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martes, 20 de mayo de 2025

“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”

 


(Domingo VI - TP - Ciclo C - 2025)

          “El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo” (Jn 14, 23-29). Jesús revela a sus discípulos, poco antes de sufrir su Pasión y muerte en cruz, que Él, junto al Padre, enviarán a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sobre la Iglesia -este evento pneumático y santificador recibirá el nombre de “Pentecostés”- pero además Jesús revela cuáles serán las obra o funciones que llevará a cabo el Espíritu Santo. Estas obras o funciones del Espíritu Santo serán esencialmente de dos tipos, mnemónicas -de recuerdo, de memoria- y de inteligibilidad -es decir, conocimiento-; es decir, las funciones del Espíritu Santo serán de recuerdo de lo dicho por Jesús y de enseñanza de los misterios de la vida de Cristo. La doble función del Espíritu Santo, ejercida sobre el Cuerpo Místico de Jesús, es decir, los bautizados en la Igesia Cató.ica, es esencial para que el cristiano pueda no solo ser llamado “cristiano”, sino ante todo que viva como cristiano. Hasta tanto el Espíritu Santo no ejerza esta doble función, mnemotécnica y de inteligibilidad de los misterios, es decir, de recuerdo y de enseñanza de los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, esta se convierte en una religión más entre tantas, una religión sin misterios sobrenaturales, que racionaliza todo y que todo lo explica con la sola razón y que aquello que no puede explicar, como los milagros o como la Encarnación del Verbo o la Transubstanciación, lo deja simplemente de lado, como sucede con la falsificada religión inventada por Lutero, el Protestantismo. En otras palabras, si no actúa el Espíritu Santo en las almas y corazones de los bautizados, la religión católica se reduce a una religión naturalista, perdiendo su característica esencial, la de ser una religión de misterios y de misterios sobrenaturales absolutos; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se rebaja a la mera capacidad de la razón humana, la cual no puede trascender más allá del horizonte racional y así, sin la ayuda de la gracia que concede el Espíritu Santo, le es imposible -como le es también imposible al intelecto angélico- ni descubrir los misterios del cristianismo, ni alcanzarlos, ni comprenderlos, ni aceptarlos. Y cuando esto sucede, la fe se reduce al sentimiento -Dios es lo que siento, o mejor, para creer en Dios debo “sentir” la experiencia de Dios-; la liturgia se reduce a entretenimiento -por eso los sacrilegios innumerables cometidos en la Santa Misa, como el asistir disfrazados de payasos, o peor aún, con disfraces de la fiesta satánica de Halloween-; la oración se convierte en auto-descubrimiento de sí mismo y no lo que es, relación de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas.

          Debemos preguntarnos, entonces, de manera concreta, en qué consiste la doble función del Espíritu Santo, de enseñanza y recuerdo.

          Una función que realiza el Espíritu Santo es la función mnemónica, de memoria, de recuerdo de todo lo que Jesús hizo y dijo, pero no se trata solamente de un simple recuerdo de las palabras de Jesús, sino ante todo el Espíritu Santo hará recordar y comprender, sobrenaturalmente, las enseñanzas de Jesús; el Espíritu Santo permitirá que el recuerdo no sea meramente lógico, racional o natural, sino ante todo sobrenatural y divino. A través de la iluminación del Espíritu Santo, la Iglesia Naciente de Jesús no solo recordará lo que Jesús hizo y dijo, sino que las creerá con sentido sobrenatural: creerá en los milagros de Jesús, como realizados por el Hombre-Dios y creerá en las enseñanzas de Jesús como las enseñanzas provenientes del mismo Dios Hijo en Persona.

          Este recordar, pero no solo recordar, sino comprender con sentido sobrenatural, es lo que les sucede, por ejemplo, a los discípulos de Emaús: antes de que Jesús les done el Espíritu Santo en el momento de la fracción del pan, los discípulos de Emaús son cristianos racionalistas, con cristianos que creen en un Cristo, sí, pero no en Cristo Dios, sino que creen en un Cristo humano, incapaz de resucitar; antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos de Emaús sí se acuerdan de la obras y de las palabras de Jesús, pero las creen en un sentido meramente racional, horizontal, sin sentido sobrenatural, porque les falta precisamente la luz del Espíritu Santo que los hace partícipe del Intelecto Divino y es por esto que son cristianos, pero cristianos que creen en un Cristo que no es Dios y por eso mismo su religión es una religión sin misterios sobrenaturales; es una religión sin trascendencia eterna, es una religión cristiana pero humanizada, rebajada al simple nivel horizontal de la capacidad de comprensión de la inteligencia humana. Pero después de la efusión del Espíritu Santo por parte de Cristo en el momento de partir del pan, es ahí cuando se produce en ellos un cambio trascendental: es ahí cuando se convierten en verdaderos cristianos de la Iglesia Católica, y esto sucede cuando recuerdan las palabras de Cristo en su sentido sobrenatural, dándoles su correcto, verdadero y único sentido sobrenatural y esto significa creer firmemente que Cristo es Dios, la Segunda Persona de la Trinidad y que ha muerto en Cruz, pero como es Dios, ha resucitado, venciendo en la Cruz al demonio, al pecado y a la muerte.

          Cuando no se recibe al Espíritu Santo, el cristiano cree en un cristianismo falso, humanizado, en el que Jesús es una persona humana; sin el Espíritu Santo, se cree en un Cristo falso, revolucionario, rebajado a un mero agitador social o al creador de una religión más entre tantas. El Espíritu Santo enseña que Jesús no es nada de esto; el Espíritu Santo enseña que Jesús no es un simple hombre, ni un profeta, ni un hombre santo y mucho menos un vulgar revolucionario, sino el Hombre-Dios, es decir, Dios Hijo hecho hombre por la asunción hipostática, en su Persona divina, de la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; el Espíritu Santo enseña que Cristo es Dios, el Verbo del Padre, co-substancial al Padre, expirador del Espíritu Santo junto al Padre; el Espírit Santo enseña que Cristo es Dios de igual majestad y honor que el Padre y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña que el Verbo, invisible a los hombres e inaccesible a ellos, por amor a Dios y a los hombres, se hizo visible y accesible por los sentidos, porque se encarnó en el seno de María Virgen no por obra humana sino por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña lo que la mente humana ni tampoco la inteligencia angélica pueden alcanzar ni comprender por sí mismas, esto es, los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, la Trinidad de Personas en Dios, la Encarnación del Verbo de Dios y la prolongación de la Encarnación en la Sagrada Eucaristía, por el misterio de la liturgia eucarística del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa. El Espíritu Santo enseña los misterios que convierten a la religión católica en una religión de origen celestial y no humano, como sí lo es el resto de las religiones; el Espíritu Santo enseña los misterios que se originan en la Santísima Trinidad, enseña que la constitución íntima de Dios es la de ser Uno en naturaleza y Trino en Personas y que la Segunda Persona, sin dejar de ser Dios Hijo, se encarnó en el seno Virgen de María Santísima por obra suya, por obra de la Tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu Santo enseña también los misterios sobre la Única Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana: enseña que la Iglesia no es una ONG cuya función es acabar con el hambre y la pobreza del mundo: es la Esposa Mística del Cordero, creada por Dios a partir del costado abierto del Segundo Adán, Cristo crucificado y traspasado y cuya función primordial es la de arrebatar las almas al Demonio y al Infierno, salvándolas de la eterna condenación para así luego conducirlas al Reino de los cielos. El Espíritu Santo enseña también los misterios de la Sagrada Eucaristía: enseña no sólo que el Verbo se hizo carne en las entrañas purísimas de la Virgen, sino que el Verbo continúa y prolonga esta encarnación en el seno virgen y en las entrañas purísimas de la Iglesia, el Altar Eucarístico, para donarse a las almas como Pan de Vida eterna, como Pan Celestial que hace partícipe al alma de la vida y el amor de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo enseña que los sacramentos no son hábitos culturales sin más valor que el que la sociedad del momento les da, como quiere hacer creer el progresismo católico, sino que son actualizaciones de los misterios de la vida de Cristo por medio de los cuales se produce la gracia santificante, gracia que quita el pecado del alma al tiempo que le concede la filiación divina y la hace partícipe de la vida de las Tres Divinas Personas. Estas son algunas de las enseñanzas del Espíritu Santo, que versan ante todo sobre la constitución íntima de Dios como Uno y Trino, en la Encarnación de la Segunda Persona en el seno de María Virgen y en la prolongación y actualización de esa Encarnación cada vez, en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico.

