Mostrando entradas con la etiqueta Pasión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pasión. Mostrar todas las entradas

sábado, 13 de mayo de 2023

“Yo le pediré al Padre que les envíe el Espíritu de la Verdad”

 


Jesús en la Sinagoga

(Domingo VI - TP - Ciclo A – 2023)

“Yo le pediré al Padre que les envíe el Espíritu de la Verdad” (Jn 14, 15-21). Antes de pasar de este mundo al otro, antes de sufrir su Pasión, su Crucifixión y su Muerte, Jesús revela que resucitará y que una vez resucitado, “le pedirá al Padre que les envíe el Espíritu de la Verdad”. En esta frase Jesús revela dos elementos sobre los cuales es necesario reflexionar, puesto que tienen relación directa con nuestra fe católica y con nuestro ser cristiano. Por un lado, revela la constitución íntima de Dios, como Uno y Trino: Él ya había revelado que Él era la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, Dios Hijo, y ahora revela que en Dios hay una Tercera Persona, la Persona del Espíritu Santo; por otro lado, el Espíritu, además de ser el Divino Amor que une eternamente en el Amor Divino al Padre y al Hijo, es además el “Espíritu de la Verdad”, y esto en contraposición con el espíritu de la mentira, propia del Ángel caído, Satanás, quien es el “Padre de la mentira”. Es decir, Jesús revela que en Dios hay Tres Personas y que la Persona Tercera, el Espíritu Santo, es el “Espíritu de la Verdad”. La Verdad y la Mentira se auto-excluyen mutuamente; no pueden existir ambas al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto: o algo es verdad, o algo es mentira, ya que una verdad a medias o una mentira a medias, es siempre una mentira completa. Así se auto-excluyen el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que es “Espíritu de la Verdad”, con el espíritu demoníaco, que el espíritu de la mentira, el espíritu de la tríada satánica formada por Satanás, por el Falso Profeta y por la Bestia. El Espíritu de la Trinidad es la Verdad, mientras que el espíritu de la tríada satánica es la mentira.

El Espíritu enviado por Cristo, en unión con su Padre, a la Iglesia, es “Espíritu de Verdad”, de ahí que en la Iglesia no puede haber jamás error alguno en su doctrina, puesto que el error no es verdad y por lo tanto la Iglesia, si miente, dejaría de ser ipso facto la Esposa Mística del Cordero. Una Iglesia falsa, que proclama la mentira en vez de la verdad, no puede nunca ser la Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero. El Espíritu Santo se caracteriza entonces, no solo por ser el Divino Amor, sino por ser la Verdad en Sí misma, la Verdad Increada, de ahí que tanto la Iglesia como los bautizados que aman a Cristo y poseen su Espíritu, el Espíritu de la Verdad, se reconozcan entre sí por decir siempre la verdad y por no mentir jamás. Es tan opuesto al Espíritu de Dios la mentira, que es una falta grave y tan grave, que está sancionada en la Ley de Dios, en sus Mandamientos: “No mentirás y no levantarás falso testimonio”. El pecado de la mentira -cuyos primos hermanos son, por así decirlo, la calumnia y la maledicencia- es tan grave, que cierra las puertas del Reino de los cielos a los mentirosos. En el Apocalipsis se nombra a una serie de grupos de pecadores impenitentes que no entrarán en el Cielo: “(no entrarán en el Cielo) los que se embriagan, los hechiceros, los idólatras, los cobardes, los impuros, los que aman y practican la mentira” (cfr. Ap 22, 15). Es por esto que Santo Tomás de Aquino decía que prefería creer que una vaca vuela, antes que creer que un religioso estaba mintiendo. Y San Ignacio de Loyola decía que jamás había que decir una mentira, aún si de esa mentira dependiera la subsistencia del mundo entero. El cristiano que miente no solo demuestra que no tiene en sí al Espíritu Santo, que es el “Espíritu de la Verdad”, lo cual ya es grave, sino que demuestra algo todavía más grave y es que está asociado y participa de la mentira del Padre de la mentira, Satanás, el Ángel caído. Jesús llama a Satanás “Padre de la mentira” y la razón por la que Satanás es el Padre de la mentira es porque es el primer mentiroso, es la primera creatura, de entre las creaturas inteligentes creadas por Dios, el ángel y el hombre -dicho sea de paso, los extra-terrestres no existen, y la ufología es una secta ocultista que promueve la adoración de demonios bajo la pantalla encubierta de seres de otros planetas-, en decir una mentira y esa mentira le costó el perder el Cielo para siempre. Satanás dijo la primera mentira al decir, sacrílegamente: “Yo soy dios” y como Dios no puede soportar la mentira ni al mentiroso que miente a sabiendas y explícitamente, envió a San Miguel Arcángel para que expulsara del Reino de los cielos, para siempre, al Demonio y es por eso que San Miguel Arcángel, ante la mentira de Satanás de auto-proclamarse dios, San Miguel Arcángel, bajo las órdenes de la Trinidad, exclama con voz potente: “¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios!” y es en ese momento cuando, según el Apocalipsis, se entabla una "batalla en el Cielo" entre los Ángeles de Dios y los ángeles apóstatas, siendo estos expulsados definitivamente del Cielo. La razón de la victoria de San Miguel Arcángel no es solo la omnipotencia de Dios, sino la naturaleza misma de la Verdad de Dios, que en sí misma y por sí misma, es superior a la mentira. La lucha entre los ángeles, seres inteligentes caracterizados por ser solo espíritu, sin materia, no se lleva a cabo con armas materiales, sino con el intelecto y esta es la razón de la victoria de San Miguel Arcángel sobre Satanás y sus ángeles apóstatas, porque la Verdad Absoluta, Total y Plena, es siempre superior a la mentira.

“Yo le pediré al Padre que les envíe el Espíritu de la Verdad”. Si queremos saber a quién servimos en nuestro corazón, si a Dios Uno y Trino o a Satanás, revisemos los Mandamientos, sobre todo el que dice: “No mentirás” y ahí sabremos si servimos al Padre de la mentira, Satanás, o al Espíritu de la Verdad, el Espíritu Santo. Pidamos la gracia de servir al Espíritu de Dios, el Espíritu de la Verdad.


domingo, 19 de febrero de 2023

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo A – 2023)

         Con la celebración del ritual de imposición de cenizas el día llamado por eso “Miércoles de cenizas”, la Iglesia Católica inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”, tiempo dedicado a la preparación interior, espiritual, por medio de la penitencia, el ayuno, la oración y las obras de misericordia, para no solo conmemorar, sino ante todo participar, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

         La imposición de cenizas simboliza penitencia y arrepentimiento: arrepentimiento de nuestros pecados, porque nuestros pecados se traducen en la crucifixión del Señor y son manifestación de la malicia que anida en nuestros corazones, como consecuencia del pecado original, según las palabras de Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de pecados” y penitencia, como signo de que estamos arrepentidos de los pecados cometidos y que deseamos vivir una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, caracterizada por el horror al pecado, cualquiera que sea este.

         En el momento de la imposición de la ceniza, el sacerdote traza una cruz sobre la frente de los fieles, mientras repite las palabras “Conviértete y cree en el Evangelio” o “Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir”; en ambas oraciones, la Iglesia nos recuerda, a través del sacerdote, que estamos en esta tierra solo de paso y que nuestra morada definitiva y eterna es el Reino de los cielos[1].

