miércoles, 31 de marzo de 2021

Santa Misa de la Vigilia Pascual

 



(Ciclo B – 2021)

          “Alegraos” (Mt 28, 1-10). La primera palabra pronunciada por Jesús resucitado invita al alma a la alegría: “Alegraos”, les dice a las santas mujeres de Jerusalén. Ellas habían ido acongojadas, apenadas, entristecidas, porque en sus ojos, en su memoria, en sus mentes y en sus corazones estaban todavía vivas y frescas las escenas dolorosas y penosas del Viernes Santo; no solo todavía recordaban el dolor y la tristeza de ver a Jesús flagelado, crucificado y muerto en la cruz, sino que ese dolor y esa tristeza era lo único que ellas podían experimentar. El dolor y el llanto por la muerte de Jesús en el Viernes Santo, más las penas y las lágrimas del luto y del duelo del Sábado Santo, embargaba sus mentes y sus corazones, al punto tal que no podían experimentar otra cosa que tristeza, dolor y amargura.

         Pero cuando Jesús, resucitado y glorioso, se les aparece en las primeras horas del Domingo de Resurrección, les da una orden, que se alegren: “Alegraos”. En un instante, ante la orden de Jesús y ante la contemplación de su figura gloriosa y resucitada, resplandeciente con la luz divina, el dolor y la tristeza, el llanto y la amargura del Viernes Santo y del Sábado Santo desaparecen, para dar paso a una alegría desbordante. Las santas mujeres, sin siquiera saber lo que les sucede, obedecen a Jesús ante su orden: “Alegraos”. Jesús les manda alegrarse y ellas obedecen, pero no se trata de una alegría fingida, ni forzada; no se trata de una alegría que se origine en las realidades de este mundo. Precisamente, porque es una alegría que no se origina en este mundo, es que ellas se alegran. Este mundo solo presentaba para ellas dolor, tristeza y llanto; ahora, ante la vista de Jesús resucitado, experimentan algo desconocido, una alegría desconocida. ¿De qué alegría se trata? Se trata de una alegría celestial, sobrenatural, divina, originada en Dios Uno y Trino, quien es la Alegría Increada en Sí misma y la causa de toda alegría santa, participada por las creaturas, sean hombres o ángeles. Santa Teresa de los Andes dice que “Dios es Alegría infinita” y es así, porque como dijimos, Él es la Alegría Increada. ¿Qué alegría provoca Jesús? Jesús nos concede su misma alegría, la alegría que reina en su Sagrado Corazón, que es la Alegría de Dios, que es Dios, que es Alegría en Sí misma. La alegría que produce al alma ver a Jesús resucitado se debe a diferentes causas: es la alegría de saber que Jesús, al resucitar, venció para siempre a nuestros tres grandes enemigos, los enemigos mortales de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte; es la alegría de saber que esos tres grandes enemigos, al ser vencidos por Jesús, ya no tienen poder sobre nosotros: por la gracia de Jesús, el Demonio huye del alma que está en gracia; por la gracia de Jesús, el alma que está en gracia no cae si es fiel a la gracia; por la gracia de Jesús, la muerte se convierte en un mero umbral que conduce al Reino de los cielos, porque quien muere en gracia pasa, a través de la muerte, a ser glorificado en los cielos. La alegría que produce Jesús es la alegría de saber que aunque somos pecadores y débiles, nos asiste su gracia, para que no caigamos en la tentación y así acrecentemos cada vez más la gracia, que luego se convertirá en gloria. La alegría que produce Jesús es la alegría de saber que, aunque la muerte nos separe de nuestros seres queridos, somos hechos partícipes, por la gracia, de su Resurrección y sí, aunque hayan muerto nuestros seres queridos y aunque nosotros mismos hayamos de morir, nos queda la firme esperanza de que por su gracia y su misericordia nos reencontraremos, para ya nunca más separarnos, en la felicidad eterna del Reino de los cielos. La alegría que produce Jesús es saber que, aunque el Demonio causa terror y espanto en las almas, ya no tiene poder sobre la humanidad que está en gracia y que ante un alma en gracia, huye como un animal aterrorizado. La alegría que produce Jesús es la de saber que esta vida terrena, que es un “valle de lágrimas”, que está llena de tribulaciones, de dolores, de enfermedad y de muerte, dará paso a la gloria eterna del Reino de los cielos, cuyas puertas han sido abiertas para nosotros gracias a la Sangre del Cordero derramada en la Santa Cruz del Calvario el Viernes Santo.

         Por último, la alegría que produce Jesús es la de saber que, aunque aun vivimos en este valle de lágrimas y tribulaciones, tenemos el consuelo de su Presencia Sacramental, en la Sagrada Eucaristía, en donde Jesús está vivo, glorioso y resucitado, esperándonos en el Sagrario para comunicarnos de su misma Alegría, para darnos la alegría de saber que “estos hierros y estos dolores”, como grafica Santa Teresa de Ávila a esta vida y a este cuerpo terrenos, serán sublimados un día en un cuerpo y un alma glorificados, si perseveramos en gracia y si morimos en gracia.

         “Alegraos”, les dice Jesús a las Santas Mujeres de Jerusalén; “Alegraos”, nos dice Jesús desde la Eucaristía a nosotros, el Nuevo Pueblo Elegido, que peregrina por el desierto de la historia y de la vida humana hacia la Jerusalén celestial. Jesús viene a nuestro encuentro en la Eucaristía, vayamos nosotros a buscarlo en el Sagrario, en la Eucaristía, para recibir de Él la Alegría divina, eterna, sobrenatural, celestial, de su Sagrado Corazón Eucarístico, para luego transmitir esta alegría a nuestros hermanos, diciéndoles: “¡Alegrémonos! ¡Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la Eucaristía, y nos espera en el Sagrario para darnos la Alegría de su Sagrado Corazón Eucarístico!”.

 

domingo, 28 de marzo de 2021

Domingo de Resurrección

 



(Ciclo B – 2021)

          Jesús resucitó al tercer día, en la madrugada del día Domingo, tal como Él lo había profetizado. Estaba muerto desde el Viernes Santo, con su Cuerpo primero crucificado y luego tendido sobre la fría loza del sepulcro y ahora está vivo, glorioso, resucitado. Eso es lo que nos enseña nuestra fe católica.

