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jueves, 13 de marzo de 2025

“Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”

 


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2025)

“Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante” (Lc 9, 28b-36). El relato del Evangelista describe lo que en el Monte Tabor aparece visiblemente ante los ojos de Pedro, Santiago y Juan: en la cima del Monte Tabor, Jesús resplandece con una luz blanca, resplandeciente: “Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”. El fenómeno descripto por el Evangelista es aquello que de inmediato capta la atención de los discípulos que están frente a Jesús y es la luz que se irradia desde Jesús, desde la humanidad de Jesús. Ahora bien, lo que debemos tener en cuenta es que se trata de un fenómeno sobrenatural, es decir, un fenómeno que se origina en Jesús, que es Dios, y por lo tanto, aunque el fenómeno de la emisión de luz por parte de Jesús se describe con lenguaje humano, el lenguaje no puede transmitir la real magnitud del esplendor de Jesús, llamado por la Iglesia como “Transfiguración”.

Por esta razón, debemos preguntarnos: ¿de qué luz se trata? Porque la esencia de la Transfiguración es la emisión de luz por parte de Jesús y, siendo así, no se trata de un hecho secundario, sino central; en otras palabras, dilucidar la naturaleza de la luz emitida por Jesús, nos conduce no solo a saber de qué luz se trata, sino la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, emite luz radiante, resplandece “con una blancura deslumbrante”, como dice el Evangelista.

La interpretación racionalista es la propia de quienes niegan la naturaleza divina de Jesús y sea desde fuera o desde dentro de la Iglesia, pretenden instalar un discurso racionalista-progresista, negador de todo lo sobrenatural, de lo celestial, de lo divino, sería que la luz emitida por Jesús se trata, en realidad, de la luz natural: el racionalismo progresista católico, que tuerce la fe en la dirección del evangelismo protestante, dice que esta emisión de luz, a la que la Iglesia llama “Transfiguración”, no es otra cosa que un fenómeno óptico o visual, una especie de distorsión de la realidad provocada por la imaginación de los Apóstoles: en realidad, la Transfiguración, para un racionalista, no es otra cosa que la luz del sol: el día estaba nublado y, en un determinado momento, las nubes corridas por el viento dan lugar a la aparición del sol, cuyos rayos, convergiendo de forma repentina e intensa sobre el rostro y la humanidad de Cristo, por unos pocos segundos o minutos, da la sensación visual de una luminosidad extraordinaria, fuera de lo normal. Es obvio que esta interpretación racionalista no se corresponde con la fe católica.

La respuesta a la pregunta sobre la verdadera naturaleza de la luz de la Transfiguración emitida por Jesucristo en el Monte Tabor la proporcionan los monjes griegos del Monte Athos, los cuales dicen así: “La luz de la inteligencia es diferente a la luz percibida por los sentidos. La luz sensible nos hace percibir los objetos materiales, al alcance de nuestros sentidos, mientras que la luz intelectual nos manifiesta la verdad que está en la inteligencia. La vista y la inteligencia perciben dos luces distintas. Sin embargo, en aquellos que son dignos de recibir la gracia y la fuerza espiritual y sobrenatural, reciben tanto por la vista como por la inteligencia una luz que está más allá de toda luz creada, de todo sentido y de toda inteligencia… Esta luz no es conocida sino por Dios, porque Él mismo es esa luz, y la da a conocer a quienes tienen la experiencia de la gracia”[1]. Según esta última interpretación, se puede decir que la luz que irradia de Cristo es la luz de Dios que ilumina el intelecto humano, concediendo a éste una capacidad superior a la normal, con la cual puede ver lo que antes estaba oculto, en este caso, la verdad sobre la divinidad de Cristo[2]. Esta interpretación explica qué es lo que sucede en el intelecto humano cuando es iluminado por la luz de la gracia, a través de la cual puede conocer la divinidad de Cristo; esta es una respuesta que da la interpretación verdadera sobre la luz de Cristo en el Tabor. Es por eso que los discípulos ven la luz de Cristo con los ojos del cuerpo y con la inteligencia, pero la experiencia propiamente mística y sobrenatural, es ver a Cristo envuelto en su gloria divina. En otras palabras, Cristo es Dios; Él, en cuanto Dios, emite la luz de su gloria divina trinitaria en el Monte Tabor; los Apóstoles, iluminados por la gracia, perciben la luz divina trinitaria auxiliados por la gracia; el Evangelista describe esta luz divina trinitaria como luz de “blancura deslumbrante”, haciendo una analogía con lo que él conoce en la naturaleza, pero refiriéndose a un fenómeno sobrenatural que sobrepasa infinitamente todo fenómeno natural conocido.

Los monjes del Monte Athos distinguen entonces dos luces, la de la inteligencia y la de la sensibilidad, de otra luz, la luz increada, la luz divina, que sobrepasa infinitamente a estas dos[3]. Es esta última luz, la luz de la divinidad, la luz de la Santísima Trinidad, la que surge de Cristo en el Monte Tabor como de su fuente.

La luz que irradia de Cristo en el Monte Tabor y que provoca su Transfiguración, es la luz que procede de su propio ser divino trinitario, de su propia esencia divina, de su propia naturaleza divina trinitaria. “Dios es luz”, dice el evangelista Juan[4], y Cristo afirma de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo”[5], y la Iglesia lo confirma en el Credo Niceno-Constantinopolitano al referirse a Jesucristo como: “Dios de Dios, Luz de Luz”[6] y esta “Luz de Luz” la que Cristo emite en el Monte Tabor, la que resplandece a través de su Humanidad Santísima y la que la Iglesia denomina “Transfiguración”.

Entonces, la luz que emite Cristo no es una luz natural, como la luz del sol, ni tampoco es una luz en sentido analógico, como la luz de la razón humana: es la luz de la gloria del Ser divino trinitario y esta consideración es esencial porque, a diferencia de la luz creada, la luz del Ser divino trinitario, la luz que emite Jesús, Luz de Luz, Dios de Dios, es una luz viva, porque posee la vida del Ser divino de la Trinidad y esta luz que es Vida Increada, da vida a quien ilumina, en este caso, a los hombres. Y además de iluminarlos, los une al Ser divino de Dios Trino, es decir, une a Dios con los hombres y así el hombre, iluminado por Cristo, Luz Eterna de Dios, vive una nueva vida, una vida que ya no es la vida humana, sino una participación a la vida divina trinitaria, y ya no vive en tinieblas, ni en las tinieblas del error, ni en las tinieblas de la mentira, ni en las tinieblas del pecado y, todavía más, es liberado de la opresión y del dominio de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, cumpliéndose así las palabras de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

Jesús dice que aquel a quien Él ilumine, tendrá “la luz de la vida”, es decir, será iluminado por la luz divina del Ser divino trinitario y como esta luz divina es una luz viva, que da la vida de la Trinidad a quien ilumina, el que sea iluminado por Cristo tendrá en sí la luz de la Trinidad, una luz que es vida porque es viva, pero con una vida distinta a la humana y a la angélica, porque es la vida misma de la Santísima Trinidad. Es una vida en la que la persona humana iluminada entra a participar de la vida de la Trinidad, es decir, comienza una vida de íntima comunión de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esta razón, mucho más que simplemente “no vivir en tinieblas”, quien es iluminado por Cristo vive con la luz viva de la Trinidad y esto quiere decir entrar en íntima comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Sacrosanta Trinidad, algo que es tan inmensamente grandioso y sublime, que no nos alcanzarían eternidades de eternidades, ni para comprenderlo, ni para dar gracias por tan inmerecido don, conseguido al precio de la Sangre de Cristo derramada en la Cruz.