         Cuando el sacerdote dice: “Conviértete y cree en el Evangelio”, nos está repitiendo las mismas palabras de Jesús en el Evangelio: “Conviértanse y crean en el Evangelio”. Si Jesús nos pide que nos convirtamos, es porque no estamos convertidos. ¿En qué consiste la conversión? En dejar de mirar a las cosas bajas de la tierra, para elevar la mirada del alma al Sol de justicia, Jesús Eucaristía, por eso Jesús y la Iglesia nos piden la verdadera conversión, que es la “conversión eucarística”, el giro del alma por el cual deja de interesarse y de mirar las cosas de la tierra, para comenzar a contemplar a Jesús Eucaristía, el Camino, la Verdad y la Vida. También Jesús y la Iglesia nos piden: “Creer en el Evangelio”, que en nuestro caso implica también creer en la Tradición de los Padres de la Iglesia y en el Magisterio, y si necesitamos creer en el Evangelio, es porque creemos en otra cosa que no es el Evangelio: creemos en ideologías políticas, creemos en nuestras propias ideas, creemos en cualquier cosa, pero no creemos en el Evangelio, en la Palabra de Dios, que es la que debe guiar y orientar nuestro obrar cotidiano como cristianos.

         La otra frase que puede decir el sacerdote al imponer las cenizas es: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás” y si la Iglesia nos lo recuerda, es porque lo olvidamos con frecuencia: olvidamos que estamos de paso en esta vida terrena; olvidamos que cada día que pasa, es un día menos que nos falta para nuestra muerte, día en el que será para nosotros el día más importante de nuestras vidas, paradójicamente, porque ese día nos encontraremos cara a cara con el Justo Juez, Cristo Jesús, Quien pronunciará la sentencia definitiva, después de examinar nuestras obras, que determinará nuestra eternidad, o el cielo o el infierno. Debemos recordar que somos polvo, en el sentido de que nuestro cuerpo material es frágil y cuando el alma se desprende de él, provocando el fenómeno que llamamos “muerte”, este cuerpo físico, terreno -que tanto nos preocupa mantenerlo sano, al que tanto cuidamos con dietas y ejercicios, descuidando la salud del alma y la fortaleza y nutrición del alma que nos concede la Sagrada Eucaristía-, comienza inmediatamente un proceso de descomposición orgánica que lo lleva a convertirse en literalmente polvo, es decir, en nada. La Iglesia nos recuerda que somos polvo y al polvo regresaremos, para que no nos preocupe tanto la salud y el bienestar del cuerpo, como la salud y el bienestar del alma; si nutrimos el cuerpo, mucho más debemos nutrir al alma con alimentos espirituales, la oración, la penitencia, el ayuno y sobre todo la gracia santificante que nos conceden el Sacramento de la Penitencia y la Sagrada Eucaristía.

         Por último, en el tiempo de Cuaresma, la Iglesia como Cuerpo Místico del Señor, ingresa junto con Él en el desierto por cuarenta días, para prepararnos, junto con Cristo, a los sagrados misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En estos cuarenta días de duración de la Cuaresma, la Iglesia participa de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, haciendo ayuno, oración y penitencia y es eso lo que debemos hacer como integrantes del Cuerpo Místico: ayuno, oración y penitencia, en unión con Nuestro Señor Jesucristo. De esa manera, unidos a Cristo en el desierto y fortalecidos por su gracia, podremos vencer nuestras pasiones depravadas, seremos protegidos de las acechanzas y perversidades del demonio y estaremos en grado de participar del misterio salvífico de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

martes, 14 de septiembre de 2021

“El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, lo matarán y resucitará al tercer día”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo B – 2021)

         “El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, lo matarán y resucitará al tercer día” (cfr. Mc 9, 30-37). En una sola oración, con pocas y precisas palabas, Jesucristo describe, por un lado, su misterio pascual de muerte y resurrección y, por otro lado, nos revela el sentido, la dirección y la razón de ser de nuestra existencia en esta vida terrena. En efecto, lo primero que revela y anticipa proféticamente es qué es lo que le va a suceder a Él: sufrirá en manos de los ancianos, de los fariseos y de los escribas, quienes lo condenarán a muerte en un juicio inicuo, porque la causa de la sentencia de muerte es una verdad y no una blasfemia: Jesús es Dios Hijo encarnado; morirá en cruz, en el Calvario, luego de tres horas de agonía; finalmente, al tercer día, el Domingo de Resurrección, resucitará, es decir, volverá a la vida, pero no a esta vida terrena, sino a la vida eterna y glorificada, la misma vida que Él posee con el Padre y el Espíritu Santo desde toda la eternidad. De esta manera, Jesús revela, anticipadamente a sus discípulos, qué es lo que le va a suceder a Él, esto es, la Pasión, Muerte y Resurrección. El segundo elemento que se revela en esta frase, que no está dicho explícitamente sino implícitamente, es el sentido de nuestra existencia en el tiempo y en la historia humana: estamos destinados de antemano, por Dios, a seguir a Cristo por el Camino de la Cruz –“El que quiera venir en pos de Mí, que tome su cruz y me siga”-, para así también nosotros participar de su misterio salvífico de muerte y resurrección. En la Pasión y Resurrección de Cristo se comprende el sentido de nuestra existencia en la vida porque nuestra vida terrena, caracterizada por el sufrimiento y el dolor, ha sido santificada por Cristo, al asumir Él nuestra naturaleza humana, menos el pecado, de manera que al sufrir Cristo en la cruz con su humanidad, Él santifica el dolor humano, de manera que el dolor humano –nuestro propio dolor, nuestra propia historia de dolor y sufrimiento, del orden que sea-, queda unido a  Cristo y en Cristo es santificado y así, de ser el dolor y la muerte el castigo por el pecado original, pasan a ser, este mismo dolor y esta misma muerte, caminos de santificación personal, de unión con Cristo y de acceso al seno del Padre en el Reino de los cielos. Es por esto que decimos que Jesús da sentido a nuestra existencia en la tierra: porque estamos destinados a unirnos a Él en la cruz, para así santificar nuestra existencia, con sus alegrías, con sus dolores y así, con nuestra vida unida a Cristo crucificado, seremos luego glorificados en la vida eterna. Éste es el único sentido de la existencia humana, de todo ser humano, desde Adán y Eva hasta el último hombre que nazca en el Último Día, en el Día del Juicio Final. Cualquier otra explicación, que no sea la de la unión personal con Cristo en la cruz para llegar al Reino de Dios, carece de sentido y no tiene razón de ser. Muchos, sino la gran mayoría de los hombres, pasan sus vidas enteras sin encontrar sentido a la vida, al dolor, a la enfermedad, a la muerte, pero tampoco a la alegría, al gozo no pecaminoso y buscan en vano este sentido en extrañas filosofías, en otras religiones, en sectas, en partidos políticos, cuando lo único que tienen que hacer es escuchar al Hombre-Dios: “El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, lo matarán y resucitará al tercer día (…) el que quiera seguirme, que tome su cruz y me siga y tendrá la Vida eterna”. El sentido de nuestro paso por la tierra es ganar la Vida eterna y evitar la eterna condenación, pero eso sólo lo lograremos si cargamos nuestra cruz de cada día para seguir al Hombre-Dios Jesucristo en camino al Calvario.

viernes, 3 de septiembre de 2021

“Vade retro, Satán!”

