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martes, 18 de abril de 2023

“La Ira de Dios pesa sobre quien no cree en la Presencia del Hijo en la Eucaristía”


 

“La Ira de Dios pesa sobre quien no cree en la Presencia del Hijo en la Eucaristía” (cfr. Jn 3, 31-36). Para todos aquellos malos cristianos, incluidos sacerdotes y obispos, que niegan a Dios como castigador del mal, para todos aquellos que de forma errónea y herética consideran a Dios como un Dios todo bondad, dulzura, paciencia y misericordia, que no castiga al mal, que hace oídos sordos y cierra los ojos frente al mal provocado por los pecadores impenitentes, Juan el Bautista es muy claro: “Quien no crea en el Hijo de Dios, la Ira de Dios pesa sobre él”. Lo volvemos a repetir, son palabras de Jesús: “Quien no crea en el Hijo de Dios, la Ira de Dios pesa sobre él”. De esta manera, el Bautista revela que “de Dios nadie se burla”, porque puede haber alguien que, durante toda su vida terrena, viva totalmente desinteresado de Jesús; puede haber bautizados que, a pesar de haber recibido el Bautismo, la Comunión, la Confirmación, decidan no creer en Jesús y abandonar, como de hecho lo hacen en gran número en la actualidad, la práctica activa de la religión católica, pero estos tales no deben confundirse y pensar que se reirán de Dios, porque al final de sus vidas, luego de haber vivido como ateos prácticos, en el más craso materialismo y relativismo, se encontrarán cara a cara con Jesús, pero no con un Jesús manso, humilde, misericordioso, paciente, sino con un Jesús que es Justo y Eterno Juez, que dará a quienes obraron el mal, a quienes no quisieron saber nada de Él en esta vida terrena, a quienes lo ignoraron voluntariamente, lo que se merecieron con esta actitud, la Ira Divina, la Justicia Divina justamente inflamada en Ira Divina, que los castigará por toda la eternidad en el lago de fuego.

“La Ira de Dios pesa sobre quien no cree en la Presencia del Hijo en la Eucaristía”. Tengamos cuidado los católicos, no creamos en un Jesús de caricatura, en un Jesús que es solo risas y que se hace el que no ve el mal, porque es verdad que Dios es misericordioso y paciente, pero la paciencia y la misericordia de Dios se terminan cuando se termina esta vida terrena. Vivamos de tal manera que, creyendo en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, obremos la misericordia, para que en la eternidad no pese la Ira de Dios sobre nuestras almas.

miércoles, 20 de abril de 2022

Domingo in Albis o Domingo de la Divina Misericordia

 


"Anunciarás al mundo mi Segunda Venida (...) Esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos"
(Nuestro Señor Jesucristo a Santa Faustina Kowalska)

(Domingo II - TP - Ciclo C – 2022)

         El segundo Domingo de Pascuas se llama también “Domingo in albis” o “Domingo de la Divina Misericordia”. En este Domingo, por expreso pedido de Nuestro Señor Jesucristo a Santa Faustina Kowalska, se celebra a la Divina Misericordia: “Quiero que mi Misericordia sea honrada en toda la Iglesia el segundo domingo de Pascuas”.

         La razón por la cual se debe honrar, alabar y adorar a la misericordia de Dios es que Dios es infinita misericordia, una misericordia sin límites, infinitamente más grande que el más grande de los pecados del hombre. Ahora bien, lo que debemos tener en cuenta es que, aunque esta misericordia es infinita en Sí misma, tiene un límite y es el tiempo que dura nuestra vida aquí en la tierra. En otras palabras, cuando nuestra vida terrenal termina, se termina el tiempo de la misericordia, para dar comienzo a la Divina Justicia. Esta vida terrena es el tiempo en el que actúa la Divina Misericordia, sin importar la gravedad y cantidad de nuestros pecados, basta con que nos arrepintamos de nuestro mal obrar y acudamos al Sacramento de la Confesión: “Di a los pecadores que mi Misericordia es infinita”. Pero la Misericordia Divina termina cuando termina esta vida terrena, para dar paso a la Justicia Divina; el día de nuestra muerte es el anticipo del Día del Juicio Final, el Día de la Ira de Dios, Día en el que los impíos, los impenitentes, los que no se arrepienten de sus pecados, probarán el amargo y doloroso saber de la Justicia Divina. En ese día, dice la Virgen a Sor Faustina, hasta los ángeles del Cielo temblarán ante la Ira de Dios: “En el Día del Juicio Final temblarán hasta los ángeles del Cielo”. Mientras vivimos en esta vida terrena, la Misericordia Divina es infinita, pero cuando esta vida termina, comienza la Justicia Divina, por eso es necesario que acudamos al Sacramento de la Confesión, para recibir el perdón de nuestros pecados y así ser protegidos por la Divina Misericordia en el Día del Juicio Final.

         Este otro aspecto de Dios debemos tenerlo bien presente, para que no nos confundamos eternamente: Dios es infinita misericordia, pero también es infinita justicia. Si Dios no fuera Justo, es decir, si fuera injusto, no sería Dios, porque la injusticia es una imperfección y Dios es Perfecto por definición. Dios es Justicia Infinita y quien no quiera pasar por la Misericordia Divina, deberá pasar por la Justicia Divina y así lo dice Jesús: “Quien no quiera pasar por mi Misericordia, deberá pasar por mi Justicia Divina”. Y los rayos de Sangre y Agua que brotan del Corazón traspasado de Jesús son el refugio santo contra la Ira de Dios: “El que se ampare en mi Misericordia, no sufrirá el rigor de mi Justicia”.

         Es un gravísimo error en los cristianos pensar que Dios es Pura Misericordia y que no castiga a nadie; es un gravísimo error pensar que Dios nos lleva a todos al Cielo, aun si no nos arrepentimos de nuestros pecados: nadie entrará al Cielo obligado; nadie ingresará en el Reino de Dios a la fuerza y la impenitencia, el no arrepentirse del pecado, del mal cometido, es un signo de que la persona no quiere entrar en el Reino de Dios; es un signo de que la persona prefiere el pecado antes que la gracia santificante que Jesús nos ofrece desde su Corazón traspasado.