          Ahora bien, ¿cómo sucedió la Resurrección? ¿Cómo fue el momento de la Resurrección? Para saberlo, hagamos una composición de lugar, tal como nos enseña San Ignacio de Loyola. Trasladémonos, con la mente, el corazón y la memoria al sepulcro, en el día Viernes por la tarde. Jesús, ya muerto, con su Cuerpo frío y sin vida, es depositado en el Santo Sepulcro. Sus discípulos -entre ellos Nicodemo, el dueño del sepulcro- terminan de acomodar el Cuerpo muerto de Jesús, lo envuelven con el Santo Sudario, se retiran unos pasos, dejando lugar a la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, para que tenga el honor de ser la última en despedirlo. La Virgen se acerca, con su Inmaculado Corazón traspasado por una espada de dolor, dolor en el que se concentra todo el dolor del mundo, y sin decir palabra alguna, porque el llanto y el dolor le impiden hablar, con sus manos en posición de orar, dirige una última mirada hacia el Cuerpo de su Hijo, que yace sin vida en la loza sepulcral. Luego de unos minutos que parecen una eternidad, los discípulos primero y la Virgen al último, se retiran, en silencio, del sepulcro. Una vez salidos del sepulcro, los discípulos sellan la entrada con una pesada piedra. Nosotros no salimos del sepulcro: después de observar la escena, nos quedamos dentro del sepulcro; vemos cómo la piedra se corre y cómo, al ocluir la entrada, desaparece la tenue luz del día, quedando el sepulcro en la más completa obscuridad. Nos encontramos arrodillados, a poca distancia de la loza donde yace el Cuerpo muerto de Jesús. Todo está en completo silencio; ya no se escuchan ni el sollozar de la Virgen, ni el lamento de las Santas Mujeres, ni el llorar de los discípulos: sólo reina un gran silencio, en el que podemos escuchar solamente nuestra propia respiración. No hay sonido alguno, pero tampoco hay luz, porque vimos cómo la piedra, al cerrar la entrada, impedía el paso de cualquier atisbo de luz, por lo que tampoco hay luz. Todo está en completa oscuridad. Silencio y oscuridad reinan en el Santo Sepulcro y así ocurre en lo que resta del primer día, el Viernes Santo; a lo largo del segundo día, el Sábado Santo y en las primeras horas del tercer día, el Domingo de Resurrección. Precisamente, es en este día, el tercer día desde la muerte de Jesús y en las primeras horas de la mañana, en que se produce el milagro de la Resurrección. Seguimos de rodillas ante el Cuerpo de Jesús y, por la oscuridad reinante, apenas podemos entrever, entre las tinieblas que cubren el sepulcro, la silueta del Cuerpo muerto de Jesús, porque nuestros ojos, después de tres días, se han acostumbrado a la oscuridad. Pero en la madrugada del tercer día, sucede algo inesperado: a la altura del Corazón de Jesús, se ve un diminuto punto de luz brillantísima, que aparece de improviso; esta luz no viene de afuera; no es una luz natural de ninguna clase; no es una luz conocida por el hombre: es una luz celestial, divina, sobrenatural, que surge a la altura del Corazón de Jesús, pero en realidad proviene de su Ser divino trinitario. La luz, que comenzó siendo un pequeñísimo punto luminoso, apenas visible, comienza a expandirse, a toda velocidad, en todos los sentidos, hacia arriba y hacia abajo del Cuerpo de Jesús, hasta abarcar a todo su Cuerpo, su Cabeza, sus manos, sus pies. Y a medida que esta luz, que es velocísima, invade el Cuerpo muerto de Jesús, al mismo tiempo que lo ilumina, le da vida, por eso es que, apenas es visible la luz a la altura del Corazón, el Corazón de Jesús, que había dejado de latir a causa de la muerte en cruz, ahora comienza a latir y con tal fuerza, que sus latidos se escuchan, retumbantes, en todo el sepulcro. Si antes había solo silencio en el sepulcro, ahora se escuchan los latidos del Corazón de Jesús, que retumban, poderosos, en las paredes del sepulcro; se escuchan también los cantos de alegría de los ángeles de Dios, que ahora son visibles y que han bajado en número incontable al sepulcro, cantando alabanzas y hosannas al Hijo de Dios resucitado; si antes en el sepulcro reinaba la oscuridad, ahora resplandece con el fulgor de miles de millones de soles juntos, porque la luz que emana el Cuerpo de Cristo es la luz de la gloria de Dios; el Cuerpo de Jesús, que durante tres días estuvo sin vida, frío, como un cadáver, tendido en la loza sepulcral, ahora está pleno de vida divina, resplandeciente como miles de millones de soles juntos, de pie sobre el altar. Jesús ha vencido a la muerte, al Demonio y al pecado y ha resucitado: está vivo, glorioso, resplandeciente con la gloria divina. Nosotros, que hemos contemplado la resurrección del Señor, nos postramos, con el rostro en tierra, ante Cristo, glorioso y resucitado. Así fue cómo sucedió la Resurrección y esa es la Buena Noticia que debemos dar al mundo. Pero hay algo más: no solo debemos anunciar que Jesús ha resucitado, venciendo a la muerte, al demonio y al pecado, sino que debemos anunciar que ese mismo Jesús resucitado, ese mismo Jesús glorioso, es el mismo Jesús que está, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. No podemos contentarnos con anunciar solamente que Cristo ha resucitado: debemos anunciar al mundo que Cristo ha resucitado y que está, vivo y glorioso, con su Cuerpo resucitado y su Divinidad gloriosa, en la Sagrada Eucaristía; debemos anunciar que su Cuerpo ya no está más muerto y tendido en el sepulcro, sino que está de pie, vivo, glorioso y resucitado, en el sagrario, en la Eucaristía y así como llenó de luz y de gloria divina al oscuro sepulcro, así quiere iluminar nuestros corazones, con su luz y su gloria divina, ingresando a ellos por medio de la Sagrada Eucaristía.

Viernes Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         El Viernes Santo es un día de luto para la Iglesia Católica, porque muere en la Cruz Aquel que es su Roca basal, su fundamento, su razón de ser y existir: Cristo Jesús, el Hombre-Dios. Sin Jesucristo, la Iglesia no tiene razón de existir; sin Jesucristo, el sacerdocio ministerial pierde todo su poder y todo su significado; sin Jesucristo, no hay sacramentos y por lo tanto no hay gracia santificante para los hombres. La postración del sacerdote ministerial ante el altar, en el inicio de la celebración litúrgica del Viernes Santo, simboliza la muerte simbólica del sacerdocio ministerial, al morir en la Cruz el Sacerdote Sumo y Eterno, Jesucristo: sin el Sumo y Eterno Sacerdote, el sacerdocio ministerial carece de poder, de sentido y de significado.

El Evangelio narra que luego de agonizar durante tres horas en medio de dolores indescriptibles, inimaginables, inenarrables, desde las doce del mediodía hasta las tres de la tarde, Jesucristo, dando un fuerte grito, expira y entrega su espíritu al Padre. Si se observa esta escena solo con la razón humana, sin el auxilio de la fe, su muerte parece ser la mayor derrota de Dios Padre, del Espíritu Santo y del Hombre-Dios Jesucristo: con su muerte en cruz, todo parece perdido, todo parece terminado. Parece la derrota de Dios Padre, porque la Encarnación del Verbo tenía el objetivo preciso de salvar a la humanidad y ahora el Verbo Encarnado aparece crucificado sobre la Cruz del Calvario, sin vida, derrotado, rodeado de enemigos; parece la derrota de Dios Espíritu Santo, el Divino Amor, porque como consecuencia de la Encarnación del Verbo de Dios, Éste habría de infundir su Espíritu Santo sobre los hombres, para convertir los corazones de piedra de los hombres en corazones de carne, llenos del Divino Amor y ahora, que está muerto Jesús, esa efusión del Espíritu Santo parece imposible, con lo que el odio humano y satánico parece haber prevalecido por sobre el Amor de Dios; parece la derrota de Dios Hijo, porque sus enemigos, por medio de mentiras y calumnias de todo tipo, lograron apresarlo, enjuiciarlo inicuamente y condenarlo a muerte y lograron también darle muerte de cruz y por eso ahora más que nunca, en el Calvario, parece que Jesucristo ha fracasado en su empresa de salvar a los hombres, porque Él mismo está muerto, rodeado de enemigos y asistido solo por su Madre, la Virgen de los Dolores.

Sin embargo, la derrota de Dios Uno y Trino es sólo aparente y en realidad, puesto que la luz de la fe nos dice algo distinto: la muerte de Cristo en la cruz representa el más rotundo e impresionante y definitivo triunfo por sobre todos los enemigos de Dios Trino y de los hombres. La muerte de Cristo en la cruz es el triunfo magnífico de Dios Padre, porque su plan de salvación se concreta con el derramamiento de Sangre de su Hijo, el Cordero de Dios, Sangre que cayendo sobre las almas de los hombres les quitará el pecado y les concederá la gracia santificante y los convertirá en hijos adoptivos de Dios Padre; la muerte de Cristo en la cruz es el triunfo más rotundo de Dios Espíritu Santo, el Amor de Dios, que es efundido sobre las almas y el mundo entero por medio de la Sangre del Cordero, a través de sus heridas abiertas y por medio de la herida de su Costado traspasado y así el Amor y la Misericordia Divina se derraman como un océano infinito de amor divino que inunda a las almas y al mundo entero, haciendo desaparecer para siempre el odio de los corazones humanos y llenándolos del Amor de Dios; la muerte de Cristo en la cruz representa el triunfo más grandioso del Hombre-Dios Jesucristo, porque aunque aparece rodeado de enemigos, su muerte constituye la derrota definitiva, para siempre, de los tres grandes enemigos de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte y así Jesús, que parece derrotado en la cruz, es en realidad el Vencedor Invicto y Eterno sobre los enemigos de Dios y los hombres.

El Viernes Santo es día de luto para la Iglesia Católica, porque muere en la cruz el Hombre-Dios Jesucristo, su fundamento, su razón de ser y existir, pero es también un día de esperanza, porque es el día en el que las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, que parecen haber triunfado en apariencia, en verdad han sido derrotadas para siempre; es un día de esperanza porque el Hombre-Dios ha derrotado para siempre a la Muerte y al Pecado y con su Sangre Preciosísima nos ha abierto las Puertas del Reino de los cielos.