Éste es un primer aspecto a considerar en la Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte Tabor, el de la naturaleza de la luz que emite Jesús y qué efectos produce en el alma a quien Jesús ilumina.

El otro aspecto a considerar en la Transfiguración es que Jesús se transfigura, es decir, deja resplandecer la luz de la gloria divina de su Ser divino trinitario antes de la Pasión, dice Santo Tomás, con el objetivo de hacerles ver a sus Apóstoles que Él es Dios y que luego del drama de la Pasión, luego de su Dolorosa y Sangrienta Pasión, luego de su Muerte en Cruz, Él habría de resucitar con su poder divino. Jesús se transfigura, deja resplandecer la luz de su divinidad, para hacerles ver que Él es Dios en Persona y que en cuanto tal, tiene poder sobre la vida y la muerte; Él es “el Alfa y el Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); Él es “el que estaba muerto y ahora vive” (cfr. Ap 1, 18) para siempre y su reino no tendrá fin, porque durará por eternidades de eternidades.

En el Monte Tabor, el Hombre-Dios Jesucristo aparece envuelta en la luz gloriosa de la Trinidad, para que su Iglesia de todos los tiempos contemple esta gloria divina y contemplándola, comprenda que luego de la Cruz viene la Luz; comprenda que no hay Luz sin Cruz; comprenda que a la Eterna Luz se llega por el Madero Santo de la Cruz; comprenda que no hay Monte Calvario sin Monte Tabor y no hay Monte Tabor sin Monte Calvario; Cristo se transfigura en el Monte Tabor para que nosotros, que somos su Iglesia, comprendamos que solo por la Santa Cruz viene la gloria eterna y la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Trinidad.

Un último aspecto a considerar en la Transfiguración es que tanto el Cristo Crucificado y Sangrante del Monte Calvario, como el Cristo Resplandeciente y luminoso del Monte Tabor, está en Persona, real, verdadera y substancialmente, en ese Nuevo Monte Calvario, en ese Nuevo Monte Tabor, que es el Altar Eucarístico, el Altar del Sacrificio. Es decir, en la Eucaristía está contenida la misma gloria divina trinitaria que resplandece en la Humanidad de Jesús en el Monte Tabor, en la Transfiguración, solo que está oculta a la percepción sensible de nuestros ojos corporales.

En el Nuevo Monte Tabor, el Altar Eucarístico, la Humanidad y la Divinidad de Jesucristo están contenidas en el Sacramento de la Eucaristía; Cristo Eucaristía resplandece en el Altar Eucarístico, Nuevo Monte Tabor, para hacernos ver que la Cruz de esta vida terrena es pasajera y que luego de esta Cruz nos espera la luz de la gloria divina contenida en la Eucaristía. Además, por la Eucaristía, somos iluminados con la luz de la gloria del Cristo Eucarístico, luz que nos hace entrar en comunión de vida y amor, ya desde esta vida terrena, con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre y el Espíritu Santo. La Iglesia oriental, en la fiesta de la Transfiguración, le dirige a Cristo Dios esta oración: “Tú te has transfigurado sobre la montaña, oh Cristo Dios, y la gloria ha colmado de tal admiración a Tus discípulos, que al verte crucificado han comprendido que tus sufrimientos son voluntarios y por eso anunciarán al mundo que Tú eres verdaderamente el Esplendor del Padre”[7]. Nosotros podemos decir, análogamente: “Tú, Cristo Dios, apareces transfigurado en la gloria del sacramento del altar, para hacernos comprender que unidos a tu cruz en esta vida, viviremos para siempre en la gloria de Dios Trino en la vida eterna”.

 



[1] Cfr. Lossky, ibidem, 220.

[2] Cfr. Vladimir Lossky, Théologie mystique de l’Église d’Orient, Ediciones Montaigne, Paris 1944, 220.

[3] Cfr. Lossky, ibidem, 220.

[4] 1 Jn, 1, 5.

[5] Jn 8, 12.

[6] Cfr. Misal Romano, Liturgia de la Palabra, Credo.

[7] Cfr. Lossky, ibidem, 145, nota 1.


miércoles, 2 de agosto de 2023

Fiesta de la Transfiguración del Señor

 



(Ciclo A – 2023)

El Evangelio relata la Transfiguración del Señor de la siguiente manera: “(los vestidos de Jesús) se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero[1] en el mundo”. Esto nos lleva preguntarnos qué es un “batanero” y la Real Academia Española nos dice que es la persona que trabaja con un “Batán”[2], siendo el batán una especie de máquina hidráulica que se usaba ya sea para cambiar la textura de la prenda -dejándola más compacta-, ya sea para desengrasarla, es decir, limpiarla. A falta de una palabra adecuada que pueda revelar la naturaleza de la Transfiguración del Señor, el Evangelista utiliza una palabra conocida en la época y es la de “batanero”. De esta manera, describe la Transfiguración, la cual es, en realidad, una epifanía, es decir, una manifestación visible de la gloria divina, una manifestación visible de la gloria de Dios Uno y Trino. En el Monte Tabor, Jesús se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan, es decir, revela visiblemente la gloria divina que brota de Acto de Ser divino trinitario, con lo cual sus Apóstoles tienen, además de los milagros que hace Jesús, una prueba irrefutable de que Cristo es Dios y no simplemente un hombre santo o un profeta santo. La primera epifanía se dio en Belén, cuando Jesús Niño se transfigura y deja manifestarse visiblemente su gloria divina; la otra epifanía es su Bautismo en el río Jordán y ahora con esta, completa las tres epifanías con las cuales Jesús demuestra que es Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth.

En relación a los judíos, la Transfiguración es en realidad una continuación de la revelación recibida por los judíos a través de los profetas, entre ellos, el Profeta Daniel. Si hubieran prestado atención a esta revelación de los profetas, no habrían crucificado al Señor de la gloria, Cristo Jesús. Es decir, los judíos, en cierto sentido, siendo el Pueblo Elegido, habían recibido ya en anticipo, a través del Profeta Daniel, el momento de la Transfiguración de Jesús, aunque no supieron que se trataba de Jesús de Nazareth sino hasta después la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. La Transfiguración de Jesús está anticipada en Daniel, cuando el Profeta describe la divinidad de Jesús, al ver a un “anciano sentado en unos tronos” -Dios Padre-, con una cabellera como lana limpísima -es la divinidad lo que señala como “limpísimo”-; el profeta describe el trono del anciano como “llamas de fuego”, con llamaradas que brotaban de las ruedas -anticipo del Espíritu Santo, quien se manifiesta como “fuego” en Pentecostés-; el “río impetuoso de fuego” es el Espíritu Santo, y los “millones de millones que le servían” al anciano, representan a las almas de los santos y también a los ángeles que perseveraron fieles a la Trinidad y no se rebelaron.

