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domingo, 27 de octubre de 2024

“Maestro, que pueda ver”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo B - 2024)

         “Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). En este Evangelio, Jesús obra la curación milagrosa de un ciego llamado “Bartimeo”. Según el relato evangélico, es el ciego quien, al “oír que era el Nazareno”, de inmediato se puso a gritar, para llamar la atención de Jesús, diciendo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Al escucharlo, Jesús lo hace llamar, le pregunta qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide poder ver: “Maestro, que pueda ver”. Apenas dice esto Bartimeo, Jesús le concede lo que le pide, haciéndole recobrar la vista, agregando finalmente: “Ve, tu fe te ha curado”.

         En el relato evangélico podemos considerar dos hechos: por un lado, podemos considerar al milagro de la curación de la ceguera en sí mismo; por otro lado, podemos reflexionar sobre lo que el milagro simboliza. En lo que se refiere al milagro en sí mismo, es de un milagro de curación corporal, mediante el cual Nuestro Señor Jesucristo restituye la capacidad de ver a quien no la poseía, es decir, a un no vidente. Por el relato evangélico no podemos saber si era no vidente desde el nacimiento o no; pero a los fines prácticos, era un no vidente, es decir, el Evangelio deja bien en claro que era una persona ciega, alguien que no poseía la facultad de la visión, con toda seguridad, a causa de graves lesiones en su aparato ocular. Sin importar la gravedad de las lesiones anátomo-fisiológicas, Jesús restituye en un solo instante la capacidad plena de visión del ciego, restableciendo los tejidos oculares dañados y devolviéndoles su total funcionalidad, con lo cual el cielo puede ver con absoluta normalidad. Esto lo puede hacer Jesús con su omnipotencia divina, con lo cual demuestra que es Dios Hijo encarnado, ya que, si hubiera sido simplemente un profeta o un hombre más entre tantos, jamás hubiera podido hacer este milagro. Entonces, esta es una primera consideración que nos deja el milagro en sí mismo y es el contemplar a Jesús como Dios omnipotente, a quien le basta, con su solo querer, restablecer la anatomía y la funcionalidad de los tejidos oculares dañados, para así restablecer la vista de un no vidente. Si bien es un milagro asombroso, ya que Jesús restituye el tejido dañado y le devuelve su funcionalidad con el solo querer de su Divina Voluntad, es en realidad nada, para un Dios que ha creado, literalmente de la nada, a todo el universo visible e invisible. Sin embargo, no deja de ser un milagro de curación corpórea y como tal, su estudio científico proporcionaría material para decenas de doctorados en Medicina. Antes de considerar la simbología del milagro, no se puede pasar por alto un elemento muy importante que se destaca en el momento previo al milagro y es la fe en Jesús de Bartimeo, del no vidente: Bartimeo, con toda seguridad, había escuchado los relatos asombrosos de los milagros de curación, de resurrección de muertos, de multiplicación de panes y peces, de expulsión de demonios con su sola voz que había hecho Jesús y había deducido, correctamente, que si Jesús hubiera sido un simple hombre, no habría podido hacer todos estos milagros; por lo tanto, ese Jesús del que tanto había oído hablar y del que tantas maravillas se decían, no podía ser otro que Dios encarnado; no podía ser otro que Dios oculto en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Es esta fe la que motiva a Bartimeo a acudir a Jesús, es la fe de la Iglesia Católica, la fe de los Apóstoles, que afirma sin lugar a dudas que Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, encarnado en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. Es esta fe en Jesús como Dios encarnado, la que lo lleva a Bartimeo a confiar en que Jesús le devolverá la vista, porque tiene el poder divino de hacerlo y es por esta razón que se postra ante Jesús, en señal explícita de reconocimiento de su divinidad, ya que la postración es señal externa de adoración. Y es a esta fe a la que se refiere Jesús cuando, luego de realizar el milagro, le dice: “Ve, tu fe te ha curado”. Bartimeo nos enseña cuál es la verdadera fe de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, en Jesús de Nazareth: Jesús es Dios.

