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miércoles, 5 de marzo de 2025

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”

 


(Domingo I - TC - Ciclo C - 2025)

         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, para un objetivo determinado: que Jesús sea tentado por el Ángel caído, por el Diablo, Satanás, la Serpiente Antigua. Esta tentación no sobreviene en seguida, sino al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno que realiza Jesús; es entonces cuando su naturaleza humana, unida a su Persona divina, experimenta hambre, según el relato del Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. En ese momento es cuando se hace presente el Tentador, el Ángel caído, para intentar lo imposible, el hacer caer en la tentación a Jesús. El Demonio trata de tentar a Jesús porque no sabía que Jesús era Dios, aunque su inteligencia angélica le hacía sospechar que Jesús era un hombre muy especial, a quien Dios acompañaba con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer; todo lo cual aumentaba su intriga acerca de quién era Jesús, aunque de ninguna manera podía saber que era Dios Hijo encarnado. Por esta razón es que se decide a hacer una empresa imposible y también blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.

Para hacer caer a Jesús en algún pecado, el Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Visto humanamente, era una tentación muy grande, porque Jesús, después de cuarenta días de ayuno, era lógico que experimentara hambre, y si era un hombre de Dios, como suponía el Demonio, podía obrar ese milagro, hacer que las piedras se convirtieran en panes para así satisfacer su hambre. Pero Jesús rechaza la tentación y al mismo tiempo contesta con la Escritura: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. Así Jesús nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura- es el alimento principal para el hombre, y en nuestro caso, los católicos, no solo lo es la Palabra de Dios “escrita”, sino también y sobre todo la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación y ese alimento espiritual es la Sagrada Eucaristía. Así Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos primero por el alimento del alma y este alimento espiritual es la Palabra de Dios escrita -Sagrada Escritura- y la Palabra de Dios encarnada -Cristo Jesús en la Eucaristía-, la cual sacia al alma con la substancia misma de la Trinidad con el Amor del Sagrado Corazón de Jesús, el Espíritu Santo. Solo después de saciar el hambre espiritual de Dios, debe el hombre ocuparse del alimento corporal, el cual a su vez de nada sirve si no se provee antes al alimento espiritual. Algo a tener en cuenta es que, si Jesús cedía a la tentación y realizaba el milagro que le proponía el Demonio, de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; pero al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechazo de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].

Luego de ser vencido en la primera tentación, el Demonio vuelve a la carga con la segunda tentación y para eso lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”, según lo relata el Evangelio: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad Santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Esta vez, Jesús no solo no cede a la tentación, sino que también le responde citando a la Sagrada Escritura, como en la primera tentación: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. En este caso, el Ángel caído trata de que Jesús cometa el pecado llamado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles para que detengan su caída si se arroja desde lo alto del templo, pero si Jesús hiciera esto, cometería este pecado de presunción o temeridad, porque por un lado, no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y por otro, es temerario y presuntuoso desafiar literalmente a Dios, para que lo salve de un peligro en el que Él se estaría exponiendo libremente. Es decir, se expone a un peligro mortal y luego le dice a Dios que lo salve y eso es temeridad y soberbia. Al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos y temerarios, en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, nos pongamos en el peligro en el que nos pongamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si nosotros libremente nos ponemos en ocasión de perder la vida, no podemos luego desafiar a Dios pidiéndole que nos libre, porque así está escrito: eso es presunción, temeridad y soberbia. Si Jesús hubiera accedido hubiera cometido un pecado y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo y no importa que esté escrito que Jesús enviaría a sus ángeles para salvarlo, porque eso es para quien no desafía a Dios. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu que se origina en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo y siendo el centro de sí mismo, su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. O incluso, todavía peor: “Yo hago lo que quiero y Dios tiene la obligación de obedecerme, porque así está escrito”. No es una casualidad que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica sea precisamente: “Haz lo que quieras” y no es por casualidad, porque es un mandamiento satánico, que desafía directamente a Dios.

