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miércoles, 14 de agosto de 2024

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) El que coma de este pan vivirá eternamente”

 


(Domingo XX - TO - Ciclo B - 2024)

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58). Jesús vuelve a realizar a realizar la revelación de que Él es “Pan vivo bajado del cielo, que da la vida eterna” y que, en consecuencia, quien coma de este pan, “da la vida eterna” y “vivirá eternamente”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la vida eterna, ya que no tenemos experiencia de la vida eterna. Para darnos una idea de la misma, podemos comenzar con algo de lo que sí tenemos experiencia y es con la vida natural, terrena, temporal.

En la vida que vivimos todos los días, la vida que comenzamos a vivir en el tiempo, desde que fuimos concebido en seno materno, en esa vida, la vida transcurre en el tiempo y en el espacio; se caracteriza por lo tanto por desplegarse en el tiempo y en el espacio; es una vida, sí, pero imperfecta, desde el momento en el que, tanto por nuestra naturaleza humana, que es imperfecta, como por estar además contaminada, manchada, por el pecado original, no puede desplegarse en su plenitud y eso la convierte en una vida sumamente imperfecta. Esto quiere decir que los aspectos positivos de la vida, como por ejemplo, la vida misma, la felicidad, la alegría, la paz, la fortaleza, el amor, la prudencia, y toda clase de virtudes, que hacen a la plenitud de la vida, hacen que esta vida terrena no sea plena en acto, es decir, la vida terrena, sujeta ya sea al pecado original o a las tribulaciones o a las incertidumbres o a las infinitas posibilidades que se abren en el porvenir del acontecer diario, determinan que la vida terrena sea sumamente imperfecta, desde el momento en que ninguna de sus características positivas se pueda desarrollar en su plenitud, en ningún momento del tiempo terreno.

A esto se le suma que ningún alimento terreno, como por ejemplo el pan material, terrenal, compuesto por trigo, puede contribuir a mejorar esta situación, porque este pan, solo de manera análoga y muy lejana o superficial, se puede decir que nos da “vida” y esto en un sentido meramente corporal o terreno, porque lo único que puede hacer el pan terreno es impedir que muramos de inanición, prolongando la vida natural que ya poseemos, pero de ninguna manera concediéndonos una vida nueva y distinta a la que ya poseemos.

En cuanto a la vida terrena, la vida natural que cada uno de nosotros vive en el tiempo y en el espacio, es una vida sumamente imperfecta, porque si bien hay momentos buenos, como por ejemplo de alegría, de fortaleza, de templanza, de calma, de prosperidad, de justicia, de amor, de paz, estos se ven empañados, ya sea porque no se viven en su plenitud máxima, ya sea porque se le oponen momentos de tribulación opuestos. Por ejemplo, si hay alguna alegría, esta alegría es pasajera, nunca es total, perfectísima y siempre se acompaña de algún hecho o acontecimiento que la empaña; si hay algún momento de fortaleza espiritual, este momento también es imperfecto, porque se acompaña de algún hecho que demuestra nuestra debilidad por alguna situación, que demuestra que nuestra fortaleza no se despliega en su totalidad y así con cada una de las características de la vida terrena.

Con relación al pan terreno, material, ya lo dijimos previamente: solo por analogía podemos decir que concede “vida”, en el sentido de que impide la muerte por inanición, al concedernos sus nutrientes que, por el proceso de la digestión, se incorporan a nuestro organismo y le impiden la autofagia celular, retrasando o posponiendo la muerte por inanición, concediendo además solamente una extensión o prolongación de la vida natural.

Algo muy diferente sucede con el Pan de Vida eterna que concede Jesús, porque la Vida eterna es completamente distinta a la vida natural que nosotros poseemos como seres humanos y porque la Vida eterna que concede el Pan de Vida eterna nada tiene que ver con la vida natural biológica que naturalmente poseemos los seres humanos.

¿En qué consiste la vida eterna?

En la posesión en acto de todas las perfecciones de la vida eterna y esto es lo que brevemente Trataremos de explicar qué significa. Ante todo, es eterna porque no solo es inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable, de la divinidad[1], de la Santísima Trinidad. Esta vida es la fuente primera de toda vida; es indestructible, inmortal y despliega en un solo acto toda su riqueza, toda su perfección divina, celestial, sobrenatural, sin sombra alguna de imperfección, a diferencia de la vida del espíritu creado, que, por desarrollarse en el tiempo, no puede desplegar en un solo acto toda su riqueza, sino que debe hacerlo en el cambio continuo de diversos actos[2]. Es esta vida eterna la que el Hijo de Dios nos comunica de un modo sobrenatural nos comunica, de un modo sobrenatural, a través de la Sagrada Eucaristía, primero en germen mientras vivimos en la vida terrena, y luego en plenitud cuando morimos a la vida terrena y comenzamos a vivir en la vida del Reino de los cielos. Es decir, toda la perfección de la vida eterna, propia del Ser divino trinitario, está contenida en la Sagrada Eucaristía y se nos da en anticipo en la Sagrada Eucaristía. Cuando el espíritu creado vive con la vida eterna, vive en Dios y su vida es de carácter divino; todo se concentra en Dios y en torno a Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu lo conoce y ama en Dios y mediante Dios. Cuando está en la tierra, cuando vive con su vida natural, se dirige a Dios por diversos caminos, girando en torno a Dios de forma incesante, como lo hacen los planetas en torno al sol, mientras que en la vida eterna está en ese Sol, que es Dios, por así decirlo, con un reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural debía hacerlo por medio de diversos y múltiples actos. En Dios y con Dios el espíritu vive con la vida verdaderamente divina, eterna, perfectísima, que brota de Dios y que hace que el espíritu se una a Dios como una sola cosa con Él y hace que su vida sea una sola con la vida de Dios, que es vida eterna y es esta vida eterna la que el Hijo de Dios Jesucristo nos comunica cuando dice: “El que coma de este Pan que Yo daré tendrá Vida Eterna”. Y es aquí cuando vemos que, si el pan terreno impide que muramos de inanición, conservándonos en la vida corporal al alimentarnos con la substancia del pan, hecha de trigo, el Pan de Vida eterna, compuesto por la substancia divina de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, alimenta nuestras almas con la substancia misma de la naturaleza divina de la Trinidad, nutriéndonos con el alimento de los ángeles, el Pan Vivo bajado de los cielos, la Carne del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía, el Maná bajado del cielo, que concede la Vida Eterna de la Trinidad a quien consume este Pan del Altar en gracia, con Fe, con Piedad, con Devoción y sobre todo con celestial Amor.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956, 708.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 708.


domingo, 14 de julio de 2024

“Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros”

 


(Domingo XV - TO - Ciclo B – 2018)

