sábado, 31 de agosto de 2019

“Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”



(Domingo XXII - TO - Ciclo C - 2019)
“Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14, 1.7-14). Con ocasión de una comida en casa de unos fariseos, en la que los invitados buscaban sentarse en los principales puestos, Jesús, además de aconsejar buscar siempre los últimos puestos y no los primeros, para no quedar en evidencia, da esta máxima: “Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Considerado el episodio en modo superficial, podría decirse que Jesús está enseñando normas de conducta a sus discípulos: si son sus discípulos, deben mostrarse humildes ante los demás, de manera de no pasar por soberbios y orgullosos, además de lograr la consideración de quien los invita quien, al ver que ocupan los últimos lugares, los harán sentar en los primeros. Sin embargo, el episodio y las enseñanzas distan mucho de ser meros consejos de cómo comportarse en público. Ante todo, Jesús recomienda la virtud de la humildad y esto, independientemente del contexto, porque en otro lugar afirmará: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Es decir, lo primero que Jesús quiere en sus discípulos es la virtud de la humildad, a la cual se le opone radicalmente la soberbia. Pero Jesús no quiere que sus discípulos sean humildes solo por el hecho de serlo; no quiere que sus discípulos adquieran y vivan la virtud de la humildad sólo por esta virtud. Como hemos visto, Jesús quiere que sus discípulos –y por lo tanto, nosotros- sean humildes, porque así lo imitarán a Él, que es “manso y humilde de corazón”. Es decir, Jesús quiere que sean humildes porque así lo imitarán a Él. La imitación de Cristo –y la imitación concomitante de la Virgen- será para el cristiano el principal objetivo de su esfuerzo espiritual, porque así se parecerá cada vez más a Él. Pero hay algo más: al esforzarse por adquirir la virtud de la humildad, el cristiano, sin darse cuenta, estará participando de la humildad de Cristo, quien es el Humilde por antonomasia y así superará el hecho de meramente adquirir la virtud de la humildad para comenzar a imitarlo a Él. El esfuerzo por ser humildes y mansos de corazón no es, por lo tanto, una mera indicación de cómo ser interiormente para así comportarse exteriormente como un buen ciudadano: mucho más que eso, el que se esfuerza por ser humilde, se esfuerza por ser como Cristo y en este esfuerzo, participa de la misma humildad de Cristo. Es imposible describir todos los ejemplos de humildad de Cristo, porque se necesitarían libros enteros, pero baste un solo ejemplo, como el hecho de que Él, siendo Dios, se encarnó, es decir, se hizo hombre sin dejar de ser Dios, para así poder salvarnos a todos los hombres y esto, el rebajarse a unirse a una naturaleza infinitamente inferior como la nuestra en comparación con su naturaleza divina, es un ejemplo inigualable de humildad. Entonces, Jesús quiere que seamos humildes para imitarlo a Él y para participar de su propia humildad: “Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Pero también hay algo más: al pretender Jesús que seamos humildes, nos aleja del peligro de la soberbia, que no solo es un defecto sino un pecado y un pecado que hace partícipe, al soberbio, de la soberbia del Ángel caído, soberbia que le valió perder para siempre el Reino de los cielos.
Todo acto de soberbia, es un acto de participación en la soberbia demoníaca, que siendo simplemente un ángel, pretendió ser Dios y fue por eso expulsado del cielo para siempre; todo acto de humildad, es una participación en la humildad del Verbo de Dios, quien siendo Dios, se encarnó en el seno virgen de María Santísima para salvarnos. Por último, a la humildad le debe acompañar la caridad, por eso Jesús aconseja invitar y dar a quien no tiene la oportunidad de retribuirnos en nada, es decir, los más pobres, no solo materiales, sino espirituales: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos”. Esto, porque la humildad sin caridad no es verdadera virtud.
          “Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Un acto de soberbia nos asemeja al Demonio; un acto de humildad, nos asemeja al Cordero de Dios. En nosotros está elegir a quién nos queremos parecer.

lunes, 26 de agosto de 2019

“El reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo”



“El Reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo” (Mt 25, 1-13). Jesús compara al Reino de los cielos con las jóvenes que conforman un cortejo nupcial. En esta parábola, las jóvenes sensatas o sabias, que al momento de la llegada del esposo tienen sus lámparas con aceite, significan las almas que, al momento de la muerte, cuando viene Cristo a su encuentro para llevar a cabo el Juicio Particular, tienen sus almas encendidas con la luz de la fe y llenas del aceite de la gracia. Estas almas entrarán con el Esposo, Cristo Jesús, al Reino de los cielos. Las jóvenes necias, en tanto, que tienen sus lámparas vacías al momento de la llegada del esposo, significa a las almas que, en el momento de la muerte, no tienen en sí el aceite de la gracia ni la luz de la fe, por lo que son incapaces de entrar en el Reino de los cielos.
“El reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo”. La parábola nos enseña que debemos estar atentos y vigilantes para la llegada del Esposo de las almas, Cristo Jesús, y para eso debemos tener la luz de la fe y el aceite de la gracia santificante, para poder ingresar en el Reino de los cielos. Nos enseña que debemos estar también siempre en estado de gracia, porque “nadie sabe ni el día ni la hora” en que seremos llamados al Juicio Particular.


