jueves, 29 de abril de 2021

“Éste es mi mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”

 

(Domingo V - TP - Ciclo B – 2021)

         “Éste es mi mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Moisés había dado a los israelitas las tablas de la Ley, en las que estaban contenidos los Diez Mandamientos. Esos mismos mandamientos son los que los hereda el cristianismo y la razón es que el Dios que los promulga por medio de Moisés, es Jesucristo, el mismo Dios que ahora, encarnado, habita en medio de los hombres, en la tierra, en el tiempo y en el espacio. Es decir, Dios había dado sus mandamientos  por medio de Moisés al Pueblo Elegido y ahora, los da al Nuevo Pueblo Elegido, pero no por medio de un profeta o un hombre santo, sino Él, personalmente: Dios promulga sus mandamientos en persona, por medio de la naturaleza humana de Jesús de Nazareth.

         Ahora bien, en la Ley que Dios dio a través de Moisés, figuran el amor a Dios y al prójimo, ya que el primer mandamiento dice: “Amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo”. Si esto es así, ¿por qué razón Jesús dice que da un “mandamiento nuevo”? Es decir, si ya existía en la Ley de Moisés, que el mismo Dios había promulgado, el amar a Dios y al prójimo, ¿por qué Jesús dice que su mandamiento es “nuevo”? Alguien podría objetar la novedad del mandamiento de Jesús, diciendo que incluso hasta su formulación es la misma: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Volvemos entonces a preguntarnos: ¿hay alguna “novedad” en el mandamiento de Jesús? Y si hay alguna novedad, ¿en qué consiste?

         Para responder las preguntas, hay que comenzar diciendo que existen no una, sino varias razones por las cuales se puede decir que el mandamiento de Jesús, aun cuando la formulación sea la misma o parecida, es radicalmente nuevo, tan nuevo, que se puede decir que es substancialmente distinto al mandamiento que ya conocían los hebreos y veamos las razones.

         Por un lado, analicemos el concepto de “prójimo”: para los hebreos, el “prójimo” era aquel que compartía la raza y la religión y si había alguien que no era hebreo pero se convertía al judaísmo, entonces recién se podía llamar a ese tal “prójimo”. Mientras tanto, para el que no era considerado prójimo, porque no compartía ni la raza, ni la religión, se aplicaba la ley del Talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Esto cambia radicalmente con Jesús, porque a partir de Él, el prójimo al que hay que amar es todo ser humano, independientemente de su raza, de su religión, de su nacionalidad, de su condición social. Para el cristiano, todo ser humano, por el hecho de ser ser humano, es decir, creatura de Dios, es un prójimo al que hay que amar y aquí hay otra diferencia con el judaísmo: no solo se anula la ley del Talión, sino que al primer prójimo al que hay que amar, es al enemigo: “Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen”.

         Otra diferencia es el amor con el que hay que cumplir el mandamiento: antes de Jesús, se explicitaba que el amor con el que había que amar a Dios y al prójimo era el amor humano –“Amarás a Dios y a tu prójimo con todas tus fuerzas, con todo tu ser”-, con las limitaciones que esto implica, porque el amor humano, por naturaleza, es limitado y además, está contaminado, por así decirlo, por el pecado original: esto cambia con Jesús, porque el amor con el que se debe amar a Dios y al prójimo es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. Es decir, ya no basta con amar con el simple amor humano: ahora hay que amar a Dios y al prójimo con el mismo Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, el Amor Divino.

         Otra diferencia, que no existía en los mandamientos del Antiguo Testamento, es que el cristiano debe amar “como Cristo nos ha amado”: “como Yo os he amado”, dice Jesús y es por eso que debemos preguntarnos: ¿cómo nos ha amado Jesús? Porque según sea el amor con el que nos ha amado Jesús, así debe ser el amor con el que amemos a Dios y al prójimo. La respuesta es que Jesús nos ha amado doblemente: con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo, y “hasta la muerte de cruz”. Estas dos características del amor de Jesucristo hacen que su mandamiento sea verdaderamente nuevo, al punto de ser un mandamiento radicalmente distinto al mandamiento que tenían los hebreos, aun cuando su formulación sea, sino idéntica, al menos parecida: nos amó con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad y nos amó hasta la muerte de cruz. Así es como debemos amar a nuestro prójimo –incluido el enemigo-: hasta la muerte cruz y con el Amor del Espíritu Santo.

