Mostrando entradas con la etiqueta Palabra de Dios. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Palabra de Dios. Mostrar todas las entradas

lunes, 11 de septiembre de 2023

“Pasó la noche orando”


 

“Pasó la noche orando” (Lc 6, 12-19). El Evangelio nos relata un aspecto esencial en la vida de Jesús de Nazareth y es la oración. En diversos pasajes del Evangelio, se narra cómo Jesús se retira a solas para orar, también ora durante cuarenta días en el desierto, antes de su Pasión; reza en el Huerto de los Olivos, hasta momentos antes de ser apresado por los esbirros de los fariseos, quienes lo encuentran a través de la traición de Judas Iscariote.

Cuando se habla de Jesús de Nazareth, el cristiano debe ser sumamente prudente, ya que precisamente, debido a las erróneas concepciones acerca de quién es Jesús de Nazareth, es que se han producido, a lo largo de los siglos, diversas rupturas en la unidad eclesial y en la comunión de vida y amor que debe predominar en la Iglesia Católica.

Dicho esto, recordemos lo que el Magisterio de la Iglesia nos enseña acerca de Jesús: Jesús no es un hombre santo, sino Dios tres veces Santo; Él es la Palabra de Dios, el Verbo Eterno del Padre, la Sabiduría divina que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. La fe de la Iglesia Católica en Cristo Jesús nos enseña que Jesús es Dios Hijo encarnado y por eso el “Nombre sobre todo nombre” es el Nombre de Jesús: Él es la Segunda Persona de la Trinidad que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth y que asume hipostáticamente, esto es, en su Persona Divina, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Así el Verbo Divino, el Logos, la Palabra del Padre, es quien habla, a través de la humanidad santísima de Jesús y esto es sumamente trascendente para nuestra fe, porque si es el Verbo de Dios el que habla a través de Jesús, entonces la Palabra de Jesús es la Palabra de Dios. En Jesús, nos enseñan el Magisterio de la Iglesia y el Catecismo de la Iglesia Católica, se unen, sin mezcla alguna, las dos naturalezas, la humana y la divina, en una Única Persona, la Persona Segunda de la Trinidad.

De esto se sigue que, cuando Jesús ora, Él sabe qué es lo que va a pasar, porque en su omnisciencia divina conoce absolutamente todo, desde toda la eternidad. Según esto, nos podemos preguntar cuál es la relación entre la oración de Jesús de Nazareth y nuestra vida personal, la vida personal de todos y cada uno de los miles de millones que habitamos el planeta tierra desde el comienzo de la historia humana con Adán y Eva, hasta el último hombre que nazca en el último Día de la historia humana, el Día del Juicio Final: en su oración, Jesús ora por cada uno de nosotros, como si cada uno de nosotros fuéramos los únicos habitantes humanos en la tierra. En su oración, Jesús ora por cada uno de nosotros, pidiendo al Padre que acepte el Santo Sacrificio de su Humanidad Santísima en el Calvario de la Cruz, para que con su Sangre sacratísima seamos salvados de la eterna condenación y al final de nuestras vidas terrenas, seamos llevados al Reino de los cielos.

“Pasó la noche orando”. No solo una noche, sino toda su vida terrena, Jesús rezó por mí, por mi salvación; no solo durante su vida en la tierra, los treinta y tres años de vida que vivió en la tierra, Jesús rezó por mí: desde toda la eternidad, el Hombre-Dios Jesucristo pide al Padre eterno por mi salvación. Por esta razón, citando a San Ignacio de Loyola, debemos preguntarnos: “¿Qué hago por Cristo, que entregó su Vida por mí en la Cruz?”.

 

lunes, 10 de julio de 2023

“El sembrador salió a sembrar”

 


(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2023)

“El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-9). Jesús describe, con una sencilla y a la vez profundísima parábola, propia de su Sabiduría divina, cómo es la interacción entre el alma y la gracia santificante recibida por los sacramentos, que se traduce en el seguimiento o no de Él camino de la cruz. Para ello utiliza una imagen tomada de la actividad agrícola, la de un sembrador que esparce la semilla, la cual cae en distintos tipos de terrenos y sufre la acción del sol, como la de los pájaros, tal como sucede en la realidad.

Para poder aprehender el sentido sobrenatural de la parábola, es necesario reemplazar los elementos naturales, por los sobrenaturales. Así, el sembrador es Dios Padre; la semilla es la Palabra de Dios, en la Escritura y en la Eucaristía, es Jesús que es el Hijo de Dios, la Sabiduría de Dios encarnada; los distintos tipos de terrenos son los distintos tipos de almas, unos más predispuestos que otros para recibir la Palabra de Dios; el pájaro, el sol, las zarzas o espinas, son pruebas, tribulaciones o el mismo demonio, que actúan sobre el alma por permisión divina, para poner al alma a prueba, para ver cómo el alma actúa en relación a Dios, es decir, si lo ama a pesar de todas las dificultades o si su amor es tan pequeño, que ante la menor dificultad, lo deja todo.

Con esta metodología de exégesis la parábola consistiría en una primera parte, en la que las semillas caen en distintos tipos de terrenos y siguen distintos caminos: unas semillas caen al borde del camino y las comen los pájaros; otras en terreno pedregoso, sale el sol y se secan; otras caen entre zarzas -espinas- y las ahogan; otras caen en terreno fértil y dan fruto, en distintos porcentajes, de menor a mayor.

Con respecto a la interpretación, es el mismo Jesús en Persona quien explica la parábola: las semillas que caen al borde del camino y las comen los pájaros, representan a quien escucha la Palabra de Dios, pero sin la luz del Espíritu Santo, no la entiende y el Maligno le roba -lo hace interpretar en un sentido racional y no sobrenatural- lo poco que entendió; pero también es el que comulga -porque la Comunión es la Palabra de Dios encarnada-, pero comulga sin saber qué es lo que comulga, sin entender que recibe al Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, en Persona, creyendo que es simplemente un poco de pan bendecido, pero no el Verbo de Dios Encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

Con respecto a los tipos de terrenos, la interpretación en relación al terreno pedregoso, es el que escucha la Palabra y se alegra porque entiende algo y es también el que comulga y experimenta el Amor de Dios concedido en la Eucaristía, pero en cuanto sobreviene alguna dificultad o persecución, por permisión divina a causa de la Palabra, a causa de la Eucaristía, su amor por Dios es tan débil, que termina sucumbiendo, es decir, se desanima y deja de leer la Palabra y deja de comulgar.

Con respecto a la tierra, la interpretación es que la semilla que cae en tierra buena, es decir, la semilla se desarrolla y pasa de estado de potencia a acto, convirtiéndose en una especie vegetal que da fruto, significa al alma en gracia, aquella que escucha la Palabra de Dios e iluminada por el Espíritu Santo no solo la entiende sino que la pone en práctica y es también el que comulga sabiendo que recibe a Cristo Dios en Persona y obra en consecuencia, en acción de gracias por haber recibido a Dios en apariencia de pan; sin embargo, aquí hay diferencias, porque algunas semillas dan más fruto que otras, esto quiere decir que no todas las almas obran igual, hay quienes obran más y otras menos -no en el sentido del activismo, sino todo lo que implica la vida cristiana, que comienza en la oración, la adoración, la recepción de sacramentos, el deseo de vivir según la ley de Dios y sus Mandamientos-; es decir, la diferencia en porcentajes indica que unos son más misericordiosos que otros, unos rezan más que otros, unos aman más a Jesús que otros y esto porque los seres humanos no somos iguales y en nuestra libertad, todos respondemos de distinta manera y así, según nuestra propia y libre decisión, algunos son más agradecidos con Dios y aman más a Dios que otros.

