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jueves, 22 de febrero de 2024

“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos”

 


“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos” (Mc 5, 20-26). ¿Qué quiere decir Jesús con esta frase? Él mismo nos da una pista, cuando pone ejemplos de cómo debe ser la “justicia” de los cristianos: Jesús dice que antes bastaba con “no matar”, para ser justos ante Dios, pero ahora, el mero hecho de pensar o de sentir irritación o enojo contra el prójimo, ya es susceptible de condena divina. A partir de Cristo, la santidad ya no se mide solamente por los actos externos, sino también por los actos espirituales internos, los más profundos, los que surgen de la raíz del ser, de la profundidad del alma.

Esta nueva condición se basa en algo que los cristianos, a partir de Cristo, poseen y que no poseen los fariseos y es la gracia santificante concedida por los sacramentos: a través de la gracia, el alma participa de la vida trinitaria de Dios, lo cual quiere decir que ya no vive más con las solas fuerzas de la naturaleza humana, sino con la misma vida divina trinitaria; así, su amor no será el amor humano, contaminado por el pecado original, limitado, que se deja llevar por las apariencias: será un amor que participa del Amor Trinitario, el Espíritu Santo, lo cual lo llevará a santificarse en el amor y a hacer obras que lo santifiquen. Pero además hay otro aspecto que concede la gracia y es que coloca al alma en una situación de “presencia”, por así decirlo, delante de Dios, análoga a la presencia que los ángeles y santos poseen en la bienaventuranza del Reino de los cielos. En otras palabras, el alma en gracia vive en la Presencia de Dios Trino, de manera tal que no solo sus palabras, sino hasta el más mínimo pensamiento, sentimiento, movimiento del espíritu, son “vistos”, por así decirlo, por Dios, de una manera directa, real, viva, sobrenatural. Esto hace que un pequeño pensamiento, sea bueno o malo, sea pronunciado en alta voz delante de la presencia de Dios y esa es la razón por la cual la justicia del cristiano debe ser “mayor” que la de los fariseos, porque ya no basta con “no matar”, sino que ahora, un simple pensamiento de enojo, de rencor, de venganza, es pronunciado delante de la presencia de Dios, con las consecuencias que esto tiene.

“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos”. Tengamos en cuenta nuestra nueva condición de cristianos, dada por la gracia, que nos coloca en relación directa con Dios, de manera que ni el más mínimo pensamiento, sentimiento o afecto quedan fuera de la mirada de Dios y así caminemos en la Presencia de Dios en la tierra, para adorarlo en los cielos por la eternidad.

sábado, 20 de febrero de 2021

“Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes en el Reino de los cielos”

 


“Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús es muy claro en su advertencia a sus discípulos: ellos deben ser más “justos”, es decir, más estrictos, en el cumplimiento de la Ley de Dios, que lo que son los escribas y fariseos; de lo contrario, “no entrarán en el Reino de los cielos”. La razón del cumplimiento estricto de la Ley divina es que, a partir de Jesús, que dona al alma la gracia santificante, el alma, por la gracia, participa de la vida divina y a su vez, la Santísima Trinidad inhabita en el alma que está en gracia. Esto quiere decir que, estar en gracia, es el equivalente, aquí en la tierra, a estar en la Presencia beatífica de la Santísima Trinidad: la diferencia, obviamente, es que no contemplamos a la Trinidad con nuestros ojos ni nos damos cuenta de su Presencia cuando estamos en gracia, como sí sucede con los bienaventurados que están en la gloria del Cielo, pero a los efectos, es lo mismo que estar en el Cielo: el alma está ante la Presencia de la Santísima Trinidad. En otras palabras, estar en gracia es el equivalente al estar en la gloria en el Reino de Dios. Es esto lo que justifica la advertencia de Jesús, acerca de lo estrictos que deben ser los cristianos en la observancia de la Ley Divina: porque si están en gracia, están ante la Presencia de Dios Uno y Trino. Por esta razón, un mínimo pecado venial, o incluso una imperfección, no pasan desapercibidas para la Trinidad, porque esta mora en el alma del justo. Antes de Cristo, cuando no existía este estado de gracia y la inhabitación trinitaria, bastaba con un cumplimiento exterior y extremo de la Ley –por ejemplo, “no matarás”-; ahora, después de Cristo, la observancia es mucho más estricta en razón de la inhabitación trinitaria en el alma del justo. Por eso, ya no basta con “no matar”, sino que incluso quien “desprecie”, aunque sea interiormente, con su pensamiento, a su prójimo, “será llevado ante el tribunal supremo”, es decir, es juzgado por la Trinidad que lo está observando desde lo más profundo de su alma.

“Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos”. No solo cada acto, sino cada pensamiento producido, es realizado ante la Presencia de la Trinidad cuando estamos en gracia. Por eso mismo, pidamos la gracia de que nuestros pensamientos sean santos y puros como los de Jesús coronado de espinas.

viernes, 15 de marzo de 2019

“Si vuestra justicia no es superior a la de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”