Luego Daniel relata que se “abren los libros” -es la Palabra de Dios escrita, la Sagrada Escritura-, al mismo tiempo que aparece “una especie de hombre venir entre las nubes del cielo” y ese hombre es Jesús de Nazareth, a quien Dios Padre le da “el poder, el honor y el reino” y este poder será “eterno” y su “reino no acabará”, porque Jesús será ensalzado en la gloria, a la diestra de Dios Padre, luego de su Pasión, Muerte y gloriosa Resurrección. Entonces, como ya lo dijimos anteriormente, el pueblo judío había recibido, aunque en figuras que no podían comprender, la revelación de Dios como Uno y Trino y la revelación de Jesús de Nazareth como el Hombre-Dios, como Dios Hijo que se encarna sin dejar de ser Dios -y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-. La Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor estaba contenida, en figura, en la revelación recibida por el Pueblo Elegido.

Otro aspecto a tener en cuenta en la Transfiguración es que, del mismo modo a como la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor no se entiende si no es a la luz del Monte Calvario, así también los judíos, habiendo recibido en anticipo la divinidad de Jesús, “el hijo de hombre”, a través del Profeta Daniel, así también (los judíos) habían recibido, en anticipo, la sangrienta Pasión del Hombre-Dios Jesucristo, en las visiones del “Cordero inmolado por nuestros pecados”, según el Profeta Isaías.

La Transfiguración en el Monte Tabor no se entiende si no es a la luz de otro monte, el Monte Calvario: entre estos dos montes, se desarrolla el drama del misterio salvífico de Jesús: en el Monte Tabor, lugar de la Transfiguración, Jesús se reviste de su gloria divina, la gloria divina y eterna que Él poseía desde toda la eternidad como Hijo de Dios; en el Monte Calvario, Jesús se reviste de su propia Sangre, la Sangre gloriosa del Cordero de Dios, que se derrama para obtener el perdón divino para la humanidad. Por esto mismo, si el Monte Tabor es obra de Dios Padre -porque la gloria que Jesús manifiesta es la gloria que Él como Hijo recibe del Padre desde la eternidad-, del mismo modo podemos decir que el Monte Calvario, en donde Jesús se cubre no de luz divina sino de su propia Sangra, que brota de sus heridas abiertas, es obra de nuestras manos, porque somos nosotros los que, con nuestros pecados, golpeamos la Humanidad Santísima de Jesús hasta hacerla sangrar y esto es así porque el pecado, una vez cometido, no se disuelve en el aire, sino que impacta, con mayor o menor violencia, en la Humanidad Santísima de Jesús. Es por esto que, si en el Tabor lo vemos resplandeciente de luz y de gloria divina, concedida por el Padre, en el Monte Calvario lo vemos cubierto de sangre y de heridas abiertas, provocadas por nuestros pecados.

Por esto mismo, porque la Transfiguración está íntimamente ligada a la Pasión del Señor, hagamos el propósito de no lastimar más a Jesús con nuestros pecados; hagamos el propósito de no abrir más heridas en su Humanidad Santísima, evitando el pecado; hagamos el propósito de vivir en estado de gracia, para recibirlo con su Humanidad gloriosa y con toda la gloria de su Ser divino trinitario, en la Sagrada Eucaristía. Pidamos la conversión eucarística, para nosotros y para nuestros seres queridos, para adorar en la Santa Misa al Cordero de Dios que sangra en la Pasión y derrama su Sangre en el Cáliz y que revela su gloria divina en la Sagrada Eucaristía.



[1]
1. 
m. Hombre que cuida de los batanes o trabaja en ellos; https://dle.rae.es/batanero

[2] 1. m. Máquina generalmente hidráulica, compuesta de gruesos mazos de madera, movidos por un eje, para golpear, desengrasar y enfurtir los paños; https://dle.rae.es/bat%C3%A1nA1n

sábado, 4 de marzo de 2023

“Jesús se transfiguró en el Monte Tabor”

 


(Domingo II - TC - Ciclo A – 2023)

         “Jesús se transfiguró en el Monte Tabor” (cfr. Mt 17, 1-9). Jesús sube al Monte Tabor y allí, en presencia de sus discípulos Pedro, Santiago y Juan, se “transfigura”. ¿Qué es la transfiguración? Es un fenómeno sobrenatural por el cual la Humanidad Santísima de Jesús comienza a emitir luz, una luz desconocida para los hombres, que se irradia a través del Cuerpo de Jesús. En la transfiguración hay que considerar que no se trata de una luz terrena, conocida por el hombre; tampoco se trata de una luz que viene desde lo alto e ilumina a Jesús; tampoco se trata de un fenómeno natural, como podría decir algún racionalista, en el que las nubes del cielo se corren para dejar paso a la luz del sol, cuyos rayos caen justo sobre Jesús y hacen dar la apariencia de que Jesús está iluminado. Nada de esto sucede en la transfiguración. Lo que sucede en la transfiguración es de orden sobrenatural, es decir, de origen divino, celestial y para entenderla, hay que considerar a la naturaleza divina; la naturaleza divina es luminosa por esencia, es decir, Dios es Luz y como Dios es Eterno, la Luz que es Dios es Luz Eterna. En la transfiguración, la luz que emana del Ser divino trinitario de Jesús, el Hijo de Dios, se transparenta a través de la Humanidad Santísima de Jesús, provocando que la Humanidad de Jesús, incluido su Rostro Santísimo y sus vestiduras, resplandezcan con una luminosidad más intensa que miles de millones de soles juntos.

         ¿Por qué Jesús se transfigura en el Monte Tabor?

         Porque está cerca su Pasión y Muerte en cruz y a causa de las heridas que sufrirá en su Pasión, su Cuerpo, su Humanidad, quedará cubierta con su Sangre Preciosísima; su Rostro, ahora bañado en luz divina, quedará cubierto por las heridas, los golpes, los hematomas que le propinarán los hombres y la sangre cubrirá su Rostro, al punto de volverlo irreconocible. En su Pasión, Jesús recibirá tantos golpes y tantas heridas, que quedarán abiertas y por las cuales brotará su Preciosísima Sangre, que será irreconocible, aun para sus discípulos más cercanos. Esto sucederá para que se cumpla la profecía de Isaías: “(El Salvador será) como ante quien se oculta el rostro”, para no ver el estado lamentable al que quedará reducido. Jesús será, dice el Profeta, “molido por nuestros pecados”, porque Él recibirá la furia de la Ira Divina, que se descargará sobre Él, el Cordero Inmaculado, el Cordero sin pecado, en vez de descargarse sobre nosotros, aunque lo merecemos por nuestros pecados.

         Jesús se transfigura, dice Santo Tomás, para que sus discípulos, al verlo cubierto de Sangre y de heridas, no desfallezcan por el desánimo y la tribulación de ver a su Maestro, con su Cuerpo cubierto por numerosas heridas abiertas y sangrantes y perseveren por el Camino del Calvario, recordando que ese Hombre al cual ellos ven llevando la Cruz, bañado en Sangre, cubierto de heridas, escupitajos, recibiendo incontables golpes de puños, de patadas, de insultos, es el mismo Hombre-Dios, que reveló su divinidad, resplandeciendo con la Luz Eterna de su Ser divino trinitario en el Monte Tabor.

