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domingo, 22 de febrero de 2015

“El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás”



"Las tentaciones de Jesús", 
de Nicols Florentino, 
Catedral vieja de Salamanca


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2015)

         “El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás” (Mc 1, 12-15). Jesús es llevado por el Espíritu Santo al desierto, para ser tentado por el espíritu del mal, Satanás, del demonio, la Serpiente Antigua. Esto nos lleva a hacernos algunas preguntas: ¿qué es la tentación? Si Jesús, siendo Dios Hijo en Persona, encarnado, y como tal, no podía jamás sucumbir a la tentación de Satanás, ¿por qué Jesús se deja tentar por el demonio?
         Podemos decir que la tentación es una prueba y una prueba específica para el cristiano: en la tentación, lo que es sometido a prueba, es la fe del cristiano[1]. La tentación es “la ocasión que Dios ofrece al hombre para conocer su realidad en profundidad, es decir, para que pueda saber lo que hay en su corazón”[2]. Es decir, Dios permite la tentación para “saber lo que hay en el corazón”: si hay amor a Dios, entonces el corazón resiste a la tentación, porque se da cuenta que, si cede a la tentación, se queda sin Dios –eligió a la tentación en vez de a Dios- y en consecuencia, su amor a Dios, o se enfría –si al ceder a la tentación cometió un pecado venial-, o se apaga –si al ceder a la tentación cometió un pecado mortal-. Y si permite la tentación, es para que no cedamos a ella, sino para que, resistiéndola –con la gracia de Cristo, de otro modo, es imposible-, nuestro amor a Él se vea fortalecido y engrandecido.
Y si la tentación es una “prueba de la fe”, tenemos que preguntarnos en qué fe somos tentados: somos tentados en la fe que profesamos en el Credo, porque allí está contenido todo lo que debemos creer; somos tentados en la fe que profesamos en los Mandamientos, porque ahí está todo lo que debemos hacer. Somos tentados en la fe que profesamos en el Credo -cada artículo del Credo está unido indisolublemente a todos los otros, y si dejamos de creer en uno solo de los artículos del Credo, dejamos de creer, en realidad, en toda la Verdad revelada por Jesucristo-, cuando en vez de creer lo que la Santa Madre Iglesia enseña, queremos creer lo que nuestra razón nos dice, oscureciendo así el misterio insondable de Jesucristo y, lo que es peor, terminamos creyendo en el credo de Satanás. Somos tentados en los Mandamientos, cuando en vez de cumplir los Mandamientos de Dios, promulgados por Dios en el Sinaí y “actualizados” por Cristo Dios desde la cruz, cumplimos los mandamientos de Satanás, que prescriben lo exactamente opuesto a los Mandamientos de Dios.
         En cuanto a la pregunta de por qué Jesús se deja tentar por el demonio, la respuesta la tiene San Agustín. Primero, San Agustín dice que el cristiano, en cuanto miembro de Cristo, clama por Él, pero desde el abatimiento, desde la prueba: “Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica. ¿Quién dice esto? Parece que uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde los confines de la tierra con el corazón abatido (…) Quien invoca desde los confines de la tierra es (la herencia) de Cristo, este cuerpo de Cristo, esta Iglesia única de Cristo (…) que invoca al Señor desde los confines de la tierra. ¿Y qué es lo que pide? Lo que hemos dicho antes: Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica; te invoco desde los confines de la tierra, esto es, desde todas partes. ¿Y cuál es el motivo de esta súplica? Porque tiene el corazón abatido. Quien así clama demuestra que está en todas las naciones de todo el mundo no con grande gloria, sino con graves tentaciones”[3].
