todo lo interpretan al modo humano y así es que no entienden de qué manera alguien que es de su pueblo, que creció con ellos, a cuyos padres y familiares conocen, les diga ahora que viene del cielo y que su carne y su sangre es verdadera comida y verdadera bebida. No entienden porque todo lo reducen y limitan a los estrechos límites de la pequeñísima capacidad de la razón humana. La incapacidad de entender a Jesús por parte de los judíos se debe a que no tienen al Espíritu Santo y por esta razón toman en sentido material sus palabras, sin apreciar ni tan siquiera mínimamente el sentido espiritual y sobrenatural. De esta manera, piensan erróneamente que Jesús les habla de una especie de antropofagia cuando les dice que para entrar en el Reino deben comer su cuerpo y beber su sangre; creen también que ha perdido la razón cuando Jesús les revela que Él ha bajado del cielo, del seno del Padre, cuando todos juran y perjuran que es el hijo de José el carpintero; no pueden, de ninguna manera, creer que es la Segunda Persona de la Trinidad que está oculta en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, porque les falta la luz del Espíritu Santo. Jesús intenta sacarlos de su ceguera espiritual y de su incredulidad diciéndoles precisamente que para que puedan reconocer todas estas verdades sobrenaturales acerca de Él, deben ser atraídos por el Espíritu Santo enviado por el Padre, el cual los resucitará primero espiritualmente a la fe en Jesús y así los llevará luego al Padre: “Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día”.

Jesús no hace caso del falso escándalo de los judíos y profundiza aún más su revelación como Pan Vivo bajado del cielo y como Verdadero y Único Maná celestial, que da la vida de la Trinidad: “Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Él es el Pan de Vida en la Eucaristía, que da la Vida Eterna, porque da la Vida de la Trinidad, que es Vida Eterna, vida trinitaria y por eso quien lo consume en gracia, con fe, con amor, con piedad, con devoción, aunque muera terrenalmente, no morirá en la segunda muerte, que es la eterna condenación, sino que vivirá eternamente, en el Reino de los cielos. Jesús continúa todavía más profundizando su auto-revelación como Verbo Eterno del Padre, como Persona Segunda de la Trinidad que ha venido al mundo enviado por el Padre para donarse en el Altar de la Cruz y en la Cruz del Altar como Pan Viviente descendido del seno del Padre para conceder la Vida Eterna de la Trinidad a todo aquél que crea en Él y en su Presencia Eucarística y se una a Él, en su Presencia Eucarística, por la fe y por el amor, por el Sacramento de la Eucaristía, el Santísimo Sacramento del Altar: “Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo. El que coma de esta Pan vivirá eternamente y el Pan que Yo daré es mi Carne para la vida del mundo”. De esto se deduce la importancia de la Eucaristía y de cómo no da lo mismo recibirla o no recibirla: la Eucaristía es Jesús, vivo, glorioso, resucitado; la Eucaristía es la Persona Segunda de la Trinidad; la Eucaristía es algo que parece pan sin vida a los ojos del cuerpo, pero a los ojos del alma iluminados por la luz de la fe es un Pan que está Vivo porque el que está en Él es el Dios Viviente; la Eucaristía es Jesús, que Es Vida Increada, Vida divina, trinitaria infinita, eterna, que comunica de su vida divina a quien se une a Él sacramentalmente, por la comunión eucarística, en estado de gracia, con amor, en adoración y con fe. La Eucaristía es un Pan que parece pan pero que en realidad es la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo; la Eucaristía es la Carne santa del Cordero tres veces santo, que con su luz divina ilumina la Jerusalén celestial e ilumina también las tinieblas del alma que a Él se une por la Santa Comunión.