         Si en el Monte Tabor la Humanidad Santísima de Jesús está cubierta de Luz Eterna, la luz que recibe del Padre desde la eternidad, en el Monte Calvario su Humanidad Santísima se cubrirá con su Sangre Preciosísima, que brotará a raudales a causa de nuestros pecados, por lo que si la transfiguración del Monte Tabor es obra de Dios Padre, que le concede desde la eternidad su luz divina, las heridas abiertas y sangrantes que cubren la Humanidad Santísima de Jesús en el Monte Calvario son obra nuestra, obra de nuestros pecados, sean públicos o privados, sean explícitos o escondidos a los ojos de los hombres, porque debemos saber que nuestros pecados tienen una consecuencia directa sobre Jesús y es el de golpear su Humanidad Santísima, con tanta más violencia, cuanto más grave es el pecado cometido.

         En este tiempo de Cuaresma, hagamos el propósito de no golpear a Jesús, hagamos el propósito de no abrirle más heridas en su Cuerpo Santísimo, hagamos el propósito de no herir a Nuestro Señor Jesucristo, para que su Sangre Preciosísima no brote a raudales de su Humanidad herida por los pecados de los hombres, por nuestros pecados; hagamos el propósito de no solo no herir más a Jesús, sino de convertir a nuestros corazones, por la gracia santificante, en otros tantos cálices vivientes en donde se recoja, con amor, piedad y devoción, la Preciosísima Sangre del Cordero.

martes, 23 de febrero de 2021

Jesús se transfigura en el Monte Tabor


 

(Domingo II - TC - Ciclo B - 2021)

         “Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr en la tierra” (Mc 9, 2-10). En la transfiguración, Jesús –su humanidad, sus vestiduras- resplandece con un brillo más refulgente que miles de millones de soles juntos. A esto se refiere el Evangelio cuando dice que era una “blancura que no se puede lograr en la tierra”, porque la luz con la que resplandece Jesús no es una luz creada; no se trata ni de la luz del sol, ni de la luz del fuego, ni mucho menos la luz artificial. Se trata de una luz que viene de lo alto; es una luz no recibida por Jesús, sino emanada por Él, desde lo más profundo de su Ser divino trinitario, porque Dios es Luz Eterna y Jesús es Dios, que es Luz Eterna. Entonces, la luz con la que son iluminados los Apóstoles en el Monte Tabor, es la luz de Dios, o mejor dicho, es Dios Trino, que en Sí mismo es Luz Eterna e Increada. También los discípulos son iluminados por la gloria de Dios, porque en el lenguaje bíblico, la luz es sinónimo de la gloria divina. Por esto mismo, al resplandecer Jesús en el Monte Tabor con una luz celestial, ilumina a los discípulos con la luz de la gloria divina, tal como en el Cielo son iluminados por la gloria celestial los ángeles y los santos que adoran a la Trinidad y al Cordero. La manifestación de la luz divina en el Monte Tabor es también similar al resplandor de gloria celestial con el que el Niño Dios manifestó su divinidad en el Pesebre de Belén, que es lo que se conoce como “Epifanía”.

         ¿Por qué resplandece Jesús solamente en estas dos ocasiones, en el Pesebre de Belén, de niño y ahora de adulto en el Monte Tabor? Tanto en la Epifanía como en el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz de la gloria divina porque debía manifestar a sus discípulos que Él era Dios Hijo encarnado: debía revestirse de luz divina, para que cuando lo vieran en el Via Crucis y el Monte Calvario, revestido no ya de luz sino de su propia Sangre, no desfallecieran ante el desolador aspecto de su Maestro cubierto de Sangre, de golpes y de heridas abiertas y así tuvieran ellos fuerzas para subir al Calvario.

         Es decir, el interrogante que surge ante la Transfiguración de Jesús es porqué Jesús no dejó traslucir la luz de su gloria desde el Nacimiento y durante toda su vida terrena, haciéndolo sólo en la Epifanía y en el Monte Tabor: la respuesta es que la transfiguración en la luz de la gloria celestial es el estado habitual de Jesús, por cuanto Él es Dios y Dios es la Luz Eterna en Sí misma; si Jesús hubiera permitido que la luz resplandeciese durante su vida terrena, no habría podido sufrir la Pasión, porque la luz de la gloria, que es lo que glorifica a los cuerpos resucitados, hace que los cuerpos no puedan sufrir el dolor, los vuelve impasibles. Entonces Jesús, haciendo un milagro propio de su omnipotencia divina, oculta la luz de la gloria celestial que debería traslucirse a través de su Humanidad Santísima, para poder sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, con la cual salvó a la humanidad de la eterna perdición.

         “Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr en la tierra”. Si Jesús se transfigura en el Monte Tabor para dar fuerzas a sus discípulos, para que estos puedan acompañarlo a lo largo del Via Crucis hasta el Monte Calvario, también a nosotros se nos muestra resplandeciente, con la luz de la gloria divina, pero no a los ojos del cuerpo, sino a los ojos del alma, en la Sagrada Eucaristía. Por eso, para nosotros, asistir a la Santa Misa, sobre todo en el momento de la consagración, y hacer Adoración Eucarística, es el equivalente a estar delante de Jesús Transfigurado de luz en el Monte Tabor. Es en la Santa Misa y en la Adoración Eucarística donde recibimos la Luz Eterna que brota del Sagrado Corazón Eucarístico, que colma nuestras almas con la luz de la gloria y de la vida divina de la Trinidad, dándonos fuerzas para continuar por el Camino de la Cruz, para llegar al Calvario y morir unidos a Cristo en la Cruz, para así nacer al hombre nuevo, el hombre nacido del Costado traspasado de Jesús, el hombre destinado a la gloria, el hombre regenerado por la gracia santificante, que espera el fin de su vida terrena para ser glorificado en los Cielos eternos por el Cordero, la Luz de la Jerusalén celestial.

 

jueves, 6 de agosto de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”



“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9.). Jesús se transfigura delante de sus discípulos en el Monte Tabor. La luz con la que resplandecen su rostro y sus vestiduras y su humanidad toda, no es una luz ajena a Él; no es una luz que venga de afuera, que le haya sido prestada o concedida. Es la luz de su Ser divino trinitario, que en cuanto Ser divino es luz y Luz Eterna. En realidad, resplandece más que miles de soles juntos, porque es una luz inefable, desconocida, celestial, sobrenatural, viva, que vivifica con la Vida divina a todo aquel que ilumina. La otra cuestión que hay que considerar en la Transfiguración es la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, se reviste de luz y es porque en poco tiempo se revestirá también, pero esta vez no de luz, sino de sangre, de su propia sangre, en otro monte, el Monte Calvario. Por eso esta transfiguración en el Monte Tabor hay que contemplarla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde será la Sangre y no la luz la que cubrirá el Rostro y la Humanidad Santísima del Redentor. Jesús se reviste de luz eterna, antes de la Pasión, para que los discípulos, cuando lo vean cubierto por su Sangre y con sus heridas abiertas, convertido en un guiñapo sanguinolento, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre malherido, que va camino del Calvario portando la Cruz, es el Hombre-Dios, es Dios, que es Luz eterna, que ahora está cubierto de Sangre, que brota de sus heridas abiertas, porque con su Sangre salvará a la humanidad.