Luego, San Agustín dice que la tentación es parte de esta vida y es necesaria para nuestro progreso espiritual y aunque sin afirmarlo explícitamente, sostiene que la tentación es sufrida por Jesucristo, para que en Él fuera vencido el demonio y nosotros aprendiéramos cómo vencer la tentación, siguiendo su ejemplo. Dice así San Agustín: “Nuestra vida, en efecto, mientras dura esta peregrinación, no puede verse libre de tentaciones; pues nuestro progreso se realiza por medio de la tentación y nadie puede conocerse a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no ha luchado, ni puede luchar si carece de enemigo y de tentaciones. Aquel que invoca desde los confines de la tierra está abatido, mas no queda abandonado. Pues quiso prefigurarnos a nosotros, su cuerpo, en su propio cuerpo, en el cual ha muerto ya y resucitado, y ha subido al cielo, para que los miembros confíen llegar también adonde los ha precedido su cabeza. Así pues, nos transformó en sí mismo, cuando quiso ser tentado por Satanás. Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo el Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. El Cristo total era tentado por el diablo, ya que en él eras tú tentado. Cristo, en efecto, tenía de ti la condición humana para sí mismo, de sí mismo la salvación para ti; tenía de ti la muerte para sí mismo, de sí mismo la vida para ti; tenía de ti ultrajes para sí mismo, de sí mismo honores para ti; consiguientemente, tenía de ti la tentación para sí mismo, de sí mismo la victoria para ti. Si en él fuimos tentados, en él venceremos al diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también a ti mismo victorioso en él. Hubiera podido impedir la acción tentadora del diablo; pero entonces tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de él a vencerla”[4]. De un modo magistral, San Agustín nos enseña que Cristo se dejó tentar en el desierto, porque de esa manera, no solo derrotaba al demonio por nosotros, sino que, al vencerlo a través de nuestra humanidad, nos concedía su victoria a nosotros, los hombres, al hacernos partícipe de su victoria sobre el Enemigo de las almas.
“El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás”. Cuando tengamos las tentaciones más fuertes, las que nos llevan a dudar del Credo, es cuando tenemos que rezar, con total convicción, cada artículo del Credo; cuando tengamos la tentación de no querer cumplir los Mandamientos de Cristo Dios, recordemos que la alternativa son los mandamientos de Satanás, y recurramos entonces a la Virgen, para que nos fortalezca y nos dé amor por la Voluntad divina. En toda tentación, por más fuerte que sea, recordemos que Jesucristo las ha vencido a todas y que en Él, y solo en Él, saldremos victoriosos. No hay ninguna tentación que no podamos vencer, si estamos unidos a Jesucristo, el Hombre-Dios, Victorioso para nosotros y por nosotros en la tentación en el desierto. Y por último, el para qué Jesús se deja tentar por nosotros, nos lo dice el Misal Romano[5]: “(Jesús) al abstenerse de alimentos terrenos durante cuarenta días, consagró con su ayuno la práctica cuaresmal, y al rechazar las tentaciones del demonio nos enseñó a superar los ataques del mal, para que, celebrando con sinceridad el misterio pascual, podamos gozar un día de la Pascua eterna”. Jesús se deja tentar el desierto, no para que simplemente seamos más virtuosos, al rechazar las tentaciones como Él, sino para que, rechazándolas en Él y por Él, conservemos e incrementemos la gracia, de manera que podamos celebrar el “misterio pascual” de su Pasión, Muerte y Resurrección, esto es, la Santa Misa, en donde este misterio se actualiza por medio de la liturgia eucarística, y seamos capaces, con un corazón fortalecido luego de la lucha contra la tentación, de alimentarnos del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo terreno del “gozo de la Pascua eterna” que, por su misericordia, esperamos celebrar al finalizar nuestros días en esta vida terrenal.



[1] Cfr. http://www.mercaba.org/Catecismo/ADULTOS/CATEQUIZANDO%202%20055-069.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] De los Comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos (Salmo 60, 2-3: CCL 39, 766).
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Plegaria Eucarística del Domingo I de Cuaresma, Las tentaciones del Señor.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Jueves después de Ceniza


“Si alguien quiere venir detrás de Mí, que cargue su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús nos da la fórmula de la felicidad: cargar la cruz de cada día y seguirlo a Él camino del Calvario. Ahora bien, hay algo anterior al “cargar la cruz”, y es algo de lo que depende la felicidad final: “querer” seguir a Jesús y es por eso que Jesús dice: “Si alguien quiere venir detrás de Mí…”. Seguir a Jesús es una cuestión de “querer”, que es, en el fondo, “amar”: nadie sigue a Jesús sin amarlo, sin quererlo, por lo mismo que nadie entrará en el cielo forzado, obligado. Jesús lo dice de modo muy claro: “Si alguien quiere venir detrás de Mí…”, debe cargar la cruz y seguirlo; ahora bien, este seguimiento de Jesús no es automático, ni forzado, ni obligado, porque está basado en el Amor, no en el amor humano, sino en el Amor de Dios, porque desear querer seguir a Jesús, es ya un movimiento de la gracia. Nadie desea cargar la cruz y seguir a Jesús, camino del Calvario, sino es por moción de la gracia. La cuestión no es menor, porque quien sigue a Jesús por Amor, cumplirá sus Mandamientos también por Amor, y así tendrá acceso al Reino de los cielos. Desde la cruz, Jesús, que es Dios, no solo nos da los Diez Mandamientos –incluyendo el “Mandamiento Nuevo” de la Ley Nueva, el mandamiento de la caridad-, y no solo nos el ejemplo perfectísimo de cómo vivir los Mandamientos, hasta la muerte de cruz, sino que nos da la fuerza misma para cumpliros y vivirlos –de otro modo, es imposible, empezando por el mandato de “amar a los enemigos”-.
Por el contrario, quien no sigue a Jesús –o, lo que es lo mismo, quien carga la cruz sin Amor-, no solo no cumple los Mandamientos de Dios, sino que cumple, indefectiblemente, los mandamientos de Satanás, puesto que no hay punto intermedio: o se cumplen los Mandamientos de Dios, dados por Jesús desde la cruz, o se cumplen los mandamientos de Satanás. Seguir o no a Jesús, es cuestión de libre albedrío y de Amor, como hemos visto, y quien así lo hace, cumple los Mandamientos de Dios y así se asegura su felicidad y el acceso a la vida feliz y eterna en el Reino de los cielos. Esto está asegurado por la Escritura, que promete la vida a quien elija la vida: “Delante de ti están la vida y la muerte, lo que elijas, eso se te dará” (cfr. Deut 30, 15-20). No seguir a Jesús –no querer seguirlo, porque no se lo ama y por eso no se carga la cruz-, implica la libre elección del seguimiento y de la obediencia a Satanás, porque quien no quiere cargar la cruz, carga el yugo pesadísimo del demonio.

“Si alguien quiere venir detrás de Mí, que cargue su cruz cada día y me siga”. Amar a Jesús, cargar la cruz y seguirlo camino del Calvario, es una cuestión, literalmente, de vida o de muerte: “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha (…) si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, vivirás (…) delante de ti (está) la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás” (Deut 30, 15-20). Delante nuestro están Jesús y su cruz, con sus Mandamientos de vida eterna, y Satanás, con sus mandamientos de muerte, que mandan lo diametralmente opuesto a los Mandamientos divinos. Lo que elijamos, eso se nos dará. Que María Santísima guíe nuestros pasos por el Camino Real de la Cruz.

domingo, 19 de octubre de 2014

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”


“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 39-48). Jesús nos pide que estemos preparados, porque “el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”: se refiere tanto a la hora de la muerte de cada uno, la cual será de improviso, porque nadie sabe cuándo ha de morir, como a su Segunda Venida en la gloria, porque nadie sabe tampoco cuándo habrá de regresar Él por Segunda Vez, en la gloria. Para graficar esta enseñanza, utiliza la parábola de un siervo malo y perezoso que, creyendo que su amo no va a regresar o que va a regresar más tarde, se embriaga, abandona su servicio y comienza a pelear y a golpear a los demás. 
En esta parábola, el siervo que no está atento y que piensa que su amo no va a regresar todavía, y se pone a emborracharse, a pelear con los demás y descuida sus deberes para con Dios y para con el prójimo, representa al bautizado en la Iglesia Católica que no piensa en la vida eterna, o si piensa que hay una vida eterna, cree que, haga lo que haga, Dios lo perdonará siempre y nunca sufrirá ningún castigo por sus malandanzas; también están aquí los que, creyendo en Dios y en su justicia y que Dios castiga con el Infierno el pecado mortal, se deciden sin embargo a vivir desafiándolo, cometiendo pecado mortal tras pecado mortal, sin importarles mínimamente el Juicio de Dios. El que así piensa, recibe como castigo la pérdida del sentido de la eternidad, tanto de la bienaventuranza, como del castigo, y recibe en cambio, la tarea dada por Dios a los pecadores, y es la de “acumular bienes”, como dice la Escritura (cfr. Ecl 1, 1-18), a la par que queda sometido a la acción y a la influencia del demonio, que le hace creer, como dice Santa Teresa de Ávila, que los placeres mundanos y carnales de esta vida terrena, y que la vida terrena misma, son interminables. Esto constituye ya, en sí mismo, un gran castigo, porque significa que esa alma ha sido abandonada por Dios a su libre albedrío; en otras palabras, el alma, libremente, entre los Mandamientos de Cristo, dados desde la cruz, y los Mandamientos de Satanás, el alma ha elegido claramente vivir y cumplir cabalmente los Mandamientos de Satanás –esto es lo que significa el siervo ebrio y que golpea a los demás: el que se deja consumir por sus pasiones: ira, lujuria, avaricia, pereza, odio, rencor, calumnia, difamación- y ha elegido desechar y pisotear los Mandamientos de la Ley de Dios. Ésa tal alma, si es llamada a la Presencia de Dios, para que rinda el examen de su Juicio Particular, será encontrado vacía y falta de obras buenas; será el siervo de la parábola, que a la llegada de su amo, no estaba vigilante, porque estaba ebria; no tenía puesto el traje de servicio, porque no estaba obrando la misericordia; y, lo más grave de todo, no tenía la lámpara encendida, es decir, no tenía la gracia santificante, porque su lámpara estaba seca, es decir, su humanidad estaba en estado de pecado mortal. Por el contrario, el siervo atento y vigilante, que tiene la túnica ceñida y la lámpara encendida, porque está esperando a su amo que está por regresar en cualquier momento, recibe una recompensa inesperada: su mismo amo se pone a servirlo a la mesa, sirviéndole un banquete espléndido. Ese siervo así preparado es el alma en gracia, que a la hora de la muerte, es encontrada digna de entrar al Banquete Festivo del Reino de los cielos, en donde reinan el Amor, la Paz y la Alegría de Dios Uno y Trino.