“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!”





“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!” (Mt 23, 27-32). Jesús vuelve a ser sumamente duro con aquellos que eran los hombres religiosos de su tiempo, los escribas y los fariseos: ahora los compara con “sepulcros blanqueados”: por fuera parecen de buena apariencia –por fuera parecen hombres buenos y religiosos-, pero por dentro están llenos de “podredumbre y llenos de huesos”, es decir, por dentro, en su interior espiritual, están llenos de vicios y pecados. Esto es así porque Jesús, en cuanto Dios, conoce a la perfección el interior más profundo del ser del hombre y sabe que los escribas y fariseos pasan por ser hombres buenos y religiosos, es decir, aparentan, frente a los demás, ser hombres buenos, pero en realidad son cínicos, hipócritas, falsos y en consecuencia, faltos de religión.
          “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!”. También a nosotros nos pueden caber los reproches de Jesús, porque si asistimos a Misa, si rezamos, si nos confesamos, si aparentamos por fuera ser hombres de religión, esa mera apariencia exterior no engaña a Dios: si no tenemos compasión, si no tenemos caridad, si no tenemos misericordia, si no tenemos piedad, entonces somos como sepulcros blanqueados. Por esto mismo, debemos ser muy cuidadosos en la práctica de la religión y no olvidar la misericordia y la compasión, porque ante los ojos de Dios nuestro interior no pasa nunca desapercibido y si no tenemos compasión, piedad, caridad y misericordia, seremos, ante los ojos de Dios, como sepulcros blanqueados, aun cuando asistamos a Misa todos los días.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!”



“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!” (Mt 23, 23-26). Jesús reprocha duramente a los escribas y fariseos, hombres de religión, el hecho de haber olvidado la esencia de la religión, reemplazándola por prácticas superficiales que en el fondo no son sino inventos humanos. Les dice que hacen lo superficial –“pagan el diezmo”-, pero descuidan lo esencial –“la justicia, la misericordia, la fidelidad”-. Es decir, de nada vale asistir al templo y dar el diezmo como limosna, si después en la vida cotidiana se cometen injusticias, no hay amor de misericordia y no se es fiel a los mandamientos de la Ley de Dios. A los ojos de Dios no escapa nada de lo profundo del hombre: el ser humano puede engañar a otros seres humanos, aparentando ser hombres de religión, asistiendo al templo, dando el diezmo, pero luego ser injustos e inmisericordiosos. Este tipo de religiosos y este tipo de religión, en donde faltan lo esencial, la justicia, la misericordia y la fidelidad, no agrada a Dios y el hombre que esto hace se engaña a sí mismo pensando que agrada a Dios. Luego Jesús les dice que “Hay que practicar esto, sin descuidar aquello”, es decir, hay que acudir al templo, hay que dar el diezmo, pero si se es hombre de religión no se debe descuidar nunca lo que es la esencia de la religión, la justicia, la misericordia, la compasión, la piedad, la fidelidad a la Ley de Dios. Después Jesús da otro ejemplo de cómo actúan estos hombres frente a Dios: “¡Guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello!”. Como hombres religiosos, son guías ciegos, porque no saben qué es la religión; han confundido la religión con la práctica de cosas superficiales, mientras que descuidan la esencia de lo que es ser religiosos. Es como el que cuela el mosquito, pero come la carne de camello, que estaba prohibido hacer[1].

Por último, Jesús vuelve a lamentarse de los escribas y fariseos: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno!
¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera”. Los compara con copas y platos limpios por fuera –la apariencia exterior de ser hombres buenos-, mientras que por dentro están llenos de “codicia y desenfreno”, es decir, en su interior son falsos e hipócritas. Jesús les aconseja que “limpien el interior”, es decir, vuelvan a la práctica de la caridad, de la compasión, de la piedad, de la justicia, y así serán verdaderos hombres de religión.
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. El reproche de Jesús no se limita a solo los escribas y fariseos: también nos cabe a nosotros si aparentamos por fuera aparentamos ser hombres religiosos, pero por dentro somos malvados, habladores y faltos de caridad y compasión y caridad para con el prójimo.



[1] En la época de Jesús “(…) se podían solamente comer animales limpios que incluían vacas, ovejas, cabras, algunas aves y peces. En contraposición a los que se llamaban animales sucios, que eran prohibidos, que incluían los cerdos, los camellos, aves de rapiña, mariscos, reptiles”; cfr. https://forosdelavirgen.org/120635/comida-jesus/

domingo, 25 de agosto de 2019

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”



(Domingo XXI - TO - Ciclo C – 2019)

