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miércoles, 24 de agosto de 2022

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado”

 


(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2022)

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado” (Mt 23, 1-12). En este Evangelio, Jesús pide, implícitamente, para el cristiano, la virtud de la humildad, porque la posesión o no posesión de esa virtud, condiciona el destino del alma, no tanto el temporal, sino el destino eterno. La advertencia de Jesús es simple y depende de la libre voluntad del alma: quien se humille, será ensalzado; quien se ensalce, será humillado.

Jesús, entonces, nos pide ser virtuosos y, en concreto, trabajar para adquirir, o al menos, esforzarnos por adquirir, la virtud de la humidad. Ahora bien, el pedido de Jesús sobre esta virtud tiene un sentido que va más allá del simple hecho de esforzarnos para obtenerla, al tiempo de evitar el pecado de la soberbia, por el solo hecho de evitarlo: nos pide que luchemos ascéticamente para obtener la virtud de la humildad, porque de esta manera lo imitamos a Él, que es “manso y humilde de corazón”, ya que esto es lo que Jesús nos pide explícitamente, que lo imitemos a Él en esta virtud, en la mansedumbre y en la humildad: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Jesús nos pide esto porque de esta manera no solo adquirimos o procuramos adquirir la virtud de la humildad, sino que de esta manera somos partícipes de su santidad, porque por la gracia nos hacemos partícipes de Cristo orgánicamente y con la humildad, lo imitamos a Él no sólo externamente, sino internamente, con lo que podríamos decir que un alma que es humilde participa de la misma humildad de Cristo.

El otro elemento que debemos tener en cuenta es que el pecado opuesto a la humildad, no solo vuelve soberbia al alma, sino algo mucho peor: por la soberbia, el alma se hace partícipe del pecado capital de demonio en los cielos, pecado que le valió el ser expulsado para siempre de los cielos. Esto quiere decir que, así como el humilde participa de la humildad de Jesús y así se vuelve, en mayor o menor medida, como Jesús, así el alma soberbia, al ser partícipe de la soberbia del Demonio, participa de su misma soberbia demoníaca, con lo cual se convierte en una expresión humana del Demonio en la tierra.

“El que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado”. Como Jesús quiere que estemos con Él en el cielo y que no nos condenemos en el Infierno, es que nos pide que seamos “mansos y humildes de corazón”, porque sólo en la imitación de Cristo y en su seguimiento, por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, seremos capaces de ingresar en el Reino de los cielos. Ahora bien, hay muchas maneras de ejercer la humildad y quien no sepa cómo hacerlo, que contemple a Jesús crucificado y lo imite: en la cruz, Jesús es ejemplo de una infinitud de perfecciones, en grado infinito y lo es, por esto mismo, ejemplo de mansedumbre y de humildad. Jesús en la Cruz es ejemplo de mansedumbre, de paciencia, de perdón, de justicia, de fortaleza, de humildad, pero sobre todo, es ejemplo de amor, porque Él sufre por nosotros por amor y nada más que por amor, ya que Él no tenía ninguna obligación de sufrir por nuestra salvación. De manera concreta, en la vida de cada día, se puede ejercer la humildad, por ejemplo, callando frente a las ofensas personales –no a las ofensas contra Dios, la Patria y la Familia-; perdonando a quienes nos ofenden, haciendo el bien, pero sin darlo a conocer, según el principio de Jesús: “Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda”, etcétera. Entonces, si queremos entrar en el Reino de los cielos, contemplemos a Jesús crucificado y le pidamos la gracia a la Virgen de poder imitarlo, aunque sea mínimamente, en su humillación, en su humildad, en su mansedumbre, en su amor.