“Su rostro resplandecía como el sol”. No es necesario que estemos en el Monte Tabor para contemplar el Rostro transfigurado de Jesús: lo contemplamos, con la luz de la fe, cada vez que contemplamos la Eucaristía, porque allí se encuentra Jesús, vivo, glorioso, radiante, resplandeciente de luz eterna. Y no es necesario que acudamos al Monte Calvario para verlo cubierto de Sangre: cada vez que asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación, incruenta y sacramental, de su Santo Sacrificio de la Cruz y cada vez que comulgamos, bebemos su Sangre, la Sangre que derramó en el Monte Calvario.

 


jueves, 2 de julio de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”




“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9.). Jesús se transfigura delante de sus discípulos en el Monte Tabor. La luz con la que resplandecen su rostro y sus vestiduras y su humanidad toda, no es una luz ajena a Él; no es una luz que venga de afuera, que le haya sido prestada o concedida. Es la luz de su Ser divino trinitario, que en cuanto Ser divino es luz y Luz Eterna. En realidad, resplandece más que miles de soles juntos, porque es una luz inefable, desconocida, celestial, sobrenatural, viva, que vivifica con la Vida divina a todo aquel que ilumina. La otra cuestión que hay que considerar en la Transfiguración es la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, se reviste de luz y es porque en poco tiempo se revestirá también, pero esta vez no de luz, sino de sangre, de su propia sangre, en otro monte, el Monte Calvario. Por eso esta transfiguración en el Monte Tabor hay que contemplarla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde será la Sangre y no la luz la que cubrirá el Rostro y la Humanidad Santísima del Redentor. Jesús se reviste de luz eterna, antes de la Pasión, para que los discípulos, cuando lo vean cubierto por su Sangre y con sus heridas abiertas, convertido en un guiñapo sanguinolento, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre malherido, que va camino del Calvario portando la Cruz, es el Hombre-Dios, es Dios, que es Luz eterna, que ahora está cubierto de Sangre, que brota de sus heridas abiertas, porque con su Sangre salvará a la humanidad.
“Su rostro resplandecía como el sol”. No es necesario que estemos en el Monte Tabor para contemplar el Rostro transfigurado de Jesús: lo contemplamos, con la luz de la fe, cada vez que contemplamos la Eucaristía, porque allí se encuentra Jesús, vivo, glorioso, radiante, resplandeciente de luz eterna. Y no es necesario que acudamos al Monte Calvario para verlo cubierto de Sangre: cada vez que asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación, incruenta y sacramental, de su Santo Sacrificio de la Cruz y cada vez que comulgamos, bebemos su Sangre, la Sangre que derramó en el Monte Calvario.

miércoles, 4 de marzo de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”



(Domingo II - TC - Ciclo A – 2020)

         “Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor ante la presencia de Pedro, Santiago y Juan. Este resplandor de Jesús comprende toda su persona y humanidad: “Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. El rostro resplandeciente como el sol y sus vestidos como la luz: para entender mejor el alcance y significado de la Transfiguración, hay que tener en cuenta que en el Antiguo Testamento la luz era sinónimo de la gloria de Dios; de esta manera, el resplandecer de luz de Jesús, en su rostro, en su humanidad, en su vestimenta, es el resplandecer de la gloria de Dios, así como la gloria de Dios resplandece en el cielo. Podemos decir que en ese momento el Monte Tabor se convirtió, para Pedro, Santiago y Juan, en el cielo en la tierra, porque estuvieron delante de Dios que resplandecía ante ellos, así como resplandece en el cielo ante los bienaventurados. Y aquí viene otra consideración que hay que hacer para también entender el alcance de la Transfiguración: la luz con la que resplandece Jesús no es una luz natural ni artificial, ni viene de fuera de Él: es una luz que brota de su interior y se trasluce hacia el exterior, es la luz de su Ser divino trinitario que en sí mismo es luz indeficiente, luz eterna e infinita, celestial y sobrenatural. Jesús resplandece no porque alguien lo ilumine, sino que Él es la Luz Inaccesible, luz eterna, que ilumina y da vida divina a quien ilumina.
          Por último, la escena del Monte Tabor no puede no ser contemplada con otra escena, la escena del Monte Calvario, en donde Jesús no es cubierto de luz divina, sino que es cubierto con su propia Sangre, que es también divina, porque es la Sangre del Cordero. No se puede contemplar la Transfiguración del Señor en el Tabor si no se lo contempla a Nuestro Señor crucificado en el Monte Calvario. En ambos montes resplandece la gloria divina: en el Monte Tabor, en forma de luz; en el Monte Calvario, en forma de Sangre, pero en los dos, es la gloria divina la que resplandece ante quien la contempla, sea como luz o como sangre.
         “Su rostro resplandecía como el sol”. El altar eucarístico puede ser llamado, con justa razón, el Nuevo Monte Tabor, porque en la Eucaristía Jesús resplandece con la luz de la gloria divina, puesto que se encuentra allí resucitado y glorioso; pero también puede ser llamado el Nuevo Monte Calvario, porque en el altar Jesús renueva de modo sacramental e incruento el Santo Sacrificio de la Cruz, dejándonos para beber su Sangre gloriosa en el cáliz eucarístico. Quien asiste a la Misa y contempla, en el misterio de la liturgia tanto el Calvario como el Tabor, es iluminado y vivificado por la luz de la gloria divina.

lunes, 5 de agosto de 2019

Transfiguración del Señor



(Ciclo C – 2019)

          Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, tanto su rostro, humanidad, sus vestiduras, resplandecen con una luz más brillante que miles de soles juntos: es la luz de su gloria, la luz de su divinidad, la luz de su Ser eterno divino y de su naturaleza divina, recibida desde la eternidad del Padre. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con una luz que es la gloria que Él posee desde la eternidad; no es una luz recibida desde afuera: es la luz propia de Jesús la que brilla en el Monte Tabor, porque Él es Dios y es la luz de su divinidad la que resplandece ante Pedro, Santiago y Juan. Jesús se transfigura antes de la Pasión porque, dice Santo Tomás, debe mostrarse ante sus discípulos como el Dios que Es, para que cuando lo vean en el Monte Calvario, todo recubierto de sangre y convertido en un guiñapo sanguinolento a causa de los golpes, los discípulos no desfallezcan y recuerden que ése hombre todo golpeado y ensangrentado y a punto de ser crucificado, es Dios Hijo en persona. Ésa es la razón por la cual Jesús se transfigura en el Monte Tabor y antes de la Pasión y es la razón por la cual el episodio de la Transfiguración no se puede explicar ni leer ni comprender si no es a la luz del otro monte, el Monte Calvario. Si en el Monte Tabor Jesús se reviste de la luz de la gloria eterna recibida del Padre desde la eternidad, en el Monte Calvario Jesús se reviste con su propia Sangre, que no es menos gloriosa que su luz y si la luz en la Biblia es sinónimo de gloria y por eso en el Monte Tabor Jesús se reviste de gloria, la Sangre de Jesús también es sinónimo de gloria divina, porque es su gloria la que ahora se manifiesta, pero no ya en forma de luz, sino como sangre, como la Sangre del Cordero. En el Monte Tabor se reviste de luz; en el Monte Calvario de Sangre; en ambos montes, se reviste de su propia gloria.
          Si nos dieran a elegir, ¿en cuál de ambos montes querríamos estar? Para responder según los designios de Dios, los santos nos dan la respuesta: San Maximiliano Kolbe recibió la corona de la Pasión, poco antes de morir y a Santa Catalina de Siena, Jesús le dio a elegir entre la corona de gloria y la corona de espinas y la santa eligió la corona de espinas. Entonces, la elección es clara: elijamos en esta vida terrena estar postrados de rodillas ante Jesús crucificado en el Monte Calvario, para luego verlo transfigurado de gloria en el Reino de los cielos.

