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domingo, 26 de abril de 2020

“El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”




“El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 44-51). Cuando Jesús afirma que Él dará “un pan que es su carne para la vida del mundo”, muchos de los que lo escuchan se escandalizan porque piensan que Jesús los está induciendo a una especie de canibalismo. Esto es porque interpretan a las palabras de Jesús de un modo racionalista y sin sentido sobrenatural; piensan que literalmente Jesús les está invitando a comer su cuerpo, su carne, para que las almas tengan vida. En realidad, las palabras de Jesús son verdaderas, en cuanto que el pan que Él da es “su carne” para la vida del mundo es verdaderamente así, solo que hay que interpretar estas palabras en su sentido sobrenatural, como habiendo ya pasado por su misterio salvífica de muerte y resurrección. Sólo así, interpretadas en este sentido, como habiendo Jesús pasado por su Pasión, Muerte y Resurrección, es que las palabras de Jesús adquieren su verdadero y sobrenatural sentido: “El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. Sólo en este sentido, en el sentido sobrenatural de haber atravesado ya Jesús por su Pasión y Resurrección, es que cobran absoluto sentido sus palabras: el Pan que Él da, la Eucaristía, es su Carne, su Cuerpo glorioso y resucitado, en la Eucaristía, para que el alma que la consuma, reciba la vida eterna, la vida absolutamente sobrenatural de Dios Uno y Trino. Alimentémonos entonces de este Pan celestial, el manjar de los ángeles, un Pan que es Pan y que es al mismo tiempo la Carne del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, que concede la vida eterna a quien lo recibe con fe, con piedad, con devoción y con amor.

viernes, 20 de abril de 2018

“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”



“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan falsamente frente a la revelación de Jesús de que quien quiera tener vida eterna, debe comer su carne y beber su sangre. Por la expresión que utilizan, se imaginan algo así como una especie de canibalismo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. La razón del falso escándalo es que interpretan las palabras de Jesús de un modo material y lo hacen porque no tienen la luz de la gracia que les permita comprender el significado sobrenatural último y único que tienen sus palabras. Los judíos se escandalizan porque interpretan a Jesús con la escasa luz de su razón humana, absolutamente insuficiente para poder alcanzar el misterio sobrenatural de la revelación de Jesús. Con la sola luz de la razón natural es completamente imposible captar la profundidad sobrenatural de la revelación de Jesús; es algo equivalente a navegar en la superficie del mar, pero sin introducirse en las profundidades marinas distantes miles de metros de esa superficie. Con la luz de la razón natural no se distingue entre realidad natural y sobrenatural; se ve todo como si fuera una sola cosa y lo que se ve es solo lo que aparece, no lo que es en realidad, en su realidad sobrenatural.
Cuando Jesús dice que quien quiera tener vida eterna debe “comer su carne y beber su sangre”, se está refiriendo sí a su cuerpo y su sangre, literalmente, pero habiendo ya pasado el misterio pascual de muerte y resurrección, es decir, habiendo ya recibido su Cuerpo Santísimo y su Sangre Preciosísima la glorificación de parte de Dios Trino.
“Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”. Al igual que a los judíos, también a los católicos -a la inmensa mayoría de los católicos- les sucede lo mismo: ven las realidades del Catecismo con la sola luz de la razón natural y así no entienden las realidades últimas sobrenaturales que están significadas en las naturales, como por ejemplo, el pan y el vino que han recibido la transubstanciación, significan el Cuerpo y la Sangre del Señor y ya no más pan y vino terrenos. La Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre del Señor, real y verdaderamente y a tal punto es así que quien come la Carne y bebe la Sangre de Jesús tiene vida eterna y Él lo resucitará en el último día: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Si la Eucaristía fuera solo pan y vino, entonces el que comulgara no tendría vida eterna y no sería resucitado por Jesús en el último día, con lo que las palabras de Jesús no serían verdad. Pero sí lo son y por lo tanto la Eucaristía es la verdadera comida y la verdadera bebida: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida”.
El problema es que la inmensa mayoría de católicos comete el mismo error de los judíos: cuando reciben la revelación contenida en el Catecismo, lo hacen solo con la luz de la razón natural y por lo tanto, dejan de creer que la Eucaristía es la Carne y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; escuchan y creen materialmente y en el fondo, no creen que el pan sea la Carne de Jesús y no creen que el vino sea su Sangre. Y esto es lo que conduce a la apostasía generalizada que vive la Iglesia hoy. Si los niños, jóvenes y adultos creyeran con la luz de la fe, entonces comprenderían que la Eucaristía no es pan y vino, sino la Carne y la Sangre del Señor Jesús y acudirían a la Iglesia, sino en masa, al menos en mayor cantidad que la actual, para recibir el don del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

miércoles, 18 de febrero de 2015

“¿Todavía no entienden?”


“¿Todavía no entienden?” (Mc 8, 13-21). Los discípulos, que están en la barca junto a Jesús, discuten entre sí “porque no habían traído pan”. Jesús se da cuenta de la discusión e interviene, diciéndoles: “¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen”. Luego, trae a colación dos milagros hechos por Él, en donde el hecho central era la multiplicación milagrosa de los panes: “¿No recuerdan cuántas canastas llenas de sobras recogieron, cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas?” (…) “Y cuando repartí siete panes entre cuatro mil personas, ¿cuántas canastas llenas de trozos recogieron?”. Al final del diálogo, Jesús vuelve a insistir en su primera pregunta retórica: “¿Todavía no comprenden?”. Es decir, mientras los discípulos se quejan y discuten porque no han traído pan, Jesús les recuerda los milagros que Él hizo, en los que multiplicó el pan, y les pregunta si “todavía no entienden”. Es evidente que no, porque no han comprendido los milagros, y es por eso que, al introducir el factor del milagro, Jesús pretende elevar sus espíritus y sus mentes al plano sobrenatural: lo que Jesús les quiere hacer ver es que estaba bien preocuparse por el pan material antes de Él, pero ahora, con Él y a partir de Él, esta preocupación por el pan material no tiene el mayor sentido, y no porque Él vaya a multiplicar el pan, milagrosamente, cada vez que ellos se olviden, sino porque Él ha venido a dar un pan que saciará, mucho más que el hambre corporal, el hambre de amor, de paz, de alegría y de justicia que toda alma posee desde su creación, y ese pan es Él mismo, porque Él es el “Pan vivo bajado del cielo” y las multiplicaciones milagrosas del pan material, son solo un preanuncio y una figura del Verdadero Pan celestial, Él mismo.