         Por último, surge una pregunta: si yo, como cristiano, estoy dispuesto a cumplir el mandamiento nuevo de Jesús, me encuentro con una doble dificultad: por un lado, no estoy crucificado, como lo está Jesús; por otro lado, no tengo el Amor de Dios, el Espíritu Santo, en mi corazón, porque en mi corazón hay solo amor humano. Entonces, ¿es imposible cumplir el mandamiento de Jesucristo? No es imposible, porque Jesús no manda nada imposible, pero para poder cumplirlo, debemos pedir dos cosas: postrados ante Jesús crucificado o ante Jesús Sacramentado, debemos pedir la gracia de ser crucificados junto a Jesús –se entiende que la crucifixión, al no ser en sentido material, es en sentido espiritual-; por otro lado, debemos pedir al Padre el Espíritu Santo, como nos enseña Jesús: “Pidan al Padre el Espíritu Santo y el Padre se los dará” y así, crucificados con Cristo en el Calvario y con el Amor del Espíritu Santo en el corazón –comunicado este Amor por la Comunión Eucarística-, entonces sí podremos vivir el mandamiento verdaderamente nuevo de Jesús: amarnos los unos a los otros como Jesús nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Divino Amor, el Amor del Espíritu Santo.

        

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”

 

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 15, 12-17). Jesús da un nuevo mandamiento: sus discípulos deben “amarse los unos a los otros”. Visto así, no parecería un mandamiento verdaderamente “nuevo”, porque ya existía un mandamiento que ordenaba el amor al prójimo; si lo vemos así, entonces el mandamiento nuevo de Jesús no sería tan nuevo como lo dice Jesús. Sin embargo, el mandamiento de Jesús es verdaderamente nuevo, por las siguientes razones: por un lado, el concepto de prójimo es distinto: antes, para los hebreos, se consideraba como “prójimo” sólo al que compartía la raza y la religión, el resto estaba excluido de este concepto: a partir de Jesucristo, el prójimo a amar es todo ser humano, independientemente de su raza, de su religión, de su condición social, de su edad, etc.; por otra parte, el amor con el que se mandaba amar al prójimo y también a Dios era puramente humano, ya que así lo especificaba el mandamiento: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, es decir, se enfatizaba el carácter meramente humano del amor con el que se debía amar a Dios y al prójimo y esto es importante, porque el amor humano es limitado por naturaleza, además de estar contaminado por el pecado original: en el mandamiento de Jesús, el amor con el que hay que amar a Dios y al prójimo es el Amor de Dios, donado por el Sagrado Corazón de Jesús, traspasado por la lanza en el Calvario; por último, Jesús manda amar “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado hasta la muerte de cruz, siendo nosotros sus enemigos, porque fuimos nosotros quienes lo crucificamos con nuestros pecados y esta condición de amar hasta la muerte de cruz, no estaba en el Antiguo Testamento.

Entonces, las novedades que hacen verdaderamente nuevo al mandamiento de Jesús, son: el concepto de prójimo, que se hace universal y trasciende los límites de la raza y de la religión; el amor con el que se debe amar a Dios y al prójimo, ya no es un amor puramente humano, sino que se debe amar con el Amor de Dios, con la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo; por último, se debe amar incluso hasta a los enemigos y ese amor debe ser “hasta la muerte de cruz”, es decir, el amor cristiano implica la decisión de dar la vida por la salvación eterna de nuestro prójimo, incluso si este es nuestro enemigo. Por todas estas razones, el mandamiento nuevo de Jesús de “amarnos los unos a los otros”, es verdadera y realmente nuevo, inexistente hasta Jesús.

“Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor”

 

“Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor” (Jn 15, 9-11). Los mandamientos de la Ley de Dios son mandamientos de amor, destinados a que el alma viva en la paz y en el amor de Dios; quien cumple los mandamientos, vive en la paz y en el amor de Dios; quien no los cumple, no tiene ni paz ni amor y por eso mismo, no da paz a los demás y tampoco da amor. Hay muchos movimientos laicistas –como por ejemplo, el feminismo, el movimiento de apostasía- que están cargados de odio y de resentimiento hacia Dios y hacia su Ley, cometiendo la más grande de las injusticias, porque Dios es Amor Infinito –y por eso debe ser objeto de nuestro amor- y porque su Ley es una Ley de amor –y por eso debemos observarla, si queremos vivir en el amor de Dios-. Quien se opone a Dios y a su Ley de amor, además de cometer una gran injusticia, entra en un círculo vicioso en el que el odio y el resentimiento, hacia Dios y hacia el prójimo-, se vuelven cada vez más profundos e intensos, hasta llegar a un punto de no retorno, que es el odio y el resentimiento demoníacos. Los movimientos laicistas que rechazan la Ley de Dios y a Dios que es su Autor, al rechazar al Amor de Dios, entran en una espiral de odio que se vuelve cada vez más fuerte, porque al expulsar de sí mismos al Amor de Dios, con el objetivo explícito de no cumplir su Ley, se llenan en sus corazones con lo opuesto al Amor, que ellos rechazaron libremente y es el odio. Este odio, que comienza siendo humano, crece cada vez más, hasta el punto en que no se puede volver atrás y es cuando el hombre, odiando a Dios, se hace cómplice y partícipe del odio satánico hacia Dios: en otras palabras, si alguien odia a Dios, llegará un momento en que se acercará tanto al Demonio, que éste le hará participar, indefectiblemente, de su odio angélico y demoníaco hacia Dios. Es por esta razón que no da lo mismo, absolutamente hablando, de que la Ley de Dios sea cumplida o no: quien la cumple, vive en el Amor de Dios; quien no la cumple, no tiene paz, no da paz a los demás y en algún momento comenzará a ser partícipe del odio demoníaco a Dios.