“El sembrador salió a sembrar”. La parábola es personal, en el sentido de que está dirigida a todos los católicos en general, pero también en particular, es como si la parábola fuera dirigida para cada católico en persona; por eso mismo, debemos preguntarnos qué clase de terreno es nuestra alma, si es un terreno infértil, que no da ninguna clase de frutos, lo cual se traduce en que la vida que lleva es la misma vida de un pagano y no la de un cristiano, o si es un terreno fértil, que iluminado por el Espíritu Santo y amando a Cristo Dios en la Eucaristía, obra la misericordia, pero no para ser aplaudido y halagado por los hombres, sino que obra de manera que quien lo vea, sin conocerlo, diga para sí mismo: "Fulano de tal es cristiano, porque ama a Dios y al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo".

 


domingo, 21 de mayo de 2023

“Santifícalos en la verdad”

 


“Santifícalos en la verdad” (Jn 17, 11b-19). Antes de sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, Jesús pide en la Última Cena al Padre por sus Apóstoles y la última petición es la de “santificarlos en la verdad”, puesto que la Palabra de Dios es la verdad. Lo que Jesús pide es que Dios los consagre para la función sacerdotal de predicar la verdad, algo que San Pablo llama el “sagrado ministerio del Evangelio” (Rm 15, 16). La misión de los Apóstoles, ordenados ya como sacerdotes ministeriales, es la de continuar con la misión de Jesús, anunciando el Evangelio a todas las naciones y bautizándolas en nombre de la Trinidad.

Los Apóstoles deben ser santificados en la verdad, puesto que son representantes de Cristo, que es la Verdad Increada de Dios; Cristo es la Verdad Eterna, la Verdad que resplandece por Sí misma desde la eternidad y en la cual no hay ni la más mínima sombra, ni de mentira, ni de error. La Iglesia de Cristo posee la plenitud de la Verdad Absoluta acerca de Dios y de sus misterios sobrenaturales absolutos, es decir, Dios como Uno y Trino y la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen Madre, por obra del Espíritu Santo, para ofrecerse como Víctima Inmaculada en el Ara de la Cruz y así salvar a la humanidad. Es esta verdad la que tienen que propagar los Apóstoles, sin agregar ni quitar nada, puesto que, si esto hicieran, se apartarían de la verdad y caerían en el error, en la herejía, en la blasfemia. Si los Apóstoles se apartan de la verdad revelada por Cristo -como ha sucedido y sigue sucediendo, incluso en el seno mismo de la Iglesia-, dejando de lado todo lo que la mente humana no puede comprender acerca del misterio de Cristo -como la Santísima Trinidad y la Encarnación del Verbo-, entonces estarían propagando una fe falsa, una fe acomodada a los estrechos límites y a la ínfima capacidad de la razón humana, tal como sucedió con numerosos herejes a lo largo de la historia de la Iglesia.

“Santifícalos en la verdad”. Así como los Apóstoles se santificaron en la verdad, dando sus vidas por la Verdad Increada de Dios, Cristo Jesús, así el bautizado en la Iglesia Católica también debe santificarse en la verdad, lo cual quiere decir dejar de lado y no aceptar, bajo ninguna circunstancia, una verdad distinta a la verdad de la Iglesia Católica, la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero.

sábado, 17 de julio de 2021

“La siembra en tierra buena es la Palabra entendida y puesta por obra”

 


“La siembra en tierra buena es la Palabra entendida y puesta por obra” (cfr. Mt 13, 18-23). Jesús en persona da la interpretación de la parábola del sembrador: la semilla que cae a lo largo del camino, es el hombre que, sin el auxilio de la gracia, emprende la lectura de la Palabra de Dios pero como la Palabra es de origen sobrenatural, sin el auxilio divino, no puede comprenderla, por lo que el demonio arrebata lo poco que ha podido asimilar de esta Palabra divina. El hombre inconstante es el que escucha la Palabra y primero se entusiasma pero frente a una tribulación o a una persecución a causa de la Palabra, la abandona y por eso tampoco da frutos de santidad. El hombre que escucha la Palabra pero la abandona al elegir los placeres del mundo y las seducciones de la riqueza y del poder, tampoco da frutos de santidad.

Por último, la semilla que da fruto es la que cae en tierra buena: es el hombre que, por la gracia santificante, escucha la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, la recibe sacramentalmente en la Eucaristía, e iluminado por esta misma gracia, comprende la Palabra de Dios y da frutos de santidad, es decir, escucha y obra en consecuencia según lo escuchado. Son los santos, los que dieron fruto al ciento por ciento, luego de escuchar la Palabra de Dios, porque la pusieron por acto, al obrar obras de misericordia, corporales y espirituales, e incluso dieron también sus vidas por la Palabra de Dios. Entonces, que demos fruto o no luego de escuchar la Palabra, depende de la gracia santificante y estar en gracia santificante o vivir en el pecado, depende de nuestra propia libertad.

 

“Los granos que cayeron en tierra buena dieron fruto”


 

         “Los granos que cayeron en tierra buena dieron fruto” (cfr. Mt 13, 1-9). Jesús relata la parábola del sembrador y de las semillas, unas se secan y no dan fruto, mientras que otras dan fruto. Para comprender un poco la parábola, debemos reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales. Así, el terreno en donde caen las semillas, es el corazón del hombre; las semillas, es la Palabra de Dios, revelada en la Sagrada Escritura. Ante esto, surge una pregunta: ¿de qué depende el hecho de que unas semillas den fruto y otras no? Depende de un elemento que no se nombra en la parábola, pero que es lo que hace que el terreno sea fértil y es la gracia santificante. Es decir, en el corazón del hombre que está en estado de gracia santificante, la Palabra de Dios germina, crece y da fruto, en algunos más, en otros menos, pero en todos da fruto. De esto se deduce la imperiosa necesidad de conseguir, conservar y aumentar el estado de gracia santificante –la cual se nos da por los sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía-, porque es la gracia de Jesucristo la que convierte nuestro corazón, en sí mismo un terreno árido y pedregoso, sin capacidad de dar frutos de santidad, en un terreno fértil, que puede dar abundantes frutos de misericordia, de caridad, de santidad.

 

sábado, 29 de mayo de 2021

“Cuando resuciten, los hombres serán como ángeles”


 

“Cuando resuciten, los hombres serán como ángeles” (cfr. Mc 12, 18-27). Los saduceos, que niegan la resurrección de los muertos, tratan de tenderle una trampa a Jesús, presentándole el hipotético caso de una mujer que se casa, sucesivamente, con siete hermanos, pues uno fallece después del otro. La pregunta de los saduceos pretende poner en ridículo a Jesús, porque si Jesús dice que hay resurrección, entonces, en el Cielo, la mujer sería esposa de los siete, lo cual es un absurdo. Lejos de quedar en ridículo, la respuesta de Jesús los deja a ellos en ridículo. Primero, les hace ver que no comprenden, ni la Palabra de Dios –que sí habla de la resurrección-, ni el poder de Dios –que es, en definitiva, quien producirá la resurrección al fin del mundo-: “No entendéis la Escritura ni el poder de Dios”. En esta simple frase de Jesús se encuentra la causa del error de los saduceos de negar la resurrección: ni entienden la Escritura, ni entienden el alcance del poder de Dios. Si entendieran las Escrituras y si fueran conscientes de la omnipotencia divina, verían con toda claridad que la resurrección está revelada y es una realidad debida, precisamente, al poder de Dios.