“¿Todavía no entienden?”. Muchos cristianos, en la actualidad, se comportan igual que los discípulos en el Evangelio: “todavía no entienden” que la preocupación primera y última de esta vida no es procurarse el pan material, sino el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Y entre esos cristianos, la gran mayoría de las veces, también estamos nosotros, que “todavía no entendemos” que si bien el pan material es necesario para el sustento del cuerpo, el alma, vida del cuerpo, no puede vivir si no recibe la Vida eterna del Hombre-Dios Jesucristo, contenida en su plenitud en la Eucaristía.

lunes, 17 de febrero de 2014

“Ustedes tienen la mente enceguecida”


“Ustedes tienen la mente enceguecida” (Mc 8, 14-21). Todo en este Evangelio gira alrededor del pan: Jesús usa una figura, la levadura, utilizada en la elaboración del pan, para advertirles a sus discípulos que se cuiden de la envidia y de la soberbia, que hincha e infla el corazón humano, así como la levadura hincha e infla la masa que luego de cocida proporcionará el pan: “Cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes”.
El Evangelio gira alrededor del pan también porque mientras Jesús les está dando consejos de orden espiritual, los discípulos están preocupados por el pan, pero el pan material, ya que es esto lo que destaca el evangelista: “Ellos discutían entre sí, porque no habían traído pan”. Precisamente, esta excesiva preocupación por lo material es lo que enoja a Jesús y motiva su durísimo reproche: “¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen”. Es decir, Jesús pretende darles una enseñanza espiritual, pero ellos no son capaces de levantar sus ojos más allá de la materia.

“Ustedes tienen la mente enceguecida”. Muchas veces nuestro corazón se hincha por la levadura de los fariseos y la de Herodes, la envidia y la soberbia, y nos volvemos necios, vanos, soberbios y envidiosos, materialistas y orgullosos, y así no comprendemos el Evangelio del Pan, la Santa Misa, en donde está el secreto de la felicidad, la raíz de la vida, la fuente del amor, el Origen Único y Absoluto de nuestra dicha total y definitiva, nuestra Pascua Eterna, la Vida Feliz para siempre. Todavía no comprendemos que la Eucaristía es el Principio y el Fin de nuestra dicha eterna, y mientras no lo comprendamos somos, al igual que los discípulos del Evangelio, como ciegos y sordos y tenemos la mente enceguecida.

viernes, 31 de mayo de 2013

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo C - 2013)
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente” (Lc 9, 11-17b). Jesús multiplica milagrosamente panes y peces y da de comer a la multitud hambrienta. A pesar de que son más de cinco mil personas y de que comen hasta saciarse, sobran panes y peces en tal cantidad que los restos llenan hasta doce canastas.
         Con todo lo que significa el milagro de la multiplicación de panes y peces -una muestra de la omnipotencia divina y de la condición de Jesús de ser Hijo de Dios en Persona y no un simple hombre-, es sin embargo una ínfima muestra de su poder divino, y en cuanto a su objetivo final, no es el de simplemente dar de comer, satisfaciendo el apetito corporal, a una multitud de personas. La finalidad del milagro es servir de pre-figuración de otro milagro, infinitamente más grande, realizado por la Iglesia en la Santa Misa: la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre. Así como Jesús, por la bendición que pronunció sobre los panes y peces multiplicó sus materias inertes, de la misma manera, por la fórmula de la consagración en la Santa Misa la Iglesia convierte, a través del sacerdocio ministerial, la materia inerte del pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
         Podemos decir entonces que la escena evangélica del domingo de hoy, en la que Jesús primero alimenta el espíritu a los integrantes de la multitud, para luego alimentarles el cuerpo con los panes y peces, es una pre-figuración de la Santa Misa, en donde el alma se alimenta primero con la Palabra de Dios -por medio de la liturgia de la Palabra- y luego se alimenta con la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo. 
          Por este motivo, para apreciar en su dimensión sobrenatural el alcance y significado del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hay que considerar con un poco más de detenimiento qué es lo que está representado en la escena evangélica: la multitud que escucha a Jesús, compuesta por toda clase de gentes y por todas las edades, representa a la humanidad; el hambre corporal que experimentan, representa el hambre espiritual que de Dios tiene todo ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios para Dios. Ahora bien, Dios ha creado al hombre dotándolo de una sed inextinguible de amor y de belleza y por eso todo ser humano tiene necesidad de satisfacer su sed de felicidad -todo hombre desea ser feliz, dice Aristóteles-, pero como Dios lo ha creado al hombre para que sacie su sed de amor y belleza en Él y sólo en Él, mientras no se une a su Creador, el hombre experimenta esa sed de amor y de belleza que le quema las entrañas, pero que no puede ser satisfecha sino es en su contemplación y unión con Él. Si el hombre busca saciar esta sed de felicidad en cualquier otra cosa que no sea Dios, no lo logrará nunca, y esta es la razón por la cual el hombre experimenta dolor, tristeza, frustración y muerte, cuando se aleja de Dios. 
             La multitud hambrienta delante de Jesús es, en este sentido, una representación de la humanidad hambrienta de su Dios, que busca saciar su sed de amor y de satisfacer su hambre de paz, verdad y alegría, aunque de momento no sepa bien cómo hacerlo. Jesús, que está delante de la multitud enseñando las parábolas del Reino y anunciando la Buena Noticia, es ese Dios Creador que ha venido a este mundo para redimir a la humanidad por medio de su sacrificio en Cruz y santificarla con el envío del Espíritu Santo y concederle así la felicidad que tanto busca. Puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Cristo Jesús encuentra el hombre –todo hombre, la humanidad entera- la saciedad completa y absoluta de su sed de amor y de paz, de alegría y de felicidad; puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Él encuentra el hombre el sentido último de su vida; puesto que Cristo Jesús es Dios, sólo en Jesús, y en nadie más que Él, reposa en paz el corazón humano, encontrando en el Sagrado Corazón la satisfacción total de su sed de felicidad.
         Es esto entonces lo que está representado en la escena evangélica: la humanidad, sedienta de amor y hambrienta de felicidad, ante su Dios, Cristo Jesús, el Único -por ser el Hombre-Dios- capaz de extra-colmar, con la abundancia de Amor de su Sagrado Corazón, la felicidad que todo ser humano busca, búsqueda de felicidad que se inicia cuando nace y no se detiene hasta el momento de la muerte, continuando incluso hasta la vida eterna.
         Jesús, porque es Dios en Persona, es entonces el Único en grado de satisfacer el hambre de amor y la sed de felicidad que tiene el hombre, y el milagro de la multiplicación de panes y peces será solo un anticipo y una pre-figuración del modo en el que Él piensa satisfacer esa hambre: en el tiempo de la Iglesia, por el poder del Espíritu Santo, a través del sacerdocio ministerial, por la Santa Misa, Jesús obrará un milagro infinitamente mayor, por medio del cual no multiplicará la carne muerta de peces, ni tampoco la materia inerte del pan: por su Espíritu, convertirá el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y se donará a sí mismo en la Eucaristía como alimento celestial que alimenta con la substancia misma de Dios; por el milagro de la transubstanciación, Jesús se donará a sí mismo para saciar el hambre de amor y la sed de felicidad de toda alma humana, donándose a sí mismo como Pan de Vida eterna y como Carne del Cordero de Dios. El modo por el cual Jesús satisface la sed de felicidad del hombre, es entregando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, en la Eucaristía, para que sirva de alimento celestial al alma que lo reciba con fe y con amor.
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente”. Si en el Evangelio Jesús obra un maravilloso milagro, por el cual multiplica la carne muerta de un pez y la materia inerte del pan, con lo cual da de comer a una multitud satisfaciendo su hambre corporal, en la Santa Misa obra un milagro infinitamente mayor, convirtiendo el pan y el vino en su Carne, su Sangre, su Alma y su Divinidad, obrando el milagro de la Eucaristía, donando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, como alimento celestial que sacia y extra-colma con abundancia la ardiente sed de amor y la incontenible hambre de felicidad que alberga toda alma. Éste es el sentido final del Corpus Christi: saciar el hambre de Amor divino que toda alma posee.