“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne? ¿No vive acaso entre nosotros; sus padres no son José y María y no creció Él en nuestro mismo pueblo? ¿Cómo puede decir que viene del cielo?”, dicen incrédulos los judíos, porque no tienen la luz del Espíritu Santo. Pero no son solo los judíos los que no tienen la luz del Espíritu Santo. La misma incredulidad y la misma falta del Espíritu Santo se repiten, lamentablemente, entre los católicos de hoy, el Nuevo Pueblo de Dios, porque si verdaderamente los católicos creyeran que, por las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo”, “Este es el Cáliz de mi Sangre”-, el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, el mundo entero se habría convertido ya a Cristo, por el testimonio de cientos de millones de católicos; las iglesias no darían abasto, la caridad cristiana se viviría por todo el mundo, la paz y la alegría de Dios reinaría de tal modo que parecería que el Reino de Dios ha bajado del cielo a la tierra. Pero eso no sucede y todo va cada vez de mal en peor y la razón es la falta de fe y el enfriamiento de la caridad de los cristianos, todo por repetir el mismo error de los judíos: no poseer el Espíritu Santo, que es el que permite comprender las palabras de Jesús. Pero hay una diferencia: a los judíos no les había sido dado todavía el Espíritu Santo, con lo cual no tenían culpa, en cambio a los católicos no se les dio una imagen de una paloma pintada en un cartulina de color; les fue dado, a través del Sacramento de la Confirmación, a la Persona misma del Espíritu Santo, a la Persona Tercera de la Santísima Trinidad Sacrosanta; se les dio a la Persona-Amor de la Trinidad, a la Persona que es el Amor Increado, el Amor Eterno que une en el Amor al Padre y al Hijo y a pesar de esto la inmensa mayoría lo rechazó, para vivir sin el Espíritu de Dios, con lo cual, esta inmensa mayoría de integrantes del Nuevo Pueblo de Dios es culpable, por sí misma, de vivir en las tinieblas en donde no está Dios. Debemos reflexionar y considerar si no somos nosotros mismos quienes hemos expulsado al Espíritu Santo de nuestros cuerpos y nuestras almas, porque en el Día del Juicio Final deberemos rendir cuentas de cómo tratamos al Espíritu Santo: si dejamos que fuera Él quien iluminara nuestras mentes y corazones, o si lo expulsamos de nuestras vidas, para vivir según nuestra propia voluntad y para hacer únicamente lo que se nos diera la gana, viviendo en las tinieblas del mundo y no según los Mandamientos de Dios.

martes, 2 de abril de 2024

Octava de Pascuas de Resurrección 2

 


“Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20, 11-18). María Magdalena va al sepulcro el Domingo a la mañana, para cumplir con el piadoso deber de cubrir con perfumes el cuerpo de Jesús, según la costumbre de enterrar que tienen los judíos. Sin embargo, al llegar el Domingo por la madrugada, encuentra la puerta del sepulcro abierta y al ingresar para ver qué pasaba, ve a dos ángeles que le preguntan por el motivo de su llanto. La respuesta de María Magdalena es un indicativo claro de que no cree en la resurrección de Jesús y que piensa que Jesús está muerto: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Luego, es el mismo Jesús resucitado en persona quien le pregunta por el motivo del llanto y a quién está buscando: “Mujer, ¿porqué lloras? ¿A quién buscas?”. María Magdalena, que no ha recibido todavía la luz del Espíritu Santo, no reconoce a Jesús resucitado y lo confunde con el “cuidador de la huerta” y le pide por favor que le diga dónde lo han puesto: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”. En ese momento, Jesús, soplando el Espíritu Santo sobre María Magdalena, iluminando así su mente y su corazón, la llama por su nombre: “¡María!” y es recién entonces cuando María Magdalena reconoce a Jesús resucitado.

Este episodio del Evangelio nos deja varias enseñanzas: primero, que María Magdalena, al igual que todos los discípulos, no cree en las palabras de Jesús, de que habría de resucitar “al tercer día”: María Magdalena va al huerto, pero va en busca del Cuerpo muerto de Jesús, no va en busca del Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús; otra enseñanza es la necesidad absoluta del Espíritu Santo para reconocer a Jesús resucitado, porque la resurrección es un misterio sobrenatural, infinitamente por encima de la capacidad de nuestra razón humana y por eso, si el alma no está iluminada por el Espíritu Santo, aun cuando se le aparezca Jesús en Persona, no lo va a reconocer; otra enseñanza es que María Magdalena está desorientada, porque al pensar en Jesús muerto, cree que se han llevado al Cuerpo muerto de Jesús y “no sabe dónde lo han puesto”. Solo cuando reciba la iluminación del Espíritu Santo, sabrá que tiene a Jesús en Persona, delante suyo.

“Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Lamentablemente, muchos cristianos, aun dentro de la Iglesia, acuden a la Iglesia, pero en busca de un Jesús muerto y no resucitado, repitiendo el error de María Magdalena; en el fondo, no creen que Jesús haya resucitado y mucho menos que ese Jesús resucitado esté, vivo y glorioso, en la Sagrada Eucaristía. Si pedimos la iluminación del Espíritu Santo, nosotros, parafraseando a María Magdalena, podemos decir: “El Señor Jesús ha resucitado y sabemos dónde está su Cuerpo glorioso: está en el sagrario, en la Sagrada Eucaristía, vivo, resucitado, glorioso, oculto en apariencia de pan, para comunicarnos su paz, su alegría, su fortaleza, su divinidad. Nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo vivo de Jesús: está resucitado y glorioso en el sagrario, en la Divina Eucaristía”.


lunes, 12 de febrero de 2024

“A esta generación no se le dará otro signo”

 


“A esta generación no se le dará otro signo” (Mc 8, 11-13). Los fariseos le piden a Jesús un signo del cielo para creer en Él, pero Jesús les responde que “no se les dará ningún signo”. La razón es que no es que no se les hayan dado signos o milagros, como para convencerlos de que Él es Dios, que Él es el Mesías que viene del cielo: por el contrario, se les han dado innumerables signos que indican que Él es el Mesías al cual esperan y del cual hablan los profetas, pero los fariseos son obstinados y enceguecidos y no quieren ver, porque no se trata de que no se han dado cuenta, sino de que se han dado cuenta, pero han rechazado los signos que Jesús ha hecho, sus innumerables milagros, como resucitar muertos, multiplicar panes y peces, curar enfermos, expulsar demonios. Los fariseos son obcecados y voluntariamente cierran sus ojos espirituales para no ver los signos que da Jesús.

Por último, no se les dará un signo, porque además de los signos o milagros que Jesús ha hecho, el mayor signo es Él mismo, Él, Jesús de Nazareth en Persona, es el signo más claro y evidente de que el Reino de Dios ha venido a los hombres y de que Él es el Mesías al que han esperado durante siglos. Pero como los fariseos, los escribas, los doctores de la ley, permanecen en su obstinación y en su ceguera, no quieren reconocer que Jesús es el Mesías y por eso piden un signo y Jesús les dice que “no les será dado”.

De manera análoga, sería como pedirle a la Iglesia Católica “un signo” que demostrase que Ella es la Verdadera Iglesia de Dios y tampoco se les daría ningún signo, porque ya los signos que la Iglesia da -los Sacramentos y el principal de todos, la Eucaristía-, demuestran que la Iglesia Católica es la Única y Verdadera Iglesia del Único y Verdadero Dios.

No repitamos los errores de los fariseos y no pidamos a la Iglesia signos que no serán dados; por el contrario, centremos la mirada del espíritu y del corazón en el Signo o Milagro por excelencia, la Sagrada Eucaristía, el signo que nos conduce al Reino de Dios.

miércoles, 8 de noviembre de 2023

“Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios”

 


“Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios” (Lc 14, 15-24). Aristóteles, uno de los más grandes filósofos precristianos, afirma que el ser humano nace con el deseo de ser feliz. En otras palabras, según este filósofo, se puede decir que todo ser humano lleva impreso en su naturaleza el deseo de la felicidad, el deseo de ser feliz y que sus acciones están motivadas por este deseo o también que el motor que impulsa sus movimientos es el intento de satisfacer el deseo de ser feliz. San Agustín, tomando como cierta afirmación de Aristóteles, agrega que, debido al pecado original, el ser humano, desea ser feliz, pero al no tener la luz de la gracia, se equivoca en aquello que cree que le dará la felicidad -el dinero, la sensualidad, la fama, etc.- y como estas cosas no pueden nunca concederle la felicidad, el hombre busca en vano ser feliz con estas cosas.

En el Evangelio, Jesús también se refiere al tema de la felicidad del hombre, proporcionando una orientación directa en la cual el hombre puede alcanzar la felicidad total, plena, duradera, eterna: “Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios”. Esta frase de Jesús es tomada por la Iglesia y es incorporada en el momento inmediatamente posterior a la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, utilizando prácticamente las mismas palabras del Señor en el Evangelio. Luego de la consagración, cuando el sacerdote ministerial eleva la Hostia consagrada en la Ostentación, dice: “Dichosos los invitados al banquete del Señor”.

¿Cuál es la razón de la dicha de quien comulga, de quien recibe la Eucaristía, de quien acude al banquete del Reino de los cielos?