“Si vuestra justicia no es superior a la de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 5-26). Jesús advierte que el cristiano debe ser más justo –es decir, más compasivo, más misericordioso y también más justo propiamente dicho- que los escribas y fariseos; de lo contrario, no entrará en el Reino de los cielos. Lo que sucede es que hay una gran diferencia entre la Ley Antigua, sobre la que se regían los fariseos antes de Él y la Ley Nueva que Él viene a instaurar. Jesús usa un ejemplo de la ley antes que Él: antes de Jesús, bastaba con no matar para ser justos; es decir, se consideraba justo quien no cometía un asesinato, por ejemplo; sin embargo, ahora, con Él, no basta con no matar, no basta con no cometer un asesinato: ya con el solo hecho de enojarnos con el prójimo, nos hace reos ante la Justicia divina. Es decir, con la Ley Nueva de Jesús, quien se enoja con su hermano merece ser juzgado y si alguien muere con ira, merece el Infierno. Como puede verse, hay una gran diferencia entre el cumplimiento de la Ley antes y después de Jesús: el cumplimiento de la Ley Nueva es mucho más estricto que el de la Ley Antigua.
La diferencia está en la gracia porque ahora, por la gracia santificante que Jesús nos trae por su cruz, el alma se encuentra en la Presencia de Dios, por lo que cualquier falta, por mínima que sea, se nota con mucha mayor intensidad que en el régimen del Antiguo Testamento. Estar en gracia equivale, para el cristiano, a estar delante de la Presencia de Dios en los cielos, para los bienaventurados, de ahí que sus pensamientos y deseos y también sus acciones, deben ser perfectas, puras e inmaculadas, porque Dios es perfecto, puro e inmaculado. Por la gracia santificante, el alma se encuentra delante de Dios, ante su Presencia, ya desde esta vida, así como los bienaventurados se encuentran ante la Presencia de Dios en los cielos y es por esta razón que las faltas cometidas son mucho más notorias que en la Ley Antigua y es por esto que el vivir en gracia supone que cada pensamiento es leído por Dios ante su Presencia, cada deseo es tenido delante de Dios, cada obra es hecha delante de Dios, de ahí que los pensamientos del cristiano deban ser santos, sus deseos puros y sus obras perfectas.
“Si vuestra justicia no es superior a la de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”. Si queremos entrar en el Reino de los cielos, entonces debemos evitar siquiera el más mínimo enojo y tomar conciencia que, por la gracia, aun estando en esta vida terrena, estamos ante la Presencia de Dios Uno y Trino.

viernes, 23 de febrero de 2018

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”




“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús advierte claramente que para entrar en el Reino de los Cielos, el cristiano debe mostrar “una justicia superior” a la de los fariseos. Acto seguido, da un ejemplo concreto acerca de qué es esta “justicia superior” que debe caracterizar al cristiano, tomando un mandamiento de la Ley de Moisés, relativo al homicidio. Jesús dice: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Es decir, antes de Jesús –antes de la Encarnación del Verbo- era suficiente, para cumplir con la Ley de Dios, el “no matar” al prójimo; sin embargo, ahora, a partir de la Encarnación del Verbo, ya no basta con “no matar” exteriormente –es decir, no basta con no cometer homicidio físico-, sino que es necesario “no matar” al prójimo con la irritación, el enojo, la ira y la maledicencia. Ahora, quien se irrita, se enoja y maldice a su prójimo –aun cuando todo esto no sea manifestado al exterior de la persona-, comete un pecado ante los ojos de Dios y merece la reprobación divina a tal grado que, si muere con estos pecados –principalmente, la ira y la maldición-, incluso puede condenarse en el Infierno: “El que lo maldice, merece la Gehena de fuego”.
Luego Jesús revela de qué manera debe el cristiano obrar para que su justicia sea perfecta y sea la causa de merecer el Reino de los Cielos: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Además de evitar estos pecados, el cristiano debe reconciliarse con aquel prójimo con el cual está enemistado, porque solo de esta manera, su ofrenda será aceptada por Dios.
La razón de esta justicia superior es que, a partir de Él, a partir de Jesús, el alma, por la gracia santificante participa de la vida de Dios Trino, por lo cual se debe excluir del corazón y del alma no solo el pecado mortal y el venial, sino incluso hasta la más mínima imperfección, puesto que Dios es Perfectísimo y es la Santidad Increada en sí misma. Además, en virtud de la gracia santificante, el alma está ante la Presencia de Dios, por así decirlo, ya desde esta vida terrena, de manera análoga a como están ante la Presencia de Dios los ángeles y los bienaventurados en el Cielo y así también, como en el Cielo es impensable que alguien, ante la Presencia de Dios, manifiesta la más ligera malicia –porque de lo contrario no puede estar ante la Presencia de Dios-, así también el alma del cristiano en gracia, estando ante la Presencia de Dios, no puede consentir interiormente –y mucho menos, manifestarlo exteriormente- no solo el pecado, sino ni siquiera la más ligera imperfección. A esto es lo que se refiere Jesús cuando dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre del Cielo es perfecto” (Mt 5, 48).

viernes, 16 de junio de 2017

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús advierte acerca de lo estricta que es la Nueva Ley: “Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. A continuación, da un ejemplo concreto: “Se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Antes, bastaba con “no matar”, para cumplir la ley; ahora, el simple enojo merece castigo, y un insulto, el castigo eterno en el infierno. La razón es que, en la nueva economía de la salvación, la gracia santificante que nos trae Jesús no solo nos hace participar de la vida divina trinitaria -con lo cual, de hecho, se excluye cualquier grado de malicia, en cualquier orden y de cualquier magnitud, incluido hasta la más pequeña que pueda concebirse, puesto que la bondad divina no lo admite-, sino que hace que el alma se convierta en “templo del Espíritu Santo” y morada de la Trinidad, puesto que las Tres Divinas Personas van a inhabitar en el alma en gracia. De ahí que es inconcebible, no ya un cristiano asesino, sino un cristiano mentiroso, o rencoroso, o maledicente, porque la gracia hace que el estar en gracia sea equivalente a estar ante la Presencia de Dios en el cielo. De ahí la necesidad imperiosa de la confesión antes de la comunión sacramental, pero no solo, sino también el arbitrar los medios para obtener la reconciliación –si es el caso- con el prójimo con el cual se está enemistado: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Si no obramos de esta manera, no somos dignos del nombre de cristianos y, mucho menos, de recibir el Cuerpo de Cristo y tampoco estamos en grado de entrar en el Reino de los cielos.