         “Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros” (cfr. Mc 6, 7-13). Nuestro Señor Jesucristo envía a sus discípulos a una misión, pero no es una misión terrena, sino que se trata de una misión de carácter divina, sobrenatural, celestial, porque los manda para que iluminen, con la Palabra de Dios, las tinieblas preternaturales que cubren la faz de la tierra desde la caída de Adán y Eva, según lo que comenta San Cirilo de Alejandría[1]. Dice así este santo, al comentar este pasaje del Evangelio: “Nuestro Señor Jesucristo instituyó guías e instructores para el mundo entero, y también “administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1). Les mandó a brillar y a iluminar como antorchas no solamente en el país de los judíos…, sino también en todo lugar bajo el sol, para los hombres que viven sobre la faz de la tierra (Mt 5, 14)”. Según San Cirilo de Alejandría, Nuestro Señor Jesucristo envió a los Apóstoles tanto a los judíos como sino a los paganos, lo cual quiere decir a todos los hombres de la tierra, para que “brillaran como antorchas” y este “brillar como antorchas” no es en un sentido metafórico, sino real de un modo espiritual, porque tanto en la vida como en la realidad espiritual, allí donde no reina Jesucristo, reinan las triples tinieblas espirituales: las tinieblas vivientes, los demonios -aquí caben recordar las palabras del Padre Pío de Pietralcina, quien decía que si pudiéramos ver con los ojos del cuerpo a los demonios que actualmente andan libres por nuestro mundo, no seríamos capaces de ver la luz del sol, ya que es tanta la cantidad de demonios, que cubrirían por completo los rayos del sol, produciendo un eclipse solar que cubriría toda la faz de la tierra-; las tinieblas del error, las tinieblas del pecado, y las tinieblas de la ignorancia y del paganismo. Por esta razón, para que disipen con la luz de la Sabiduría divina, Nuestro Señor envía a los Apóstoles, para que iluminen, con la luminosa y celestial doctrina del Evangelio, a este mundo que yace “en tinieblas y en sombras de muerte”, las tinieblas del pecado, del error y del Infierno. Porque no es otra cosa que tinieblas y sombras de muerte la locura infernal deicida y suicida del hombre de hoy, el pretender vivir sin Dios y contra Dios. No es otra cosa que tinieblas y sombras de muerte pregonar como derechos humanos a la contra-natura, al genocidio de niños por nacer -como penosamente sucede en nuestro país, desde que se promulgó la ley del aborto decretando como “derecho humano” asesinar al niño en el vientre de la madre, desde el infame gobierno anterior-, a la ideología de género y a la doctrina de la guerra injusta -no a las guerras justas, como la Guerra de Malvinas y la Guerra contra la subversión marxista- como sacrificio ofrecido a Satanás.

También hoy, como ayer, la Iglesia es enviada al mundo, pero no para paganizarse con las ideas paganas del mundo, no para mundanizarse con la mundanidad materialista y atea del mundo, sino para santificar y cristificar el mundo con los Mandamientos de la Ley de Dios, con los Preceptos de la Iglesia santa y con los Mandamientos de Nuestro Señor Jesucristo dados en el Evangelio. Si ayer el mundo yacía en las tinieblas del paganismo y los fueron Apóstoles los encargados de derrotar esas tinieblas con la luz del Evangelio de Cristo, hoy en día las tinieblas del neo-paganismo son más oscuras, más densas, más siniestras que en los primeros tiempos de la Iglesia, porque antes no se conocía a Cristo, Luz del mundo, en cambio hoy se lo conoce, se lo niega -como hizo Europa públicamente, negando sus raíces cristianas-, se lo combate y se pretende expulsarlo de la vida, la mente y los corazones de los hombres. Por eso es que, si los Apóstoles fueron enviados a iluminar las tinieblas paganas, hoy como Iglesia estamos llamados a continuar su tarea y, con la luz del Evangelio de Jesús, luchar, combatir, derrotar y vencer para siempre a las tinieblas vivientes, los ángeles caídos; estamos llamados a disipar a las tinieblas del error, del neo-paganismo de la Nueva Era, del pecado, que todo lo invade, de la ignorancia, del cisma y de la herejía; estamos llamados a dar el buen combate y a dejar la vida terrena en el combate, si fuera necesario.

         A propósito de la misión de los Doce, Continúa San Cirilo de Alejandría: “(Los Apóstoles enviados por Jesús) deben llamar a los pecadores a convertirse, sanar a los enfermos corporalmente y espiritualmente, en sus funciones de administradores no buscar de ninguna manera a hacer su voluntad, sino la voluntad de aquél que los había enviado, y finalmente, salvar al mundo en la medida en que éste reciba las enseñanzas del Señor”. Aquí está entonces la función para todo católico del siglo XXI: llamar a los pecadores a la conversión –sin olvidar que nosotros mismos somos pecadores y que nosotros mismos, en primer lugar, estamos llamados a la penitencia y a la conversión-; sanar corporal y espiritualmente –obviamente, esto sucede cuando alguna persona tiene el don, dado por Dios, de la sanación corporal y/o espiritual- y no hacer de ninguna manera la propia voluntad, sino la voluntad de Dios en todo y ante todo, voluntad que está expresada en los Diez Mandamientos, en los Preceptos de la Iglesia y en los Mandamientos de Jesús en el Evangelio. Sólo así –llamando a la conversión a los pecadores, comenzando por nosotros mismos; sanando de cuerpo y alma a los prójimos si ése es el carisma dado y cumpliendo la santa voluntad de Dios, podrá el mundo salvarse de la Ira de Dios. De otra manera, si el mundo continúa como hasta hoy, haciendo oídos sordos y combatiendo a Dios y a su Ley, el mundo no solo no se salvará, sino que perecerá en un holocausto de fuego y azufre, preludios del lago de fuego que espera en la eternidad a quienes no quieren cumplir en la tierra y en el tiempo la amorosa voluntad de Dios Uno y Trino expresada en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.



[1] Cfr. Comentario del Evangelio de San Juan 12,1.


jueves, 31 de agosto de 2023

“Llega el Esposo, salid a recibirlo”

 


“Llega el Esposo, salid a recibirlo” (Mt 25, 1-13). Como en toda parábola, en la parábola de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes, debemos reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales; solo así estaremos en grado de aprehender el sentido último, espiritual y sobrenatural, que nos transmite Nuestro Señor Jesucristo.