 

martes, 7 de abril de 2020

Viernes Santo de la Pasión del Señor


Crucifixión – SabanaSanta.org

(Ciclo A – 2020)

         Después de ser crucificado y elevado en alto, Jesús permanece en ese estado durante tres largas horas, en una penosísima agonía. Finalmente, luego de cumplir la Redención y de entregar su espíritu a su Padre, Jesús muere en la cruz. La muerte de Jesús no es la muerte de un hombre santo, ni siquiera del más santo entre los santos: es la muerte de Dios encarnado, es la muerte del Hombre-Dios, que se encarnó en el seno de la Virgen Madre, por obra del Espíritu Santo y por el querer del Padre. El hecho de que el que muere en la cruz es Dios Tres veces Santo, es lo que explica los eventos de orden cósmico y cosmológico que se suceden en el instante mismo en que Jesús muere –el terremoto, el eclipse solar- y es lo que explica también los eventos sobrenaturales que se verifican según el relato del Evangelio, como la resurrección de una multitud de santos que se les aparecen a los habitantes de Jerusalén, la conversión del soldado Longinos luego de traspasar el Corazón de Jesús con una lanza, derramándose sobre él la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús. La conversión de Longinos es el anticipo y la prefiguración de las incontables conversiones que habrían de darse en el tiempo, al caer esta misma Sangre y Agua, de modo misterioso, sobre las almas.
         A su vez el eclipse del sol, si bien fue un hecho cósmico -verdaderamente hubo un eclipse solar-, es una prefiguración de lo que sucede en el mundo espiritual: quien muere en la cruz es el Sol de justicia, Cristo Jesús, que es el Dios que es la Vida Increada y que da la vida a todo ser viviente: si muere el Sol, no sólo la tierra queda envuelta en las más densas tinieblas, sino que las almas mismas quedan inmersas en las más profundas tinieblas espirituales: de la misma manera a como el solo queda oculto en el eclipse, así el Sol de justicia, Cristo Jesús, queda oculta a las almas que han cometido el pecado más grave de todos, el pecado de deicidio, el pecado por el cual han matado a Dios. Pero no solo estas tinieblas envuelven a las almas: cuando el alma comete un pecado mortal -renueva el deicidio de la cruz-, el alma queda rodeada y dominada por las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios, quienes parecen alcanzar su máximo triunfo con la muerte de Jesús.
Precisamente, el ocultamiento del sol ocurrido en el momento de la muerte de Jesús tiene un significado sobrenatural, ya que es un símbolo de la aparente victoria de las tinieblas vivientes del Infierno sobre la Luz Eterna, Jesucristo: mientras la Luz Eterna muere en la cruz, es el momento en el que aprovechan los ángeles caídos, las tinieblas vivientes, para apoderarse de las almas de los hombres, principalmente de aquellos que se unieron al Príncipe de las tinieblas para dar muerte al Hijo de Dios.