viernes, 10 de marzo de 2017

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). A partir de Jesús, entrar en el Reino de los cielos es más arduo, si se quiere, que antes de Él, y es Jesús quien da los ejemplos de cómo el cumplimiento de la Ley de Dios es mucho más estricto para un cristiano que para quien no lo es: antes, bastaba con no matar; ahora, quien se enoja o mantiene rencor contra su prójimo, puede incluso hasta condenarse eternamente; antes, bastaba con no cometer adulterio material o físicamente; ahora, quien desea la mujer del prójimo en su corazón ya cometió adulterio.
La razón es que, a partir de Jesús y por su gracia, la Ley de Dios ya no está escrita en tablas de piedra, sino en el mismo corazón del hombre, y Dios ya no está en una montaña inaccesible, sino que está en el mismo corazón del hombre, por lo que, el hombre que está en gracia, es el equivalente a Moisés en presencia de Dios en la montaña santa. Es decir, por la gracia, la Presencia de Dios es interior al hombre, ya que Dios Trino inhabita en el corazón del justo, en el corazón del que está en gracia. Además, la gracia convierte al cuerpo del hombre en el templo de Dios, por lo que cualquier profanación de este templo viviente –sea con el pensamiento, la palabra o la obra-, es un pecado que se comete ante los ojos de Dios, por así decirlo. Por la gracia, Dios, que está en lo más profundo del hombre, “ve”, por así decirlo, a los pecados cometidos por el hombre en su corazón y en su pensamiento, así como un hombre en el interior de un templo, puede ver la acción de otro hombre realizada en ese templo.

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. A partir de Jesús, los pensamientos más recónditos de la mente y los deseos más profundos del corazón del hombre, están ante la Presencia de la Trinidad. Si queremos ganar el cielo, nuestros pensamientos y deseos, que por la gracia santificante están ante Dios, no pueden ser sino pensamientos y deseos santos y puros, como los del mismo Jesús.

sábado, 11 de febrero de 2017

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”


(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2017)

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 17-37). El Pueblo Elegido tenía, en cuanto Nación escogida por Dios para manifestarse a través suyo al mundo, la Ley natural y la Ley de Dios, que hacían justos a quienes las cumplían, como dice San Ireneo: “En la Ley hay preceptos naturales que nos dan ya la santidad; incluso antes de dar Dios la Ley a Moisés, había hombres que observaban estos preceptos y quedaron justificados por su fe y fueron agradables a Dios”[1]. Ahora bien, Jesús, que es ese mismo Dios que dio la Ley Natural a todos los hombres y los Mandamientos al Pueblo Elegido, viene ahora a nosotros, que somos el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, para traernos, no otra Ley distinta, sino la misma Ley Natural y los mismos Mandamientos, aunque ahora escritos no ya en tablas de piedra, sino en los corazones, y esa es la razón por la cual el cumplimiento de esa Ley es mucho más estricto: “El Señor no abolió estos preceptos sino que los extendió y les dio plenitud”[2]. Es por eso que Jesús dice: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. Y da el ejemplo de cómo es ese cumplimiento: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Es decir, antes bastaba con “no matar”, para cumplir la Ley de Dios, y de esa manera se era justo, al menos en ese mandato: el justo era el que no mataba, es decir, el que no quitaba la vida material y físicamente a su prójimo, el que no cometía homicidio; era justo el que no lo hacía exteriormente, porque estar ante la Presencia de Dios era estarlo exteriormente. En otras palabras, se podía odiar a un prójimo, pero si no se lo mataba, se cumplía con el precepto que decía “No matarás”. Sin embargo, ahora, el cumplimiento de la Ley de Dios comienza en el interior del hombre, en su corazón, puesto que Jesús ha venido a traer la gracia santificante que, por así decirlo, graba a fuego los Mandamientos de Dios en el corazón, al tiempo que hace que el alma esté ante la Presencia de Dios, desde el momento en que, por la gracia, ese Dios, que es Uno y Trino, inhabita en el corazón del hombre. En otras palabras, cuando está en gracia, el alma está ante la Presencia de Dios Trino porque por la gracia, Dios Uno y Trino viene a inhabitar en el alma del justo. Es decir, ahora, con Jesús, Dios no solo es mucho más cercano, sino que está dentro del alma del justo; la gracia convierte al alma –y al cuerpo- del justo en el lugar de la morada de Dios Trino, por lo que, el que está en gracia, está delante de Dios Trino, así como quien está delante del sagrario o delante de la Eucaristía, está delante del Cordero. Ésa es la razón por la cual ya no basta cumplir sólo exteriormente los Mandamientos de la Ley sino que, ante todo, deben ser cumplidos en el corazón mismo del hombre, en su alma, en lo más profundo de su acto de ser, porque allí mora la Trinidad, cuando el alma está en gracia. No basta con no quitar la vida exteriormente al hermano: ahora Dios, que mora en el corazón del hombre, ve sus pensamientos, y cualquier pensamiento malo, por pequeño que sea, ofende a esta Presencia divina, en su infinita majestad y bondad. Cualquier acto de malicia, aun cuando no sea formulado al exterior del hombre, resuena en las paredes del Templo de Dios que es el corazón del hombre por la gracia, y lo ofende. Ya no basta con “no matar”: quien interiormente se irrita, insulta y maldice a su hermano, está en falta ante Dios; todavía más, quien no se reconcilia con su hermano, está en falta ante Dios y es indigno de acercarse al altar: “Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Esto es lo que explica los ejemplos dados por Jesús: no basta con no cometer adulterio materialmente: si se lo desea, ese mal deseo está ante la Presencia de Dios, y lo ofende.
“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. Cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios no es un mero legalismo: el cumplimiento se basa en el Amor de Dios, porque el que está unido por la gracia al Sagrado Corazón de Jesús y lo ama con todas sus fuerzas, amará también a su hermano, porque su corazón y el Corazón de Jesús, “que es Amor” (cfr. 1 Jn 2, 4), serán una sola cosa. Vivir los Mandamientos de la Ley de Dios no es, por lo tanto, contabilizar escrupulosamente qué es y qué no es pecado: se vive la Ley de Dios cuando el corazón, unido por la gracia al Corazón de Dios -que "es Amor"-, es hecho partícipe del Amor de Dios y con este Amor -que es el Espíritu Santo- ama a Dios y al prójimo. Así, unido al Amor de Dios y por el Amor de Dios, el hombre vive plenamente la Ley de Dios, que es la Ley del Divino Amor.