Luego Jesús pasa a revelar, en parte, el misterio de la resurrección, al contestarles la pregunta con la cual pretendían tenderle una trampa: en el Cielo, los hombres y las mujeres no se casarán porque, con sus cuerpos resucitados y glorificados, “serán como ángeles”: “Cuando resuciten, ni los hombres ni las mujeres se casarán; serán como ángeles en el Cielo”.

“Cuando resuciten, los hombres serán como ángeles”. No debemos pensar que el error de los saduceos -error que en el fondo, además de incomprensión de las Escrituras y del poder de Dios es fruto de una visión puramente materialista del hombre que no considera que posea un alma inmortal- haya finalizado: por el contrario, este error materialista acerca del hombre, que considera que el hombre es sólo materia y que esta vida es la única vida por vivir y que luego de esta vida no hay vida eterna sino la nada, es un error que se ha generalizado, pero no solo entre los paganos, sino incluso, escandalosamente, entre los mismos cristianos católicos. Esto explica algunas conductas paganas entre los católicos, como por ejemplo el cremar el cuerpo, o el vivir al margen de la Ley de Dios y de los Sacramentos de la Iglesia: si no hay otra vida, si no hay resurrección de los muertos, entonces no tiene sentido vivir cristianamente, sino que hay que vivir según el dictado de las pasiones. Pero esta visión materialista, como lo dice Jesús, es consecuencia de no entender, ni las Escrituras, ni el poder de Dios y, en el caso de los católicos, es consecuencia de no haber entendido ni un ápice de la propia fe católica, contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica.

domingo, 20 de septiembre de 2020

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”

 


“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 19-21). La Virgen y los primos de Jesús van a buscarlo, pero no pueden llegar a Él, debido a que está impartiendo sus enseñanzas y hay mucha gente rodeándolo. Entonces la Virgen envía a alguien a avisarle que están Ella y sus primos esperándolo y quieren verlo: “Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte”. La respuesta de Jesús, si es analizada superficialmente, puede dejar un poco sorprendidos, porque en su respuesta, en apariencia, desvaloriza o da poca importancia a su Madre y a su familia biológica, en detrimento de quienes cumplen la voluntad de Dios. En efecto, en la respuesta de Jesús, pareciera como si hubiera un menoscabo, tanto de su Madre como de sus primos: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Sin embargo, esto no es así: Jesús no menoscaba en ningún momento a su familia biológica y mucho menos a su Madre, puesto que su Madre es la Primera en cumplir, de modo ejemplar, la voluntad de Dios. Es decir, la Virgen, su Madre biológica, es la primera en escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica y esto se ve desde la Anunciación, en donde la Virgen escucha la Palabra de Dios que le anuncia el Arcángel y con su “Sí” la pone en práctica, ya que la Palabra de Dios debía encarnarse en su seno virginal y Ella, al dar el “Sí”, permite la Encarnación de la Palabra. Entonces, no hay nadie que escuche con mayor atención y ponga por obra la Palabra de Dios que la Virgen y esto lo hacen también sus primos. Por lo tanto, lejos de desvalorizar la imagen de la Virgen y la de su familia biológica, Jesús los pone en primer plano, porque ellos -sobre todo la Virgen- son los primeros en escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra.

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Al igual que sucedió con la Virgen, la Palabra de Dios también quiere inhabitar en nuestras almas: escuchemos la Palabra de Dios, que por la consagración se hace Presente en la Eucaristía y abramos nuestros corazones para poner por obra lo que la Palabra de Dios encarnada quiere y es el inhabitar en nuestros corazones y por lo tanto, recibamos la Eucaristía en gracia y con amor.

miércoles, 29 de enero de 2020

La semilla da frutos de santidad cuando el alma está en gracia



          “El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). Jesús narra la parábola del sembrador que siembra y las semillas tienen diversos destinos, siendo así que sólo unas cuantas dan fruto, mientras que las demás no. Él mismo explica la parábola y para entenderla, es necesario comprender que los distintos tipos de terrenos en donde caen las semillas, son los corazones humanos, siendo el corazón humano en gracia el único en el que las semillas dan fruto. Los distintos tipos de suelos son distintos tipos de corazones; así, por ejemplo: el terreno al borde del camino es quien escucha la palabra, pero conoce el culto a Satanás y decide darle culto a él, sea directamente o a través de ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, la Santa Muerte o la Difunta Correa; el terreno pedregoso son los que escuchan la Palabra, la comprenden, se alegran por ella y su mensaje, pero ante una dificultad o incluso ante la persecución que sobreviene por la Palabra, la dejan de lado, porque no permiten, con su actitud, que la Palabra eche raíces en ellos. Las zarzas, con sus espinas, son los corazones que escuchan la Palabra pero se dejan seducir por las riquezas del mundo y sus vanidades y es por esto que la Palabra no da frutos en ellas. Por último, el terreno fértil, es el alma en gracia que recibe la Palabra, que no se deja tentar por Satanás, que no abandonan la Palabra ni por las preocupaciones ni por las tribulaciones y tampoco la abandonan por las seducciones y riquezas del mundo, y es así como dan frutos de santidad, el ciento por uno.
          “El sembrador salió a sembrar”. Dios Padre es el sembrador, que siembra la semilla de la Palabra, su Hijo Jesús, en nuestros corazones, todos los días. A diferencia del terreno, que en sí mismo no puede cambiar, nuestro corazón puede, si lo quiere, alojar en sí la gracia y así hacer que la Palabra dé el ciento por uno en frutos. ¿Qué clase de terreno es nuestro corazón?

lunes, 2 de septiembre de 2019

“Por tu palabra, echaré las redes”



“Por tu palabra, echaré las redes” (Lc 5, 1-11). Luego de haber estado Pedro y los discípulos pescando infructuosamente durante toda la noche, Jesús les dice que se internen nuevamente en el mar y que echen las redes, porque allí encontrarán pesca. Pedro le expone brevemente las razones humanas que tienen para no hacerlo: han estado pescando en ese lugar toda la noche, ya es de día y la pesca se hace de noche; es decir, le dice que humanamente no tiene sentido obedecer esa orden y hacer lo que Jesús dice: humanamente, está todo perdido. Sin embargo, hay algo que Pedro dice y que nos enseña cómo debemos actuar en situaciones similares: “Por tu palabra, echaré las redes”. Luego de decirlo, Pedro obedece a Jesús y obtiene lo que se conoce como la “segunda pesca milagrosa”, es decir, las redes se llenan inmediatamente de peces por orden de Jesús, Dios y Creador, a Quien obedecen todas las creaturas.
“Por tu palabra, echaré las redes”. La actitud de Pedro nos deja una profunda enseñanza: cuando todo parezca humanamente perdido, lo que no está perdido es la fe y la confianza en la Palabra de Dios y es entonces cuando más tenemos que orar y ser constantes en la oración y en la fe en la Palabra de Dios, porque es ahí, en nuestra debilidad humana, en donde se manifiesta la Omnipotencia divina.

miércoles, 24 de julio de 2019

Un sembrador salió a sembrar...