 


(Domingo XXIV - TO - Ciclo B – 2021)

         “Vade retro, Satán!” (Mt 16, 20-23). Llama la atención el trato radicalmente opuesto que le dirige Jesús a Pedro, que es su Vicario, el Vicario de Cristo Dios. En un primer momento, cuando Pedro responde correctamente a la pregunta de Jesús acerca de quién dice la gente que es Él, diciendo que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, Jesús lo felicita y le dice que esa verdad no proviene de él, de Pedro, de sus razonamientos humanos, sino que proviene del Espíritu Santo, el Espíritu del Padre: “Esto te lo ha revelado mi Padre”. Es decir, Jesús felicita a Pedro cuando Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, lo reconoce como a Dios Hijo encarnado. Pero acto seguido, en el mismo diálogo, luego de que Jesús le revelara a Pedro y a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección –“el Hijo del hombre tiene que sufrir mucho a manos de los hombres, morirá en la cruz y al tercer día resucitará”-, y luego de que Pedro se opusiera a este misterio salvífico, Jesús reprende duramente a Pedro, llamándolo “Satanás”: “Vade retro, Satán! Tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres”. Es decir, cuando Pedro niega la cruz, cuando Pedro niega el misterio de la redención de los hombres, que pasa por la muerte en cruz del Hombre-Dios Jesucristo, es ahí cuando Jesús lo reprende y Jesús lo reprende porque esta vez, Pedro no ha sido iluminado por el Espíritu Santo, sino que le ha sucedido lo siguiente: rechazando la iluminación del Espíritu Santo, que le hubiera permitido aceptar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo como condición para la salvación de la humanidad, Pedro se deja llevar por su razón humana, la cual, sin la luz de Dios, es oscuridad y tinieblas y así, llevado por su sola razón humana, sin la luz de Dios, rechaza el sufrimiento de la cruz, rechaza el misterio de la muerte de Jesucristo y rechaza también el misterio de la resurrección. Es decir, Pedro, primero proclama a Cristo como a Dios Hijo encarnado, cuando es iluminado por el Espíritu Santo, pero a renglón seguido, dejando de lado al Espíritu Santo, su entendimiento humano no puede comprender el misterio de la redención y por eso rechaza la cruz y con el rechazo de la cruz, rechaza también la resurrección y ésta es la razón del duro reproche de Jesús hacia Pedro. Pero en el reproche de Jesús hacia Pedro hay algo más: Jesús no le dice: “Vade retro, Pedro”, sino “Vade retro, Satán”, es decir, Jesús se está dirigiendo a Satanás y no a Pedro y la razón es que Pedro, sin la luz del Espíritu Santo, queda con su razón humana oscurecida, pero también se le agrega otra tiniebla, la tiniebla viviente por antonomasia, el Demonio, el Ángel caído, el Príncipe de la oscuridad, el cual ensombrece todavía más a la razón de Pedro y lo conduce a negar la cruz. Es por esta razón que Jesús dice: “Vade retro, Satán” y no “Vade retro, Pedro”, porque Jesús reprende al Ángel caído, que es quien está detrás de la negación de la cruz por parte de Pedro.

         “Vade retro, Satán!”. No debemos pensar que sólo Pedro estuvo tentado por el Demonio, haciéndolo rechazar la cruz como único camino que conduce al Cielo: debemos sospechar de todo pensamiento que aparezca en nuestras mentes y corazones, que nos conduzca a negar la cruz, porque estos pensamientos no vienen nunca del Espíritu Santo, sino que vienen de nuestras mentes y también del Ángel caído. Estemos atentos a cualquier pensamiento que nos sugiera renegar de la cruz, para rechazarlo prontamente, con la ayuda de la luz de la gracia.

sábado, 22 de mayo de 2021

“Podemos beber del Cáliz, para así llegar al Cielo”


 

“Podemos beber del Cáliz, para así llegar al Cielo” (cfr. Mc 10, 32-45). Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, le piden a Jesús el sentarse a su “derecha e izquierda” en el Reino de los cielos. Vista humanamente, la escena del Evangelio puede rememorar lo que sucede con frecuencia entre los hombres que tienen sed de poder y así se acercan a los ricos y poderosos, para que estos les hagan partícipes de su poder y de su riqueza. Sin embargo, este no es el caso: es verdad que Jesús es Rey poderoso, pero el acceso al Reino de los cielos no se logra sin esfuerzos, como sucede entre los hombres. Jesús les advierte que, para llegar al Reino de los cielos, deben participar de su Pasión y Muerte, con todo lo que esto implica: condena a muerte, burla, escupitajos, azotes y finalmente la muerte. Es decir, seguir a Cristo y llegar al Reino de los cielos no es gratuito: se debe pagar un precio y es el entregar, literalmente, la propia vida a Cristo, para participar con Él de su Pasión. Con toda seguridad, quien se entregue a Cristo, al menos en la mayoría de los casos, no morirá en forma cruenta, pero esto no implica no participar de su Pasión y Muerte, pues se debe participar de su Pasión, en forma ineludible, para llegar al Reino de Dios. Si la participación no es física, en el sentido de que el bautizado no es crucificado corporalmente, sí lo debe ser espiritualmente, es decir, aquel que quiera seguir a Cristo y ganar el Reino de Dios, debe estar dispuesto a la crucifixión espiritual, a participar espiritualmente de la crucifixión de Cristo.

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”, les pregunta Jesús a los hijos de Zebedeo y estos le responden que sí pueden, a sabiendas de que deberán participar de la Pasión de Jesús. También a nosotros nos hace Jesús la misma pregunta y nosotros, imitando a los hijos de Zebedeo, y auxiliados por la Madre de Dios y por la gracia de Jesucristo, contestamos: “Podemos beber del Cáliz, para así llegar al Cielo”

 

sábado, 13 de febrero de 2021

Jueves después de Cenizas


 

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra su Pasión (…) para resucitar al tercer día” (Lc 9, 22-25). En solo un renglón, con muy pocas palabras, Jesús revela su misterio salvífico de Muerte y Resurrección, además de revelar el sentido de nuestra existencia terrena. En efecto, Él es el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo no solo para “deshacer las obras del Diablo”, sino para también vencer al pecado y a la muerte, a los tres grandes enemigos de la humanidad desde el pecado original; ha  venido para concedernos su gracia santificante, que nos quita el pecado y nos convierte en hijos adoptivos de Dios, para así llevarnos al Cielo.

Ahora bien, este nuevo horizonte de vida que nos trae Cristo, que es el de la vida eterna en el Reino de los cielos, no es obligatorio para nadie, puesto que somos libres y en cuanto tales, tenemos la capacidad de elegir seguir a Jesús o no. Es por esta razón que, después de revelar su misterio de salvación, Jesús dice: “Si alguien quiere seguirme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”. Es decir, Jesús nos revela su misterio pascual y nos revela también que el camino para llegar al Cielo es identificarnos con Él, tomar la cruz de cada día y seguirlo, pero Él dice: “Si alguien quiere” seguirme, lo cual está indicando claramente que deja a nuestro libre albedrío el seguirlo o no seguirlo. Ahora bien, sabemos las consecuencias de seguirlo o no seguirlo: si nos aferramos a la cruz, si nos negamos a nosotros mismos, si vamos en pos de Cristo, alcanzaremos el Reino de los cielos; pero si no nos negamos a nosotros mismos, si no aferramos la cruz y si no lo seguimos, estaremos cumpliendo nuestra voluntad y no la de Dios, pero nos estaremos encaminando por un sendero ancho y espacioso que no conduce al Reino de Dios, sino al reino de las tinieblas y esa será nuestra perpetua morada.