          El Espíritu Santo no solo permite el recuerdo y la comprensión de los misterios de Cristo, sino que los actualiza y los hace presentes a través de los sacramentos en general pero sobre todo a través de la liturgia eucarística. Y esta actualización de los misterios se lleva a cabo en Pentecostés, de ahí la necesidad imperiosa, por parte de los bautizados, de recibir al Santo Espíritu de Dios, de manera tal que no solo nunca caigamos en el error protestante luterano y en el error progresista católico, la racionalización de la religión, sino que creamos firmemente en el fundamento de nuestra Fe Católica -Dios es Uno y Trino y la Segunda Persona se encarnó en María Virgen y prolonga su Encarnación en la Eucaristía- y también para que recordemos las palabras de Jesús, sobre todo las referidas a su Presencia Eucarística: “Yo estaré todos los días con vosotros, hasta el fin del mundo” y estas palabras hacen referencia a la Eucaristía, porque es en la Eucaristía en donde Cristo está Presente, en Persona, vivo, glorioso, resucitado, todos los días, hasta el fin del mundo.

 


viernes, 27 de octubre de 2023

“El Primer Mandamiento es amar a Dios y al prójimo como a ti mismo, con todas tus fuerzas”


 

(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2023)

“El Primer Mandamiento es amar a Dios y al prójimo como a ti mismo, con todas tus fuerzas” (Mt 22, 34-40). Le preguntan a Jesús cuál es el “mandamiento principal de la ley” y el que formula la pregunta a Nuestro Señor Jesucristo, está preocupado únicamente por el mandamiento que sea “el más grande de todos”[1]. Jesús le responde según lo que dice la Ley de Dios: “Amar al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser, agregando lo siguiente: "y al prójimo como a ti mismo”. La razón de la pregunta puede deberse a la gran cantidad de preceptos o mandamientos que poseía la ley: seiscientos trece (613) en total, la inmensa mayoría inventados por los hombres y por lo tanto cargados de superstición y de inutilidad -Jesús se los reprochará directamente en la cara-, los cuales se subdividían en “leves” y “graves”; los mandamientos “graves” se subdividen a su vez en “pequeños” y “grandes”. En cuanto a los mandamientos considerados “graves” y “grandes” se consideraban tan graves, que la profanación de estos últimos sólo se podía expiar con la muerte. Precisamente, será la supuesta profanación de los mandamientos “graves” y “grandes”, lo que servirá de soporte legal a los fariseos, para acusar injustamente a Jesús: la acusación es la de auto-proclamarse como Dios Hijo, al atribuirse Jesús la condición divina, cuando dice que Él “proviene del Padre” y que “nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Ambas declaraciones son absolutamente verdaderas, puesto que Jesús es Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, adquiriendo para sí el nombre de “Hombre-Dios”. Pero esto, que es Verdad, constituye para los fariseos, un delito, una profanación de los mandamientos “graves” y “grandes” que solo pueden expiarse con la muerte y es la razón por la cual los fariseos piden a Pilato la pena máxima, la pena capital, la muerte en cruz. En otras palabras, decir la Verdad, proclamar la Verdad Absoluta sobre Dios que es Uno y Trino, constituye para los fariseos un delito gravísimo que merece la pena de muerte. Los fariseos no pueden recibir la Verdad Revelada, Cristo Jesús, porque voluntariamente han rechazado a la Verdad de Dios, a la Sabiduría de Dios, colocándose de modo inmediato como “hijos del Padre de la mentira”, esto es, Satanás; esta condición de los fariseos de adhesión voluntaria al Padre de la mentira y de rechazo de Jesús, que es la Sabiduría de Dios, hará que Jesús los califique como integrantes de la “sinagoga de Satanás”.

Con relación al Primer Mandamiento, es “el más importante” porque coloca al hombre, con todo su ser, su alma y su cuerpo, en relación de amor directa con Dios. Las palabras con las que comenzaba el Primer Mandamiento (Dt 6, 5), que iniciaban la oración que se rezaba dos veces al día, eran el “Shemá Israel” o “escucha Israel”, que es como decir: Escucha, oh hijo mío” y hacen que este mandamiento sea el más importante porque recomiendan, con amor paternal, desde el inicio, la sumisión del corazón (para los hebreos, el corazón era la sede de la inteligencia) y del alma (el alma era el principio de la sensibilidad: emociones, sentimientos, etc.) a Dios, es decir, la sumisión total del hombre a Dios y esto con todo amor y en verdad, porque Dios es el Creador del hombre en su cuerpo y en su alma y es justo por lo tanto que el hombre ame a Dios con todo su ser, su cuerpo y su alma y “con toda su fuerza”. Por otra parte, Nuestro Señor le agrega a este mandamiento el amor al prójimo (Lev 19, 18) considerándolo como un “segundo mandamiento”, lo cual demuestra que Jesús quiere unir el primero y el segundo en uno solo, sin separarlos o disociarlos, pero además de unirlos en uno solo, Jesús reduce y simplifica drásticamente la cantidad de preceptos que había que cumplir para ser justos ante Dios: de seiscientos trece, a dos y de dos, a uno: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. De esta manera, en el Primer Mandamiento, el hombre logra el objetivo y el fin de su existencia y de su ser en esta vida, al indicársele que debe hacer un triple acto de amor espiritual: a Dios, al prójimo y a sí mismo, teniendo siempre presente que no se puede amar al prójimo si no se ama a Dios, ya el verdadero amor al prójimo no es más que un desborde del verdadero amor a Dios. Luego, a partir de Cristo, se agrega otro aspecto, más profundo todavía, por el que se debe amar al prójimo: se ama al prójimo porque en el prójimo está Cristo misteriosamente presente y además porque el prójimo es “imagen y semejanza” de Dios, y esto quiere decir que no se puede amar al representado -Dios- sin amar su imagen -el prójimo-.