Un sembrador salió a sembrar, pero una parte de sus semillas no dan fruto porque caen al borde del camino; otras en terreno pedregoso y otras entre zarzas y espinas. Sin embargo, una parte cae en “tierra buena” y la semilla germina, dando grano en diversos porcentajes: cien, sesenta, treinta (Mt 13, 1-9).
         El mismo Jesús explica la parábola: la semilla es la Palabra de Dios; el sembrador es Dios Padre; el terreno malo son los corazones en donde abundan las preocupaciones y las tentaciones y en donde el Demonio obra a sus anchas, todo lo cual impide que las semillas den fruto; el terreno bueno, en donde dan fruto las semillas, es el corazón del hombre en gracia. Es la gracia la que permite que la Palabra de Dios dé frutos de santidad, de paz, de caridad, de justicia, de amor.
         Ahora bien, en la realidad hay algo que no está en la parábola: en la parábola, las semillas caen aleatoriamente en terrenos que por sí mismos no son buenos y por eso no dan fruto: en la realidad, el hecho de que la Palabra dé o no dé frutos depende de nosotros, porque de nosotros depende estar o no estar en gracia, es decir, corresponder o no a la gracia que se nos ofrece gratuitamente. Si decidimos estar en gracia, adquirirla, conservarla, acrecentarla, la Palabra de Dios dará mucho fruto en nosotros; pero si rechazamos la gracia nuestros corazones se volverán infértiles, como los terrenos infértiles de la parábola.
        

sábado, 15 de julio de 2017

“El sembrador salió a sembrar”


(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2017)

         “El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-23). En esta parábola, Jesús presenta la figura de un sembrador que “sale a sembrar”, esparciendo la semilla. Sin embargo, la suerte de las semillas es muy distinta unas de otras: unas, según Jesús, “caen al borde del camino y los pájaros las comen; otras caen en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, por lo que brotan en seguida, porque la tierra era poco profunda, pero se queman cuando sale el sol, por falta de raíz y se terminan secando; otras, caen entre espinas, que terminan por ahogar a las semillas que crecieron; por fin, unas caen en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta”.
Es el mismo Jesús quien da la explicación de la parábola: el sembrador es Dios Padre; la semilla que siembra, es su Palabra, es decir, su Hijo Jesús, Dios encarnado; los distintos tipos de terrenos en los que cae la semilla, son los distintos tipos de corazones en los que es recibida la Palabra: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
Es decir, significa que, en unos, las preocupaciones, las tribulaciones que siguen a la recepción de la Palabra, las seducciones del mundo y del demonio, las tentaciones consentidas, la semilla de la Palabra no germina, por lo que no da fruto, es decir, el alma asiste a Misa, lee la Palabra, comulga, pero no da frutos de santidad, de bondad, de paciencia, de humildad, de justicia, porque no tiene arraigada la Palabra en su corazón.
         En otros, en cambio, en donde la gracia está presente, la semilla de la Palabra arraiga, hecha raíces y crece, hasta formar un Árbol, el Árbol de la Vida, la Cruz de Jesús, y así el corazón queda configurado a Nuestro Señor Crucificado, y da frutos de santidad: bondad, paciencia, humildad, fortaleza ante las tribulaciones, configuración con Cristo crucificado. Aquí está entonces la sencilla prueba que podemos hacer para saber si la Palabra de Dios, sembrada por el Padre en nuestros corazones, ha crecido o si, por el contrario, en nuestros corazones no hay más que suelo pedregoso, espinas y sol calcinante: si somos capaces de perdonar en nombre de Jesús a nuestros enemigos; si somos capaces de llevar la cruz, negándonos a nosotros mismos, para morir a la vida del pecado y nacer a la vida de la gracia; si somos capaces de pedir la gracia de morir –literalmente- antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, porque amamos la gracia más que a nuestras propias vidas; si consideramos las humillaciones recibidas, las tribulaciones, dolores y enfermedades que sufrimos, como un inmerecido don del Amor de Dios que nos configura a Jesús, herido, humillado y dolorido en la cruz, y damos gracias por estos dones, en vez de renegar de ellos; si apreciamos el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, más que a nuestros deseos mundanos y más que a nuestra propia vida y damos gracias por este don celestial, entonces, sí, podemos decir que la semilla de Dios ha germinado en nuestros corazones y ha dado el fruto del Árbol de la Vida, la Santa Cruz, que nos configura con Jesús crucificado. Mientras tanto, si no observamos nada de esto en nosotros mismos, entonces nuestros corazones no son más que terreno pedregoso, en el que sólo crecen cardos y espinos, los malos sentimientos y pensamientos, en donde sólo moran los cuervos, que como aves carroñeras representan a los ángeles caídos, y en donde el sol calcinante del mediodía brilla en lo más alto, como símbolo de la ausencia de la frescura del Divino Amor. La parábola nos invita, entonces, a preguntarnos acerca de qué clase de terreno es nuestro corazón: si pedregoso, cubierto de cardos y espinos, poblado de aves que no dejan germinar y crecer la semilla de la Palabra de Dios o, si por el contrario, es un terreno que, por la gracia, es fértil y por lo tanto permite que la semilla, que es la Palabra, se arraigue, crezca y dé frutos de santidad.


viernes, 3 de marzo de 2017

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”


(Domingo I - TC - Ciclo A – 2017)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Mt 4, 1-11). Jesús es llevado por el Espíritu Santo con un fin específico: ser tentado por el demonio. Al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno, su naturaleza humana, unida a su Persona divina, sintió hambre, dice el Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. Es en ese momento en el que se hace presente en Tentador, el Ángel caído. El Demonio no sabía que Jesús era Dios, aunque tenía sospechas. Sí sabía que era un hombre muy especial, al cual Dios acompañaba de manera evidente con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer, lo cual aumentaba todavía más su sospecha de que fuera Dios encarnado. Y es por eso que se decide a hacer una empresa imposible, al mismo tiempo que blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.
El Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús tenía mucha hambre, como es lógico, luego de cuarenta días de ayuno, y podía verdaderamente obrar ese milagro, es decir, hacer que las piedras se convirtieran en panes, y lo podía hacer, porque era Dios Hijo encarnado, tenía el poder más que suficiente para convertir las rocas en panes y así satisfacer su hambre. Pero Jesús, contestando con la Escritura, al tiempo que rechaza la tentación, nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura, pero también la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-, es el alimento principal para el hombre: “Jesús le respondió: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. De esta manera, Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos en primer lugar por el alimento del alma –y lo mismo hacer para con nuestro prójimo, de ahí la necesidad de la Evangelización y de la Misión-, y este alimento del alma es la Escritura –la lectura, meditación y oración- y la Eucaristía –la adoración y la Comunión Eucarística-, que satisface al alma con la substancia y el Amor Divino contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Solo en un segundo momento viene el alimento corporal, el cual de nada sirve, si no se provee antes al alimento espiritual. Si Jesús respondía realizando el milagro de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechaza de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].
Vencido en la primera tentación, el demonio hace el intento con la segunda tentación, para lo cual lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. El demonio intenta que Jesús cometa el pecado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles, pero si Jesús hiciera esto, cometería un pecado de presunción o temeridad, porque no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y, al mismo tiempo, desafiar literalmente a Dios, para que lo salve. En el fondo, es un pecado de soberbia; al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si por un imposible, Jesús hubiera accedido, hubiera cometido un pecado, y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu, que se origina, fundamentalmente, en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, que es la raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo, y su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. Pero sucede que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica es precisamente ése: “Haz lo que quieras”.
En la tercera y última tentación, el demonio pretende que Jesús lo adore, a cambio de riquezas y poderes terrenos: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Jesús le respondió: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Luego de la satisfacción de las pasiones –concupiscencia de la carne-, luego de la adoración de sí mismo –concupiscencia del espíritu-, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración de Satanás, una simple creatura que, además de ser simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios. Esto –la adoración al demonio- se da de diversas maneras: con las prácticas ocultistas, con la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a los servidores del demonio –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa-, aunque también se adora al demonio de modo indirecto al menos, con la adoración del dinero, con el deseo de poseer, de modo avaro y sin importar los medios ilícitos, la mayor cantidad de dinero posible. Jesús nos enseña que “sólo a Dios se debe adorar”, y aunque Dios, que está en la cruz y en la Eucaristía, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo, y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la bienaventuranza eterna en el Reino de los cielos.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. Nosotros, en el desierto de la vida, también somos tentados por el espíritu inmundo, pero Jesús, con su ejemplo y con su gracia, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación, y el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos ante su Cruz y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos ante su Presencia Eucarística.