         Por último, la imagen de Jesús Misericordioso es una señal de que el tiempo de la Divina Misericordia se está acabando para la humanidad, sumergida en la tiniebla del pecado, de la muerte y del ocultismo y de que está a las puertas el Día de la Ira de Dios. Así le dice Jesús a Santa Faustina: “Esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los últimos tiempos (…) Anunciarás al mundo mi Segunda Venida (…) Ya no habrán más devociones hasta el fin”. La imagen de Jesús Misericordioso anuncia que las puertas de la Divina Misericordia todavía están abiertas, pero también anuncian que están a punto de cerrarse y quien no quiera refugiarse en la Divina Misericordia, deberá sufrir para siempre el peso y la furia de la Ira Divina. Mientras hay tiempo, hay Misericordia; no desperdiciemos el tiempo y acudamos cuanto antes al refugio que nos protege de la Ira de Dios, el Corazón Misericordioso de Jesús.

lunes, 20 de abril de 2020

“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”




“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre” (Jn 3, 31-36). Las palabras de Juan Bautista pueden parecer duras e incluso hasta inaceptables para la mentalidad progresista y modernista que campea en nuestros días, pero son verdaderas. La razón hay que buscarla en los inicios de la humanidad, en el pecado original de Adán y Eva: desde que nuestros Primeros Padres cometieron el pecado original, pesa sobre toda la humanidad la ira de Dios, porque la Justicia Divina fue infinitamente ofendida por el hombre, tentado por Satanás. Es verdad que en esta vida prevalece la Misericordia Divina por sobre la Justicia Divina, pero esta prevalencia se termina, hasta equilibrarse, en el momento de nuestra muerte, puesto que allí actúa, de modo preeminente, la Justicia Divina por sobre la Misericordia Divina. Por esta razón, las palabras del Bautista son ciertas para toda alma que vive en esta vida, pero sobre todo, para el alma que debe atravesar el umbral de la muerte y alcanzar la vida eterna: antes de alcanzar la vida eterna, el alma debe atravesar el Juicio Particular, en donde Dios aplica su estrictísima Justicia Divina, Justicia que está pronta para descargarse, con toda su fuerza, sobre el alma que voluntaria y libremente murió en pecado mortal y sin arrepentirse por ello.
“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”. Para que la ira de Dios no se descargue sobre nuestras almas, es que debemos procurar vivir permanentemente en gracia, detestando el pecado, de manera tal que la hora de la muerte nos sorprenda en estado de gracia y no en estado de pecado mortal. Sólo así sobre nuestra alma se descargará, no el peso de la ira divina, sino el océano de la Misericordia Divina.

domingo, 15 de marzo de 2020

“Perdona a tu prójimo setenta veces siete”




“Perdona a tu prójimo setenta veces siete” (cfr. Mt 18, 21-35). Pedro le pregunta a Jesús acerca de la cantidad de veces que debe perdonar al prójimo. Pedro pensaba que perdonar siete veces era lo correcto, por lo que, a la octava ofensa, ya se podía aplicar la ley del Talión, “ojo por ojo y diente por diente”. Para los judíos, el número siete indicaba la perfección, de ahí que Pedro considerara que debía perdonar hasta siete veces las ofensas sufridas por el prójimo, con lo cual quedaba libre para actuar a partir de ese número. Sin embargo, Jesús lo corrige y le dice que no sólo debe perdonar siete veces, sino “setenta veces siete”, lo cual quiere decir “siempre”. Es decir, mientras Pedro considera que sólo hay que perdonar hasta siete veces, Jesús responde enseñando que se debe perdonar al prójimo que nos ofende, no siete veces, sino “setenta veces siete”, es decir, siempre: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
¿Cuál es la razón por la que el cristiano debe perdonar “siempre” y no sólo hasta siete veces? La razón es que, al perdonar “siempre” al prójimo que lo ofende –al prójimo que es enemigo-, el cristiano imita y participa del perdón que Dios da, en Cristo, a la humanidad. Es decir, desde la Cruz, Dios Padre nos perdona con el sacrificio de su Hijo y no una, sino incontables veces; cada vez que pecamos –y sobre todo con el pecado mortal- volvemos a crucificar a Cristo y volvemos a cometer deicidio, pero Dios Padre, en vez de fulminarnos con un rayo de su Justicia Divina, derrama sobre nosotros la Divina Misericordia por medio de la Sangre del Corazón traspasado en la Cruz. Y esto, una y otra vez, siempre y cuando exista un verdadero y sincero arrepentimiento. En otras palabras, Dios Padre nos perdona en Cristo “siempre”, no únicamente siete veces, sino siempre y es por esta razón que, como cristianos, debemos perdonar siempre, porque así no sólo imitamos a Cristo en su perdón, sino que también participamos de este mismo perdón.
“Perdona a tu prójimo setenta veces siete”. El cristiano, para ser verdaderamente cristiano, debe imitar a Cristo y participar de su Pasión: el perdón ofrecido “siempre” al prójimo que nos causa un daño es una magnífica oportunidad que nos concede el Padre para que imitemos a su Hijo y participemos de su Pasión.

sábado, 7 de abril de 2018

Domingo in Albis



(Ciclo B – 2018)

