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jueves, 23 de febrero de 2023

“Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto, para ser tentado por el Diablo”

 


(Domingo I - TC - Ciclo A - 2023)

         “Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto, para ser tentado por el Diablo” (Mt 4, 1-11). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto para que Jesús se prepare, por medio de la oración, el ayuno y la penitencia, para los cruentos días de su Pasión y Muerte en cruz, pero también lo lleva para que sea tentado por el espíritu maligno por excelencia, el Ángel caído, Satanás, según lo dice explícitamente el Evangelio: “Fue llevado al desierto para ser tentado por el Diablo”. Y el Diablo, uno de cuyos nombres es el de “Tentador”, al ver a Jesús, prontamente se acerca a Él, para tratar de hacerlo caer por medio de las tentaciones que él, con su inteligencia angélica maligna, ha ideado. Hay que decir que era absolutamente imposible, de toda imposibilidad, que Jesús cayera en ninguna de las tentaciones, pero si Jesús se deja tentar, es para que nosotros tomemos ejemplo de cómo actuar frente a las tentaciones. A partir de Jesús, nadie puede decir: “la tentación es más fuerte que mis fuerzas”, porque Jesús nos demuestra que la fuerza para no caer en la tentación no viene de nuestras fuerzas, sino de Dios.

         La primera tentación es la de la gula y la satisfacción del apetito sensible en general, pero es también la tentación del materialismo y de la visión relativista de la vida, que hace ver a esta vida como si fuera la única y que hace olvidar que tenemos un alma que alimentar, además del cuerpo: “Que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús le responde citando las Escrituras, en donde implícitamente se recuerda que el hombre tiene un alma para alimentar y que ese alimento es la Palabra de Dios, que en nuestro caso, como católicos, no es solo la Sagrada Escritura, porque esa es la Palabra de Dios escrita, sino también la Eucaristía, porque la Eucaristía es la Palabra de Dios encarnada, que nos alimenta con un alimento super-substancial, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

         La segunda tentación es la de la presunción, tentación que nos hace creer que porque somos bautizados, porque nos confesamos cada tanto y comulgamos, ya estamos salvados y no hace falta nada más, llevándonos así a descuidar las obras de misericordia y en definitiva haciéndonos perder el horizonte de una posible condenación eterna si no perseveramos en la fe y en las buenas obras, pensando que con lo poco que hacemos ya es suficiente para ganar el Reino de los cielos: “Tírate abajo, porque los ángeles cuidarán de ti”. Tambipen es la presunción de quien posterga la conversión, abusando de la Divina Misericordia: "No importa si peco, al fin de cuentas, Dios me va a perdonar igual porque es misericordioso", olvidando que Dios es también Justicia Divina e infinita. Entonces, la segunda tentación consiste en no obrar la misericordia, necesaria para entrar en el Reino de los cielos y en posponer la conversión, abusando temerariamente de la Misericordia Divina. Jesús le responde también citando las Escrituras: “No tentarás al Señor, tu Dios” y así nos recuerda que tentamos a Dios cuando nos volvemos indolentes para con nuestra salvación eterna y la de nuestros hermanos, pensando que Dios hará por nosotros lo que nosotros por arrogancia y excesiva confianza no hacemos. Es en la Eucaristía en donde encontramos la Sabiduría Divina para obrar según la voluntad de Dios y el Amor necesario para ser misericordiosos y así salvar nuestras almas, sin ningún tipo de presunción.

         La tercera tentación es la de la vanagloria, el poder, la fama, el dinero y el éxito, a cambio de la adoración a él, el Ángel caído: “Te daré todas estas ciudades si, postrándote, me adoras”. Jesús le responde también citando las Escrituras: “Al Señor, tu Dios, adorarás y solo a Él rendirás culto”. De esta manera, Jesús nos recuerda que al Único al que debemos adorar, al Único frente al cual se deben doblar nuestras rodillas, es a Él, Nuestro Señor Jesucristo, Dios Hijo encarnado por obra del Espíritu Santo, en cumplimiento del misterio salvífico ordenado por Dios Padre. Sólo ante Jesús Eucaristía debemos doblar las rodillas y solo en Jesús Eucaristía está toda nuestra riqueza, todo nuestro deseo, todo nuestro amor, toda nuestra adoración. Frente a Jesús Eucaristía, el Dios del sagrario, toda la riqueza del mundo es solo un poco de tierra que se desvanece con un soplo de viento; sin la Eucaristía, de nada nos vale poseer todo el mundo, ya que el mundo es igual a nada sin Jesús Eucaristía y por el contrario, si tenemos a Jesús Eucaristía, aunque no poseamos nada materialmente, aunque estén incluso por quitarnos la vida, si poseemos a Jesús Eucaristía, lo poseemos todo, porque la Eucaristía es Dios encarnado y Dios es todo lo que necesitamos, en esta vida y en la vida eterna.

“Jesús fue llevado al desierto para ser tentado por el Diablo”. La Iglesia coloca el Evangelio de las tentaciones de Jesús al inicio de la Cuaresma no por casualidad, sino porque la Iglesia, como Cuerpo Místico de Jesús, participa de la oración y del ayuno de Jesús y también participa de las tentaciones del Demonio; por esto mismo, debemos tener presente que la fuente de todas las virtudes necesarias para superar los Cuarenta días de ayuno se encuentran en el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, Pan que debe ser recibido con el alma en gracia, luego de acudir al Sacramento de la Penitencia.

viernes, 3 de marzo de 2017

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”


(Domingo I - TC - Ciclo A – 2017)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Mt 4, 1-11). Jesús es llevado por el Espíritu Santo con un fin específico: ser tentado por el demonio. Al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno, su naturaleza humana, unida a su Persona divina, sintió hambre, dice el Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. Es en ese momento en el que se hace presente en Tentador, el Ángel caído. El Demonio no sabía que Jesús era Dios, aunque tenía sospechas. Sí sabía que era un hombre muy especial, al cual Dios acompañaba de manera evidente con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer, lo cual aumentaba todavía más su sospecha de que fuera Dios encarnado. Y es por eso que se decide a hacer una empresa imposible, al mismo tiempo que blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.
El Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús tenía mucha hambre, como es lógico, luego de cuarenta días de ayuno, y podía verdaderamente obrar ese milagro, es decir, hacer que las piedras se convirtieran en panes, y lo podía hacer, porque era Dios Hijo encarnado, tenía el poder más que suficiente para convertir las rocas en panes y así satisfacer su hambre. Pero Jesús, contestando con la Escritura, al tiempo que rechaza la tentación, nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura, pero también la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-, es el alimento principal para el hombre: “Jesús le respondió: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. De esta manera, Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos en primer lugar por el alimento del alma –y lo mismo hacer para con nuestro prójimo, de ahí la necesidad de la Evangelización y de la Misión-, y este alimento del alma es la Escritura –la lectura, meditación y oración- y la Eucaristía –la adoración y la Comunión Eucarística-, que satisface al alma con la substancia y el Amor Divino contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Solo en un segundo momento viene el alimento corporal, el cual de nada sirve, si no se provee antes al alimento espiritual. Si Jesús respondía realizando el milagro de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechaza de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].
Vencido en la primera tentación, el demonio hace el intento con la segunda tentación, para lo cual lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. El demonio intenta que Jesús cometa el pecado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles, pero si Jesús hiciera esto, cometería un pecado de presunción o temeridad, porque no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y, al mismo tiempo, desafiar literalmente a Dios, para que lo salve. En el fondo, es un pecado de soberbia; al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si por un imposible, Jesús hubiera accedido, hubiera cometido un pecado, y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu, que se origina, fundamentalmente, en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, que es la raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo, y su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. Pero sucede que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica es precisamente ése: “Haz lo que quieras”.
En la tercera y última tentación, el demonio pretende que Jesús lo adore, a cambio de riquezas y poderes terrenos: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Jesús le respondió: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Luego de la satisfacción de las pasiones –concupiscencia de la carne-, luego de la adoración de sí mismo –concupiscencia del espíritu-, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración de Satanás, una simple creatura que, además de ser simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios. Esto –la adoración al demonio- se da de diversas maneras: con las prácticas ocultistas, con la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a los servidores del demonio –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa-, aunque también se adora al demonio de modo indirecto al menos, con la adoración del dinero, con el deseo de poseer, de modo avaro y sin importar los medios ilícitos, la mayor cantidad de dinero posible. Jesús nos enseña que “sólo a Dios se debe adorar”, y aunque Dios, que está en la cruz y en la Eucaristía, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo, y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la bienaventuranza eterna en el Reino de los cielos.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. Nosotros, en el desierto de la vida, también somos tentados por el espíritu inmundo, pero Jesús, con su ejemplo y con su gracia, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación, y el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos ante su Cruz y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos ante su Presencia Eucarística.



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.

sábado, 13 de febrero de 2016

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentado por el Demonio”



(Domingo I - TC - Ciclo C – 2016)


         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, en donde Jesús ayuna durante cuarenta días y cuarenta noches. Al finalizar su ayuno, Jesús experimenta hambre; es en ese momento en el que se le aparece el Demonio, quien lo tienta para tratar de hacerlo caer (en realidad, el Demonio tentó a Jesús durante los cuarenta días, aunque no dice nada acerca de la naturaleza de estas tentaciones; sí relata el Evangelio cuáles son las tres tentaciones a las que lo somete el Demonio, al finalizar los cuarenta días de ayuno). Ahora bien, hay que decir que esto que pretendía el Demonio, el hacer caer a Jesús por medio de las tentaciones, era imposible, debido a que Jesús era Dios Hijo encarnado, por lo cual nunca habría podido ni siquiera tener la más ligera vacilación frente a la tentación. Si Jesús se deja tentar por el Demonio, es sólo para darnos ejemplo de cómo tenemos que hacer frente a las tentaciones, lo cual es sumamente útil para nuestra vida espiritual puesto que, como dice el Santo Cura de Ars, “seremos tentados hasta el último instante de nuestra vida”.
         En la primera tentación, el Demonio trata de hacer caer a Jesús por medio del hambre corporal; sabe que ha estado cuarenta días y noches sin ingerir alimento alguno y que siente hambre. Aprovechándose aviesamente de la debilidad natural del cuerpo de Jesús, luego de tanto tiempo sin ingerir alimentos, el Demonio trata de convencer a Jesús de que pida a Dios que “convierta las piedras en panes”: Dios es bueno y no dejará de hacer un milagro como este, para que Jesús pueda alimentarse. Jesús le responde que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Así, Jesús nos enseña que, si alimentamos el cuerpo con el alimento terreno, es mucho más importante alimentar el alma con el manjar exquisito de la Palabra de Dios, la cual proporciona todo al alma todo aquello que Dios es: luz, amor, paz, alegría, fortaleza. Así, Jesús nos enseña –y sobre todo a los padres de familia- que si nos preocupamos y desvelamos por el alimento corporal, mucho más lo debemos hacer por el alimento espiritual, la Palabra de Dios. Además, al poner por encima la satisfacción del hambre espiritual con la Palabra de Dios, sobre la satisfacción del hambre corporal con el alimento terreno, Jesús nos advierte no solo contra la tentación de la gula -es decir, el ingerir alimentos cuando no hay necesidad alguna de hacerlo o bien, el gasto excesivo en alimentos exóticos y demasiado caros-: también nos advierte contra la tentación del hedonismo, la tentación de pretender los sentidos sin medida ni regla moral alguna. El cristiano, por el contrario, debe ser ascético y sobrio, mortificando su cuerpo y no concediéndole todo lo que el cuerpo le pide, además de privilegiar el alimento de la Palabra de Dios por sobre el alimento corporal.
         En la segunda tentación, el Diablo pasa ya al plano espiritual, tratando de que Jesús caiga en la petición de milagros absurdos e innecesarios, es decir, trata de que Jesús lo imite a él en su tarea diabólica de tentar, pidiendo un milagro que es absolutamente innecesario. Primero, lo lleva al pináculo del templo y le dice que se tire desde allí hacia el vacío: Dios, que es bueno, “mandará sus ángeles para que lo protejan de su caída”. Jesús responde con la Escritura: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trataba de un milagro innecesario, inútil, y su petición, un acto temerario contra Dios, porque en primer lugar, no tenía necesidad alguna de subir al pináculo del templo; en segundo lugar, si se arrojaba, lo hacía por propia voluntad y con total libertad, demostrando que quería caer desde lo alto, sin que nadie lo obligara, para luego pedirle a Dios que envíe a sus ángeles. Pero si Jesús cedía a esta tentación, cometía un acto de temeridad, de desafío a Dios, pidiendo un milagro absurdo e innecesario. Así, Jesús nos enseña que debemos estar muy atentos a no caer en esta tentación, pues muchas veces somos nosotros mismos quienes nos alejamos de Dios y nos arrojamos al vacío, para luego quejarnos de Dios, porque Dios “no nos ayuda”. Debemos prestar mucha atención, porque es en realidad esto último lo que pasa: somos nosotros quienes nos alejamos voluntariamente de Dios, cayendo en el vacío de la existencia de Dios –esto es lo que está representado en la hipotética caída voluntaria de Jesús desde el pináculo del templo. Es esto lo que hacemos –alejarnos de Dios, arrojarnos al vacío de una vida sin Dios- toda vez que nos alejamos de los sacramentos, porque para los católicos, la unión con Dios se da por la fe, por el amor y sobre todo por los sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía-. Y al alejarnos de Dios, perdemos la luz de su Sabiduría, que nos permite obrar según la Divina Voluntad, comportándonos temerariamente por doble partida: por alejarnos de su Voluntad –por hacer algo que Él no quiere que hagamos- y por pedir, desde esta posición, algo que no es acorde a su santa Voluntad. Esto es lo que nos enseña Jesús con la segunda tentación.
         Luego el Demonio lo lleva a lo más alto de una montaña, le muestra los reinos de la tierra “y su gloria mundana” y le dice que “le dará todo eso si, postrándose, lo adora”, a lo cual Jesús responde, también citando la Escritura: “Sólo a Dios adorarás”. Así, Jesús nos enseña a despreciar los honores mundanos y las riquezas terrenales, además de la vanagloria, porque detrás de todo eso está el Demonio; nada de eso se debe desear y mucho menos, se debe adorar al Demonio, sino sólo a Dios, Uno y Trino, encarnado en la Persona del Hijo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por eso solo se debe adorar la Eucaristía y nada más que la Eucaristía. Por otra parte, el Demonio, “Padre de la mentira”, no puede dar lo que promete, y como es el Engañador por excelencia, lo único que pretende es perder el alma del hombre, al cometer el acto más perverso y erróneo que jamás alguien pueda cometer, la adoración de una creatura –que encima es perversa y maligna-, como es el Demonio (o también, los ídolos demoníacos, como el Gauchito Gil, San La Muerte, la Difunta Correa, entre otros muchos).
         Por último, notemos que tanto el Demonio, para sus tentaciones, como Jesús, para resistir a las mismas, citan a las Sagradas Escrituras, aunque con fines y con métodos de interpretación diametralmente opuestos: el Demonio cita las Escrituras para justificar la perversión, torciendo su sentido, porque la Escritura de Dios jamás puede inducir al mal, en esto se ve el accionar de las sectas, pero también de muchos católicos que malinterpretan las Escrituras, buscando auto-justificarse en su pecado. Por su parte, Jesús también acude a las Escrituras –obviamente, con el único sentido posible, el de iluminar las tinieblas del hombre- para responder a las tentaciones con la Palabra de Dios, enseñándonos que es así como debemos proceder: buscando siempre la recta interpretación católica, sin apartarnos de las enseñanzas del Magisterio, no interpretando la Biblia según nuestro propio parecer o nuestros propios caprichos y mucho menos acomodar la Fe católica a nuestros incrédulos razonamientos humanos.

Ahora bien, si Jesús cita la Palabra de Dios escrita para responder a las tentaciones del Demonio, para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios no está sólo en la Biblia: está también en la Tradición y en el Magisterio y, sobre todo, está encarnada en la Eucaristía, de manera que es a todas estas fuentes a las que debemos recurrir para resistir y vencer a la tentación. Sólo los sectarios piensan que la Palabra de Dios está sólo en la Escritura: para nosotros, los católicos, está en tres lugares: Tradición, Magisterio y Biblia, además de estar encarnada, gloriosa, en la Eucaristía. Como dice el Santo Cura de Ars, “seremos tentados hasta el momento antes de morir”, pero tenemos que saber que si recurrimos al auxilio de la Palabra de Dios, tal como nos da ejemplo Jesús, no solo nunca caeremos en la tentación, sino que, cuanto más seamos tentados, tanto más saldremos fortalecidos. 

viernes, 15 de febrero de 2013

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”



(Domingo I - TC - Ciclo C – 2013)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días” (cfr. Lc 4, 1-13). Aunque era metafísicamente imposible que Jesús cediera a la tentación debido a su condición de Hombre-Dios (era Dios perfecto y Hombre perfecto), Jesús permite que el demonio lo tiente. De parte del Demonio, a su vez, éste sabía que Jesús era Dios y que por lo tanto era imposible que pecara. La pregunta entonces, es, ¿Por qué el Demonio tentó a Jesús, sabiendo que era inútil? La respuesta de un experto exorcista y demonólogo, el P. Fortea[1], es que, para el Demonio, la tentación fue demasiado grande, y no pudo resistirla: ¿qué pasaría si, en el mejor de los casos, lograra hacer pecar al mismísimo Hombre-Dios? Todo el universo estaría a sus pies, porque eso demostraría que el bien y el mal no existen; si Dios pecaba, entonces quedaba de manifiesto que no era Dios; por lo tanto, no existía la eternidad, ni el bien, ni el mal[2]. Pero sabía el Demonio que era una tarea inútil e imposible, y sin embargo lo tentó, porque no pudo resistir tentar a Jesús, ya que le faltaba la virtud de la fortaleza.
Si la tentación de Jesús en el desierto por parte del Demonio fue una falta de virtud y un error de cálculo para el ángel caído, por el contrario, de parte de Jesús fue una muestra de su omnipotencia y poder divino ya que permitió la tentación dejando obrar libremente al Demonio, y lo hizo principalmente por nosotros, para que aprendiéramos de Él a resistirla. La tentación tiene una función pedagógica, y el propósito de Jesús al permitir que el Demonio lo tiente fue enseñarnos a nosotros a no caer en ella.
         Debido entonces a que la enseñanza central de este Evangelio es la resistencia y victoria contra la tentación, nos detenemos en la consideración de esta para saber qué es y cómo actúa, para aprovechar mejor el ejemplo de Jesús.
La tentación es una imagen, un concepto, una especie inteligible, un deseo, que despierta el apetito concupiscible del hombre. Se origina en el demonio, que puede infundir los pensamientos en el hombre, aunque se origina también en el mismo hombre, ya sea en su pensamiento o en su voluntad. Las especies inteligibles a través de las cuales actúa la tentación pueden ser muy diversas: imágenes producidas por la imaginación; imágenes externas al hombre, como las imágenes de la televisión, de internet, del mundo exterior; especies inteligibles, conceptos, pensamientos originados en la persona o en el espíritu maligno, como por ejemplo urdir un plan por razonamientos, o maquinar una infidelidad; deseos malignos concebidos en el corazón, como rencores, venganzas, etc. Cualquiera que sea, la tentación tiene siempre una función pedagógica, una función de enseñanza, por medio de la cual el hombre aprende qué es lo que no debe hacer si quiere conservar la amistad con Dios.
         La tentación consentida puede graficarse con la actividad del pez en el agua, antes y después de ser pescado: antes de ser pescado, desde el agua, el pez observa la carnada que ha tirado el pescador, pareciéndole esta sabrosa, colorida, apetitosa; puesto que él tiene hambre, considera instintivamente que eso que tiene apariencia sabrosa habrá de calmar su hambre; en consecuencia, una vez que el instinto lo determina, el pez se dirige con toda la fuerza de su impulso vital y la muerde pero, en el mismo instante en que creía haber conseguido lo que quería, se da cuenta de que todo era un engaño: la carnada no era apetitosa, no era sabrosa, no le satisfizo el hambre, le provocó un gran dolor y le provocó la muerte porque lo sacó de su elemento vital, el agua.
         La tentación consentida –es decir, deseada, querida, actuada, puesta por obra-, es como la carnada mordida por el pez. Primero, parece algo apetitoso y sabroso, pero una vez obtenida, provoca dolor y muerte, como es lo que sucede con el pecado mortal, que provoca la muerte del alma al privarla de la gracia.
         Si la carnada es la tentación (que reside fuera pero también fuera del alma), y el anzuelo es el aguijón del pecado, el pescador de la imagen es el Tentador por antonomasia, el Ángel caído, el Demonio, que busca malignamente la perdición del hombre. El demonio, en sus comienzos un ángel de luz, el más hermoso y el más perfecto de todos los creados por Dios, al haberse pervertido voluntariamente por su rebelión, no puede hacer otra cosa que odiar a Dios y al hombre, y así la tentación, por la cual el hombre recibe el daño más grande que pueda recibir, está concebida por el odio angélico, aunque también se origina en lo más profundo del corazón del hombre, como consecuencia del pecado original.
         La función de la carnada la ejerce el mundo de hoy a través de múltiples actividades y falsos atractivos: alcohol, droga, música decadente e indecente –entre otros géneros, cumbia y rock pesado-, erotismo, materialismo, dinero, poder, placer, etc.
         Todo eso presenta el mundo como carnada, las cuales son preparadas cuidadosamente por el Príncipe de este mundo, el demonio, ayudado por los hombres a él aliados; el mundo ofrece estas múltiples carnadas multicolores, de toda clase de aspecto y sabor, adecuada para cada gusto en particular; el demonio, una vez preparadas las carnadas, las arroja en el mar que es el mundo y la historia de los hombres, los cuales son los peces, principal objetivo del gran Tentador. Cuando se tira la carnada, si esta es lo suficientemente apetitosa y sabrosa, el pescador puede estar seguro del éxito de su pesca ya que el pez, guiado por el instinto, no podrá hacer otra cosa que morder la carnada.
         Con el hombre no sucede lo mismo, desde el momento en que, por un lado, tiene algo superior al instinto y es la luz de la razón, la cual ilumina a la voluntad advirtiéndole que tenga precaución porque lo que aparece no es lo que parece, además de encerrar un gran peligro; por otro lado, si la voluntad es débil –como lo es, a consecuencia del pecado original, y eso explica que aunque sabemos que algo está mal lo deseamos igualmente e incluso lo hacemos-, el hombre tiene el ejemplo de Cristo, que como Hombre-Dios no solo resiste a la tentación en el desierto sino que la vence. Jesús vence a la tentación de dos maneras: por un lado, analizando racionalmente los falsos argumentos del demonio y desarmándolos con la lógica sobrenatural de la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, con lo cual nos hace ver que para vencer a la tentación hay que usar la razón iluminada por la fe.
         Por otro lado, el hombre tiene no solo el ejemplo de Cristo, sino que cuenta con su misma fuerza divina, concedida en la confesión sacramental. En cada confesión sacramental Cristo, a través del sacerdote ministerial, concede al alma la gracia santificante necesaria para que el hombre no vuelva a cometer el pecado del cual se confiesa.
         Por lo tanto, sea por el auxilio natural que le viene por la luz de la razón natural, sea por el auxilio sobrenatural que le viene por el auxilio de la gracia sacramental, gracia obtenida por Cristo en la cruz, el hombre no puede decir que se encuentra desamparado frente a la tentación, ni tampoco puede excusarse en la debilidad, porque la voluntad es fortalecida por la gracia -y de tal manera es fortalecida, que si el hombre no quiere, no pecará-, y tampoco puede excusarse en el instinto, porque posee la luz de la razón natural, la luz de la fe, y la luz de la gracia.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”.  En el episodio evangélico de las tentaciones en el desierto Jesús nos enseña cómo resistir y vencer la tentación: Palabra de Dios, ayuno, oración, tal como Él hizo en el desierto, además de concedernos su gracia a través de los sacramentos. Pero hay algo en el ejemplo de Jesús, que está presente desde el inicio, y sin el cual todo lo demás no alcanza su eficacia, y es el Amor a Dios: el Evangelio dice que “el Espíritu llevó a Cristo al desierto”, y ese Espíritu es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la Persona-Amor de la Trinidad. Cristo, en cuanto Dios Hijo y en cuanto Hombre-Dios, ama al Padre con amor inefable, con el Amor divino, el Espíritu Santo, y es este mismo Espíritu de Amor el que inflama su Corazón y el que lo lleva al desierto no solo a ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, sino a soportar la horrible presencia del Espíritu del mal; es el Amor que tiene a Dios y a nosotros, los hombres, el que lo lleva a soportar la pavorosa y siniestra presencia del ángel de las tinieblas, el ángel que perdió para siempre la gracia, la amistad y el Amor de Dios, Satanás; es el Amor por nosotros el que lo lleva a soportar la visión espantosa y abominable del Dragón tenebroso, y a escuchar sus horribles proposiciones. Por lo tanto, esta es otra enseñanza de Jesús para que aprendamos y pongamos en práctica en el tiempo cuaresmal: la lectura de la Palabra de Dios, el ayuno, la oración, las obras de caridad, deben estar impregnadas, empapadas, vivificadas, por el Amor de Dios. De lo contrario, si no tenemos el Amor de Dios en el corazón, no solo la práctica cuaresmal, sino el mismo corazón y la vida entera, será “como un metal que resuena” (1 Cor 13, 1).
         Jesús entonces no solo nos enseña a resistir a la tentación –Palabra de Dios, oración, ayuno-; no solo nos da el arma para vencerla –la gracia santificante de los sacramentos-, sino que nos advierte que sin el Amor de Dios, el Espíritu Santo, nunca venceremos la tentación.


[1] Cfr. Summa Daemoniaca, Cuestión 20, Editorial Dos Latidos, Zaragoza 2012, 31.
[2] Cfr. Ibídem, Cuestión 21, 32.

viernes, 3 de febrero de 2012

El camino para ir al cielo: rezar, obrar la misericordia, hacer apostolado, luchar contra la tentación



(Domingo V - TO - Ciclo B - 2012)
         “Jesús se retiró a orar” (Mc ). Luego de realizar varios signos prodigiosos, como curar enfermos –entre ellos, la suegra de Pedro-, expulsar demonios y luego de predicar el evangelio, Jesús se retira “a un descampado” a orar.
         No se trata de una mera narración de un día más en la vida de Jesús: en este Evangelio Jesús nos muestra cómo debe ser el plan de vida de un cristiano para llegar al cielo: asistir a los enfermos, luchar contra los verdaderos enemigos del hombre, que son los demonios, hacer apostolado en su ambiente de vida y de trabajo, y orar. De todo esto, lo más importante es la oración, porque por la oración el alma recibe la vida, la luz y el amor de Dios, que le permiten hacer todas las otras cosas.
         En otras palabras, quien quiera salvar su alma, quien quiera habitar en las moradas de Dios Trinidad por toda la eternidad, no tiene que hacer otra cosa que lo que Jesús hace en este evangelio.
         Jesús cura a la suegra de Pedro y a varios enfermos: el cristiano, a imitación de Jesús, debe prestar atención y cuidado a quienes están enfermos, del cuerpo o del espíritu. Es una de las acciones que abren las puertas del cielo, según las palabras de Jesús. Al final de los tiempos, en el juicio Final, Jesús dirá a los que se salven: “Venid, benditos de mi Padre, porque estuve enfermo y me cuidasteis”. Y al contrario, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque estuve enfermo y no me cuidasteis”. Jesús está en todo prójimo, pero de manera especial en los enfermos, y es por eso que quien asiste a un enfermo, asiste a Cristo mismo que está en Él. Esto no significa que sea necesario fundar una congregación religiosa que se dedique a atender enfermos, como las Hermanas Misioneras de la Caridad, pues eso sería imposible para muchos. Está mucho más al alcance: se trata de visitar y asistir, en la medida de las propias posibilidades, a los seres queridos enfermos, o a algún prójimo desconocido, por ejemplo alguien internado en un hospital, que ha sido abandonado por su propia familia. El cristiano debe practicar esta obra de misericordia, visitar enfermos, pero no es la única, ya que la Iglesia propone catorce obras de misericordia, espirituales y corporales, para que el cristiano las practique y así haga méritos para llegar al cielo.
       Jesús expulsa demonios, y en esto también está el ejemplo de lo que cada cristiano debe hacer para llegar al cielo: no que se convierta él en un exorcista, porque eso es tarea del sacerdote ministerial, y solo aquel sacerdote designado por el obispo; la lucha contra el demonio que todo cristiano debe emprender consiste en discernir, con la luz de la gracia y del Espíritu Santo, las múltiples tentaciones que el Tentador arroja a cada paso, que buscan precisamente alejar al alma del camino de Dios. Por ejemplo, si Jesús dice que el que quiera seguirlo debe cargar su Cruz cada día y seguirlo, el demonio lo tienta con una vida más “relajada y tranquila”, sin tanto sacrificio ni cosas por el estilo. Si Jesús dice: “Ama a tus enemigos” y “Perdona setenta veces siete”, el Tentador dice: “No ames ni perdones; véngate de quien te hace mal o te persigue, por medio de la calumnia y la difamación”. No en vano San Pablo dice que “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra las potestades oscuras de los cielos”, porque es el demonio, y todo su séquito de ángeles apóstatas, quienes tientan al hombre para que este deje de lado las enseñanzas de Jesús y obre de acuerdo a su perversa y torcida intención.
        Jesús predica el evangelio, y aquí también el cristiano tiene el modelo y el ejemplo de lo que debe hacer para ganarse el cielo. No quiere decir que para imitar a Jesús tenga que viajar a Palestina y vestir túnica y sandalias; la prédica de la Buena Noticia de Jesús la debe hacer en su ámbito de vida y de trabajo, con los seres que lo rodean, con los conocidos y los desconocidos, con los queridos y con los no tan queridos; en definitiva, todos tienen que ver en el cristiano un apóstol de Jesús que predica la Buena Noticia del Evangelio. Pero como el elemento central de esta Buena Noticia es la caridad, es decir, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, el cristiano no puede predicar el amor al mismo tiempo que, con sus palabras, sus deseos, sus obras, niega el amor. No puede el cristiano evangelizar un ambiente determinado, contaminado, por ejemplo, por la lascivia, si él mismo no lucha contra la tentación de la carne y se deja arrastrar por la lujuria; no puede el cristiano predicar de la vida eterna, y al mismo tiempo ser materialista, interesado solo en los bienes terrenos y en pasarla bien y disfrutar de la vida, porque esas son actitudes que niegan la vida eterna, porque para alcanzar la vida eterna se debe desprender de las cosas materiales y vivir la mortificación de los sentidos; no puede el cristiano evangelizar su ambiente, familiar, de estudio, de trabajo, contaminado por la adoración idolátrica del fútbol, de la política, de la televisión, si él mismo no es un adorador de la Eucaristía.
        Jesús va a un descampado a orar, y aquí está el más grandioso ejemplo que Jesús nos deja si queremos llegar al cielo: la oración, porque si no hay oración, nada de lo que haga el cristiano tiene valor. Por el contrario, sin oración, aún si el cristiano tuviera ocupadas las veinticuatro horas del día visitando enfermos y presos, dando de comer a los pobres, haciendo oraciones de sanación para expulsar demonios, y evangelizando, aún si hiciese esto, pero no rezara, estaría cayendo en un grave error, en un peligrosísimo error, una herejía que lo convertiría en el más abominable de todos los herejes, porque estaría cometiendo la herejía del activismo, en donde se confía más en las propias fuerzas y en la propia actividad, que en la gracia de Dios. Se trata de un error gravísimo, porque en el fondo, si ocupo las veinticuatro horas del día en hacer cosas, aun cuando sean buenas y sean para el Reino de Dios, pero no pongo a la oración en el lugar central, con mi actividad frenética y febril, niego en la realidad al Dios en quien digo creer, para erigirme yo mismo en mi propio dios, que todo lo puedo con mi esfuerzo.
         Por el contrario, quien pone en primer lugar a la oración, reconoce su nada y su miseria –“nada mas pecado”, dicen los santos-, y postrado espiritualmente ante Dios Trino, recibe de Él su luz, su gracia, su perdón, su vida, su paz, su amor. En la oración, el alma nunca está sola, y nunca deja de ser escuchada, y no solo, sino que nunca se queda sin recibir de Dios su palabra, aún cuando no escuche su voz audiblemente.
         Sin oración, ninguna actividad, por buena que sea, tiene sentido ni es meritoria para ganar el cielo; con oración, por el contrario, aún la acción más insignificante, como por ejemplo, dar un vaso de agua en nombre de Cristo, abre las puertas del cielo, porque conmueve al corazón de Dios.
         Rezar, visitar enfermos y presos, hacer apostolado en el propio ámbito de vida y de trabajo, luchar contra la tentación que como trampa tiende el Tentador, este es el sencillo y único camino que conduce al Cielo, el Camino Real de la Cruz, el que nos muestra Jesús.