El Esposo que regresa ya entrada la noche, es Nuestro Señor Jesucristo, en su Segunda Venida gloriosa, en el Día del Juicio Final; la noche, representa el fin de la historia humana, caracterizada por la temporeidad y la espacialidad, y caracterizada por lo tanto por la medición del tiempo en años, meses, días, horas, antes de la convergencia del tiempo y del espacio en el vértice de ambos, convergencia que abre las puertas a la eternidad; la noche también representa el estado espiritual de la humanidad al momento de la Segunda Venida de Nuestro Señor: la oscuridad cósmica es una figura de la oscuridad espiritual, oscuridad causada por la propia alma humana, que en sí misma es oscuridad, pero también por la práctica, por parte de casi toda la humanidad, del paganismo -brujería moderna o Wicca- del ocultismo, del satanismo y la proliferación de toda clase de ideologías anti-cristianas, como el comunismo, el socialismo, el marxismo, el liberalismo, el neo-liberalismo; las vírgenes necias representan a las personas humanas que, habiendo recibido el bautismo sacramental y la Sagrada Eucaristía y la Confirmación, fueron necios o perezosos -la pereza corporal y espiritual es un pecado mortal- en mantener encendida la llama de la fe que se les concedió en el Bautismo, abandonando la práctica cristiana y llevando una vida mundana y neo-pagana: estas personas, al momento del regreso de Nuestro Señor Jesucristo al fin de los tiempos, no estarán preparadas para recibirlo, por lo cual quedarán afuera del Reino de los cielos; las vírgenes prudentes representan a las almas que, conociéndose pecadoras, se esforzaron no obstante por llevar una vida de santidad, con lo cual, al momento de la Segunda Venida de Nuestro Señor, tienen sus lámparas -almas- llenas con el aceite, que representan la gracia santificante, y la mecha de la lámpara encendida, lo cual representa la luz de la fe, una fe activa y operante, una fe que ilumina la vida propia y la vida de los demás; finalmente, el banquete de bodas al que ingresa el Esposo, acompañado por las vírgenes prudentes, representa el Reino de los cielos. Si al final de nuestra vida terrena queremos ingresar en el Reino de los cielos para adorar al Esposo, Nuestro Señor Jesucristo, entonces imitemos a las vírgenes prudentes, manteniendo siempre encendida la luz de la Santa Fe Católica, tal como se encuentra en el Credo de los Apóstoles.

domingo, 21 de mayo de 2023

“Santifícalos en la verdad”

 


“Santifícalos en la verdad” (Jn 17, 11b-19). Antes de sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, Jesús pide en la Última Cena al Padre por sus Apóstoles y la última petición es la de “santificarlos en la verdad”, puesto que la Palabra de Dios es la verdad. Lo que Jesús pide es que Dios los consagre para la función sacerdotal de predicar la verdad, algo que San Pablo llama el “sagrado ministerio del Evangelio” (Rm 15, 16). La misión de los Apóstoles, ordenados ya como sacerdotes ministeriales, es la de continuar con la misión de Jesús, anunciando el Evangelio a todas las naciones y bautizándolas en nombre de la Trinidad.

Los Apóstoles deben ser santificados en la verdad, puesto que son representantes de Cristo, que es la Verdad Increada de Dios; Cristo es la Verdad Eterna, la Verdad que resplandece por Sí misma desde la eternidad y en la cual no hay ni la más mínima sombra, ni de mentira, ni de error. La Iglesia de Cristo posee la plenitud de la Verdad Absoluta acerca de Dios y de sus misterios sobrenaturales absolutos, es decir, Dios como Uno y Trino y la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen Madre, por obra del Espíritu Santo, para ofrecerse como Víctima Inmaculada en el Ara de la Cruz y así salvar a la humanidad. Es esta verdad la que tienen que propagar los Apóstoles, sin agregar ni quitar nada, puesto que, si esto hicieran, se apartarían de la verdad y caerían en el error, en la herejía, en la blasfemia. Si los Apóstoles se apartan de la verdad revelada por Cristo -como ha sucedido y sigue sucediendo, incluso en el seno mismo de la Iglesia-, dejando de lado todo lo que la mente humana no puede comprender acerca del misterio de Cristo -como la Santísima Trinidad y la Encarnación del Verbo-, entonces estarían propagando una fe falsa, una fe acomodada a los estrechos límites y a la ínfima capacidad de la razón humana, tal como sucedió con numerosos herejes a lo largo de la historia de la Iglesia.

“Santifícalos en la verdad”. Así como los Apóstoles se santificaron en la verdad, dando sus vidas por la Verdad Increada de Dios, Cristo Jesús, así el bautizado en la Iglesia Católica también debe santificarse en la verdad, lo cual quiere decir dejar de lado y no aceptar, bajo ninguna circunstancia, una verdad distinta a la verdad de la Iglesia Católica, la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero.

“Padre, glorifica a tu Hijo”

 


“Padre, glorifica a tu Hijo” (Jn 17, 1-11). En la Última Cena, Jesús ora al Padre por sí mismo, pidiéndole que “lo glorifique”. Se trata de un pedido de glorificación para su Humanidad Santísima, puesto que Él en cuanto Dios Hijo, en cuanto Persona Segunda de la Trinidad, ya posee la gloria divina desde toda la eternidad, comunicada por el Padre desde toda la eternidad. Ahora pide la glorificación de su Humanidad, Humanidad que está unida a su Persona divina y que es Purísima, Inmaculada, castísima. Y el Padre le concederá lo que Jesús le pide, porque glorificará a su Humanidad, aunque no antes de haber pasado por la Pasión y Muerte en el Calvario. La Humanidad de Cristo será glorificada plenamente, el Domingo de Resurrección, pero luego de haber pasado por los dolores excruciantes de la Pasión y de la Crucifixión.

Y esa gloria que Jesús ganará al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la Cruz, será la que comunicará a su Iglesia, a través de los Sacramentos. Quien reciba los Sacramentos recibirá la gracia santificante en esta vida y la gloria divina en la vida eterna.

Penosamente, la inmensa mayoría de los católicos desprecia y deja de lado, por considerarlos inútiles y fuera de época, a los Sacramentos de la Iglesia Católica, sin darse cuenta de que contienen en germen la gloria de la divinidad, la gloria de la Trinidad, obtenida para nosotros por pura misericordia por parte de Jesucristo. Muchos se darán cuenta del error -quiera Dios que se den cuenta a tiempo- que cometieron al despreciar los Sacramentos, porque de esta manera se cierran a sí mismos la Puerta del Reino de los cielos, abierta para nosotros por la Sangre del Cordero derramada en la Cruz.

martes, 12 de julio de 2022

“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”


 

(Domingo XVI - TO - Ciclo C – 2022)

          “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a almorzar a casa de sus amigos, los hermanos María, Marta y Lázaro. Antes de la llegada de Jesús, los tres hermanos acondicionan la casa para recibir a su querido amigo Jesús. Sin embargo, una vez que Jesús llega, María interrumpe sus tareas y se postra a los pies de Jesús, para derramar perfume sobre sus pies y contemplarlo. Al verse sola con su hermano frente a la tarea de preparar el agasajo para Jesús y sus discípulos, Marta se dirige a Jesús para pedirle que le diga a su hermana que la ayude: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me dé una mano”. Jesús le responde pero, lejos de darle la razón, justifica la acción de María: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”.

          ¿Qué significado espiritual tiene este episodio del Evangelio?

          Ante todo, no hay que perder de vista quién es Jesús: Jesús no es un hombre más entre tantos, ni siquiera el más santo de entre los santos: Jesús es Dios Tres veces Santo, Dios Increado, Dios Eterno, que se ha encarnado y que vive, camina y habla entre los hombres, pero es Dios Hijo, hecho hombre sin dejar de ser Dios. Esto es lo que María ha recibido como iluminación del Espíritu Santo y es la razón por la cual ella se postra en adoración y en contemplación de Jesús. Sin esta consideración sobre Jesús como la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, no se comprenden, ni la acción de contemplación de Jesús por parte de María, ni la respuesta de Jesús.