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.

miércoles, 8 de febrero de 2017

“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido”


“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido” (Mc 7, 1-13). El pecado del fariseísmo es reemplazar la Palabra de Dios por la palabra humana; la Revelación de Dios, por la interpretación que el hombre da de esa Revelación, con lo cual la religión queda reducida no a una manifestación de Dios al hombre, sino a la perversa y torcida interpretación que el hombre le da a esa Revelación. El ejemplo que pone Jesús, para demostrar cómo los fariseos reemplazan los Mandamientos de Dios por tradiciones inventadas por ellos, es el del Cuarto Mandamiento, que manda “Honrar padre y madre”: los fariseos eximen del cumplimiento de ese mandamiento a quien deje ante el altar aquello que tenía para ayudar a los padres. De esa manera, al declarar esa ofrenda sagrada, evitaban cumplir el mandamiento divino. Pero lo que hace sagrada la ofrenda es el Dios al que se le ofrenda, por lo cual la Palabra de Dios siempre prevalece por encima de cualquier invento que pergeñen los fariseos para librarse de cumplir los mandamientos (en este caso concreto, ellos se quedaban con los bienes, por lo que estaban más que interesados en que el Cuarto Mandamiento sea dejado de lado por su tradición humana).
“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido”. Los Mandamientos de la Ley de Dios, desde el primero hasta el último –entre los que se incluyen los Mandamientos de Jesús, como el “cargar la cruz cada día”, “perdonar setenta veces siete”, “amar al enemigo” y otros más- no pueden nunca ser reemplazados por elucubraciones salidas de la mente del hombre. Otro ejemplo, es el de “No cometerás adulterio”: no se puede reemplazar este Mandamiento por el de “Comete adulterio”, sólo porque se invoca una supuesta misericordia divina, que no es tal sin la debida justicia. En el caso del matrimonio sacramental, es imposible estar en gracia y al mismo tiempo en pecado mortal; es imposible permanecer en el matrimonio sacramental y recibir la Comunión Eucarística si se está en adulterio, y la razón es que la unión entre el hombre y la mujer, por el sacramento del matrimonio, es una prolongación y una participación de la unión mística, esponsal, sobrenatural, de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. Admitir la comunión en estado de adulterio, implicaría admitir que, ya sea Cristo Esposo o la Iglesia Esposa, son capaces de traicionarse mutuamente: Cristo con una esposa que no es la Iglesia Católica Apostólica Romana, y la Iglesia Católica Apostólica Romana, con otro Cristo que no sea el Único, el Hombre-Dios, la Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en el seno de María y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido”. Anular la Palabra de Dios por mandamientos humanos es un pecado que clama al cielo.

martes, 4 de octubre de 2016

“María se ha quedado con la mejor parte, y no le será quitada”


“María se ha quedado con la mejor parte, y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Siempre en relación a Jesús, las dos hermanas asumen comportamientos muy distintos: mientras María se queda “sentada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra” y contemplándolo, Marta, por el contrario, se ocupa de atender a los comensales. Esto motiva la queja de Marta: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Es decir, Marta considera que María debería dejar de hacer lo que hace –escuchar la Palabra de Dios y contemplar a Jesús-, para ayudarla. Lejos de secundarla en su petición, Jesús no solo aprueba el comportamiento de María, sino que afirma que “es la mejor parte”: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.
¿Cuál es el mensaje que nos deja este Evangelio? Para poder captar el mensaje de este Evangelio, podemos decir que las dos hermanas representan dos estilos de vida dentro de la Iglesia: los laicos, ocupados en las cosas del mundo, estarían representados por Marta; los consagrados, ocupados de las cosas del Señor, estarían representados en María. También podríamos decir que representan, dentro de los consagrados, a las dos vertientes posibles: los consagrados de vida apostólica, es decir, los que no pertenecen a la vida contemplativa y, por lo tanto, están “en el mundo”, aunque “sin ser del mundo” –representados por Marta- y los consagrados que pertenecen a la vida contemplativa, aislados del mundo para, precisamente, rezar más y estar más cerca del Dios de la Eucaristía, Jesucristo –estarían representados por María-. Por último, podemos decir que ambas hermanas representan a una misma alma, que ama a Jesús, pero en dos momentos distintos de su propia vida: cuando se ocupa de las cosas temporales y materiales, sería Marta; cuando medita la Palabra de Dios y hace adoración eucarística, sería María.
Ahora bien, no cabe duda de que ambas hermanas aman a Jesús, aunque demuestran su amor de modo distinto: Marta, ocupándose de cosas temporales orientadas a Jesús –se preocupa por preparar la comida y disponer la mesa para Jesús y los discípulos-, mientras que María demuestra su amor a Jesús escuchándolo y contemplándolo. De estas dos formas de demostrar el amor a Jesús, la mejor, porque se concentra más en la Persona de Jesús, en su mensaje evangélico y en la adoración eucarística, es la que elige María, según las propias palabras de Jesús: “María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

“Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”. En nuestros días, caracterizados por la actividad mundana que se vuelve cada vez más frenética, y en los que la oración y la adoración eucarística son dejadas de lado por una inmensa mayoría de cristianos, es conveniente detenernos un instante, contemplar a María e imitarla, es decir, meditar la Palabra de Dios y hacer Adoración Eucarística.

miércoles, 20 de julio de 2016

“En tierra buena, dieron buenos frutos”


“En tierra buena, dieron buenos frutos” (Mt 13, 1-9). En la parábola del sembrador, cada elemento hace referencia a una realidad sobrenatural: la tierra es el corazón del hombre; la semilla es la Palabra de Dios, Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre; el sembrador es Dios Padre. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que una tierra, es decir, un corazón humano, en donde es sembrada la semilla, sea buena? ¿Qué es lo que permite que un corazón dé frutos de santidad, en tanto que, en otros, no se da ningún fruto? Lo que convierte a un corazón en tierra fértil que da frutos buenos, es decir, lo que hace que en el corazón del hombre arraigue la Palabra de Dios y dé frutos de santidad - caridad, alegría, magnanimidad, misericordia-, es la gracia santificante, que hace partícipe al alma de la vida misma del Hombre-Dios y le comunica, por lo tanto, de las mismas virtudes de Jesús. Los ejemplos de tierras fértiles, o de corazones en los que la Palabra de Dios ha echado raíces y ha dado frutos de santidad, son los santos, que siendo fieles a la gracia, no solo la conservaron, sino que la acrecentaron.