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra su Pasión (…) para resucitar al tercer día”. Todo cristiano está llamado a participar de la Pasión del Hijo de Dios; todo cristiano está llamado a seguirlo por el Camino Real de la Cruz; todo cristiano está destinado, por el seguimiento de Jesús en el Via Crucis, a ser salvado en el Reino de los cielos. Pero es cierto también que no todo cristiano alcanzará el Reino de los cielos, no porque Dios no quiera, sino porque es la misma persona la que no quiere seguir a Jesús. Es por esto que es necesario, de toda necesidad, pedir la gracia de la perseverancia final en la fe y en las buenas obras, para así alcanzar el Reino de Dios en la eternidad.

jueves, 21 de mayo de 2020

“Vuestra tristeza se convertirá en alegría”




“Vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 16-20). Jesús revela, si bien indirectamente, a sus discípulos, su próxima Pasión, Muerte y Resurrección. Esto es lo que Jesús quiere significarles cuando les dice: “Ustedes no me verán y se entristecerán, pero luego me verán y vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Los discípulos dejarán de verlo visible y sensiblemente cuando Él muera en la Cruz y entonces se entristecerán, puesto que llorarán por la muerte de Jesús; pero luego, Jesús resucitará al tercer día, tal como Él lo había ya profetizado, y ellos lo verán nuevamente -ahora glorioso y resucitado- y entonces se alegrarán. Cuando vean a Jesús resucitado, entonces la tristeza del Viernes Santo se convertirá en la alegría del Domingo de Resurrección.
“Vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Puede suceder que, en el transcurso de la vida ordinaria, la vida lleve a períodos y momentos de tristeza. Sin embargo, nuestra tristeza también puede convertirse en alegría, pero no por ver visiblemente a Jesús resucitado y glorioso, sino por recibirlo a Él -glorioso y resucitado- en la Eucaristía. Si estamos atravesando por un período de tribulación, no es necesario esperar morir para llegar al Cielo y así convertir nuestra tribulación y tristeza en gozo y alegría: lo que debemos hacer es postrarnos en adoración ante Jesús Eucaristía y recibirlo con fe, devoción, piedad y sobre todo amor. Y así Jesús Eucaristía convertirá nuestra tristeza en gozo, en una alegría desconocida, sobrenatural, celestial, porque es la Alegría Increada que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico.

lunes, 9 de marzo de 2020

“Lo condenarán a muerte”




“Lo condenarán a muerte” (Mt 20, 17-28). Jesús revela proféticamente su misterio de Muerte y Resurrección a sus discípulos: “El Hijo del hombre será entregado, lo condenarán a muerte, lo crucificarán y al tercer día resucitará”. Frente a este anuncio de la Pasión, hay dos reacciones distintas entre los discípulos: por un lado, la madre de los Zebedeos y sus hijos y, por otro, el resto de los discípulos. Los primeros, se muestran dispuestos a compartir las penas y amarguras de la Pasión de Jesús, con tal de alcanzar el Reino de los cielos; los segundos, se enojan con los primeros porque piensan al modo humano y creen que los hijos de Zebedeo están buscando ventajas de poder, como sucede entre los seres humanos.
          Las dos reacciones, frente al anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, representan las reacciones de todos los hombres hasta al fin de los tiempos, cuando se les comunica el misterio pascual de Jesús: unos, como los hijos de Zebedeo –Santiago y Juan- reaccionan sobrenaturalmente, es decir, comprenden que la muerte de Jesús en la Cruz se trata de un misterio celestial y el único camino para acceder al cielo; otros, como el resto de los discípulos, ven sólo lo que sus estrechas razones humanas les permiten ver y es nada más que la disputa por un poco de poder terreno. En todo tiempo de la historia se han producido estas dos clases de reacciones, la primera, la de la aceptación de la Pasión y Muerte de Jesús como único camino para entrar en el Reino de Dios, ha forjado y generado santos a lo largo de los siglos; la segunda, ha generado cristianos racionalistas, incapaces de ver más allá del estrecho límite de comprensión de sus razones humanas, lo cual los ha llevado a vivir no la santidad, sino un cristianismo racionalista, privado de todo misterio sobrenatural.
          También nosotros nos encontramos ante la misma disyuntiva y de nosotros depende que aceptemos el misterio pascual de Cristo, de modo sobrenatural y así vivamos nuestra vida terrena, de cara a la eternidad, o sino nos queda reaccionar de modo que rebajemos el misterio de Cristo a lo que podemos comprender, quitando todo vestigio de sobrenaturalidad a nuestra religión y viviendo un cristianismo racionalista, que no es el cristianismo de Cristo.

lunes, 23 de septiembre de 2019

“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar”




“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar” (Lc 9,18-22). Jesús pregunta a sus discípulos quién es Él, según la gente y la respuesta es siempre errónea: unos dicen que es Elías, otros, que es el Bautista resucitado, otros, que es un profeta. Cuando les pregunta a ellos quién dicen ellos que es Él, el que responde en primer lugar y en nombre de todos es Pedro, quien le dice: “Tú eres el Mesías de Dios”, es decir, Tú eres el enviado de Dios para salvar a la humanidad. Inmediatamente después, y para que no hayan dudas acerca de la naturaleza de la misión que Él debe cumplir, Jesús revela, proféticamente, su misterio pascual de muerte y resurrección: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Esto, porque muchos cristianos, y empezando en primer lugar por Pedro y los Apóstoles, piensan que el hecho de que Cristo sea Dios, aparta instantáneamente todo dolor y toda tribulación. Muchos cristianos creen que por el hecho de ser cristianos, por el hecho de asistir a Misa, de rezar, de confesarse, están exentos del dolor y la tribulación, sin ver que el dolor y la tribulación forman parte esencial del misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús.
“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar”. Si Jesús es Cristo Dios, el Mesías Salvador de la humanidad y si Él, para salvarnos, tuvo que pasar por su Pasión, Crucifixión y Muerte para luego resucitar y ascender a los cielos, y si nosotros estamos llamados a unirnos a su Pasión, para ser corredentores con Él, entonces eso quiere decir que nuestras vidas tienen que estar marcadas por el sello de Cristo, que es la Pasión y la Crucifixión para recién después acceder a la Resurrección. Pretender la Resurrección sin la Pasión, es decir, pretender una vida sin tribulaciones asociadas al misterio de Jesús, es como pretender ir al cielo sin la Cruz: es imposible. O vivimos crucificados y en medio de las persecuciones y tribulaciones del mundo, para así llegar al cielo, o vivimos una vida con paz aparente, pero que no conduce a la eterna bienaventuranza.

martes, 19 de marzo de 2019

“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”



“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?” (Mt 20, 17-28). Jesús les anuncia su próxima Pasión a sus discípulos y luego de hacerles el anuncio, se les adelanta la madre de los Zebedeos y, postrándose ante Él, le pide que sus dos hijos se sienten al lado de su trono, a su derecha e izquierda. Jesús le responde que “no saben lo que piden” porque la gloria que ellos piden, el sentarse a la derecha e izquierda del trono de Jesús en los cielos, no se consigue tal como se consigue la gloria entre los hombres. Entre los hombres, quienes quieren subir al poder, lo hacen por medio de intrigas, traiciones e incluso hasta muertes, porque el poder terreno enceguece al hombre y le hace perder la razón. Por eso Jesús les dice que los “jefes de los pueblos los tiranizan y los oprimen”, porque sabe que el hombre, contaminado por el pecado original, desea el poder pero por el poder y la riqueza, no por el bien común de los demás y por eso, cuando llegan a lo alto en la escala del poder, se comportan como verdaderos tiranos. Quienes se sientan a la derecha e izquierda en el caso de los jefes terrenos, se comportan como verdaderos tiranos que oprimen a los pueblos, porque se sirven del poder en beneficio propio.
No es así en el caso de los discípulos de Jesús y eso se los deja bien en claro el mismo Jesús: quien quiera puestos de poder en el cielo, debe ocupar en la tierra puestos de servidumbre y la gloria del cielo no se obtiene si no se pasa antes por la ignominia de la Pasión. Por eso Jesús dice: “el que quiera ser grande, que sea servidor y el que quiera ser primero, que sea esclavo de los demás”. Además, al revelarles la Pasión que Él deberá sufrir, les adelanta que la gloria celestial se obtiene al precio altísimo de la cruz y la Pasión.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”. Al hacerles esta pregunta, Jesús les pregunta si están dispuestos a sufrir con Él la Pasión y si están dispuestos a ser los últimos, los esclavos de todos en la tierra, para ser los primeros en el cielo. Los hermanos responden “Podemos”, dando una clara respuesta de que están dispuestos a seguir a Jesús en el Camino del Calvario y que están dispuestos a ocupar los últimos puestos en la tierra, con tal de obtener los primeros puestos en el Reino de Dios.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?”. También a nosotros nos pregunta Jesús lo mismo y nosotros, guiados por Cristo y su Espíritu, le respondemos, junto con los hijos de Zebedeo: “Podemos”.