         El segundo elemento que podemos considerar en el milagro es el simbolismo sobrenatural que conlleva: el ciego, que por definición vive en tinieblas, sin ver la luz, representa a la humanidad caída en el pecado original y que por causa del pecado original se encuentra envuelta en una triple ceguera, en una triple tiniebla: la tiniebla del pecado o malicia del corazón; la tiniebla de la ignorancia o dificultad de la mente para llegar a la Verdad y por último, las tinieblas vivientes, las sombras vivas, los ángeles caídos, los habitantes del Infierno. Las tinieblas espirituales en las que se ve envuelta la humanidad desde Adán y Eva están descriptas por el Evangelista San Lucas, en el Cántico de Simeón, las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. Las tinieblas y sombras de muerte en las que vive la humanidad son el pecado, la ignorancia y los demonios y para destruir a estas tinieblas con su Luz Eterna, es que nos visitará “el Sol que nace de lo alto”, Jesucristo, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”. Sin la gracia santificante, que hace partícipe al hombre de la luz divina de la Trinidad, el hombre vive en la triple ceguera de su naturaleza y en las triples tinieblas del pecado, del error y de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos o demonios; solo Jesús, Luz Eterna, el Cordero que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, la Gloria Increada que procede eternamente del seno del Padre, puede disipar para siempre a las tinieblas que ensombrecen al hombre y no le permiten ver la luz divina. Sin Jesús, Luz Eterna, el hombre vive “en tinieblas y sombras de muerte”. Puesto que Jesús, Luz del mundo, es el Único que puede disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado y derrotar para siempre a las tinieblas del Infierno, es a Él y sólo a Él a quien debemos recurrir si queremos no vernos libres de las tinieblas del pecado, del mal y de la ignorancia, sino además poseer la visión sobrenatural que nos permita contemplar los misterios de la nuestra santa fe católica para así no caer en los errores del cisma y de la herejía. Y debido a que Jesús se encuentra en la Cruz y en la Eucaristía es allí adonde debemos acudir, con el corazón contrito y humillado, postrados de rodillas, para ser iluminados por el Cordero, la Lámpara de la Jerusalén celestial.

         “Maestro, que yo pueda ver”. Al igual que el ciego Bartimeo, también nosotros le decimos a Jesús: “Jesús, Luz Eterna, disipa las tinieblas espirituales que ensombrecen mi alma y concédeme que pueda contemplar el misterio de tu Presencia Eucarística, para poder ir detrás de Ti en el Via Crucis en la tierra y así alcanzar el Reino de Dios en la vida eterna”.


martes, 30 de octubre de 2018

“Maestro, que pueda ver”



(Domingo XXX - TO - Ciclo B – 2018)