Nuestro Señor es el primero en presentar estos dos preceptos como uno, al tiempo que le da a la palabra “prójimo” un sentido más amplio. De estos dos preceptos penden la “ley y los profetas”. De esta manera, Jesús eleva a la perfección la ley de la caridad.

Llegados a este punto, debemos preguntarnos en dónde radica la novedad del Mandamiento de Jesucristo, porque si no hay novedad, entonces las religiones católica y judía girarían en torno a un mandato central y esencial, común a ambas religiones, pero esto no es así, desde el momento en que el mandamiento de Jesucristo, el de la religión católica, es tan diferente al mandamiento judío, que se puede decir que son verdaderamente distintos, aun cuando su formulación sea la misma. Entonces, ¿en dónde está la novedad del mandamiento de Cristo? La novedad del Primer Mandamiento después de Jesús, es que el amor con el que se debe amar a Dios, al prójimo y a sí mismo, no es más el limitado amor humano, débil por naturaleza, contaminado por la mancha del pecado original, que se deja llevar por las apariencias, sino en un amor desconocido para el hombre: el Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. Entonces, para el cristiano, el Primer Mandamiento, el más importante, ya que “reúne o resume en sí a la Ley y los Profetas”, continúa siendo, en su formulación, el mismo de los judíos, en el que se debe hacer un triple acto de amor espiritual: a Dios, al prójimo y a uno mismo, solo que ahora el amor con el que se debe amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, es el Divino Amor, la Tercera Persona de la Trinidad, que se comunica de modo universal a la Iglesia en Pentecostés y a cada alma en particular, si está en gracia, por supuesto, desde el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Así, por la Comunión Eucarística, recibimos el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos, no con nuestro limitado amor humano, sino con el Divino Amor, el Espíritu Santo.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder,m Barcelona 1957, 444.

martes, 24 de octubre de 2023

“He venido a traer fuego al mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”

 


“He venido a traer fuego al mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Jesús expresa en voz alta el objetivo principal de su ingreso en el tiempo y en la historia de la humanidad, proviniendo eternamente del seno del Padre: el comunicar el Fuego del Padre y del Hijo a todos los hombres. Es obvio que el fuego que Él ha venido a traer al mundo no es el fuego material, el fuego terreno, el que todos conocemos, el fuego que existe desde que existe la humanidad, desde Adán y Eva. Es obvio que tampoco se trata del fuego del Infierno, el fuego reservado para los ángeles rebeldes y para los hombres impíos. Se trata de un fuego distinto, no conocido por los hombres, conocido por las Divinas Personas del Padre y del Hijo, porque es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, que une al Padre y al Hijo desde toda la eternidad. Es un fuego conocido también por los ángeles, pero solo por los ángeles buenos, los ángeles que, con San Miguel a la cabeza, se opusieron a la soberbia impía del Dragón infernal arrojándolos del cielo para siempre. Es un fuego celestial, divino, de origen divino, que se origina en el Acto de Ser divino trinitario de las Tres Divinas Personas; es el Fuego del Divino Amor con el que el Padre ama al Hijo en su seno desde la eternidad y es el Fuego del Divino Amor con el que el Hijo ama al Padre desde toda la eternidad. Es el Fuego del Amor Divino, el Fuego que Jesús ha venido a traer; es un fuego que enciende a las almas y a los corazones en el Divino Amor; es un fuego que, al contrario del fuego terreno y del fuego del Infierno, no solo no provoca dolor, sino que embriaga en el Divino Amor a todo aquel al que alcanza; es un fuego que no destruye, que abrasa pero no consume, es un fuego que dura para siempre, es el Fuego del Amor Divino, que Él donará a la Iglesia Universal en Pentecostés, pero es también el fuego que, al impregnar su Sagrado Corazón Eucarístico, Él lo comunica al alma en cada comunión eucarística, convirtiendo así a cada comunión sacramental en un pequeño Pentecostés para el alma que está dispuesta a dejarse incendiar por este Divino Amor.

“He venido a traer fuego al mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. No solo en Pentecostés, sino en cada Comunión Eucarística, Jesús nos comunica el Fuego del Divino Amor. Que por intercesión de la Santísima Virgen, nuestros corazones sean como pasto seco o como madera reseca, para que al contacto con el Fuego de Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, nuestros corazones se enciendan en el Amor Divino.

domingo, 16 de mayo de 2021

“Que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos”

 


“Que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús quiere, para sus discípulos, para su Iglesia, la unidad, pero también quiere algo más: quiere que los discípulos, los que forman su Iglesia, estén inhabitados por el Amor con el que el Padre lo amó y lo ama a Él desde la eternidad, el Espíritu Santo, el Divino Amor. Será el Espíritu Santo, enviado por Él y el Padre desde el Cielo, una vez que Él resucita y ascienda al Cielo, quien unirá a sus discípulos en una sola fe, en una sola Iglesia, en un solo Bautismo, en la fe en un  solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo no sólo dará la unidad de la Iglesia, sino que dará también el Amor con el cual los integrantes de la Iglesia de Cristo se amarán entre sí y ese Amor es Él mismo, el Espíritu Santo en Persona. Es decir, el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, unirá a los fieles de la Iglesia de Cristo en una sola Iglesia, en la que todos estarán inhabitados por el mismo Amor de Dios, el Espíritu Santo, el Divino Amor. Y esto hará que los miembros de la Iglesia, los bautizados en la Iglesia Católica, tengan a Cristo con ellos, porque el Espíritu Santo los hará formar un solo Cuerpo con Cristo, los hará integrantes del Cuerpo Místico de Cristo. Es el Espíritu Santo el que llevará a cabo el doble deseo de Jesús para su Iglesia, la de que sus integrantes tengan el mismo Amor con el que Él es amado por el Padre desde la eternidad y que Él esté en ellos, para que ellos estén con Él: “Que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos”.

Esto da una pista para saber quién pertenece, en espíritu y en verdad, a la Iglesia Católica, la Iglesia de Cristo y quién no: quien posea el Amor del Espíritu Santo en su corazón –y por lo tanto posea a Cristo con él-, ése tal será quien forme parte del Cuerpo Místico de Jesús. Esto se demuestra por muchas cosas, entre otras, el amar al enemigo, el cargar la cruz de cada día, el cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, etc. Es decir, no basta sólo con ser bautizados para pertenecer a Cristo, en espíritu y en verdad, es necesario también poseer su Espíritu, que es el Espíritu Santo, el Amor Divino, donado en Pentecostés y en cada Eucaristía.

 

jueves, 28 de mayo de 2020

Solemnidad de Pentecostés


Archivo:Maino Pentecostés, 1620-1625. Museo del Prado.jpg ...