[1] San Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 13, 3.
[2] Cfr. ibidem.

viernes, 19 de febrero de 2016

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”



“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús nos advierte –a todos los cristianos- que, a partir de Él, rige una Nueva Ley, la ley de la Caridad, esto es, el amor sobrenatural –que es el Amor de Dios y no el amor meramente humano- que el hombre debe a Dios y a su prójimo. Hasta antes de Jesús, regía el mandato de la Antigua Ley, que mandaba amar al prójimo y a Dios, pero el amor con que se cumplía esta ley era un amor meramente humano, lo cual quiere decir limitado, escaso, de corto alcance. Tanto el amor a Dios como al prójimo, estaba estrechamente comprendido en los límites del amor humano; tanto es así, que se consideraba “prójimo” sólo a quien compartía la raza y la religión hebreas. Para ser “justos”, bastaba únicamente con “no matar”; a partir de Jesús, ya no basta con simplemente “no matar” al prójimo para ser agradables a Dios: ahora, un leve enojo –la irritación- merece la “condena del tribunal”; el insulto, “el castigo del Sanedrín”, y quien muere maldiciendo a su hermano, merece “la Gehena del fuego”, es decir, el infierno. El cristiano, para poder entrar en el Reino de los cielos, debe ejercer “una justicia superior a la de los fariseos”, porque el nuevo paradigma de amor a Dios y a los hombres es Jesús crucificado, quien da la vida no sólo por sus amigos, sino por sus enemigos, es decir, nosotros, que éramos enemigos de Dios a causa de nuestros pecados y, sin embargo, Jesús no sólo no nos condenó por quitarle nosotros su vida en la cruz, sino que nos perdonó y el signo de ese perdón divino es su Sangre derramada en el Calvario. La “justicia superior a la de los escribas y fariseos” es la caridad, el amor sobrenatural perfecto a Dios y a los hombres, y de entre los hombres, a los enemigos, porque Jesús murió por nosotros, que éramos sus enemigos. Así dice el Beato Elredo: “La perfección de la caridad consiste en el amor a los enemigos. A ello nada nos anima tanto como la consideración de aquella admirable paciencia con que el más bello de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes; su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”[1]. Jesús es el ejemplo perfectísimo de amor a Dios y a los hombres, es decir, de una justicia “superior a la de fariseos y escribas”. Pero no es sólo ejemplo de caridad, sino ante todo, es Fuente de caridad, porque de su Sagrado Corazón, inhabitado por el Espíritu Santo, fluye este Divino Espíritu de Amor con su Sangre, cuando su Corazón es traspasado por la lanza del soldado romano y ésa es la razón por la que, todo aquel sobre el que cae la Sangre del Cordero, ve su corazón encendido en el Fuego del Divino Amor. Y un corazón así encendido en el Fuego del Divino Amor, se vuelve una copia viviente del Sagrado Corazón y se vuelve, por lo tanto, capaza de amar a los enemigos de la misma manera y con el mismo Amor con el que lo amó y perdonó Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.



[1] Cfr. Espejo de caridad, Libro 3, cap. 5: PL 195, 582.

martes, 9 de febrero de 2016

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres”


“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres” (Mc 7, 1-13). Jesús culpa a los fariseos y escribas de tergiversar la religión, vaciándola de su contenido, que es la caridad. Jesús les dice que “Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres” y da un ejemplo concreto: el mandamiento de Dios que dejan de lado –entre otros tantos- es el Cuarto, que manda “Honrar padre y madre”, y lo dejan de lado, por cumplir “los mandamientos de los hombres”, es decir, las disposiciones de la ley farisaica, según las cuales, si se dejaba lo que se poseía en el altar del templo, entonces ya no había obligación para con los padres. Sin embargo, esto último es un acto de malicia porque, amparándose en una ley religiosa, los fariseos y escribas, lo que hacían, era desentenderse del amor debido a los padres. Por otra parte, lo que se depositaba ante el altar, lo recolectaban ellos mismos, con lo cual su ganancia era óptima: se desentendían del deber de caridad y justicia para con los padres, se quedaban con todo el dinero –con el cual deberían haber ayudado a sus padres, además de auxiliar al templo- y tranquilizaban sus conciencias citando la ley, un “mandamiento de hombres”, como les dice Jesús, poniéndolo por encima del “mandamiento de Dios”, que mandaba “honrar padre y madre”.
Obrando de esta manera, los fariseos y escribas vacían a la religión de su contenido esencial, la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, amor que impide cualquier acto de impiedad hacia Dios y de injusticia hacia el prójimo. Es por eso que, cuando no hay caridad en un acto de religión, sólo queda lo externo, el mero cumplimiento ritual, exterior, visible a los ojos de los hombres, pero inútil a los ojos de Dios. La caridad, esencia del acto religioso, impide la impiedad y la injusticia, volviendo al acto religioso piadoso para con Dios y justo para con el prójimo. Jesús desenmascara a los fariseos y escribas, haciéndoles ver que se han olvidado de la caridad y por lo tanto, son injustos para con el prójimo, al tiempo que inmediatamente se vuelven impiadosos para con Dios, porque no puede haber verdadera piedad para con Dios, si hay falta de caridad para con el prójimo.