sábado, 29 de septiembre de 2018

“Si tu mano es ocasión de pecado, córtala (…) si tu pie es ocasión de pecado, córtalo (…) si tu ojo es ocasión de pecado, arráncalo”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo B – 2018)

“Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible” (Mc 9, 38-43.45.47-48). Lo mismo repite para el pie y para el ojo: “Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies a la Gehena. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos a la Gehena, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”. En este párrafo, Jesús nos hace dos revelaciones: por un lado, que nuestras acciones –significadas en la mano, el pie, el ojo- son libres y, por otro, que estas  nos conducen, indefectiblemente, a dos lugares irreconciliables entre sí: o el Cielo –el Reino de Dios- o el Infierno –la Gehena-. De hecho, éste es uno de los lugares de la Escritura en donde se revela explícitamente la existencia del Infierno. Ahora bien, ¿Jesús nos anima a mutilar nuestro cuerpo? De ninguna manera, ya que está hablando en sentido metafórico. Es decir, es obvio de toda obviedad que Jesús no nos impulsa a la auto-mutilación, ya que habla en sentido figurado cuando dice que debemos cortarnos la mano, cortarnos el pie o arrancarnos un ojo, si éstos son ocasión de pecado. Lo dice en forma figurativa, pero para que nos demos cuenta de la importancia y de la gravedad que tienen nuestros actos. De nada vale entrar con los dos ojos, las dos manos y los dos pies al Infierno, “donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”, donde los tormentos son para siempre, en el cuerpo y en el alma. Más vale entrar mancos, rengos y tuertos en el Cielo –metafóricamente hablando-, que ir con todo el cuerpo completo al Infierno.
“Si tu mano es ocasión de pecado, córtala (…) si tu pie es ocasión de pecado, córtalo (…) si tu ojo es ocasión de pecado, arráncalo”. ¿Qué nos quiere decir Jesús con estas imágenes tan fuertes? Lo que Jesús nos quiere decir es que es absolutamente necesaria, para la vida espiritual de la gracia, la mortificación de los sentidos y de la imaginación, puesto que se trata de lugares de inicio de la tentación consentida o pecado. Es decir, de lo que Jesús nos habla es acerca de la necesidad de la mortificación de los sentidos, porque es por los sentidos y por la imaginación por donde entran pensamientos que conducen a la satisfacción de las pasiones y al pecado consiguiente. Por ejemplo, un pecado de ira, comienza en el pensamiento y en el deseo y se lleva a la práctica con acciones como elevar la voz, planificar una venganza, ejecutar la venganza. Se necesita todo el cuerpo, además de la mente –el pensamiento- y la voluntad –el deseo- para pecar. Y si el pecado es mortal, nos hace perder la vida de la gracia y si morimos sin la gracia, nos condenamos. Lo que Jesús nos quiere hacer ver es que debemos combatir el pecado en su raíz y para ello, debemos llevar, en la mente y en el corazón, sus mandamientos y sus Bienaventuranzas. Con el mismo ejemplo: frente a un pensamiento de ira, de venganza, de furia, rechazar ese pensamiento recordando sus palabras: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29); “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44); “Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 22) y así. Quien lleva en la mente y en el corazón las palabras de Jesús, podrá poner fin casi de inmediato a cualquier tentación y así no caerá en pecado. Para cometer un pecado de robo, por ejemplo, para ejecutarlo, además de pensarlo, se necesita abrir el picaporte de la casa ajena para entrar en ella y robar: si alguien tiene en mente el mandamiento que dice: “No robarás” y si tiene en el corazón la imagen de las manos de Jesús clavadas en la cruz por nuestra salvación, entonces no realizará la acción de abrir una puerta ajena para entrar y robar. A esto es a lo que se refiere Jesús cuando dice que “más vale entrar manco, rengo y tuerto en el Reino de Dios, que con el cuerpo sano y completo en el Infierno”.
“Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible”. Acudamos a la imaginación, recordemos a Jesús flagelado, coronado de espinas, crucificado; llevemos en la mente y en el corazón su Pasión, sus mandamientos y bienaventuranzas y así evitaremos el pecado y conservaremos la gracia para el día del Juicio Particular, de modo que podremos entrar con nuestro cuerpo completo y glorificado en el Reino de Dios.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”



(Domingo XXV - TO - Ciclo B – 2018)

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande” (Mc 9, 30-37). El Evangelio es una clara muestra de que la crisis de la Iglesia es una crisis de santidad y es una crisis que se manifiesta desde el inicio mismo de la Iglesia, desde su mismo seno. Mientras Jesús les habla acerca de la Pasión que ha de sufrir, mientras Jesús les anticipa, proféticamente, que Él habrá de ser traicionado, entregado, muerto en la cruz y para recién después resucitar y así salvar a la humanidad del pecado, de la eterna condenación en el infierno y de la muerte que lo acecha a cada instante, los discípulos, aquellos elegidos por Jesús para recibir de Él sus enseñanzas privilegiadas, demuestran no estar a la altura de los acontecimientos. Por el contrario, demuestran una mundanidad tal que asusta. Por un lado, “no comprenden” lo que Jesús les dice, porque no entienden qué es la Pasión ni el por qué ni para qué Jesús ha de sufrir la Pasión. Dice así el Evangelio: “Jesús (les decía): “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Jesús les habla claramente de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habrá de salvar a los hombres, pero ellos “no entienden” lo que Jesús les dice: “Una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Es decir, mientras Jesús les habla de la necesidad imperiosa de la cruz para salvar el alma del infierno, de la muerte y del pecado; mientras Él les habla acerca de la peligrosidad de los enemigos humanos –los judíos- y preternaturales –los ángeles caídos- cuya malicia es tan grande que lo llevarán a Él a la muerte, provocando la dispersión de su Iglesia, los discípulos, en vez de estar atentos a estas revelaciones celestiales, se encuentran enfrascados en cuestiones humanas, discutiendo sobre banalidades, como por ejemplo, “cuál de ellos es el más grande”: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Con esta discusión mundana y banal, los discípulos no solo demuestran que no están a la altura de la misión sobrenatural que Jesús les quiere encargar y de los eventos sobrenaturales que en breve habrán de suceder, sino todavía demuestran algo peor: demuestran una mentalidad mundana, un espíritu soberbio, orgulloso, que se encuentra apegado a esta tierra, a sus honores, a sus homenajes, a sus mundanidades. Mientras deberían estar deliberando sobre quién de ellos, aún indigno, debería estar a los pies de la cruz de Jesús, acompañando a la Virgen en su soledad, en su dolor y en su humillación, los discípulos “discutían sobre quién era el más grande”. Se disputan los aplausos humanos, en vez de desear el silencio de Dios; se pelean por un puesto de honor mundano, cuando deberían desear un puesto de crucificados, al lado de la cruz de Jesús; se pelean por los honores que los hombres se dispensan unos a otros, cuando esos honores, delante de Dios, son como hierba seca que se lleva el viento y nadie más se acuerda de ella.
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”. Podemos decir que la crisis actual que vive la Iglesia, una crisis que es ante todo de fe y santidad y que se manifiesta claramente en la apostasía masiva de los católicos, comienza en el momento mismo de la predicación evangélica y se extiende, como una mancha que todo lo corroe y todo lo contamina, hasta nuestros días. También nosotros debemos preguntarnos si no nos comportamos mundanamente, como los discípulos de Jesús; también nosotros debemos preguntarnos si es que entendemos que estamos en esta vida para unirnos a la Cruz, para recubrirnos con el Manto de la Virgen y así vencer a nuestros tres grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte, en vez de buscar el aplauso mundano, o en vez de estar discutiendo entre nosotros por banalidades, cuando en realidad debemos mirar hacia lo alto, hacia el destino de eternidad que nos espera en la otra vida.
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”. Tengamos cuidado de no ser nosotros esos discípulos que, estando en la Iglesia, no entienden para qué están, para salvar sus almas y las de sus hermanos y no para buscar puestos de poder y el aplauso inútil de los hombres.