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha” (Lc 13, 22-30). Al final de nuestra vida terrena, nos encontraremos con dos puertas: una puerta ancha y una puerta estrecha. La puerta ancha es la que lleva al Infierno; la puerta estrecha es la que lleva al Cielo, por eso es que Jesús nos recomienda que “nos esforcemos” por “entrar por la puerta estrecha”, porque es difícil entrar por esta puerta. Para saber qué nos quiere decir Jesús, debemos escuchar lo que Él dice: “Muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: Señor, ábrenos; pero él os dirá: “No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”. Aquí se está refiriendo claramente a miembros de la Iglesia, porque se trata de gente que sabe que por la puerta estrecha se entra en los cielos y por eso intentan entrar por ella: “Muchos intentarán entrar y no podrán”. Que sean miembros de la Iglesia muchos de los que no entrarán, se sigue de lo siguiente, cuando los que queden afuera le digan: “Señor, hemos comido y bebido contigo” y esto hace clara referencia a la Santa Misa, en donde comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre del Señor: muchos de los que hoy participan de la Misa, mañana querrán entrar en el Cielo, pero no podrán hacerlo. Luego le dirán también: “Tú has enseñado en nuestras plazas”, quiere decir que se trata de gente que ha escuchado el Evangelio, las enseñanzas de Jesús, pero no las han llevado a cabo. Se trata de cristianos que acuden a la Iglesia, pero que no obran la misericordia para con el prójimo más necesitado, que es donde está Jesús misteriosamente Presente. Porque no se acercan al prójimo necesitado y porque no cumplen sus mandamientos, es que Jesús les dirá: “No sé de dónde sois”. Es decir, Jesús desconocerá, en el Último Día, a aquellos cristianos que fueron incapaces de obrar la misericordia, a pesar de saber que lo debían hacer. Y luego agrega: “Alejaos de Mí, todos los que obráis la iniquidad”. Esto se debe a que quien no hace el bien y lo omite, obra el mal por omisión, porque no hay posición intermedia: o estamos en gracia y obramos la misericordia, o estamos en pecado y obramos el mal. Jesús desconocerá y apartará de Sí a quienes obren el mal.
“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. La puerta estrecha es la Cruz de Jesús; la puerta ancha es el mundo y sus criterios. Un cristiano debe vivir según los criterios de la Cruz de Jesús –por ejemplo, vivir los Mandamientos, anteponer las palabras de Jesús a sus propios pensamientos, como “perdona setenta veces siete”, “ama a tus enemigos”, “bendice a los que te maldicen”- y no según los criterios del mundo, si es que quiere entrar en el Reino de los cielos por la puerta estrecha.


lunes, 19 de agosto de 2019

“Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”



“Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo” (Mt 22, 34-40). Preguntan a Jesús cuál es el Mandamiento más importante y Jesús responde que es un mandamiento en el que se manda un triple amor: a Dios y al prójimo como a sí mismo. Es decir, el cumplimiento de la ley está en amar con un amor que se dirige en tres direcciones: Dios, el prójimo y uno mismo. Podríamos preguntarnos entonces cuál es la diferencia con la religión judía, puesto que pareciera que Jesús, en su nueva religión, tiene su mandamiento más importante exactamente igual que el de la religión judía. Judaísmo y cristianismo tendrían el mismo mandamiento con lo cual, en esencia, serían lo mismo. Sin embargo, a pesar de que la formulación es la misma, podemos decir que entre el cristianismo y el judaísmo hay una diferencia substancial en el primer mandamiento y es lo siguiente: la cualidad del amor con el que hay que amar a Dios, al prójimo y a sí mismos. En efecto, en otro pasaje, Jesús dice: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” y en este mandamiento está incluido obviamente el amor a Dios. Entonces, lo que hace la diferencia es el amor con el que Jesús nos ha amado a nosotros y la forma en la que nos ha amado. ¿En qué radica la novedad del mandamiento de Jesús? Por un lado, en que Él nos ha amado “hasta la muerte de cruz”; por otro lado, que nos ha amado con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Ambas cosas no existían en el mandamiento de la Antigua Ley, por eso es aquí en donde radica la novedad substancial de Jesús: en amar hasta la cruz –incluidos a los enemigos- y en amar con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Si no sabemos cómo llevar a cabo este mandamiento, lo que debemos hacer es postrarnos de rodillas ante Jesús crucificado y ante Jesús Eucaristía y pedir la gracia de poder amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, como Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor con el que nos ha amado, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

domingo, 18 de agosto de 2019

“He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (…) No he venido a traer la paz, sino la división”



(Domingo XX - TO - Ciclo C – 2019)