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres”. Tengamos en cuenta las palabras de Jesús, para no solo no reemplazar nunca los Mandamientos de la Ley de Dios, por preceptos humanos, sino ante todo para que vivamos los Mandamientos divinos con la perfección sobrenatural de la caridad cristiana, es decir, para que cumplamos los Mandamientos de Dios con amor sobrenatural en el corazón, con actos religiosos plenos de caridad y piedad.

miércoles, 14 de octubre de 2015

“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”


“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!” (Lc 11, 42-46). Jesús se lamenta por la hipocresía farisaica: mientras fingen ser por afuera hombres religiosos y cumplidores de la Ley, por dentro son injustos para con el prójimo y faltos de amor a Dios. La hipocresía farisaica es el mal propio de los hombres religiosos, sean laicos o consagrados, y es por eso que no debemos creer que estamos exentos de recibir los “ayes” de Jesús. Todavía más, como cristianos mediocres que somos, debemos tomar los “ayes” dirigidos a los fariseos, como dirigidos a nosotros mismos, a todos y a cada uno en persona, porque desde el momento en que no solo no somos santos, sino que no buscamos la santidad, caemos en el fariseísmo. La hipocresía farisaica es un mal espiritual que caracteriza a quien está en la Iglesia Católica, y sólo se vence ese mal con lo opuesto, el amor y la justicia que vienen de Cristo Jesús. Si no prestamos atención, también a nosotros nos dirige Jesús el mismo reproche: “¡Ay de ti, cristiano fariseo, que piensas que por asistir a misa o por musitar unas pocas oraciones mal hechas, ya estás salvado, pero tu corazón día a día permanece endurecido en la injusticia para con tu prójimo y en la falta de amor a tu Dios!”. Somos merecedores de este reproche, toda vez que comulgamos, es decir, recibimos el infinito Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, pero permanecemos indiferentes para con nuestro prójimo o, peor aún, mascullamos venganza, o continuamos sin perdonar. No nos damos cuenta que nuestros pensamientos, deseos, obras, están a los ojos de Jesús aún antes que se hagan presentes en nosotros a nosotros mismos, con lo cual, si por fuera podemos aparentar religión, pero nuestro corazón no es misericordioso y así engañamos a los hombres, en cambio de ninguna manera podemos engañar a Jesús.
“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”. Si hablamos mal de nuestro prójimo, si obramos mal contra nuestro prójimo, o aún antes, si pensamos mal de nuestro prójimo, el “ay” de Jesús se dirige contra nosotros, con todo el peso de la amargura de su Sagrado Corazón y del enojo de su paciencia colmada. Entonces, seamos justos y misericordiosos, para que el Amor de Dios recibido en la comunión eucarística se comunique a nuestros hermanos y así, en vez de los “ayes” de Jesús, dirigidos contra los malos cristianos, escucharemos en cambio sus Bienaventuranzas.

         

viernes, 27 de febrero de 2015

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús dice que “la justicia2 del cristiano debe ser “superior a la de fariseos y escribas”, de lo contrario, no entrará en el Reino de los cielos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, a diferencia del Antiguo Testamento, en el que los integrantes del Pueblo de Dios debían ser justos –es decir, santos-, porque su Dios era justo, santo, así también los cristianos, que forman el Nuevo Pueblo Elegido. Pero la diferencia radica en que, en el Antiguo Testamento, la presencia de Dios era extrínseca y se limitaba a determinados momentos; ahora, a partir de Jesucristo, que por medio de su sacrificio y muerte en cruz, donará su gracia por medio de los sacramentos, la Presencia de Dios no será extrínseca, sino intrínseca, puesto que por la gracia, Dios Uno y Trino inhabitará en el alma en gracia; y esa Presencia no se limitará a ciertos momentos, sino que durará tanto tiempo cuanto el alma esté en gracia. Es decir, por la gracia, Dios Trino inhabita en el alma del justo, lo cual es lo mismo que decir que el alma en gracia está en presencia de Dios todo el tiempo. Esto explica que la “justicia”, es decir, santidad, del cristiano, deba ser “mayor que la de los fariseos”, puesto que delante de Dios, que es la santidad en sí misma, no puede subsistir no solo la más pequeña maldad, sino que no puede subsistir ni siquiera la más pequeña imperfección. El don de la gracia, que hace que el alma esté delante de Dios, aquí en la tierra, de modo análogo a como lo están los ángeles y los santos en el cielo, es lo que determina que el cristiano no solo no deba cometer pecados veniales, sino que deba ser “perfecto, como el Padre celestial es perfecto”.


lunes, 26 de mayo de 2014

“El Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”