          Ahora bien, ¿qué representan las dos hermanas? Pueden representar dos cosas: por un lado, los dos estados de vida religiosa, llamados activos o contemplativos; por otro lado, pueden representar dos estados espirituales de una misma persona. Veamos brevemente: si representan los dos estados de vida religiosa, Marta estaría representando a los religiosos llamados “de vida activa o apostólica”, es decir, los sacerdotes diocesanos o los religiosos que desarrollan su actividad evangélica y apostólica en medio del mundo; por su parte, María, que contempla a Jesús en éxtasis de amor, estaría representando a los religiosos que dedican sus vidas a la contemplación y a la adoración eucarística y hay que decir, siguiendo a Jesús, que esta vocación es “mejor” que la apostólica o de vida activa, porque la adoración y el amor a Jesús Eucaristía es un anticipo de lo que el alma hará en la eternidad, es decir, contemplar, amar y adorar al Cordero de Dios por siempre. Así se comprende, tanto la actitud de María, que no es pasiva, sino activa, porque activamente ama y adora a Jesús y se comprende también porqué Jesús dice que lo que ha elegido María –la contemplación y la adoración del Hombre-Dios Jesucristo- es “la mejor parte”.

Pero también las hermanas podrían estar representando a una misma persona, en dos estados espirituales diferentes: Marta, representaría al bautizado que debe ocuparse de los asuntos del mundo, porque hay que trabajar para poder subsistir diariamente; María, estaría representando a ese mismo cristiano que, haciendo un lugar para la oración en medio de sus quehaceres cotidianos, se dedica a contemplar, amar y adorar a Jesús Eucaristía. Los dos estados son, por lo tanto, importantes e imprescindibles, pero la parte que ha elegido María de Betania, contemplar, amar y adorar a Jesús, “es la mejor”. Imitemos a María entonces y adoremos a Jesús en la Eucaristía, aún en medio de nuestras ocupaciones cotidianas, como anticipo de la adoración que, por la Misericordia Divina, esperamos tributarle por toda la eternidad en el Reino de los cielos.

jueves, 7 de octubre de 2021

“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!”

 


“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!” (cfr. Lc 11, 42-46). Los “ayes” o lamentos de Jesús, dirigidos a los fariseos, no se deben a que estos paguen el diezmo, puesto que el sostenimiento del templo es algo que todo fiel tiene la obligación de hacer, sino que se debe a que los fariseos han desvirtuado tanto la religión del Dios Uno, que han llegado a pensar que el pago del diezmo constituye la esencia de la religión, olvidando lo que es verdaderamente la esencia de la religión, que es el Amor de Dios y el amor al prójimo por amor a Dios. Algo similar sucede con los doctores de la ley, a quien también van dirigidos los “ayes” o lamentos: en este caso, la perversión de la religión consiste en hacer cumplir a los demás reglas humanas, innecesarias, inútiles para la salvación, surgidas de sus mentes entenebrecidas y de sus corazones corruptos, con el agravante de que hacen cumplir a los demás estas reglas inútiles y puramente humanas, mientras que ellos, los doctores de la ley, no las cumplen.

En los dos casos los ayes o lamentos están plenamente justificados porque en ambos, en los fariseos y en los doctores de la ley, el amor dinero en los primeros y el apego al formalismo de reglas puramente humanas en los segundos, tiene una consecuencia devastadora para la vida del alma, porque apaga en el alma el Amor de Dios; hace que la inteligencia pierda de vista la Verdad Divina y que el corazón, olvidado de la ternura y de la dulzura del Amor Divino, se apegue con dureza a las pasiones humanas y a las riquezas terrenas. En ambos casos, se desvirtúa y pervierte la religión verdadera porque se deja de lado la esencia de la religión, el Amor a Dios por sobre todas las cosas y el amor al prójimo por amor a Dios.

“¡Ay de ustedes, fariseos (…) ay de ustedes, doctores de la ley, porque se olvidan del Amor de Dios!”. No debemos creer que los ayes y lamentos de Jesús se dirigen solo hacia ellos. Cada vez que nos apegamos a las pasiones y a esta vida terrena, indefectiblemente nos olvidamos del Amor de Dios, porque deseamos esas cosas y no a Dios Uno y Trino, Quien merece ser amado en todo tiempo y lugar por el sólo hecho de Ser Quien Es, Dios de infinita bondad, justicia y misericordia. Por eso, Jesús nos dice desde la Eucaristía: “¡Ay de ustedes, cristianos, porque se apegan a los placeres del mundo y se olvidan del Amor Eterno que arde en mi Corazón Eucarístico y así me dejan solo y abandonado en el Sagrario! ¡Ay de ustedes, porque si no vuelven a Mí en la Eucaristía, permaneceréis sin Mi Presencia por toda la eternidad”.

 

miércoles, 1 de septiembre de 2021

“Pasó la noche orando”

 


“Pasó la noche orando” (Lc 6, 12-19). Siendo nosotros cristianos, nuestro modelo de ser y de vida es Cristo; por lo tanto, debemos imitarlo en lo que nuestra limitada naturaleza pueda imitarlo. Por supuesto que no podremos imitarlo en sus milagros, porque esos milagros, como la multiplicación de panes y peces, las resurrecciones de muertos, las pescas milagrosas, etc., los hacía con su poder de Dios y nosotros no somos Dios, por lo que no tenemos ese poder, pero sí podemos imitarlo en aquello en que lo puede imitar nuestra débil naturaleza humana; en este caso, lo podemos imitar en su oración al Padre, tal como relata el Evangelio: “Jesús subió a la montaña a orar y pasó la noche orando a Dios”.

No es por casualidad que Jesús suba a la montaña, porque la montaña tiene un significado espiritual: al ser algo gigantesco, simboliza la inmensidad de Dios; el hecho de ser la montaña algo elevado, simboliza a Dios, que está en los cielos; también el hecho de subir hasta la cima, simboliza el esfuerzo que debe hacer el hombre para despegarse de la tierra y de los atractivos del mundo, para elevar su alma a Dios. Por todas estas razones, Jesús elige la montaña para orar. Hay otros dos aspectos a considerar: el horario en el que Jesús reza, la noche y el hecho de la oración misma: en cuanto al horario, Jesús reza “toda la noche” y esto también tiene un significado espiritual, porque la noche, caracterizada por las tinieblas, simboliza nuestra vida terrena, que al ser terrena, está por eso mismo envuelta en tinieblas, al no estar en Dios y con Dios y estas tinieblas son las tinieblas del error, del pecado y también son las tinieblas vivientes, los demonios. Al orar toda la noche, Jesús quiere hacernos ver que debemos orar toda la vida, es decir, toda nuestra noche, porque sólo así obtendremos la luz de Dios, que disipa toda clase de tinieblas. En cuanto al hecho de la oración en sí, Jesús es nuestro ejemplo, porque aunque Él era Dios Hijo y estaba por lo tanto en permanente unión con el Padre y el Espíritu Santo, con su humanidad se unía a la Trinidad por medio de la oración y es así como debemos hacer nosotros, unirnos a Dios Uno y Trino por medio de la oración, siendo las principales oraciones para nosotros, los católicos, la Santa Misa, el Rosario, la Adoración Eucarística y luego también la oración que brota del corazón.