La razón es que en la Eucaristía se contiene al Rey de reyes y Señor de señores, que es en Sí mismo la Alegría Increada y que comunica de esa alegría a quien lo recibe con fe, con piedad, con amor y sobre todo en estado de gracia. La verdadera dicha del alma no reside en ningún bien temporal, sino ante todo en bienes espirituales y dentro de estos bienes espirituales, el más excelso de todos, es el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía. A eso se refiere la Iglesia cuando, por boca del sacerdote ministerial, al hacer la Ostentación eucarística, dice: “Dichosos los invitados al banquete del Señor”.

martes, 10 de octubre de 2023

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



         Le piden a Jesús que “les enseñe a orar” y Jesús enseña el Padrenuestro. Esta oración tiene la particularidad de que no solo es enseñada en Persona por Nuestro Señor Jesucristo, sino que podemos decir que se vive en la Santa Misa. Veamos la razón.

         “Padrenuestro que estás en el cielo”: le rezamos a nuestro Padre que está en el cielo, pero en la Santa Misa, si bien se celebra en la tierra, se hace Presente, sobre el altar eucarístico, el cielo en el que está nuestro Padre celestial, el cual envía a su Hijo Jesucristo, por el Espíritu Santo, a la Sagrada Eucaristía.

         “Santificado sea tu Nombre”: el Nombre de Dios, Tres veces Santo, es santificado por Nuestro Señor Jesucristo en Persona, al renovar en el altar eucarístico su Santo Sacrificio de la Cruz, de modo incruento y sacramental.

         “Venga a nosotros tu Reino”: por la Santa Misa, viene a nuestro presente, a nuestro aquí y ahora, no solo el Reino de Dios, sino el Rey del Reino de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, en la Sagrada Eucaristía.

         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: la voluntad santísima de Dios es que todos nos salvemos por medio del Santo Sacrificio de la Cruz y en la Santa Misa, Nuestro Señor Jesucristo cumple la voluntad del Padre, al renovar de manera incruenta y sacramental el Sacrificio de la Cruz, por el cual somos salvados.

         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en la Santa Misa, Dios Padre no solo nos provee del pan material, el pan de la mesa, el alimento del cuerpo, sino sobre todo el Pan de Vida eterna, que nutre al alma con la Vida Divina del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

         “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: por la Santa Misa, Dios Padre nos perdona nuestros pecados incluso antes de que se lo pidamos, puesto que por pedido suyo, Nuestro Señor Jesucristo entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el Cáliz, para el perdón de nuestros pecados.

         “No nos dejes caer en la tentación”: por la Santa Misa, recibimos la fuerza divina del mismo Hijo de Dios, Jesucristo, al comulgar la Sagrada Eucaristía y con esta fuerza divina no solo no caemos en la tentación, sino que crecemos cada vez más en la imitación del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

         “Y líbranos del mal”: en la Santa Misa somos librados del mal en persona, el ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua, porque por el Santo Sacrificio del altar, Nuestro Señor Jesucristo aplasta la cabeza de este monstruo del Infierno, derrotándolo para siempre, sepultándolo en el Infierno.

         Por todas estas razones, vemos que el Padrenuestro es una oración que no solo se reza, sino que se vive en la Santa Misa.

 

martes, 25 de julio de 2023

“El que escucha la Palabra y la entiende, ése dará fruto”


 

“El que escucha la Palabra y la entiende, ése dará fruto” (Mt 13, 18-23). En este párrafo del Evangelio, Jesús continúa con la explicación de la parábola del trigo y la cizaña: lo sembrado al borde del camino, es el que escuchó la Palabra pero no la entendió y el Maligno, el Demonio, el Ángel caído, le arrebata lo que ha sido sembrado en su corazón. Lo sembrado en terreno pedregoso, es el que escucha y acepta la Palabra de Dios con alegría, pero al no tener raíz, es inconstante y en cuanto sobreviene una dificultad o una persecución por causa de la palabra, sucumbe. Lo sembrado entre zarzas o espinas, representan a los que escuchan la Palabra de Dios, pero las circunstancias de la vida y la atracción que ejercen los bienes materiales, hacen que el alma olvide fácilmente lo que escuchó de la Palabra de Dios. Por último, siempre según Jesús, el que escucha la Palabra de Dios y la entiende, da fruto al cien, al sesenta y al treinta por uno.