Jueves Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         En la Última Cena, antes de sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo instituye el Sacramento del Orden y el Sacramento de la Eucaristía, por medio de los cuales la Iglesia habría de perpetuar, hasta el fin de los tiempos, el Santo Sacrificio de la Cruz. La razón y el sentido de la institución de estos dos sacramentos se encuentran en el prefacio de la Misa Crismal, que dice así: “Él –Jesucristo- elige a algunos para hacerlos partícipes de su ministerio santo –Él es el Sumo y Eterno Sacerdote y como está a punto de pasar de este mundo a la vida eterna, ordena sacerdotes ministeriales a los discípulos para que continúen con su obra redentora-; para que renueven el sacrificio de la redención –es decir, para que perpetúen, a lo largo de los siglos y en todo tiempo lugar, el Santo Sacrificio de la Cruz, mediante la Santa Misa, por la cual se prolonga y se actualiza el Santo Sacrificio del Calvario-, alimenten a tu pueblo con tu Palabra –la Palabra de Dios escrita, la Sagrada Escritura, explicada en el Magisterio y en la Tradición y también lo alimenten con la Palabra encarnada, el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía- y lo reconforten con tus sacramentos –los sacerdotes ministeriales son los que confeccionan los sacramentos, por los cuales llega a los hombres la gracia santificante que hace partícipes de la vida divina trinitaria; sin sacramentos, no habría presencia sacramental de Dios en la tierra, de ahí la importancia del sacerdocio ministerial, que hace presente, en todo tiempo y lugar, al Hombre-Dios Jesucristo con su gracia y su misterio pascual de Muerte y Resurrección-.

Además de instituir los Sacramentos del Orden y de la Eucaristía, en el Jueves Santo Jesús nos da el mandamiento del amor: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Antes, el amor se fundamentaba en la recompensa esperada a cambio, o en el cumplimiento de una norma impuesta y se trataba de un amor meramente humano, un amor que, a causa de su misma naturaleza es limitado y, por el pecado original, está contaminado por este; a partir de Cristo, el Amor con el que se deben amar los discípulos en la Iglesia es el Amor de Cristo Dios, que es el mismo Amor del Padre, el Espíritu Santo, el Divino Amor. Ése es el Amor que debe reinar en los corazones de los cristianos, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Ahora bien, este Amor Divino es el que lleva a Jesucristo a subir a la Cruz y a dar la vida por nuestra eterna salvación y es de este modo con el que debemos amar a nuestros prójimos, incluidos los enemigos, el amor hasta la muerte de Cruz, porque así lo dice Cristo: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” y Él nos ha amado hasta el extremo de dar la vida en la Cruz por nuestra salvación. Si nosotros no amamos hasta la Cruz a nuestro prójimo, incluido el que es nuestro enemigo, no podemos decir que somos cristianos. Cristo da la vida en la Cruz por nosotros y esta es la medida de nuestro amor hacia el prójimo, el dar la vida por nuestro prójimo, hasta la muerte de Cruz, tal como lo hizo Jesucristo por todos y cada uno de nosotros. Ahora bien, nosotros no poseemos esta capacidad para amar así, porque este amor no depende de nuestros esfuerzos, ni es algo que se encuentre en nosotros, desde el momento en que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo; pero Cristo viene en nuestro auxilio y nos da este mismo Amor, el Espíritu Santo, por medio de su Sagrado Corazón Eucarístico: cada vez que comulgamos, Jesús infunde en nosotros su Divino Amor, para que así seamos capaces de cumplir su mandamiento de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, con el Amor del Espíritu Santo y hasta la muerte de Cruz. De aquí la importancia trascendental de la unión del alma en gracia con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús: quien comulga en gracia –no en pecado- recibe el Santo Espíritu de Dios; quien no comulga en gracia, no lo recibe y por lo tanto no puede cumplir el mandamiento nuevo del amor de Cristo.

Por último, en la Última Cena, Jesús realiza el lavatorio de los pies, lavando los pies a los Apóstoles, realizando una acción que la hacían los sirvientes: Él lo hace y nos recomienda que lo hagamos nosotros, los unos con los otros (cf. Jn 13,14). Es una lección de infinita humildad, pero también algo más que eso: es como un anticipo de la infinita humillación que habría de sufrir en la Pasión por nuestra salvación. La humildad es la virtud que no solo se contrapone radicalmente a la soberbia del Demonio en los cielos, sino que es la que más asemeja al alma –junto a la caridad- al Corazón de Jesús y es por eso que Él la pide expresamente que la practiquemos: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. No se trata de simple práctica de virtudes: así como el soberbio imita y participa de la soberbia del Ángel caído, así el alma humilde imita y participa de la humildad del Sagrado Corazón y del Inmaculado Corazón de María.

         Al recibir la Sagrada Eucaristía, nos humillemos ante Jesús Sacramentado y postrados espiritualmente, le abramos nuestros corazones, para que Él sople sobre ellos su Espíritu de Amor, el Espíritu Santo.

Miércoles Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         “Deseo comer la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Jesús envía a sus discípulos a la casa de un discípulo cuyo nombre no se dice, pero que evidentemente presenta dos características: por un lado, es una persona de mucho poder adquisitivo, porque tener una casa en Jerusalén, de dos plantas, en esa época, demostraba que quien fuera dueño de esa casa, poseía un buen pasar económico; por otro lado, demuestra que Jesús no solo conocía a esa persona, sino que confiaba plenamente en ella, considerándola como un estrecho amigo, como alguien de cuya amistad podía fiarse. En otras palabras, para celebrar la Pascua Nueva y Eterna, Jesús no elige un lugar cualquiera, sino digno y con decoro; además, no elige a cualquier persona para pedirle prestada la casa, sino a alguien a quien Él ama con su Amor divino y lo considera su amigo entre los amigos. En efecto, Jesús no iba a realizar la institución de dos de los más grandes sacramentos de la Iglesia Católica –el sacerdocio ministerial y la Eucaristía- en una casa de alguien desconocido o de alguien que no lo amase ni lo reconociese como al Salvador; tampoco iba a instituir los Sacramentos del Sacerdocio y de la Eucaristía en un lugar desprovisto de luz, de higiene, de seguridad. Todo esto lo tiene Jesús en la casa de este discípulos suyo que habita en Jerusalén: es un lugar privilegiado, en el corazón de la Ciudad Santa; es un lugar bien iluminado; es un lugar dignamente preparado para celebrar la Pascua Nueva y definitiva del Nuevo Testamento; es un lugar seguro, porque el amigo de Jesús, dueño de la casa, es confidente y reservado; por último, y no lo menos importante, es un lugar en donde reina el amor a Jesús, porque el dueño de casa es amigo de Jesús y el amor de amistad, el amor puro de amistad, es uno de los más grandes y nobles amores humanos, junto al amor materno o al amor fraterno.

         “Deseo comer la Pascua en tu casa”. Jesús celebra la Pascua Nueva y Eterna del Nuevo Testamento en la casa material de un discípulo que lo ama y que es amigo de Él, del Hombre-Dios. Ahora bien, en este hecho real, sucedido real y verdaderamente en la historia y el tiempo y lugar humanos, hay una simbología sobrenatural que debemos descubrir. La simbología consiste en considerar que la casa del amigo de Jesús, que se encuentra en el corazón de la Ciudad Santa, es una figura de nuestro corazón, es decir, el corazón es la casa del discípulo sin nombre del Evangelio: desconocido para los demás, pero conocido por Dios, aunque esto sucede sólo cuando el alma está en gracia. Cuando está en gracia nuestra alma, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, quiere comer con nosotros la Pascua, la Pascua del Nuevo Testamento, la Carne del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna y el Pan Vivo bajado del cielo; cuando nuestra alma está en gracia, el corazón se convierte en un luminoso y celestial cenáculo, en el que ingresa el Sumo Sacerdote Jesucristo, no para instituir un Sacramento, sino para donársenos como el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía. Cuando nuestra alma está en gracia, Jesús no solo tiene confianza en nosotros, ingresando en nuestra alma por la Sagrada Comunión, sino que, más que eso, nos considera sus “amigos” personales –“Ya no os llamo “siervos”, sino “amigos”- y como nos considera sus amigos, nos da lo más preciado que Él tiene, su Sagrado Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo. Cuando el alma está en gracia, el hombre es rico, pero no es rico con una riqueza material, sino que es rico por poseer algo infinitamente más valioso que montañas de oro y plata: posee la gracia santificante del Cordero de Dios, gracia cuyo más ínfimo grado vale más que todo el universo visible e invisible. Por último, cuando el alma está en gracia, en el corazón reina el amor a Cristo Dios y no desea otra cosa que recibir a Cristo en la Eucaristía, tal y como sucedió en la casa del discípulo desconocido de Jerusalén.