“Pasó la noche orando”. Imitemos a Cristo y pasemos nuestra vida terrena, nuestra noche, en oración, para así alcanzar el Día sin fin, la eternidad en el Reino de los cielos.

jueves, 22 de julio de 2021

“Allí será el llanto y rechinar de dientes”

 


“Allí será el llanto y rechinar de dientes” (Mt 13, 47-53). En la descripción del Reino de los cielos que hace Jesús, incluye siempre una velada alusión, más o menos indirecta e implícita, a otro reino, el reino de las tinieblas, el cual tiene su sede en el Infierno. Es decir, aunque no lo nombre explícitamente, Jesús revela la existencia de un siniestro reino, en un todo opuesto al Reino de los cielos, coincidiendo con este únicamente en que ambos duran por toda la eternidad.

En este Evangelio, al describir al Reino de los cielos, Jesús revela cómo será el Día del Juicio Final, Día en que ambos reinos, el Reino de Dios y el reino de las tinieblas, iniciarán su manifestación visible y para toda la eternidad.

Aunque muchos en la Iglesia niegan la existencia del Infierno, esta negación no es gratuita puesto que conlleva una ofensa y un agravio a la Palabra de Jesús, Quien es el que revela su existencia. En otras palabras, negar la existencia del Infierno implica negar la omnisciencia del Hombre-Dios Jesucristo y a la Revelación dada por Él. Todavía más, es llamativo el hecho de que Jesús habla en tantas oportunidades sobre el Infierno y por lo tanto, implícitamente del reino de las tinieblas. Es decir, Jesús no revela una o dos veces la existencia del Infierno y del reino de las tinieblas, sino en numerosas oportunidades, lo cual es una severa advertencia para nosotros.

“Allí será el llanto y rechinar de dientes”. No es verdad que, cuando morimos, vamos “a la Casa del Padre”: el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que el alma va directamente a comparecer ante el Juicio Particular, en el que Dios juzga nuestras obras libremente realizadas y de acuerdo con ellas, nos destina para siempre, sea al Reino de los cielos, sea al reino de las tinieblas, el Infierno, que es donde habrá “llanto y rechinar de dientes”. Esto último no es expresión metafórica de Jesús, porque el llanto y el rechinar de dientes serán reales y sin fin: el llanto, por el dolor provocado por la conciencia, al darse cuenta que por un solo pecado mortal el alma se ha condenado para siempre, apartándose de Dios; el rechinar de dientes será causado por el dolor insoportable, tanto espiritual como corporal, causados por el fuego del Infierno el cual, por un prodigio divino, obrará no solo sobre el cuerpo, sino también sobre el espíritu y esto por toda la eternidad.

De nuestra libertad depende a cuál de los dos reinos iremos para siempre, o el Reino de Dios, o el reino de las tinieblas, el Infierno, en donde “será el llanto y rechinar de dientes”.

sábado, 21 de noviembre de 2020

“Cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca”

 


“Cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca” (Lc 21, 29-33). Jesús nos da indicios para saber si el Reino de Dios –y también su Segunda Venida- está cerca: cuando veamos que “suceden todas estas cosas”. ¿Qué cosas? La conmoción de los astros –“Hasta las estrellas del cielo se moverán”-; la conmoción del mundo tal como lo conocemos –terremotos, guerras, hambrunas, pestes-; las tribulaciones que habrán de padecer los que se mantengan fieles a la Verdadera Fe Católica –no olvidemos que en los tiempos previos a su Segunda Venida reinará el Anticristo, el cual establecerá de forma obligatoria una nueva religión, la religión del Anticristo, una religión fundamentalmente sincretista, ocultista y esotérica- y, finalmente, las persecuciones, o más bien, la Última Gran Persecución a la Iglesia Católica, que precederá a la Llegada en la gloria del Señor.

“Cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca”. A lo largo de la historia y en diversos tiempos de la humanidad, muchos han pretendido ver el Anticristo en diversas figuras –como por ejemplo, Hitler, Stalin, Mao Tsé Tung, etc.-; sin embargo, ninguno de estos era el Anticristo, el cual todavía no ha hecho su aparición en la tierra. Siguiendo al Evangelio, sabremos que el Reino de Dios y la Segunda Venida de Jesucristo estarán muy próximas, cuando el Anticristo no sólo se manifieste, sino que empiece a reinar en la tierra, con su reinado de tinieblas, confusión y error. Cuando esto suceda, “levantemos la cabeza, porque nuestra liberación se acerca”. En otras palabras, cuando reine el Anticristo, aun en medio de las tribulaciones y angustias de las persecuciones, debemos estar serenos y alegres, porque se acerca el Reinado de Cristo en la eternidad.

domingo, 18 de octubre de 2020

“He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”

 


“He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Jesús dice que “ha venido a traer fuego la tierra” y que “desea que ya esté ardiendo”. Nos podemos preguntar de qué fuego se trata y qué es lo que quiere ver arder. Obviamente, no se trata del fuego material, del fuego que se utiliza todos los días en los quehaceres domésticos o en la industria; si fuera así, se caería en el ridículo de pensar que todo cristiano debe dedicarse a prender fuego a lo que encuentra, para imitar a su Maestro. Es un absurdo que no tiene ningún sentido. Entonces, si no se trata del fuego material, el que todos conocemos, se trata por lo tanto de otro fuego, inmaterial, espiritual, celestial, que no conocemos: es el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo, que descenderá sobre los Apóstoles en Pentecostés y que desciende, invisible pero real, sobre las ofrendas del altar, el pan y el vino, para combustionarlas, para transubstanciarlas y convertirlas en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios. Es éste el Fuego que ha venido a traer Jesús, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; un Fuego que será enviado a toda la Iglesia en Pentecostés y que es enviado sobre el altar eucarístico, por las palabras de la consagración, en cada Santa Misa.