martes, 26 de abril de 2016

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”


“Os dejo la paz, os doy mi propia paz” (Jn 14, 27). Antes de sufrir su Pasión, Jesús deja a su Iglesia uno de los más preciados dones para la humanidad entera: la paz. ¿De qué paz se trata? Jesús mismo nos encamina a la respuesta: la paz que deja a su Iglesia es su paz, que es la paz de Dios; no es la paz del mundo, como Él mismo lo dice: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz, pero no como la da el mundo”. Jesús establece una diferencia neta entre la “paz del mundo” y la “paz de Dios”, que es la que da Él. ¿Cuáles son estas diferencias? Ante todo, la paz del mundo es extrínseca al hombre y no compromete su interior; es decir, el mundo da una paz que podríamos llamar “social”, pero que no apacigua el espíritu del hombre. Otra diferencia está en aquello que causa la paz: en el mundo, la paz significa mera ausencia de conflictos, sin comprometer el estado espiritual del hombre: así, puede haber paz social –por un acuerdo entre los miembros de la sociedad, por tratados civiles, etc.-, pero puesto que esto se refiere sólo a lo externo, la paz del mundo coexiste con un estado de violencia interior en el hombre. Por el contrario, la paz de Dios, que es la que da Cristo Jesús, es eminentemente espiritual e interior, y está causada por la gracia santificante, que quita de raíz aquello que enemista al hombre con Dios y le quita la paz: el pecado. Pero no solo esto: al quitar el pecado, la gracia apacigua y pacifica al alma, porque la hace partícipe de la naturaleza y de la vida de Dios, que es paz en sí mismo. La paz de Cristo es entonces la verdadera paz que necesita el hombre, porque no solo quita el factor de enemistad con Dios –el pecado-, sino que lo colma sobreabundantemente con la vida divina misma, al conceder la participación en la naturaleza de Dios. En otras palabras, el hombre que recibe la gracia santificante de Jesucristo, no solo ve eliminada la barrera que lo separaba y enemistaba con Dios, quitándole la paz, sino que ahora está unido a Dios por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que es pacífico en sí mismo al ser Él es la Paz Increada.

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”. Desde la cruz, Jesús nos dona la paz con su Sangre derramada; por la Eucaristía, Jesús derrama su paz, no la paz del mundo, sino la paz de Dios, sobre quienes lo reciben con fe y con amor. Entonces, es esta paz, la paz de Dios que el alma recibe de Jesucristo, la que el cristiano debe dar a su prójimo; todo cristiano debería decir a su prójimo -más con obras de misericordia que con palabras-: “Te doy la paz de Cristo, te dejo la paz de Cristo, la paz que Él me dio al lavar mis pecados con su Sangre y al donarme su vida divina con su sacrificio en cruz”.

jueves, 24 de marzo de 2016

Jueves Santo


Jesús lava los pies a sus discípulos.
(Jacopo Tintoretto)


 (Ciclo C - 2016)

“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1-15). Jesús, en su omnisciencia divina sabe, el Jueves Santo, que ha llegado “la hora de pasar de este mundo al Padre”; sabe que ha llegado la hora de su dolorosa Pasión; sabe que ha llegado la hora de la Cruz. Jesús sabe, porque es Dios, lo que habrá de ocurrirle; sabe que será traicionado, vendido por dinero, flagelado, coronado de espinas y crucificado; sabe que le espera una Pasión dolorosísima, porque siendo Él Inocente, cargará con todos nuestros pecados y se interpondrá entre nosotros y la Justicia Divina, para recibir sobre sí los castigos que merecíamos todos y cada uno de nosotros, para lavar nuestros pecados con su Sangre y para concedernos la filiación divina y la vida eterna.
Jesús sabe todo esto, sabe que habrá de sufrir todos los dolores y las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, en su cuerpo y en su espíritu, para poder redimir a toda la humanidad y para poder expiar todos los pecados. Y es en este momento, el momento dramático de la Pasión, en donde se revela el motor que lo impulsa, desde lo más profundo de su Ser divino trinitario, a sufrir la Pasión por nuestra salvación, y es el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Es por Amor que Jesús, siendo Dios Eterno, engendrado desde la eternidad por el Padre, se encarnó; es por Amor que vivió su vida oculta; es por Amor que predicó e hizo milagros públicamente, anunciando la Buena Noticia; es por Amor que acepta voluntaria y libremente sufrir cruel muerte de cruz para salvarnos; es por Amor que ahora, en la Última Cena, emprende la última fase de su misterio pascual, la Pascua, el Paso, que lo hará pasar de esta vida a la otra, y es el Amor el que lo impulsa y lo mueve, de tal manera, que lo lleva a “amar a los suyos hasta el fin”: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Es el Amor, que arde con Fuego divino en su Corazón, el que lo lleva a “amar a los suyos hasta el fin”, es decir, hasta la muerte de cruz. Es por eso que todo lo que Jesús haga en la Última Cena, está motivado, impulsado y motorizado por el Divino Amor y no hay nada de todo lo que Jesús hace en la Última Cena, que no sea a causa del Divino Amor: “(…) habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin”.
Todo lo que hace Jesús en la Última Cena, lo hace por Amor: es por Amor que parte al Padre, para “prepararnos una mansión” (cfr. Jn 14, 2) en el Reino de los cielos, para cada uno de nosotros; es por Amor que se humilla hasta lo inimaginable –Él, siendo Dios Hijo encarnado y por lo tanto, Dios de majestad infinita-, realizando una tarea propia de esclavos, como la de lavar los pies, y lo hace para pedirnos a todos que encaminemos nuestros pasos por el Camino Real de la Cruz, que lleva a la salvación y que evitemos el camino ancho y espacioso, sin cruz, que lleva a la eterna condenación-; es por Amor que confía a su Iglesia -nosotros, el Pueblo de la Nueva Alianza- la celebración, hasta el fin de los tiempos, hasta el Día del Juicio Final, del memorial de su muerte y resurrección, es decir, la Santa Misa, representación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, y para que cumplamos lo que nos pide es que instituye el Sacramento del Orden –por el cual los sacerdotes ministeriales participarán de su Sacerdocio, el Sacerdocio suyo, que es el Sumo y Eterno Sacerdote- e instituye también la Eucaristía, el Santísimo Sacramento del Altar, Sacramento por el cual Él habría de permanecer en medio de nosotros, su Iglesia, “hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20); Sacramento por el cual habría de darnos no solo fortaleza para sobrellevar las tribulaciones de la vida, sino su mismo Sagrado Corazón, vivo, palpitante, glorioso y resucitado y lleno del Divino Amor, el Espíritu Santo.