“He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (…) No he venido a traer la paz, sino la división” (cfr. Lc 12, 49-53): lo que Jesús dice parece un poco contradictorio con su doctrina y sus enseñanzas: por un lado, dice que ha venido a traer “fuego” y que ya quiere verlo encendido, con lo cual uno podría pensar que toda la tierra debería estar ardiendo o que los cristianos deberían dedicarse a quemar cosas; por otro lado, dice que ha venido a traer no la paz, sino la división, lo cual parece en contradicción con otra afirmación suya, en la que dice: “Os dejo la paz, os doy mi paz”. Aquí, dice que no viene a traer la paz, sino la división. ¿De qué se trata esto que dice Jesús? Por un lado, hay que entender que es obvio que el fuego que Él ha venido a traer no es el fuego material, el fuego terreno que todos conocemos y que usamos diariamente: Jesús ha venido a traer el fuego del Espíritu Santo, el fuego del Amor de Dios, que quema pero no consume, que arde pero no provoca dolor, sino paz y alegría en el alma. Por otra parte, no ha venido a traer paz mundana, sino la paz de Dios, pero la paz de Dios implica división porque se implementa por medio de la espada de la Palabra de Dios: quien acepta la Palabra de Dios, obtiene paz para su corazón; quien no la acepta, no obtiene paz y no da paz a los demás y es así como se produce la división que dice Jesús que ha venido a traer. La división se da entre quienes creen en el Cristo de la Iglesia Católica y quienes no lo hacen.
         “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (…) No he venido a traer la paz, sino la división”. Jesús viene entonces a traer fuego y espada: el fuego del Espíritu Santo y la espada de la Palabra de Dios. Y no viene a traer paz mundana, sino la división, porque a causa del fuego del Espíritu y de la espada de la Palabra de Dios, unos quedarán de un lado y otros quedarán de otro, ambos enfrentados. Los que se dejen incendiar por el fuego del Espíritu Santo y los que adquieran la espada de la Palabra de Dios, se enfrentarán a quienes no lo hagan, a quienes voluntaria y libremente rechacen a Dios, a su Espíritu y a su Palabra y por eso habrá división. La división se hace patente entre quienes creen y practican los Mandamientos de la Ley de Dios y quiénes no; entre quienes creen firmemente las verdades del Credo y quienes no; entre quienes creen en la Presencia real, verdadera y substancial de Cristo en la Eucaristía y quienes no; entre quienes creen en la gracia que concede la Confesión Sacramental y quienes no; entre quienes creen que Cristo es Dios y  quienes no; entre quienes creen que Cristo, que está vivo y glorioso en la Eucaristía, habrá de venir al fin de los tiempos y quienes no. Unos forman el talón y la descendencia de la Virgen y otros forman el cuerpo de la serpiente: hay división y la habrá hasta el fin, entre unos y otros, porque no puede haber unión entre la luz y las tinieblas. La división que trae Jesús es la enemistad que hay entre los hijos de la luz, los hijos de Dios y los hijos de las tinieblas, los hijos de Satanás.
         Sólo quienes dejen inflamar sus corazones con el fuego del Espíritu Santo y sólo quienes empuñen la espada de la Palabra de Dios tendrán la paz de Dios en sus almas y podrán ser dadores de paz y unión en Cristo para quienes no tienen paz porque viven alejados de Dios.

miércoles, 14 de agosto de 2019

“No separe el hombre lo que Dios ha unido”



“No separe el hombre lo que Dios ha unido” (Mt 19, 3-12). Unos fariseos le preguntan a Jesús si para Él es lícito a un hombre repudiar a su mujer, es decir, si es lícito el divorcio. Esto lo dicen porque Moisés había permitido el divorcio en caso de adulterio. Pero Jesús responde citando las Escrituras, en el pasaje en donde se dice que el hombre y la mujer se unirán y serán “una sola carne”. Luego, ante la citación del acta de divorcio permitida por Moisés, Jesús declara implícitamente que, en el nuevo orden de cosas que Él ha venido a traer, este divorcio queda anulado: “si un hombre se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio”. La razón es doble: por un lado, Dios creo así el matrimonio natural “desde el principio”, uno con una para toda la vida; por otra parte, Él es el Legislador divino que no solo restituye el matrimonio a su diseño original, sino que ahora lo eleva al rango de sacramento, con lo cual los cónyuges quedan unidos por un doble lazo indisoluble, el natural y el sobrenatural. Estas son las razones por las cuales la Iglesia nunca aceptará el divorcio y por las que los divorciados vueltos a casar no pueden comulgar, porque están unidos por un doble lazo indisoluble, el natural y el sacramental o sobrenatural, además de ser el esposo terreno una prolongación de Cristo Esposo y la esposa, de la Iglesia Esposa.
“No separe el hombre lo que Dios ha unido”. Por la naturaleza del matrimonio, uno –varón- con una –mujer- y para siempre, y por ser el matrimonio una prolongación, a través del sacramento, de la unión esponsal de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, el matrimonio, a partir de Cristo, es indisoluble, y lo será hasta el fin de los tiempos, sin que la legislación humana ni eclesiástica lo pueda cambiar de ninguna forma.


lunes, 12 de agosto de 2019

“Si no volvéis a haceros como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”.