sábado, 16 de marzo de 2019

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”



(Domingo II - TC - Ciclo C – 2019)

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor con Santiago, Pedro y Juan y allí, ante su presencia, se transfigura, es decir, su rostro, su cuerpo y sus vestiduras se vuelven más resplandecientes que el sol, porque dejan traslucir la gloria divina. La Transfiguración del Monte Tabor se explica por la constitución íntima del Hombre-Dios: Él no es un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, que recibe la santidad extrínsecamente, desde lo alto: Él es Dios tres veces Santo; Él es la Santidad Increada, que ha recibido de su Padre Dios, desde la eternidad, el Ser divino y la Naturaleza divina y por eso la gloria que ahora se trasluce en el Monte Tabor, es la gloria que le pertenece desde toda la eternidad, al haber sido engendrado, no creado, en el seno del Padre, desde toda la eternidad. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz celestial y la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria. Jesús resplandece con la luz de la gloria que Él en cuanto Dios Hijo posee desde la eternidad, recibida del Padre. Ahora bien, hay que considerar que si la manifestación de la gloria en el Tabor es un milagro, el esconder la gloria durante toda su vida terrena es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús desde su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria de modo visible: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego hace un milagro más grande, que es ocultar su gloria y su resplandor visible: en realidad, desde su Concepción y Nacimiento, Jesús debía aparecer visiblemente como en el Tabor y la Epifanía, pero como el cuerpo glorioso no puede sufrir, Jesús hace un milagro más grande aun y oculta su gloria visible, apareciendo a los ojos de los hombres como un hombre más entre tantos, para poder sufrir la Pasión. Es decir, si Jesús vivía como glorificado, puesto que el cuerpo glorificado no puede sufrir, entonces no habría podido sufrir la Pasión: por esta razón oculta su gloria y solo la manifiesta brevemente, antes de la Pasión, en el Tabor.
Ahora bien, este hecho, el resplandecer de Jesús con la gloria divina en el Monte Tabor, no se explica sin el origen eterno de Jesús en cuanto Dios, pero tampoco se explica sin la presencia de Jesús en otro monte, el Monte Calvario, el Viernes Santo. En el Monte Calvario, Jesús estará recubierto, no de la luz y de la gloria celestial, sino que estará recubierto por su propia Sangre; su revestimiento no será la luz de la divinidad, sino la Sangre de su humanidad, que brotará de sus heridas abiertas y sangrantes. Si en el Monte Tabor se contempla la majestuosidad de su divinidad, en el Monte Calvario se contempla la debilidad de nuestra humanidad; si en el Monte Tabor Jesús Rey de cielos y tierra se recubre de un manto de luz, en el Monte Calvario Jesús, Rey de los hombres, se reviste de un manto púrpura, el manto rojo compuesto por su Sangre Preciosa que brota a raudales de sus heridas abiertas. Si en el Monte Tabor es Dios Padre quien glorifica al Hijo con la gloria que Él posee desde la eternidad, en el Monte Calvario son los hombres quien, con sus pecados, lo coronan con una corona de espinas y le ponen como cetro una caña, nombrándolo como rey de los judíos y como rey de los hombres pecadores. Si en el Monte Tabor Jesús resplandece con la luz que le otorga su Padre Dios en la eternidad, en el Monte Calvario Jesús se recubre con la Sangre de las heridas infligidas por los hombres pecadores; por esta razón, si el Tabor es obra de Dios, el Calvario es obra de nuestras manos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo cubrimos de heridas y lo coronamos de espinas, nombrándolo nuestro Rey. El Monte Tabor entonces no se explica si no es a la luz del Monte Calvario.
 Ahora bien, ¿cuál es la razón de la Transfiguración? ¿Por qué Jesús resplandece con la luz de su gloria en el Monte Tabor? La razón de la transfiguración, dice Santo Tomás, es que Jesús resplandece como Dios que es, con la luz de su gloria en el Tabor, para que cuando los discípulos lo vean cubierto no de luz sino de sangre, en el Monte Calvario, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre que está padeciendo en el Monte Calvario es el mismo Dios que resplandeció con su luz divina en el Monte Tabor y así tengan fuerzas para también ellos llevar la cruz. Entonces, la gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la ignominia del Monte Calvario: la luz con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre, porque es Él quien le comunica de su luminoso Ser divino trinitario desde toda la eternidad y que ahora trasluce en el Tabor; en el Monte Calvario, Cristo Jesús se reviste, en vez de blanca luz, de rojo brillante y fresco, el rojo de su propia Sangre; es la Sangre que brota de sus heridas abiertas, provocadas por nuestros pecados. Si el Monte Tabor es obra del Padre, el Monte Calvario es obra de la malicia de nuestros corazones, porque son nuestros pecados los que hacen que Jesús en el Monte Calvario se revista con el manto rojo que es la Sangre que brota de sus heridas.
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor; de parte nuestra, a causa de nuestros pecados, revestimos a Cristo con golpes y lo cubrimos de heridas que se abren y dejan escapar su Sangre Preciosísima. Cada pecado es una herida abierta en el Cuerpo de Jesús; cada pecado abre una herida en el Cuerpo de Jesús, de la cual mana Sangre como si fuera una fuente y contribuye a que Jesús se revista con un manto preciosísimo, no de luz, como en el Tabor, sino compuesto por su Sangre. Con cada pecado, lo coronamos de espinas, lo flagelamos, lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre, en el Calvario. Por esta razón, la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca de la realidad del pecado que, si para nosotros es invisible e insensible, para Cristo constituye una fuente de infinito dolor. Por esta razón, como dice Santa Teresa de Ávila, si para dejar de pecar no nos mueve ni el cielo que Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo, por nosotros en el Calvario, tan de muerte herido.
“Jesús resplandeció en el Monte Tabor”. Al contemplar a Jesús en el Monte Tabor, cubierto de la luz de la gloria recibida por el Padre, lo contemplemos también en el Monte Calvario, cubierto por la Sangre que brota de sus heridas abiertas por nuestros pecados y al comprobar que nuestras manos están manchadas con su Sangre, al ser nosotros los causantes de sus heridas, hagamos el propósito de no provocarle más heridas, sangrado y dolor con nuestros pecados y tomemos la decisión de convertir nuestros corazones mediante la oración, la penitencia y la misericordia.

sábado, 24 de febrero de 2018

“Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan"



(Domingo II - TC - Ciclo B – 2018)