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. Dichoso aquel que, en la hora de la muerte, está vigilante, tiene la túnica ceñida y la lámpara encendida, es decir, dichoso aquel que, a la hora menos pensada, en la que el Hijo del hombre viene a buscarlo, está en estado de gracia santificante y sus manos rebozan de obras de misericordia, porque será el mismo Hijo de Dios en Persona quien lo hará entrar en la Morada Santa, para que se alegre y goce en la contemplación de la Santísima Trinidad por los siglos sin fin.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Octava de Navidad 4 2012



         El inicio del Evangelio de Juan describe tanto la procedencia eterna como el Nacimiento en el tiempo del Niño de Belén: “En el principio era el Verbo (…) El Verbo estaba junto a Dios y era Dios (…) El Verbo era la vida y la luz que ilumina a todo hombre (…) El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (…) El Verbo, vida y luz de los hombres, vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (cfr. Jn 1ss).
         El Niño de Belén es el Verbo que procede eternamente del Padre, que en junto al Padre y al Espíritu Santo es un solo Dios, y como Dios es vida divina y luz eterna; como Verbo, se encarna en el seno virgen de María –el Verbo se encarnó-, para comunicar a los hombres de esa vida divina y de esa luz eterna.
El Niño Dios es la luz divina que viene a este mundo en tinieblas, para derrotar definitivamente las tinieblas del infierno, del error y de la ignorancia, y es vida divina, que viene a dar de esa vida a quienes viven en el mundo, muertos a la vida de Dios, a causa del reino del pecado en la tierra.
Este Nacimiento temporal del Verbo eterno, Nacimiento que tiene como fin derrotar a las tinieblas y comunicar vida divina a los hombres, es descripto por Zacarías en su cántico en términos de luz solar: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. El “Sol que nace de lo alto”, no es el astro sol alrededor del cual giran los planetas: es Cristo, Luz de Luz eterna, Sol de justicia, de cuyo Ser divino trinitario emana una luz más brillante que miles de millones de soles juntos, luz que es, al mismo tiempo, vida y vida eterna; luz que es, al mismo tiempo, Amor y Amor eterno, celestial, el Amor mismo de Dios; luz que es fortaleza divina, porque procede de Dios Trino, que es luz en sí mismo. Esta luz, este “Sol que nace de lo alto”, que viene a nuestro mundo revestido de la naturaleza humana del Niño de Belén, es vida, y por eso da vida a quienes habitan en este mundo “en tinieblas y en sombras de muerte”, y una vez que les da de su vida divina, los ilumina con su luz eterna, haciéndolos participar de esa misma luz, que es vida y que es amor, y que por eso enamora al hombre.
Lamentablemente, en este hórrido mundo, sometido al pecado y a su ley de muerte, mundo cuyo rey es el Príncipe de las tinieblas, muchos se acostumbran al mal, al error, al pecado y a la ignorancia; muchos prefieren los mandamientos de Satanás, el rey del mal y de la mentira, antes que los mandamientos de Dios, y es por esto que el Evangelista San Juan dice: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”.
Por el contrario, quien recibe al Niño de Belén, en su pensamiento, por la fe, y en su corazón, por la comunión eucarística, en donde este Niño prolonga su Encarnación y Nacimiento, recibe su gracia, su vida y su luz, que lo convierten en hijo de Dios: "Pero a todos los que lo recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios" (cfr. Jn 1, 12).