         “Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). Jesús sale de Jericó y un ciego, llamado Bartimeo, hijo de Timeo, al “oír que era el Nazareno”, se puso a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Jesús lo hace llamar y le pregunta qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide que le devuelva la vista: “Maestro, que pueda ver”. En el mismo instante, Jesús le concede lo que le pide, haciéndole recobrar la vista y diciéndole: “Ve, tu fe te ha curado”.
         En este pasaje podemos meditar en dos elementos: por un lado, el milagro en sí mismo; por otro lado, lo que el milagro simboliza. En cuanto al milagro en sí mismo, se trata de un milagro de curación corporal, por medio del cual Jesús le devuelve la vista a un ciego. No se dice si era ciego de nacimiento o no; pero sí que era ciego, es decir, que no podía ver a causa de graves lesiones en su aparato ocular. Con su poder divino, Jesús cura al instante la ceguera, restableciendo todos los tejidos dañados del aparato ocular y permitiendo al ciego tener una visión normal. Algo que se destaca en el ciego es su fe en Jesús: ya había oído hablar del Nazareno, de sus milagros y había deducido que si Jesús no fuera Dios en Persona, no podría hacer los milagros que hacía. Movido por esta fe, es que acude a Jesús y es esta fe pura en Jesús en cuanto Dios, lo que lo ayuda a obtener lo que desea, la visión corporal, tal como se lo dice Jesús: “Ve, tu fe te ha curado”. En agradecimiento, el Evangelio dice que el ciego, desde ese momento, se hizo cristiano, es decir, comenzó a seguir a Jesús. El otro aspecto que podemos ver en el milagro es su simbolismo: el ciego, el que vive en tinieblas, representa a la humanidad caída en el pecado original y por lo tanto, envuelta en tres tipos de tinieblas distintas: las tinieblas del pecado, las tinieblas de la ignorancia y las tinieblas vivientes, los ángeles caídos. Estas tinieblas son las descriptas por el Evangelista Lucas, en el Cántico de Simeón y son las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas, en sombras de muerte”. Las tinieblas son el pecado, la ignorancia y las “sombras de muerte”, es decir, las tinieblas vivientes, los demonios. El hombre caído en el pecado original, sin la gracia santificante que le comunica la vida y la luz de Dios, vive inmerso en estas tinieblas y vive en estas tinieblas hasta el momento en que Jesús, el Dios que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, lo ilumina con su luz divina. Mientras Jesús no ilumina al alma, esta permanece, irremediablemente, envuelta en “tinieblas y sombras de muerte”. El único que puede disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado y derrotar para siempre a las tinieblas del Infierno, es Cristo Jesús quien, en cuanto Dios, es Luz divina, tal como Él se auto-proclama: “Yo Soy la luz del mundo”. Puesto que Jesús es la Luz divina que vence a las tinieblas en las que estamos inmersos –aun cuando seamos capaces de ver con los ojos corporales-, es a Él y sólo a Él a quien debemos recurrir si queremos recuperar la visión sobrenatural de los misterios de la fe, además de vernos libres de las tinieblas del pecado, del mal y de la ignorancia. Y puesto que Jesús está en la Cruz y en la Eucaristía, es a la Cruz y a la Eucaristía adonde debemos acudir, postrados de rodillas y con el corazón contrito, para ser iluminados por el Cordero, la Lámpara de la Jerusalén celestial.
         “Maestro, que yo pueda ver”. Lo mismo que le pide el ciego Bartimeo, le pedimos nosotros a Jesús: “Jesús, Luz de Dios, disipa las tinieblas espirituales en las que estoy inmerso y haz que pueda ver, con los ojos del alma, el misterio de tu Presencia Eucarística, de manera que pueda seguirte por el Camino Real del Calvario en esta vida y así alcanzar el Reino de Dios en la vida eterna”.

viernes, 23 de octubre de 2015

“Maestro, que yo pueda ver”


(Domingo XXX - TO - Ciclo B – 2015)