“Si no volvéis a haceros como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”. Jesús pone, como condición esencial para entrar en el Reino de los cielos, que los discípulos “se hagan como niños”, es decir, que sean como niños. Es obvio que no se refiere a una regresión cronológica, como el regresar literalmente a la primera infancia; sin embargo, tampoco se trata de una niñez entendida en un mero sentido moral, como el adquirir las cualidades –inocencia, humildad, pequeñez- que caracterizan a la niñez. Se trata de algo más profundo: se trata de verdaderamente ser “como niños”, pero en un sentido real, verdadero, espiritual, sobrenatural y no meramente moral. Entonces, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿de qué manera, quien ya no es niño, puede “hacerse como niño” para así poder entrar en el Reino de los cielos? Existe una sola manera y es por la gracia, ya que la gracia comunica la vida divina, la cual contiene en sí, en toda su pureza, las cualidades de la niñez, ante todo la inocencia, la pureza y la humildad y esto porque Dios Es, en sí mismo, Inocente, Puro y Humilde.
“Si no volvéis a haceros como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”. Ni la humanidad pura, en su sola naturaleza, ni mucho menos contaminada con el pecado original, podrá entrar en el Reino de los cielos. La única manera es por medio de la gracia, que le concede al alma la pureza, la inocencia y la humildad divinas, haciéndola capaz así de entrar en el Reino de los cielos.

domingo, 11 de agosto de 2019

“Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”




(Domingo XIX - TO - Ciclo C – 2019)

“Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre” (Lc 12,32-48). Jesús anuncia veladamente su Segunda Venida en la gloria, cuando vendrá a juzgar a toda la humanidad, a vivos y muertos, para dar a unos el cielo y a otros el infierno. Anuncia su Segunda Venida por medio de la parábola de los dos sirvientes: el fiel y el infiel. El fiel es el que, al momento de la muerte y también al momento de la Segunda Venida, está con su alma en estado de gracia; el infiel es el que está en estado de pecado mortal. Para comprender la parábola, hay que reemplazar a los elementos naturales con los sobrenaturales. Así, el dueño que regresa tarde a su casa es el mismo Jesús que, en cuanto Dios, regresa al final de los tiempos para juzgar a la humanidad; la noche es esta vida porque, comparada con la vida eterna del Reino de los cielos, que es luz divina, esta vida es como si fuera de noche, aunque estemos de día; el juicio que hace el dueño de casa, castigando al empleado infiel y recompensando al fiel, es el juicio que hace Dios en el Juicio Final, dando el infierno a los malos y el cielo a los buenos; el empleado fiel es el alma en gracia en el momento en el que Dios la llama a su Presencia, sea al fin de los tiempos o en el momento de su muerte; la ropa de trabajo –la túnica ceñida- con la que está el empleado fiel significa la realización de las obras de misericordia; la lámpara es la fe; la luz encendida es la gracia; la disposición de esperar a su amo para servirlo cuando llegue es la actitud del alma que, en la Iglesia, ora y trabaja por la salvación de las almas, es decir, reza, obra y tiene fe en la acción de Dios y lo espera como a su Salvador.
En cuanto al servidor infiel, que se embriaga y en vez de realizar las tareas encargadas por su amo y esperar su llegada, se pone a discutir y a pelear con los demás sirvientes, es el alma que, sin fe, ni espera la llegada de su Señor, ni tampoco le importa su llegada y por eso mismo no reza, no cumple los Mandamientos de la ley de Dios, no se preocupa por hacer obras de misericordia y solo se ocupa en embriagarse y satisfacer sus bajos instintos.
“Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Ninguno de los dos servidores, ni el fiel ni el infiel, saben a qué hora llegará su amo; sin embargo, el servidor fiel lo espera, preparado, con la túnica ceñida y con la lámpara encendida y llena de aceite, es decir, es el alma que, con fe y con amor en el alma, espera la Segunda Venida de Jesús: éste servidor recibirá como premio el Reino de los cielos. El servidor infiel, que se dedica a embriagarse y no le importa la Venida de su Señor, es el alma que, aun siendo bautizada, se comporta como un ateo o un agnóstico, puesto que no se preocupar por estar en gracia ni obrar la misericordia, al tiempo que busca sólo satisfacer sus bajas pasiones: éste servidor, que es el alma en pecado mortal, recibirá en castigo el infierno, porque es lo que le corresponde en justicia y es lo que él deseó con su comportamiento.
“Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Aprendamos del servidor fiel y prudente; estemos con la túnica ceñida y la lámpara encendida, es decir, trabajemos por la salvación de las almas con la luz de la fe y de la gracia y esperemos con ansias la Segunda Venida del Salvador, para que cuando llegue el Redentor, encuentre en nuestras manos y en nuestros corazones obras de misericordia, de compasión, de piedad y así nos conceda el anhelado premio eterno, una mansión en el Reino de los cielos.


lunes, 5 de agosto de 2019

“Vade retro, Satán”



“Vade retro, Satán” (Mt 16,13-23). Sorprende que Jesús diga “Ve detrás de Mí, Satanás”, nada más que a Pedro, su Vicario, a quien acababa de nombrar como al Primer Papa, entregándole las llaves del Reino de los cielos. Es decir, Jesús no le dice al Demonio: “Ve detrás de Mí”, sino que se lo dice a San Pedro, el primer Papa. Para poder comprender esta reacción de Jesús, hay que tener en cuenta lo que San Ignacio llama “discernimiento de espíritus”, es decir, de dónde vienen los orígenes de nuestros pensamientos y esto sobre todo en Pedro. En efecto, sobre Pedro actúan tres espíritus, originando tres pensamientos distintos: el Espíritu de Dios, cuando responde que Jesús es el Mesías; el espíritu humano y el espíritu diabólico, cuando ante el anuncio de la Pasión, reprende a Jesús y rechaza la Pasión. Es decir, cuando Pedro confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, Jesús lo felicita, porque le dice explícitamente que eso no se lo ha dicho “ni la carne ni la sangre”, es decir, no ha provenido la respuesta de sus razonamientos humanos, sino que ha sido “el Espíritu de su Padre”, el Espíritu Santo, quien le ha dictado la respuesta. Pero cuando ante el anuncio de la Pasión Pedro se rebela, Jesús le dice que se aparte de Él, porque “piensa como los hombres, no como Dios” y así sus pensamientos humanos “lo hacen tropezar”, pero lo llamativo es que no le dice: “Apártate de Mí, Pedro”, sino “Apártate de Mí, Satanás”, porque la negación de la Pasión, es decir, el rechazo de la Cruz, viene tanto del hombre sin Dios como del Demonio. Aplicando el discernimiento de espíritus de San Ignacio, se comprende cómo Pedro sea influenciado por tres espíritus distintos: el Espíritu de Dios, cuando declara que Jesús es el Mesías; su propio espíritu humano unido al de Satanás, cuando niega la Pasión y la Cruz.
“Vade retro, Satán”. De forma análoga, podemos decir que la misma consideración y las mismas palabras de Jesús valen para nosotros, cuando nos preguntan sobre la esencia de la Eucaristía: si contestamos que la Eucaristía no es pan, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo, entonces podemos decir que esa respuesta nos la dictó el Espíritu Santo; si respondemos que la Eucaristía es sólo pan, entonces oiremos lo mismo que Jesús le dijo a Pedro cuando rechazó la Pasión: “Vade retro, Satán”.


“También los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”


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“También los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos” (Mt 15,21-28). El episodio con la mujer cananea revela, además del poder divino de Jesús, una gran cantidad de cualidades en la mujer cananea. Por un lado, no va a pedir a Jesús que cure a su hija de una enfermedad, sino que la libere de una posesión maligna, lo cual quiere decir que la mujer sabe diferenciar bien entre lo que es enfermedad y lo que es posesión demoníaca. Por otro lado, acude a Jesús porque tiene fe y confianza en Él, en su poder divino: con toda seguridad, o ha oído hablar de Jesús, o bien a asistido en persona a algunos de los numerosos exorcismos que Jesús practicó a lo largo del Evangelio y por esta razón sabe que Jesús, con el solo poder de su voz, puede expulsar los demonios y así liberar a su hija. Otra virtud que demuestra, además de esta fe en la divinidad de Jesús, es la extrema humildad. En efecto, Jesús prueba al extremo la humildad de la mujer cananea, antes de concederle lo que le pide. Por ejemplo, primero no le responde a la petición, como cuando una persona escucha a otra, pero se queda callada. Tanto es así, que los mismos discípulos se sienten perplejos y son ellos los que interceden por la mujer, ante el silencio de Jesús: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Cuando se decide a responder, es para negar, implícitamente, su pedido, porque le dice que ha venido sólo “para las ovejas descarriadas de Israel” y puesto que ella es cananea y no israelita, Él no puede atender su petición; es decir, le niega por segunda vez su petición. Sin embargo, la mujer cananea muestra otra virtud más, y es la constancia y perseverancia en la oración, ya que ante esta respuesta negativa, se postra ante Jesús y le suplica: “Señor, socórreme”. Ante esta muestra de fe, de humildad, de constancia en la oración, uno podría suponer que Jesús se habría de conmover, pero tampoco es así, ya que le vuelve a responder negativamente, a lo que se le agrega otro elemento: la humillación pública a la mujer cananea, ya que la trata, indirectamente, de “perra” –sin sentido peyorativo, pero la trata de animal, en comparación con los hijos, humanos, que son los israelitas-: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Jesús le vuelve a decir que no, y esta vez humillándola, porque le dice que no puede hacer un milagro que está reservado a los hijos de Dios, que son los israelitas. Ante esta respuesta, la mujer cananea, movida por el amor a su hija y también por el amor a Jesús, no solo no se retira ofendida, sino que se humilla aún más, aceptando la comparación de Jesús, pero respondiendo al mismo tiempo con humildad y sabiduría: es verdad que no se debe dar la comida de los hijos a los perros, pero los perros se alimentan de las migajas que caen de la mesa de los hijos. Es decir, la mujer cananea le dice que acepta que los milagros más grandes son para los israelitas, pero los no israelitas pueden beneficiarse de la sobreabundancia de los milagros de los israelitas. Esta respuesta, que expresa la extrema humildad –además de fe y constancia en la oración- de la mujer cananea, es que lo que sorprende a Jesús y hace que le conceda lo que pide, la liberación de su hija de la posesión demoníaca: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Cuando pidamos algo a Jesús, recordemos el ejemplo de la mujer cananea y aprendamos de ella.