         Pero el triunfo de las tinieblas vivientes es sólo aparente: como ya dijimos, el derramamiento del Agua y la Sangre del Costado traspasado de Jesús y la consecuente conversión del soldado Longinos, es sólo el anticipo y la prefiguración de las innumerables conversiones que habrían de darse a lo largo de los siglos, al derramarse de modo misterioso esta Sangre y esta agua sobre las almas de los fieles a quienes Dios acerca a la cruz.
Otro signo sobrenatural que se da con la muerte de Jesús es la resurrección de numerosos santos; es el fruto incipiente de la muerte de Jesús, Él muere para que los que han muerto en Dios resuciten a la vida eterna. Es un anticipo también de lo que sucederá al fin de los tiempos, en el Día Final, cuando por los méritos de la muerte de Jesús en la cruz, las almas se unan a los cuerpos y así se produzca la resurrección, aunque algunos resucitarán para la vida eterna, mientras que otros, para la segunda y definitiva muerte, la eterna condenación.
Para la Iglesia Católica, el Viernes Santo representa el día más triste y oscuro espiritualmente hablando; es el día en el que en apariencia las tinieblas del Infierno cantan triunfo sobre el Dios Viviente, porque han logrado, con la ayuda cómplice de los hombres entenebrecidos, dar muerte al Dios de la Vida. Para la Iglesia, se trata de un día de duelo, en el que parecieran haber triunfado sobre ella las puertas del Infierno. El hecho de que los sacerdotes se postren en la ceremonia de la cruz refleja el estado espiritual de la Iglesia: la postración del sacerdote ministerial es una señal de duelo, porque ha muerto en el Calvario el Sumo y Eterno sacerdote, Cristo Jesús y puesto que participan de su poder sacerdotal, carece de toda razón su ministerio sacerdotal, al haber muerto Cristo Jesús. Por esta razón es que en no se celebran misas – es el único día del año en el que no se celebran misas- el Viernes Santo, porque la Iglesia está de luto al haber muerto en el Calvario el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo.
          Ahora bien, tanto la derrota de Jesús como de la Iglesia, son solo aparentes y no reales, porque en el caso de Jesús, su Divinidad permanece unida a su Cuerpo y a su Alma y es la que llevará a cabo la Resurrección al tercer día, es decir, el Domingo; en el caso de la Iglesia, se cumplen las palabras de Jesús de que “las puertas del Infierno no triunfarán” sobre ella.
Por esta razón, de modo opuesto a lo que parece, la muerte de Jesús, lejos de ser un fracaso, representa el triunfo más rotundo de Dios Trino sobre los tres enemigos del hombre, el demonio, la muerte y el pecado, ya que con su muerte en cruz los derrota de una vez y para siempre.
No obstante, en el misterio de la redención, el Viernes Santo es un día de luto y de tristeza para la Iglesia Católica, porque ha muerto en Cruz el Hombre-Dios, Jesucristo.