La Serpiente Antigua, derrotada en sus dos primeros intentos, arremete contra Jesús por tercera y última vez, con la tercera y última tentación. Con esta tentación, el Demonio, que no es más que una creatura y, peor todavía, una creatura que ha perdido la gracia y ha sido expulsada para siempre de los cielos eternos, pretende que Jesús, que es el Hombre-Dios, lo adore y esto a cambio de riquezas y poderes terrenos. Dice así el Evangelio: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Nuevamente Jesús, haciendo recurso a las Sagradas Escrituras, le responde con las Escrituras: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a Él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Esta tercera tentación, o tercer pecado, si es que se ceden a las dos primeras, constituye la profundización de la caída espiritual del hombre: con la primera tentación, la conversión de piedras en pan, se significa la satisfacción de las pasiones, es decir, la satisfacción de la concupiscencia de la carne; con la segunda tentación, se cae en la satisfacción sacrílega de la concupiscencia del espíritu, que consiste en la adoración de sí mismo, al ser el hombre el legislador de su propia ley, desplazando a la Ley de Dios; finalmente, luego de ceder a la concupiscencia de la carne y del espíritu, luego de la satisfacción de la carne y del espíritu, con el auto-ensalzamiento de sí mismo, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración sacrílega de una creatura, de un ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua, que no es más que una simple creatura; una creatura que, además de ser nada más que una simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio y rechazo absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios, por haberse negado cumplir aquello para lo cual había sido creado, el adorar, amar y servir a la Trinidad y al Hombre-Dios Jesucristo. La adoración al Demonio se da de diversas maneras en nuestros días: con el ocultismo, la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a las figuras del Demonio como el Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa; también se adora al demonio de modo indirecto al considerar al dinero como fin supremo de la vida, de ahí la advertencia de Jesús: “sólo a Dios se debe adorar”. Dios, que está en la Cruz y en la Eucaristía, al contrario del Demonio, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete en cambio, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la alegría eterna en la Jerusalén celestial.

         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. También nosotros, católicos del siglo XXI, que peregrinamos por el desierto de la vida, del tiempo y de la historia humana hacia la Jerusalén celestial, también somos tentados por la Serpiente Antigua, el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, el espíritu inmundo, pero el Hombre-Dios Jesucristo, con su ayuno de cuarenta días en el desierto y con la firme resistencia a las tentaciones del Demonio, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación -ayuno, oración, Palabra de Dios escrita y encarnada, la Sagrada Eucaristía- y así el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por su gracia y por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos Jesús crucificado y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos en el altar del sacrificio ante su Presencia Eucarística.

 



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.


miércoles, 2 de marzo de 2022

“El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús”

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2022)

         “El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús” (cfr. Lc 4, 1-13). En este Evangelio se contraponen en forma antagónica las acciones de los dos espíritus: el Espíritu de Dios y el espíritu demoníaco. El Espíritu de Dios lleva a Jesús al desierto, un lugar que naturalmente es poco atractivo para el ser humano debido a sus características: el desierto se asocia a desolación, soledad, tristeza, temperaturas extremas –calor extremo en el día y frío extremo en la noche-, peligro –presencia de víboras, serpientes, escorpiones-, sed –ausencia o carestía extrema de agua-, hambre –en el desierto es imposible la caza o el cultivo-. Por otro lado, el espíritu demoníaco, es decir, Satanás, el Ángel caído, le propone a la naturaleza humana del Hijo de Dios encarnado, las tentaciones, es decir, aquello que provoca satisfacción en el hombre caído, el hombre pecador. Con respecto a las tentaciones, hay que decir que Jesús no podía jamás caer en pecado, aun cuando la tentación fuera la más fuerte de todas y esto porque Jesús de Nazareth es Dios Hijo en Persona y Dios no puede pecar porque Él es la Gracia Increada, por eso la tarea del demonio es en vano, es inútil.

         “El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús”. En el Evangelio entonces se contraponen dos espíritus, el Espíritu de Dios y el espíritu demoníaco, Satanás, el Ángel caído y los dos interactúan con la naturaleza humana de Jesús con objetivos distintos: uno, el Espíritu de Dios, lo lleva al desierto para que la naturaleza humana de Jesús, por medio de la mortificación y el sufrimiento que implica, se fortalezca; el otro, el espíritu satánico, obra sobre la naturaleza humana de Jesús para, mediante el falso deleite de las pasiones, haga caer en el pecado a Jesús, lo cual es imposible que suceda, pero el Demonio lo intenta de todas formas, porque la naturaleza humana de Jesús está unida al Ser divino trinitario, que es de donde brota, como una fuente de agua cristalina, la Gracia Increada.