Transfiguración del Señor



(Ciclo C – 2019)

          Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, tanto su rostro, humanidad, sus vestiduras, resplandecen con una luz más brillante que miles de soles juntos: es la luz de su gloria, la luz de su divinidad, la luz de su Ser eterno divino y de su naturaleza divina, recibida desde la eternidad del Padre. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con una luz que es la gloria que Él posee desde la eternidad; no es una luz recibida desde afuera: es la luz propia de Jesús la que brilla en el Monte Tabor, porque Él es Dios y es la luz de su divinidad la que resplandece ante Pedro, Santiago y Juan. Jesús se transfigura antes de la Pasión porque, dice Santo Tomás, debe mostrarse ante sus discípulos como el Dios que Es, para que cuando lo vean en el Monte Calvario, todo recubierto de sangre y convertido en un guiñapo sanguinolento a causa de los golpes, los discípulos no desfallezcan y recuerden que ése hombre todo golpeado y ensangrentado y a punto de ser crucificado, es Dios Hijo en persona. Ésa es la razón por la cual Jesús se transfigura en el Monte Tabor y antes de la Pasión y es la razón por la cual el episodio de la Transfiguración no se puede explicar ni leer ni comprender si no es a la luz del otro monte, el Monte Calvario. Si en el Monte Tabor Jesús se reviste de la luz de la gloria eterna recibida del Padre desde la eternidad, en el Monte Calvario Jesús se reviste con su propia Sangre, que no es menos gloriosa que su luz y si la luz en la Biblia es sinónimo de gloria y por eso en el Monte Tabor Jesús se reviste de gloria, la Sangre de Jesús también es sinónimo de gloria divina, porque es su gloria la que ahora se manifiesta, pero no ya en forma de luz, sino como sangre, como la Sangre del Cordero. En el Monte Tabor se reviste de luz; en el Monte Calvario de Sangre; en ambos montes, se reviste de su propia gloria.
          Si nos dieran a elegir, ¿en cuál de ambos montes querríamos estar? Para responder según los designios de Dios, los santos nos dan la respuesta: San Maximiliano Kolbe recibió la corona de la Pasión, poco antes de morir y a Santa Catalina de Siena, Jesús le dio a elegir entre la corona de gloria y la corona de espinas y la santa eligió la corona de espinas. Entonces, la elección es clara: elijamos en esta vida terrena estar postrados de rodillas ante Jesús crucificado en el Monte Calvario, para luego verlo transfigurado de gloria en el Reino de los cielos.

domingo, 4 de agosto de 2019

“Lo que has acumulado, ¿de quién será?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C – 2019)