(Ciclo A – 2020)

         “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado sopla el Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración y esta recepción del Espíritu Santo por parte de la Iglesia es lo que se conoce como “Pentecostés”.
         Ahora bien, una vez enviado por Jesucristo resucitado, ¿qué hará el Espíritu Santo en la Iglesia?
         Las acciones y funciones del Espíritu Santo serán múltiples y diversas, actuando en todos los niveles de la Iglesia:
         -Establecerá el Sacramento de la Penitencia para el perdón de los pecados y esto es así desde el momento en el que Jesús dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
         -Santificará las almas: “Tomará de lo mío y se lo dará a ustedes” y lo propio de Jesucristo es la santidad, por lo que el Espíritu Santo, Espíritu Santificador por antonomasia, que es al igual que Cristo la Santidad Increada, santificará las almas de los fieles que lo reciban, luego de ser quitado el pecado.
         -Les recordará todo lo que Jesús les ha dicho: hasta antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos no tenían una clara comprensión de las palabras de Jesús, ni del misterio de su Persona divina, ni de su misterio pascual de muerte y resurrección. Prueba de esto son las actitudes de tristeza y desolación que experimentan los discípulos de Emaús, antes de reconocerlo, y la tristeza y el llanto de María Magdalena a la entrada del sepulcro, también antes de reconocerlo. Será el Espíritu Santo quien les recordará que Jesús había dicho que Él era Dios Hijo encarnado y que en cuanto tal, “al tercer día habría de resucitar”; será el Espíritu Santo quien les recuerde que Jesús había prometido vencer a la muerte, resucitando al tercer día.
         -Convencerá al mundo “de un pecado, de una justicia y de una condena”: será el Espíritu Santo quien revelará la existencia del pecado, tanto el original como el habitual, que hacen imposible la santidad del hombre y lo hacen indigno de entrar en el Cielo: a quienes ilumine el Espíritu Santo, estos tomarán aversión al pecado, lo rechazarán con todas sus fuerzas y desearán la santidad que el Espíritu Santo concede; el Espíritu Santo hará resplandecer la Justicia de Dios, porque por el Sacrificio en Cruz de Jesús el pecado ha sido derrotado y la gracia se ha desbordado desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz, inundando al mundo con la Misericordia Divina; el Espíritu Santo hará ver al mundo una condena, la condena eterna de la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás, el Ángel caído, que por la muerte en Cruz de Jesús ha sido vencido para siempre y condenado para la eternidad en los Infiernos, de donde nunca más habrá de salir.
         -Los llenará de una fuerza y un valor desconocidos: hasta el don del Espíritu Santo, los discípulos estaban “con las puertas cerradas”, por “miedo a los judíos”; a partir del don de Fortaleza concedido a la Iglesia
         -Iluminará las mentes con la luz de Dios y encenderá los corazones en el Amor de Dios, para que la Iglesia Naciente pueda comprender el misterio de Jesús, que es el misterio no de un hombre santo, sino el misterio de Dios hecho hombre, es el misterio de Dios, es el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios; el Espíritu Santo hará saber a los hombres que Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada y los hará enamorar de su Presencia Personal en la Eucaristía.
-Espíritu Santo conducirá a la Iglesia al Corazón de Cristo y de ahí al Padre: “Nadie va al Padre sino es por Mí”, dice Jesús y Jesús dona al Espíritu Santo para que sea el Espíritu Santo quien lleve a la Iglesia a su Sagrado Corazón y de allí al seno del Padre, que es algo infinitamente más grande y glorioso que el mismo Reino de los cielos.       
Por último, el Espíritu Santo colmará de alegría a la Iglesia: ya inmediatamente después de ver a Jesús resucitado y de recibir el Espíritu Santo, los discípulos “se llenan de alegría”, pero no se trata de una alegría mundana; no se trata de una alegría terrena, pasajera, superficial; se trata de una alegría desconocida por los hombres, porque es la alegría que brota de su Ser divino trinitario; es una alegría que es participación de Él mismo, que es en Sí mismo la Alegría Increada.
Jesús –junto al Padre- sopla el Espíritu Santo sobre la Iglesia que, con la Virgen a la cabeza, se encuentra en oración, implorando el don del Espíritu de Dios para la Iglesia.


miércoles, 4 de mayo de 2016

“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena”


“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena” (Jn 16, 12-15). Jesús revela cuál será la función de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad una vez que Él, junto al Padre, la envíe a la Iglesia y a las almas para Pentecostés: los guiará “a la Verdad plena”. ¿De qué se trata esta Verdad plena” de la que habla Jesús? Para saberlo, hay que recordar una frase de Jesús dicha anteriormente: “Muchas cosas me quedan por decirles, pero ustedes no las pueden comprender por ahora”. Los discípulos habían recibido la revelación de que Jesús habría de morir por ellos y de que habría de resucitar, pero no habían recibido la revelación de cuánto habría de padecer Jesús por cada uno de ellos. También les había dicho que se iba a quedar “todos los días, hasta el fin del mundo”, entre ellos, pero no les había dicho cómo, y no les había dicho, porque “no podían entenderlo”, porque no tenían al Espíritu Santo que los hiciera capaces de entender, al modo como entiende Dios mismo, los sublimes misterios de su evento pascual. Es por eso que les dice: Muchas cosas me quedan por decirles, pero ustedes no las pueden comprender por ahora”. Solo cuando Él les envíe el Espíritu Santo desde el cielo, el Espíritu Santo los iluminará y los guiará “hasta la Verdad plena” y así podrán comprender los misterios de la redención.
“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena”. Al igual que los discípulos, también nosotros, los cristianos, también necesitamos ser guiados “hacia la Verdad plena”, porque, al igual que ellos, también nosotros “no podemos entender” las palabras de Jesús y esa incapacidad de entendimiento la demostramos a cada paso que damos, en cada día de nuestra vida. No entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice: “Sígueme” y no queremos seguirlo, porque Jesús nos llama a dejar esta vida terrena y a entrar en la vida eterna; no entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice que debemos cargar la cruz de todos los días y en vez de cargarla, la tiramos, y nos echamos sobre las espaldas las carga del mundo, que no son las que Dios quiere para nosotros; no entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice que “Él es el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo”, que nos alimenta con la substancia exquisita de la divinidad, pero nosotros preferimos atiborrarnos de los manjares terrenos; no entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice: “Perdona setenta veces siete” y “Ama a tus enemigos”, y nosotros preferimos en cambio vengarnos de quien nos hace mal y odiar al enemigo, en vez de amarlo hasta la muerte de cruz, como nos lo pide Jesús, no entendemos el misterio de Jesús cuando Él nos dice que “es bienaventurado el pobre de espíritu, porque de él es el Reino de los cielos”, pero nosotros nos empecinamos en enriquecernos con bienes materiales, a costa de nuestro prójimo; no entendemos que “sólo recibirán misericordia los que den misericordia a sus hermanos más necesitados”, pero nosotros nos empecinamos en preferir un partido de fútbol antes que hacer alguna de las obras de misericordia prescriptas por la Iglesia, y así ganarnos el cielo.