sábado, 13 de septiembre de 2014

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz


(Ciclo A – 2014)
         ¿Por qué los cristianos celebramos la “Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz”? ¿Por qué los cristianos “exaltamos” la cruz? ¿Acaso la cruz no es un instrumento de tortura, de humillación, de muerte y de muerte violenta, extrema, humillante, cruel? ¿Cómo puede ser que los cristianos no sólo celebremos, sino que exaltemos –que es más que celebrar, porque es celebrar con más alegría, si cabe- la cruz, un instrumento tan cruel? Los romanos reservaban la muerte de cruz para los peores criminales, y habían establecido que las ejecuciones en la cruz fueran públicas, para que todos vieran la crueldad extrema a la que ellos eran capaces de llegar en la aplicación de la ley, con el objetivo de disuadir a los potenciales criminales, de manera tal de ejercer un efecto preventivo en la delincuencia y en los que quisieran atentar contra el Imperio Romano y contra el Emperador de Roma. Viendo a los delincuentes morir de una forma tan atroz en la cruz –los delincuentes morían en medio de terribles dolores, lancinantes, quemantes, por los clavos, pero además sufrían falta de aire por la posición del crucificado-, las autoridades romanas esperaban disuadir tanto a los potenciales agitadores contra el Imperio, como a los ladrones de poca monta. Sea como sea, la muerte en cruz era una muerte cruel, atroz, feroz, salvaje, humillante, propia de pueblos bárbaros, que choca profundamente a la sensibilidad de cualquier hombre y mucho más a nuestra sensibilidad de hombres “ilustrados”, racionales, tecnológicos del siglo XXI.
También la pregunta surge cuando vemos a Jesús crucificado y lo contemplamos con sus múltiples heridas, con su corona de espinas que le taladran su Sagrada Cabeza y le hacen correr abundante Sangre, que bañan su Santa Faz por completo; cuando contemplamos sus manos y pies perforadas por gruesos clavos de hierros; cuando contemplamos su Sacratísimo Cuerpo cubierto de golpes, de hematomas, de flagelaciones, de heridas abiertas; cuando contemplamos su Costado traspasado, por donde fluyen la Sangre y el Agua. Cuando contemplamos a Jesús, así tan malherido en la cruz, es que nos volvemos a preguntar, ¿por qué los cristianos, más que celebrar, exaltamos -y todavía más, adoramos- la cruz?
Y la respuesta nos viene de lo alto, y se hace escuchar en lo profundo del corazón, en el silencio de la contemplación a Cristo crucificado: porque el que cuelga de un madero no es un hombre más entre tantos, sino Jesucristo, el Hijo Eterno del Padre, hecho hombre para nuestra salvación; el que cuelga de un madero no es un hombre más entre tantos, sino Dios Hijo encarnado, el Verbo de Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios; el que cuelga del madero es Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios y como Él es el Hombre-Dios, Él puede, con su poder divino, con su omnipotencia, con el poder de su Amor, transformar el instrumento de muerte y de humillación inventado por el hombre, que es la cruz, en instrumento de vida y de gloria. Nosotros, los hombres, con nuestros pecados, lo subimos en una cruz con nuestra malicia, con nuestros pecados, y le dimos muerte de cruz, muerte humillante y dolorosa, pero como Él es Dios, Él, con su poder omnipotente, con la fuerza de su Amor, transformó la muerte en vida, la humillación en gloria y así la cruz, de instrumento de muerte y de humillación del hombre, se convirtió, en Cristo Jesús, en Trono de Gloria y de Vida eterna, porque el que reina en el madero es el Kyrios, el Rey de la gloria, el Señor Jesús, Dios Hijo encarnado.
Aquí está, entonces, la respuesta a la pregunta de por qué los cristianos celebramos, exaltamos, adoramos, la Santa Cruz: porque el que está crucificado es Jesucristo, el Hombre-Dios, el Rey de la gloria, y el Él transforma, con su poder divino, a la muerte en vida y a la humillación en gloria y así la cruz se vuelve, con Él, en estandarte victorioso y triunfante de Dios, que obtiene un triple triunfo, sobre los tres enemigos mortales del hombre: la muerte, el pecado y el demonio, y este triple triunfo será también un motivo para celebrar, exaltar y adorar la cruz. Cristo en la cruz triunfa sobre la muerte, porque Cristo muere en la cruz pero luego resucita, y así con su Vida eterna, da muerte a la muerte, resucitando para no morir más; Cristo en la cruz triunfa sobre el pecado, porque Cristo muere en la cruz a causa del pecado del hombre y Él, al derramar su Sangre Preciosísima -como había cargado sobre sí mismo los pecados de todos los hombres de todos los tiempos-, portadora del Espíritu Santo, lava los pecados de todos los hombres, quitándolos de una vez y para siempre y por eso Él es el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cfr. Misal Romano), porque con su Sangre derramada en la cruz, quita los pecados de los hombres, para darles a cambio, con la bebida de esta misma Sangre, su gracia santificante y con su gracia, su Vida eterna; por último, Cristo en la cruz triunfa también sobre el Demonio, porque Cristo subió a la cruz por la malicia de los hombres que actuaron con su propia malicia, pero también actuaron instigados y bajo las órdenes del Ángel caído, Satanás, y de todas las huestes del infierno, que se desencadenaron contra el Hombre-Dios para tratar de vencerlo, pero como Cristo es Dios, Cristo venció a Satanás y a todas las huestes infernales en la cruz, de una vez y para siempre, de manera tal que el demonio, que había triunfado sobre el hombre en un árbol -el árbol de la ciencia del bien y del mal, en el Paraíso terrenal-, fue vencido también en un árbol, el Árbol Santo de la cruz,  como dice el Misal Romano en su Prefacio. 
Además, puesto que el poder que emana de la cruz es tan grande y tan fuerte, por la Santa Cruz no solo se cumplen las siguientes palabras de Jesucristo: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 18), sino también las siguientes: “Al Nombre de Jesucristo, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil 2, 10-11): esto quiere decir que el poder divino que emana de la cruz se hace sentir en el cielo, en la tierra y en el Infierno: en el cielo, porque la cruz brilla eternamente en los cielos, como signo de la victoria eterna que el Hombre-Dios consiguió en el Calvario para el hombre; en la tierra, porque la cruz es el signo victorioso que enarbola la Iglesia Peregrina en la tierra contra sus enemigos infernales; y en el Infierno, porque la fuerza de la omnipotencia divina que brota de la cruz se hace sentir hasta en el último rincón del Infierno, porque hasta allí se hace sentir el poder de Dios que brota de la cruz, acorralándolo al Demonio en su madriguera, haciéndolo aullar de terror y de pavor ante la vista de la cruz, así como una bestia acorralada grita enloquecida de terror antes de ser aniquilada por su cazador. Por eso Santa Teresa de Ávila decía: “Antes, yo temía al demonio, pero con Cristo en la cruz, ahora es el Demonio el que me teme a mí”.
Por todo esto es que celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz, porque Cristo venció en ella a la muerte, al pecado y al demonio, pero además, Jesucristo no solo derrotó a nuestros tres enemigos mortales en la cruz, sino que además nos abrió las puertas del cielo, porque Él lo dice en el Evangelio: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) y Él en la cruz es el Camino para ir al Padre, es la Verdad que nos lo hace conocer y es la Vida divina que nos hace vivir con la vida misma de Dios, porque desde la cruz, Jesús nos envía el Espíritu Santo con su Sangre derramada y el Espíritu Santo, en un movimiento de descenso y luego de ascenso, nos incorpora a Él y nos conduce al seno del Eterno Padre, por eso Jesús dice: “Nadie va al Padre sino es por Mí” (Jn 14, 6).
Entonces ya sabemos la respuesta a la pregunta de por qué los cristianos no solo celebramos, sino que exaltamos y adoramos la cruz:
-Exaltamos y adoramos la cruz, porque el que cuelga en el madero es el Kyrios, el Rey de la gloria, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Hijo Eterno del Padre.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque la cruz está empapada con la Sangre del Cordero de Dios.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque muriendo en la cruz, Jesucristo dio muerte a nuestra muerte y nos hizo nacer a la vida nueva de los hijos de Dios.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque Jesucristo lavó nuestros pecados con su Sangre al precio del sacrificio de su vida en la cruz.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque en el Árbol de la cruz, Jesucristo derrotó al enemigo infernal de las almas, de una vez y para siempre.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque desde la cruz, Jesucristo nos envió el Espíritu Santo para incorporarnos a su Corazón traspasado, y por su Corazón traspasado, puerta abierta al cielo, al seno eterno del Padre, porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Por todo esto, celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz.