sábado, 28 de julio de 2012

La multiplicación de panes y peces, anticipo del Pan de Vida eterna y de la Carne del Cordero



(Domingo XVII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Jesús multiplicó panes y peces y dio de comer a la multitud” (cfr. Jn 6, 1-15). En una de las predicaciones de Jesús en Palestina, se reúne una multitud de más de diez mil personas, entre niños, jóvenes y adultos, según los cálculos del evangelista. Llegada la hora del almuerzo, y debido a la cantidad de gente que necesita ser alimentada, Jesús reúne a sus discípulos para deliberar acerca de las medidas a tomar para poder alimentar a tanta gente.
         En un primer momento, parecería una situación que en nada se diferencia de otras situaciones humanas, en las que se aglomeran cientos y miles de personas. Para afrontar la situación, Jesús quiere saber cuáles son las reservas alimenticias de los Apóstoles, las cuales consisten en nada más que “cinco cebadas de pan y dos pescados”, lo que resulta, a toda luces, completamente insuficiente. Agrava más la situación el hecho de que no hay tiempo, ni dinero, ni tampoco lugares disponibles en los cuales se pueda conseguir alimento. La situación parece insoluble, tanto más que, a la pregunta de Jesús acerca de dónde comprar pan, la respuesta es negativa. Jesús pregunta no porque no supiera qué hacer, sino porque quería poner a prueba a sus discípulos.
         Como en otras reuniones multitudinarias, la situación parecería ser la misma que se da cuando se congregan grandes multitudes: los organizadores del evento, deben procurar el acceso fácil a la alimentación, para que la gente no desfallezca de hambre.
         Hasta aquí, el episodio no se diferencia en nada a lo que sucede con los eventos multitudinarios en los que la muchedumbre supera las expectativas de los organizadores.
        Pero en donde empieza a diferenciarse de las situaciones humanas, es cuando interviene Jesús, quien obra un milagro que supera absolutamente a cualquier intento de solución por parte de los hombres: Jesús multiplica los panes y la carne de los peces, y de modo tan abundante, que todos comen hasta saciarse, y encima sobran doce canastos.
         La intervención de Jesús no está destinada a solamente satisfacer el hambre de la multitud: con la multiplicación milagrosa de panes y peces, quiere dar una señal, un signo, un anticipo, de otro milagro, infinitamente más grandioso que multiplicar milagrosamente panes y carne de pescado, y es el Milagro de los milagros, en el cual, por el poder omnipotente de Dios Trino, en al altar el pan se convierte en la carne del Cordero de Dios y el vino en su Preciosísima Sangre.
A su vez, el milagro de la multiplicación de panes y pescados, que anticipa y prefigura la multiplicación del Pan de Vida eterna y de la carne del Cordero en el altar eucarístico, está prefigurado en el episodio del Antiguo Testamento, en el que Yahveh alimenta a la multitud que peregrina hambrienta en el desierto, dándoles de comer a los israelitas, carne de codornices y pan, el maná del cielo (cfr. Éx 16, 11-15).
Este hecho milagroso, acaecido en el Antiguo Testamento, es también, al igual que la multiplicación de panes y peces en el Nuevo Testamento, un anticipo y una figura del Milagro de los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Santa Misa.
      Así como en el desierto, en su peregrinación a la Tierra Prometida, el Pueblo Elegido, Yahvéh obra para ellos el milagro del maná del cielo y de las codornices, además del agua que brota de la roca luego de golpear Moisés su bastón: “(…) Entre las dos tardes comeréis carne  y por la mañana os hartaréis de pan; y conoceréis que Yo soy Yahvéh, vuestro Dios” (cfr. Éx 16, 12), así también Jesús, en la Santa Misa, multiplica el Pan de Vida eterna y la carne del Cordero en el altar eucarístico, para que el alma se colme de esa agua límpida que es la gracia del Sagrado Corazón.
     Al donarles el maná, pan milagroso bajado del cielo, y al donarles también milagrosamente carne de codornices, Dios muestra su amor sin límites hacia el Pueblo Elegido, ya que no los deja perecer de hambre; del mismo modo, el milagro de Jesús, de multiplicar panes y peces, es una muestra sin par del mismo amor misericordioso de Yahvéh, porque así como Yahvéh obró con misericordia, así, por misericordia, obra Jesús, multiplicando el alimento para que los discípulos no  padezcan hambre.
       Pero hay alguien que continúa la obra de amor misericordioso de Yahvéh y de Jesús, y es la Santa Madre Iglesia: así como el Pueblo Elegido recibió el maná del cielo y carne de aves; así como Jesús, Hombre-Dios de amor infinito, obrando en Persona, multiplica los panes y la carne de pescado, así también la Santa Madre Iglesia multiplica, en cada santa misa, la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo.
       Este último milagro, anticipado por el episodio del desierto y por la multiplicación de panes y peces, es un milagro infinitamente más grande; es el Milagro de los milagros, que muestra, en sí mismo, la inmensidad infinita del Amor eterno que Dios Trino experimenta por el hombre.