¿Y qué es lo que Jesús “quiere ver arder”? Es decir, ¿qué es lo que Jesús quiere que este fuego, que es el Espíritu Santo, queme? Ante todo, como decimos, quiere que combustione el pan y el vino para convertirlos en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, que es lo que sucede en cada Santa Misa y por eso lo que comulgamos es la Carne del Cordero y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna y no simplemente pan y vino. El segundo elemento que Jesús quiere incendiar con el Fuego del Amor de Dios –“cuánto deseo verlo ya ardiendo”- son nuestros corazones, nuestras almas, que sin este Fuego divino están apagadas, sin fuego, sin calor y sin luz. ¿Cuándo se produce el incendio del alma en el Amor de Dios? Cada vez que el alma comulga –en gracia, con fe y con amor-, recibe el Fuego del Divino Amor que inhabita y envuelve el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Por esta razón, debemos pedir que nuestros corazones sean como la madera o como el pasto seco, para que al mínimo contacto con las llamas del Fuego del Espíritu Santo, se enciendan en el Fuego del Divino Amor y ardan en este Divino Amor, en el tiempo y en la eternidad.

jueves, 4 de junio de 2020

“Si tu ojo o tu mano son ocasión de pecado, córtatelos”




“Si tu ojo o tu mano son ocasión de pecado, córtatelos” (cfr. Mt 5, 27-32). Es obvio que cuando Jesús dice que si el ojo es ocasión de pecado hay que arrancarlo, o que si la mano es ocasión de pecado, hay que cortarla, no lo está diciendo en forma literal, sino figurada, metafórica. Lo que Jesús nos quiere hacer ver es la importancia negativa que tiene el pecado, porque no solo nos impide la entrada en el Reino de los cielos, sino que nos abre las puertas del Infierno. En efecto, el que peca, no sufre ningún daño en sus miembros, pero va con todo su cuerpo y toda su alma al Infierno, a la eterna condenación. En cambio, el que mortifica la mirada, por ejemplo –a esta mortificación de la vista se refiere Jesús cuando dice que “si el ojo es ocasión de pecado, arráncatelo”-, luego va con su vista mortificada al Cielo, en donde gozará por la eternidad de un cuerpo glorioso, resucitado y perfecto.
“Si tu ojo o tu mano son ocasión de pecado, córtatelos”. El consejo de Jesús, por fuerte que pueda parecer y en efecto lo es, tiene por objetivo el advertirnos acerca de las gravísimas consecuencias que tiene el pecado para la vida eterna, pues una vista o una mano que se entregan al pecado, son la puerta abierta para la eterna condenación en el Infierno. Al mismo tiempo, la advertencia de Jesús nos hace ver cuán valiosa es, tanto la mortificación -mortificar la vista, privándonos de ver cosas pecaminosas-, como la realización de obras buenas, ya que una mano que se dedica a obrar la misericordia y no a cometer el mal, irá con todo el cuerpo al Reino de los cielos. Por esta razón, mortifiquemos la vista, y una forma de hacerlo es no solo no mirar cosas malas, sino mirar cosas buenas, como alguna imagen de la Pasión, por ejemplo; además, no nos limitemos a solamente no obrar el mal con las manos, sino que utilicemos las manos para obrar la misericordia, empezando con los más necesitados. De esta forma, iremos con todo nuestro cuerpo y con toda nuestra alma, al Reino de Dios, por toda la eternidad. Por una breve mortificación en el tiempo -lo que dure nuestra vida terrena-, nos ganaremos una eternidad de felicidad celestial.

miércoles, 27 de mayo de 2020

“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”




“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús ora al Padre en la Última Cena, pidiendo el don del Espíritu Santo para su Iglesia naciente. Una de las funciones del Espíritu Santo, será unir a los discípulos de Jesús, que forman su Iglesia, en un solo Cuerpo Místico. En este Cuerpo Místico la característica será la de estar unidos en el Amor de Dios, porque el Espíritu Santo será el aglutinante, el que los una en el Amor de Dios, a los hombres con Jesús y con el Padre, así como el Espíritu Santo es el que une en la eternidad al Padre con el Hijo. Esto es lo que explica las palabras de Jesús: “Oraré para que el amor que me tenías esté con ellos”, esto es, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque ése el “amor que el Padre tenía a Jesús” desde la eternidad, antes de la Encarnación. Desde toda la eternidad, lo que une al Padre y al Hijo, en un único Ser divino trinitario, es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, que es el Amor espirado del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Ahora Jesús quiere que ese Amor Divino sea el que una a los hombres en Él y, en Él, al Padre, por eso es que dice que “orará para que el amor que el Padre le tenía” desde la eternidad, esté con ellos. Ése Amor, el Espíritu Santo, es el que une a su vez a los hombres con Jesús: “Como también yo estoy con ellos”. Jesús está con sus discípulos, con su Iglesia, por el Amor de Dios, por el Amor Misericordioso de Dios; no hay ninguna otra explicación para el misterio pascual de Jesús de muerte y resurrección que no sea el don del Espíritu Santo para los hombres redimidos por su Sacrificio en Cruz en el Calvario.
“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Luego de que Jesús muera y ascienda a los cielos, enviará con el Padre al Espíritu Santo, el cual unirá a los hombres a Cristo y, en Cristo, al Padre. Así, el distintivo de la Nueva Iglesia fundada por Jesús, la Iglesia Católica, será el amor, pero no un amor humano, sino el Amor de Dios, que hará que se amen entre ellos como Jesús los ha amado, hasta la muerte de Cruz: “En esto sabrán que son mis discípulos, si os amáis los unos a los otros como Yo los he amado”. Se puede saber si un alma tiene el Espíritu Santo si ama a sus hermanos –incluidos sus enemigos-, como Jesús nos amó, hasta la muerte de Cruz. Quien no ama a su prójimo, no tiene consigo al Amor de Dios, el Espíritu Santo, donado por Cristo luego de su gloriosa Ascensión.

lunes, 9 de marzo de 2020

“El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”



(Domingo III - TC - Ciclo A – 2020)