Martes Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         “Uno de vosotros me va a entregar” (Jn 13, 21-33. 36-38). En el transcurso de la Última Cena, Jesús hace una revelación: profetiza su entrega a manos de un traidor, dando su nombre y apellido, Judas Iscariote. Incluso da una señal que indicará el momento en el que el traidor Judas Iscariote habrá sellado en su negro corazón el deseo irreversible de entregar en manos de sus enemigos al Cordero de Dios: cuando Jesús dé un bocado de pan con salsa en la boca a Judas Iscariote; ése será el momento en el que el traidor habrá cerrado su corazón, voluntariamente, a toda acción de la gracia divina que pudiera iluminar las tinieblas en las que está envuelto y será también el momento en el que Judas Iscariote será poseído por el Ángel caído, Satanás. En efecto, una vez que el alma –en este caso, Judas- decide cerrar para siempre y definitivamente el corazón a la acción de la gracia, Dios, que respeta la libertad humana, deja de enviar gracias a esa alma, respetando su libre decisión de no querer recibirla, pero al que hace esto, la única opción que le queda es ser poseída, no solo en cuerpo, sino también en espíritu, por el Demonio, porque no hay una situación intermedia: o se está con Dios y su gracia, o se está con el Demonio y el pecado. Es esto último aquello que elige Judas, al decidirse por la traición a Jesús: decide, libremente, rechazar todo intento del Amor Divino de ingresar en su corazón, para entregarlo a Satanás. Es una paradoja que aquel que entrega al Cordero de Dios en manos de sus enemigos, se entrega él mismo, voluntariamente, en manos del Enemigo de las almas, el Ángel apóstata, Satanás.

         Esta posesión de Judas Iscariote, por parte del demonio, está perfectamente descripta en el Evangelio, cuando dice: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. El bocado –pan y salsa- no es la Eucaristía, como algunos podrían suponer, sino simplemente pan y salsa y representan aquello que Judas Iscariote quiere: la saciedad de sus pasiones y apetitos sin control –ira, pereza, lujuria, avaricia, gula, etc.-, lo cual significa que Jesús da a cada uno lo que cada uno quiere: al que quiere recibir su Cuerpo y su Sangre, le da su Cuerpo y su Sangre; al que lo rechaza a Él en el Santísimo Sacramento del altar, le da lo que esa persona quiere, que es el pecado y la satisfacción de sus pasiones. Jesús respeta nuestra libertad, pero ya sabemos las consecuencias de la libertad mal usada y lo vemos ejemplificado en lo que le sucedió a Judas Iscariote: eligió el pecado de la traición, fue poseído por Satanás e inmediatamente fue envuelto por las tinieblas vivientes, los demonios, los ángeles apóstatas y esto está significado cuando el Evangelio dice: “(Judas) salió, afuera era de noche”. La noche a la que se refiere no es solo la noche cosmológica, que acaece cuando el sol se oculta: la noche representa a la oscuridad viviente en la que el alma se interna cuando rechaza a Cristo como a su Salvador, como es el caso de Judas Iscariote. El que sale voluntariamente del Cenáculo que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, inevitablemente es envuelto en las noches tenebrosas vivientes, los ángeles caídos.

         “Uno de vosotros me va a entregar”. No creamos que sólo Judas Iscariote entregó a Jesús: también nosotros podemos ser judas si negamos la divinidad de Cristo, si negamos su Presencia Eucarística y si nos entregamos al pecado, porque haciendo esto, rechazamos a Cristo y su gracia y elegimos al Demonio y al pecado. No nos entreguemos en manos de nuestros enemigos: elijamos siempre recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Sagrada Eucaristía y no seamos como Judas, quien prefirió el dinero antes que al Hombre-Dios Jesucristo.

sábado, 27 de marzo de 2021

Lunes Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         “Déjala, lo tenía guardado para el día de mi sepultura” (Jn 12, 1-11). Estando Jesús en casa de sus amigos en Betania, María, hermana de Marta y Lázaro, derrama un costoso perfume de nardos en la cabeza de Jesús, unge sus cabellos y luego unge sus pies. El acto de María es premonitorio de la pronta muerte de Jesús, ya que era costumbre de los judíos derramar perfume sobre aquellos que acababan de fallecer. Justificando la acción de María, Jesús responde a Judas Iscariote –quien se preocupaba falsamente de los pobres, porque solo quería robar-, diciéndole: “Déjala, lo tenía guardado para el día de mi sepultura”. Un comentario aparte merece el pobrismo falso de Judas Iscariote: finge preocuparse por los pobres, pero en realidad lo que quiere es robar el dinero que los discípulos tienen en común; esta conducta delictiva de Judas será, en adelante, el modelo perfecto para los políticos populistas, quienes, como Judas Iscariote, fingen preocuparse por los pobres, pero lo que hacen es utilizar a los pobres para sus fines electorales y para robarles lo que les corresponde.

         Ahora bien, dejando de lado la figura del traidor pobrista Judas Iscariote, reflexionemos acerca del gesto de María. Como el mismo Jesús lo dice, es un anticipo premonitorio de su Muerte, que ocurrirá en la Cruz, para la salvación del mundo: lo que ha hecho María es anticipar, por designio divino, el rito fúnebre con el que honrarán el Cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, tal como solían hacer los hebreos en sus ritos fúnebres. Movida por el Espíritu Santo, María derrama perfume exquisito sobre Jesús, en acción de gracias por el sacrificio expiatorio que hará Jesús el Viernes Santo y por el cual nos abrirá las puertas del Reino de los cielos.

         Pero hay otro elemento en el que podemos reflexionar y es la simbología presente en la escena evangélica: María representa al alma pecadora que ha sido perdonada por Jesús y que se postra en adoración y acción de gracias por la Divina Misericordia del Sagrado Corazón; el perfume de nardos, de muy alto precio y que inunda la casa de un perfume exquisito, significa la gracia santificante de Jesús, que obtenida al precio altísimo de la Sangre Preciosísima del Cordero sacrificado en la Cruz, inunda al alma con el “suave olor a Cristo”, con el perfume exquisito de la vida divina.

         “Déjala, lo tenía guardado para el día de mi sepultura”. El sentido de nuestra vida terrena es el de unirnos a Cristo por la gracia y morir con Él en la Cruz, para así morir al hombre viejo, el hombre dominado por el pecado, las pasiones y el Demonio y así renacer a la vida nueva de la vida la gracia, la vida de los hijos de Dios, hijos de Dios que, por la gracia, poseen el exquisito “olor a Cristo”.

jueves, 18 de marzo de 2021

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor


 

(Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Ciclo B – 2021)

         Jesús ingresa a Jerusalén “montado en un borrico”, tal como lo habían anticipado los profetas y en su ingreso, es aclamado por todos los habitantes de Jerusalén, quienes entonan cánticos de alegría a su paso, le tienden mantos y lo saludan con palmas. En esa multitud se encuentran todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno, porque todos quieren aclamar y alabar a Quien les ha concedido algún milagro: a algunos una curación, a otros la resurrección, a otros los ha exorcizado, expulsando a los espíritus malignos. Todos los habitantes de Jerusalén, sin excepción, han recibido dones, gracias y milagros de parte de Jesús y es por eso que todos, sin excepción –niños, jóvenes, adultos, ancianos-, han acudido a las puertas de Jerusalén, para celebrar la llegada de Aquel a quien ahora, el Domingo de Ramos, reconocen como al Mesías, como al Enviado de Dios para el Pueblo Elegido.

         Sin embargo, este clima de alegría desbordante y generalizada cambiará en pocos días cuando, el Viernes Santo, después de haber sido apresado y enjuiciado y condenado a muerte por medio de calumnias y mentiras, Jesús sea expulsado de la Ciudad Santa, por los mismos que el Domingo lo recibieron con alegría. Es decir, mientras el Domingo de Ramos lo reciben con palmas y cánticos de alabanza y lo reconocen como al Mesías, el Viernes Santo lo expulsan de Jerusalén, sentenciado a muerte de cruz, acusándolo de blasfemo y de mentiroso, por intentar suplantar a Dios, haciéndose pasar por Dios. Todos los habitantes de Jerusalén, todos los que habían recibido de Jesús un milagro, una gracia, un don, están ahí, el Viernes Santo, para expulsar a Jesús de la Ciudad Santa y para acompañarlo a lo largo del Via Crucis, del Camino del Calvario, no para ayudarlo a llevar la cruz, sino para insultarlo, apedrearlo y golpearlo con puños, trompadas y puntapiés.

         ¿Cómo se explica tan inmenso cambio en la actitud de los habitantes de Jerusalén? No se explica sólo por la ingratitud humana: la explicación última es de orden espiritual y está en lo que la Escritura llama el “misterio de iniquidad”, es decir, el misterio de maldad y falsedad en el que está inmersa la humanidad desde la caída de Adán y Eva al cometer el pecado original. Esto es lo que debemos ver entonces, en la actitud de los habitantes de Jerusalén: la presencia y actividad del misterio de iniquidad, esto es, del pecado, en el corazón del hombre.