        La conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre obrada por la Iglesia en cada Santa Misa, constituye un milagro incomparablemente mayor que los realizados por Yahvéh en el  Antiguo Testamento y por el mismo Jesús en la multiplicación de panes y peces, puesto que mientras en el episodio del Evangelio Jesús multiplica solamente pan material, hecho de harina y agua, y carne de pescado, y lo hace para satisfacer el hambre corporal de la multitud, alimentándolos con alimentos puramente materiales.
       Por el contrario, en la Santa Misa, Jesús dejará para su Iglesia el don de su  Cuerpo y su Sangre de resucitado, con lo cual demuestra un amor infinitamente más grande que el maná del desierto y que el mismo milagro suyo de los panes y peces, ya que la Eucaristía extra-colma y extra-sacia el apetito del alma con la substancia divina y humana del Hombre-Dios, de Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios.
         Yahvéh en el Antiguo Testamento, Jesús en Palestina, la Iglesia en el mundo y en la historia: los tres obran milagros portentosos, multiplicando, respectivamente, carne de codornices y pan del cielo, carne de pescado y pan de harina y agua, y carne del Cordero de Dios y Pan de Vida Eterna. De estos tres milagros portentosos, es la Iglesia la que obra un milagro infinitamente más portentoso que el de Yahvéh en el Antiguo Testamento y que el de Jesús en el evangelio, porque Yahvéh multiplica carne de codornices y pan, Jesús, panes y peces, mientras que la Iglesia santa multiplica el Pan de Vida Eterna y la Carne del Cordero de Dios.
       En el Nuevo Testamento, los que se dan cuenta de que Jesús ha obrado un milagro, la multiplicación de panes y peces, dicen, asombrados: “Éste es, verdaderamente, el Profeta que debía venir al mundo”. Así mismo, nosotros, que en la iglesia santa asistimos a la multiplicación de la carne del Cordero y del Pan de Vida eterna, el cuerpo resucitado de Jesús de Nazareth, debemos exclamar, llenos de asombro y de admiración agradecida: “La Iglesia Católica es la verdadera Iglesia del único Dios verdadero”.
        Por último, los cristianos debemos considerarnos inmensamente más afortunados que los israelitas peregrinando en el desierto, y que la multitud que recibió el milagro relatado por el Evangelio, porque para ellos, Jesús multiplicó panes y peces, pero no les dió a comer de su Cuerpo y de su Sangre; a nosotros nos alimenta con un manjar de ángeles, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Para recibir dignamente este alimento celestial, es que el alma debe vivir de Dios y de su Amor, rechazando aunque sea la más mínima deliberación en obrar el mal, y perdonar a sus enemigos, y obrar la misercordia para con el prójmo.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Yo Soy el Pan que da la Vida eterna

Cristo en la Eucaristía
nos dona la Vida eterna,
la vida absolutamente plena y feliz
de la Santísima Trinidad.


“Yo Soy el Pan que da la vida eterna” (cfr. Jn 6, 44-51). Jesús se da a sí mismo el nombre de “pan”, un alimento cotidiano, familiar a todas las culturas y razas del mundo, de modo que todos pudieran tener un punto de referencia para poder meditar en sus palabras.

¿En qué consiste la vida eterna? Dice Jesús: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo” (Jn 17, 1-3). Este conocimiento que aquí se dice constituir la vida eterna, es, en la enseñanza de San Juan, un conocimiento vital, íntimo y amoroso, no abstracto; es un conocimiento que es vida, porque por el conocimiento de Dios, hecho posible por la gracia, Dios mismo se auto-comunica al alma que lo conoce, y así el alma recibe un principio de vida nueva, distinta, celestial, brotada del seno mismo de Dios Uno y Trino.

La vida eterna no es la vida inmortal, la que posee el alma del hombre por su propia naturaleza espiritual; por naturaleza, el alma humana es inmortal, porque es espiritual, y porque es espiritual, no tiene partes que entren en descomposición, como sí lo hace la materia, y por eso perdura de manera indefinida, sin perecer.

Pero esto no es la vida eterna; la vida eterna es una vida absolutamente plena, que se encuentra en Acto Presente perpetuo porque emana del Ser divino, que es Acto Puro, es decir, que posee todas sus perfecciones sin límites: sabiduría, verdad, bondad, belleza, unidad, alegría.

El Ser divino, al ser Acto Puro perfectísimo, no tiene necesidad del tiempo, para desplegar las perfecciones que brotan de él, puesto que sus perfecciones están todas en acto, en un mismo instante perpetuo. Al revés sucede con el ser participado, que sí necesita del tiempo para desplegar estas perfecciones, que necesariamente son limitadas. Así, necesita tiempo para adquirir sabiduría, que es limitada, o para adquirir bondad, o para llegar a la verdad.

Poseer la vida eterna significa poseer todas estas perfecciones como las posee el mismo Dios Uno y Trino, es decir, perfectísimas y para siempre: sabiduría, verdad, belleza, bondad.