En esta parábola hay que considerar algo que es esencial para su comprensión y es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. ¿Por qué razón? Porque la Sagrada Escritura, aunque fue escrita por hombres, en el sentido de que fueron hombres con sus manos humanas las que las escribieron, no provienen del hombre, sino de Dios, de las Tres Personas de la Trinidad. La Sagrada Escritura no es un escrito humano: proviene de la Inteligencia Increada, que es Dios, por lo cual, intentar leerla sin la luz del Espíritu Santo, lleva a que el alma se pierda en los estrechos límites de la capacidad de la razón humana, negando todo lo sobrenatural, como la revelación de la Trinidad por parte de Jesús; como su auto-revelación como Dios Hijo encarnado; como su Concepción virginal, por obra del Espíritu Santo, en el seno virgen de María, y así con todos los misterios sobrenaturales, convirtiendo a la Biblia, Palabra de Dios, en palabra meramente humana.

Quienes piden humildemente la luz del Espíritu Santo, antes de emprender la lectura de la Sagrada Escritura, es ése el que producirá fruto, en distintos porcentajes, según Jesús. Otro elemento a tener en cuenta es la Palabra de Dios encarnada, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Pidamos siempre la gracia de leer la Palabra de Dios con la luz del Espíritu Santo y de recibir, con el corazón en gracia, a la Palabra de Dios que prolonga su Encarnación en la Sagrada Eucaristía. Solo así daremos frutos para el Reino de Dios.

“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”

 


“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen” (Mt 13, 10-17). Los discípulos le preguntan a Jesús porqué Él les habla en parábolas y Él les contesta que, a ellos, a sus discípulos, “se les ha concedido conocer los secretos del Reino de los cielos”, pero a los otros, a los que no son sus discípulos, “no”. La razón de esta preferencia la da el mismo Jesús: porque quienes no son sus discípulos, de forma libre y voluntaria, han cerrado sus oídos para no entender; han mirado sin ver; han endurecido sus corazones, para que Él no los convierta. Es decir, se trata de hombres, seres humanos, que han visto a la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús, quien los llama a la conversión, y no han querido convertirse; han visto sus milagros, con sus propios ojos y aun así no han creído en Jesús como Dios Hijo encarnado; han escuchado sus consejos evangélicos -amar al enemigo, perdonar setenta veces siete, cargar la cruz de cada día-, pero han preferido cerrar sus oídos, para seguir escuchando mundanidades, banalidades que no conducen al Reino de Dios; han escuchado que deben bendecir a los que los maldicen y que deben poner la otra mejilla, pero han endurecido sus corazones, permaneciendo en la ley maldita del Talión, abrogada por Jesús, que lejos de perdonar, insta a la venganza: “Ojo por ojo y diente por diente”. Estos hombres han visto y oído lo que muchos justos y profetas del Antiguo Testamento hubieran querido ver y oír, pero aun así, habiendo tenido el privilegio de ver y oír al Hijo de Dios encarnado, el Emmanuel, han preferido continuar con sus vidas paganas y mundanas, cegadas por sus pasiones y, en definitiva, han continuando adorando al Ángel caído en lo más profundo de sus corazones.

“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. La frase no es solo para los discípulos contemporáneos de Jesús, sino que va dirigida a toda la Iglesia de todos los tiempos, por eso está también dirigida a nosotros, católicos del siglo XXI, que vemos y oímos lo que muchos hombres de buena voluntad querrían ver y oír y no lo hacen. ¿Qué es lo que nos hace “dichosos”, porque vemos y oímos lo que otros no? Lo que nos hace dichosos, es ver, con los ojos del cuerpo, la Hostia consagrada; es ver, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; por la fe, vemos, no sensiblemente, sino insensiblemente, espiritualmente, por la fe, a Cristo Dios, el Hijo de Dios encarnado en el seno de la Virgen, que prolonga su Encarnación en el seno de la Madre Iglesia, el Altar Eucarístico y esto nos llena de gozo, no de un gozo natural, terreno, efímero, sino de un gozo sobrenatural, que brota del mismo Ser divino trinitario que se hace presente en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa. ¿Qué es lo que oímos y nos hace dichosos? Oímos las palabras de la consagración, palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial, pero que poseen la fuerza de Dios Hijo, quien es el que, a través de estas palabras, pronuncia Él mismo las palabras de la consagración, para convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre; somos dichosos porque oímos la Voz de Cristo, imperceptible, porque habla a través y en medio, podríamos decir, de la voz del sacerdote ministerial que las pronuncia, y eso nos llega de gozo, un gozo imposible de describir y de alcanzar por causas naturales, sean naturales humanas o preternaturales, es decir, angélicas, es un gozo que solo Dios puede conceder. Por eso es que la frase de Jesús está dirigida también para nosotros: “Dichosos vuestros ojos porque véis la Eucaristía y vuestros oídos porque oyen las palabras de la consagración”.

martes, 18 de julio de 2023

“El Hijo del hombre es dueño del sábado”

 


“El Hijo del hombre es dueño del sábado” (Mt 12, 1-8). En el episodio del Evangelio, Jesús y sus discípulos daban el corto paseo sabático -estaba permitido caminar solo un kilómetro- por los campos. Como los escribas y fariseos habían inventado decenas de normas humanas y absurdas, dentro de estas normas prohibitivas se encontraba el segar y el trillar: estas eran dos de las treinta y nueve obras prohibidas en el día sábado[1]. La casuística rabínica posterior consideraba la acción de arrancar las espigas como segar y el frotarlas entre las manos como el equivalente a trillar. Los celosos fariseos eran de la misma opinión, por eso mismo, los fariseos, al ver que los discípulos de Jesús, para calmar el hambre, empiezan a arrancar las espigas, las frotan entre las manos y las comen, le reprochan a Jesús esta “falta” legal de sus discípulos: “Mira, tus discípulos están haciendo una cosa que no está permitida el sábado”. Jesús soluciona la cuestión basándose en el principio de que la necesidad excusa de tal ley positiva (es decir, ley inventada por los hombres) y para eso cita el ejemplo de David (1 Sam 21, 1-6), en donde, huyendo de la ira de Saúl, David llegó adonde estaba el tabernáculo; en ese  momento, el sumo sacerdote Ajimelec le permitió comer de los doce panes llamados ordinariamente “de la faz”, porque eran colocados en presencia de Dios en el santuario, o también “de la proposición”, que significa “colocado delante”, delante de Dios, se entiende. Esta ofrenda era renovada cada semana y una vez retirados los panes eran comidos por los sacerdotes a causa de su carácter sagrado. Sin embargo, la necesidad de David prevaleció sobre esta ley positiva y la excepción fue sancionada por el sumo sacerdote.

Además, Jesús agrega que el sacrificio del templo ofrecido en sábado, es una transgresión literal del descanso sabático y esto porque el servicio del templo es único y claramente trasciende todos los otros deberes. Pero Jesús dice algo que revela su condición divina, su condición de ser no simplemente un hombre santo, a quien Dios acompaña con sus signos, sino el ser el mismo Dios Hijo en Persona: Jesús dice: “Aquí -en Él, en su Persona divina- hay algo más grande que el templo”, una afirmación que no puede justificarse si no es Él Dios en Persona, tal como lo es.

Por su parte, los fariseos, en teoría los maestros de la ley, no han penetrado ni siquiera el espíritu de la antigua ley y esto se demuestra porque sus escrúpulos legales les impiden hacer un juicio prudente y caritativo respecto de los discípulos de Jesús. A su vez Jesús reafirma una vez más su condición divina, al revelar que Él, el Hijo del hombre, es “Señor del sábado” y revela su condición divina porque el sábado había sido instituido como sagrado por Dios y entonces Él, como es Dios, puede dispensar del sábado cuando Él quiera, porque Él mismo lo instituyó. Entonces, la reivindicación de Jesús de ser “Señor del sábado”, no puede explicarse si no es por la condición divina de Jesús, por el hecho de ser Él Dios Hijo en Persona.

“El Hijo del hombre es dueño del sábado”. Si David comió de los panes de la proposición, los panes consagrados a Dios, recibiendo así del sacerdote Ajimelec la verdadera caridad, al saciar con estos panes sagrados su hambre, lo que el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo nos concede en cada Santa Misa lo supera infinitamente, porque nos da, como alimento de nuestras almas, no un pan bendecido, sino su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en cada Eucaristía. No asistir a Misa el día de precepto, el Domingo, es hacer vano el don del Amor Misericordioso de Dios, la Sagrada Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 391.