 “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Por Amor, Jesús se humilla, lavando los pies a sus Apóstoles –incluido Judas Iscariote, el traidor-; es por Amor que nos deja la Santa Misa, el Sacerdocio ministerial y la Eucaristía; es por Amor que sufre la Pasión, para salvarnos. Por lo tanto, también es por Amor –el Amor del Sagrado Corazón, no nuestro amor humano, pequeño, mezquino y egoísta- y en acción de gracias, que debemos imitar a Jesucristo en su humillación –se humilló en la obediencia, hasta la muerte de cruz- y en su Pasión, cargando la cruz de cada día y siguiéndolo por el Via Crucis, pidiendo la gracia de participar de su Pasión mediante los sufrimientos y tribulaciones que acarrea la vida, para que de esta manera, a través de nuestras vidas, unidas a su vida y sacrificio en cruz, se manifieste a los hombres aquello que Jesús ha realizado para nosotros al precio de su Sangre, la eterna salvación.

martes, 22 de marzo de 2016

Martes Santo


(Ciclo C - 2016)

         “Cuando Judas tomó el bocado (…) Satanás entró en él (…) Judas salió (y) afuera era de noche” (Jn 13, 21-33. 36-38). No hay, en todo el Evangelio, una descripción más exacta y precisa de una posesión demoníaca, que la que el evangelista Juan hace de Judas Iscariote: “Cuando Judas tomó el bocado (…) Satanás entró en él (…) Judas salió (y) afuera era de noche”. Judas Iscariote representa la anti-comunión con el Hombre-Dios, lo exacto opuesto a lo que debe hacer un hombre si desea salvar su alma. Judas comulga con Satanás y no con Jesucristo; lo que caracteriza a Judas es la mentira, el engaño, la envidia, el deseo de enriquecerse, todo lo contrario y lo opuesto al Amor de Dios, expresado en los Mandamientos. En vez de desear cumplir los Mandamientos de Dios, Judas cumple los mandamientos de Satanás; en recompensa, el Demonio, “Padre de la mentira” (),  “premia” la devoción de Judas por él, “entrando” en Judas, convirtiendo a su cuerpo y su alma en posesión de las tinieblas. El Evangelio relata que, cuando Judas “tomó el bocado”, “Satanás entró en él”. Se trata de la anti-comunión eucarística: no se comulga el Pan del cielo, sino un alimento terreno, como símbolo de las pasiones sin el control de la razón; en Judas no hay amor a Jesucristo, que es lo que se necesita para poder comulgar, sino odio al Hombre-Dios, que es a su vez lo mismo que posee el Ángel caído; Judas prefiere escuchar el tintineo metálico del dinero mal habido, antes que escuchar los latidos del Sagrado Corazón de Jesús y, finalmente, consigue lo que quiere: apartarse de Jesús, “Luz de Luz”, para habitar en las tinieblas, ya que esto es lo que dice el Evangelio: “Judas salió y afuera era de noche”. Judas no solo sale del Cenáculo a una hora en la que ya está todo oscuro: además, Judas sale de la comunión con Cristo, Luz de Luz eterna, para entrar en comunión con las tinieblas vivientes, el Demonio y sus ángeles. La oscuridad cosmológica –“afuera era de noche”- es un símbolo de las sombras vivientes, los ángeles apóstatas.
         Si en el Evangelio se describe la traición de Judas, se revela también, de forma anticipada y por medio de las palabras de Jesús, otra traición, esta vez a manos de Pedro: el Vicario de Cristo afirma que “dará su vida” por su Maestro pero Jesús, que es Dios, sabe que Pedro lo traicionará, aunque a diferencia de Judas Iscariote, Pedro se lamentará amargamente por esta traición y se reivindicará más tarde, dando efectivamente su vida en testimonio de Jesús.
         Por fin, el último Apóstol descrito en este Evangelio es Juan Evangelista, que representa el modelo perfecto del alma que comulga con Jesús: es la antítesis de Judas, porque si Judas traiciona a Cristo porque prefiere escuchar el sonido metálico del dinero antes que los latidos del Sagrado Corazón, el Apóstol Juan, por el contrario, “se recuesta en el pecho del Sagrado Corazón” para escuchar sus latidos, los latidos de Amor y dolor del Hombre-Dios.

         Frente a la traición de Judas y a la futura traición de Pedro, la fidelidad y el amor de San Juan Apóstol, en quien están representadas las almas que abrazan la cruz, proporcionan consuelo a Jesús, en medio de la Gran Tribulación de la Pasión que ya está iniciando.

lunes, 21 de marzo de 2016

Lunes Santo


María unge los pies de Jesús con un perfume de nardo puro.

         Seis días antes de la Pascua y de su Pasión, Jesús acude a casa de sus amigos María, Marta y Lázaro (cfr. Jn 12, 1-11). Una vez allí, María realiza un gesto cuyo significado sobrenatural lo dará Jesús: rompe un frasco de “perfume de nardo puro, de mucho precio” y unge con él los pies de Jesús. Judas Iscariote se escandaliza falsamente, argumentando que debía haberse vendido el perfume para dar el dinero a los pobres, pero su escándalo es falso y su intención también, ya que según el Evangelio, lo que pretendía no era la atención de los pobres, sino el dinero: “porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella”. Lejos de reprochar el gesto de María, Jesús lo aprueba, al tiempo que revela su significado sobrenatural: al ungir sus pies con perfume, María anticipa la unción con bálsamos que según la usanza judía, recibirá su Cuerpo cuando ya muerto, descanse en el sepulcro luego de su Pasión. En efecto, Jesús le contesta personalmente a Judas Iscariote: “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura”. La falsa solicitud de Judas Iscariote queda al descubierto por el mismo Jesús, quien no solo no reprocha a María el haber gastado un perfume tan costoso, sino que justifica su gasto, aprobando el gesto que anticipa y revela, aunque veladamente, su muerte en cruz. Aun siendo costoso, el perfume de nardo puro derramado por María no es, de ninguna manera, un derroche o una falta contra la pobreza cristiana, porque es utilizado en Jesucristo, para anunciar una verdad de su misterio pascual. Análogamente, no vale entonces el argumento de que lo que es costoso no debe usarse en la Iglesia –por ejemplo, ornamentos litúrgicos, cálices, copones, etc.-, desde el momento en que Aquel a quien se homenajea no es un hombre, sino Dios encarnado, Jesucristo.

Pero además de anunciar la inminente muerte de Jesús y de honrar anticipadamente esta muerte salvífica, el perfume de nardo, costoso y exquisito, tiene otro significado: es símbolo del “buen olor de Jesús” (2 Cor 2, 15), su gracia santificante, con la cual es ungida el alma muerta por el pecado -y por lo tanto en estado de descomposición espiritual-, para recibir la participación en la vida divina. Y así como, luego de derramar María el perfume sobre Jesús “la casa se llenó del perfume”, así la “casa del hombre”, su alma, cuando recibe en ella al Hijo de Dios, se llena del perfume de la gracia santificante. Es decir, Jesús inicia la Semana Santa, semana en la que morirá de muerte cruel en la cruz para que nuestra casa -nuestra alma- no solo no posea el hedor del pecado, sino que se “llene del perfume de su gracia”, conseguida al precio de su Vida entregada en el sacrificio del Calvario.

miércoles, 24 de febrero de 2016

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”


“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?” (Mt 20,17-28). Jesús profetiza su Pasión y ante el pedido de la madre de los hijos de Zebedeo –Santiago y Juan- de que sus hijos “se sienten a su derecha e izquierda en el Reino de los cielos”, Jesús les hace una pregunta para que tomen conciencia de qué es lo que están pidiendo: “¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. Es decir, Jesús les está diciendo que si quieren puestos de honor en el cielo, deben participar de su Pasión en la tierra. La respuesta de Santiago y Juan es clara y contundente: “Podemos”, lo que demuestra que sí sabían lo que estaban pidiendo y que implicaba la participación en la Pasión y que por lo tanto desean compartir el mismo destino de Jesús: el Calvario en esta vida y el Reino de los cielos en la otra.
Lo que piden los hijos de Zebedeo –la gloria de los cielos pero pasando por la ignominia de la Pasión- es algo que todos los cristianos debemos pedir y es algo que la Iglesia pide para nosotros, que participemos en cuerpo y alma a la Pasión del Señor, para luego participar de su gloria. En las Laudes del Miércoles de la segunda semana de Cuaresma, la Iglesia dice así: “Concédenos llevar en nuestros cuerpos la pasión de tu Hijo”[1]. Y luego la Iglesia agrega algo en la petición, que nos confirma que lo que pedimos –participar en la Pasión- es posible, pero no por nuestras propias fuerzas, sino porque hemos recibido la fortaleza misma del Hombre-Dios, su Cuerpo en la Eucaristía: “(…) Tú que nos has vivificado en su Cuerpo”. Es decir, la razón por la cual podemos unirnos a su Pasión en cuerpo y alma, es porque hemos sido vivificados en su Cuerpo Místico, al haber recibido el Espíritu Santo; además, hemos sido vivificados con su Cuerpo, al recibir la Eucaristía, el Pan de Vida eterna.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. También a nosotros nos dirige Jesús la misma pregunta y nosotros, también a nosotros nos pregunta Jesús si podemos acompañarlo en el Via Crucis, si podemos beber del cáliz amargo de la Pasión, si podemos participar de su Pasión en cuerpo y alma, si podemos recibir su corona de espinas; y nosotros, al igual que los hijos de Zebedeo, que deseamos la corona de luz y de gloria del Reino de los cielos, pero que sabemos que para recibir esta corona debemos recibir en esta vida la misma corona de espinas de Jesús, nos postramos ante Jesús Eucaristía y le decimos: “Podemos”.