“Lo que has acumulado, ¿de quién será?” (Lc 12, 13-21). Jesús narra la parábola de un hombre rico e inconsciente, quien sólo piensa en acumular bienes terrenos. Es alguien a quien los negocios le han sido favorables, al punto que se ve en la obligación de ampliar sus graneros para poder acumular la cantidad de trigo que ha podido cosechar. Sus campos están rebozantes de trigo, por lo que sus silos han quedado pequeños, de manera que se ve en la obligación de construir unos más grandes todavía. Éste hombre, envanecido por sus riquezas materiales, se dice a sí mismo que descanse y que disfrute y que “se dé la buena vida”. Sin embargo, Dios mismo le dice que es un necio por pensar así, que su vida le será pedida esa misma noche y que todo lo que ha acumulado no le servirá para nada.
Debemos prestar mucha atención a este Evangelio, para no caer en una falsa interpretación materialista, al estilo de la teología de la liberación: el hombre no es llamado a juicio ni se condena por ser rico; el hombre no es llamado a juicio ni se condena por poseer riquezas; el hombre no es llamado a juicio ni se condena por trabajar, porque se deduce que toda su riqueza le viene del trabajo. ¿Por qué es llamado a juicio y –suponemos- se condena el hombre de la parábola? Jesús mismo lo dice: por su codicia, por su avaricia, por pensar sólo en él y no en quienes son sus prójimos y necesitan de la limosna que él les puede dar. Su pecado está en decir: “Ya tienes suficiente, come, bebe, descansa, date una buena vida”. Al decir esto, el hombre de la parábola refleja que sólo piensa en él, que no sólo no agradece a Dios porque le ha ido bien en sus negocios, sino que todo se lo atribuye a él y a su esfuerzo, además de ponerse él en primer lugar, sin pensar en los demás. Dentro de poco será canonizado un empresario argentino, Enrique Shaw[1], un hombre de mucha riqueza material, que está en el cielo por precisamente haber utilizado su riqueza en favor de sus hermanos más necesitados. Este hombre había hecho un pacto con Dios: si le iba bien en los negocios, iba a dar la mitad a sus hermanos más necesitados. Y así sucedió y por ese este hombre, a pesar de su riqueza material, está en el cielo y no está condenado, porque no fue egoísta.
Es decir, lo que tenemos que ver en este Evangelio es el hecho de que Dios no llama ante su presencia al hombre por ser rico; el hombre no es malvado por ser rico; no se condena -probablemente- por ser rico: es llamado ante la presencia de Dios por no pensar en la vida eterna, por pensar sólo en él, por no pensar en sus prójimos que carecen de lo mínimo necesario, por pensar que esta vida consiste en acumular riquezas materiales y luego descansar y pasarla bien. Como el mismo Jesús lo dice, su pecado principal es la codicia, además de aferrarse a esta vida terrena y el no pensar en la vida eterna; su pecado es poner todo su corazón en sus bienes terrenos, sin pensar en los demás, sino solamente en él. Si el hombre, permaneciendo rico, hubiera pensado en su prójimo y en que él podía, con sus bienes abundantes, ayudarlo, muy probablemente su destino hubiera sido distinto: tal vez sí hubiera sido llamado a la presencia de Dios, de todos modos, pero no llevando consigo el pecado de la codicia, sino la virtud de la magnanimidad. Tal vez sí hubiera sido llamado a la presencia de Dios, pero con la conciencia tranquila de haber repartido sus bienes abundantes entre los más necesitados: así, Dios habría recompensado su magnanimidad con el premio del Reino de los cielos.
Es importante considerar de esta manera este Evangelio, para no caer en el reduccionismo de la Teología de la liberación, que sin fundamentos de ninguna clase condena al rico por ser rico y ensalza al pobre por ser pobre: esa consideración no es evangélica, porque Dios no condena a la riqueza por sí misma, sino que condena el comportamiento avaro, codicioso y mezquino para con la misma. De hecho, Jesús mismo fue sepultado en un sepulcro nuevo, que era propiedad de José de Arimatea, un hombre rico y Jesús jamás lo condenó por su riqueza; además, tanto Jesús como sus discípulos, en su tarea evangelizadora, fueron ayudados por las santas mujeres y hombres que donaron con alegría sus bienes para que ellos pudieran dedicarse a la misión.
En definitiva, Dios no llama “necio” al hombre de la parábola por ser un hombre rico: no condena sus riquezas materiales: condena el hecho de que apegue su corazón a estas riquezas materiales y el hecho de que no piense ni por un instante en el prójimo al cual podría haber ayudado con estas riquezas. Dios le reprocha el tener abundancia de riquezas materiales, pero ausencia total de obras de misericordia en sus manos y en su corazón.
“Lo que has acumulado, ¿de quién será?”. Si aprendemos de esta parábola, cuando Dios nos llame ante su Presencia para comparecer ante el Juicio Particular, estaremos en condiciones de contestar: “Señor, me presento ante ti sin riquezas materiales, porque todas las he donado a mis hermanos más necesitados; sólo tengo en mis manos y en mi corazón obras de misericordia, con las cuales he socorrido a quien lo necesitaba”.

viernes, 2 de agosto de 2019

“¿No es el hijo del carpintero?”




“¿No es el hijo del carpintero?” (Mt 13, 54-58). En su mismo pueblo, Jesús habla con sabiduría celestial y hace milagros que sólo Dios puede hacer; sin embargo, la incredulidad, la desconfianza y la falta de fe ante estos prodigios es lo que domina entre los contemporáneos de Jesús y es así que dicen: “¿De dónde saca esta sabiduría y estos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo esto? Y desconfiaban de él”. A causa de esta desconfianza, dice el Evangelio, “no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.
La razón de la desconfianza es que ven a Jesús sólo con los ojos de la razón humana, es decir, sin la luz de la gracia. Cuando no se tiene la luz de la gracia, la figura de Jesús queda reducida a la de un maestro humano de religión, que no puede hacer ninguna otra cosa que no haga un hombre. Sin la gracia, la fe en Jesús se reduce a la de un rabbí religioso, un maestro de religión, que puede tener enseñanzas novedosas, pero cuya sabiduría celestial queda oculta a la razón, como así también quedan ocultos sus milagros, que no encuentran explicación. Así, Jesús puede afirmar que Él es Hijo de Dios y puede hacer un milagro que sólo Dios puede hacer, como el resucitar muertos, pero ni aun así creerán, porque la incredulidad y la desconfianza son como un muro infranqueable que se interpone entre Dios, que concede la gracia de creer, y el alma misma.
“¿No es el hijo del carpintero?”. Jesús no es el hijo del carpintero, porque José es sólo su padre adoptivo: Jesús es el Hijo de Dios; es Dios Hijo hecho hombre, para que los hombres nos hagamos Dios por participación. Que Jesús sea Dios, es una verdad esencial de nuestra fe y si no creemos en esta verdad, nos alejamos de la fe católica y nos aproximamos a las creencias de sectas y religiones falsas, que ven en Jesús sólo a un hombre bueno y a un taumaturgo, pero de ninguna manera al Hijo de Dios encarnado. No es indiferente el creer o no creer que Cristo es Dios, porque si lo es, entonces debemos adorar la Eucaristía, puesto que Él prolonga su Encarnación en la misma; si no lo creemos, entonces la Eucaristía será sólo un pan bendecido, sin ningún otro valor. Estemos atentos a la sabiduría y milagros del Jesús del Evangelio y creamos en Él como Dios Encarnado, porque se trata del mismo Jesús de la Eucaristía.