         “Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). En el Monte Tabor Jesús resplandece ante Pedro, Santiago y Juan, con la luz de su divinidad. Jesús es el Hombre-Dios, es Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios y la luz que resplandece en el Tabor, expresada por el Evangelista Juan con esta expresión: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”, no es una luz que le viene añadida de lo alto, porque es la luz de su propio ser trinitario y de su propia naturaleza divina. La luz que resplandece en Jesús es la gloria de su Ser divino trinitario, es la gloria que el Padre le da al Hijo desde la eternidad y que comparten con el Espíritu Santo. No es una luz que le viene añadida desde afuera de Jesús de Nazareth: es la gloria de Dios Trino que, brotando del Ser divino trinitario y pasando de la Segunda Persona a su humanidad, resplandece ante los ojos asombrados de los discípulos Pedro, Santiago y Juan. Es una luz celestial, que ilumina no solo los ojos del cuerpo, sino ante todo los ojos del alma, permitiendo que el alma contemple, en Jesús de Nazareth, al Verbo Eterno del Padre encarnado. Dice Santo Tomás que si Jesús permite que su luz se manifieste en esta teofanía del Tabor, es decir, si permite que contemplen su humanidad revestida de su divinidad, es para que se recuerden de Él, en cuanto Dios, cuando lo vean en la Pasión, reducido a un despojo de hombre, cuando a causa de los golpes y las flagelaciones, su humanidad santísima quede cubierta, no ya de la luz de la gloria divina, sino de su propia Sangre. Por esta razón, la gloriosa teofanía trinitaria del Tabor debe ser contemplada a la luz de la crudelísima escena de la Pasión en el Monte Calvario, ya que el Tabor no se explica sin el Calvario, ni el Calvario sin el Tabor. Jesús resplandece de gloria divina en el Tabor, para que sus amigos y discípulos se recuerden que el hombre cruelmente golpeado y que “parece un gusano”, como dice el Profeta Isaías, cubierto de golpes y bañado en sangre, irreconocible a causa de la tierra, el sudor, la sangre, ese mismo hombre, ante el cual “se da vuelta la cara”, tan lastimoso es su aspecto, ese hombre, es Dios Hijo encarnado, y así ellos, los amigos, discípulos y apóstoles, con el recuerdo de la divinidad manifestada en el Monte Tabor, no desfallezcan ante la durísima prueba del Monte Calvario.
         Ahora bien, si esto es así, surge la pregunta de por qué Jesús, siendo Dios, ocultó su divinidad durante toda su vida, manifestándola por breves segundos en el Tabor. ¿No hubiera sido conveniente que, desde su Encarnación, puesto que era Dios, se manifestara como Dios, es decir, resplandeciente en su gloria divina?
         La respuesta es que Jesús oculta su gloria divina durante toda su vida terrena, con excepción del Tabor –y en la Epifanía, ante los Reyes Magos-, para poder sufrir la Pasión, porque si su humanidad hubiera resplandecido con la gloria divina, desde la Encarnación, no habría podido sufrir la Pasión, porque la humanidad glorificada no puede sufrir. Es por un milagro de su omnipotencia, que Jesús oculta su gloria divina, la gloria que le corresponde como Dios Hijo desde la eternidad, para poder sufrir la Pasión y así demostrar hasta qué grado llega su Amor –infinito, eterno, incomprensible- por todos y cada uno de nosotros.
         Esto nos lleva al momento de la Encarnación, en donde se habla de la “kénosis” o “vaciamiento” que el Verbo hizo de sí mismo en el momento en el que se encarnó en el seno virgen de María. Según la teología y la fe católicas, el abajamiento y humillación del Verbo de Dios consiste en asumir, por un lado, la humanidad y, por otro, ocultar de modo simultáneo, la Divinidad. Es decir, cuando el Verbo se encarnó, por un milagro de su omnipotencia, como dijimos, su humanidad no transparentó su gloria, como debía suceder normalmente, sino que quedó oculta a los ojos de los hombres, para permitir que Jesús sufriera la Pasión. Pero este hecho –que Jesús aparezca a los ojos de los demás como un hombre más entre tantos, sin reflejar su divinidad- no significa, de ninguna manera, que Jesús se hubiera “vaciado” de su divinidad, como si el Verbo de Dios, en el momento de la Encarnación, hubiera quedado “incompleto” o “vacío” porque a Jesús de Nazareth le faltaba la divinidad. Esto es negar de raíz la unión hipostática, personal, de la Persona divina y de la naturaleza divina, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Cuando San Pablo a los Filipenses dice que Jesús “se vació a Sí mismo”[1], no está significando que dejó de lado su divinidad y que Jesús no era Dios –y por lo tanto, estaba “vacío” de la divinidad, o era “incompleto” en su divinidad-: está diciendo simplemente que “ocultó visiblemente” su divinidad, para poder sufrir la Pasión, pero que de ningún modo su humanidad dejó de estar unida a la Persona Segunda de la Trinidad, desde el momento de la Encarnación. El “vaciamiento de sí mismo” de Jesús se conoce como “kénosis” y se la utiliza para combatir herejías como el arrianismo, que niegan precisamente la condición divina de Nuestro Señor Jesucristo, por el hecho de aparecer exteriormente como un simple hombre, cuando en realidad lo único que hace es, por un milagro, ocultar su divinidad, para poder sufrir la Pasión. Si decimos que Jesús, por la Encarnación, está “incompleto” y “vacío” porque le falta el componente de la Persona Segunda de la divinidad, estamos diciendo que Jesús es un simple hombre y eso es un gravísimo error, una herejía inaceptable y condenada desde hace tiempo por el Magisterio de la Iglesia. Y si Jesús fuera imperfecto, inacabado, insuficiente o falto de la divinidad, entonces no sería el Hombre-Dios, no sería nuestro Redentor y toda nuestra fe católica sería en vano.
         “Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”. Jesús es Dios Perfectísimo y Hombre perfectísimo y deja traslucir su divinidad en el Monte Tabor para que al contemplarlo en la Cruz, cubierto de Sangre, recordemos que Él es Dios, recubierto de gloria en la eternidad. Y que ese mismo Jesús, que es Dios cubierto de Sangre en el Calvario, derrama su Sangre en el cáliz, y que el mismo Jesús que manifestó la gloria de su divinidad en el Tabor, es el mismo Jesús que nos entrega, su mismo Cuerpo glorioso, en cada Eucaristía. Es el mismo Jesús, Unigénito del Padre, a quien el Padre nos dice que escuchemos. Y lo que Jesús nos dice, desde el sagrario, es: "Si quieres entrar en el Reino de los cielos, toma tu cruz de cada día, niégate a ti mismo y sígueme por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, hasta el Calvario".