“Maestro, que yo pueda ver” (Mc 10, 46-52). Un ciego, Bartimeo, al enterarse de la presencia de Jesús, comienza a llamarlo a los gritos; Jesús lo hace llevar ante su presencia y le dice: “¿Qué quieres que haga por ti?”; el ciego le pide a Jesús poder ver: “Maestro, que yo pueda ver”; Jesús le concede el don de la vista, diciéndole: “Vete, tu fe te ha salvado”; el ciego comienza a ver y sigue a Jesús.
En este episodio del Evangelio, tenemos mucho que aprender de Bartimeo el ciego. Ante todo, lo que caracteriza a Bartimeo es su gran fe en Jesús, porque cree en Jesús en cuanto Hombre-Dios, cree que Jesús es Dios Hijo encarnado y que por lo tanto, tiene el poder suficiente para curarlo. Bartimeo ha escuchado hablar de los inmensos prodigios que ha hecho Jesús –resucitar muertos, dar la vista a los ciegos, multiplicar panes y peces- y por eso ahora, cuando escucha que está cerca, comienza a llamarlo a los gritos, porque quiere que Jesús obre milagros en él. Desde las tinieblas en las que vive, Bartimeo llama a Jesús, pero no lo hace de cualquier manera: en los títulos que le da a Jesús, se ve la fe de Bartimeo en la condición divina de Jesús: “Hijo de David” –el “Hijo de David” es el Mesías Dios-; “Maestro”, porque es la Sabiduría divina encarnada: así, la fe de Bartimeo en Jesús, es la fe de la Iglesia, porque Jesús es el Hombre-Dios.
Bartimeo llama con insistencia a Jesús y no solo no se desanima cuando otros “lo reprenden para que se calle”, sino que grita aún más fuerte y cuando Jesús lo hace llamar, expresa el deseo más íntimo de su corazón: ver con los ojos del cuerpo. Bartimeo ya ve con los ojos del alma, porque tiene fe en Jesús como Hombre-Dios; ahora desea ver con los ojos del cuerpo y Jesús le concederá lo que pide. Pero Jesús, que quiere satisfacer el deseo más profundo del corazón de Bartimeo, aunque sabe qué es lo que le va a pedir, antes de concederle el milagro, le pregunta, con amor, “¿Qué quieres que haga por ti?”, y esto lo hace Jesús para que Bartimeo se exprese con libertad, con fe y con amor y así nos enseña cómo tenemos que dirigirnos a Dios Hijo: con libertad, con fe y con amor. Bartimeo confió no solo en el poder divino de Jesús, sino también en su amor y misericordia, porque sabía que Jesús tenía el poder para hacerlo y que, por su misericordia, iba a concederle lo que le pedía.
En este episodio, real, y más precisamente en Bartimeo, está representada la relación de toda alma con Jesús. Si no media la luz de la gracia, toda alma es ciega, como Bartimeo, frente a los misterios sobrenaturales absolutos de Dios, como lo es la Encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazareth y su Presencia real de resucitado en la Eucaristía; si no media la luz de la gracia, toda alma es ciega delante de Jesucristo, porque no puede ver, con la luz de su propia razón, a la Persona del Verbo de Dios Encarnada en Jesús de Nazareth y así piensa que Jesús es solamente un hombre más entre tantos: santo, sí, pero sólo un hombre más y no el Hombre-Dios y cuando no se tiene fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios, la religión se vuelve naturalista y vacía de misterios.
Con su ceguera corporal, Bartimeo, representa al alma en sus tinieblas, al alma que no tiene fe, al alma antes de la llegada de Cristo y es por eso que, al igual que Bartimeo, también nosotros debemos pedir ver, pero no tanto corporalmente, sino espiritualmente, con la luz y los ojos de la fe; también nosotros debemos pedir ver, pero no con la vista corporal, sino con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, porque de nada nos sirve ver el mundo con toda claridad con los ojos del cuerpo, si nuestra alma está a oscuras, y está a oscuras cuando no tiene fe en Jesús y no cree en Él, ni en su condición de Dios hecho hombre, ni en su Presencia real Eucarística.
Entonces, a imitación de Bartimeo, también nosotros pedimos a Jesús, Presente en la Eucaristía, el poder ver con los ojos de la fe: “Jesús, haz que yo pueda ver; haz que yo te pueda ver; ábreme los ojos del alma, los ojos de la fe, para que te pueda contemplar en el misterio de la cruz, para que te pueda contemplar en la Santa Misa, para que te pueda contemplar en tu Presencia Eucarística. Jesús, Maestro, Mesías, Verbo de Dios Encarnado, haz que yo pueda verte con los ojos del alma, en tu cruz, para que me una a Ti en tu Pasión por el Amor de Dios, el Espíritu Santo; haz que yo pueda verte, oculto en el misterio de la Eucaristía, para que pueda adorarte en el tiempo que me queda de vida terrena, para luego seguir amándote, adorándote y contemplándote cara a cara por toda la eternidad; Jesús, Maestro, que yo te pueda ver”.


viernes, 26 de octubre de 2012

“Señor, que vea”