También nosotros, como los discípulos, somos “duros y tardos de entendimiento” (cfr. Lc 24, 25) y es por eso que necesitamos al Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo para que “nos guíe hasta la Verdad plena”.

jueves, 16 de abril de 2015

“El Hijo a quien Dios envió tiene el Espíritu sin medida”


“El Hijo a quien Dios envió tiene el Espíritu sin medida” (cfr. Jn 3, 31-36). Jesús anticipa la revelación de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, por un lado, y también el don del Espíritu Santo, para Pentecostés, por otro, porque será Él, el Enviado del Padre, el Dador del Espíritu Santo, luego de cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección: “El que Dios envió dice palabras de verdad, porque Dios le da el Espíritu sin medida”. Y a su vez, será el don del Espíritu Santo, insuflado por el Hijo resucitado –en conjunto con el Padre-, quien concederá la Vida eterna a los integrantes de la Iglesia que crean que Jesús es el Hijo del Padre: “El que cree en el Hijo tiene Vida eterna”.

Tanto el don del Hijo, como el don del Espíritu Santo, forman parte del plan de salvación ideado por el Padre y puesto en marcha en la Encarnación y llevado a cabo en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Todo ha sido puesto en las manos del Hijo, y puesto que las manos del Hijo están clavadas al leño ensangrentado de la cruz, atravesadas por dos gruesos clavos de hierro, quien quiera salvar su alma, no puede hacer otra cosa que ponerse en las manos de Jesús crucificado y dejar ser purificado con su Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero “que quita los pecados del mundo”. Quien se niegue a hacerlo, ineludiblemente se aparta de la Divina Misericordia, para colocarse, de modo voluntario, bajo la Justicia Divina: “El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesará sobre Él”. La razón es que Cristo crucificado es la Misericordia Divina encarnada, que se ofrece sin medidas a los hombres, no solo para perdonarles sus pecados –el primero de todos, el deicidio cometido al dar muerte al Hombre-Dios en la cruz-, sino para concederles la filiación divina por medio del don del Espíritu Santo, infundido con la Sangre brotada a través del Corazón traspasado, y si alguien rechaza este don de perdón y de vida divina, no tiene ninguna otra posibilidad de salvación para su alma. Quien libre y voluntariamente rechaza a la Divina Misericordia, debe enfrentar, por sí mismo, a la Justicia Divina: “El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesará sobre Él”.

miércoles, 8 de octubre de 2014

“Pidan y se les dará (…) el Padre del cielo les dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan”


“Pidan y se les dará (…) el Padre del cielo les dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc 11, 5-13). Jesús anima a sus discípulos, y por lo tanto a nosotros, a pedir en la oración, con insistencia, con perseverancia, y con la seguridad de que seremos escuchados. Para ello, utiliza la figura de dos amigos, uno de los cuales acude al otro, para pedirle un poco de pan para un tercer amigo; lo hace en horario inoportuno, a medianoche y obtiene de su primer amigo lo que pide, no tanto por la amistad, sino más bien por la insistencia. Con esto, Jesús da algunas pistas acerca de cómo debe ser la oración del cristiano: debe ser una oración basada en la amistad con Dios –son dos amigos los que tratan en la parábola-; debe ser una oración en la que se piden cosas buenas –el amigo pide pan para su otro amigo, que está pasando necesidad-; por último, la oración debe ser insistente, porque el segundo amigo le concede al primero lo que le pide, no tanto en razón de la amistad que los une, sino por la insistencia: “Les aseguro que aunque él no se levante para dárselos (a los panes) por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario”. De esta manera, Jesús nos anima a pedir, y a pedir con insistencia y con la confianza absoluta de que seremos escuchados, porque aun cuando el pedido sea inoportuno, lo mismo seremos escuchados y nuestra petición será atendida, porque en el segundo amigo, el que posee el pan, está representado Dios, y podríamos decir, que está representado Dios Padre, porque Él es quien nos da el pan material, para la subsistencia corporal, pero nos da ante todo, el Pan Vivo bajado del cielo, su Hijo Jesucristo en la Eucaristía.
“Pidan y se les dará (…) el Padre del cielo les dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan”. Sin embargo, lo más asombroso en este Evangelio, no es tanto la enseñanza acerca de cómo pedir, es decir, de pedir con insistencia; lo más asombroso de todo, se encuentra al final: después de enseñarnos de cómo debemos pedir, y de asegurarnos de que seremos escuchados en nuestras petición, Jesús nos anima a pedir a Dios Padre nada menos que al Espíritu Santo, a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, al Amor espirado desde la eternidad por el Padre y el Hijo, al mismo Amor que engendró en el seno virgen de María Santísima al Verbo eterno del Padre en la Encarnación, para que se encarnara con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y fuera dado al mundo como Pan de Vida eterna, y que es el mismo Amor que prolonga la Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, convirtiendo el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, la Eucaristía.

Jesús nos anima a pedir en la oración, a Dios Padre, no un don más, entre tantos: Jesús nos anima a pedir nada menos que al Espíritu Santo, a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, al mismo Santo Espíritu que se apareció en forma de Lenguas de Fuego en Pentecostés, para que nuestros corazones, negros, secos y duros como el carbón, se conviertan en brasas incandescentes a su contacto, y ardan en el Fuego del Amor Divino, en el tiempo y en la eternidad. Jesús no se conforma con que le pidamos al Padre simplemente los dones del Espíritu Santo: Jesús quiere que le pidamos al mismo Espíritu Santo en Persona y, como Él mismo nos lo enseña, si nuestra oración está cimentada en nuestra relación de amor de amistad con Dios, y además es insistente y perseverante, Dios Padre nos lo dará: “Pidan y se les dará (…) el Padre del cielo les dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan”.

lunes, 9 de junio de 2014

Solemnidad de Pentecostés


(Ciclo A – 2014)
         “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado se aparece a los discípulos y sopla sobre ellos el Espíritu Santo. El soplo del Espíritu Santo es el culmen de su misterio pascual de Pasión, Muerte y Resurrección. Jesús, el Verbo del Padre, ha venido a la tierra para esto: para donar el Espíritu Santo, el Don de dones, el Amor de Dios, la Persona-Amor de la Trinidad, el Amor substancial que une a las Personas del Padre y del Hijo en la eternidad, y ha venido para donarlo a los hombres, a todos y a cada uno de ellos, como don gratuito, libre, inmerecido, impensado, imposible de dimensionar en su increíble grandeza y majestad. Jesús es el Hombre-Dios, y en cuanto Hombre y en cuanto Dios, espira el Espíritu Santo, junto al Padre, en el tiempo y en la eternidad, y este soplo de Amor divino es un soplo de Amor, que es al mismo tiempo un soplo de Fuego que enciende las almas en las llamas del Amor trinitario, porque el Espíritu de Dios es un Espíritu que es Fuego y es un Fuego que es Amor Puro, Amor perfectísimo, Amor ardentísimo, Amor de caridad divina que convierte al alma, de carbón negro y tizón humeante, en brasa ardiente e incandescente, que ilumina todo a su alrededor con la luz de la gracia divina y todo lo ama con el Amor de Dios, en Dios, por Dios y para Dios.
         “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y les serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. El don del Espíritu Santo actúa en el alma de los bautizados, convirtiéndolos en brasas ardientes de caridad divina, en el sacramento de la penitencia, en el momento en el que el penitente se acusa de sus pecados, porque el pecado es ausencia de amor, mientras que el Espíritu Santo es Amor en Acto Puro, que extra-colma de amor divino al alma, llenándola de aquello que le falta, el Amor. Al conferir el poder de perdonar los pecados, Jesús concede a la Iglesia la potestad de no solo borrar de las almas el efecto de la ausencia del amor, que es el pecado, sino que le concede algo que supera con creces esta deficiencia y que es inimaginable e inconcebible para la creatura: Jesús concede, por medio del sacerdocio ministerial, el don de colmar a las almas del Amor divino, porque al recibir el perdón de sus pecados, Dios colma al pecador de su Amor y Misericordia, lo cual excede el mero perdón. El sacramento de la confesión constituye, entonces, la gloriosa manifestación de la Misericordia Divina, que ejerce sobre el alma del pecador su más contundente triunfo, al llenarla de sí misma, es decir, colmando el vacío de amor, consecuencia del pecado, con el Amor divino concedido en el perdón sacramental.