Todo esto, más la comunión con las Tres Divinas Personas, es donado por Cristo en la Eucaristía.

martes, 10 de mayo de 2011

La Eucaristía sacia el hambre de Dios que todo hombre tiene

Quien consume la Eucaristía
recibe la plenitud del Ser trinitario,
del cual brotan,
como de una fuente inagotable,
la Vida eterna,
el Amor divino,
la Luz celestial,
la Paz de Dios,
la Alegría de la Trinidad.

“El que coma de este Pan no tendrá más hambre” (cfr. Jn 6, 35-40). Jesús promete que Él dará un pan por el cual, aquel que lo consuma, no volverá a tener más hambre. Ahora bien, debido a que este pan es la Eucaristía, y debido al hecho, comprobado por la experiencia, de que se vuelve a tener hambre luego de consumirlo, cabe preguntarse por el sentido de las palabras de Jesús: ¿qué quiere decir Jesús cuando dice que el que consuma el pan que Él dará, “no tendrá más hambre”?

Para descubrir el sentido de la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que no se refiere al hambre corporal, la que sobreviene al organismo de modo natural, sino al hambre espiritual, sobrenatural, de Dios. Un hambre de este tipo no puede, de ninguna manera, ser satisfecha con un pan material, sino solo con un alimento espiritual, y es esto lo que proporciona la Eucaristía al alma.

La Eucaristía sacia la sed de hambre de Dios, porque nutre al alma con la substancia misma de Dios, que se dona a través de la substancia humana divinizada del Hijo de Dios. La Humanidad de Cristo, santificada por el contacto con la Persona divina del Hijo de Dios, en el momento de la Encarnación, actúa como de puente entre Dios Trino y el alma, permitiendo que el Ser divino se done a través de ella, en el movimiento descendente de la divinidad, y permitiendo que el alma sea incorporada al seno al seno del Padre, por el Espíritu, en la unión con el Cuerpo del Hijo, en el movimiento ascendente.

“El que coma de este Pan no tendrá más hambre”. Quien se alimenta de la Eucaristía, recibe la plenitud del Ser trinitario, del cual brotan, como de una fuente inagotable, la Vida eterna, el Amor divino, la Luz celestial, la Paz de Dios, la Alegría de la Trinidad, todo lo cual extra-colma al alma, saciándola absolutamente en su hambre y en su sed de la divinidad.

Quien se alimenta de la Eucaristía, no tiene nunca más hambre de Dios.

martes, 19 de abril de 2011

Miércoles Santo

Que Cristo convierta con su gracia,
a nuestro corazón,
en un Nuevo Cenáculo,
en donde inhabite Él para siempre,
en el tiempo y en la eternidad.

¿Dónde prepararemos la Cena Pascual?” (cfr. Mt 26, 14-25). Los discípulos preguntan a Jesús dónde se celebrará la Cena Pascual. Debe ser un lugar muy especial, porque allí el Hombre-Dios Jesucristo, ofrecerá al mundo el don supremo de su Amor, la Eucaristía.

El Cenáculo de la Última Cena será testigo de la muestra máxima de amor que un Dios puede hacer por su criatura; en el Cenáculo de la Última Cena, Dios Uno y Trino obrará el prodigio más asombroso de todos sus prodigios asombrosos, el prodigio que brota de las entrañas de su Ser divino, la conversión del pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Jesús; en el Cenáculo, Dios Padre, junto a Dios Hijo, espirarán el Espíritu Santo, a través de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, para convertir la materia inerte y sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, quien de esta manera cumplirá su promesa de permanecer en el seno de su Iglesia “todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20); en el Cenáculo de la Última Cena se cumplen las palabras del Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (cfr. 21, 5), porque nunca antes un Dios había decidido quedarse entre los hombres bajo la apariencia de pan; nunca antes un Dios se había encarnado y dado su vida en cruz, y derramado su Sangre, y con su Sangre efundido su Espíritu, y nunca antes había existido una Cena Pascual en la que todo este maravillosísimo prodigio del Amor divino se renovaría, una y otra vez, cada vez que se hiciera memoria de ella; nunca antes una cena pascual, era al mismo tiempo un sacrificio, y un sacrificio de cruz, por el cual toda la humanidad no sólo es salvada del abismo de las tinieblas, sino que es conducida al seno de Dios Uno y Trino.

Nunca antes un Dios había dejado
su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad
en algo que parece pan, pero no lo es.

El Cenáculo de la Última Cena es un lugar especial, porque en él es Dios Padre en Persona quien prepara el banquete con el cual habrá de agasajar a sus hijos pródigos, los hombres: al igual que en la cena pascual de los judíos, en la que se servía carne de cordero asada, hierbas amargas, pan ázimo y vino, en esta cena Dios Padre también servirá unos manjares parecidos, pero mucho, mucho más exquisitos: Dios Padre servirá carne de Cordero, pero no la de un animal, sino la carne del Cordero de Dios, el Cuerpo resucitado de su Hijo Jesús; servirá hierbas amargas, pero no las que se cultivan en la huerta, sino las hierbas amargas de la tribulación de la cruz; servirá pan sin levadura, pero no el que se amasa con harina y agua, sino el Pan que es el Cuerpo de Cristo, el Pan que da la Vida eterna, el Pan que contiene y comunica la vida misma de Dios Trinidad; servirá vino, sí, pero no el vino que se obtiene de la vid de la tierra, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, un Vino Nuevo, que se obtiene de la vendimia de la Pasión; un Vino que se obtiene al triturar la Vid celestial, Jesucristo, y este Vino es su Sangre, que se sirve en la Última Cena, en el cáliz de bendición, y se derrama en la cruz; es un Vino verdaderamente celestial, porque no es vino sino Sangre del Cordero, y como es Sangre del Cordero, tiene dentro de sí al Espíritu Santo, el Amor de Dios.

¿Dónde prepararemos la Cena Pascual?”. Él contestó: ‘Vayan a la ciudad, a la casa de Fulano, y díganle: ‘El Maestro dice: Mi hora ha llegado. Deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’”. Los discípulos hicieron como Jesús les mandó, y prepararon la habitación, la cual se transformó, por la Presencia de Cristo en ella, de simple habitación de una casa común, en el Cenáculo de la Última Cena, en donde Cristo dejó la muestra de su Amor misericordioso, la Eucaristía. La Presencia de Jesús convirtió a la habitación del dueño de casa, en el lugar más preciado para los cristianos, porque allí el Hombre-Dios celebró su Pascua, por medio de la cual nos salvó y nos dejó su Presencia Eucarística.

En la Última Cena, Jesucristo nos deja
la suprema muestra de amor,
la Eucaristía,
que es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Pero si ayer eran los discípulos quienes preguntaban a Jesús dónde preparar la Última Cena, hoy es la Iglesia quien nos hace la misma pregunta: “¿Dónde prepararemos la Cena Pascual?”. Y es Jesús quien nos dice: “Deseo celebrar la Pascua en tu casa”. Cristo desea celebrar la Pascua en nuestra casa, en nuestra alma, en la habitación más preciada de esta casa, el corazón, y desea transformar, con su Presencia, nuestro corazón, de simple corazón humano, en un corazón que sea la imitación y prolongación de su propio Corazón. Nuestra casa es nuestra alma, nuestro corazón, y Cristo quiere inhabitar en él, quiere hacer de él un Nuevo Cenáculo, en donde inhabitar para siempre.

Dispongamos entonces el corazón, en Semana Santa, con oración, penitencia, ayunos, sacrificios, obras de misericordia, para que Cristo convierta, con su gracia, nuestro corazón en un Cenáculo en donde permanezca Él para siempre, en el tiempo y en la eternidad.

sábado, 16 de abril de 2011

Jueves Santo

Sólo Cristo en la Eucaristía es nuestra Pascua


No se puede entender la Pascua cristiana sino se tiene en cuenta aquello que era su sombra y figura, la Pascua Judía. Los judíos celebraban la Pascua Judía, en la cual conmemoraban las maravillas de Yahveh realizadas a favor del Pueblo Elegido. En esa Pascua, se comía un cordero asado, acompañado de hierbas amargas y de pan sin levadura, y se brindaba, con la copa de bendición, con vino.

“Pascua” significa “paso”, y era lo que los judíos conmemoraban: el “paso” de Egipto a la Tierra prometida, y el “paso” a través del Mar Rojo, en donde Yahvéh había abierto el mar en dos, para que los judíos pudieran pasar a través del lecho seco del mar; en el desierto, les había dado el maná, el pan bajado del cielo; les había dado codornices; les había hecho brotar agua de la roca; les había curado de la mordedura mortal de las serpientes con la serpiente de bronce hecha por Moisés. Ya incluso antes de salir de Egipto, Yahvéh había comenzado a obrar maravillas, al enviar al ángel exterminador, que preservó las casas de los hebreos, cuyos dinteles habían sido señalados con la sangre del cordero.

Al comer la carne de cordero, las hierbas amargas y el pan sin levadura, y al bendecir la cena pascual con el cáliz de bendición, los judíos recordaban todos estos maravillosos prodigios hechos por Yahvéh a favor suyo.

Yahvéh los había liberado, los había sacado de la esclavitud de Egipto, y los había liberado de sus enemigos, y los había introducido en la Tierra prometida. La cena pascual tenía este sentido de recuerdo, de memorial, en el sentido de traer a la memoria estos admirables hechos, para dar gracias a Yahvéh, el único Dios verdadero.

Con todo lo admirable que eran -y que continúan siendo- las maravillas de Yahvéh, la Pascua Judía, y los mismos hechos que la originan, eran solo una figura, una sombra, una prefiguración, de la verdadera Pascua, la Pascua de Cristo Jesús: todo lo ocurrido con el Pueblo Elegido, habría de verificarse con el Pueblo Elegido, no ya en sombras y figuras, sino en la realidad.

Si antes de salir de Egipto, las casas de los judíos habían sido señaladas en sus dinteles con la sangre del cordero pascual, ahora, para los cristianos, el Nuevo Pueblo Elegido, serían señaladas no sus casas materiales, sino las espirituales, es decir, sus almas, con la Sangre del Verdadero Cordero Pascual, Cristo Jesús, al mojar el cristiano sus labios con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Si al salir de Egipto, los judíos pudieron atravesar el Mar Rojo porque Yahvéh abrió sus aguas, de modo que pusieron atravesar el lecho seco del mar sin temor a ahogarse, para dirigirse a la ciudad de Jerusalén, con Cristo Jesús, Pascua y Paso verdadero, los cristianos pueden atravesar el mundo, para dirigirse hacia la Jerusalén celestial, la patria del cielo.

Si en la Antigüedad Yahvéh había abierto las aguas del Mar Rojo, para que los judíos fueran librados de sus enemigos, al ser estos inundados con las aguas del mar, ahora, Dios Padre, permite que una lanza abra el Corazón de su Hijo, para que el mundo sea inundado por las aguas celestiales, la gracia Divina, la Misericordia de Dios.

Si en la Pascua los judíos celebraban que, al atravesar el desierto, a ellos, fatigados por la travesía y sedientos por el sol del desierto, y hambrientos por el esfuerzo, habían recibido de Yahvéh la nube que los había protegido con su sombra, les había dado codornices, y les había hecho llover maná del cielo, y para su sed les había hecho salir agua de la roca con la vara de Moisés, ahora, en la Nueva Pascua, que es Cristo, Dios Padre da, al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, algo más sabroso que carne de codornices, les da la carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y les da un maná verdadero, el verdadero Pan del cielo, la Eucaristía, y les da algo que sacia la sed, no del cuerpo, sino del alma, la gracia divina, que sale no de una roca, sino del Corazón abierto del Salvador en la cruz.

Si la Pascua para los judíos consistía en atravesar el lecho seco del mar, para llegar a la Tierra Prometida, para el cristiano, la Pascua consiste en unirse, íntima y espiritualmente, por la fe y por la gracia, a Cristo, muerto y resucitado.