         Pero hay otro elemento que podemos ver y es el siguiente: tanto el Domingo de Ramos como el Viernes Santo, prefiguran los diversos estados espirituales del alma. En efecto, el Domingo de Ramos, en el que los habitantes de Jerusalén están felices por la llegada de Jesucristo, se representa al alma que posee la dicha y la alegría que le concede la gracia de Dios; en el ingreso de Jesucristo a Jerusalén, se representa el ingreso de Cristo al alma por medio de la gracia sacramental y también por la fe; la Ciudad Santa, la ciudad de Jerusalén, representa el alma humana, destinada a la santidad, para ser morada de Dios Uno y Trino; los habitantes de Jerusalén, que han recibido multitud de dones y gracias por parte de Jesús, representan a las almas que han recibido, a lo largo de la historia, innumerables dones y gracias de parte de Cristo, por medio de su Iglesia.

         ¿Qué representa el Viernes Santo? El Viernes Santo, día en el que Cristo es expulsado de la Ciudad Santa, día en el que la Ciudad Santa, por libre decisión, se queda sin Cristo, representa al alma que, por el pecado –sobre todo el pecado mortal- rechaza a Cristo y su cruz y lo expulsa, libre y voluntariamente, de sí misma, puesto que esto es lo que significa el pecado, la expulsión de Cristo del alma; el Viernes Santo es día también de oscuridad espiritual –simbolizada en el eclipse total de sol luego de la muerte de Jesús en la cruz-, porque si Cristo, que es Luz Eterna, es expulsado del alma, entonces el alma no solo se queda sin la luz de Cristo, sino que es envuelta en tinieblas, pero no en las tinieblas cosmológicas, como las de un eclipse, sino en las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios y es esto lo que sucede cuando el alma comete un pecado mortal.

         Por último, debemos reflexionar cuál de las dos ciudades santas queremos ser: si la del Domingo de Ramos, en la que reina la alegría porque Jesús ingresa al alma y es reconocido como Dios, como Mesías y como Rey y es cuando el alma está en gracia santificante, o la del Viernes Santo, en la que Cristo es expulsado por el pecado, quedando el alma inmersa en las tinieblas vivientes, los demonios. Lo que elijamos ser, eso se nos dará, según lo dice el mismo Dios en las Escrituras: “Pongo ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida –Cristo Dios en la Eucaristía- para que vivas tú y tu descendencia” (cfr. Deut 30, 19).

 

“Te queremos apedrear porque siendo hombre te haces Dios”

 


“Te queremos apedrear porque siendo hombre te haces Dios” (Jn 10, 31-42). El argumento dado por los judíos para justificar el intento de asesinato de Jesús –lo querían lapidar, es decir, apedrearlo hasta la muerte-, revela dos verdades: por un lado, la inmensa ceguera espiritual de los judíos –ceguera que, por otra parte, es voluntaria, porque viendo se niegan a creer-, que intentan matar a Jesús por el simple hecho de revelarles que Él es Dios Hijo encarnado; por otro lado, estas palabras de los judíos ponen de manifiesto la Verdad acerca de Dios y su Mesías: Dios había prometido en repetidas ocasiones la llegada del Mesías, que habría de liberar al Pueblo Elegido de su esclavitud, pero no estaba revelado explícitamente que ese Mesías no sería sólo un profeta más, ni un hombre santo, sino el mismo Dios en Persona y ahora, que los judíos lo tienen frente a ellos mismos, se niegan a reconocerlo como al Dios en el que ellos creían y pretenden matarlo. Con sus palabras, los judíos manifiestan su propia incredulidad: “Siendo hombre, te haces Dios”. Es decir, ellos veían a Jesús de Nazareth, un hombre, y le llamaban “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, con lo cual lo consideraban sólo un hombre y nada más que un hombre. Pero cuando Jesús les dice que Él es Dios, aplicándose a Sí mismo el Nombre sagrado con el cual los judíos nombraban a Dios –“Yo Soy”-, entonces lo tratan de blasfemo –“te haces pasar por Dios”- y pretenden matarlo. Esta ceguera de los judíos es voluntaria, porque como el mismo Jesús les dice, si no le creen a Él, crean al menos en sus obras –sus milagros-, porque sus obras dan testimonio de que Él es Dios, ya que esas obras, esos milagros, sólo pueden ser hechos por Dios.

“Te queremos apedrear porque siendo hombre te haces Dios”. Así como un pecado conduce a otro pecado, así la voluntaria ceguera de no querer ver los milagros de Jesús como hechos por Dios en Persona, los conduce inevitablemente a negar a Jesús su condición de Hijo de Dios y a considerarlo sólo un hombre que, por añadidura, es blasfemo, al hacerse pasar por Dios. Esta ceguera no es neutra: conducirá a los judíos a una ceguera cada vez más grande, al punto de lograr su objetivo, por medio de calumnias e injurias, condenar a muerte en cruz a Jesús. Ahora bien, como de todo se puede tomar una lección, aprendamos nosotros a reconocer el error de los judíos, para no cometer el mismo error y no neguemos nunca la condición de Cristo como Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

“La Verdad los hará libres”

 


“La Verdad los hará libres” (Jn 8, 31-42). Jesús revela algo, a los “hijos de Abraham”, que los conmueve profundamente desde el punto de vista espiritual: les dice, por un lado, que son esclavos del Demonio, y por otro lado, que son esclavos del pecado y que de ambas esclavitudes sólo los puede salvar Él, que es la Verdad de Dios Encarnada. En otras palabras, los “hijos de Abraham” no se consideraban a sí mismos como esclavos de nadie y mucho menos del Demonio y del pecado, por el hecho de ser “hijos de Abraham”, por eso las palabras de Jesús los conmueve profundamente. Lo que los hijos de Abraham ignoran o pasan por alto es que sí son esclavos, por causa del pecado original de Adán y Eva, del Demonio y del pecado y esta doble esclavitud, de orden eminentemente espiritual, no puede ser destruida ni anulada por ninguna fuerza creatural, sea el hombre o un ángel, sino sólo por Dios. Y lo que tampoco  saben –o mejor dicho, no quieren saber, porque se niegan voluntariamente a reconocerlo- es que quien les está hablando, Jesús de Nazareth, es Aquel que tiene el poder de liberarlos de esta doble esclavitud, por cuanto Jesús es Dios Hijo encarnado. En cuanto Dios Hijo, Jesús es la Verdad Eterna de Dios, porque Dios es la Verdad en Sí misma y es esta Verdad la única que puede liberarlos de la esclavitud del Demonio, que es el “Padre de la mentira”, porque la Verdad destruye a la mentira y mucho más la Verdad Eterna y Absoluta de Dios destruye la mentira personificada que es Satanás, el Ángel caído; también, al ser la Verdad Eterna de Dios, Jesús es el Único que puede destruir el pecado, porque el pecado consiste en la malicia y la falsedad de creerse el hombre que es dios de sí mismo: al revelar la Verdad de Dios, Jesús destruye la mentira del pecado, que ensalza al hombre como su propio dios y coloca, en el centro del corazón del hombre y en el centro de la Creación, a Dios Uno y Trino, Creador, Salvador y Santificador.

“La Verdad los hará libres”. Los hijos de Abraham son esclavos del Demonio y del pecado y el Único que puede liberarlos de esa doble esclavitud es Cristo, Verdad Eterna de Dios encarnada. La misma situación cabe para nosotros, que por el Bautismo somos hijos adoptivos de Dios: si aun siendo hijos adoptivos de Dios, no creemos en Cristo Jesús, Verdad Eterna de Dios, seremos esclavos del Demonio y del pecado. Sólo Cristo Dios, Verdad Eterna del Padre, hará que dejemos de vivir en la esclavitud de los hijos de Abraham y que vivamos en la libertad de la gracia, la libertad de los hijos de Dios y de la Iglesia Católica.

 

“Si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados”


 

“Si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados” (Jn 8, 21-30). Jesús revela explícitamente la necesidad imperiosa de creer en Él para salvar el alma de la eterna condenación. En otras palabras, quien quiera evitar la eterna condenación en el Infierno y quien quiera ingresar en el Reino de Dios, tiene que creer en Él, ya que no hay otro camino posible. Ahora bien, el Jesús en el que hay que creer no es el Jesús de los hebreos –para quienes Jesús era un blasfemo-, ni el Jesús de los protestantes –para quienes Jesús es sólo un hombre santo, un hijo de Dios muy cercano a Él, pero solo un hombre-, ni tampoco el Jesús de los musulmanes –para quienes Jesús es sólo un profeta más entre tantos: el Jesús en el que hay que creer es el Jesús de la Iglesia Católica, definido por el Magisterio de la Iglesia como Hombre-Dios, como Dios Hijo encarnado, como el Verbo de Dios encarnado, como la Segunda Persona de la Trinidad que une a Sí, hipostáticamente –a su Persona divina-, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth.