Por último, como la Santa Misa, la Eucaristía, es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, también, por las mismas razones, celebramos, exaltamos y adoramos la Eucaristía.

lunes, 18 de agosto de 2014

“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”


“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Mt 19, 23-30). Jesús dice que los ricos –tanto de bienes materiales, como de cargas espirituales, como la soberbia y la autosuficiencia-, “difícilmente” entrarán en el Reino de los cielos, y esto se debe a que estos bienes, en el momento de la muerte, se convierten en pesados lastres que impiden al alma remontar el vuelo que los conduce hacia la Casa del Padre. Aún más, no solo impiden al alma remontar vuelo, sino que la arrastran hacia abajo, hacia el abismo del cual no se regresa, con tanta más velocidad, cuanto mayor sean los bienes acumulados, y esta es la razón por la cual Jesús dice que “difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos”. Y para graficar esta dificultad, Jesús usa la figura de un camello que, cargado de mercaderías, intenta pasar “por el ojo de una aguja”, es decir, por la puerta estrecha de las ovejas, que eran las pequeñas puertas por donde pasaban las ovejas a la ciudad de Jerusalén. La dificultad de la salvación se hace evidente, porque inmediatamente, los discípulos se dan cuenta que entonces, casi nadie puede salvarse, porque Jesús no se está hablando de personas millonarias: cuando Jesús habla de “ricos”, está hablando de personas comunes y corrientes, pero cuyos corazones están apegados a las cosas materiales y a su propia razón y además son soberbios, y por eso son como camellos cargados de mercaderías, altos y anchos por los costados, que no pueden pasar por una puerta que es baja y angosta. El amor al dinero –no necesariamente se debe ser millonario, sino solamente poseer amor al dinero, ya que se puede tener un corazón de avaro aunque no se posea un tesoro-, es el principio de todos los males en el hombre, y así lo advierte la Palabra de Dios: “Raíz de todos los males es el amor al dinero; y algunos, por dejarse llevar de él, han quedado sumergidos en un mar de tormentos”[1]. Y el Qoelet dice: “(Dios) al pecador da el trabajo de amontonar y atesorar para dejárselo a quien él le plazca. También esto es vanidad y atrapar vientos”[2].
Los discípulos se dan cuenta de que Jesús está hablando de personas comunes y corrientes, y no de millonarios con toneladas de oro, cuando habla de los “ricos” que “difícilmente podrán salvarse” y por eso es que preguntan, angustiados: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Y Jesús responde: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”. Dios hace posible la salvación de un rico, es decir, de un corazón apegado a los bienes materiales, a su razón y henchido por su soberbia. ¿De qué manera? Así como un camello puede pasar a través de una puerta baja y angosta, si primero se arrodilla y luego se quita su carga, así también el hombre, puede entrar en el Reino de los cielos, si primero se arrodilla ante Jesús crucificado y luego, postrado en adoración ante Jesús, le pide que su Sangre caiga sobre él y purifique su negro corazón, quitándole sus pecados; de esa manera, el pecador no solo se ve libre de la carga opresiva del pecado, sino que su alma se siente impulsada a elevarse, con la fuerza del Espíritu Santo, que viene desde el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, y lo conduce hacia el mismo Corazón de Jesús y, desde Él, hacia el Padre. Y así el alma se salva, porque de rico se ha convertido en pobre, de soberbio en humilde, de pecador en santo, porque ha sido santificado por la gracia que emana de la Sangre que brota del Sagrado Corazón de Jesús. Así es como Dios hace posible, lo que es imposible para el hombre.




[1] 1 Tim 6, 10.
[2] 2, 26.

martes, 17 de junio de 2014

“Cuando oren, ayunen, den limosna, que no los vean los hombres, sino vuestro Padre del cielo”


“Cuando oren, ayunen, den limosna, que no los vean los hombres, sino vuestro Padre del cielo” (cfr. Mt 6, 1-6. 16-18). Jesús advierte contra la tentación farisaica de exteriorizar las obras buenas de la religión –oración, ayuno, limosna-, para ser alabados por los hombres y no por Dios. Al revés del fariseo, que centra su gloria en la alabanza del mundo y de los hombres, el verdadero hombre espiritual obra la misericordia para con su prójimo y eleva sus oraciones a Dios sin exteriorizaciones y sin hacerse notar, porque sabe que Dios, con su omnisciencia, todo lo ve y todo lo sabe, y entiende que lo que cuenta es el juicio de Dios y no el vano juicio de los hombres, porque Dios juzga la recta intención, mientras que los hombres solo juzgan las apariencias.

“Cuando oren, ayunen, den limosna, que no los vean los hombres, sino vuestro Padre del cielo”. Los santos y los mártires son ejemplo de cómo vencer los respetos humanos y de cómo dar testimonio de Dios en un mundo cada vez más ateo y materialista, y la fortaleza interior, sobrenatural y celestial necesaria para vencer los respetos humanos, que les permitía permanecer siempre en la Presencia de Dios, en lo más profundo de sus corazones, abrazados a la cruz, a los pies de Jesús crucificado y de la Virgen Dolorosa, la obtenían de la Eucaristía.