“El Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio” (Jn 16, 5-11). Los discípulos se entristecen al saber que Jesús ha de partir “a la Casa del Padre”, pero Él les dice que “les conviene” que Él parta, porque es la condición necesaria para el envío del Espíritu Santo[1]. Cuando Él envíe el Espíritu Santo junto al Padre –Él es el Hombre-Dios y Él, en cuanto Hombre y en cuanto Dios espira, junto al Padre, el Espíritu Santo-, el Espíritu Santo acusará al mundo de tres puntos: pecado, justicia y juicio. De pecado, porque el Espíritu dará testimonio de que Jesús era el Mesías y así hará ver a los judíos que cometieron un pecado de incredulidad, y es así como luego, en Pentecostés, se convierten tres mil judíos (Hch 2, 37-41); el Espíritu dará testimonio de justicia, porque hará ver que Jesús no era un delincuente, como injustamente lo acusaron, sino que es Dios Hijo encarnado; y por último, en cuanto al juicio, el Espíritu Santo hará ver que, en la batalla entablada entre Cristo y el Príncipe de las tinieblas, ha sido Cristo Jesús el claro vencedor desde la cruz, aun cuando la cruz aparezca, a los ojos humanos y sin fe, como símbolo de derrota, y la prueba de que la cruz es triunfo divino, es la destrucción de la idolatría y la expulsión de los demonios de los poseídos[2] (Hch 8, 7; 16, 18, 19, 12), allí donde se implanta la cruz.
“El Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”. El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad; en Él no solo no hay engaño, sino que Él es la Verdad divina y es a Él a quien hay que implorar que nos ilumine, para caminar siempre guiados bajo la luz trinitaria de Dios, porque si no nos ilumina el Espíritu Santo, indefectiblemente, antes o después, somos envueltos por las tinieblas de nuestra razón y por las tinieblas del infierno, y ambas tinieblas nos envuelven en el pecado, en la injusticia, y en el juicio inicuo.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo Tercero, Editorial Herder, Barcelona 1957, 755.
[2] Cfr. ibidem, 756.

viernes, 14 de febrero de 2014

“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”





(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…” (Mt 5, 20-22a. 27-28. 33-34a 37). Los fariseos y escribas pasaban por ser muy estrictos en el cumplimiento de sus deberes religiosos; sin embargo, Jesús nos sorprende al decirnos que si nuestra justicia no es todavía “más estricta” que la de ellos, no entraremos en el Reino de los cielos. Luego de decirnos esto, Jesús pasa a enumerar algunos ejemplos de cómo debe nuestra justicia superar a la de los escribas y fariseos, poniendo en primer lugar lo que estaba prescripto y luego lo que Él viene a corregir: “Se dijo: No matarás, pero yo les digo si alguien se irrita…; se dijo: no cometerás adulterio, pero yo les digo: si alguien mira a una mujer con malos deseos…; se dijo: no jurarás falsamente, pero yo les digo: no jurarán de ningún modo…”.
         Lo que podemos notar con esta enumeración –que no agota ni mínimamente todos los deberes del cristiano- es que, con Jesús, las exigencias para ser justos son muchísimo más altas que las de los escribas y fariseos. En efecto: si antes, para ser justos, bastaba con simplemente “no matar”, ahora, con Jesús, para ser justos, no basta con simplemente “no matar”: ahora, si alguien “se irrita” contra su prójimo, ya cometió pecado contra él y contra Dios; si antes, para ser justos, bastaba con no cometer físicamente adulterio con la mujer del prójimo, ahora, a partir de Jesús, si alguien simplemente mira con malas intenciones y consiente los malos deseos a la mujer del prójimo, ya cometió el pecado de adulterio y pecó mortalmente, y así sucesivamente.
         “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”. Jesús advierte claramente que hay una diferencia considerable entre la justicia del Antiguo Testamento y la justicia del Nuevo Testamento, la justicia que Él viene a implementar por la gracia santificante. Si la justicia del Antiguo Testamento era extrínseca y material, ahora, la justicia del Nuevo Testamento, es interior y espiritual, y la razón es que en virtud de la gracia santificante Dios no solamente está “cercano” o “próximo” al hombre, sino que inhabita en su interior, en lo más profundo de su acto de ser metafísico, haciéndolo partícipe de su vida divina y convirtiendo su cuerpo en templo de su propiedad e inhabitando en él (cfr. 1 Cor 6, 19). Puesto que su cuerpo ha sido adquirido al precio altísimo de la Sangre del Cordero, y debido a que inhabita en su corazón por la gracia santificante, nada de lo que sucede en el hombre pasa inadvertido para Dios, porque Dios se encuentra en el cristiano que ha sido bautizado, como en su sagrario, como en su altar, como en su templo. Es por esto que el cristiano que vive en gracia, glorifica a Dios y lo honra, como es también cierto que el cristiano que vive en pecado y profana su cuerpo de diversas maneras –con la lujuria, la pereza, la ira, la gula, la borrachera, las idolatrías diversas, etc.-, profana a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, a quien pertenece el cuerpo, ofendiéndolo gravemente según sea el pecado que se trate.
         La inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en el cuerpo del cristiano es lo que explica que la justicia del cristiano deba ser mucho más estricta que la de los escribas y fariseos y que la medida del amor deba ser mucho más alta que la de ellos. Es esta inhabitación del Amor de Dios en el corazón mismo del cristiano el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera enojarse con su prójimo sin cometer ya un pecado contra el Divino Amor, porque Dios es Mansedumbre, y es lo que hace que el enojo, la impaciencia, y mucho más, la ira, expulsen al Espíritu Santo por el pecado, del corazón del cristiano; es esta Presencia del Divino Amor en el corazón del cristiano, el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera consentir el más mínimo pensamiento ni deseo de impureza, porque Dios es Espíritu Purísimo, y es lo que hace que la impureza carnal y mucho más la lascivia y la lujuria, pero también la impureza mental y espiritual, que es la herejía y el cisma, expulsen al Espíritu Santo, por el pecado de la impureza carnal y por la impureza espiritual, del corazón del cristiano.
Es por esto que se equivocan quienes acusan al cristianismo de ser sensiblero y afectivo -o también se equivocan quienes pretenden vivir un cristianismo sensiblero o afectivo-, porque en la Nueva Ley de Cristo, la medida de la justicia es mucho más estricta que en la de los fariseos y esto es válido tanto para el bien como para el mal, porque lo que el cristiano haga a su prójimo, eso le será devuelto centuplicado.
Es entonces en virtud de esta inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en el alma del cristiano, que la justicia será mucho más estricta para los cristianos que para los paganos. Es por esto que Jesús advierte a sus seguidores con toda claridad que la aplicación de la Justicia Divina será mucho más severa y rigurosa para los cristianos que para los gentiles: “La medida que apliquéis con los demás, se aplicará también con vosotros” (Mt 7, 1-5).
“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”. A partir de Jesús, no basta con decir: “No mato, no robo, no hago nada malo, vengo a misa de vez en cuando, rezo algunas veces”. La Nueva Ley de Cristo, que es la Ley del Amor, corrige no solo la injusticia y la iniquidad, sino también la tibieza. La Presencia del  Espíritu Santo por la gracia en el corazón del justo se reconoce no tanto por la escrupulosidad en evitar el pecado o por la rigurosidad en el cumplimiento de las normas rituales, sino por el ardor del amor a Dios y al prójimo que incendia su corazón y que se expresa, más que en palabras, en silenciosas obras de misericordia, en virtudes heroicas vividas cotidianamente, en la cruz cargada todos los días en pos de Cristo, en el Rosario desgranado en unión mística con María Virgen y en fervorosas comuniones eucarísticas.