Este Jesús católico, definido como Dios Hombre por el Magisterio y la Tradición de la Iglesia Católica, tiene su fundamento bíblico, ya que se fundamenta en las mismas palabras de Jesús, quien se nombra a Sí mismo como Dios. En efecto, Jesús se aplica para sí el Nombre propio con el que los hebreos conocían a Dios: el “Yo Soy”. Jesús se auto-proclama como el Dios de los hebreos cuando dice: “Si no creen que Yo Soy”. En otras palabras, Jesús utiliza el Nombre sagrado, el “Yo Soy”, utilizado por los hebreos para nombrar a Dios, a Sí mismo, con lo cual está revelando que Él es ese Dios en el que los hebreos creen. Es como si Jesús dijera: “Si no creen que Yo Soy Dios, entonces morirán en sus pecados”. Por lo tanto, para “no morir en el pecado” –y consecuentemente, para evitar el Infierno- y para salvar el alma –para ingresar en el Reino de los cielos-, es necesario creer que Cristo es Dios, es el “Yo Soy” de los hebreos, que se ha encarnado, como Segunda Persona de la Trinidad, en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth.

“Si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados”. Lo mismo que Jesús les dice a los hebreos, nos lo dice a nosotros, los católicos: “Si no creen que Yo Soy Dios en la Eucaristía, morirán en sus pecados”. Es decir, nosotros no sólo tenemos que creer que Cristo es Dios encarnado, sino que además debemos creer que Él prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por eso para nosotros, la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Si no creemos en esta verdad de fe, revelada por el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, nos condenaremos irremediablemente.

 

 

jueves, 11 de marzo de 2021

“¡Lázaro, sal de allí!”

 


(Domingo IV - TC - Ciclo B – 2021)

         “¡Lázaro, sal de allí!” (Jn 11, 3-7. 17. 20-27. 33b-45). En el episodio de la resurrección de Lázaro, llaman la atención la actitud y las palabras de Jesús, apenas enterado de que Lázaro, su amigo junto a Marta y María, estaba enfermo de gravedad. Primero, dice algo que en apariencia no se cumple, porque dice que “esta enfermedad –la de Lázaro- no acabará en la muerte”, algo que en apariencia no se cumplió, porque Lázaro murió efectivamente; el segundo hecho que llama la atención es la demora de Jesús en acudir a asistir a su amigo moribundo: en efecto, luego de saber que Lázaro estaba gravemente enfermo, en vez de partir inmediatamente, permanece “dos días en el lugar en que se hallaba”, según relata el Evangelio. Es esto lo que da lugar a la queja de Marta cuando Jesús llega: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Ahora bien, por extrañas que puedan parecer, ambas actitudes de Jesús tienen explicación, de manera tal que todo lo que hace Jesús está encaminado a la realización de un milagro por el cual Dios habría de ser glorificado.

         En cuanto a la predicción de Jesús, de que “esta enfermedad no acabará en la muerte”, se cumple efectivamente, porque si bien la enfermedad termina provocando la muerte de Lázaro, la resurrección que obra Jesús derrota tanto a la enfermedad como a la muerte, por lo que la enfermedad, que había provocado la muerte, termina no en la muerte, sino en el regreso a la vida de Lázaro. Por otra parte, se cumple también la segunda parte de la frase de Jesús: “(esta enfermedad) servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo del hombre sea glorificado por ella” y efectivamente es lo que sucede, porque por el milagro de la resurrección, Dios Hijo es glorificado y también el Nombre de Dios es ensalzado y glorificado.

         Con respecto a la demora de dos días de Jesús en acudir a visitar a Lázaro, sabiendo que estaba gravemente enfermo y que esta demora le impediría verlo antes de morir -en modo absoluto es falta de caridad de Jesucristo, lo cual es imposible de que eso suceda, siendo Él la Caridad Increada en persona-, se explica de la siguiente manera: Jesús se queda dos días porque quería, positivamente, que Lázaro muriera, para que Él hiciera luego el milagro de la resurrección. La demora de Jesús, expresamente deseada por Jesús, lo que hace es, por un lado, resaltar el hecho de la muerte de Lázaro –cuando Jesús llega ya llevaba cuatro días muerto y estaba ya sepultado- y por otro lado, resalta el poder del Hombre-Dios Jesucristo, que vuelve a la vida a quien estaba, humanamente hablando, definitiva y seguramente muerto. Si Jesús hubiera llegado cuando Lázaro acababa de morir, no habría resaltado tanto el milagro, como sí sucedió al realizar el milagro después de cuatro días de muerto.

         Otro aspecto en el que podemos reflexionar es en el hecho de la resurrección de Lázaro, es decir, nos podemos preguntar qué es lo que sucedió, desde el punto de vista antropológico y espiritual en la resurrección de Lázaro. Lo que sucedió fue que la poderosa voz del Hombre-Dios Jesucristo se escuchó en el reino de los muertos y, por el poder divino de esta voz, el alma de Lázaro regresó de la región de los muertos y volvió a unirse a su cuerpo, regresando Lázaro a la vida. Este milagro es una demostración explícita de la divinidad de Jesucristo –es decir, que Cristo es Dios-, porque sólo Dios, con su omnipotencia, puede hacer que un alma, que se había separado de su cuerpo por la muerte, vuelva a unirse al cuerpo, y además, sólo Dios puede hacer que un cuerpo, que estaba ya en pleno proceso de descomposición orgánica, quede completamente restablecido, en pleno estado de salud corporal. Quien reflexione sobre el milagro que realiza Jesús, de resucitar a Lázaro, no puede no concluir que Jesús es Dios en Persona.

         Hay otro aspecto que se puede considerar en este milagro y es que la resurrección de Lázaro es un anticipo y una prefiguración de otras dos resurrecciones: la vuelta a la vida por acción de la gracia del alma que había pecado mortalmente, lo cual sucede en la absolución de los pecados por parte del sacerdote ministerial en el Sacramento de la Penitencia, y la resurrección de los cuerpos en el Día del Juicio Final, en el que, por el poder de Cristo Dios, los cuerpos serán restituidos a un estado de salud plena corporal y las almas se unirán a sus respectivos cuerpos, como sucedió en la resurrección de Lázaro.

         “¡Lázaro, sal de allí!”. En la prodigiosa resurrección de Lázaro obrada por Jesús, debemos ver entonces, prefigurada, nuestra propia resurrección espiritual, por obra del Sacramento de la Penitencia y, por otro lado, debemos ver prefigurada nuestra resurrección corporal, en el Día del Juicio Final. Por todos estos portentos divinos, debemos siempre y en todo momento, glorificar a la Santísima Trinidad.

 

 

 

“Al tercer día lo encontraron en el Templo”

 


“Al tercer día lo encontraron en el Templo” (Lc 2, 41-51). Los padres de Jesús, la Virgen Santísima y San José, suben a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Esta peregrinación la hacían todos los años, porque eran, obviamente, fervorosos y piadosos practicantes de la religión de Dios Uno, el Dios del Pueblo Elegido. Cuando Jesús tenía doce años, les sucede un percance: al finalizar la Pascua emprenden el regreso, pero cada uno piensa que el Niño está con el otro y es así como transcurre un día de camino, sin Jesús. Cuando se percatan de la ausencia de Jesús, regresan a Jerusalén para buscarlo, encontrándolo al tercer día de la búsqueda.

El episodio, real, puede interpretarse de la siguiente manera, tomando como hecho central la pérdida de Jesús: puede suceder que una persona, por diversas circunstancias, pierda de vista a Jesús, tal como les sucedió a la Virgen y a San José -solo que en ellos se descarta el elemento del pecado, obviamente, porque la Virgen es Inmaculada y San José un santo, que vivía siempre en estado de gracia-. Es decir, reflexionando solo sobre el hecho de perder de vista a Jesús, este hecho se puede transpolar a lo que le sucede, en el plano espiritual, al pecador: a causa del pecado, cometido libre y voluntariamente, el alma se ve envuelta en las tinieblas del pecado y en este estado, pierde de vista a Jesús, no sabe dónde está Jesús. Esta pérdida de Jesús se da no solo en el plano existencial, sino ante todo en el plano ontológico: si por la gracia Jesús inhabita en el alma, por el pecado –sobre todo el pecado mortal- Jesús deja de inhabitar en el alma y se retira, puesto que no pueden convivir la santidad divina con la malicia del pecado y si la persona elige libremente el pecado, es porque elige el mal antes que al Bien Infinito y Eterno que es Jesús.