“El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús”. A diferencia de Jesús, que no podía pecar porque Él es el Hombre-Dios, nosotros sí podemos pecar; de hecho, nacemos con el pecado original y somos tentados desde que comenzamos a existir, hasta el último segundo de nuestra vida terrena y esto lo puede experimentar cada uno, porque llevamos la marca del pecado original en el alma. Lo que nos enseña Jesús es que, aun cuando la tentación fuera muy grande, la más grande que pueda soportar nuestra humanidad, si somos sostenidos por la gracia santificante, nunca caeremos en pecado y así la tentación se volverá no ocasión de caída, sino ocasión de crecimiento en la gracia, lo cual quiere decir crecimiento en el Amor de Dios. Las tentaciones de Jesús nos enseñan que la tentación puede ser vencida, pero solo con la gracia de Dios, además de la oración y el ayuno y esto lo vemos en Jesús: Jesús ES la Gracia Increada, ora al Padre en el Espíritu Santo y hace ayuno, no de un día o dos, sino de cuarenta días. Nuestro espíritu humano es sometido a la tentación desde que comienza a existir, hasta que deja esta vida terrena, pero lo que Jesús nos enseña es que la tentación no necesariamente finaliza en el pecado, sino que, con la ayuda de la gracia, la oración y el ayuno, se puede convertir en ocasión de crecimiento en el Amor de Dios.

sábado, 13 de febrero de 2016

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentado por el Demonio”



(Domingo I - TC - Ciclo C – 2016)