“En tierra buena, dieron buenos frutos”. También en nosotros, el Sembrador, Dios Padre, echa su semilla, que es la Palabra de Dios, Jesucristo; también en nosotros, Dios Padre espera que esta semilla arraigue y, echando raíces en nuestros corazones, crezca el Árbol Santo de la Cruz, que da frutos exquisitos de santidad.

sábado, 16 de julio de 2016

“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”


Cristo en casa de Marta y María,
(Matthias Musson)

(Domingo XVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María, en Betania. Una vez allí, el Evangelio relata dos acciones totalmente diversas entre una y otra hermana: “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Es decir, mientras María está a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplándolo, Marta, por el contrario, está “muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Contrariamente a lo que podría pensarse, Jesús no solo no reprocha la actitud de María –para Marta, su hermana debería ayudarla, en vez de contemplar y escuchar a Jesús-, sino que resalta y destaca el valor de lo que hace, esto es, contemplarlo y escuchar la Palabra de Dios.
         ¿Qué significa esta escena evangélica?
La actitud de las dos hermanas, Marta y María, en relación a Jesús, pueden significar varias cosas. Pueden significar, por ejemplo, dos vocaciones religiosas distintas, contemplativos y activos; pueden significar dos llamados a la santidad, sea la vocación religiosa –María- y la vocación seglar –Marta, que aunque no lo contempla, trabaja igualmente para el Señor-; finalmente, pueden representar también dos estados o momentos distintos, de una misma alma: María, cuando el alma, iluminada por la gracia, ora, ama, adora y contempla a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, ya sea en la cruz o en la Eucaristía; Marta, cuando el alma, en vez de orar, se ocupa de sus deberes de estado, aunque siempre teniendo, en la mente y en el corazón, a Jesús.
Ahora bien, de los estados, dice el mismo Jesucristo, es mejor –“la mejor parte”- el de María, esto es, la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación de Cristo, y es en este sentido en el que se expresa San Buenaventura, cuando dice que Cristo es el camino para ir a Dios.
En un escrito, San Buenaventura da la clave para que el alma pueda llegar a Dios, y esa clave es la contemplación de Cristo crucificado, puesto que Cristo es, dice San Buenaventura, “el camino y la puerta (…) la escalera y el vehículo”[1] que conducen a Dios. Quien contempla a Cristo crucificado, dice San Buenaventura, con fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso, desde el desierto de esta vida, al paraíso, y compara al alma que esto hace, con el Pueblo Elegido que atravesó el Mar Rojo y caminó por el desierto alimentándose con el maná caído del cielo: el cayado con el que el cristiano abre las aguas del Mar Rojo y atraviesa el desierto de la vida  para salir de la esclavitud del pecado, representado en la esclavitud de Egipto, es la Cruz, y el Maná que lo alimenta en su peregrinar a la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial, es la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y es así cómo el cristiano realiza la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, estando aún en esta vida, comenzando a vivir, ya en esta vida, un “paraíso en la tierra”. Dice así San Buenaventura: “El que mira plenamente (a Cristo) y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2]. Para San Buenaventura, como vemos, el “paraíso en la tierra”, es la contemplación, con fe y con amor, de Cristo crucificado, y también la alimentación del alma con la Eucaristía,
Quien contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el paso de esta vida a la eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea perfecto, es necesario dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que sea el Espíritu Santo en Persona quien infunda los misterios supraracionales del Verbo de Dios encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[3]. No quiere decir el santo que la contemplación sea una actividad irracional, sino que, al tratarse de un misterio divino absoluto, es supraracional y sólo el Espíritu Santo puede iluminar e ilustrar al alma con los misterios del Hijo de Dios encarnado, y esa es la razón por la cual el alma debe “abandonar toda especulación de orden intelectual”, para que sea el Espíritu Santo el que actúe. Es esto lo que hace María, arrodillada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplando su Santa Faz.
La contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos”[4]. Esto quiere decir que la contemplación de Cristo y el conocimiento de sus misterios, no es obra que surja del hombre, sino que es obra de la gracia, que al hacerla partícipe de la vida divina trinitaria, hace que el alma conozca a Dios como Dios se conoce a sí mismo, y eso es un conocimiento imposible de lograr por las solas fuerzas humanas.
Pero en la contemplación de Cristo, el Espíritu Santo no solo ilumina el intelecto para que así pueda realizar la Pascua –esto es, el “paso” de este mundo al Padre-, sino que al mismo tiempo, enciende al alma en el Amor de Dios, y para esto es necesario desear morir a nosotros mismos; es necesario desear morir al hombre viejo, al hombre apegado a esta vida terrena, para así poder desear y amar la vida eterna contenida en Cristo Jesús. Esta tarea sólo la puede realizar el Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, y así lo dice San Buenaventura: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5]. San Buenaventura dice algo muy fuerte: que debemos “amar la muerte”, y luego nos anima a morir: “muramos”, pero es la muerte a nuestro propio yo, a nuestras preocupaciones terrenas, nuestros deseos y nuestras imaginaciones, porque se trata de morir al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que nace “del agua y del Espíritu”, el hombre regenerado por la gracia santificante contenida en la Sangre de Jesús y derramada en el alma por los sacramentos.
Culmina San Buenaventura afirmando que, una vez contemplado el Padre por medio de Cristo y por obra del Espíritu Santo, habremos llegado a nuestra Jerusalén, es decir, habremos encontrado lo que deseaba nuestra alma, y eso nos basta como cristianos: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “Eso nos basta”; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna”[6]. Es decir, para el católico, lo único que es necesario en esta vida, es la contemplación de Cristo crucificado –nosotros podemos agregar, también la contemplación y adoración del Cristo Eucarístico, es decir, la adoración eucarística-, y no necesita absolutamente nada más en esta tierra, porque llegar al Padre, por Cristo, en el Amor del Espíritu Santo, es ya vivir, en anticipo, la alegría, el gozo y el amor de la eterna bienaventuranza, y es esta la razón por la cual dice que Jesús que la “parte de María”, hermana de Marta, que es la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación y adoración de esa Palabra, crucificada en el Calvario y oculta, gloriosa, en la Eucaristía, es “la mejor parte”.




[1] Opúsculo Sobre el itinerario de la mente hacia Dios, Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.