Si la Pascua, el “paso” para los judíos era pasar de la esclavitud de Egipto a la Tierra Prometida, la Jerusalén del Templo, la tierra que “mana leche y miel”, por la abundancia de sus bienes materiales, derivados de la Presencia del Señor en el Templo de Salomón, la Pascua para los cristianos, el “paso”, es pasar de la esclavitud del pecado, a la libertad de los hijos de Dios, libertad dada por la gracia, que destruye el pecado en el corazón del hombre, lo fortalece para luchar contra sus enemigos, el demonio, el mundo y la carne, y le concede una vida nueva, la vida de la gracia, que lo hace vivir con la vida misma de Dios Trino, y entrar en comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas.

Si la celebración de la Pascua para los judíos consistía en comer carne de cordero, asada en el fuego, acompañada de hierbas amargas, de pan sin levadura, y el cáliz de bendición, para el cristiano, la Pascua consiste en comer sí carne de cordero, pero no la de cualquier cordero, sino la carne del Verdadero Cordero Pascual, asada en el fuego del Espíritu Santo, la Eucaristía, acompañada con las hierbas amargas de la tribulación, que acompaña a todo el que sigue a Cristo camino de la cruz; consiste en comer pan sin levadura, pero en realidad un pan que sólo parece ser pan, pues luego de las palabras de la consagración y de la transubstanciación obrada por el Espíritu de Dios, es el Cuerpo de Cristo resucitado, y por lo mismo es un Pan que da Vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino; la Pascua cristiana consiste en acompañar la carne, las hierbas y el Pan de Vida eterna, con vino, pero no el que se elabora de la vid terrena, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que se obtiene en la vendimia de la Pasión, después de haber triturado a la Vid Verdadera, el Cuerpo de Cristo en el sacrificio de la cruz, y es por lo tanto un vino que parece vino, pero es en realidad la Sangre del Cordero de Dios.

Cristo Eucaristía es nuestra Pascua; en Él, en la unión con su cuerpo, tenemos el “paso” de esta vida a la vida eterna; unidos a Él, por el sacramento del altar, somos llevados al seno del Padre; unidos a Él, en la comunión, por el Espíritu Santo, pasamos de esta vida a la eternidad feliz en Dios Padre.

Sólo Cristo Dios en la Eucaristía es nuestra Pascua.

viernes, 21 de enero de 2011

Adoremos a Cristo en la Eucaristía, y con su luz iluminemos este mundo de tinieblas


“Seguidme y os hará pescadores de hombres” (cfr. Mt 4, 12-23). Jesús, predicando en Galilea, camina por la playa y encuentra a unos pescadores que se encuentran trabajando en su oficio: “limpiando redes”, dice el evangelio. Se detiene, mira a Pedro y a su hermano Andrés, y los llama para que sean “pescadores de hombres”. Ellos abandonan las redes y su oficio, y lo siguen. Más adelante, encuentra a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, también ellos pescadores, los llama para que sean sus discípulos y ellos, “dejando la barca y a su padre”, lo siguieron.

Podría parecer que, en esta escena, todo surge al acaso: a medida que Jesús camina por la playa del lago, se encuentra con unos pescadores, y como son los primeros a los que ve, los llama a ellos. Podría pensarse que simplemente fue una casualidad el hecho de que Jesús haya elegido a pescadores para que ocupen el puesto de Papa y de Apóstoles: así como eligió a unos pescadores, podría haber elegido a cualquier persona que ejerciese cualquier otro oficio: carpinteros, obreros, agricultores, etc., pero como caminaba por la playa, y era lógico que se encontrara pescadores, eligió a los pescadores.

Pero nada hay al acaso en la mente divina, porque Dios no obra al azar. En la mente de Cristo Dios, la Iglesia pre-existe desde la eternidad, y es para prefigurar a esa Iglesia suya, pre-existente en su mente eterna, y a su obra de salvación de las almas, que se concretará en el tiempo, cuando Él esté en la tierra, que Jesús elige a unos pescadores.

Cada elemento del episodio de la elección de Pedro tiene un significado sobrenatural: la barca de Pedro es la Iglesia; Pedro, el pescador, es el Papa; el mar de Galilea, es el mundo y la historia humana; los peces, son las almas de los hombres de todos los tiempos; la red, con la cual se atrapan los peces, es Cristo con su gracia; los peces subidos a la barca luego de la pesca, son los hombres rescatados del mundo y del pecado por la acción de los sacramentos de la Iglesia; al final de la pesca, los peces en buen estado, son las almas que ingresan en la eterna bienaventuranza, y los peces en mal estado, los que se desechan, son las almas que voluntariamente renuncian a entrar en el Reino de los cielos, porque voluntariamente renuncian de Jesucristo.

La elección de los pescadores, entonces, no es al acaso, porque está destinada a constituir a la Iglesia que, como misteriosa barca que surca el mar de los tiempos, habrá de rescatar a los hombres que navegan en las aguas del mundo, para conducirlas a la comunión de vida y amor, en la eternidad, con las Tres Personas de la Trinidad.

Tampoco es al acaso, ni es casualidad, que el llamado y la elección que Jesús hace de Pedro y sus discípulos sea en Galilea: es el cumplimiento de una profecía mesiánica, anunciada por Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de muerte, se levantó una luz”.

Esta enigmática profecía de Isaías tiene su explicación, y está directamente relacionada con este evangelio: Isaías, refiriéndose a la tierra de Galilea, dice que es un pueblo que “habita en tinieblas” y en “oscuras regiones de muerte” (Is 9, 1ss).

Para los israelitas, los habitantes de Galilea caminaban en tinieblas, porque estaban lejos de Jerusalén del Templo de Salomón, en donde se rendía culto al Dios Único y Verdadero, y porque además eran ignorantes de la religión y de sus obligaciones. Vivían en tinieblas, porque eran comparados a los paganos, que al no ser alumbrados por la luz de Dios, viven en tinieblas.

Pero la profecía de Isaías se refiere principalmente a una realidad espiritual: las tinieblas en las que vive el pueblo, son las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, y el pueblo, representado en la región de Galilea, es toda la humanidad: toda la humanidad, desde Adán y Eva, vive sumergida en la oscuridad del pecado, porque se ha alejado de Dios, Luz eterna, y fuera de Dios, única fuente de luz divina, sólo hay oscuridad y tinieblas. Y como Dios es también la Vida en sí misma, y el Creador de toda vida, la humanidad, al alejarse de Dios, habita en tinieblas que son “sombras de muerte”: alejados de la Fuente de Vida que es Dios, los hombres, todos los hombres de todos los tiempos, y no sólo los habitantes de Galilea, viven en tinieblas de muerte.