[1] Cfr. Liturgia de las Horas.

viernes, 19 de febrero de 2016

“Jesús se transfiguró…”


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2016)

         “Jesús se transfiguró…” (Lc 9, 28b-36). Jesús se transfigura en el Monte Tabor: su rostro y sus ropas resplandecen con una luz más potente y brillante que cientos de miles de soles juntos: es la Luz Eterna de su Ser trinitario la que, por un instante, se abre paso a través de su Humanidad Santísima. Ahora bien, para aprehender el contenido sobrenatural y la enseñanza del episodio evangélico de la Transfiguración –y el por qué la Iglesia inserta este Evangelio antes de Semana Santa-, hay que tener en cuenta, por un lado, a los dos santos del Antiguo Testamento que aparecen al lado de Jesús en el momento de la Transfiguración, Moisés y Elías y el contenido de su conversación: el tema sobre el que ambos dialogan es acerca de la partida de Jesús de este mundo, es decir, hablan de su Pasión y Muerte en Cruz; el otro elemento que hay que tener en cuenta es que la Transfiguración, en sí misma, anticipa la Resurrección de Jesús luego de su muerte en el Calvario, porque la luz que Jesús emite en la Transfiguración y el estado de su cuerpo, luminoso y glorioso, es la misma luz que emitirá cuando resucite, el Domingo de Resurrección, en el sepulcro. En este Evangelio, entonces, están condensados los aspectos fundamentales de la fe en Jesucristo: “no es un hombre santo, no es un hombre sabio, no es un reformador ni mucho menos un revolucionario social”[1]: Jesucristo es el Hombre-Dios, que habrá de cumplir su misterio pascual, pasando por la muerte cruenta de la cruz para luego resucitar glorioso al tercer día.
Teniendo esto en mente, surgen algunas preguntas: ¿por qué Jesús se transfigura? ¿Por qué lo hace antes de la Pasión? ¿Qué relación hay entre la Transfiguración de Jesús y nuestra vida personal? Para responder a estas preguntas, hay que considerar ante todo que la Transfiguración no es un milagro, porque es el “estado natural” de Jesús: así debería aparecer Jesús, desde el  momento mismo de la Encarnación, puesto que Él es Dios y en cuanto Dios, es Luz y Luz eterna, porque la naturaleza del Ser divino trinitario es una naturaleza luminosa. La pregunta entonces no es “por qué Jesús se transfigura”, sino, por el contrario, “por qué NO se transfigura” y porqué sólo lo hace en el Monte Tabor –y también en la Epifanía-, como anticipo de la Resurrección. La respuesta la da un teólogo[2], quien sostiene que Jesús no se transfigura durante toda su vida –como decíamos, sólo lo hace en la Epifanía y en el Tabor, antes de la Resurrección- porque la Transfiguración implica el estado glorioso de la Humanidad de Jesús, lo cual quiere decir que Jesús no hubiera podido sufrir la Pasión, si hubiera permanecido glorioso y luminoso desde la Encarnación. Entonces, por un milagro de su omnipotencia divina, Jesús impide, durante la mayor parte de su vida terrestre, que la luz de su gloria se transparente, por así decirlo, a través de su Humanidad, para poder sufrir la Pasión. Es decir, que Jesús NO se transfigure, en la mayor parte de su vida terrena, es un milagro mayor aún que la misma Transfiguración en el Monte Tabor.
Otra pregunta a contestar es el porqué de la Transfiguración de Jesús antes de su Pasión, hecho que es confirmado por la conversación de los dos santos del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y la respuesta la da Santo Tomás de Aquino, quien dice que Jesús se transfigura antes de la Pasión, porque así les recordaba a sus discípulos que Él era Dios Encarnado, para que cuando lo vieran todo desfigurado por los golpes, cubierto de hematomas, de escupitajos, de heridas abiertas y su Rostro y su Cuerpo cubiertos de Sangre, puesto que no lo iban a poder reconocer -a causa del estado en el que iba a quedar su Humanidad Santísima como consecuencia de los golpes recibidos por nuestros pecados-, se recordaran de la gloria del Tabor y así no se desanimaran en el Camino de la Cruz, en el Via Crucis. Jesús se cubre de gloria y de luz en el Tabor, porque habría de cubrirse luego de su propia Sangre en el Calvario, quedando irreconocible a causa de los golpes, las heridas, la tierra, el barro, el sudor y la Sangre.
La última pregunta a contestar es qué relación tiene la Transfiguración de Jesús con nuestra vida personal, y la respuesta la tenemos en Dios Padre, que se manifiesta en el Tabor haciendo sentir su voz y diciendo: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Así, Dios Padre lo que hace es ratificar la fe de la Iglesia en Jesús como Hombre-Dios, como Hijo de Dios Encarnado, lo cual tiene sus consecuencias, porque quiere decir que, por el hecho de ser Dios, debemos obedecer sus mandatos y hacer lo que nos diga y lo que nos dice Jesús es que “tomemos nuestra cruz de cada día y que lo sigamos” por el Camino del Calvario, el Via Crucis.
“Jesús se transfiguró…”. Todos los cristianos estamos llamados a la gloria de la Resurrección pero, como dice Dios Padre, debemos escuchar a Jesús y Jesús nos dice que debemos “cargar nuestra cruz de cada día y seguirlo” (Lc 9, 23; Mt 16, 24), lo cual quiere decir que debemos subir al Monte Calvario, junto con Jesús, para morir al hombre viejo y para nacer al hombre nuevo, a la vida de la gracia. La enseñanza del Evangelio de la Transfiguración, entonces, además de que Jesús es Dios Encarnado y de que llega a la gloria del Reino de los cielos por medio del sacrificio de la cruz, es que también nosotros estamos llamados a ser transfigurados por la gloria de Dios, pero también debemos saber que no vamos a llegar a esta gloria si antes no pasamos por la muerte en cruz; es por eso que la Iglesia pide que los bautizados participen de la cruz de Jesús con sus sufrimientos: “Haz que tus fieles aprendan a participar en tu pasión con sus propios sufrimientos”[3], para que así participen luego con Él de la gloria del Reino de los cielos. Y aquí está la respuesta de por qué la Iglesia coloca este Evangelio de la Transfiguración antes de Semana Santa: para que nosotros, los cristianos, participando de la Pasión de Jesús por el misterio de la liturgia, seamos capaces de participar luego de su gloria. Por último, no hay mejor forma de participar de la cruz de Jesús que uniéndonos espiritualmente con nuestras vidas, con lo que somos y tenemos, al Santo Sacrificio de la Cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en el Altar Eucarístico, en la Santa Misa.





[1] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes en el Estadio Nacional de Chile, 2 de abril de 1987.
[2] Cfr. Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1956.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, Viernes de la I Semana de Cuaresma.