[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

miércoles, 27 de enero de 2016

“Los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto"


“Los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno” (Mc 4, 1-20). Con la parábola de un sembrador, cuya semilla cae en distintos tipos de terrenos y da frutos en diversos porcentajes, Jesús describe la interacción y la relación sobrenatural que se produce entre la Palabra de Dios, el hombre y sus situaciones existenciales y el ángel caído, Satanás. El sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla, la Palabra de Dios -su Hijo, Jesucristo, la Palabra Eternamente pronunciada-, en el corazón del hombre, el cual, en algunas ocasiones es como el “borde del camino”, otra es un “terreno rocoso”, en otros casos es un terreno “espinoso”, y en otro caso, es “tierra fértil”, que da fruto “al treinta, sesenta y ciento por uno”. Lo más interesante de la parábola es la semilla que cae en terreno fértil, porque es la que da frutos, y esto nos lleva a preguntarnos qué es lo que hace que un corazón dé frutos, ante la escucha de la Palabra de Dios, y qué es lo que hace que no dé frutos. A diferencia de la tierra, que es un ser obviamente inerte, sin vida y sin libertad, el corazón del hombre es libre, lo cual quiere decir que, en cierta medida, que la Palabra fructifique o no, depende de su libertad: los obstáculos a la germinación de la Palabra –Satanás, la tribulación, la persecución, la seducción de las riquezas- son obstáculos en tanto y en cuanto es el hombre el que decide que sean obstáculos, puesto que la Palabra de Dios tiene, en sí misma, la fuerza propia de la divinidad, que le permite al hombre superar, mediante esa fuerza, cualquier clase de obstáculo –natural o preternatural, esto es, diabólico- que pretenda impedir el crecimiento de la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Un factor, entonces, es la libertad del hombre, desde el momento en que es el hombre el que, libremente, decide inclinarse por la Palabra de Dios o por el mundo y sus seducciones y falsos atractivos. El otro factor a tener en cuenta, es la libertad de Dios y la acción de la gracia divina: cuando Dios siembra en un corazón su Palabra, lo hace por su Amor -sin obligación alguna de ningún tipo-, al tiempo que concede la gracia suficiente para que esta Palabra germine. Es decir, para que la Palabra de Dios rinda al “treinta, sesenta y o ciento por uno”, son necesarias, de nuestra parte, la libre elección de la Palabra de Dios y confianza en ella ante cualquier circunstancia adversa y que esta Palabra de Dios ocupe siempre el primer lugar, en el centro de nuestro corazón; del lado de Dios, aunque siempre encontraremos su disposición a sembrar en nosotros su Palabra, es necesaria también la acción previa de la gracia, que es la que prepara al corazón para recibir con fe y con amor la Palabra de Dios. Y aquí viene otro factor sobrenatural, necesario para que la Palabra dé frutos en el alma: como toda gracia proviene de la María Santísima, la Medianera de todas las gracias, entonces, para que germine la Palabra de Dios en nuestros corazones y dé fruto “al ciento por uno”, es necesario que nos dirijamos a Ella, suplicándole que convierta nuestros corazones, áridos, llenos de espinas y de rocas y acechados por los pájaros que comen la semilla, en tierra fértil que reciba la Palabra de Dios, para que la Palabra de  Dios, echando raíces, dé frutos de caridad, mansedumbre, humildad, santidad.

martes, 22 de septiembre de 2015

“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”


“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8, 19-21). Le anuncian a Jesús que “su madre y sus hermanos” lo buscan. Pero Jesús, en vez de pedir a la multitud que hagan paso para dejarlos llegar hasta donde está Él, en una actitud que pareciera desmerecer a su madre y a sus primos, dice que “su madre y sus hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. Es decir, pareciera que Jesús negara a su Madre, la Virgen, y también a sus primos –llamados “hermanos” en la Escritura-, porque actúa como si estuviera dejando de lado a su familia biológica.
Sin embargo, Jesús no desconoce a su Madre, la Virgen, ni a sus hermanos (primos): lo que hace es, por un lado, revelar que existe una “Nueva Familia” humana, la familia de los hijos de Dios; por otro lado, revela cuál es el fundamento que constituye a esta nueva familia humana, establecida por Él: el cumplimiento de la voluntad de Dios, manifestada en su Palabra.
La nueva familia humana, superior a la familia biológica, es la Iglesia, constituida por los hijos adoptivos de Dios, nacidos a la vida nueva de la gracia, al pie de la cruz, cuando Jesús nos dio en adopción a María Santísima: es la familia que tiene a la Virgen por Madre, a Dios Padre por Padre y a Jesús como hermano. Los bautizados en la Iglesia forman esta nueva familia humana; constituyen una nueva forma de ser familia y es una familia que está unida por lazos más fuertes que los lazos biológicos, los lazos de sangre, porque lo que une a esta nueva familia humana, la Iglesia, es el Amor del Espíritu Santo.
La otra revelación de Jesús es respecto de aquello que caracteriza a la Iglesia por Él fundada: el cumplimiento de la voluntad de Dios, expresada en los Diez Mandamientos: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. La Palabra de Dios manifiesta a los hombres cuál es la voluntad divina y quien escucha la Palabra y la practica, es aquel que es hijo de Dios.
Ahora bien, puesto que los Mandamientos se cumplen por amor a Dios, que los promulga por nuestro bien a través de su Palabra,  aquello que une a los integrantes de la nueva familia de los hijos de Dios, los bautizados en la Iglesia, es el Amor. El que escucha la Palabra de Dios y la practica, es el que ama a Dios, su Padre.

Y debido a que la Virgen es la que cumple los Mandamientos con la mayor perfección -porque es la que más ama a Dios por estar inhabitada por el Espíritu Santo-, entonces Jesús no solo no la desconoce, sino que la pone como ejemplo insuperable y modelo a seguir para todo aquel que, movido por el Amor de Dios, desee cumplir su voluntad, manifestada en su Palabra.

viernes, 4 de septiembre de 2015

“Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”