sábado, 30 de abril de 2011

Esta imagen es la señal de los Últimos Tiempos

Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás. Veneremos entonces, esta imagen, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, obrando la misericordia para con el más necesitado, para que quede allí, grabada a fuego, por el fuego del Espíritu Santo, por el tiempo y por toda la eternidad.

“(Esta imagen) Es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de Mi misericordia, (y) se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos” (Diario, 848).

La imagen de Jesús Misericordioso no es una imagen más: es la “última devoción para el hombre de los últimos tiempos”; es la “señal de los últimos tiempos”, es “la última tabla de salvación” (Diario 998), a la cual el hombre debe acudir para beneficiarse del “Agua y de la Sangre” que brotaron del Corazón traspasado de Jesús.

Ya no habrán más devociones, hasta el fin de los tiempos, ni habrá tampoco más misericordia, una vez finalizados los días terrenos, antes del Día del Juicio Final. Dios tiene toda la eternidad para castigar, pero mientras hay tiempo, hay misericordia. Cada día que transcurre en esta tierra, es un don de la Misericordia Divina, que nos lo concede para retornemos a Dios Trino, para que nos arrepintamos de las maldades de nuestros corazones, para que dejemos de obrar el mal, e iniciemos el camino que conduce a la feliz eternidad, el camino de la cruz. El tiempo, los segundos que pasan, los minutos, las horas, los días, los años, son dones de la Misericordia Divina, que espera con paciencia nuestro regreso al Padre, por medio del arrepentimiento, la contrición, el dolor de los pecados, y el amor a Dios y al prójimo.

Pero para apreciar la magnitud inconmensurable del don de la Divina Misericordia, es necesario remontarse al Viernes Santo, a los instantes antes de la muerte de Jesús, a su atroz agonía, y a su muerte misma, porque el estado de Jesús en la cruz y su muerte, son consecuencias del contenido del corazón humano, y la Divina Misericordia es la respuesta de Dios Uno y Trino al deicidio cometido por el hombre.

En la cruz, ya cerca de las tres de la tarde, Jesús se encuentra al límite de sus fuerzas físicas; está agonizando, luego de haber pasado tres horas suspendido por tres clavos de hierro, y luego de haber sufrido, en su Cuerpo, el tormento más duro que jamás los hombres hayan aplicado a alguien. Pero no solo ha sufrido en el Cuerpo: también moralmente, comenzando desde su condena, ya que recibió una condena a muerte, por blasfemo, siendo Él Dios y autor de la vida, y la Vida misma Increada, y siendo Él el Inocente. Además de los golpes, fue insultado, blasfemado, agredido verbalmente, acusado injusta y falsamente, vilipendiado, humillado. Fue brutal e inhumanamente flagelado, coronado de espinas, golpeado con puños en la cara, con bastones en la cabeza, con patadas en el cuerpo; le fue puesta una cruz en sus hombros, y luego se dejó subir a la cruz y ser crucificado con tres gruesos clavos de hierro. Ya en la cruz, se le negó agua para su sed, y a cambio se le dio vinagre, y finalmente, derramó toda su sangre, quedándose sin sangre en su cuerpo. Al morir, en el colmo de los ultrajes a su cuerpo, su Corazón fue atravesado por una lanza.

Frente a todo este ultraje, y frente al odio deicida que los hombres descargaron en Jesús, Dios Uno y Trino reacciona de una manera muy distinta a como lo haría el hombre: Dios Padre, al contemplar la muerte tan atroz y cruel de su Hijo en la cruz, a manos de los hombres, no reacciona con furor, con ira, con venganza, cuando por su justicia, podría haberlo hecho; reacciona enviando al Espíritu Santo, que brota del Corazón traspasado de Jesús, junto con la Sangre y el Agua, que significan .