         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, en donde Jesús ayuna durante cuarenta días y cuarenta noches. Al finalizar su ayuno, Jesús experimenta hambre; es en ese momento en el que se le aparece el Demonio, quien lo tienta para tratar de hacerlo caer (en realidad, el Demonio tentó a Jesús durante los cuarenta días, aunque no dice nada acerca de la naturaleza de estas tentaciones; sí relata el Evangelio cuáles son las tres tentaciones a las que lo somete el Demonio, al finalizar los cuarenta días de ayuno). Ahora bien, hay que decir que esto que pretendía el Demonio, el hacer caer a Jesús por medio de las tentaciones, era imposible, debido a que Jesús era Dios Hijo encarnado, por lo cual nunca habría podido ni siquiera tener la más ligera vacilación frente a la tentación. Si Jesús se deja tentar por el Demonio, es sólo para darnos ejemplo de cómo tenemos que hacer frente a las tentaciones, lo cual es sumamente útil para nuestra vida espiritual puesto que, como dice el Santo Cura de Ars, “seremos tentados hasta el último instante de nuestra vida”.
         En la primera tentación, el Demonio trata de hacer caer a Jesús por medio del hambre corporal; sabe que ha estado cuarenta días y noches sin ingerir alimento alguno y que siente hambre. Aprovechándose aviesamente de la debilidad natural del cuerpo de Jesús, luego de tanto tiempo sin ingerir alimentos, el Demonio trata de convencer a Jesús de que pida a Dios que “convierta las piedras en panes”: Dios es bueno y no dejará de hacer un milagro como este, para que Jesús pueda alimentarse. Jesús le responde que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Así, Jesús nos enseña que, si alimentamos el cuerpo con el alimento terreno, es mucho más importante alimentar el alma con el manjar exquisito de la Palabra de Dios, la cual proporciona todo al alma todo aquello que Dios es: luz, amor, paz, alegría, fortaleza. Así, Jesús nos enseña –y sobre todo a los padres de familia- que si nos preocupamos y desvelamos por el alimento corporal, mucho más lo debemos hacer por el alimento espiritual, la Palabra de Dios. Además, al poner por encima la satisfacción del hambre espiritual con la Palabra de Dios, sobre la satisfacción del hambre corporal con el alimento terreno, Jesús nos advierte no solo contra la tentación de la gula -es decir, el ingerir alimentos cuando no hay necesidad alguna de hacerlo o bien, el gasto excesivo en alimentos exóticos y demasiado caros-: también nos advierte contra la tentación del hedonismo, la tentación de pretender los sentidos sin medida ni regla moral alguna. El cristiano, por el contrario, debe ser ascético y sobrio, mortificando su cuerpo y no concediéndole todo lo que el cuerpo le pide, además de privilegiar el alimento de la Palabra de Dios por sobre el alimento corporal.
         En la segunda tentación, el Diablo pasa ya al plano espiritual, tratando de que Jesús caiga en la petición de milagros absurdos e innecesarios, es decir, trata de que Jesús lo imite a él en su tarea diabólica de tentar, pidiendo un milagro que es absolutamente innecesario. Primero, lo lleva al pináculo del templo y le dice que se tire desde allí hacia el vacío: Dios, que es bueno, “mandará sus ángeles para que lo protejan de su caída”. Jesús responde con la Escritura: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trataba de un milagro innecesario, inútil, y su petición, un acto temerario contra Dios, porque en primer lugar, no tenía necesidad alguna de subir al pináculo del templo; en segundo lugar, si se arrojaba, lo hacía por propia voluntad y con total libertad, demostrando que quería caer desde lo alto, sin que nadie lo obligara, para luego pedirle a Dios que envíe a sus ángeles. Pero si Jesús cedía a esta tentación, cometía un acto de temeridad, de desafío a Dios, pidiendo un milagro absurdo e innecesario. Así, Jesús nos enseña que debemos estar muy atentos a no caer en esta tentación, pues muchas veces somos nosotros mismos quienes nos alejamos de Dios y nos arrojamos al vacío, para luego quejarnos de Dios, porque Dios “no nos ayuda”. Debemos prestar mucha atención, porque es en realidad esto último lo que pasa: somos nosotros quienes nos alejamos voluntariamente de Dios, cayendo en el vacío de la existencia de Dios –esto es lo que está representado en la hipotética caída voluntaria de Jesús desde el pináculo del templo. Es esto lo que hacemos –alejarnos de Dios, arrojarnos al vacío de una vida sin Dios- toda vez que nos alejamos de los sacramentos, porque para los católicos, la unión con Dios se da por la fe, por el amor y sobre todo por los sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía-. Y al alejarnos de Dios, perdemos la luz de su Sabiduría, que nos permite obrar según la Divina Voluntad, comportándonos temerariamente por doble partida: por alejarnos de su Voluntad –por hacer algo que Él no quiere que hagamos- y por pedir, desde esta posición, algo que no es acorde a su santa Voluntad. Esto es lo que nos enseña Jesús con la segunda tentación.
         Luego el Demonio lo lleva a lo más alto de una montaña, le muestra los reinos de la tierra “y su gloria mundana” y le dice que “le dará todo eso si, postrándose, lo adora”, a lo cual Jesús responde, también citando la Escritura: “Sólo a Dios adorarás”. Así, Jesús nos enseña a despreciar los honores mundanos y las riquezas terrenales, además de la vanagloria, porque detrás de todo eso está el Demonio; nada de eso se debe desear y mucho menos, se debe adorar al Demonio, sino sólo a Dios, Uno y Trino, encarnado en la Persona del Hijo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por eso solo se debe adorar la Eucaristía y nada más que la Eucaristía. Por otra parte, el Demonio, “Padre de la mentira”, no puede dar lo que promete, y como es el Engañador por excelencia, lo único que pretende es perder el alma del hombre, al cometer el acto más perverso y erróneo que jamás alguien pueda cometer, la adoración de una creatura –que encima es perversa y maligna-, como es el Demonio (o también, los ídolos demoníacos, como el Gauchito Gil, San La Muerte, la Difunta Correa, entre otros muchos).
         Por último, notemos que tanto el Demonio, para sus tentaciones, como Jesús, para resistir a las mismas, citan a las Sagradas Escrituras, aunque con fines y con métodos de interpretación diametralmente opuestos: el Demonio cita las Escrituras para justificar la perversión, torciendo su sentido, porque la Escritura de Dios jamás puede inducir al mal, en esto se ve el accionar de las sectas, pero también de muchos católicos que malinterpretan las Escrituras, buscando auto-justificarse en su pecado. Por su parte, Jesús también acude a las Escrituras –obviamente, con el único sentido posible, el de iluminar las tinieblas del hombre- para responder a las tentaciones con la Palabra de Dios, enseñándonos que es así como debemos proceder: buscando siempre la recta interpretación católica, sin apartarnos de las enseñanzas del Magisterio, no interpretando la Biblia según nuestro propio parecer o nuestros propios caprichos y mucho menos acomodar la Fe católica a nuestros incrédulos razonamientos humanos.