          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed” (Jn 4, 5-42). Mientras Jesús está sentado al borde del manantial, se acerca una mujer samaritana para sacar agua. Mientras la mujer está en la tarea de sacar agua, Jesús le dice: “Dame de beber”. La mujer se sorprende, porque siendo hebreo de raza, Jesús le dirige la palabra, cuando en ese entonces ni hebreos ni samaritanos se dirigían la palabra. Ante el asombro de la mujer, Jesús le dice: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. En otras palabras, Jesús le dice: “Si supieras que Yo Soy el Hombre-Dios y que poseo el agua viva que es la gracia santificante, tú me pedirías de beber”. Es decir, Jesús en cuanto Hombre tiene sed y por eso le pide de beber a la samaritana, pero en cuanto Dios, Él es la Gracia Increada, simbolizada en el agua, y es por eso que, también en cuanto Dios, Él es el que participa de esta gracia al alma, es decir, da de beber al alma el agua de la vida eterna, que es la gracia santificante. Si la mujer samaritana supiera que Él es la Fuente Increada del Agua viva que es la gracia santificante, sería ella la que le pediría de beber a Jesús. Entonces, Jesús, al ser el Hombre-Dios, es la Fuente Increada del Agua de la vida, la gracia santificante, que ha venido a este mundo para saciar la sed que de Dios tiene toda alma, desde el momento en que toda alma es creada por Dios. Al ser creada por Dios, el alma es creada para Dios, para saciarse en Él y es por eso que el alma padece de sed ardiente del Dios Verdadero, desde el momento en que es creada y el Único que puede satisfacer esta sed, es el Hombre-Dios, Jesús de Nazareth, porque Él es la Fuente del Agua viva, Él es la Gracia Increada y la fuente de toda gracia participada.
          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”. La sed corporal, que se sacia con el agua terrena, es figura de la sed espiritual, de la sed de Dios que toda alma tiene, desde el momento mismo en que es creada. Esa sed espiritual sólo puede ser saciada por Dios mismo en Persona y es esta sed la que Jesús ha venido a calmar, al darnos la gracia santificante. Quien recibe el Agua viva de Jesús, la gracia que viene a través de los sacramentos, no vuelve a tener sed del Dios Verdadero, porque al estar en gracia, su corazón se convierte en una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. No sucede así con quienes pretenden saciar la sed de Dios con dioses falsos, con cualquier dios que no sea Cristo Jesús: estos tales sufren de sed espiritual, porque no tienen el Agua viva que es la gracia, la que Jesús nos conquista con su sacrificio en cruz.
          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”. Los católicos somos los seres más afortunados del mundo, pues hemos recibido, con el Bautismo Sacramental, no solo la verdadera fe, sino el Agua viva que brota del Costado traspasado de Jesús, la gracia santificante y es por eso que no tenemos sed de dioses falsos, porque nuestra sed de Dios se satisface sobreabundantemente con la gracia de Cristo Jesús. Si la mujer samaritana puede considerarse afortunada porque Jesús le reveló que Él era la Fuente del Agua viva, nosotros podemos considerarnos infinitamente más afortunados, porque por la gracia, ha convertido nuestros corazones en otras tantas fuentes de Agua viva que saltan hasta la eternidad. Con la gracia santificante, Cristo Jesús sacia nuestra sed de Dios, en el tiempo y en la eternidad y es por eso que el católico que vive en gracia, jamás tiene sed de Dios, porque su sed está saciada con la gracia y el Amor de Cristo Jesús.

martes, 24 de diciembre de 2019

Octava de Navidad 2019 5


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          Al contemplar la escena del Pesebre de Belén no consideramos, por lo general, que sus protagonistas y la escena misma tengan alguna relación con nosotros y nuestro tiempo. En el mejor de los casos, la consideramos como la representación de una cultura –greco-hebreo-romana- determinada, pero que ha quedado en el tiempo y se ha atrasado en relación a los tiempos modernos. Suponemos que el Pesebre es el producto de una cultura, elaborada siglos atrás por comunidades cristianas primitivas y que luego se expandió por el tiempo y el espacio. Esta consideración de la extrañeza de la escena de Belén en relación a nuestros días es algo real y hasta tal punto se piensa que el Pesebre es un hecho cultural –lo cual equivale a decir que es un hecho subjetivo, epocal, cultual determinado-, que para el pensamiento post-moderno de hoy, que es un pensamiento débil, nihilista, relativista, materialista, hedonista y ateo, el Pesebre, con todo lo que representa, ya no tiene más cabida. Es algo del pasado que, como tal, debe ser superado. Y a tal punto llega esta idea que el Pesebre, en cuanto tal, ya no se vende más, porque no se lo solicita más, al menos en las principales tiendas de Europa.
          Esta noticia la da el diario Corriere della Sera, en su edición del 29 de noviembre de 2006, en donde dice así: “El Pesebre no se vende más. No se encuentra en los escaparates de las grandes tiendas de Venecia”. Luego cita al responsable de ventas, quien da la explicación: “Desde hace algunos años, el Pesebre no se vende más, porque la gente no lo solicita. Y, como a cualquier producto que no se vende, lo retiramos de las vidrieras, ya que representa pérdida económica”[1]. El Pesebre ha sido reducido, en la mentalidad mercantilista y atea de hoy, a un mero producto mercantil que, como no se vende, no se produce ni se ofrece a la venta.
          Cuando esto sucede es porque no se encuentra la relación entre lo que el Belén representa y nuestras existencias personales; se piensa que es sólo el producto de un tiempo, una cultura y una mentalidad determinada.
          Hoy el mundo piensa que con la ciencia ha avanzado y ha crecido como humanidad, ya que tiene proyectos que superan –al menos en apariencia- a lo que el Pesebre representa: viajes espaciales, estaciones espaciales, proyectos de bases lunares permanentes, exploraciones con sondas espaciales a los confines del universo, proyectos basados en la nanotecnología, en la aceleración de partículas elementales para encontrar el origen del universo, etc. Es decir, el mundo se encuentra hoy en un momento en el que ha avanzado más en la ciencia que en los últimos cincuenta años, en un avance que es de veras prodigioso y admirable, pero lo que lo lleva a despreciar y a echar de menos al Pesebre y lo que representa. El hombre de hoy es el hombre prometeico, que cree que nada debe a Dios para su propia auto-realización y por eso deja al Pesebre, que muestra a Dios-con-nosotros de lado. Para el mundo hiper-científico de hoy, hablar del Pesebre es hablar de cosas atrasadas en el tiempo, relegadas al campo de las fábulas y las leyendas.
          Sin embargo, a pesar de la indiferencia, el rechazo y el desprecio del pensamiento post-moderno, el Pesebre, si bien pertenece en verdad  a una época determinada, que en verdad está lejos en el tiempo, no por eso deja de alcanzarnos hasta el día de hoy y no por eso el contenido, la esencia y el misterio que la Navidad representa deja de tocar nuestras más íntimas fibras de nuestro ser personal, familiar, nacional y universal, porque el personaje central del Pesebre, el Niño Dios, es Dios Omnipotente y Omnisciente que ha venido para salvar a los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el Último Día de la humanidad. Es por eso que la figura del Pesebre, lejos de ser una mera representación simbólica de épocas pasadas, tiene una estrechísima relación con nuestro hoy y con nuestro “yo”, porque es el Niño Dios que viene a redimirnos, a quitarnos el pecado, a concedernos la gracia de la filiación divina y a hacernos herederos del Reino de Dios, para que al fin de nuestras vidas terrenas, estemos en grado, por su gracia y misericordia, de habitar en el Reino de los cielos por la eternidad. Por esta razón, el Pesebre, aun cuando pasen miles de años, será siempre actual para los hombres de todos los tiempos, porque la eternidad del Niño del Pesebre abarca, penetra, sobrepasa todos los tiempos de la humanidad.
          El Niño del Pesebre es Dios y por lo tanto viene de la eternidad, del seno del Eterno padre y nace en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre, para conducirnos a todos a la feliz eternidad de donde Él procede.