Es en esto en lo que consiste la Misericordia Divina: en vez del castigo que los hombres merecemos por nuestros pecados, Dios nos abre las entrañas de su Ser divino, su Misericordia y su bondad infinita, a través del Corazón abierto de su Hijo. Su Misericordia, su Amor, su Bondad sin límites, se derraman, como un océano incontenible, sobre la humanidad, a pesar de que la humanidad ha demostrado sólo odio deicida hacia Él.

Es esto lo que dice Jesús a Sor Faustina: “Abrí mi Corazón como fuente de misericordia, para que todos, para que todas las almas tengan vida. Que se acerquen, por lo tanto, con fe ilimitada a este océano de pura bondad. Los pecadores obtendrán la justificación, y los justos serán confirmados en el bien. En la hora de la muerte, colmaré con mi divina paz el alma que habrá puesto su fe en mi bondad infinita”.

A nosotros, que atravesamos su corazón con una lanza de hierro, nos abre el abismo insondable de su Amor misericordioso; a nosotros, que le dimos muerte y no le dimos paz hasta que lo vimos muerto, nos colmará de su vida y de su paz en la hora de nuestra muerte, si acudimos a Él con confianza.

La devoción a la Divina Misericordia no es una devoción más: es la última oportunidad para el hombre de los últimos tiempos. Si la humanidad no acude a la Misericordia Divina, morirá sin remedio en el abismo eterno. Dice Jesús: “Di a la Humanidad que esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos” (Diario 299). (…) “Las almas mueren a pesar de Mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, es decir, la Fiesta de Mi misericordia [288a]”.

Mientras hay tiempo, hay misericordia, y por eso, cada día que Dios nos concede, es un regalo de la Misericordia Divina, que busca nuestro arrepentimiento y nuestro amor a Dios y al prójimo. Pero resulta que el tiempo se está terminando, y que el Día de la ira divina, en donde ya no habrá más misericordia, se está terminando, ya que está cercano el retorno de Jesús, según sus mismas palabras: “Si no adoran Mi misericordia, morirán para siempre. Secretaria de Mi misericordia, escribe, habla a las almas de esta gran misericordia Mía, porque está cercano el día terrible, el día de Mi justicia” (Diario 965) (…) “Deseo que Mi misericordia sea venerada en el mundo entero; le doy a la humanidad la última tabla de salvación, es decir, el refugio en Mi misericordia” (Diario, 998) (...) “Antes del día de la justicia envío el día de la misericordia (Diario, 965). Estoy prolongándoles el tiempo de la misericordia, pero ¡ay de ellos si no reconocen este tiempo de Mi visita! (Diario, 965).

La Devoción a la Divina Misericordia es la última devoción concedida a la Humanidad, antes del Día del Juicio Final, y prepara a los corazones para la Segunda Venida de Jesucristo, que está próxima: “Prepararás al mundo para Mi última venida” (Diario 429).

La imagen de Jesús misericordioso es una señal de los últimos tiempos, que avisa a los hombres que está cercano el Día de la justicia: “Habla al mundo de mi Misericordia….Es señal de los últimos tiempos después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo para que recurran, pues, a la Fuente de Mi Misericordia” (Diario 848).

No hay opciones intermedias: o el alma se refugia en la Misericordia de Dios, o se somete a su justicia y a su ira divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia” (Diario 1146).

Es la misma Virgen quien nos advierte de que la Segunda Venida de Jesucristo está a las puertas, y de que su imagen es una señal de esta inminente llegada: “Tú debes hablar al mundo de Su gran misericordia y preparar al mundo para Su segunda venida. Él vendrá, no como un Salvador Misericordioso, sino como un Juez Justo. Oh qué terrible es ese día. Establecido está ya el día de la justicia, el día de la ira divina. Los ángeles tiemblan ante este día. Habla a las almas de esa gran misericordia, mientras sea aún el tiempo para conceder la misericordia” (Diario 635).

Hay dos elementos para practicar esta devoción: la oración a las tres de la tarde, que es la hora en la que Jesús muere en la cruz, y el rezo de la Coronilla de la Divina Misericordia por los moribundos. A las tres de la tarde se implora misericordia a Dios Hijo, que por nosotros muere en la cruz, y con la Coronilla, se implora misericordia por los moribundos. Jesús promete conceder todo lo que se pida, si es conforme a su Voluntad, a quien rece a las tres de la tarde recordando su Pasión, y promete la salvación del moribundo por quien se rece la Coronilla. Dice así Jesús: “Suplica a mi Divina Misericordia (a las tres de la tarde, N. del R.), pues es la hora en que mi alma estuvo solitaria en su agonía, a esa hora todo lo que me pidas se te concederá”. Esta es la hora en la que Jesús derrama sus gracias como un torrente incontenible; el alma fiel debe sumergirse en la Pasión del Señor, aunque sea por un breve instante, rezar el Via Crucis de la Divina Misericordia y la Coronilla, y Jesús le concederá “gracias inimaginables”.

Sobre la Coronilla, dice Jesús: “Quienquiera que la rece recibirá gran misericordia a la hora de la muerte” (Diario, 687) (…) “Cuando recen esta coronilla junto a los moribundos, Me pondré ante el Padre y el alma agonizante no como Juez justo sino como el Salvador Misericordioso” (Diario, 1541) (…) “Hasta el pecador más empedernido, si reza esta coronilla una sola vez, recibirá la gracia de Mi misericordia infinita” (Diario, 687) (…) “A través de ella obtendrás todo, si lo que pides está de acuerdo con Mi voluntad” (Diario, 1731) (…) “Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en Mi misericordia” (Diario 687).

Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás. Veneremos entonces, esta imagen, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, obrando la misericordia para con el más necesitado, para que quede allí, grabada a fuego, por el fuego del Espíritu Santo, por el tiempo y por toda la eternidad.