Ahora bien, si Jesús cita la Palabra de Dios escrita para responder a las tentaciones del Demonio, para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios no está sólo en la Biblia: está también en la Tradición y en el Magisterio y, sobre todo, está encarnada en la Eucaristía, de manera que es a todas estas fuentes a las que debemos recurrir para resistir y vencer a la tentación. Sólo los sectarios piensan que la Palabra de Dios está sólo en la Escritura: para nosotros, los católicos, está en tres lugares: Tradición, Magisterio y Biblia, además de estar encarnada, gloriosa, en la Eucaristía. Como dice el Santo Cura de Ars, “seremos tentados hasta el momento antes de morir”, pero tenemos que saber que si recurrimos al auxilio de la Palabra de Dios, tal como nos da ejemplo Jesús, no solo nunca caeremos en la tentación, sino que, cuanto más seamos tentados, tanto más saldremos fortalecidos. 

miércoles, 16 de enero de 2013

Si quieres, puedes purificarme. Lo quiero, queda purificado



“Si quieres, puedes purificarme. Lo quiero, queda purificado” (Mc 1, 40-45). La lepra, enfermedad corpórea que provoca graves lesiones, es figura del pecado, enfermedad espiritual que lesiona al alma en grados diversos, hasta provocarle la muerte. La analogía y comparación con la lepra es necesaria porque el pecado, al no provocar lesiones visibles ni daños sensibles, crea la falsa sensación de que el cometer un pecado –sea venial o mortal- no tiene consecuencia alguna, y por lo tanto, no tiene importancia alguna. Sin embargo, el pecado tiene gravísimas consecuencias en todos los niveles, en el alma, en la Creación, en la sociedad humana, en el Cuerpo Místico de Cristo, y en su Cuerpo físico, y este es el motivo por el que, quien comete un pecado, sobre todo si es mortal, debe advertir sus consecuencias, para precaverse y evitar el pecado con todas sus fuerzas.
Las consecuencias del pecado en el alma, pueden apreciarse con toda claridad en las visiones de Santa Brígida. En el Capítulo 13 del Libro de las Revelaciones celestiales, cuyo título es: “Acerca de cómo un enemigo de Dios tenía tres demonios dentro de él y acerca de la sentencia que Cristo le aplicó”, dice así Santa Brígida: “Mi enemigo tiene tres demonios en su interior. El primero reside en sus genitales, el segundo en su corazón, el tercero en su boca. El primero es como un barquero, que deja que el agua le llegue a las rodillas, y el agua, al aumentar gradualmente, termina llenando el barco. Entonces se produce una inundación y el barco se hunde. Este barco representa a su cuerpo, que es asaltado por las tentaciones de demonios, y por sus propias concupiscencias, como si fueran tormentas. La lujuria entró primero hasta la rodilla, es decir, a través de su deleite en pensamientos impuros. Al no resistir con la penitencia, ni tapar los agujeros mediante los parches de la abstinencia, el agua de la lujuria creció día a día por su consentimiento. Entonces, el barco repleto, o sea, lleno por la concupiscencia del vientre, se inundó y hundió el barco en lujuria, de forma que no pudo llegar al puerto de la salvación.
El segundo demonio, que residía en su corazón, es como un gusano dentro de una manzana, que primero come la  piel de la manzana y después, tras dejar ahí sus excrementos, merodea por el interior de la manzana hasta que todo el fruto se descompone. Esto es lo que hace el demonio. Primero debilita la voluntad de la persona y sus buenos deseos, que son como la cáscara, donde se encuentra toda la fuerza y bondad de la mente y, cuando el corazón se vacía de estos bienes, pone en su lugar, dentro del corazón, los pensamientos mundanos y las afecciones hacia los que la persona se haya inclinado más. Así, impele al cuerpo hacia su propio placer y, por esta razón, el valor y entendimiento del hombre disminuyen y su vida se vuelve aburrida. Es, de hecho, una manzana sin piel, o sea, un hombre sin corazón, pues entra en mi Iglesia sin corazón, porque no tiene caridad.