         “Al tercer día lo encontraron en el Templo”. La pérdida de Jesús a causa del pecado no es un hecho irreversible: así como la Virgen y San José lo encontraron en el Templo, porque Jesús en realidad nunca se perdió sino que estuvo siempre en el Templo, así también el alma, guiada por la Virgen y San José, puede encontrar a Jesús en el Templo, en la Iglesia Católica y más concretamente, en el sagrario, en la Eucaristía y en el Sacramento de la Confesión, en donde Jesús perdona los pecados por medio del sacerdote ministerial. Entonces, si hemos tenido la desgracia de perder a Jesús, le pidamos a la Virgen y a San José que nos conduzcan al lugar donde se encuentra Jesús: en el Templo, en la Iglesia Católica, en el Sacramento de la Eucaristía y en el Sacramento de la Confesión.

“Si otro viniera en nombre propio, a ése sí lo recibirían”

 


“Si otro viniera en nombre propio, a ése sí lo recibirían” (Jn 5, 31-47). Jesús les reprocha a los judíos su incredulidad, porque no creen en Él como Dios Hijo, enviado por el Padre y para demostrarles el grado de ceguera espiritual en el que están inmersos, da un argumento irrefutable acerca de su divinidad: si no le creen a Él, al menos deben creer en sus obras, porque esas obras que Él realiza, son obras propias de Dios y no de un hombre. Por eso dice Jesús: “Yo tengo un testimonio mejor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar y que son las que yo hago, dan testimonio de mí y me acreditan como enviado del Padre”. Y luego lo vuelve a repetir: quien da testimonio de Él es el Padre, porque Él realiza obras que sólo el Padre puede hacer, lo cual demuestra que Él es el Hijo de Dios en Persona. Si no fuera Dios como el Padre, entonces no podría hacer las obras que hace y que testimonian su divinidad. ¿Cuáles son estas obras, que dan testimonio de que Jesús es Dios Hijo encarnado, el Hijo del Padre Eterno? Sus obras son los milagros que hace: resucitar muertos, curar enfermedades instantáneamente, expulsar demonios con el solo poder de su voz, multiplicar la materia, como en milagro de los panes y los peces y así como estos, muchos otros más. Todos estos milagros no podrían ser hechos si Jesús fuera solamente un hombre santo -como afirman los protestantes-, un profeta del cielo -como afirman los musulmanes-, pero sólo un hombre. Si Jesús se auto-proclama como Dios y hace obras que sólo Dios puede hacer, entonces Jesús es quien dice ser: el Hijo de Dios encarnado y su Padre no es San José, sino el Padre Eterno. Por esto Jesús les reprocha a los judíos su incredulidad: porque viendo como ven, en persona, los milagros que Él hace, no le creen y no solo no le creen, sino que lo tratan de blasfemo, de poseso, de mentiroso, todas acusaciones que luego se repetirán en el juicio inicuo cuando Jesús sea arrestado y dé inicio a su Pasión.

“Si otro viniera en nombre propio, a ése sí lo recibirían”. El reproche de Jesús es que no le creen a Él, ni siquiera viendo sus obras milagrosas, pero si viniera otro, en nombre propio, a ése sí le creerían y es lo que sucedió, sucede y sucederá hasta el fin de los tiempos, esto es, la aparición de falsos cristos, de prefiguraciones y anticipos del Anticristo que se manifestará antes del Juicio Final. Ahora bien, el reproche dirigido a los judíos, también es dirigido a los católicos, a los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, porque muchos –muchísimos- católicos, viendo los milagros que hace Jesús a través de su Iglesia –el principal de todos, su Presencia sacramental en la Eucaristía-, aun así, no solo dudan de la divinidad de Cristo, sino que abandonan la Iglesia, cometiendo el pecado de apostasía, tal como hizo Judas Iscariote cuando, después de traicionarlo, abandonó el Cenáculo para entregarse del todo a Satanás. En otras palabras, Jesús anticipa proféticamente lo que estamos viviendo en el siglo XXI: por un lado, la apostasía dentro de la Iglesia Católica; por otro lado, el surgimiento de falsos cristos, de numerosos anti-cristos que, amparados por la secta luciferina de la Nueva Era, se hacen pasar por el Verdadero Cristo. Muchos católicos cometen el mismo pecado de incredulidad de los judíos: luego de recibir el Catecismo de Primera Comunión y luego de comprobar cómo la Iglesia Católica realiza un milagro que sólo la Verdadera Iglesia de Dios puede hacer, como la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, a pesar de esto, abandonan la Iglesia Católica para ingresar en sectas evangélicas o, peor aún, entregarse en manos de curanderos, de brujos, de satanistas, de ocultistas. Por eso el reproche de Jesús va dirigido no sólo a los judíos de su tiempo, sino también a nosotros, los católicos, para que no seamos incrédulos y creamos que Él es quien dice ser: Cristo Dios en la Eucaristía. No seamos incrédulos y creamos firmemente en Cristo Dios Presente en Persona en la Eucaristía.

 

“Los judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios”


 

“Los judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios” (Jn 5, 17-30). Cuando se lee este Evangelio y en particular esta frase: “Los judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios”, no es difícil darse cuenta de la ceguera espiritual que envolvía a los judíos en los tiempos de Jesús: quieren darle muerte no porque Jesús haya cometido un delito, o una blasfemia, o algo que mereciera tan grande castigo, como es el de quitarle la vida, sino que le quieren quitar la vida porque Jesús revela una verdad: Él dice que es Dios, que es Hijo de Dios y por lo tanto, es igual al Padre. En otras palabras, Jesús revela, por un lado, que ese Dios Uno en el que creían los judíos, es, además de Uno, Trino, porque en Él hay Tres Personas Divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y por otro lado, revela que Él es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad: “Mi Padre trabaja y Yo siempre trabajo”. Los judíos quieren dar muerte a Jesús –y finalmente lo conseguirán, mediante la traición y entrega del traidor y apóstata Judas Iscariote- no porque Él haya cometido un grave delito, sino porque dice la verdad: Él es Dios Hijo, igual en naturaleza, substancia, poder y gloria a Dios Padre y a Dios Espíritu Santo. La actitud de los judíos, de querer dar muerte a Jesús por decir la verdad, es incomprensible y sólo puede vislumbrarse a la luz del “misterio de iniquidad” –el pecado original- en el que está envuelta la humanidad desde Adán y Eva.

Ahora bien, la Iglesia Católica, lejos de distanciarse de las palabras de Jesús, en las que afirma que Él es el Hijo de Dios encarnado, ha profundizado en sus palabras y las ha convertido en dogma de fe, de manera tal que si alguien no cree en esta verdad, que Cristo es Dios, ése tal se aparta de la Iglesia Católica y se coloca fuera de ella. En los Concilios de Nicea y Constantinopla se afirma que Jesús es el Verbo de Dios, consubstancial al Padre y esta verdad la afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, dedicándole toda una sección a desarrollar esta revelación[1]. Esta revelación, por otra parte, tiene una derivación explícitamente eucarística, porque si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es Cristo Dios encarnado, que continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Y al revés, negar que Cristo es Dios, es negar que la Eucaristía sea Cristo Dios.

“Los judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios”. En nuestros oscuros y tenebrosos días, en los que se proclaman como “derechos humanos” el asesinato de niños por nacer y en los que se hace gala del ateísmo y del oscurantismo, es la Iglesia Católica la destinataria de la persecución iniciada contra Jesucristo. Por esta razón, debemos pedir la gracia de mantenernos fieles hasta dar la vida terrena, si fuera necesario, por esta verdad revelada por el Hombre-Dios: Cristo es Dios y la Eucaristía es Dios.



[1] Cfr. https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p1s2a3p1_sp.html ; Catecismo de la Iglesia Católica, 456ss.

“Toma tu camilla y anda”

 


“Toma tu camilla y anda” (Jn 5, 1-16). Jesús cura a un hombre que llevaba casi cuarenta años postrado. En este Evangelio, podemos ver dos actitudes que contrastan entre sí: por un lado, la actitud misericordiosa del Hombre-Dios Jesucristo, quien se inclina ante el sufrimiento humano y le concede la curación, sin merecimiento alguno por parte del hombre, demostrando así la gratuidad del amor misericordioso de Dios para con los hombres; por otro lado, el Evangelio muestra el sórdido cinismo de los fariseos, a quienes no les importa que Jesús haya curado a alguien que sufría desde hacía años, sino que llevados por un legalismo religioso carente de toda compasión, critican a Jesús por haber llevado a cabo su obra de misericordia en un día sábado: “Los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado”. Esto demuestra que la persecución a Jesús está motivada no porque Jesús haya cometido delito alguno –lo cual, por otra parte, era imposible de toda imposibilidad que sucediera-, sino porque le tenían envidia y celos, ya que los ponía en evidencia en su vacía religiosidad.