         “Reciban el Espíritu Santo”. Sin embargo, existe aún otra manifestación del Don del Espíritu Santo, en donde se despliega también con plenitud el Amor trinitario obtenido por el sacrificio de Jesús en la cruz, y es en el altar eucarístico, porque allí el Espíritu es soplado por Jesús a través del sacerdote ministerial, para obrar el milagro de la transubstanciación y convertir, de esa manera, la substancia del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús sopla el Espíritu Santo sobre el pan y el vino en el altar eucarístico, para vaciarlos de sus substancias inertes y para llenarlos de sí mismo y del Espíritu Santo, de modo que los que se alimenten del Pan del Altar, sean alimentados con la substancia del Cordero, y beban, del Costado traspasado del Cordero, el Espíritu que mana a borbotones con la Sangre, Espíritu que es Sangre y que es Fuego de Amor divino a la vez, Espíritu que embriaga de Amor divino al que lo bebe con fe, con piedad, con temor sagrado y con amor. 

viernes, 23 de mayo de 2014

“Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos”


(Domingo VI - TP - Ciclo A – 2014)
         “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos” (cfr. Jn 14, 15-21. 23). En este Evangelio, Jesús nos da la clave para la perfección cristiana, para ganar el cielo en la tierra, para ser perfectos, para crecer en gracia en todo momento, para vivir el cielo de modo anticipado. Este Evangelio es la clave, la llave maestra, para ganar la vida eterna; es lo que ha permitido a los santos conquistar las más altas cimas de la santidad y con facilidad, y con una facilidad pasmosa, y Jesús da esta clave en una sola frase: “si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos”. Y si alguien cumple los mandamientos, tiene el cielo asegurado. Pero además Jesús, en otra parte, dice: “Sed perfectos, como mi Padre es perfecto”. Es decir, además de cumplir los mandamientos, hay que cumplirlos a la perfección.
¿Cuál es la clave para cumplir los mandamientos con perfección? La clave para cumplir los mandamientos con perfección es el amor.
¿Por qué? Porque Jesús dice: “si alguien me ama…”. Jesús no dice: “si alguien me tiene miedo” porque Jesús, en cuanto Dios, tiene el poder de condenar y castigar eternamente, pero eso sería obrar por miedo al castigo, pero no por amor a Jesús; Jesús no dice: “si alguien quiere una recompensa”, porque Jesús en cuanto Dios, tiene el poder de dar a alguien todo el poder y la riqueza del mundo, si Él lo desea, pero eso sería obrar por amor a las riquezas, y no por amor a Jesús; Jesús no dice: “si alguien desea el cielo” cumplirá mis mandamientos, porque eso sería obrar por amor del cielo, y aunque el cielo sea algo hermoso, no es Jesús, y eso no sería amar a Jesús; Jesús no dice “si alguien teme el infierno” cumplirá mis mandamientos”, porque Él, en cuanto Dios, puede condenar al infierno, porque si bien hay que evitar el pecado mortal para evitar la condenación eterna, obrar de esa manera sería obrar por temor al infierno pero no por amor a Jesús, que es Dios.
En todos estos casos, se cumplen los mandamientos, pero no “con perfección”, porque se obra por otros intereses, que no es el puro amor a Dios. Se cumplen los mandamientos por temor al castigo, por recompensa, por amor a las riquezas, por amor al cielo, por temor al infierno, pero no por puro amor a Dios, por ser Él quien es, Amor en Acto Puro, Amor Purísimo, Amor Substancial, Amor Perfectísimo, celestial, espiritual, trinitario, Amor que se dona sin reservas y por pura gratuidad, para hacer feliz a la creatura, y es por eso que no se alcanzan, de esta manera, las cumbres de la santidad.
Es con el consejo de Jesús, como se alcanzan estas cumbres de santidad; es con el consejo de Jesús, como se llega a ser “perfectos, como el Padre celestial”: cuando se cumplen los mandamientos solo por puro amor a Dios, y no por temor, ni por deseo de recompensas, ni por temor al infierno, ni por deseo del cielo. Solo cuando el alma es capaz de obrar por puro amor a Dios, por ser Él quien es, Dios Uno y Trino, Dios de una sola naturaleza en Tres Personas, iguales en majestad y poder, distintas entre sí, Padre, Hijo y Espíritu Santo; solo cuando las ama a las Tres Divinas Personas en su Ser único trinitario, en su única naturaleza divina y en su distinción de Personas divinas; solo cuando las adora como un solo Dios verdadero, Trino en Personas, y las ama por ser un solo Dios en Tres Personas; solo cuando ama a la Santísima Trinidad, que se ha revelado en Jesucristo, el Hombre-Dios; solo así, el alma alcanza la cima de la perfección; solo así el alma es perfecta, porque no obra por interés, sino por puro y simple amor, y solo así, obtiene, sin imaginarlo, sin pensarlo, sin merecerlo, una recompensa imposible de imaginar: la inhabitación trinitaria en el alma, la conversión del corazón en morada de las Tres Divinas Personas: “Si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos, y mi Padre y Yo lo amaremos y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Si alguien ama a Jesús por ser Él quien es, Dios de infinita majestad, Jesús y el Padre lo amarán y convertirán su corazón en su morada, convertirán el corazón de esa alma, de esa persona, en algo más hermoso que el cielo, en un prodigio que asombrará a los ángeles, porque Él y el Padre, harán morada en él, junto con el Espíritu Santo. Si alguien cumple los mandamientos por amor a Dios, las Tres Divinas Personas vendrán a vivir en el corazón de esa persona y esa persona se convertirá en la morada de la Santísima Trinidad y eso es un prodigio que supera todo lo que podemos imaginar, pensar, decir; es algo que enmudece a los mismos ángeles del cielo: “Si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos y mi Padre y Yo lo amaremos –lo amaremos con el Amor nuestro, el Espíritu Santo- y haremos morada en Él” (Jn 14, 23), es decir, esa alma, esa persona, se convertirá en habitación y casa de la Santísima Trinidad.
“Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos”. Amar a Dios solo porque Él es Amor y vivir sus mandamientos solo porque Él es Amor, ésa es la esencia de la religión católica y no el temor o el miedo al castigo, aunque Dios sí puede castigar -y para siempre- al impenitente.

“Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos”. Lo que pide Jesús parece algo fácil de cumplir, pero cuando el corazón está árido y seco, la empresa se vuelve no solo difícil, sino imposible, porque un corazón árido y seco, como un leño envejecido, se vuelve incapaz de amar, aun cuando desee hacerlo. No siempre estamos en condiciones de amar, ni a Dios ni a nuestro prójimo, y mucho menos en el grado heroico, hasta la muerte de cruz, como se necesita para ir al cielo. Jesús conoce nuestros corazones, y por eso es que promete el envío del Espíritu Santo, el Fuego del Amor Divino, para Pentecostés: “Yo rogaré al Padre, y Él les dará el Paráclito, para que esté siempre con ustedes”. El Espíritu Santo, enviado por Jesús en Pentecostés, es Fuego de Amor Divino, que convierte en brasa ardiente e incandescente a los corazones que lo reciben con fe y con amor y que así se vuelven capaces de amar a Dios con un Amor Puro y celestial, con el mismo Amor con el cual habrán de amarlo en los cielos, si perseveran en el mismo Amor, por toda la eternidad.

viernes, 17 de mayo de 2013

Solemnidad de Pentecostés



(Solemnidad de Pentecostés - Ciclo C – 2013)
         “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y les sopla el Espíritu Santo, en cumplimiento de sus promesas: “Os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7). Por amor vino al mundo y se encarnó; por amor sufrió la Pasión por los hombres; ahora les deja, por Amor, ese mismo Amor en el que vive desde la eternidad y en el que arde desde su Encarnación; les deja el mismo Amor que lo consumió durante toda su vida terrena, provocándole la intensísima sed de almas. Ahora, que ya está en el cielo, envía al Espíritu Santo para que sea el Amor de Dios quien los una en un solo Cuerpo, su Cuerpo eucarístico, glorioso y resucitado, en el tiempo, para conducirlos luego al Reino de los cielos.
El envío del Espíritu Santo tendrá como efecto dar a la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, un alma, porque el Amor de Dios será el alma de la Iglesia. Así como su Cuerpo muerto fue vivificado por el Espíritu y fue resucitado, así el Cuerpo Místico de la Iglesia, en Pentecostés, recibe al Amor de Dios, quien obra en Ella como “alma del alma”. Esta es la razón por la cual es el Amor de Dios la esencia, la base, el fundamento, el espíritu de la Iglesia, y es la razón por la cual quien no ama en la Iglesia, tal como Cristo lo pidió –amar a Dios y al prójimo, sobre todo si es enemigo, con amor de cruz-, no pertenece espiritualmente a la Iglesia, aunque con su cuerpo asista a procesiones, ceremonias litúrgicas, bautismos, misas, etc.
El Espíritu Santo actuará en los bautizados, ejerciendo en ellos una función catequética y pedagógica, conduciéndolos a un conocimiento y amor de Cristo inalcanzables por las fuerzas creaturales, sean humanas o angélicas: “Pero el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará y les recordará todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26). La función del Espíritu Santo, enviado por Jesús y Dios Padre en Pentecostés sobre la Iglesia, tendrá una función pedagógica y mnemónica, de “enseñanza” y de “recuerdo”, pero estas funciones del Espíritu Santo no consistirán en ayudar a los discípulos a ejercitar sus capacidades de aprender y memorizar; no consistirá este recuerdo en el simple ejercicio de la mera memoria psicológica; no será un común acto de utilización de la facultad intelectiva del hombre.
“Enseñar” y “Hacer recordar” –que es en lo que consiste la función del Espíritu Santo-, quiere decir instruir en los misterios absolutos del Hombre-Dios, inalcanzables para el intelecto humano o angélico. Precisamente, por no poseer al Espíritu Santo, muchas veces los apóstoles y los discípulos no habían entendido los signos y prodigios de Jesús, como el hecho de caminar por el agua: en ese entonces, lo confundieron con un fantasma, pero ahora el Espíritu Santo los iluminará, a ellos y a toda la Iglesia en todos los tiempos, y les hará saber que era el Hombre-Dios que venía a ellos utilizando su poder divino. El Espíritu Santo les recordará también muchas otras cosas, y los instruirá en el sentido de los misterios absolutos de Jesús, aquellos misterios de los cuales participaron, pero que no llegaron a comprender. Por esta iluminación del Espíritu, y por esta función pedagógica y mnemónica, los discípulos, y la Iglesia toda, alcanzarán un grado de conocimiento y de amor a Cristo Jesús, imposible de alcanzar con las solas fuerzas humanas. Solo así, siendo iluminados por el Espíritu Santo enviado por Cristo, podrá la Iglesia de todos los tiempos entender la sublimidad de los misterios sobrenaturales absolutos del Hombre-Dios.
El Espíritu Santo les recordará a los discípulos y a toda la Iglesia que Jesús había hecho milagros y que así demostraba que era Dios y así comprenderán que cuando Jesús resucitaba muertos, multiplicaba panes y peces, expulsaba demonios, no lo hacía en cuanto hombre santo, sino en cuanto Dios Tres veces santo, encarnado en una naturaleza humana.
El Espíritu Santo hará comprender que fue Él quien obró la Encarnación, porque fue el Amor de Dios el que llevó a Dios Hijo a encarnarse, por pedido del Padre, para sufrir la Pasión y salvar a la humanidad. El Espíritu Santo hará comprender que era Él quien inhabitaba en el cuerpo y el alma de María Santísima quien de esta manera, plena del Amor de Dios, era la única que podía recibir al Hijo de Dios y convertirse en su Madre, porque era la única que amaba a Dios con un Amor Purísimo, incontaminado, el Amor del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo les recordará que Jesús les había prometido “quedarse con ellos todos los días hasta el fin del mundo” y que si ellos no habían entendido qué quería decir, ahora sabrán que esa promesa la cumplió en la Última Cena, con la institución de la Eucaristía y el sacerdocio ministerial. El Espíritu Santo les hará saber que el significado del nombre de Jesús, “el Emanuel, Dios con nosotros” (Mt 1, 23), se cumple cabalmente a través del sacerdocio ministerial, porque por el sacerdocio ministerial Jesús baja del cielo a la Eucaristía y en la Eucaristía se queda entre nosotros y con nosotros, hasta el fin del mundo.
El Espíritu Santo iluminará a la Iglesia para que comprenda que las palabras de la consagración obran el milagro de convertir el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, porque es Él quien sobrevuela en el altar, como sobrevoló sobre el mundo al comienzo de los tiempos, al ser espirado por el Padre y por el Hijo a través de la débil voz del sacerdote ministerial.
El Espíritu Santo hará comprender que el cuerpo del hombre es su templo, templo del Espíritu Santo, y por lo tanto, sagrado, y que no debe ser profanado, porque si se lo profana, se profana a la Persona del Espíritu Santo que es la dueña de ese cuerpo. El mismo Espíritu hará comprender que este templo que es el cuerpo, debe estar en permanente estado de gracia, de modo tal de poder recibir con amor, con fe y con pureza sobrenaturales a Dios Hijo en la Eucaristía.
El Espíritu Santo hará comprender que en el sacramento de la Confirmación, Él no solo concede sus dones al alma, sino que se dona Él, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, en su totalidad, a quien recibe el sacramento, para que la persona se goce en el Amor de Dios.
El Espíritu Santo hará comprender la grandeza majestuosa del sacramento de la confesión, mediante el cual “los pecados quedan perdonados” porque por este sacramento cae sobre el alma la Sangre de las heridas de Jesús, que lavan por completo al alma y le conceden el estado de gracia santificante.
El Espíritu Santo hará apreciar el valor inestimable de la gracia santificante, y hará comprender por qué los santos y los mártires prefirieron “morir antes que pecar”; hará entender también el inmenso poder destructor del pecado, para lo cual hará contemplar las llagas de Cristo crucificado, puesto que cada herida abierta, cada golpe recibido por Jesús, cada punzada de las espinas de su corona, cada gota de Sangre de sus manos, de sus pies, de su Cabeza, de su costado abierto, de su Cuerpo todo, son las consecuencias de los pecados de los hombres. El Espíritu Santo hará comprender que el pecado que el hombre comete, cualquiera que este sea, mientras es insensible e indoloro para el hombre, para Él se traducen en golpes, flagelaciones, hematomas, luxaciones, heridas abiertas y sangrantes, y en dolor inenarrable, y así será también el Espíritu Santo quien suscite en el hombre la contrición del corazón, el arrepentimiento perfecto, y para eso le convertirá antes su corazón de piedra en corazón de carne, porque un corazón de piedra no se conmueve ante Cristo crucificado y sigue pecando, mientras que el corazón de carne se siente estrujar por el dolor ante la consecuencia del pecado en el Cuerpo de Cristo.
El Espíritu Santo hará comprender que la Santa Misa no es una ceremonia litúrgica “aburrida” que debe ser transformada para convertirla en “divertida”; hará comprender que la Misa no es un espacio dado para ejercitar la creatividad del sacerdote y de los laicos, inventando “misas temáticas” para que sean “divertidas”; el Espíritu Santo hará comprender que la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio en el cual Cristo rescata a la humanidad, derrota a sus tres enemigos mortales, el demonio, el mundo y la carne, y les concede la filiación divina, y que por lo tanto, la Misa no debe ser ni “divertida” ni “corta” ni “temática, sino que debe ser lo que es, el más grande misterio de todos los misterios de la Santísima Trinidad, en donde se lleva a cabo el Milagro de los milagros, la Eucaristía, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. El Espíritu Santo hará comprender que quien pretende que la Misa sea “divertida” y “corta”, lo hace porque, como dice San Josemaría Escrivá, “su amor es corto”.
El Espíritu Santo enseñará a comulgar, porque comulgar no es ponerse en la fila para recibir un pan bendecido, en un acto similar al de la alimentación corporal; comulgar es ser unidos por el Espíritu Santo, ya desde esta vida, al Cuerpo glorioso de Cristo, para ser llevados por el mismo Espíritu de Amor a la comunión con el Padre. Será el Espíritu Santo, enviado por Cristo en Pentecostés, quien no solo enseñará a comulgar a los fieles, sino que obrará Él en Persona la comunión: el Espíritu Santo unirá en el Amor a los fieles y los incorporará al Cuerpo de Cristo por la comunión sacramental, y así unidos al Cuerpo glorioso de Cristo en la Eucaristía, los unirá en el Amor con Dios Padre. Y este es el motivo por el cual quien comulga, debe hacer antes un profundo acto interior de amor y de adoración a Jesús en la Eucaristía, y acompañar este gesto de adoración interna, con un gesto de adoración externa, la genuflexión al recibir la comunión, porque no se puede unir en el Amor del Espíritu Santo a Cristo glorioso y luego al Padre, quien no ama a Dios y a su prójimo.
“Reciban el Espíritu Santo”. El don del Espíritu Santo, soplado por Cristo en Pentecostés como Viento impetuoso y como Fuego abrasador sobre los discípulos y sobre la Iglesia toda, se renueva en cada comunión eucarística porque Cristo en cuanto Hombre y en cuanto Dios sopla el Espíritu Santo sobre el alma, convirtiendo la comunión eucarística en un pequeño Pentecostés. Cada comunión eucarística es, por lo tanto, para el alma que comulga con fe y con amor, una renovación de la Presencia del Espíritu y de su obrar, el recuerdo y la enseñanza sobre el Mesías y Salvador, recuerdo y enseñanza que no tienen otro objetivo que el aumentar, segundo a segundo, el Amor a Cristo Jesús. 