El tercer demonio es como un arquero que, mirando por la ventana, dispara a los incautos. ¿Cómo no va a estar el demonio dentro de un hombre que siempre lo incluye en su conversación? Aquél que amamos es a quien más mencionamos. Las duras palabras con las que él hiere a otros son como flechas disparadas por tantas ventanas como veces mencione al demonio o sus palabras hieran a personas inocentes y escandalicen a la gente sencilla.
Yo, que soy la verdad, juro por mi verdad que lo condenaré como a una ramera, a fuego y azufre; como a un traidor insidioso, a la mutilación de sus miembros; como a un bufón del Señor, a la vergüenza eterna. Sin embargo, mientras su alma y su cuerpo permanezcan unidos, mi misericordia está aún abierta para él. Lo que exijo de él es que atienda con mayor frecuencia los divinos servicios, que no tenga miedo de ningún reproche ni desee ningún honor y que nunca vuelva a tener ese siniestro nombre en sus labios”[1].
En la Creación, el pecado provoca trastornos de todo tipo, que dependen del tipo de pecado. Por ejemplo, la avaricia y la codicia, llevan a la destrucción de lo creado, como sucede por ejemplo en la depredación que realiza el hombre en las selvas, los mares, las montañas.
En la sociedad, el pecado actúa de modo muy visible, creando estructuras de pecado, a las que las hace ver como “normales”, como por ejemplo, las clínicas abortistas, las clínicas eutanásicas, los lugares de recreación en los que se pervierte la sana y necesaria diversión con música inmoral que exalta la lascivia y la lujuria, como la cumbia y el rock; otras estructuras de pecado la constituyen los medios de comunicación masiva como la televisión, el cine e internet, por medio de los cuales se difunde la inmoralidad, el materialismo, el hedonismo, el ateísmo y la rebelión a Dios y a sus mandamientos. Otras estructuras de pecado son: las pandillas juveniles, el alcoholismo, la pornografía, la drogadicción, la corrupción política, el trabajo esclavo, la prostitución, el robo institucionalizado, etc. En una sociedad, el pecado se manifiesta visiblemente en la fealdad de la ciudad, en su escasa higiene, en el desorden, en el delito imperante, en el caos.
En el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, el pecado de sus miembros, los bautizados, se hace sentir, por cuanto debilita las fuerzas de la Iglesia en su misión de comunicar el Amor de Cristo a los hombres: la falta de caridad de sus miembros; la frialdad y el desinterés por el prójimo necesitado; la acepción de personas; la búsqueda de bienes materiales en vez de los bienes eternos; la tibieza; la falta de oración; el obrar buscando la aprobación y el honor del mundo y no la gloria de Dios, etc.
En el Cuerpo físico de Cristo, el pecado obra actualizando su Pasión: los golpes, los hematomas, las lesiones de todo tipo, los arañazos, las trompadas, las heridas abiertas y sangrantes, los puñetazos recibidos en el rostro por Cristo, las patadas dadas a su Cuerpo, las heridas provocadas por su pesada Cruz, las heridas de su cuero cabelludo, producidas por las gruesas espinas de su corona, los clavos de hierro que perforaron sus manos y sus pies, la lanzada que abrió su costado, estando ya Jesús muerto, y la muerte física misma de Jesús, todo es consecuencia del pecado, cuyo castigo es sufrido por Cristo, para que no suframos nosotros el castigo merecido por la malicia de nuestro corazón.
“Señor, si quieres, puedes purificarme. Lo quiero, queda purificado”. Si la lepra es figura del pecado, la curación es figura del Sacramento de la penitencia o reconciliación, sacramento por el cual se vierte en el alma la Sangre de Cristo crucificado, dejándola limpia de todo pecado, y resplandeciente por la gracia santificante, además de convertirla en morada de las Tres Divinas Personas.


[1] Cfr. http://aparicionesdejesusymaria.files.wordpress.com/2011/06/santa-brc3adgida-el-libro-de-las-revelaciones-celestiales.pdf