(Domingo XXIII - TO - Ciclo B – 2015)
          “Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante” (Mc 7, 31-37). Le presentan a Jesús un sordomudo y le piden que le imponga las manos. Jesús “toca sus oídos con sus dedos y con su saliva toca su lengua”; levanta los ojos al cielo y dice: “Éfata”, que significa “Ábrete”. Inmediatamente, el sordomudo comienza a oír y a hablar. Jesús cura al sordomudo y lo puede hacer, puede curar milagrosamente, con su poder divino, por cuanto Él es el Hombre-Dios; es Dios encarnado en una naturaleza humana, y lo que sucede es que su poder divino se comunica a través de su naturaleza humana –así como la corriente eléctrica pasa a través de un conductor- y es así como la enfermedad –en este caso, la sordera y mudez- desaparecen al instante. Con su omnipotencia, Jesús regenera nuevamente todo el tejido dañado y lo vuelve capaz de recibir las señales sensitivas, en el caso del oído, y de emitir sonidos, en el caso de las cuerdas vocales atrofiadas que originaron la mudez. Es sorprendente el milagro en sí mismo, porque los tejidos del sordomudo, afectados tal vez de nacimiento, o tal vez por alguna patología en su niñez, estaban atrofiados y ahora Jesús, con el solo querer de su voluntad, los regenera a nuevo. No es sorprendente, sin embargo, desde el momento en que Jesús tiene el poder necesario para hacerlo, por cuanto es Dios.
         Ahora bien, esta curación física no es el objetivo último de Jesús: cuando Jesús hace milagros de orden físico, como la curación de esta enfermedad corporal, no lo hace para solo curar el cuerpo, porque a Jesús no le interesa tanto curar el cuerpo, sino el alma; cuando Jesús hace un milagro de este tipo, es para despertar la fe en el orden espiritual y es esto lo que efectivamente sucede, tanto en el sordomudo curado, como en quienes observan la escena: proclaman la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús. Jesús cura al sordomudo, pero al mismo tiempo, despierta la fe en Él en quienes observan el milagro.
         Esta curación del sordomudo tiene entonces, como objetivo final, el despertar a la fe, es decir, el curar otra sordomudez, en este caso, espiritual, y es la sordera para escuchar la Palabra de Dios y la mudez para proclamar la Palabra de Dios. La curación milagrosa del sordomudo es, por lo tanto, la figura y el preludio de la curación de la sordera y de la mudez espiritual que se verifican en el Bautismo sacramental, en el que la Iglesia adopta el mismo signo de Jesús sobre los oídos y los labios y también su misma oración, pidiendo que los sentidos se abran al Evangelio. En efecto, en el bautismo sacramental, el sacerdote traza la señal de la cruz en los oídos y en los labios, al tiempo que reza una oración en la que pide que estos sentidos se abran a la Buena Noticia de Jesús. El cristiano, por lo tanto, no es “sordomudo” espiritual, porque Jesús ha trazado, por medio del sacerdote ministerial, en su bautismo sacramental, la señal de la cruz, que le ha abierto los oídos y los labios del alma, para escuchar la Palabra de Dios y para proclamarla. Es por eso que el Apóstol exhorta a proclamar la Palabra de Dios “a tiempo y a destiempo” (cfr. 2 Tim 4, 2), y si lo hace, es porque considera que el cristiano tiene aptos los sentidos espirituales para hacerlo.
En el bautismo sacramental, el cristiano ha recibido un milagro infinitamente más grande que el milagro que recibió el sordomudo del Evangelio, porque ha recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales a la Palabra de Dios; sus oídos espirituales están capacitados para escuchar la maravillosa noticia de la Encarnación del Verbo y de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habrá de conducir a todos los hombres que lo acepten como su Mesías y Redentor, al Reino de los cielos y están abiertos para “proclamar las maravillas de Dios”, como lo decimos en el Prefacio I de los Domingos[1]. Todavía más, el cristiano ha recibido la apertura de la mente a los misterios del Hombre-Dios Jesucristo, cuando el sacerdote traza el signo de la cruz con el óleo perfumado sobre la cabeza del bautizando, y recibe la apertura de su corazón al Amor de Dios, cuando traza sobre el pecho del que se bautiza, la señal de la cruz del Salvador.
El Prefacio I del Misal Romano dice que los cristianos están llamados a “proclamar las maravillas de Dios”, porque el cristiano ha recibido el don de tener abiertos sus sentidos espirituales que le permiten proclamar las maravillas de Dios, como es que el Verbo de Dios hable a través del sacerdote ministerial y pronuncie las palabras de la consagración, dándoles el poder divino de convertir las materias muertas del pan y del vino en la Carne gloriosa y resucitada del Cordero de Dios; el cristiano ha recibido el don de proclamar la Buena Noticia a los hombres, don que lo capacita para gritar desde las azoteas que el Verbo de Dios ha muerto en cruz, ha resucitado y está en la Eucaristía; el cristiano ha recibido el don de la apertura de su lengua, para no callar ante los atropellos, las indiferencias, los sacrilegios y las blasfemias que el Verbo de Dios recibe, continuamente, día a día, en la Eucaristía, por parte de los hombres mundanos que niegan su Presencia, niegan su condición de ser Rey de los hombres y que así construyen, todos los días, un mundo que se aleja cada vez más de Dios y de sus Mandamientos. El cristiano ha recibido el don de tener sus oídos abiertos y su boca abierta, para que proclamen al mundo que el Verbo de Dios humanado renueva su sacrificio en la cruz, cada vez, de modo incruento, en la Santa Misa, y que entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, para perdonar los pecados de los hombres, dar la vida eterna a las almas y conducirlas al Reino de los cielos. El cristiano ha recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales en el bautismo, para proclamar que el mundo debe ser construido sobre la base de los Mandamientos de Dios, y no sobre palabras humanas. El cristiano ha recibido entonces en el bautismo la capacidad de escuchar la voz del Verbo, que habla a través de la Liturgia de la Palabra, en la Santa Misa, y que habla a través del Magisterio de la Iglesia, a través del Catecismo, a través de los documentos de los Papas y los obispos a Él unidos y que habla a través de los Mandamientos de la Ley de Dios. El cristiano tiene abierto el oído, desde el bautismo, para escuchar la voz de Dios, que nos habla de diversas maneras, pero sobre todo en los Mandamientos. El cristiano tiene los oídos del alma abiertos para escuchar claramente los Mandamientos de la Ley de Dios –el primero de todos, el dado por Jesús en la Última Cena: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”-, pero muchos cristianos se convierten en sordos espirituales por libre decisión, porque no quieren escuchar la voz de Dios que les habla a través de los Mandamientos, porque esto significa cambiar radicalmente de vida, y así prefieren continuar, haciendo oídos sordos a la Palabra de Dios, con sus vidas de paganos. Y si no escuchan la Palabra de Dios, mucho menos la proclamarán, por lo que estos cristianos son sordos y mudos espirituales, pero por libre elección.
“Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”. En el Evangelio, Jesús cura a un sordomudo corporal; por el bautismo sacramental, cura la sordera y la mudez espiritual y capacita a los hijos de Dios para que escuchen y proclamen la Palabra de Dios. Sin embargo, a juzgar por lo que sucede en nuestros días, muchos cristianos se comportan como sordos a la Palabra de Dios, porque fingen no escucharla, y se comportan como mudos, porque fingen no poder proclamar la Palabra de Dios, que se proclama, más que con palabras, con obras de misericordia. Muchos cristianos se vuelven sordos y mudos espirituales, por libre decisión, al taparse los oídos frente a lo que la Palabra de Dios le pide, y lo hacen para no proclamar la Palabra y así se callan frente al mundo ateo, agnóstico, materialista, hedonista y relativista, que ataca a la Iglesia y a Jesucristo. Se vuelven sordos y mudos por temor a los hombres y esa es la razón por la cual el mundo se rige, en nuestros días, por leyes inicuas, como las del aborto, la eutanasia, la fecundación artificial y tantas otras leyes más que atentan contra la vida humana constituyendo pecados que claman al cielo, al violentar ante todo la Justicia Divina y todo esto sucede por los cristianos que se vuelven sordos espirituales por libre decisión, haciendo realidad el dicho que dice: “No hay peor sordo que el que no quiere escuchar”; pero se convierten también en perros mudos que callan voluntariamente ante la presencia del mal para no tener problemas y así permiten que el mal avance sobre los hombres, como un lobo que avanza sobre el rebaño, porque el perro mudo, que debería advertir al pastor con sus ladridos, se calla por miedo al lobo.
Muchos cristianos se tapan los oídos para no escuchar la Palabra de Dios y callan, por respetos humanos, cuando deberían gritar desde las azoteas, que el mundo ha olvidado a Dios y a su Mesías, Cristo Jesús. Sin embargo, los cristianos sordos para escuchar la Palabra de Dios y mudos para proclamarla, deberán escuchar, en silencio y sin poder decir ni una palabra, a esa misma Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, pronunciarse sobre ellos, el Día del Juicio Final: “Por haberme negado delante de los hombres, Yo te niego delante de mi Padre” (Mt 10, 33). No seamos sordos a la Palabra de Dios, escuchémosla y pongámosla en práctica, obrando las obras de los hijos de la luz, las obras de misericordia.




[1] Cfr. Misal Romano.