(Domingo XXX – TO – Ciclo B – 2012)
         “Señor, que vea” (cfr. Mc 10, 46-52). Un mendigo ciego, llamado Bartimeo –hijo de Timeo-, pide a Jesús el milagro de recuperar la vista; Jesús, en vistas de su profunda fe, se lo concede. La indigencia y la ceguera de Bartimeo son un símbolo de la humanidad luego del pecado original: al ser privada de la gracia santificante, la humanidad es despojada de todos sus bienes, y uno de sus bienes más preciados era el hecho de ver a Dios, amarlo, y poseer su amistad. Así como el indigente no tiene nada, así el hombre, luego del pecado original, es desposeído de la amistad de Dios, y así como Bartimeo, además de indigente, es ciego, así el hombre luego del pecado original no puede ya ver a Dios.
         Pero Bartimeo es también figura del hombre que ha cometido un pecado mortal, porque también por el pecado mortal, el hombre se vuelve indigente, al perder la gracia santificante, y se vuelve ciego, porque no puede ver a Dios ni a sus mandamientos.
         Y del mismo modo a como en la ceguera física, se vive en una completa oscuridad, así también, en el caso del pecado mortal, el hombre vive en un estado de oscuridad espiritual completa, que le impide ver la Voluntad de Dios en su vida, expresada en los Diez Mandamientos.
         La ceguera espiritual no es indiferente, porque no solo priva de la luz que es la Voluntad de Dios, expresada en los mandamientos, sino que, al sumergir al hombre en la oscuridad espiritual, lo hace seguir por las oscuras sendas de los tiránicos mandatos del demonio. El hombre en pecado mortal repite la historia de Adán y Eva: así como ellos desobedecieron a Dios y a su mandato, pero obedecieron al demonio y a su mandato, así también el hombre en pecado mortal.
¿Cómo se expresa esta ceguera y este seguir los mandatos del demonio?
De muchas maneras, y depende de qué mandamiento se trate: si el mandamiento dice: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”, el mandato del demonio dice: “Aborrece a Dios y a sus mandamientos, y haz lo que quieras, y en cuanto a tu prójimo, úsalo como si fuera una mercancía puesta para satisfacer tu egoísmo”; si el mandamiento de Dios dice: “Santificarás las fiestas”, lo cual implica, en primer lugar, la asistencia dominical a Misa para recibir el don del Amor del Padre, Jesús en la Eucaristía, que nos concede su vida eterna, el mandamiento del demonio dice: “No te preocupes por la Misa, es demasiado aburrida; ve y diviértete en cualquier espectáculo que te apetezca; falta a Misa sin motivo y mira la televisión, Internet, el cine; escucha música, descansa, pasea, haz tu vida sin preocuparte por la Misa; que no te importe cometer el pecado mortal de no asistir a la Misa del Domingo”; si el mandamiento de Dios dice: “No tomarás el nombre de Dios en vano”, el demonio dice: “Jura en falso, no temas al nombre de Dios, úsalo como quieras; usa su nombre para lograr tus objetivos; miente siempre, que algo queda, y para tapar tu mentira, hazlo en nombre de Dios”; si el mandamiento de Dios dice: “Honrarás padre y madre”, el demonio dice: “Contesta a tus padres como te parezca; fáltales el respeto; no tengas cuidado de ellos; si se enferman, que no te importe, haz tu vida; si se equivocan, no los perdones; si te necesitan, no los atiendes; ocúltales tus cosas, miénteles, levántales la voz y también la mano”; si el mandamiento de Dios dice: “No matarás”, el mandamiento del demonio dice: “Mata a tu hermano, asesínalo físicamente, ya desde el seno materno, apenas esté concebido, y di que lo haces en nombre de los derechos de la mujer; asesina a tu prójimo también moralmente, difamándolo o calumniándolo”; si el mandamiento de Dios dice: “No cometerás actos impuros”, porque “el cuerpo es templo del Espíritu Santo”, el mandamiento del demonio dice: “Profana tu cuerpo; comete impurezas, vive en la impureza, mira programas de televisión y de Internet que son impuros; habla y cuenta chistes de doble sentido; no seas mojigato, libérate, nada es pecado porque toda impureza imaginable forma parte del ser humano”; si el mandamiento de Dios dice: “No robarás”, porque a nadie se le debe quitar lo que le pertenece, el mandamiento del demonio dice: “Roba, hurta, aprópiate de lo que no es tuyo; quédate con todos los bienes que desees, sin que importe el medio que tengas que emplear para conseguirlos; quítate el escrúpulo de ser ladrón, no tengas vergüenza en robar, pero sí ten vergüenza para devolver lo robado; considera a todas las pertenencias ajenas como tuyas, y úsalas a tu placer”; si el mandamiento de Dios dice: “No levantarás falso testimonio ni mentirás”, porque el cristiano debe ser limpio de toda