[1] Cfr. 2, 5-8.

sábado, 11 de marzo de 2017

“Jesús se transfiguró en el Monte Tabor”


(Domingo II - TC - Ciclo A – 2017)

         “Jesús se transfiguró en el Monte Tabor” (cfr. Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, deja traslucir la luz y con una intensidad tal, que su rostro resplandece “como el sol”, mientras que sus vestiduras se vuelven “blancas como la luz”. De un momento a otro Jesús cambia, de una apariencia normal a todo hombre, a resplandecer con un resplandor mayor a mil soles juntos.
         ¿Qué significa la Transfiguración? Ante todo, es una manifestación de la divinidad de Jesús, es decir, es una teofanía, tal como la Epifanía –la manifestación luminosa del Niño Jesús en Belén- o la teofanía trinitaria del Jordán. En este caso, Jesús se manifiesta como Dios porque la luz que lo ilumina no es una luz creada, sino increada, y no se origina fuera de Él, sino en Él, en su Ser divino trinitario, puesto que la naturaleza divina es luminosa. En otras palabras, lo que hace Jesús en la Transfiguración es revelar, visiblemente, su condición divina: Dios es Luz, y Luz Increada, eterna, viva, que concede la vida eterna a quien ilumina. Jesús, que es el Cordero de Dios, posee la luz de la gloria, comunicada por el Padre desde la eternidad; la luz que emite en el Tabor, es esa misma luz que recibe del Padre desde la eternidad y que, brotando de su Ser trinitario, ilumina a la Jerusalén celestial, puesto que Él es su Lámpara: “La Jerusalén celestial no tiene necesidad de sol ni de luna, puesto que su Lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23). La luz con la que Jesús ilumina el Tabor, es la misma luz con la que Jesús ilumina a los ángeles y santos en la Jerusalén celestial.
Jesús ya había demostrado su condición divina con los milagros, y se había auto-proclamado como Dios Hijo, igual al Padre, Dador del Espíritu Santo, junto con el Padre; ahora, en el Tabor, manifiesta su divinidad de un modo nuevo: visiblemente, permitiendo que la luz de su Ser divino se refleje a través de su naturaleza humana. Al transfigurarse, es decir, al revestirse de luz, Jesús se manifiesta visiblemente como Dios Hijo encarnado. Cuando se considera el fenómeno de la Transfiguración, lo que se debe tener en cuenta es que, lejos de ser algo extraordinario, esta condición luminosa de Jesús es en realidad su estado natural porque, como hemos dicho, Él es Dios y “Dios es Luz” (1 Jn 1, 5). Nos tenemos que preguntar, entonces, por qué razón, si este era el estado natural de Jesús, sin embargo Jesús no resplandecía ni emitía su luz divina trinitaria -es decir, la luz de su gloria, porque en el lenguaje bíblico la luz es sinónimo de gloria- en toda su vida terrena, excepto en dos oportunidades. En otras palabras, la pregunta es: si Jesús es Dios, ¿por qué emitió su luz sólo en la Epifanía, a poco de nacer, y luego por unos breves instantes en el Tabor, mientras que el resto de su vida terrena aparecía ante los demás como si fuera un hombre más entre tantos, sin resplandecer? La respuesta a esta otra pregunta, nos permite profundizar en el significado de la Transfiguración: si el estado natural de Jesús es el de la Transfiguración, y si Él, durante toda su vida terrena, se mostró, no como Dios resplandeciente de gloria, sino como un hombre más entre tantos, al punto que sus contemporáneos lo llamaban “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, es porque, por un milagro de su omnipotencia, impedía que la luz de su gloria se irradiara al exterior por medio de su naturaleza humana[1], y esto lo hacía para poder sufrir la Pasión.
Es decir, si Jesús hubiera vivido su vida terrena tal como lo requería su condición divina, revestido de luz y de gloria, no habría podido sufrir la Pasión, porque el estado de naturaleza glorificada impide el sufrimiento. Sin embargo, era tanto era el Amor que Jesús nos tenía, que habiendo podido salvarnos sin sufrir, decidió, para demostrarnos hasta dónde llega su Amor por nosotros, obrar un prodigio, un milagro de su omnipotencia, y es el de no permitir traslucir la luz de su gloria, para poder así sufrir el Calvario, por nuestra salvación. Entonces, no es que la Transfiguración es un milagro, por el cual Jesús aparece recubierto de luz divina: ése es su estado natural; el milagro es que viviera los treinta y tres años sin transfigurarse, para que su naturaleza humana pudiera padecer el tormento de la cruz.
         Una vez hecha esta consideración, surge otra pregunta: ¿por qué Jesús se transfigura poco tiempo antes de la Pasión? Dice Santo Tomás de Aquieno que es para que los discípulos tengan fuerza en los duros momentos de la Pasión que habrían de sobrevenir. Es decir, Jesús se transfigura para que sus discípulos, contemplando la luz de la gloria que brotaba de Jesús y sabiendo por lo tanto, sin lugar a dudas, de que Jesús era Dios omnipotente, cuando lo vieran en el otro Monte, el Monte Calvario, cubierto no ya de luz, sino de su Sangre Preciosísima, no se abatieran y no desesperaran, recordando al Dios glorioso del Tabor. Jesús se transfigura de luz en el Monte Tabor para que sus discípulos, viéndolo cubierto de Sangre en el Monte Calvario, no solo no desfallecieran, sino que tomaran fuerzas con el recuerdo del Dios glorioso. Y es también para que nosotros, cuando contemplemos a Cristo crucificado, con su corona de espinas, con su Sangre brotando de sus heridas, con los clavos en sus manos y pies que lo aferran al madero, recordemos que ese Cristo es Dios; recordemos que el Cristo Crucificado y también el Cristo de la Eucaristía, es Dios omnipotente, para que así tengamos confianza y fe en su divino poder, sobre todo cuando atravesemos por las tribulaciones que sobrevienen en la vida terrena.
La Transfiguración del Monte Tabor, entonces, está estrechamente unida a la Ignominia del Monte Calvario y es por esta razón que, para comprender en su totalidad la significación sobrenatural de la Transfiguración, es necesario contemplar la Transfiguración y la Alegría del Monte Tabor, a la luz de la Humillación y el Dolor del Monte Calvario. En el Tabor, Jesús se muestra como el Dios de la gloria infinita, que resplandece con una luz más brillante que miles de soles juntos; en el Calvario, Jesús se muestra cubierto con su Sangre Preciosísima, humillado, ofendido, golpeado, indefenso ante los hombres y abandonado por sus discípulos; en el Tabor, Jesús se muestra revestido de luz divina, y como esa luz la recibe desde la eternidad del Padre, el Tabor es obra del Padre; en el Calvario, Jesús se muestra cubierto de heridas sangrantes, de golpes, de hematomas, de escupitajos, de ignominia, de humillación, y como todo eso se debe a nuestros pecados, podemos decir que el Monte Calvario es obra de nuestras manos; en el Tabor, la compañía de Jesús es deliciosa y provoca tanta alegría, gozo y dicha, que todos, como Pedro, desean estar con Él: “Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías””; en el Calvario, en cambio, Jesús parece abandonado por el Padre, es abandonado por sus discípulos, teniendo por sola compañía la de su Madre amantísima, la Virgen, mientras que el resto de los hombres, la humanidad entera, lo crucifica en medio de insultos y blasfemias y es por eso que nadie –o casi nadie- quiere estar con Él en la cruz.
          “Jesús se cubrió de su luz en el Monte Tabor (…) Jesús se cubrió de su Sangre Preciosísima en el Monte Calvario”. ¿Dónde queremos estar nosotros? ¿En la alegría del Monte Tabor, o en el dolor, desamparo, humillación e ignominia del Monte Calvario? Hagamos lo que hace nuestra Madre del cielo: no aparece en el Tabor, pero está de pie, al lado de la Cruz, en el Monte Calvario. Llevados por la Virgen, acompañemos a Jesús en el Calvario y, con un corazón contrito y humillado, postrémonos ante Él y besemos, con amor y devoción, sus pies ensangrentados.





[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1969.