El desenlace de esta situación, y la conexión con el evangelio de la elección de Pedro y sus discípulos, se ve cuando Isaías dice que sobre este pueblo, se eleva “una gran luz”, y que este pueblo “vio” esa luz: la luz que ve el pueblo, es decir, la humanidad, no es el astro sol, el que todos los días sale en el horizonte: la “luz” que la humanidad “ve” es Cristo, luz eterna de Dios, una luz que, a la vez, es vida, y vida eterna: “Yo Soy el Pan de Vida”.

Cristo dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12)”, y Juan en su evangelio también lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres” (cfr. Jn 1, 1ss); Cristo dice de sí mismo: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6-9), y también Juan en su evangelio lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) era la vida de los hombres”. “Dios es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5), y Cristo es el icono, la imagen de Dios (cfr. 2 Cor 4, 4), y por lo tanto, Él es Dios, que es luz eterna, y es el resplandor de la gloria del Padre, y su luz es vida y fuente de vida eterna para quien lo recibe en la Eucaristía con un corazón contrito y humillado. La humanidad visible de Cristo es el icono de la su divinidad invisible: es lo “visible de lo invisible”[1]; quien ve a Cristo, ve a Dios, quien contempla la Eucaristía, contempla, bajo el velo sacramental, a Cristo Dios, luz eterna.

Es por eso que quienes reciben a Cristo, son iluminados por su gracia, y con su gracia les es comunicada su vida, y quienes lo rechazan –lo rechazan las tinieblas-, permanecen en “tinieblas y en sombras de muerte”, lejos de la luz de Dios manifestada y comunicada por Cristo.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Hoy, igual que en los tiempos de Isaías, y mucho más aún, la humanidad vive en tinieblas mucho más densas, mucho más oscuras, mucho más peligrosas, porque en tiempos de Isaías, todavía no había llegado el Mesías, y los pueblos no conocían la luz de Dios; hoy, en cambio, el Mesías, que ya vino por primera vez en Belén, y murió en cruz y resucitó, es rechazado, una y otra vez, y no sólo es rechazado, sino que el Adversario de la humanidad, el demonio, es preferido a Cristo, haciendo realidad las palabras del evangelista Juan: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (cfr. Jn 3, 19).

Hoy los hombres han construido un mundo de tinieblas, porque han expulsado hasta el Nombre de Dios de todas las manifestaciones del hombre pero sobre todo ha sido arrojado del corazón del hombre: hoy el Dios de la vida no es tenido en cuenta para formular leyes, y por eso el hombre construye, con el aborto, la eutanasia, la eugenesia, la cultura de la muerte; los niños y los jóvenes, alentados por la indiferencia de sus padres, huyen de la Iglesia y de Jesús, como si fuera un malhechor, y enceguecidos por las luces engañosas del mundo, dejan de lado todo pudor, toda norma moral, todo valor, hundiéndose en el abismo de la lujuria, de las drogas, del alcohol, del sexo; las familias enteras, llamadas a ser “Iglesia doméstica”, en donde se aprenda a amar a Dios y al prójimo, son convertidas en campos de concentración masivos, dominados por la tecnología, por la televisión, por la red, y engañados por los medios de comunicación, se olvidan del amor a Dios y al prójimo; olvidado de Dios, el hombre navega en la más profunda tiniebla, y así deja que el prójimo pase hambre, frío, y todo tipo de necesidad, sin importarle en lo más mínimo, porque cuando no hay amor a Dios, el amor al prójimo desaparece; la humanidad vive en tinieblas, buscando la felicidad en aquello que sólo le causa tristeza y pesar en esta vida, y dolor eterno en la otra: las drogas, la lujuria, el dinero, el poder.

Los hombres han enterrado los Mandamientos de Dios, para poder vivir amando las tinieblas, y así no sentir remordimiento. Incluso hasta en la misma Iglesia ha entrado la espesa niebla de Satanás, puesto que no se respeta al Santísimo Sacramento del altar, se comulga en pecado mortal, sin importar el sacrilegio, las criaturas se presentan ante Cristo Eucaristía vestidas indignamente, no se respeta a la Madre de Dios, ni se acude a Ella, ni se le reza; abundan los lobos vestidos de cordero, dentro y fuera de la Iglesia, y fuera de la Iglesia las sectas y los cultos demoníacos como el Gauchito Gil y la Difunta Correa, crecen cada vez más, a causa de los católicos que en masa abandonan, apostatando, a la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica, dejando los templos vacíos, por falta de fieles, y también por falta de sacerdotes.

El espíritu del anticristo sopla a sus anchas entre los hombres que caminan como muertos en medio de una sociedad anticristiana y antihumana.

Es necesario mirar en el interior de cada uno, para notar cómo disfrazamos nuestras almas cuando acudimos al Templo, y con cuánta necedad nos acercamos a Jesús, sin arrepentimiento, sin deseos de cambiar el corazón, con vanagloria y soberbia, sin darnos cuenta de que a Dios nadie lo engaña, sino que somos nosotros quienes nos engañamos a nosotros mismos.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Para nosotros, que vivimos en las tinieblas de muerte de un mundo sin Dios y anticristiano, también brilla una gran luz, una luz desconocida, sobrenatural, venida del cielo, que sólo puede ser percibida con la luz de la fe, con la pureza y la inocencia que da la gracia de Cristo, y es la luz que brota de la Eucaristía. Es la Eucaristía la gran luz concedida por la Misericordia Divina, para que nos alumbremos en estos días y en los que vienen, cuando la oscuridad será cada vez más densa.

Adoremos a Cristo en la Eucaristía, y con su luz iluminemos este mundo de tinieblas.


[1] Dionisio el Areopagita, cit. Evdokimov, P., El arte del icono. Teología de la belleza, Publicaciones Claretianas, Madrid 1991, 185.