[1] Cfr. Corriere della Sera, Il presepe non si vende piú, edición electrónica www. corriere.it, del 29 de noviembre de 2006.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

“José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”


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(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2019 – 2020)

         “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-24). El Evangelio nos relata, en una sola frase, el origen celestial y divino del Niño que está concebido en el seno purísimo de María: viene del cielo, porque ha sido concebido por obra del Espíritu Santo. El Niño que ha sido concebido no es otro que el Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, que procede eternamente del Padre. El Niño concebido en el seno purísimo de la Virgen María no proviene de hombre alguno: si bien nace en el tiempo y su humanidad es creada por obra del Espíritu Santo, también su origen es eterno y por obra del Espíritu Santo es que es concebido en el seno de María Santísima. El Evangelio nos revela así la doble naturaleza de Jesús, una naturaleza humana, por eso es concebido en el seno de María y nace en el tiempo, y una naturaleza divina, porque es engendrado en el seno del eterno del Padre desde toda la eternidad.
         Éste es el secreto de la Navidad: el Niño que nace en Belén no es un niño humano; no es un niño santo, ni siquiera el más santo de todos los niños santos: el Niño que nace en Belén es el Niño Dios, es Dios que sin dejar de ser Dios, se hace Niño, para que nosotros, siendo niños por la gracia, nos hagamos Dios por participación.
         Al contemplar el Pesebre de Belén, debemos recordar el Evangelio y las palabras del Ángel dichas a San José: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Si fuera de otra manera, si el Niño fuera obra de una concepción humana, podría llegar a ser santo y un gran santo, pero de ninguna manera sería el Redentor de la humanidad, el Salvador de los hombres, el Vencedor Invicto del Pecado, del Demonio y de la Muerte. Pero el Niño que es concebido en María por obra del Espíritu Santo, el Niño que nace en Belén, es Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo de lágrimas, de oscuridad y de tinieblas de muerte, para iluminarnos con la luz de su gloria, para disipar las tinieblas de muerte en las que estamos inmersos sin darnos cuenta, para derrotar a nuestros tres grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte; ha venido para darnos su gracia y adoptarnos como hijos de Dios, para llevarnos al cielo y hacernos herederos del Reino de Dios; ha venido, en fin, para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan de Vida eterna, en la Eucaristía, para que nos alimentemos con su substancia divina, para que nos alimentemos con el manjar de los ángeles en el tiempo que nos queda de vida terrena, para que luego sigamos adorándolo en la gloria del Reino de Dios.
         El Niño que nace en Belén para Navidad es el fin de nuestras vidas, es al alegría de nuestros corazones, es la esperanza que tenemos para salir de esta vida de tinieblas y llegar al Reino de la luz. Y hasta que eso suceda, el Niño de Belén, el mismo Niño que nace en Belén, Casa de Pan, se nos entrega en cada Eucaristía, para que su gloria, su alegría y su vida divina sean nuestras, en el tiempo y en la eternidad.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Adviento, tiempo de preparación para el encuentro con Cristo



(Domingo I - TA - Ciclo A - 2019 - 2020)

En el primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo ciclo litúrgico, de manera equivalente a como la sociedad civil, al finalizar el año viejo, comienza un año nuevo. Es decir, finaliza un ciclo y comienza otro, aunque a diferencia de la sociedad civil, cuyo tiempo puede ser representado por una línea del tiempo, una línea horizontal, en la Iglesia se grafica con un círculo, que es símbolo de la eternidad. En el caso de la Iglesia, a diferencia de la sociedad civil, hay algo mucho más profundo que un simple cambio de fechas: se trata de la celebración de un misterio sobrenatural, celestial: por medio del tiempo litúrgico, la Iglesia participa del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo, misterio que va más allá de la capacidad de comprensión de la creatura.
Este misterio de Jesús sobrepasa la capacidad de comprensión de la creatura racional porque se trata de la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en María Santísima, encarnación que se prolonga en la Eucaristía; es el misterio del Hombre-Dios que Vino en Belén por primera vez, viene cada vez en la Santa Misa en el tiempo de la Iglesia y ha de venir al fin de los tiempos para juzgar a todos los hombres.
El Adviento es un tiempo especial de gracia mediante el cual la Iglesia se prepara para participar del misterio de Cristo, por lo que se trata de un tiempo de preparación y espera a Cristo que Vino, que Viene y que Vendrá. El Adviento es por lo tanto un tiempo de doble preparación espiritual para que el alma se encuentre con Cristo: una primera preparación es para la conmemoración y celebración del misterio de la Primera Venida de Jesucristo en Belén, que es en lo que consiste la Navidad; la segunda preparación del Adviento es para la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria.
Pero entre la Primera y la Segunda Venida de Jesús hay una Venida Intermedia que se verifica cada vez en la Santa Misa: Jesús baja del cielo para continuar y prolongar su Encarnación en la Eucaristía, por lo que se puede decir que el Adviento es tiempo de preparación también para esta Venida Intermedia, la Venida de Jesús al altar, a la Eucaristía.
Por el Adviento entonces, el alma se prepara para participar, por el misterio de la liturgia, de la Primera Venida en Belén, al tiempo que se prepara para esperar la Segunda Venida en la gloria del Rey de cielos y tierra, que vendrá para juzgar a vivos y muertos al fin del tiempo; por último, en Adviento el alma se prepara para recibir espiritualmente a Aquel que viene cada vez en la Santa Misa, en el misterio de la Eucaristía. Entonces, más que doble preparación, el Adviento es el tiempo litúrgico por el que el alma se prepara para un triple encuentro con Cristo: para Navidad, al fin de los tiempos y en cada comunión eucarística. Es para este triple encuentro que el alma debe estar “vigilante y atenta”, con la lámpara encendida de la fe” y con las manos llenas de obras de misericordia, para encontrase con Aquel que Vino en el Portal de Belén, que Viene en cada Hostia y que Vendrá al fin del mundo, Dios Hijo encarnado.
La esencia del Adviento es el estar preparados para encontrarnos personalmente con el Cordero de Dios, Cristo Jesús –que Vino, que Viene y que Vendrá-. Esto es lo que explica la siguiente oración de la Iglesia ambrosiana en el fin del año litúrgico: “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin. Porque todavía es tiempo, corrijámonos para alabanza de Cristo. Están encendidas nuestras lámparas, porque el Juez excelso viene a juzgar a las naciones. Alleluia, alleluia”[1]. “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin”, es decir, el tiempo terreno transcurre y cada segundo que pasa es un segundo menos que nos separa de la eternidad y por lo tanto del encuentro con Cristo que Vendrá como Justo Juez y es para este encuentro que la Iglesia dispone un tiempo especial de gracia, el Adviento, para que el espíritu esté preparado para el momento más importante de la vida, que es la muerte y el encuentro personal con Cristo Jesús.
Estar en estado de gracia es el mejor –y único- modo para el alma, para encontrarse con Dios Hijo, Aquel que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos. Para este encuentro con Cristo, para que nos preparemos adecuadamente para encontrarnos con Cristo, es que la Iglesia dispone de este tiempo especial de gracia que es el Adviento[2]. Y es la razón por la cual la Iglesia reza así en el inicio del Adviento, para prepararnos para el encuentro con Cristo: “Despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[3].


[1] Miss. Ambros., Último Domingo antes del Adviento: Transitorium; en Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[2] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas, http://www.liturgiadelashoras.com.ar/