Por último, el hombre postrado por la enfermedad es figura del hombre postrado por el pecado, que no solo le quita fuerza vital al alma, sino que llega incluso a darle muerte, cuando se trata de un pecado mortal. La curación de Jesús, en este sentido, prefigura y anticipa la curación que la gracia santificante obra en el alma: así como Jesús cura el cuerpo del hombre enfermo, así la gracia santificante, que viene a nosotros por los sacramentos –sobre todo la Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia-, cura al alma, quitándole el pecado y concediéndole la participación en la vida de la Santísima Trinidad.

“Toma tu camilla y anda”. Toda vez que nos acercamos al Sacramento de la Penitencia, Jesús realiza para con nosotros un milagro infinitamente más grandioso que el simplemente devolvernos la salud corporal, ya que lo que nos devuelve es la salud del alma, quitando nuestros pecados y dándonos una vida nueva, haciéndonos participar de la vida de la Santísima Trinidad.

sábado, 6 de marzo de 2021

“Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del Templo”

 


(Domingo III - TC - Ciclo B – 2021)

         “Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del Templo” (Jn 2, 13-25). El Evangelio nos muestra a un Jesús un tanto distinto al de otras ocasiones: aquí no es el Jesús misericordioso y bondadoso, que se compadece del dolor humano y cura enfermedades y resucita muertos. Aquí se trata de un Jesús distinto, el mismo Jesús, pero con una faceta no mostrada antes: su ira, que al ser la ira del Hombre-Dios, no es una ira en modo alguno pecaminosa, como la del hombre o la del demonio, sino que es la justa ira de Dios encarnado, encendida al comprobar en persona cómo el Templo ha sido convertido en una “cueva de ladrones” y en un refugio de animales, cuando la función central y única del Templo es el recogimiento del alma en el silencio y en la oración, para adorar a Dios en su altar. Es la perversión de esta función del Templo y también del altar lo que enciende la justa ira de Jesús, que así expulsa a los mercaderes, los cuales se habían apropiado de un lugar que no les pertenecía, para desarrollar actividades que no debían ser desarrolladas de ninguna manera en ese lugar sagrado.

La expulsión de los mercaderes del Templo fue un hecho real, es decir, sucedió en un tiempo determinado, pero es también una prefiguración de realidades celestiales y sobrenaturales. En efecto, en los mercaderes del Templo están prefigurados la ambición, la avaricia, la codicia, es decir, el deseo desordenado de los bienes materiales, que llega hasta el extremo de adorar al dinero, convirtiéndolo en un ídolo; los animales, con su irracionalidad y con sus funciones fisiológicas, representan a las pasiones desordenadas, que obran fuera del control tanto de la razón humana como de la gracia santificante; el Templo es figura del cuerpo del bautizado, predestinado por Dios para ser morada de la Santísima Trinidad y Templo del Espíritu Santo, en tanto que el corazón del hombre está prefigurado por el altar del Templo, en donde se debe adorar solo y exclusivamente al Cordero de Dios, Cristo Jesús. El deseo desordenado del dinero y las pasiones descontroladas son colocadas por el hombre pecador en el altar de su templo, es decir, en el corazón, para ser adorados, cuando el único que debe ser adorado en el corazón humano es Jesús Eucaristía.

Otro elemento que debemos considerar es que la expulsión de los mercaderes del Templo prefigura la acción de la gracia santificante, que restituye la función primigenia del corazón dada por la Trinidad, que es la adoración del Cordero Místico, el Hombre-Dios Jesucristo.

Cuando ingresa en nuestras almas por la gracia santificante, Jesús destruye nuestros ídolos –el dinero, el placer, el poder, el tener-; Jesús con su gracia domina y controla las pasiones desordenadas; Jesús con su gracia restituye la función primigenia del cuerpo del bautizado, que es ser “templo del Espíritu Santo” y “Casa de oración”; Jesús restituye la función del corazón del hombre, destinado por la gracia a ser altar en donde se adore al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

Por último, la ira santa de Jesús es también prefiguración del Día de la Ira de Dios, el Día del Juicio Final, en el que Jesús, como Justo Juez, juzgará a la humanidad, conduciendo a los elegidos al Reino de Dios y condenando a los réprobos al Infierno eterno, en donde compartirán una eternidad de dolores y tormentos con los ángeles caídos y el cabecilla de los ángeles apóstatas, Satanás. Al contemplar esta escena de la expulsión de los mercaderes del Templo por parte de Jesús, pidamos la gracia de no encontrarnos a la izquierda de Jesús, entre los réprobos, en el Día del Juicio Final, para lo cual debemos hacer el propósito de vivir –y sobre todo morir- en estado de gracia santificante.

“El Hijo del hombre tiene que ser levantado en lo alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”

 


(Domingo IV - TC - Ciclo B – 2021)

“El Hijo del hombre tiene que ser levantado en lo alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-21). Jesús profetiza sobre su crucifixión, ya que ser “levantado en lo alto”, significa precisamente eso, la crucifixión en el Monte Calvario. Esta crucifixión, por dolorosa que sea, es necesaria para que Él, desde la Cruz, infunda su Espíritu y del Padre, el Espíritu Santo sobre las almas que se arrodillen ante la Cruz, para así concederles el don de la fe y sobre todo la vida eterna, la vida misma de la Trinidad.

Para hacer más clara su profecía, Jesús trae a la memoria el episodio de Moisés en el desierto, en el que levantó a la serpiente de bronce en alto para así lograr la curación del Pueblo Elegido. No es por casualidad que Jesús trae a la memoria este suceso, porque en él hay un anticipo y una prefiguración de lo que habría de suceder con Él en su misterio pascual. En este episodio, un gran número de serpientes aparece en el desierto y comienza a atacar al Pueblo Elegido, hiriendo de gravedad a muchos y matando a otros; por orden de Dios, Moisés construye una serpiente de bronce y, siempre siguiendo las órdenes divinas, la levanta en alto para que todo el que la mire a la serpiente de bronce, sea curado del veneno de las víboras. Esto es lo que sucede realmente y así puede ser conjurado el peligro mortal de las serpientes, porque todo el que después de ser mordido por las serpientes y miraba a la serpiente de bronce, experimentaba la curación. La totalidad del suceso es una prefiguración y un anticipo del misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesucristo: Moisés, que guía al Pueblo Elegido por el desierto hacia la Tierra Prometida, representa a Jesucristo, quien guía al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, en el desierto de la historia y el tiempo humanos, hacia la Nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial; el Pueblo Elegido es prefiguración del Nuevo Pueblo Elegido, el Cuerpo Místico de Cristo, los bautizados en la Iglesia Católica; las serpientes que atacan con su veneno mortal a los integrantes del Pueblo Elegido, provocando graves heridas e incluso la muerte, son representaciones de los demonios, de los ángeles caídos, quienes muerden espiritualmente el corazón de los hombres y les instilan el veneno del pecado –la lujuria, la ira, la pereza, la avaricia, etc.-, provocando la muerte espiritual del bautizado; la serpiente de bronce, construida por Moisés y luego levantada en alto, que por el poder divino concede la salud a quienes han sido mordidos por las serpientes, es prefiguración de Nuestro Señor Jesucristo quien, elevado en la Cruz en el Monte Calvario, concede el don del Espíritu Santo, mediante la efusión de su Sangre, a todo aquel que, de rodillas ante la Cruz, lo contempla a Él crucificado y cubierto de heridas, recibiendo a cambio de la contemplación la curación del alma y el don de la fe en Él como Hombre-Dios, así como la gracia, que lo hace partícipe de la vida eterna, de la vida misma de la Trinidad.

“El Hijo del hombre tiene que ser levantado en lo alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”. El episodio de la serpiente de bronce de Moisés, que elevada en lo alto cura a los que han sido mordidos por las serpientes venenosas del desierto, es prefiguración de la Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, quien elevado a lo alto en la Cruz, infunde su Espíritu Santo a las almas por medio de su Sangre y no solo les restablece la vida, quitando el pecado, sino que concede al alma el don de la fe y de la vida eterna. Por esto mismo, cada vez que nos postramos ante Cristo crucificado –o también ante su Presencia Sacramental, la Sagrada Eucaristía-, recibimos la efusión del Espíritu Santo que, brotando de su Corazón y siendo vehiculizado por su Sangre, nos concede, en anticipo, viviendo todavía en la tierra, en el tiempo y en la historia, la vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino, porque así se cumplen las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser levantado en lo alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.