lunes, 26 de septiembre de 2011

¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo?



“¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?” (cfr. Lc 9, 51-56). La pregunta de los discípulos ante la negativa de algunos a recibirlos refleja, por un lado, la conciencia que tenían de ser partícipes del poder divino debido a Jesús, pero por otro lado, refleja que no han entendido el mensaje de Jesucristo.

Los discípulos se enojan porque no les han permitido predicar ni alojarse, y por eso quieren “enviar fuego del cielo” para hacer arder y desaparecer a los ocasionales enemigos.

Pero este no es el mensaje de Jesucristo. Si bien tienen el poder, dado por Jesucristo, una acción tal se ubicaría en las antípodas del mensaje evangélico de perdón de las ofensas y de amor al enemigo, y sería en cambio una continuación de la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente.

Jesús los reprende doblemente: porque no supieron amar a sus enemigos, perdonando la ofensa recibida, con lo cual demostraron que las enseñanzas de Jesús fueron oídas material y corporalmente, pero no fueron asimiladas para convertir el corazón, y porque el fuego que Jesús sí quiere hacer descender sobre la humanidad, no es un fuego material, destructor, en el que todo queda reducido a cenizas, provocando destrucción, muerte y dolor, sino otro fuego muy distinto, el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, que abrasa al alma encendiéndola en el amor de Dios, comunicándole la vida, la luz, la alegría y la paz de Dios.

Los discípulos quieren enviar fuego del cielo, pero para aniquilar y matar a sus enemigos; Jesús también quiere incendiar a los hombres con fuego venido del cielo –“He venido a traer fuego ¡y cómo quisiera verlo ya ardiendo!” (cfr. Lc 12, 49-53)-, pero el fuego de Jesús es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que da la vida y el amor divino a quien lo alcanza.

El deseo de Jesús se hará realidad en Pentecostés, cuando Él, junto a su Padre, desde el cielo, soplen el Espíritu Santo, que se aparece como lenguas de fuego, abrasando en el amor de Dios a la Iglesia naciente. Es el mismo fuego que sopla Jesús, como Sumo Sacerdote, a través de las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, y es el mismo fuego que Él, desde la Eucaristía, comunica al alma que lo recibe con fe y con amor.

Es este el fuego que viene a traer Jesús, con el cual quiere incendiar nuestras almas, y nada tiene que ver con el fuego material, que sólo provoca destrucción y muerte, el deseado por el ánimo de venganza de los discípulos de Jesús.