Nuestro Señor Jesucristo se apareció a Santa Faustina Kowalska durante una serie de años y en una de las apariciones le confió a Sor Faustina que la Devoción a la Divina Misericordia habría de ser la última, antes de su Segunda Venida y que la señal de que su Segunda Venida estaba cerca, era esta imagen: “Habla al mundo de mi Misericordia, para que toda la humanidad conozca la infinita Misericordia mía (esta imagen) es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de mi Misericordia, se beneficien del Agua y la Sangre que brotó para ellos”[1]. Y también: “Antes del día de la justicia envío el día de la misericordia”. El mensaje central de Jesús Misericordioso a Santa Faustina Kowalska es que la Humanidad debe volverse a Él, que es la Misericordia de Dios encarnada, porque de lo contrario, “no tendrá paz”, y que Él está a punto de venir, en su Segunda Venida gloriosa: “Esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos (…) La humanidad no encontrará la paz, hasta que no se vuelva con confianza a mi Misericordia (…) Doy a la humanidad un vaso del cual beber, y es esta imagen (…) Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Además, de las palabras de Jesús, se puede observar que parte también esencial del mensaje es que quien no quiera aprovechar la Misericordia de Dios, deberá comparecer ante la Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por las puertas de mi Misericordia, deberá pasar por las puertas de mi Justicia”.
Cuando se considera a la Divina Misericordia, se puede caer en un error muy frecuente, que es el de negar la Justicia Divina y por lo tanto, negar el Infierno, lo cual no corresponde a la Fe católica. En las apariciones como Jesús Misericordioso, Nuestro Señor confirmó a la Iglesia en la verdadera doctrina de la Misericordia, que implica y comprende la doctrina sobre la Justicia Divina y el Infierno. Muchos pretenden que Dios es Misericordia, pero olvidan que también es Justicia y que si fuera sólo Misericordia, no sería Dios, porque dejaría sin castigo el mal, lo cual es injusto e impío.
         Forman parte del Ser divino trinitario tanto la Misericordia como la Justicia: Misericordia sin Justicia es impiedad; Justicia sin Misericordia es propio de un Dios que solo busca el castigo del mal, sin apiadarse de las miserias de sus creaturas, los hombres.
         La existencia del Infierno es una muestra de la Misericordia de Dios y del profundo respeto de la libertad de las creaturas –sean ángeles u hombres- que no desean estar con Él ni saber nada de Él. Para respetar la decisión de ángeles y hombres que no quieren amarlo ni adorarlo y no quieren servirlo, es que Dios Trino crea un lugar especial, en el que el ángel rebelde y el hombre pecador contumaz tienen lo que desean: un lugar en el que no está Dios Trino y al no estar Dios Trino, es un lugar en el que no hay Amor, sino odio; no hay paz, sino discordia; no hay gracia ni gloria divina, sino estado de pecado permanente. Y puesto que las respectivas voluntades de los ángeles y hombres rebeldes son definitivas y puesto que tanto el ángel como el hombre, una vez creados, viven para siempre –Dios no aniquila a sus creaturas-, el Infierno, el lugar creado para los que no quieren estar con Dios, es para siempre, es decir, es eterno, no termina nunca.
         Afirmar que porque Dios es Misericordioso no puede haber creado el Infierno es afirmar un error sobre Dios: precisamente, porque es Misericordioso, crea al Infierno para dar a la creatura aquello que la creatura quiere con todas las fuerzas de su ser: vivir para siempre sin la Presencia de Dios; vivir sin cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios; vivir sin saber nada de Dios. Jesús revela que el Infierno fue creado inicialmente para los ángeles, pero es el lugar al que van también todos aquellos que en esta vida se rehúsan, libre y voluntariamente, a hacer el bien, a obrar la misericordia y por lo tanto persisten en su malicia hasta el último suspiro de sus vidas. En el Día del Juicio Final, Jesús dirá a los réprobos, a los que libremente eligieron morir en pecado mortal, para no vivir en la gloria de Dios por la eternidad: “¡Apártense de mí malditos, al fuego eterno, creado para el Diablo y los ángeles!” (Mt 25, 41).
         Quienes niegan la existencia del Infierno con el pretexto de que Dios es misericordioso, o quienes afirman erróneamente que las almas que deberían ir al Infierno son aniquiladas, o quienes afirman también erróneamente que el Infierno está vacío, se apartan de la Fe católica y cometen el pecado de herejía e incurren en cisma ipso facto.          El Infierno existe, es real y el tormento del alma y del cuerpo para los condenados duran toda la eternidad. El Catecismo de la Iglesia Católica dice así: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Inmediatamente después de la muerte, las almas de aquellos que mueren en un estado de pecado mortal descienden al infierno, donde sufren los castigos del infierno, el “fuego eterno”. El principal castigo del infierno es la separación eterna de Dios, en quien sólo el hombre puede poseer la vida y la felicidad para la cual fue creado y por la que anhela”[2]. Y en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica se afirma: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”[3]. Es decir, en el Catecismo se afirma, como verdad de fe definida, que el Infierno existe, que hay un tormento del alma y del cuerpo, que los que van allí van por propia culpa y que es para siempre.
         En sus apariciones a Santa Faustina Kowalska, Jesús no hace sino confirmar lo que la Iglesia enseña en su Catecismo y en su Magisterio: “Para la Justicia, tengo toda la eternidad; la Misericordia es para esta vida y los hombres deben aprovecharla. Quien no quiera pasar por la puerta de la misericordia, pasarán por la puerta de la Justicia”.
La doctrina sobre la Divina Misericordia es inseparable de la doctrina sobre el infierno porque uno y otro destinos eternos –cielo e infierno- están intrínsecamente unidos: el destino de los justos –los que mueren en estado de gracia, es decir, protegidos por los rayos de la Divina Misericordia-, es el Reino de los cielos, un estado de felicidad completa y total de alma y cuerpo; los impíos, los que mueren en pecado mortal por libre elección –son los que no quieren pasar por las puertas de la Misericordia y por lo tanto tienen que pasar por las puertas de la Justicia Divina-, tienen por destino eterno el infierno. Lo que caracteriza a los que mueren amparados por la Misericordia es que en esta vida querían “estar con Cristo” e hicieron todo lo que estaba a su alcance para vivir en gracia, evitar el pecado y obrar la misericordia; lo que caracteriza a los que desprecian a la Divina Misericordia es que se apartaron de Jesucristo en esta vida por el pecado mortal libremente deseado y no quisieron salir de ese pecado y no quisieron recibir la Divina Misericordia, por lo que reciben el justo castigo de la Justicia Divina y reciben lo que libremente eligieron, el pecado por toda la eternidad, el Infierno, en donde no está Jesucristo: el impío no quería a Jesús Misericordioso en esta vida y tampoco en la otra, por lo que Jesús Misericordioso no lo obliga a estar con Él y esta separación por toda la eternidad de Dios y su Amor es lo que se llama “Infierno”. Sin embargo, el pecador que, arrepentido, a acude a la Divina Misericordia, nunca es rechazado, sino que es recibido por Jesús y esto es contra quienes afirman que asesinos en masa como el nazista Hitler o los comunistas Stalin, Mao Tsé Tung, carniceros humanos que mataron a decenas de millones de personas, no pueden salvarse (y lo mismo vale para los herejes y cismáticos que, mucho peor que el pecado de matar el cuerpo, matan el alma de quienes los siguen). Aun así, siendo los asesinos más implacables que jamás haya conocido la humanidad, pueden salvarse, si acuden a la Divina Misericordia, porque la Divina Misericordia es insondable, como insondable es el Ser divino trinitario. Dice así Jesús a Sor Faustina: “No puedo castigar aún al pecador más grande si él suplica Mi compasión, sino que lo justifico en Mi insondable e impenetrable misericordia”. Y también: “Escribe de Mi Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia donde han de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde (…) Yo no puedo castigar al que confía en mi Misericordia. Castigo cuando se me obliga. Pero antes de venir como Juez el Día de la Justicia, Yo abro las puertas de mi Amor y concedo el tiempo de la Misericordia”. Pero el pecador, para recibir la Divina Misericordia, tiene que implorar perdón a Dios y hacer el propósito de enmienda. Porque también es verdad que quienes rechazan la Divina Misericordia, se condenan a sí mismos a un estado de sufrimiento de cuerpo y alma por toda la eternidad, en donde es el fuego el que combustiona tanto el alma como el cuerpo, aunque sin reducirlo nunca a cenizas, como sucede en la tierra con las cosas materiales atacadas por el fuego. Tanto la felicidad en el Cielo de los bienaventurados, como el dolor en el Infierno de los condenados, es eterno y aunque no tenemos experiencia de eternidad, podemos darnos una idea según el concepto de eternidad, que se opone al concepto de tiempo: el tiempo supone un antes y un después; la eternidad, por el contrario, supone una duración ilimitada, una permanencia interminable, no un antes y un después, sino un “durante”, un presente que no termina nunca. Una imagen que puede ayudar a entender la eternidad es la de un reloj pintado a las nueve en punto: por mucho que esperemos, nunca señalará las nueve y cinco[4].
Es verdad lo que dice la Escritura de que “Dios quiere que todos los hombres se salven”, pero eso es de parte de Dios, porque no todos los hombres quieren salvarse y Dios, en su voluntad divina, nos ama y respeta tanto, que “respeta la libertad de los hombres”[5], de manera que a nadie lleva al Cielo contra su voluntad. Éste es el sentido de las palabras de Jesús Misericordioso: “Antes de venir como Juez Justo abro de par en par la puerta de Mi misericordia. Quien no quiere pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia……”[6].
        Acudamos a la fuente de la Divina Misericordia -la Confesión sacramental y la imagen de Jesús Misericordioso- mientras es el tiempo de la Misericordia.



[1] Cfr. Sor Faustina Kowalska, Diario, 848.

[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1035.
[3] Cfr. Compendio, n. 212.
[4] Padre Jorge Loring. S.J., Para salvarte.
[5] Cfr. P. Loring, ibidem.
[6] Cfr. Sor Faustina Kowalska, Diario, 1146.

sábado, 2 de abril de 2016

Domingo in Albis o de la Divina Misericordia


         “Deseo que el primer domingo después de Pascua se celebre solemnemente la Fiesta de la Divina Misericordia (…) Esta Fiesta surge de Mi piedad mas entrañable... Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores. Las entrañas mas profundas de Mi Misericordia se abren ese día. Derramaré un caudaloso océano de gracias sobre aquellas almas que acudan a la fuente de Mi misericordia. El alma que acuda a la Confesión, y que reciba la Sagrada Comunión, obtendrá la remisión total de sus culpas y del castigo... Que el alma no tema en acercarse a Mi, aunque sus pecados sean como la grana”[1]. Es por deseo explícito de Jesús que la Iglesia celebra la Divina Misericordia con una fiesta litúrgica solemne el primer domingo después de Pascua. La razón de la celebración es que, en ese día, las compuertas de la Misericordia, se abren de par en par y se derraman sobre las almas; estas compuertas abiertas del cielo no son otra cosa que el Corazón traspasado de Jesús por la lanza del soldado romano el Viernes Santo. Al ser traspasado, de su Corazón brotaron “sangre y agua” (Jn 19, 34), según la descripción de Juan Evangelista, y es este contenido del Sagrado Corazón lo que quita el pecado de las almas, al mismo tiempo que las santifica y las justifica, al concederles la gracia divina. La Fiesta de la Misericordia es extender, en el tiempo y en el espacio, a fin de que caiga sobre la mayor cantidad de hombres posibles, el derrame del Agua y la Sangre que brotaron del Corazón traspasado de Jesús, para que tanto mayor sea la cantidad de almas que, recibiendo la Divina Misericordia, se salven, evitando de pasar por la Divina Justicia. Para poder apreciar el significado último de esta Fiesta de la Divina Misericordia, hay que tener en cuenta que Jesús crucificado se interpone entre la Divina Justicia y nosotros, convirtiendo la Ira santa de Dios, encendida por la malicia del corazón humano, en Divina Misericordia. Dios Padre nos mira a través de las llagas santas de Jesús y porque nos mira a través de ellas, es que en vez de descargar sobre nosotros la Justicia, derrama sobre nosotros su Misericordia. En el tiempo y en el espacio, esta Misericordia se derrama por el Sacramento de la Confesión, pero lo hace, de modo especialísimo, abundantísimo, en la Fiesta de la Divina Misericordia, de modo que quien acuda al Sacramento de la Penitencia en la Fiesta de la Divina Misericordia, recibe el perdón total de la culpa y de la pena, quedando su alma inmaculada y santa y su corazón como una imagen y copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María, lista para entrar en el Reino de los cielos.
         Quien acuda a la Divina Misericordia -de manera especial en la Fiesta de la Divina Misericordia-, que se derrama sobre el alma por el Sacramento de la Confesión, aun cuando sea “como un cadáver en descomposición”, renacerá a la vida nueva, la vida de la gracia, que es el anticipo, en esta tierra, de la vida futura de la gloria. Dice así Jesús Misericordioso: “Escribe de Mi Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia –el Sacramento de la Penitencia o Confesión; N. del R.) donde han de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este  milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la
Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde”[2].
Ahora bien, es el mismo Jesús Misericordioso quien advierte que, quien desprecie a la Divina Misericordia, persistiendo en su pecado y sin querer convertirse, deberá comparecer ante la Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[3]. Es decir, quien no quiera arrepentirse de sus pecados, manifiesta que libremente no desea recibir la Divina Misericordia -que es la que, precisamente, perdona los pecados- y que desea someterse, desafiante, a la Justicia Divina. Y Dios, que es infinitamente misericordioso, es también infinitamente justo, no puede dejar de dar, en virtud de su Justicia Divina, aquello que nos merecemos con nuestras obras libres y con nuestras libres decisiones: si obramos el mal y no nos arrepentimos, merecemos en justicia la retribución por el mal cometido, deseado y del que no hemos manifestado arrepentimiento. Quien no desee la Misericordia Divina, no la obtendrá, pero sí obtendrá el pago merecido por sus acciones, por medio de la Divina Justicia, y esto en virtud de lo que dice la Escritura: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7). Esto es por lo que decíamos anteriormente: Cristo Jesús se interpone entre la Justicia Divina y nosotros; si no nos resguardamos bajo los rayos de su Sangre y Agua, entonces quedamos expuestos a la Divina Justicia: “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres” (cfr. Rom 1, 18).
         Para que nos quede en claro que Jesús, en cuanto Dios, es Misericordioso pero también Justo y que no deja de dar a cada uno lo que cada uno merece, es que Él mismo en Persona llevó a Santa Faustina al Infierno, para que fuera ella, la santa que debía difundir la Misericordia Divina al mundo, la que diera testimonio también de la Justicia Divina. Dice así Santa Faustina: “Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe. Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ese será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse [diciendo] que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es. Ahora no puedo hablar de ello, tengo, la orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mi no pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco incesantemente la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado”[4].
         Esto nos hace ver que Jesús Misericordioso es un Dios de Bondad y Amor infinitos, sí, pero que también es un Dios de Justicia infinita y que nos da lo que nos merecemos con nuestras obras. Si deseamos evitar las puertas de la Divina Justicia, arrepintámonos de nuestros pecados, acudamos al Sacramento de la Penitencia, vivamos en gracia y obremos la misericordia –la Iglesia prescribe catorce obras, siete espirituales y siete materiales o corporales, accesibles para todos, de modo que ninguno diga que no podía obrar la misericordia-, a fin de pasar al cielo, al término de nuestras vidas, por las puertas de la Divina Misericordia, el Sagrado Corazón traspasado de Jesús.





[1] Cfr. Santa Faustina Kowalska, Diario, 699.
[2] Diario, 1448.
[3] Diario, 1146.
[4] Diario, 741.

miércoles, 17 de febrero de 2016

“El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán"


“Los hombres de Nínive se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás” (Lc 11, 29-32). Jesús advierte a la humanidad toda –no solo a los fariseos- que es necesaria la conversión del corazón para poder entrar en el Reino de los cielos al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final: “El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”. Jesús toma como ejemplo de conversión a los ninivitas, quienes se convirtieron luego de que Jonás predicara y les advirtiera, en nombre de Dios, que un gran castigo caería sobre ellos si no se convertían, si no se arrepentían de la malicia de sus corazones (cfr. Jon 3, 1-4). Los ninivitas, ante esta advertencia, hicieron todos penitencia, desde el rey hasta el más pequeño de los súbditos, llegando incluso a hacer penitencia hasta los mismos animales. Al escuchar la voz de Dios en la persona de Jonás, que los amonestaba y les pedía que cesaran en sus pecados para que así salven sus almas, los ninivitas tuvieron temor de Dios –lo cual no es miedo, sino un respeto reverencial que nace del amor a Dios: se lo ama tanto, que se teme pecar, porque así se ofende a quien se ama- y por este temor, decidieron hacer una dura penitencia como signo externo de la conversión interior del corazón. Es por esto que Jesús los pone como ejemplo de conversión, al tiempo que señala que si los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás, la “generación malvada” –esto es, la humanidad toda- debe convertirse aún con mayor razón, porque el que está llamando al arrepentimiento de las malas obras, a la penitencia y a un cambio del corazón hacia Dios, no es ya un profeta, como en tiempos de Jonás, sino Dios mismo en Persona. En otras palabras, quien llama a la conversión y a erradicar todo rastro de malicia en el corazón del hombre, no es ya otro hombre en nombre de Dios, sino el mismo Dios en Persona, la Persona del Hijo de Dios, Dios Hijo encarnado, el Hombre-Dios Jesucristo. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Los hombres de Nínive se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás”. Y la conversión del corazón tiene como objetivo no un mero cambio temporal, sino la adquisición de la bienaventuranza en la vida eterna, ya que esto es lo que Jesús advierte de manera indirecta: “El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”. En el Día del Juicio Final, no subsistirán delante de Dios quien tenga malicia en el corazón, porque Dios es Bondad y Amor infinitos y perfectísimos, sin sombra alguna, no ya de malicia, sino ni siquiera de imperfección alguna. El llamado a la conversión por parte de Jesús implica el llamado a la santidad, que es al mismo tiempo un llamado a la perfección cristiana: “Sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto”. Y esta perfección en la santidad es una perfección en el Divino Amor, que excluye la más mínima sombra de malicia en el corazón del hombre. Quien no acepte el llamado a la conversión que predica la Misericordia Divina encarnada, Cristo Jesús, deberá afrontar, en el Día del Juicio Final, a la Justicia Divina. Y de Dios “nadie se burla” (Gál 6, 7).

miércoles, 20 de enero de 2016

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación”


"El Salvador de los ojos furiosos",
ícono bizantino del Siglo XIV.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación” (Mc 3, 1-6). Es extraño que Jesús, el Dios Misericordioso, tenga una actitud como esta, la de “indignación” y, sin embargo, el Evangelio la relata: “Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación”. Y a renglón seguido, el Evangelio da la razón de la indignación de Jesús, y es la “dureza de corazón” de los fariseos: “apenado por la dureza de sus corazones”. Los fariseos logran, en el colmo de su necedad y obstinación en el mal, provocar la indignación de Jesús.
Jesús se indigna y apena por la dureza de los corazones de los fariseos, porque estos lo acusan de cometer una falta legal, que es la de curar en día sábado, cuando el precepto bien podía obviarse, al tratarse de una obra de misericordia, como lo es la curación de la mano paralizada de un hombre enfermo. Es decir, si los fariseos hubieran tenido un mínimo de misericordia, no se habrían opuesto a que Jesús realice su obra de caridad, la curación de la mano paralizada de un hombre, pero como no querían amar –ni a Dios ni al prójimo-, endurecen sus corazones, oponiéndose a la Divina Misericordia Encarnada, Jesús, acusándolo al mismo tiempo de faltar contra la ley.
El hecho de detenerse en una prescripción legal –no realizar tareas manuales en día sábado- para evitar u oponerse a una obra de misericordia –curar la mano enferma- demuestra dureza de corazón, que es producto de la necedad –ausencia de sabiduría divina-, obstinación en el pecado y, en consecuencia, presencia de odio en el corazón de los fariseos, al puesto del amor. Y debido a que la obstinación voluntaria en el mal se debe a una libre elección, la dureza de corazón de los fariseos cierra sus almas a toda posible acción ulterior de la gracia santificante, con lo cual se están auto-condenando, de manera irreversible y de modo anticipado, ya en esta tierra, a la privación eterna de la visión beatífica de Dios. En otras palabras, con la dureza de corazón, fruto de la obstinación en el mal -que se deriva de no querer reconocer que Cristo es Dios, porque se niegan, irracionalmente, a reconocer los milagros que hace con su propio poder- se dirigen por sí mismos a aquel terrible lugar en el que no hay redención, el infierno, porque quien cierra voluntariamente –libremente- su corazón a la acción de la gracia, ejerce un acto de libertad que es respetado por Dios: si la persona decide que no quiere saber nada con Dios, entonces Dios respeta esta decisión –de terribles consecuencias para el alma- y la respeta, porque Dios considera sagrada su imagen en nuestras almas, y es la de la libertad. Libremente se oponen a la Misericordia Divina, libremente se colocan bajo la acción de la implacable y terrible Justicia Divina, y eso es lo que motiva la pena de Jesús.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación (…) apenado por la dureza de sus corazones”. Oponerse a la Divina Misericordia implica, necesariamente, colocarse bajo el punto de mira de la Justicia Divina, tal como Jesús se lo dice a Santa Faustina: “Quien no quiera pasar por las puertas de mi Misericordia, deberá pasar por las puertas de mi Justicia”. Obremos con caridad, confiados en la Divina Misericordia, teniendo siempre presente que, si libremente decidimos no ser misericordiosos para con nuestros hermanos más necesitados, estamos manifestando que, libre y voluntariamente, queremos comparecer ante la Divina Justicia. Y “de Dios nadie se burla” (Gál 6, 7). Seamos misericordiosos con nuestros hermanos y así recibiremos de Jesús, el día de nuestro juicio particular, una mirada llena de amor, de compasión y de misericordia, y no una mirada "llena de indignación".

miércoles, 25 de febrero de 2015

“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás"


“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación” (Lc 11, 29-32). ¿Qué signo representó Jonás para los ninivitas? Ante todo, fue un signo de la Justicia Divina, porque Dios, cansado de los pecados de los ninivitas, envió a Jonás para advertirles que, de no cambiar y convertir sus corazones, habrían de perecer en poco tiempo. Los ninivitas, que eran pecadores, escucharon sin embargo la voz de Dios a través de la voz de Jonás y emprendieron un duro proceso de conversión, que comprendía ayuno, penitencia, oración y cambio de vida (lo cual constituye un ejemplo para todo cristiano que quiera vivir el espíritu cristiano de la Cuaresma).
Sin embargo, Jonás fue también un signo de la Misericordia Divina, porque Dios, al ver que los ninivitas hacían penitencia, “se arrepintió” del castigo que iba a infligirles, debido a su gran misericordia. De esta manera, Jonás se convierte en signo de la Justicia Divina y de la Misericordia Divina para los ninivitas, y éste es el mismo signo que constituye Jesús en la cruz, para los hombres de “esta generación”, es decir, para la humanidad de todos los tiempos.
En la cruz, Jesús es signo de la Justicia Divina, porque es castigado duramente a causa de la Ira de Dios, justamente encendida por los pecados de los hombres, y es castigado porque Él en la cruz, con los pecados de todos los hombres sobre sus espaldas, reemplaza a todos y cada uno de los hombres y se pone en su lugar, para que el castigo que debía caer sobre la humanidad, recayera sobre Él, que de esta manera se ofrecía como Víctima Inocente por la salvación de las almas. Así, Jesús es signo de la Justicia Divina, porque Él recibe el castigo que reclamaba esta Justicia Divina, al haber, todos y cada uno de los hombres, encendida la Santa Ira de Dios con nuestros pecados, con nuestra malicia, con nuestras abominaciones de toda clase, las que llevaron a Dios un día a “arrepentirse de habernos creado” (cfr. Gn 6, 6).
Pero al igual que Jonás, Jesús es también signo de la Divina Misericordia: su mismo sacrificio en cruz, su misma muerte, su misma Sangre derramada en el Calvario, constituyen al mismo tiempo el signo más elocuente del Amor, del Perdón, de la Bondad y de la Misericordia Divina, porque si nosotros le entregamos al Padre a su Hijo muerto en la cruz, por nuestros pecados -la cruz y la muerte de Jesús es obra de nuestras manos, porque somos deicidas-, Dios, de parte suya, no nos castiga ni nos fulmina con un rayo –como lo merecemos, por haber matado al Hijo de Dios, comportándonos como los “viñadores homicidas” del Evangelio (cfr. Mt 21, 34-46)-, sino que nos entrega a este Hijo suyo que cuelga del madero, y en quien inhabita “la plenitud de la divinidad” (cfr. Col 2, 9), como signo de su Amor y de su perdón.

“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación”. Jesús, signo de la Justicia y de la Misericordia divinas, se nos ofrece en el signo de la Iglesia, la Eucaristía. Para nosotros, pecadores necesitados de la gracia de la conversión, no hay otro signo que la Eucaristía y nada más que la Eucaristía, y si buscamos “signos” en otros lados (en otras religiones, en sectas, en filosofías anticristianas, etc.), solo encontraremos la nada y la muerte eterna.

martes, 25 de febrero de 2014

“El que no está contra nosotros, está con nosotros”


“El que no está contra nosotros, está con nosotros” (Mc 9, 38-40). Los discípulos quieren impedir a uno que expulsa demonios en nombre de Jesús, pero que no pertenece a ellos, que lo siga haciendo, pero Jesús no se los permite. La razón que da Jesús es que “nadie puede hacer milagros en su Nombre y luego hablar mal de Él” y que “el que no está contra ellos”, “está con ellos”.
Es decir, al contrario que sus propios discípulos, Jesús no se opone a que alguien que no es discípulo suyo, en su Nombre, expulse demonios, porque en este caso se aplica el de modo positivo el principio “el que no recoge, desparrama”. Aquí, sería: “el que recoge, no desparrama”, o sea, “el que exorciza, evangeliza”. Un experto demonólogo, como el Padre Antonio Fortea, sostiene que en muchas culturas no cristianas, en donde no existe el sacerdocio católico, Dios concede, a algunas personas, el poder de exorcizar, es decir, de expulsar a los demonios, para aliviar a los hombres del poder del maligno, como en el caso del Evangelio, y esto ocurriría no solo en regiones en donde no ha llegado la civilización, sino incluso en vastas zonas descristianizadas de la tecnologizada Europa[1].
Paradójicamente, hay muchos cristianos que, a diferencia de este pagano del Evangelio, sólo llevan el nombre de Cristo, porque actúan en contra de Cristo, a las órdenes del demonio, actuando como verdaderos posesos y cometiendo todo tipo de delitos: narcotráfico, robo, usura, violencias, lujuria, calumnias, asesinatos, blasfemias, traiciones, perversiones, toda clase de malidades. Estos falsos cristianos, a diferencia del pagano del Evangelio, que sin ser cristiano, combatía al demonio en nombre de Cristo, por el contrario, ayudan a que el enemigo de los hombres conquiste cada vez más almas para su reino de tinieblas, ayudándolo en su siniestra tarea de perversión y corrupción.
A ellos, Cristo les dice: “El que no está con nosotros, está contra nosotros, trabajando junto con el enemigo de las almas, el Demonio, aun cuando lleven el nombre de cristianos. Y si no se arrepienten a tiempo y cambian, estarán contra nosotros, bajo el peso de la Justicia Divina, por toda la eternidad”.




[1] Cfr. J. A. Fortea, Exorcística, Complemento del Tratado Summa Daemoniaca, Instituto Tomás Moro, Asunción, Paraguay, 80.

sábado, 25 de enero de 2014

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”


(Domingo III - TO - Ciclo A – 2014)
“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 17, ). Para entender el llamado a la conversión de Jesús, es necesario entender antes el estado de postración en el que se encuentra la humanidad a causa del pecado original y el cambio que el pecado ha producido en el hombre con relación al diseño original de Dios. El pecado le ha quitado al hombre la corona de gloria que Dios le había concedido en la Creación y a esa corona de gloria la ha sustituido por una de ignominia; le ha ofuscado la mente, cubriendo su inteligencia con una densa nube y aunque sigue siendo capaz de alcanzar la Verdad, le es muy difícil llegar a la Verdad; le ha endurecido el corazón, dándole una consistencia de piedra y aunque desea el Bien, hace el mal que no quiere y no el bien que desea; como consecuencia del pecado, sus pasiones lo dominan, de modo que, aunque pueda aunque sea por un momento darse cuenta con la razón que algo no está bien, la pasión ofusca la inteligencia, domina la voluntad y termina por doblegarlo, de modo que el hombre termina siendo esclavo de sus pasiones, lo cual es contrario al designio divino, según el cual el hombre, por medio de su razón, debía dominarlas. Cuando Dios creó al hombre, lo creó en gracia, y esto quiere decir que por medio de la gracia, la razón iluminaba a la voluntad y ambas a las pasiones, con lo cual el acto humano permanecía siempre plenamente libre y orientado al Bien y a la Verdad, es decir, a Dios. Este designio original se invirtió con el pecado original, quedando el hombre sometido al dominio de sus pasiones, con el agravante de que, además, el demonio se convierte en su dominador –al no estar Dios, porque el hombre fue expulsado del Paraíso- y para colmo de males, la muerte lo espera al fin de sus días terrenos.
Es este sombrío y siniestro panorama el que hay que tener en cuenta para poder apreciar en su real magnitud las palabras de Jesús: “Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha caído del pedestal de gloria en el que Dios lo había colocado originalmente y de la cima de luz y vida en el que su Creador lo había colocado, por sí mismo, por propia voluntad, por cerrar voluntariamente su corazón a la Voz de su Creador y abrir sus oídos del alma a la silbidos sibilinos de la Serpiente Antigua, cayó estrepitosamente de ese pedestal de gloria y se sumergió en este valle de oscuridad en el que vive inmerso y rodeado de “tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1, 68-79), con su inteligencia oscurecida y con su corazón endurecido como una piedra, oscuro y frío, y vuelto hacia las cosas bajas de la tierra.
Sin embargo, en este sombrío panorama, el hombre no está completamente derrotado y esto por dos motivos: por un lado, porque permanece libre, y por otro, porque en su horizonte aparece Cristo con su sacrificio redentor en la Cruz, que le ofrece su Sagrado Corazón traspasado como fuente inagotable de gracia divina que lo libera del pecado y le concede la conversión del corazón, la liberación definitiva y total de sus tres enemigos mortales –el demonio, el pecado y la muerte- y le concede la filiación divina. Pero la respuesta debe ser libre, porque la más grande dignidad del hombre es su libertad, ya que esa es su imagen y semejanza con Dios. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, nos dice San Agustín. Es tan grande nuestra dignidad, y es tan grande el respeto que tiene Dios por nuestra libertad, que no nos salvará si nosotros no se lo pedimos, por eso el llamado imperioso de Jesús a la conversión: “Conviértanse”. Si no fuera así, Jesús directamente vendría y nos convertiría a todos por la fuerza; es decir, nos obligaría, por así decirlo, a seguirlo, a ir con Él al Reino de los cielos, pero ése no es el modo de obrar de Dios, ni tampoco se corresponde con nuestra dignidad de hijos de Dios.
Pero también es cierto que quien no acepta la gracia que Jesús ofrece desde la Cruz, debe atenerse a las consecuencias, porque quien no acepta la Misericordia Divina, debe pasar por la Justicia Divina, porque el pecado debe ser eliminado de la Creación, ya que es una exigencia de esta misma Justicia Divina.

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Así como el girasol, durante la noche, está caído hacia la tierra y cuando amanece y apenas empieza a clarear el día comienza a erguirse para seguir al sol cuando este aparece en el firmamento, así el corazón del hombre, que sin la gracia está caído y vuelto hacia las cosas de la tierra, cuando en él alborea la luz de la gracia, debe responder al movimiento de la gracia que lo lleva a desprenderse de las cosas bajas de la tierra y a elevar la mirada a Jesús Misericordioso, que resplandece en los cielos eternos y en la Eucaristía con una luz más brillante que mil soles juntos. Cuando el alma hace esto, es que ha comenzado su proceso de conversión.

viernes, 5 de abril de 2013

El sentido sobrenatural de la Fiesta de la Divina Misericordia se aprende contemplando, de rodillas, a Cristo crucificado



(Ciclo C – 2013)

Fiesta de la Divina Misericordia
(Ciclo C – 2013)
En sus apariciones como Jesús Misericordioso, el Señor le dijo a Sor Faustina: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49). En otra ocasión, expresó su deseo así: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699).
Jesús le dice a Santa Faustina que desea que el primer domingo después de Pascua se celebre solemnemente la fiesta de la Divina Misericordia en la Iglesia, y este pedido lo llevó a cabo el Santo Padre Juan Pablo II durante la canonización de Sor Faustina Kowalska, utilizando una enigmática frase: “En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”.
Ahora bien, este pedido de Jesús, de celebrar la Fiesta de la  Divina Misericordia, no solo no es comprendido por el mundo -lo cual es lógico y comprensible, desde el momento en que el mundo está apartado de Dios-, sino ante todo no es comprendido, al menos en su real dimensión, por los mismos cristianos, porque tenemos tendencia a reducir siempre las cosas de Dios al nivel de nuestra pobre y limitada razón humana. Es así que muchos piensan que la Fiesta de la Divina Misericordia es una fiesta litúrgica más, como tantas otras, tal vez un poco especial, pero nada más que una “fiesta litúrgica”, lo cual en la práctica, para cientos de miles de personas, no significa nada. En otras palabras, ni en el mundo, alejado de Dios, ni en la Iglesia, se alcanza a vislumbrar el inmenso misterio de Amor divino que esta festividad litúrgica encierra. ¿Cómo hacer para apreciar esta Fiesta en su dimensión sobrenatural? ¿Cómo hacer para aprovechar el tesoro de gracia infinito que esta Fiesta encierra?
Para poder comprender en su sentido sobrenatural último a esta festividad es necesario contemplar primero el crucifijo y pedir la gracia de poder apreciar, en primer lugar, la inmensidad del pecado de deicidio cometidos por todos y cada uno de los hombres, con nuestros pecados, para luego poder apreciar la inmensidad del perdón divino manifestado en Cristo crucificado. Esto quiere decir que la Fiesta de la Divina Misericordia no se comprende ni se aprecia en su verdadero y último significado, sino es a la luz de la Cruz de Jesús, porque Jesús recibe el castigo que merecen nuestros pecados -todos, desde el más leve hasta el más grave- pero, en vez de pedir el justo castigo por nuestros pecados -incluido el primero y el más horrible de todos, el deicidio-, Jesús ora al Padre pidiendo clemencia y misericordia al decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), y el fruto de esa oración es el derramarse de la Divina Misericordia sobre las almas, a través de la Sangre de su Corazón traspasado.
         La contemplación de Cristo crucificado nos debe conducir entonces a la toma de conciencia, gracia de Dios mediante, del poder destructor del pecado que anida en el corazón humano. Cada golpe recibido por Jesucristo, cada insulto, cada flagelo, cada espina de su corona, cada herida abierta y sangrante, cada una de sus heridas, todas y cada una de ellas, está causada por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. El pecado, que es insensible para el hombre –el hombre peca leve o mortalmente, y continúa su vida como si nada hubiera pasado-, tiene consecuencias a todo nivel –en la persona que lo comete, en la sociedad, en la Creación-, pero también tiene consecuencias en el Hombre-Dios Jesucristo, y para saber cuáles son esas consecuencias, no tiene otra cosa que hacer que contemplar a Cristo crucificado.
Si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de las obras malas hechas con las manos –asesinatos, homicidios, violencias de todo tipo, robo, sacrilegios, profanaciones- no tiene más que hacer que mirar las manos de Jesús perforadas por los clavos de hierro, y el que así se hace, se dará cuenta que son las obras malas de sus propias manos las que clavaron las de Jesús; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pasos dados con malicia, de los pasos dados para obrar el mal, de los pasos dirigidos para cometer asesinatos, robos, violencias, hurtos, profanaciones, traiciones, adulterios, fornicaciones, sólo tiene que mirar los pies de Jesús atravesados por un grueso clavo de hierro, y el que así contempla se dará cuenta que al menos uno de todos los martillazos dados a los pies de Jesús, es debido a los pasos realizados para cometer un pecado; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los malos pensamientos, de los pensamientos de odio, de venganza, de traición, de calumnias, de ofensas, de prejuicios malintencionados; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pensamientos de la literatura anti-cristiana, de la ciencia mal encaminada y dirigida contra Dios y la creación de sus manos, la vida humana, como los avances científicos mal aplicados, dirigidos a destruir la vida humana, como el aborto, la eutanasia, la eugenesia, y todas las aberraciones de la bioética; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias del pecado de la discordia entre los esposos, entre los hermanos, entre los amigos, entre los enemigos; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los planes criminales que conducen a la guerra por odio cainita contra el hermano, sólo tiene que contemplar las espinas de la corona de espinas de Jesús, una por una, y entre tantas, el que contempla encontrará una o más de una que ha sido clavada por él mismo, con sus propios malos pensamientos; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados contra la carne, los pecados de los programas televisivos y de la música anti-cristiana que incitan, sobre todo a los jóvenes, a la sensualidad, al erotismo, a la satisfacción de las más bajas pasiones; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de las leyes inmorales, las leyes que incitan a la contra-natura y a la destrucción de la persona humana al incitarla a la rebelión al plan original de Dios, que la pensó o varón o mujer, sólo tiene que contemplar la espalda de Jesús, destrozada por la tempestad de latigazos que los verdugos descargaron sobre Él, y el que contemple la flagelación de Jesús, comprenderá que sus propios pecados de la carne son los causantes de la tempestad de golpes que se abaten sobre Jesús; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados contra Dios Trino y su majestad y bondad, contra su Iglesia, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, contra los representantes de la Iglesia, el Papa, los sacerdotes, los religiosos y los laicos, pecados que consisten en la calumnia, la difamación, la injuria, la blasfemia, y la propagación de toda clase de mentiras y falsedades por los medios de comunicación social; pecados que buscan destruir la Iglesia, el papado, el sacerdocio ministerial y toda forma de culto público a Dios; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los ataques contra la Eucaristía y los dogmas de la Iglesia -entre los cuales, los más atacados son los dogmas de la Virgen María como Madre de Dios, como Inmaculada Concepción y como la Llena de gracia-; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de siquiera aceptar mínimamente estos sacrilegios, al callar cobardemente y no saber defender el honor de Dios y de su Iglesia, lo único que tiene que hacer es contemplar el rostro desfigurado, golpeado, lívido, amoratado, cubierto de sangre y de barro de Jesús crucificado, y el que así contemple el rostro de Jesús, descubrirá cuántas veces ha callado por cobardía, convirtiéndose, con su silencio cómplice, cuando no con su cooperación al mal, en cómplice de quienes buscan destruir la Iglesia y borrar el nombre de Dios y su Cristo de la faz de la tierra y de la mente y de los corazones de los hombres. Si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados del espíritu y del corazón, del rechazo a la Cruz de Jesús y a los planes de Dios, y cuáles son las consecuencias del pecado que es traicionar al Amor de Dios –infidelidades matrimoniales, infidelidades sacerdotales, noviazgos impuros-, sólo tiene que contemplar el Costado traspasado de Jesús, de donde fluye la Sangre que brota de su Sagrado Corazón.
Es esto lo que Isaías quiere decir cuando dice: “Fue herido por nuestras iniquidades, molido por nuestras culpas (...) sus heridas nos han curado” (53, 5): Jesús recibió en su Cuerpo humano, físico, real, el durísimo castigo que la Justicia Divina tenía preparado para todos y cada uno de los pecados nuestros, de los pecados de todos los hombres; con su sacrificio en Cruz satisfizo a la Justicia Divina, de modo que a Dios no le quedaba otra opción, por así decirlo, que descargar sobre los hombres, en vez de la ira divina, la Divina Misericordia, y esto lo hizo al ser traspasado el Sagrado Corazón de Jesús.
“Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699). Quien no se reconoce pecador, quien no se reconoce como autor de las heridas que recibió Jesús en la Cruz y que lo llevaron a su muerte, no puede ni siquiera vislumbrar mínimamente la magnitud y el alcance del perdón y del Amor divino que implica la Fiesta de la Divina Misericordia. Sólo quien se reconoce pecador, puede disfrutar plenamente de esta Fiesta celestial, Fiesta que tiene en la Confesión sacramental y en la Eucaristía su más grandiosa manifestación. Sólo quien se reconoce pecador, tiene derecho a la Misericordia Divina: “los más grandes pecadores son los que más derecho tienen a mi Misericordia”.
El sentido sobrenatural de la Fiesta de la Divina Misericordia se aprende arrodillado al pie de la Cruz.