mancha de falsedad, el mandamiento del demonio dice: “Miente, di la verdad a medias, que siempre es una mentira completa; miente, miente siempre, en lo poco y en lo mucho, porque la mentira hace ciudadano de mi reino; miente, y no te avergüences, sólo ten la precaución de recordar tus mentiras, para no quedar enredado en tu propia trampa; miente, y que la mentira sea tu distintivo; miente a tus padres, a tus hermanos, a tus amigos, a todo el mundo; miente, y así te tendré para siempre junto a mí; calumnia, falsifica, di falsedades, y lograrás tu objetivo, porque es muy difícil luchar contra la calumnia”; si el mandamiento de Dios dice: “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”, porque tu corazón es sagrario del Altísimo, tu cuerpo es templo del Espíritu Santo, y tu alma altar de la gracia santificante, y nada impuro debe profanar este santuario, el mandamiento del demonio dice: “Deléitate en los pensamientos impuros, lascivos, obscenos, lujuriosos; recurre al auxilio de la televisión y de los programas inmorales, en donde el cuerpo humano es exhibido impúdicamente, como mercancía sexual de consumo fácil; mira la pornografía, no es mala, nada es pecado, todo está permitido, y si alguien te recrimina, diles que no sean tan rigurosos, que nada malo haces y a nadie perjudicas; embriágate, drógate, trata a tu cuerpo como un establo, como una discoteca, como un lugar de trato impúdico, pero nunca trates a tu cuerpo como templo del Espíritu y sagrario de la Eucaristía”; si el mandamiento de Dios dice: “No codiciarás los bienes ajenos”, porque el cristiano debe vivir la pobreza de Cristo en la cruz, si quiere ser rico en los cielos, el mandamiento del demonio dice: “Te ordeno que no solo envidies, sino que te apoderes de los bienes ajenos, sin importar los medios que tengas que emplear: violencia, extorsión, coacción, robo, engaño, e incluso, si es necesario, el homicidio; roba, no te canses de robar, aprópiate y haz acopio de cuanto bien material esté a tu alcances, y no repares en medios para conseguirlos; codicia los bienes ajenos y hazte con ellos, especialmente si es dinero, porque así me estarás sirviendo a mí, el Príncipe de las tinieblas”.
Como vemos, no es inocua la ceguera espiritual, puesto que no solo priva del conocimiento y del amor de Dios, y por lo tanto de su Voluntad, que siempre es santa, sino que conduce esta ceguera a cumplir los mandamientos del demonio.
         Pero Dios no nos deja abandonados, porque si bien la ceguera espiritual, y la indigencia espiritual, son consecuencias del pecado original y del pecado mortal, también la curación de esa ceguera física por parte de Jesús a Bartimeo, tiene un significado y un simbolismo espiritual: la curación física figura y anticipa la curación espiritual, producida por la gracia santificante. Pero a diferencia de la curación física, la curación producida por la gracia concede al alma nuevas capacidades que no están presentes en la naturaleza, y es así como el hombre puede comenzar a ver más allá de los límites de su naturaleza, y se vuelve capaz de contemplar a Dios no solo en su unidad, sino en su Trinidad de Personas; puede ver a Jesús no como un hombre más de Palestina, sino como al Hombre-Dios; puede ver a la Virgen no simplemente como la Madre de Jesús, sino como la Madre de Dios; puede ver a la Misa no como una ceremonia religiosa, como tantas otras, sino como la renovación sacramental del sacrificio del Calvario; puede ver a la Eucaristía no como un pan consagrado en una ceremonia religiosa, sino como la Presencia real de Cristo, Hijo de Dios, en Persona.
         “Señor, que vea”. El mendigo ciego Bartimeo puede considerarse doblemente afortunado, pues no sólo recibió la curación de su ceguera corporal, sino que su fe en Jesús se vio todavía más fortalecida, ya que a la fe inicial, con la cual llama a Jesús –“¡Hijo de David, ten piedad de mí!”-, se le agrega un hecho que no estaba presente al inicio: al ser curado, en vez de regresar a su casa, sigue a Jesús: “En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino”. Con toda seguridad, hoy Bartimeo, no solo curada su ceguera, sino con su capacidad de contemplar el misterio de la Trinidad, otorgada por la gracia, contempla, feliz, a Cristo Dios por toda la eternidad.
Nosotros, que vivimos a XX siglos de distancia, no tenemos la dicha de ver a Jesús físicamente, como lo hizo Bartimeo al ser curado, pero no por eso podemos considerarnos menos afortunados, ya que todo cristiano tiene a su disposición a Cristo y a su gracia, que se brinda sin reservas, en los sacramentos de la Iglesia Católica, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía.