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viernes, 22 de septiembre de 2023

“¿Porqué tienes a mal que yo sea bueno?”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2023)

         “¿Porqué tienes a mal que yo sea bueno?” (Mt 20, 1-16). Jesús ejemplifica el Reino de los cielos con toda la situación en la que se ven envueltos tanto el dueño de la viña como los obreros de la viña[1]. El dueño de la viña va a la plaza, al amanecer, alrededor de las seis de la mañana, a buscar obreros que están esperando que alguien los contrate para trabajar. Conversa con ellos y conviene en que el jornal del día de trabajo será un denario. Luego el propietario regresa más tarde, a las nueve, al mediodía y a las tres de la tarde. En estas últimas contrataciones no se menciona ninguna suma concreta, sino solo “un jornal justo”. Esto, considerado en conformidad con los negocios humanos, supondría para cada obrero tres cuartos, la mitad y un cuarto de denario, respectivamente. Una hora antes de la puesta del sol, el propietario contrata a los últimos, que estaban sin hacer nada, para que también trabajen en su viña.

         Al finalizar la jornada de trabajo, el capataz, por orden del dueño de la viña, da la orden de que se pague a los obreros su jornal y que a todos se pague la misma cantidad: en este último hecho, reside lo esencial de la parábola. La segunda orden es la de comenzar por los “últimos”, es decir, los que acaban de llegar, ya al terminar el día. La finalidad de esto es que los primeros sean testigos -los cuales son murmuradores y hostiles y luego pondrán objeción al dueño de la viña- de la cantidad que se paga a cada uno, lo cual a su vez hará que el dueño de la viña responda a sus objeciones. En esta respuesta, la del dueño de la viña, se contiene la enseñanza de la parábola.

         Los que han llegado primero y reciben la misma paga que los que llegaron al último, se quejan de lo que ellos consideran una “injusticia”, esto es, que a todos se les pague con el mismo jornal, con la misma cantidad de dinero; además, se quejan de que sólo han trabajado una hora y con el fresco de la tarde, mientras que ellos, los primeros, han trabajado todo el día y con el peso del sol y de las altas temperaturas, por lo cual consideran que merecen una suma de dinero mayor.

         El amo se dirige al portavoz o jefe de los que están descontentos con la situación y lo hace con un tono suave, ya que lo trata de “amigo”; tampoco hay un tono de enojo o de irritación cuando dice: “toma lo que es tuyo y vete”. Le recuerda con mucha calma el acuerdo previo, observado de común acuerdo entre las dos partes. “Es mi deseo”, dice él, “dar al último lo que le he dado al primero”. Con esto quiere decir que, si hay un trato justo, nadie tiene derecho a quejarse de la bondad que él ejerce de su parte. El entendimiento no debe ver el mal dónde solo existe el bien y si lo hace, es decir, si ve el mal donde hay bien, entonces el entendimiento está “enfermo”.

         Jesús concluye diciendo: “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”. En esta parábola se insinúa que, por encima de las obras buenas en sí mismas, se encuentra la generosidad divina, que da más allá de la justicia estricta. La frase final implica simplemente que los “primeros” y los “últimos” (jornada de trabajo larga o corta) son todos unos ante Dios. Esto no quiere decir que Dios no haga distinciones, sino que su misericordia no tiene límites, es infinita.

Un elemento que nos permite apreciar el sentido sobrenatural de la parábola es que hacer una extrapolación o sustitución de los elementos naturales por los sobrenaturales: así, el dueño de la viña es Nuestro Señor Jesucristo; la viña es la Santa Iglesia Católica; los primeros en llegar somos nosotros, los que hemos sido bautizados en los primeros días de nuestra vida, además de haber recibido los Sacramentos como la Comunión, la Confirmación y el Sacramento de la Penitencia; el pago final es el Reino de los cielos; los “últimos en llegar”, son los gentiles o los paganos, es decir, aquellos que no pertenecen al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica y que, sin embargo, reciben el mismo premio, esto es, la gloria del Reino de los cielos, simbolizada en el denario con el que paga su trabajo el dueño de la viña y que, por su fe en el Mesías, Cristo Jesús, ingresarán antes que muchos católicos en el Reino de Dios.

Por último, la parábola va dirigida ante todo al Nuevo Pueblo Elegido, los que integramos la Iglesia Católica por medio del Bautismo, recibido desde los primeros días de nuestro nacimiento. Que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros, significa que si no obramos la misericordia, si no seguimos a Nuestro Señor por el Camino de la Cruz, el Via Crucis, si no nos alimentamos del Pan de Vida eterna, si no lavamos nuestros pecados con la Sangre del Cordero en la Confesión Sacramental, nos pasará lo que a los primeros trabajadores de la parábola: primero entrarán los paganos recién conversos y recién al final, por la Divina Misericordia, entraremos nosotros, siendo ellos los primeros y nosotros los últimos.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 432.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 432.

miércoles, 28 de junio de 2023

“El que no toma su cruz no es digno de Mí”


 

(Domingo XIII - TC - Ciclo A - 2023)

         “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Jesús establece un muy claro requisito para ser un digno discípulo de Él: cargar la cruz de cada día y seguirlo. ¿Qué significan estas dos cosas, cargar la cruz y seguirlo?

         Cargar la cruz quiere decir negarnos a nosotros mismos, negarnos en nuestro hombre viejo, no viejo en el sentido biológico sino en el sentido espiritual, en el sentido de que el pecado envejece al alma; cargar la cruz es negarnos a nosotros mismos en nuestros vicios o pecados, para comenzar a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, que se nos comunica por medio de la gracia santificante a través de los sacramentos. Cargar la cruz quiere decir creer en Jesús como Hombre-Dios, que está Presente, en Persona, en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; cargar la cruz quiere decir vivir, en el día a día, según los mandamientos de Jesús en el Evangelio y no seguir nuestra propia voluntad, esto significa que cuando Jesús nos dice “ama a tus enemigos”, debemos amarlo o al menos procurar hacerlo y no ceder a la fácil tentación de la venganza, del enojo, del rencor; cargar la cruz de cada día quiere decir desear vivir en gracia, alejándonos de toda ocasión de pecado, para que el corazón esté siempre dispuesto a recibir a Jesús Eucaristía como en un altar, para adorarlo en la Comunión.

         La otra pregunta que debemos contestar es qué significa “seguir” a Jesús: significa pedir la gracia de que nuestros pasos se encaminen siempre en dirección a Jesús, marchando detrás de Él, con la cruz a cuestas, para así llegar al Monte Calvario y morir al hombre viejo para nacer al hombre nuevo. Seguir a Jesús quiere decir pedir la gracia de que nuestros pasos no se dirijan nunca en dirección opuesta a Dios, en dirección al pecado, sino que nuestros pasos sigan las huellas ensangrentadas del Hombre-Dios Jesucristo en el Via Crucis, el Camino de la Cruz, único camino para llegar al Cielo.

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en conocer de lejos la doctrina de la fe, sin procurar investigar sobre la misma fe, puesto que no nos podemos quedar con lo que aprendimos en Catecismo; ser discípulo de Jesús significa tener como eje y centro de la vida a Jesús Eucaristía, apartándose de los que nos aleje de Él, para así recibirlo en estado de gracia; ser discípulo de Jesús no se reduce a recibir fríamente los sacramentos, sino a profundizar la unión con Cristo que nos procura la gracia de los sacramentos, para que sea Él y solo Él, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, quien reine en nuestros corazones. Y para quien se esfuerce por llevar la cruz detrás de Cristo, en el Camino del Calvario, la Trinidad tiene preparada una eternidad de gloria, de alegría, de belleza celestial inimaginable. Así lo testimonian los santos, como por ejemplo la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: la santa fue llevada al cielo estando aún en la vida terrena y por permisión divina, un alma, que había sido virgen en esta vida terrena, le mostró las hermosuras del Cielo, resplandeciendo infinitamente más en hermosura la Santísima Virgen María. Narra así su experiencia en el Cielo, la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: “La virgen -el alma virgen- me dijo, mostrándome a la Virgen María: “Amas mucho a esta buena y tierna Madre, ¿verdad? Eres testigo de la gloria que la rodea, aunque no la veas como la verías si estuvieras siempre aquí. Díganme, ¿vale la pena el esfuerzo que hacen para merecer la gloria del cielo? Y, repito, no son las grandes cosas las que hacen digno el cielo[1]. El alma no debe decir: quisiera sufrir; quisiera tal cruz, tanta privación, tanta humillación, porque la propia voluntad lo arruina todo, es mejor tener menos privación, menos sufrimiento, menos humillación por la voluntad de Dios, que gran número por el propio deseo. 

Lo esencial es aceptar, con amor y en total conformidad a su voluntad, lo que el Señor quiera enviarnos. Hay almas en el Infierno que le habían pedido a Dios cruces y humillaciones: Dios les concedió, pero no supieron aprovecharse de tales gracias y el orgullo los perdió". También podemos afirmar lo opuesto: si hay quienes quieren más cruces, porque su orgullo los hace presuntuosos, hay quienes no quieren, de ninguna manera, las cruces que Dios les envía -enfermedad, tribulación, etc.- y a toda costa quieren salirse con la suya, acudiendo incluso a la magia, terreno del Demonio, para obtener lo que Dios no les concede porque Él ve que eso que piden no es bueno para sus almas; también con este tipo de almas, está ocupado el Infierno.

Continúa la virgen a Santa María de Jesús Crucificado: "Sin cuestionar nada, acepta con gratitud lo que el Buen Señor te envíe. ¡Cuántas ilusiones hay todavía, cuando Dios manda la enfermedad! En lugar de aprovecharla, dices: “¡Ah! Si estuviera sano, haría tal cosa, tales obras para Dios, para mi alma!”. Si pides sanidad, siempre lo haces poniendo esta condición: “Dios mío, si es tu voluntad; si el interés de tu gloria lo exige; si el bien de mi alma lo exige!”. El alma que ama a Dios Trino demuestra verdaderamente su amor por la Trinidad cuando cumple su voluntad, dejando de lado la propia voluntad.

“El que no toma su cruz no es digno de Mí”. La cruz personal es un don del Cielo, para ganarnos el Cielo, porque en la cruz nos unimos a Jesús Crucificado, a su Sagrado Corazón, que es la Puerta que conduce al seno del Eterno Padre. No solo no debemos renegar nunca de la cruz, sino que debemos abrazarla y amarla y llevarla por los días que nos queden de vida terrena, para así llegar al Reino de Dios.

 



[1] Extracto del libro: “La vida de Santa María de Jesús Crucificado”.


domingo, 14 de mayo de 2023

“El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena”

 


“El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena” (Jn 16, 12-15). Mientras Jesús estaba en esta tierra, con sus enseñanzas y sus prédicas, instruía a los Apóstoles, acerca de la Verdad sobre Dios, como Uno y Trino y acerca de su Encarnación, como Dios Hijo que se encarna en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Es por eso que Jesús les dice que, si no le creen a Él, le crean al menos a sus obras, los milagros. Es decir, si alguien se presenta como Dios y hace obras que sólo Dios puede hacer, entonces ese tal es Dios y es lo que sucede con Jesús: sus milagros solo pueden ser hechos por Dios, por lo tanto, todo lo que Él predica acerca de Sí mismo y acerca de su misterio salvífico de muerte y resurrección, es verdad. Cuando Jesús y el Padre envíen al Paráclito, al Espíritu Santo, el Espíritu Santo les iluminará sus mentes y corazones de manera tal que no podrán dudar sobre la divinidad de Cristo y sobre su misterio pascual y sobre la necesidad de seguir a Cristo por el Via Crucis para alcanzar el Cielo. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando afirma que “El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena”.

Además, el Espíritu Santo obrará en los Apóstoles y en los nuevos cristianos, para conducirlos a la Verdad total y plena acerca de Cristo y los misterios sobrenaturales absolutos acerca de Dios, completando la instrucción que Cristo había comenzado a darles con su prédica y sus milagros. En otras palabras, el mismo Cristo continuará y completará la instrucción mediante el Paráclito. El Espíritu Santo no dirá nada que Cristo no haya dejado dicho, es decir, no dirá “nuevas verdades” que Cristo pudiera haber dejado incompletas o pudiera no haberlas revelado en su totalidad: el Espíritu Santo más bien “los guiará a la Verdad plena”, es decir, a la Verdad que Cristo había dejado en germen; esa Verdad, el Espíritu Santo la hará germinar, hasta que resplandezca en su plenitud. Es decir, más que “revelador”, el Espíritu Santo es “iluminador” de las mentes y corazones de los integrantes del Nuevo Pueblo de Dios.

“El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena”. Como integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, debemos pedir continuamente la luz divina, santa, eterna, pura, del Espíritu Santo, para que no caigamos en el error, principalmente, en relación a la Presencia real, verdadera y substancial de Cristo Dios en la Eucaristía, puesto que esta verdad forma la columna vertebral de la fe de la Iglesia; la Eucaristía, Dios Hijo en Persona, encarnado en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, es el Corazón de la Iglesia. Si dejamos de creer en esta verdad o si creemos en algo distinto a esto, nos apartamos de la Iglesia Católica, de ahí la necesidad imperiosa de pedir la luz del Espíritu Santo para nunca apartarnos de Cristo Dios en la Eucaristía.

miércoles, 22 de febrero de 2023

Jueves después de Cenizas

 



         “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue su cruz de cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús nos revela las condiciones para ser un buen cristiano, para ser un seguidor suyo: primero, el seguir a Cristo no es una obligación, sino una libre elección, tal como Él mismo lo dice: “El que quiera seguirme”; el ser de Cristo, el pertenecer a Cristo, no es una imposición, sino una libre elección basada en el amor a Cristo: “el que quiera”; si esto es así, entonces, la negativa también es cierta: “el que no quiera, no me siga”. Cristo Dios respeta a tal grado nuestra libertad, que no nos obliga a seguirlo, nos revela en cambio que lo seguirá quien quiera seguirlo, quien lo ame de verdad, no el que esté obligado a seguirlo. De hecho, hay muchos en la actualidad que, lamentablemente para sus almas, no lo quieren a Cristo y no lo siguen, no cumplen sus mandamientos, no lo aman, lo dejan abandonado en el sagrario y muchos no solo no lo quieren a Cristo, sino que lo odian y movidos por el odio a Cristo llegan al extremo de formar asociaciones para exigir que sus nombres sean borrados de las actas de los bautismos.

         La otra condición para seguir a Cristo, además del amor, que es lo primero, es poner por obra lo que implica el seguimiento de Cristo y es el “tomar la cruz de cada día” y esto porque si Nuestro Salvador, Jesucristo, tomó la cruz y fue con ella por el Camino del Calvario, mostrándonos así el camino al cielo, no podemos nosotros, que nos consideramos sus seguidores, pretender ingresar al cielo por ninguna otra forma que no sea la Santa Cruz de Jesús. La cruz de cada uno es personal y puede tener distintas ocasiones de manifestarse, pero algo es seguro: Cristo no nos da ninguna cruz que no seamos capaces de llevar y si nos da una cruz, nos da la fortaleza suficiente para llevar una cruz mil veces más pesada que la que llevamos.

         La otra condición que pone Cristo para ser sus discípulos, es el seguirlo, pero seguirlo por donde va Él, no por donde se nos ocurra a nosotros y Cristo va por un camino muy específico, va por el Via Crucis, por el Camino de la Cruz, camino que finaliza en el Calvario, el único camino que nos conduce a la felicidad eterna en el Reino de los cielos. No nos va a llevar al cielo nada que no sea la Santa Cruz de Jesús: ni los mandalas, ni el ojo turco, ni la mano de Fátima, ni los atrapasueños, ni mucho menos las devociones malignas como la Difunta Correa, el Gauchito Gil, San La Muerte, Buda, ni el ocultismo, ni las prácticas paganas o neo-paganas: solo la Santa Cruz de Jesús, en donde morimos al hombre viejo, el hombre atrapado por el pecado y por las pasiones, para nacer al hombre nuevo, al hombre que nace a la vida divina trinitaria por la gracia, solo esta Santa Cruz, nos llevará al cielo. En este tiempo de Cuaresma, hagamos el propósito de morir al hombre viejo, tomando la cruz de cada día, siguiendo a Jesús por el Via Crucis, por el Camino de la Cruz, el único camino que nos conduce al cielo.

miércoles, 31 de agosto de 2022

“El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2022)

         “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33). Jesús pone una condición sine qua non –sin la cual no es posible- para ser su discípulo: “renunciar a todos sus bienes”. Esta condición se interpreta en varios sentidos: en un primer sentido, el más literal, es la renuncia total y absoluta a todos los bienes materiales: es el caso, por ejemplo, de San Francisco de Asís, quien fundó la Orden Franciscana, una orden mendicante, al menos en el tiempo fundacional. San Francisco era heredero de una gran fortuna material, puesto que su padre era un rico comerciante, pero luego de su conversión a Jesucristo, decidió renunciar a toda su herencia, para seguir a Cristo por el Camino de la Cruz, el Via Crucis. Esta renuncia es la que llevan a cabo todos los religiosos en general, aunque también hay matices, porque solo los mendicantes renuncian completamente, mientras que los religiosos hacen voto de pobreza, con lo cual sí pueden recibir bienes, pero no a título personal, mientras que los sacerdotes diocesanos hacen “promesa” de pobreza, lo cual quiere decir que pueden tener bienes personales a nombre propio, pero siempre teniendo en cuenta la pobreza evangélica, que es la pobreza de la Cruz.

         En otro sentido, un poco más amplio, la renuncia a todos los bienes se aplica a los laicos en general y aquí se debe hacer una distinción: esta renuncia es, ante todo, de orden afectivo, en el sentido de que el laico, puesto que se desempeña en el mundo, tiene más necesidad de los bienes materiales que el religioso, y por eso es lícito que posea bienes materiales e incluso abundantes bienes materiales, pero aun así debe renunciar a estos bienes materiales en un sentido afectivo, es decir, en el sentido de no estar apegados a ellos. Un ejemplo de esta renuncia afectiva es el Beato Pier Giorgio Frassatti, un joven italiano que falleció a los 25 años aproximadamente, como consecuencia de una enfermedad contraída por contagio, en una de sus frecuentes visitas a los enfermos en los hospitales. Pier Giorgio, al igual que San Francisco, era heredero de una enorme fortuna, ya que su padre era dueño de uno de los diarios más prestigiosos de Italia; sin embargo, no renunció nunca a su herencia, como sí lo hizo San Francisco, pero vivía pobremente, porque todo el dinero que recibía para sus gastos personales, lo donaba a los pobres, de manera que vivía prácticamente como un pobre, aun siendo inmensamente rico. Pier Giorgio no renunció a su herencia, pero dio todo su dinero a los pobres, a los más necesitados y así se ganó el tesoro eterno, el Reino de los cielos.

         “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Independientemente del estado de vida de cada uno, sea religioso, ermitaño, mendicante, seglar, el modelo de pobreza para seguir a Nuestro Señor Jesucristo y así ser su discípulo, es Él mismo en la Cruz: en la Cruz, Jesús es pobre, porque materialmente no posee literalmente, nada, ya que todos los bienes materiales que posee en la Cruz le han sido prestados por su Padre y por su Madre, para que llevara a cabo la obra de la Redención de la humanidad: en la Cruz, Jesucristo sólo posee tres clavos de hierros, que atraviesan sus manos y sus pies; posee una corona de espinas, que indica su condición de Rey de reyes y Señor de señores; posee un lienzo –que según la Tradición era el velo de su Madre, la Virgen-, para cubrir su humanidad; posee el leño de la Cruz, con la cual salva a los hombres y por último, posee un cartel escrito en hebreo, latín y griego, en el que se indica su condición de Salvador de los hombres: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. Rey de los judíos y Rey de ángeles y de todos los hombres que lo reconocen como a su Redentor. La renuncia a los bienes materiales, según el estado de vida de cada uno, tiene como ejemplo y como fin la pobreza de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Solo quien es pobre como Cristo crucificado, puede ser su discípulo y se encuentra en grado de ingresar en el Reino de los cielos.

domingo, 10 de octubre de 2021

“Vende todo lo que tienes y sígueme”

 


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo B – 2021)

         “Vende todo lo que tienes y sígueme” (Mc 10, 17-30). En el episodio del Evangelio, un hombre rico le pregunta qué tiene que hacer para ganar la vida eterna. Jesús le responde que debe cumplir los mandamientos, sobre todo el primero; el hombre le responde que eso lo hace desde hace tiempo, desde su juventud; entonces Jesús le dice que tiene que desprenderse de “todo lo que tiene” para así “seguirlo”. El hombre, que estaba apegado a sus bienes, se marcha entristecido. Más allá de cómo habrá respondido finalmente esta persona –tal vez recapacitó, lo vendió todo y siguió a Jesús-, lo importante es lo que Jesús le dice acerca de qué es lo que tiene que hacer para llegar al Reino de los cielos: cumplir los mandamientos de la Ley de Dios y además vender todo lo que tiene. La razón es que ésa es la única forma en que el alma puede abrazar la Santa Cruz y seguir a Cristo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis; sólo así, podrá el alma estar en condiciones de llegar al Reino de los cielos. Si el alma está apegada a los bienes materiales, o si no cumple con los Mandamientos de la Ley de Dios, no puede seguir a Cristo, quien no posee nada material –lo único material que posee y que no es suyo es el leño de la cruz, los clavos de hierro y la corona de espinas- y es en quien también la voluntad de Dios, expresada en la los Mandamientos, se cumple a la perfección.

         “Vende todo lo que tienes y sígueme”. En la respuesta de Jesús al hombre rico debemos ver algo más: este hombre era rico y era bueno, puesto que cumplía con la Ley de Dios, lo cual demuestra que amaba a Dios y el hecho de que se haya puesto triste cuando Jesús le dice que tiene que “vender todo para seguirlo”, no demuestra falta de bondad en él: lo que sucede es que Cristo agrega algo más que la Ley de Dios: para seguir a Cristo, es necesario no sólo ser bueno, sino ser santo y esta santidad la concede Dios a quien lo abandona todo para seguir a Jesús por el Camino de la Cruz. Es decir, hasta Jesús, bastaba con cumplir los Mandamientos, para ser buenos, justos y agradables a los ojos de Dios, pero a partir de Jesús, para entrar al Cielo, se necesita algo más y es el desapego del corazón a todas las cosas de la tierra y esto porque en el Cielo no valen nada las posesiones materiales. En otras palabras, lo que hace aquí, en la tierra, a un hombre rico materialmente hablando, no cuenta nada en el Reino de los cielos, porque en el Reino de los cielos sólo cuenta la santidad, esto es, la gracia convertida en gloria y para esto es necesario el desprendimiento de los bienes materiales. Ahora bien, quien tiene bienes materiales puede desprenderse de ellos de dos maneras: un primer modo es un desprendimiento del corazón, lo cual quiere decir que se tienen los bienes pero para ayudar con ellos a los más necesitados, de manera que su corazón no está apegado a los bienes y es así como obraron los santos a lo largo de la historia, comenzando desde Nicodemo, que prestó su sepulcro nuevo a Jesús, hasta el Beato Pier Giorgio Frassatti, quien era heredero de una inmensa fortuna, pero andaba siempre con los bolsillos vacíos porque todo lo que tenía lo daba a los pobres: esto no demuestra que ser ricos no es un pecado, como lo decía el apóstata y practicante de la hechicería, el comunista Hugo Chávez, quien al mismo tiempo decía que ser rico era algo malo, por debajo de la mesa recibía miles de millones de dólares, que eran propiedad del pueblo venezolano y esto explica que su hija, que no tiene cuarenta años, sea poseedora de una fortuna mal habida de cinco mil millones de dólares; otro ejemplo de riqueza mal habida es Máximo Kirchner, con cuatrocientos millones de pesos sin haber trabajado nunca, o Lázaro Báez-Cristina Kirchner, que poseen más de doscientas sesenta mil hectáreas de tierra, también sin haber trabajado-, o bien puede desprenderse de ellos real y efectivamente, como lo hizo por ejemplo San Francisco de Asís, quien renunció formalmente a su fortuna de heredero para seguir a Cristo por el camino de la pobreza.

         “Vende todo lo que tienes y sígueme”. Cada uno debe encontrar, en la oración y en la meditación ante Jesús Eucaristía, cuál es el modo en el que Jesús quiere que lo siga y actuar en consecuencia. De la forma que sea, no se puede seguir a Cristo si se tiene el corazón apegado a los bienes materiales; hay que pedir la gracia de desprenderse de los bienes materiales y de desear abrazar la Santa Cruz de Jesús, el mayor tesoro que se puede encontrar en esta vida terrena, único Camino que conduce al Reino de los cielos.

jueves, 7 de octubre de 2021

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”


 

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!” (cfr. Lc 11, 47-54). Jesús dirige nuevamente “ayes” y lamentos, a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la ley. La gravedad de estos ayes y lamentos aumenta por el hecho de que aquellos a quienes van dirigidos, son hombres, al menos en apariencia, de religión. Entonces, surge la pregunta: si son hombres de religión, si son hombres que están en el Templo, cuidan el Templo y la Palabra de Dios, ¿por qué Jesús les dirige ayes y lamentos? Porque si bien fueron los destinatarios de la Revelación de Dios Uno, por un lado, pervirtieron esa religión y la reemplazaron por mandatos humanos, de manera tal que ese reemplazo los llevó a olvidarse del Amor de Dios, como el mismo Jesús se los dice; por otro lado, se aferraron con tantas fuerzas a sus tradiciones humanas, que impidieron el devenir sucesivo de la Revelación, al perseguir y matar a los profetas que anunciaban que el Mesías habría de llegar pronto, en el seno del mismo Pueblo Elegido. Es esto lo que les dice Jesús: “¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán”.

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”. Los ayes y lamentos también van dirigidos a nosotros porque si tal vez no hemos matado a ningún profeta, sí puede suceder que “ni entremos en el Reino, ni dejemos entrar” a los demás, toda vez que nos mostramos como cristianos, pero ocultamos el Amor de Dios al prójimo. Cuando hacemos esto, nos convertimos en blanco de los ayes de Jesús, igual que los fariseos, escribas y doctores de la ley. Para que Jesús no tenga que lamentarse de nosotros, no cerremos el paso al Reino de Dios a nuestro prójimo; por el contrario, tenemos el deber de caridad de mostrar a nuestro prójimo cuál es el Camino que conduce al Reino, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y esto lo haremos no por medio de sermones, sino con obras de misericordia, corporales y espirituales.

 

jueves, 17 de junio de 2021

“Entren por la puerta estrecha”

 


“Entren por la puerta estrecha” (Mt 7, 6. 12-14). Jesús nos hace ver que, espiritualmente hablando, y en relación a la otra vida, a la vida que comienza con la muerte terrena, hay dos puertas: una estrecha y otra ancha. Las dos puertas conducen a destinos, siempre eternos, radicalmente opuestos. Jesús nos aconseja que elijamos la puerta estrecha: “Entren por la puerta estrecha”, al mismo tiempo que nos advierte acerca de las consecuencias de elegir la puerta ancha, ya que esta conduce a la eterna perdición del alma: “Ancha es la puerta y amplio el camino que conduce a la perdición”. Además, nos advierte que “son muchos” los que eligen esta puerta ancha: “Son muchos los que entran por él”. La puerta estrecha, por el contrario, es elegida por pocos y es la que conduce a la Vida eterna, en el Reino de los cielos: “¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que conduce a la vida, y qué pocos son los que lo encuentran!”.

Entonces, Jesús nos revela que hay dos caminos y dos puertas que conducen a dos destinos eternos absolutamente contrapuestos: el camino amplio y la puerta amplia, que conduce a la eterna perdición, esto es, la condenación eterna en el Infierno, y el camino angosto y la puerta estrecha, que conduce a la eterna salvación en el Reino de los cielos.

Si queremos salvar nuestras almas, debemos escoger, por lo tanto, el camino angosto y la puerta estrecha. ¿Cuáles son? El camino angosto y la puerta estrecha son, respectivamente, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, y la Santa Cruz de Jesús. Esto quiere decir que elegir este camino implica, indefectiblemente, la gracia de participar de la Pasión de Cristo, según nuestro estado de vida y según los designios de Dios. Por parte de Dios, Él quiere que todos elijamos el Via Crucis y que llevemos la Santa Cruz de Jesús, que sigamos a su Hijo hasta el Calvario y que seamos crucificados con Él. Sin embargo, de parte de los hombres, no todos eligen este camino de salvación; aún más, el mismo Jesús revela que la gran mayoría de los hombres prefiere el camino ancho y la puerta ancha, que son el mundo, la vida mundana, los placeres mundanos, las riquezas terrenas, la vida de pecado. En este camino ancho todo son risas, carcajadas, fiestas interminables, placeres sensuales, goce de los sentidos, despreocupación absoluta por el destino eterno, disfrute sin freno de los placeres mundanos. Sin embargo, todo esto se convierte en dolor eterno apenas se traspasan los umbrales de la puerta ancha, porque el camino amplio y la puerta ancha conducen al Infierno, en donde las carcajadas, las risotadas, la vida de pecado, se convierte en terror, espanto, dolor espiritual y corporal imposibles de imaginar, para siempre, para siempre, sin ningún fin, por toda la eternidad.

         “Entren por la puerta estrecha”. Si queremos salvar nuestras almas, elijamos la puerta estrecha, el Via Crucis y la Santa Cruz de Jesús. Sólo de esta manera evitaremos la eterna condenación e ingresaremos en el Reino de los cielos.

 

viernes, 19 de junio de 2020

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”



(Domingo XIII - TO - Ciclo A – 2020)

         “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Entre los hombres, sucede con frecuencia que un discípulo es digno de su maestro si, por ejemplo, ha leído todas sus obras, en el caso de que sea un escritor. En el caso de Cristo, es digno de Cristo sólo quien toma su cruz de cada día y lo sigue. No hay libros para leer para ser discípulos dignos de Cristo, o, en todo caso, sí hay un libro y ése libro es el Libro de la Cruz -Libro en el que está contenido otro libro, la Sagrada Escritura-, en donde se encuentra escrito, con la Sangre de Cristo que empapa el madero de la Cruz, todo lo que se necesita saber para entrar en el Reino de los cielos, para salvar el alma y evitar la eterna condenación. Es decir, así como entre los hombres, un discípulo se vuelve digno de su maestro, tanto más cuanto más lee y profundiza en sus obras, así el cristiano se vuelve tanto más digno de Cristo cuanto con más amor abrace la cruz, pero no un día ni dos, sino todos los días; además, no basta con abrazar la cruz, sino “seguir” a Cristo, tal como lo dice el mismo Cristo: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”.
         La razón última es que Cristo es inseparable de la cruz, así como la cruz es inseparable de Cristo. No se puede concebir a un Cristo sin cruz, como tampoco se puede concebir a una cruz sin Cristo. La cruz de Cristo y Cristo en la cruz es el Camino Único para llegar más allá del Reino de los cielos, el seno de Dios Padre. Es por esto que quien no abraza la cruz y sigue a Cristo, no puede, de ninguna manera, alcanzar la bienaventuranza eterna. No es fácil ni sencillo tomar la cruz, abrazarla con amor y seguir en pos de Cristo: como Jesús mismo le dice a Santa Margarita María de Alacquoque, la cruz es primero un lecho de flores para las almas castas que lo siguen, pero esas flores luego caen para dejar al descubierto las espinas, que hacen que el alma que ama verdaderamente a Cristo participe de sus dolores, padecimientos y sufrimientos en la cruz. La cruz, en definitiva, no es entonces un lecho de flores, sino un madero pesado, cubierto de espinas y empapado en la Sangre del Cordero y es a esta cruz  a la que hay que tomar cada día para ser dignos de Cristo Jesús. Pero como dijimos, no basta solo con tomar la cruz: hay que abrazarla con amor, como Jesucristo la abrazó con amor y hay que seguir en pos de Cristo, puesto que Cristo marcha delante nuestro, señalando con sus pasos ensangrentados, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, que nos lleva a algo infinitamente más grande y hermoso que el mismo Reino de los cielos y es el seno de Dios Padre.
         “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”. Así como no hay Cristo sin cruz y así como no hay cruz sin Cristo, tampoco hay cristianos sin Cristo crucificado. Un cristiano que no abrace la cruz en la que está Cristo crucificado, no es cristiano; lo es sólo de nombre, pero no en la realidad. Es necesario, de necesidad absoluta, para ser cristiano, el abrazar la cruz, el abrazar a Cristo que está en la cruz, para compartir con Él sus dolores, sus penas y sus lágrimas, con las cuales redimió al mundo. Sólo de esta manera, sólo abrazando, adorando y amando la cruz y a Cristo crucificado, se es digno discípulo del Hombre-Dios.

sábado, 29 de junio de 2019

“Te seguiré adonde vayas”



(Domingo XIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Te seguiré adonde vayas” (Lc 9, 51-62). El Evangelio trata acerca del llamado a seguir a Jesús, aunque también de las condiciones y disposiciones espirituales que suponen esta decisión. En efecto, cuando Jesús pasa, por un lado, un hombre le dice espontáneamente que lo seguirá “adonde vaya”; por otro lado, a otros dos, en cambio, es Jesús quien formula la llamada a seguirlo: “Sígueme”.
Ahora bien, ¿de qué tipo de seguimiento a Jesús se trata? Porque el seguimiento a Jesús puede ser en la vida consagrada o en la vida matrimonial. Entonces, se trata del seguimiento a Jesús o por la vida consagrada o por la vida matrimonial. Pero a estos dos seguimientos le podemos agregar un tercer seguimiento y es el llamado universal a la santidad a toda la humanidad. Por lo tanto, en este Evangelio estarían comprendidos todos los hombres y sus respectivos estados de vida, a los que Jesús elige y llama para que estén con Él: están los que son llamados a la vida consagrada, los que son llamados a la vida matrimonial, y los que son llamados a ser santos –en otro estado de vida que no sea el de estos dos- y es esta la llamada universal de Jesús a todo hombre.
Cuando se habla del seguimiento de Jesús, hay que tener en cuenta de adónde se dirige Jesús –a Jerusalén, a sufrir la Pasión- y cuáles son las disposiciones de vida interiores y espirituales y también materiales para seguir a Jesús, puesto que el seguimiento de Jesús implica exigencias, como abandonos y estos abandonos –de las pasiones, de la avidez por lo material, del propio yo- nadie , en ningún estado de vida, está libre. El triple abandono –pasiones, bienes materiales, ego- es algo común a todo tipo de seguimiento de Jesús, sea en la vida consagrada, sea en la vida matrimonial, sea en el llamado personal y universal a la santidad.
Un elemento en común que tienen, tanto los que espontáneamente se ofrecen a seguirlo –“Te seguiré adonde vayas”, le dice uno-, como aquellos a quienes Él llama en persona –“Sígueme”, le dice a los otros dos- es la advertencia de Jesús acerca de en qué consiste el abandono necesario para su seguimiento. En todos los casos, está presente el triple abandono, seguido de la conversión eucarística del corazón, que hace que el hombre viva no ya como el hombre viejo, sino como el hombre nuevo, el hombre que ha sido convertido en hijo adoptivo de Dios. En todos los casos de seguimiento de Jesús está presente el llamado universal a la santidad, que implica dejar de lado la vida del hombre viejo, dominada por el pecado y comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, del hombre nacido “de lo alto, del agua y del Espíritu”.
Jesús se detiene para advertir las condiciones en las que deben vivir quien lo siga: dejar el mundo –significado en el que tiene que “enterrar a sus muertos”-; dejar la familia biológica –solo para los consagrados, obviamente- para vivir en Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios –está representado en el que le pide despedirse de su familia-; pero además de esto y en primer lugar, en el seguimiento de Jesús se encuentra la disposición de cargar la cruz y vivir la pobreza de la cruz –no cualquier pobreza, sino la pobreza que hace santos, la pobreza de la cruz, pobreza que consiste en, además del despojo de lo material, en una disposición interior por la cual el alma se reconoce siempre necesitada de Dios, de su Fortaleza, de su Sabiduría y de su Amor-, lo cual está significado en la frase de Jesús: “El Hijo del hombre no tiene dónde reposar su cabeza”.
Entonces, al decir, esto, Jesús advierte que quien lo siga debe vivir la pobreza –la pobreza de la cruz-, pero sobre todo, debe estar dispuesto a subir con Él a la cruz, porque es ahí en donde se cumplen sus palabras: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. En la cruz, con sus brazos y pies clavados por gruesos clavos de hierro y con su cabeza coronada por una corona de gruesas, filosas y duras espinas, Jesús no tiene cómo ni dónde reclinar la cabeza, sin disponer ni siquiera de un breve instante de descanso y consuelo en todo el tiempo que dura su dolorosa agonía. Entonces, estas condiciones de vida y disposiciones del alma son ineludibles para cualquier estado de vida, en el seguimiento de Jesús.
“Te seguiré adonde vayas”. Sea cual sea nuestro estado de vida, todos los seres humanos de todos los tiempos estamos llamados a conocer, amar y seguir a Jesús y que el seguimiento de Jesús es en dirección al Calvario, porque Jesús “toma la decisión de viajar a Jerusalén” para subir a la Cruz. Es decir, el seguimiento de Jesús implica, esencial e indefectiblemente, cargar la propia cruz e ir en pos de Él, siguiéndolo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, el cual es un camino estrecho, arduo, duro, difícil, y que finaliza recién con la muerte del propio yo y su visión naturalista de la existencia; el seguimiento de Jesús finaliza con la subida a la cruz y con la muerte del hombre viejo, el hombre dominado por el ego y las pasiones. Es un camino en el que no se debe mirar para atrás; es un camino en el que la única posesión material es el leño de la cruz, los clavos de las manos y los pies y la corona de espinas; un camino en el que el mundo materialista y sus atractivos no tiene cabida; un camino en el que no hay lugar para reposar la cabeza.
“Te seguiré adonde vayas”. Jesús va, por el Camino del Calvario, con la Cruz a cuestas. En esto consiste el seguimiento de Jesús: en seguirlo por el Camino Real de la Santa Cruz.

viernes, 17 de junio de 2016

“Tú eres el Mesías”


(Domingo XII - TO - Ciclo C – 2016)

         “Tú eres el Mesías” (Lc 9, 18-27). Jesús pregunta a sus discípulos “qué es lo que la gente dice de Él”, y después les pregunta qué es lo que “ellos” dicen de Él, pero no porque Él no lo sepa, puesto que es Dios omnisciente, que todo lo sabe, sino porque por medio de esta pregunta y la respuesta que se sigue, destacará la autoridad de Pedro por sobre los demás apóstoles y dará además a conocer una revelación. Es llamativo que, cuando se pregunta a “la gente” –en nuestros días, serían los no cristianos-, todos dan respuestas equivocadas: “Juan el Bautista, “Elías”, “un profeta” y cuando pregunta a sus discípulos –equivalen a los bautizados en la Iglesia Católica-, quien responde de modo certero –“Tú eres el Mesías”-, es Pedro y no los demás discípulos. De esta manera, se destaca la asistencia del Espíritu Santo al Papa en cuanto Vicario de Cristo, que lo ilumina con su luz celestial y le permite conocer a Jesucristo en cuanto Mesías y en cuanto Hombre-Dios, para así poder enseñar a las naciones la Verdad última, sobrenatural, acerca de Jesucristo. Mientras las demás confesiones religiosas ven a Jesús sólo como a un profeta o un hombre santo o un reformador social, o un visionario, sólo la Iglesia Católica, iluminada por el Espíritu Santo en su Magisterio bimilenario, ve en Jesucristo aquello que la razón humana no puede ver por sí misma, esto es, que Jesús es el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en una naturaleza humana, el Verbo Eterno del Padre humanado, Dios Hijo hecho hombre, sin dejar de ser Dios. Que sea Pedro el único que responde acertadamente, se debe al hecho de estar iluminado, en razón de ser el Vicario de Cristo, por el Espíritu Santo, que es Quien le permite ver en Jesús de Nazareth, no al “hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55), o a “uno de nosotros” (cfr. Mc 6, 3), sino al Hijo de Dios encarnado. No es indistinto reconocer o no en Jesucristo al Hijo de Dios, puesto que este reconocimiento está estrechamente ligado con la verdad de la Eucaristía: si Jesús es sólo un hombre y no Dios Encarnado, entonces la Eucaristía es sólo un recordatorio religioso de un hecho sucedido hace veinte siglos, pero de ninguna manera está la Segunda Persona en la Hostia consagrada. Por el contrario, si Jesús es el Verbo de Dios humanado, entonces la Eucaristía es la prolongación de su Encarnación, con la consiguiente Presencia real, verdadera y substancial del Hijo de Dios en el Pan del altar.
         En cuanto a la verdad que revela, es que el Mesías, que es Dios y que es Él en Persona, “ha de sufrir mucho a manos de los hombres”, debe “morir en cruz” para luego “resucitar”, y si alguien lo quiere seguir, debe “tomar su cruz, negarse a sí mismo y seguirlo”, y esa es la única manera de “salvar la vida”, perdiéndola en la cruz. Es decir, Jesús revela que, siendo Él el Mesías, no significa esto que su paso por esta tierra será fácil, sin tribulaciones y sin dolor; todo lo contrario, siendo Él Dios, habrá de sufrir una muerte cruel en la cruz, muerte por la cual salvará al mundo y donará la filiación divina a los hombres. Además, quien quiera seguir al Dios Mesías, deberá llevar también la cruz, compartiendo su tribulación, sus dolores y sus penas, caminando por el Via Crucis. Si el Hombre-Dios eligió para sí mismo el Camino Real de la Cruz para regresar al Padre, no pueden los hombres pretender otro camino, para llegar al cielo como resucitados, que el Via Crucis. Si alguien elige no seguirlo –el seguimiento de Jesús es una elección libre: “Si alguien quiere seguirme…”-, en vez de Via Crucis, transitará por el camino del mundo, por la mundanidad, que conduce al alma a la perdición eterna. Es por esto que Jesús advierte que “el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por el Evangelio, la ganará”: se trata de una paradoja, porque quien quiera salvarse de la cruz y entregarse al mundo y a sus placeres, perderá la vida eterna, sufriendo la eterna condenación, pero el que pierda su vida, muriendo a sí mismo en la cruz, unido al sacrificio de Cristo, ganará la vida eterna, salvando su alma.

“Tú eres el Mesías”. Porque Cristo es Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, junto a Pedro, Papa y Vicario de Cristo, y en la fe bimilenaria de la Iglesia, asistidos por el Espíritu Santo, le decimos: “Tú eres el Mesías, Presente en la Eucaristía. Tú eres, en la Eucaristía, Nuestro Salvador, que vives y reinas glorioso con el Padre. A Ti, oh Rey Mesías, que reinas en el cielo y en la Eucaristía, queremos seguirte; envíanos el Espíritu Santo, para que nos dé la fortaleza de cargar nuestra cruz, para que así, haciendo morir en la cruz al hombre viejo en esta vida, vivamos en tu gloria, en el Reino de los cielos, por toda la eternidad. Amén”.

viernes, 15 de abril de 2016

“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”


(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2016)

         “Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna” (Jn 10, 27-30). Jesús utiliza la figura de un pastor y sus ovejas para graficar la relación que existe entre Él –el pastor- y nosotros –las ovejas-, los bautizados en la Iglesia Católica. Para entender la analogía, hay que analizar brevemente dos cosas que hacen las ovejas en relación al pastor: conocen su voz y lo siguen por el camino por el que va el pastor. Así también debe suceder con el cristiano: reconocer la voz de Jesús y seguirlo. Ahora bien, reconoce su voz quien ama y vive sus mandamientos (cfr. Jn 14, 21), los mandamientos específicos de Jesús en el Evangelio, como “amar a los enemigos” (cfr. Mt 5, 44), “cargar la cruz de todos los días, negarse a sí mismo y seguirlo” (Lc 9, 23)y “vivir las bienaventuranzas” del Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 1-12), lo cual a su vez está estrechamente relacionado con cargar la cruz.
Entonces, ¿qué quiere decir, más en concreto, “conocer su voz”? Quiere decir entonces amar al prójimo, pero no solo aquel con el que no tengo problemas, sino ante todo con aquel que, por un motivo circunstancial, es mi enemigo, porque este es el mandamiento específico de Jesús, que se opone a la ley del Talón –“ojo por ojo y diente por diente”, del Antiguo Testamento-. Pero no se trata de amar con el amor humano: se trata de amar “como Jesús nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (cfr. Jn 13, 34)- y Jesús nos ha amado con el Amor Divino, el Espíritu Santo, y hasta la muerte de cruz; esto quiere decir que si no amamos al enemigo de la misma manera que nos amó Jesús, entonces no escuchamos la voz del Pastor Supremo, no lo conocemos y no lo seguimos, porque nos comportamos como ovejas que no reconocen la voz de su pastor.
En el rebaño, una vez que las ovejas reconocen la voz del pastor, lo siguen por el mismo camino por el que va el pastor; no van por otro camino distinto, sino por el mismo camino del pastor, porque así se sienten más seguras. ¿Cómo se traduce esto en nuestra relación como cristianos con Jesús?
Así como las ovejas, al reconocer la voz del pastor, lo siguen, entonces también nosotros debemos reconocer la voz de Jesús que, camino del Calvario, nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” (cfr. Mt 16, 24). Así como las ovejas siguen al pastor, así también debe el cristiano seguir a Jesús, tomando la cruz de cada día e ir en pos de Jesús por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Este “tomar la cruz y seguir a Jesús por el Via Crucis”, no es algo dicho en un sentido sentimental, metafórico, simbólico o figurado: significa verdaderamente negarnos a nosotros mismos –en nuestras pasiones, en nuestra soberbia, en nuestro pecado dominante-, tomar la cruz para seguir a Jesús hasta el Calvario y ser crucificados con Él y morir con y junto a Él, como el Buen Ladrón para así, como el Buen Ladrón, para crucificar nuestras pasiones y así prepararnos para el Paraíso en la vida eterna (cfr. Lc 23, 43); tomar la cruz quiere decir seguir a Jesús para morir al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, la concupiscencia y el pecado, para morir al hombre que es hijo de las tinieblas a causa de la maldad de su corazón: “Porque de adentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricias, maldades, engaños, sensualidad, envidia, calumnia, orgullo e insensatez.…” (Mc 7, 21-22); tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir amar y vivir las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Sermón de la Montaña, que es a su vez una consecuencia de cargar la cruz y seguirlo por el camino del Calvario, porque el bienaventurado en esta tierra no es el que es alabado por el mundo por su vida y pensamientos mundanos, ni el que disfruta sensualmente de las pasiones, ni el que posee riquezas materiales: el bienaventurado es el que está crucificado con Jesús, porque las bienaventuranzas son una participación a la Cruz de Jesús en el Calvario; seguir a Jesús significa morir al hombre viejo, para dar nacimiento al hombre nuevo, al hombre que vive la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida que hace del corazón del hombre una copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y de María y hace del cuerpo un templo del Espíritu Santo; la vida de la gracia y la Presencia del Espíritu Santo en el cristiano se ve cuando el cristiano muestra, no con sermones, sino con obras, la misericordia misma de Jesús: es el que da a los demás la mansedumbre y el amor de Jesucristo; es el que muestra con obras que el Espíritu Santo mora en él y le ha dado sus dones –sabiduría, consejo, temor de Dios- y sus frutos: justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Gál 5, 22) y no según el espíritu del mundo. El que sigue a Jesucristo se une, en estado de gracia, a su Cuerpo glorioso por la Comunión Eucarística, recibiendo del Cuerpo Eucarístico de Jesús la vida nueva, la vida de la gracia, la vida eterna, porque el Cuerpo Eucarístico de Cristo es la “fuente de la vida de Dios”, como dice San Efrén: “A ti sea la gloria, que te revestiste de un cuerpo humano y mortal, y lo convertiste en fuente de vida para todos los mortales”. Y ese Cuerpo, ya resucitado y glorioso, “fuente de vida (eterna) para los mortales, está en la Eucaristía.
Entonces, escuchar su voz que nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” es lo que debe hacer el cristiano, para ser como la oveja que conoce la voz de su pastor y lo sigue. Pero, para no seguirlo sólo con la imaginación, sino en la realidad y para unirnos a Él en la cruz de un modo también real y verdadero, tenemos que preguntarnos: ¿dónde está la cruz de Jesús? ¿Dónde está Jesús en la cruz? Y la respuesta es que Jesús crucificado está, de manera real y verdadera, en Persona -no de modo simbólico, metafórico o imaginario-, en la Santa Misa, porque la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, por lo que es la Santa Misa nuestro Nuevo Monte Calvario, en donde llega a su culmen nuestra unión con Jesús. Dice también San Efrén: “Venid, ofrezcamos el sacrificio grande y universal de nuestro amor, tributemos cánticos y oraciones sin medida al que ofreció su cruz como sacrificio a Dios, para enriquecernos con ella a todos nosotros”[1]. “Ofrecer el sacrificio grande y universal” significa participar de la Santa Misa, en donde por manos del sacerdote ministerial, ofrecemos al Padre a Jesús crucificado y nos ofrecernos a nosotros, al Padre, en Él. Y el que esto hace, continúa San Efrén, se “enriquece con la cruz”, y esta riqueza consiste en recibir el Espíritu Santo, el Amor Increado, que es Quien nos hace nacer a la nueva vida, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Es para esto que la oveja, que conoce la voz del pastor, lo sigue –el discípulo carga la cruz y sigue a Jesús-: para recibir del Pastor Eterno la Vida eterna, la vida de Él, que es la vida misma de Dios Trino, y no la vida nuestra, la temporal o terrena, sino la vida de la gracia.
         Por último, la relación entre Jesús y nosotros se fundamenta en la relación entre Él y el Padre: “El Padre y Yo somos uno” y al ser uno –un mismo Dios-, están unidos por el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, el mismo Espíritu que Jesús concede a quien se une a Él en la Eucaristía. Esto quiere decir que quien se une a Jesús, se une también al Padre, es el Espíritu Santo recibido de Jesús, el que lo une al Padre. Unirse a Jesús Eucaristía es unirse a Dios Trino: al comulgar el Cuerpo sacramentado de Jesús, Dios Hijo, Él nos infunde el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que nos une al Padre, que está en Jesús y es uno con Él. Unirse a Jesús quiere decir unirse a Dios en el Divino Amor.
“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”. Quien es de Jesús, escucha su voz, lo reconoce y lo sigue por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Quien es de Jesús, escucha su voz, lo reconoce, se niega a sí mismo y se une a Él en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, para así comenzar a vivir, ya desde esta vida terrena, la vida nueva de los hijos de Dios, la participación en la vida misma de Dios Trino, la vida eterna.



[1] San Efrén, Sermón sobre nuestro Señor, 3-4. 9: Opera, edición Lamy, 1, 152-158. 166-168.

miércoles, 24 de febrero de 2016

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”


“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?” (Mt 20,17-28). Jesús profetiza su Pasión y ante el pedido de la madre de los hijos de Zebedeo –Santiago y Juan- de que sus hijos “se sienten a su derecha e izquierda en el Reino de los cielos”, Jesús les hace una pregunta para que tomen conciencia de qué es lo que están pidiendo: “¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. Es decir, Jesús les está diciendo que si quieren puestos de honor en el cielo, deben participar de su Pasión en la tierra. La respuesta de Santiago y Juan es clara y contundente: “Podemos”, lo que demuestra que sí sabían lo que estaban pidiendo y que implicaba la participación en la Pasión y que por lo tanto desean compartir el mismo destino de Jesús: el Calvario en esta vida y el Reino de los cielos en la otra.
Lo que piden los hijos de Zebedeo –la gloria de los cielos pero pasando por la ignominia de la Pasión- es algo que todos los cristianos debemos pedir y es algo que la Iglesia pide para nosotros, que participemos en cuerpo y alma a la Pasión del Señor, para luego participar de su gloria. En las Laudes del Miércoles de la segunda semana de Cuaresma, la Iglesia dice así: “Concédenos llevar en nuestros cuerpos la pasión de tu Hijo”[1]. Y luego la Iglesia agrega algo en la petición, que nos confirma que lo que pedimos –participar en la Pasión- es posible, pero no por nuestras propias fuerzas, sino porque hemos recibido la fortaleza misma del Hombre-Dios, su Cuerpo en la Eucaristía: “(…) Tú que nos has vivificado en su Cuerpo”. Es decir, la razón por la cual podemos unirnos a su Pasión en cuerpo y alma, es porque hemos sido vivificados en su Cuerpo Místico, al haber recibido el Espíritu Santo; además, hemos sido vivificados con su Cuerpo, al recibir la Eucaristía, el Pan de Vida eterna.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. También a nosotros nos dirige Jesús la misma pregunta y nosotros, también a nosotros nos pregunta Jesús si podemos acompañarlo en el Via Crucis, si podemos beber del cáliz amargo de la Pasión, si podemos participar de su Pasión en cuerpo y alma, si podemos recibir su corona de espinas; y nosotros, al igual que los hijos de Zebedeo, que deseamos la corona de luz y de gloria del Reino de los cielos, pero que sabemos que para recibir esta corona debemos recibir en esta vida la misma corona de espinas de Jesús, nos postramos ante Jesús Eucaristía y le decimos: “Podemos”.



[1] Cfr. Liturgia de las Horas.

viernes, 11 de septiembre de 2015

“Apártate de Mí, Satanás”



(Domingo XXIV - TO - Ciclo B – 2015)

         “Apártate de Mí, Satanás” (Mc 8, 27-35). Sorprende este calificativo de Jesús a Pedro, el Primer Papa; mucho más, cuanto que ya había sido nombrado Papa, Pedro acababa de profesar la fe en su condición divina y Jesús lo había alabado por su fe (aunque no aparece el elogio de Jesús en este Evangelio, sí en sus paralelos, por ejemplo, Mt 16, 17: "Bienaventurado eres, Pedro, porque esto no te lo reveló ni la carne ni la Sangre, sino mi Padre que está en los cielos"). Es decir, en un primer momento, Jesús alaba la fe de Pedro; instantes después, le dice, al mismo Pedro, nada menos que “Satanás”. ¿Cuál es la razón de este cambio en Jesús? ¿Por qué primero lo alaba, y luego le dice “Satanás”? La razón está en el mismo Pedro y la podemos encontrar en la  mitad del diálogo que se entabla entre Jesús y Pedro, entre la alabanza de Jesús y su posterior denostación de Pedro. En efecto, cuando Pedro manifiesta su fe en la condición divina de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”, Jesús alaba su fe porque, como lo dice el mismo Jesús, esta convicción de fe de Pedro, no viene de él, de su mente y de su razonamiento humano, sino de Dios Padre, que lo ha iluminado con su Espíritu. Reconocer a Jesús como el Hombre-Dios, no depende de nuestros razonamientos y elucubraciones, sino de la iluminación que viene de lo alto, del Espíritu Santo, porque es una verdad inaccesible a nuestro espíritu, sino es revelada de lo alto. Sin embargo, cuando Jesús le revela a Pedro que Él, el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, el Dios omnipotente, capaz de resucitar muertos, expulsar demonios, multiplicar panes y peces, convertir el agua en vino, tiene que sufrir la Pasión, es entonces cuando Pedro rechaza la luz del Espíritu Santo y se deja llevar por sus propios pensamientos, sus pensamientos humanos; es ahí en donde aprovecha Satanás, para infiltrarse en la oscuridad de sus pensamientos humanos, para que Pedro se oponga con firmeza al plan divino de Redención, manifestado en el hecho de que el Hijo de Dios “debía sufrir mucho en manos de los hombres, ser traicionado, condenado a muerte, flagelado, coronado de espinas y crucificado, para luego resucitar”. El misterio de la redención del hombre pasa por la Pasión, Muerte y Resurrección del Hombre-Dios; Dios nos redime en Cristo Jesús, pero lo hace a través de la cruz; es por la cruz de Jesús, que el hombre accede a la Divina y Eterna Luz. Pedro rechaza la cruz, rechaza el sufrimiento, rechaza la humillación, rechaza el dolor de verse traicionado por sus amigos, rechaza el plan divino de salvación, porque su débil mente humana no puede entrever el misterio pascual de redención que Dios obra por la Muerte y Resurrección del Cordero de Dios. Y como Satanás tampoco quiere la redención ni la cruz, porque no quiere la salvación, sino la eterna condenación del hombre, al ver a Pedro que éste rechaza la fe, con lo cual su mente se oscurece, aprovecha la ocasión para fortalecerlo en su rechazo de la fe, agregando las tinieblas del infierno a sus propias tinieblas humanas. Ésta es la razón por la cual Jesús le dice a Pedro, luego de alabar su fe: “Apártate de mí, Satanás, tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. En realidad, Jesús se dirige doblemente, a Pedro y a Satanás, y a los dos les dice que se aparten, porque el rechazo de la cruz es un pensamiento oscuro humano, que rechaza la luz eterna de Dios que viene de la cruz, y este rechazo es aprovechado por el Príncipe de las tinieblas, para agregar más oscuridad a la oscuridad de Pedro.
         Luego de recriminar duramente a Pedro por su falta de fe, Jesús se dirige a los demás y les dice que “el que quiera ir tras de Él” –Jesús no obliga a nadie: lo dice muy claramente: “el que quiera venir tras de Mí”-, deberá “tomar la cruz y seguirlo”. No hay otro camino posible de salvación, que la cruz de Jesús; quien quiera salvarse, o toma la cruz y va tras de Jesús, por el Camino del Calvario, siguiendo sus huellas ensangrentadas, o no se salva. Cuando contemplamos un crucifijo en la Iglesia, no contemplamos un adorno, un elemento decorativo: nos recuerda cuál es el único camino para llegar al cielo: participar de la cruz de Jesús, se crucificados con Él, morir con Él al hombre viejo, para nacer a la vida nueva de los hijos de Dios. Con esta última revelación, Jesús termina por reprender definitivamente la pretensión de Pedro de salvar el alma sin la cruz.

“Apártate de Mí, Satanás”. También a nosotros nos dice lo mismo Jesús, cada vez que rechazamos su cruz, cada vez que nos negamos a cargar la cruz de todos los días, para seguirlo por el camino del Calvario, cada vez que reducimos su misterio pascual a razonamientos humanos, cada vez que reducimos el cristianismo a sofismas psicológicos, a meros sentimientos sin raíz en el ser, que no conducen a la conversión del corazón. Jesús nos dirige el mismo reproche que le dirigió a Pedro, cada vez que rebajamos el cristianismo a los estrechos límites de nuestra razón, cada vez que racionalizamos el misterio, sin dar lugar a la luz de la fe, que actúa sobre la razón, iluminándola acerca del misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesucristo. Para no recibir ese reproche de parte de Jesús, si queremos ir en pos de Él, neguémonos a nosotros mismos –a nuestras pasiones, a nuestros enojos, a nuestras perezas e indolencias-, carguemos nuestra cruz de todos los días, y vayamos en pos de Cristo, siguiéndolo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis.

miércoles, 1 de abril de 2015

Via Crucis


         -Te adoramos, oh Cristo,  y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
         1ª Estación: Jesús es condenado a muerte. Jesús, el Dios de la Vida y la Vida Increada en sí misma, el Dios que es el Autor y Creador de toda vida creada, el Dios por quien todo lo que tiene vida, vive y respira, es sentenciado a muerte, luego de un proceso injusto, por los hombres que respiran muerte. ¡Qué paradoja, jamás vista! ¡Los hombres, creaturas que viven gracias a que fueron creados por el Dios de la vida, dan muerte a quien les dio vida! Al igual que Jesús, Víctima Inocente, cientos de miles de niños inocentes, día a día, son sentenciados a muerte en el vientre de sus madres, por medio del terrible genocidio del aborto. ¡Jesús, Dios de la Vida, ten piedad de nuestra ceguera, y por tu Sangre derramada en la cruz, que da la Vida eterna, recibe a esos niños inocentes en el cielo y perdona a sus madres y a todos los que colaboran con este horrible crimen, porque no saben lo que hacen!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.



         2ª Estación: Jesús carga la Cruz y marcha camino del Calvario. Jesús carga sobre sí una pesada cruz de madera, pero lo que hace pesada a la cruz, no es la madera en sí misma, sino los pecados que van sobre ella. Son los pecados los que vuelven a la cruz pesada, muy pesada; tan pesada, que hacen tambalear al Hombre-Dios. Son los pecados de todos los hombres, de todos los tiempos, incluidos los míos, en primer lugar. No es el leño lo que le pesa a Jesús, sino mis pecados, la malicia que anida en mi corazón y que brota a cada paso que doy: mis enojos, mis rencores, mis perezas, mis vanidades, mis sensualidades, mis traiciones, mis malicias de todo tipo. Es la malicia que anida en mi corazón, la que abruma a Jesús, y que es la que me abruma a mí al mismo tiempo, la que hace pesada la cruz a Jesús. Cuando la madera de la cruz quede empapada por la Preciosísima Sangre del Cordero, mis pecados, los pecados de todos los hombres, y mis pecados, quedarán borrados para siempre. ¡Bendito seas por siempre, Jesús, porque por tu Santa Cruz y por tu Preciosísima Sangre, quitaste mis pecados y los pecados del mundo entero!
-Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         3ª Estación: Jesús cae por primera vez. Abrumado por el peso de la cruz, Jesús cae por primera vez y en la caída pone instintivamente las manos hacia adelante, mientras golpea el suelo con sus rodillas. La violencia del golpe abre profundos surcos en la piel de las manos y de las rodillas de Jesús, haciendo manar abundante Sangre. El Camino de la Cruz, el Via Crucis, queda así señalado, desde el principio, con la Sangre Preciosísima de Jesús, de manera tal que si alguien quisiera saber por dónde va Jesús, lo único que tendría que hacer es seguir sus huellas ensangrentadas. Jesús había dicho en el Evangelio: "Quien quiera venir detrás de Mí, que cargue su cruz de todos los días, se niegue a sí mismo, y me siga”. Seguir a Jesús quiere decir seguirlo por el sendero estrecho y empinado que conduce al Calvario y que está señalado con la roja señal de su Sangre derramada. Seguir a Jesús no es fácil, pero es el único y seguro camino que conduce al cielo y no hay otro camino que no sea el Camino de la Cruz de Jesús. ¡María, Madre mía, ayúdame, con tu amor maternal, a llevar mi cruz, para que siga a Jesús por el Camino del Calvario, el único camino de la salvación!
-Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         4ª Estación: Jesús encuentra a su Madre, la Virgen. En medio del tumulto, la Virgen se acerca a Jesús y aunque los soldados romanos no le permiten que lo ayude a cargar la cruz, el contacto con la mirada que entablan Jesús y su Madre, le basta a Jesús para, aunque sea por un momento, olvidar el griterío insoportable de insultos, blasfemias, sacrilegios, que la multitud, enardecida, desencadena a cada paso en el Via Crucis. ¡Cómo será tan grande y profundo, hasta llegar al infinito, como un océano sin playas y sin fondo, el amor materno de la Virgen, que todo un Dios busca refugio en el Inmaculado Corazón de María! Si Jesús, siendo Dios, se refugió en el amor materno de la Virgen, ¿qué esperamos nosotros para sumergirnos en el Corazón de María Santísima? ¿Qué esperamos, para consagrarnos a María? ¡María, Madre de Ternura, danos tu amor maternal, para que sostenidos con el amor de tu Inmaculado Corazón, seamos capaces de llegar hasta la cima del Monte Calvario, para ser crucificados junto a tu Hijo Jesús!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         5ª Estación: El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz. El peso de la cruz agota las fuerzas de Jesús, pero más que el peso, lo que lo agobia y le hace la cruz casi insoportable, es el desamor, la frialdad, la indiferencia, que los hombres experimentan entre sí. La dureza del corazón humano hace que el hombre sea indolente de la suerte de su hermano y que no le interese ni le importe si su hermano, que está a su puerta, pasa hambre, frío, soledad, o si sufre injusticias de cualquier tipo. Hoy, en nuestros días, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, el ateísmo, han multiplicado, casi al infinito, a los modernos Epulones, que se desentienden de los Lázaros que, con sus llagas abiertas y supurantes, y con sus estómagos crujiendo por el hambre, sufren indeciblemente, mientras ellos banquetean felices y despreocupados por la suerte de sus hermanos. Hoy también se multiplican también las persecuciones a los cristianos y es así como miles de cristianos en todo el mundo, pero sobre todo en Medio Oriente, en Palestina, en Irak, en Siria, y en muchos otros países, son perseguidos, torturados, quemados vivos, decapitados, fusilados, asesinados de mil maneras distintas, sin que a los cristianos, hermanos suyos que viven en otras latitudes, les importe en lo más mínimo, porque no son capaces ni de orar, ni de ofrecer ayunos ni sacrificios por ellos, comportándose así como Epulón con Lázaro, pero mereciendo también el mismo destino que Epulón, el Abismo, la Gehena, por la dureza de sus corazones. ¡Jesús, convierte nuestros corazones de piedra en corazones de carne, en donde pueda actuar tu gracia santificante, para que sobre ellos actúe el Espíritu Santo, incendiándolos en el fuego del Divino Amor, para que seamos capaces de dar la vida por nuestros hermanos, a imitación de Jesús, que dio su vida por nosotros en la cruz! ¡Convierte nuestros corazones, para que ayudemos a llevar la cruz a nuestro hermano que sufre y no seamos indolentes a su calvario!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.



         6ª Estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús. A causa de los golpes, las bofetadas, las trompadas, el Divino Rostro de Jesús está todo tumefacto, hinchado, edematizado, y por lo tanto, irreconocible. El Rostro Santo de Jesús, que extasiaba de amor a su Madre y a los ángeles, ahora está deformado, a causa del enorme edema que inflama su frente, sus párpados, sus pómulos. Su ojo derecho está totalmente ocluido, porque ha crecido un enorme hematoma en su párpado derecho, que ha ocluido el párpado en su totalidad, a causa de una de las tantas feroces trompadas recibidas. El pómulo izquierdo, además de presentar un gran edema, ha recibido un corte lacerante, producido por el anillo del siervo del sumo sacerdote, que rasgó su piel con violencia al darle una bofetada cuando Jesús contestó, con toda verdad, que Él era el Mesías. Por lo demás, toda su Santa Faz está cubierta con su Preciosísima Sangre, ante todo, porque es la Sangre que, brotando de su cuero cabelludo, a causa de la coronación de espinas, baja como un torrente incontenible por su Divino Rostro, bañando su frente, sus ojos, su nariz, sus pómulos, sus labios, su barbilla. Apenas se distingue su ojo izquierdo, pues el derecho está prácticamente cerrado, a causa del enorme hematoma del párpado superior. A la Sangre y al edema, se le suman las lágrimas de Jesús, puesto que llora en silencio por la malicia del hombre, y a esto se le suman el intenso sudor, producto del calor y del supremo esfuerzo que realiza Jesús al llevar la pesadísima cruz por un camino empinado, el Camino del Calvario, y también la tierra, que se le adhiere al Rostro, todo lo cual forma una máscara de sangre, sudor, lágrimas, tierra, barro, que contribuye a que la hermosura original de su Santa Faz quede irreconocible, lo cual es una imagen de lo que hace el pecado en el hombre. El Divino Rostro de Jesús, así desfigurado, despierta la compasión de la Verónica, que deshecha en lágrimas, intenta acercarse a su Señor, quitándose su velo para utilizarlo a modo de paño, para secar la Sangre, el sudor, las lágrimas, la tierra. ¡Jesús, que María Santísima perfume nuestros corazones con la fragancia exquisita de tu gracia santificante, y con nuestros corazones así perfumados por la gracia, tómalos y utilízalos como otros tantos paños blancos, como los de la Verónica, que suavicen el ardor y el dolor de tu Santa Faz, ultrajada por los pecados del mundo entero y así como imprimiste tu Rostro en el lienzo de la Verónica, imprímelo también en nuestros corazones, para que nunca jamás dejemos de contemplarte!
-Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.



         7ª Estación: Jesús cae por segunda vez. El enorme peso de la cruz, el cansancio, y sobre todo, el hecho de ser el Camino de la Cruz un camino estrecho y empinado, hacen perder el equilibrio a Jesús, quien cae pesadamente al suelo, por segunda vez. El Camino de la Cruz, el Via Crucis, no es un camino fácil; todo lo contrario, es un camino arduo, difícil, áspero, muy difícil de recorrer, pero es el único camino que conduce al cielo, porque es el único camino que conduce al Calvario, el lugar en donde el hombre, unido a Jesús, puede morir al hombre viejo, para así nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia. El mundo propone otros caminos, mucho más fáciles y, en apariencia, satisfactorios de recorrer, porque los caminos del mundo consisten en la satisfacción de las pasiones y en la exaltación de la propia soberbia, del propio egoísmo y del propio orgullo. El mundo propone caminos en apariencia fáciles, cómodos y divertidos, porque satisfacen las pasiones del hombre viejo, el hombre caído en pecado, pero los caminos del mundo se alejan en una dirección diametralmente opuesta al cielo y conducen al Abismo eterno, el Abismo en donde el dolor por la separación de Dios es la compañía para siempre. Por el contrario, el Camino de la Cruz es un camino áspero y difícil de recorrer, porque consiste en la negación de sí mismo, pero finaliza en el cielo, porque por la cruz de Jesús, se da muerte a las pasiones y al hombre viejo; en la cruz, quedan crucificadas las pasiones que alejan al hombre de Dios: la ira, la envidia, la lujuria, la pereza, la soberbia, y todas las demás pasiones, y así Jesús puede infundir en la raíz del ser, en lo más profundo del alma, el principio de la vida nueva, la gracia santificante, que concede la participación en la vida trinitaria, la vida santa del Ser de Dios Uno y Trino. ¡Jesús, dame fuerzas para que yo te siga por el Camino de la Cruz, para que así dé muerte al hombre viejo y a mis pasiones, para que pueda nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia, viviendo ya en anticipo, en la tierra, lo que espero vivir en la eternidad, en el Reino de los cielos, por tu misericordia!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         8ª Estación: Jesús habla a las piadosas mujeres. Las mujeres de Jerusalén lloran por Jesús, pero Jesús les dice que deben más bien llorar por ellas. De esa manera, Jesús nos enseña que el fruto de la contemplación de su Pasión, es la contrición del corazón, es decir, el arrepentimiento perfecto de los pecados. La contemplación de la Pasión de Jesús, la realización del Via Crucis, no puede nunca quedarse en meros ejercicios de piedad, ni limitarse a simples actos de memoria religiosa. La contemplación de la Pasión, sobre todo en el Via Crucis, debe llevar al alma a la contrición del corazón, y la contrición del corazón nace cuando la gracia ilumina la inteligencia y el corazón: la inteligencia, haciendo conocer, por un lado, la inmensidad de la bondad de la Trinidad, a la cual ofende el pecado y, por otro, haciendo conocer la inmensidad de la malicia del pecado con el que se ha ofendido a Dios Trino; la voluntad, haciéndola detestar la malicia del pecado, pero sobre, haciéndola desear y amar ardientemente a la bondad de la Trinidad y a la Trinidad en sí misma, por ser Ella la santidad en sí misma. La contrición del corazón lleva de tal manera a detestar el pecado, que conduce a desear, con todas las fuerzas del alma, la muerte física, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, porque esto último implica la muerte espiritual, es decir, el apartamiento del alma de la Fuente del Amor y del Amor mismo, Dios Uno y Trino, y el alma, conociendo lo que es el Amor , prefiere morir una y mil veces en la tierra, antes que separarse espiritualmente del Amor, que es Dios, a causa del pecado. ¡Jesús, haz que te ame cada vez más, a cada instante, para que me duela verdaderamente la malicia de mi corazón y así pueda llorar por mis pecados y preferir mil veces la muerte antes que ofenderte!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
 -Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         9ª Estación: Jesús cae por tercera vez. A medida que el camino se hace más empinado, las fuerzas de Jesús van disminuyendo, pero sobre todo, es el enorme peso de la cruz, lo que provoca la tercera caída de Jesús. La cruz pesa muchísimo para Jesús, porque está cargada con todos los pecados de todos los hombres, incluidos, en primer lugar, los míos. El pecado es malicia del hombre, creada libre y voluntariamente en su corazón, que se levanta como ofensa y ultraje ante la majestad, bondad y santidad infinitas del Ser divino trinitario. El pecado nace por un acto concreto, deliberado, deseado, querido, libremente aceptado, por parte del corazón humano, que de esa manera rompe con violencia el vínculo de amor con el cual el Creador había unido a Él su alma, en el momento de crearla. El pecado es malicia del corazón humano, creada por el hombre, a imitación de la malicia del ángel caído, creada por el corazón del ángel rebelde: entre ambos, se rebelan contra el Amor de Dios, contra Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8) y es por ese motivo, que el pecado constituye la más completa tragedia para la creatura, ya sea humana o angélica, porque la priva de la comunión en el amor con el Dios que es Amor y que lo creó por Amor. Son mis pecados, y los pecados de todos los hombres, los actos malos creados y deseados libremente, los que lleva Jesús sobre la cruz, para lavarlos con su Sangre y así limpiar mi alma, para luego de purificarla de mis pecados al precio de su Sangre derramada en la cruz, darme su Vida divina, por medio de esa misma Sangre. ¡Oh mi buen Jesús, cuánto pesan mis pecados, que han hecho caer a Dios en la tierra! ¡Dame, te lo suplico, la gracia de morir antes que pecar!
-Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         10ª Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras. Cuando Jesús llega a la cima del Monte Calvario, lo despojan de sus vestiduras, provocándole un dolor tan agudo, que casi le provoca la muerte, puesto que todas sus heridas se abren y sangran, al ser arrancada con violencia el lienzo que se había adherido a las piel ulcerada por los golpes. Al ser arrancada su túnica con violencia, al haberse adherido por la sangre coagulada, se vuelven a abrir las heridas y a provocarle abundante pérdida de sangre, además de un dolor insoportable; así Jesús repara por los que pierden la gracia santificante, vistiendo con inmodestia y faltando al pudor y a la vergüenza, profanando sus cuerpos, llamados a ser “templos del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 2); Jesús expía por quienes profanan sus cuerpos con toda clase de impurezas, dañándolos con substancias tóxicas, o utilizando sus cuerpos para la satisfacción de las más bajas pasiones, llevándolos a colocarse más abajo que las bestias irracionales; Jesús expía también por quienes, dando rienda suelta al orgullo y a la vanidad, visten sus cuerpos con ropas costosísimas y los adornan con joyas preciosas, obtenidas al precio de la vida de sus hermanos. ¡Jesús, por el dolor que sufriste al ser despojado de tus vestiduras, haz que tome conciencia de que mi cuerpo es templo del Espíritu Santo, y que siempre esté revestido de la blanca vestidura de la gracia!
-Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         11ª Estación: Jesús es crucificado. La crucifixión de Jesús es obra de nuestras manos y es obra de Dios. De nuestras manos, porque son nuestros pecados los que clavan las manos y los pies de Jesús al leño de la cruz, fijándolos dolorosamente con gruesos clavos de hierro. Es obra de nuestras manos, porque los pecados, que en nosotros se traducen en placer de concupiscencia, en Jesús, que se interpone entre la Justicia Divina y nosotros, se materializan en su corona de espinas, en los clavos de hierro, en los latigazos, en la cruz ensangrentada. Pero la crucifixión es obra de Dios también, porque Dios Padre, a pedido de su Hijo Jesús, que clama el perdón para nosotros, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, en vez de castigarnos, por haber crucificado y dado muerte su Hijo Unigénito, tiene compasión de nuestra debilidad y, obedeciendo a su Hijo, nos perdona, derramando su Divina Misericordia a través de la Sangre y el Agua que brotan del Corazón traspasado de Jesús. A nuestra malicia y pecado, que provoca la muerte de su Hijo en la cruz, Dios Padre nos responde, desde la misma cruz, con la Sangre de su Hijo, donándonos su perdón y su misericordia, y el sello del perdón y del Amor divinos, es la Sangre que brota de las heridas abiertas de Jesús. A pesar de ser sus más grandes enemigos, por habernos convertido en deicidas, al matar a su Hijo, Dios no solo nos perdona, sino que nos adopta como hijos muy amados suyos, concediéndonos la gracia de la filiación divina. ¡Jesús, por tu Sangre derramada para nuestra salvación, dame la gracia de amar y perdonar a mis enemigos y a los que me ofenden, así como Tú me amaste y perdonaste desde la cruz!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         12ª Estación: Jesús muere en la Cruz. A las tres de la tarde del Viernes Santo, Jesús muere en la cruz. Muere en la cruz el Hombre-Dios, el Dios que es la Vida en sí misma; muere el Dios que es la Vida Increada, y por eso su muerte, significa la muerte de la muerte. Con su muerte en cruz, Jesús destruye mi muerte y la muerte de todo hombre, para donarnos su Vida, la Vida del Hombre-Dios, que es la vida de la Trinidad. Al morir en la cruz, Jesús vence para siempre a los tres grandes enemigos del hombre, los enemigos mortales que le provocaban la muerte física, temporal, y también la muerte eterna: al morir en la cruz, Jesús destruye, con su omnipotencia divina, a la muerte, y a cambio nos da su vida eterna; con su muerte, lava nuestros pecados y nos concede su gracia; con su muerte en cruz, vence al Infierno para siempre, dando cumplimiento a sus palabras: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia”, y por eso la Cristo en la Cruz es la señal de victoria y de victoria eterna, para la Iglesia y para los bautizados, y es el estandarte victorioso con el cual los cristianos vencen a la Bestia y al Dragón y entran triunfantes y victoriosos en el cielo, cantando aleluyas y hosannas al Cordero de Dios. ¡Jesús, tu Cruz santa sea mi luz y mi sangriento estandarte victorioso que me conduzca al Reino de los cielos!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         13ª Estación: Jesús es bajado de la Cruz. La Virgen, que ha estado al pie de la cruz durante toda la agonía de Jesús, recibe su Cuerpo muerto, sin vida. Es en este momento en el que se cumple plenamente la profecía de Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón” (…). La muerte de Jesús le provoca a la Virgen un dolor agudo y permanente en su Inmaculado Corazón; es la espada espiritual de dolor profetizada por Simeón y es tan grande el dolor, que la Virgen moriría de pena y de tristeza, sino fuera sostenida por el mismo Dios. A causa de su inmenso dolor, la Virgen derrama tantas lágrimas, que con ellas queda lavado el Rostro tumefacto y lívido de Jesús. Yo soy la causa de la muerte de Jesús, yo soy la causa de la espada que atraviesa el Inmaculado Corazón de María, yo soy la causa del dolor de la Virgen, yo soy la causa de las lágrimas que bañan su rostro. ¡Nuestra Señora de los Dolores, dame tus ojos para ver a Jesús, dame tus lágrimas para llorar mis pecados, dame tu Corazón para amar a Jesús con tu mismo Amor!
         -Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


         14ª Estación: Jesús es sepultado. Colocan el Cuerpo sin vida de Jesús en el sepulcro, y luego de cerrar la puerta del sepulcro con una piedra, la Virgen se queda afuera, velando el Cuerpo de su Hijo. Jesús ha muerto, pero debido a que Jesús es el Hombre-Dios, la divinidad nunca se separó de su Alma y tampoco de su Cuerpo. Con su Alma gloriosa unida a su Persona divina, la Persona divina del Hijo, descendió  a los infiernos, al seno de Abraham, a rescatar a los justos del Antiguo Testamento. Su Cuerpo, que quedó muerto y tendido sobre la fría loza del sepulcro, al estar unido a la divinidad, a la Segunda Persona de la Trinidad, resucita glorioso, lleno de la gloria y de la luz divina, el Domingo de Resurrección. Así, dejará vacío el sepulcro, porque resucitará con su Cuerpo glorioso, lleno de la vida, de la luz y del Amor de Dios, para ir a ocupar, con ese mismo Cuerpo glorioso, lleno de la vida de la luz y del Amor de Dios, todos los altares y sagrarios del mundo, con su Presencia Eucarística. Jesús deja el sepulcro vacío, el Domingo de Resurrección, para ocupar, el Domingo, Día del Señor, el altar eucarístico, con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía. Jesús deja vacío el sepulcro, para ir a ocupar el altar y el sagrario. ¡Madre de Dios y Madre mía, Nuestra Señora de la Eucaristía, que mi corazón, frío y oscuro como el sepulcro, reciba en gracia y con amor el Cuerpo glorioso de Jesús en la Eucaristía!
-Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
-Te adoramos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.