Cumplamos la Ley de Dios, que es una Ley de Amor, y así nos aseguraremos de tener, en nuestros corazones, al Dios del Amor, Jesús Eucaristía.

 

“Yo soy la verdadera vid y ustedes los sarmientos”

 

“Yo soy la verdadera vid y ustedes los sarmientos” (Jn 15, 1-8). Jesús utiliza la figura de la vid y los sarmientos para describir la relación espiritual y sobrenatural entre Él y el alma: así como el sarmiento, cuando permanece unido a la vid, recibe de la vid lo que le da vida, que es la savia y así el sarmiento da fruto, convirtiéndose en un racimo de uvas, así el alma que se une a Cristo por los sacramentos y la fe, recibe de Él aquello que da vida divina al alma y es la gracia santificante y así puede dar frutos de vida eterna, que son las obras de misericordia. Esta sería la relación óptima, tanto entre la vid y el sarmiento, como entre Jesucristo y el alma: que el alma permanezca unida a Él por la gracia y que así haga obras meritorias para el Cielo. Sin embargo, hay otro tipo de relación entre la vid y los sarmientos: hay sarmientos que dejan de recibir la savia vivificante y así se secan y no solo no dan frutos, sino que se desprenden definitivamente de la vid, caen al suelo y su destino es el de ser arrojados a una hoguera, para ser consumidos por el fuego: este tipo de sarmiento, infructífero, representa al alma que, por libre voluntad y decisión, elige dejar de recibir la gracia santificante de Jesucristo, elige apartarse de los sacramentos y así, sin la gracia, vive en estado permanente de pecado mortal y si muere en pecado mortal, es arrancado definitivamente y para siempre del Cuerpo Místico de Cristo, para ser arrojado en el lago de fuego inextinguible, el Infierno, en donde su cuerpo y su alma arderán, sin consumirse, por toda la eternidad.

“Yo soy la verdadera vid y ustedes los sarmientos”. En la figura de la vid, debemos ver al Hombre-Dios Jesucristo; en la figura de los sarmientos, debemos vernos a cada uno de nosotros, así como sucede con la vid terrena y los sarmientos. Sin embargo, hay un detalle que no está presente en la vid terrena y los sarmientos: en estos, es la determinación de varios factores naturales, desfavorables, los que hacen que el sarmiento deje de recibir la savia y así el sarmiento se seca y se cae; en la vida real, nosotros, los sarmientos, tenemos la libertad de elegir qué clase de sarmientos queremos ser: si sarmientos unidos a Cristo y sus sacramentos, para así dar frutos de vida eterna, o si elegimos ser sarmientos secos, sin frutos, destinados a la eterna condenación. En nosotros está elegir qué tipo de almas queremos ser y qué destino eterno queremos obtener.

 

“La paz les dejo, mi paz les doy”

 

“La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27-31). Desde el instante mismo en que es creado, el hombre desea la paz. El deseo de paz es algo inherente al ser humano, es algo que posee desde su creación, porque ha sido creado por un Dios que es la Paz Increada en sí misma. Sin embargo, sucede que el hombre no posee paz; no vive en paz, ni tampoco da paz a los demás, porque nadie puede dar de lo que no posee. La ausencia de paz se manifiesta en diversos niveles, desde el interior y personal, hasta el social y universal: el hombre no encuentra paz en sí mismo, no encuentra paz en la sociedad, no encuentra paz en el mundo. La razón de esta ausencia de paz es la caída en el pecado original, que apartó al hombre de la Fuente de la Paz, que es Dios. Ahora bien, a este hombre sin paz, que somos nosotros, viene alguien, que se llama Jesús de Nazareth, a concedernos la paz. Pero la paz que nos da Jesús no es la paz “del mundo”, no es la paz mundana, la paz que construyen los hombres artificialmente por medio de tratados políticos, religiosos y económicos. Esta paz artificial es solo eso, paz artificial, mera ausencia de conflictos y por eso mismo, no es paz auténtica ni tampoco duradera.

La paz que nos trae Jesús, por el contrario, es la verdadera paz, es la paz interior, espiritual, que acaece al alma cuando por la gracia santificante de Jesucristo le es quitado aquello que le quitaba la paz del alma, el pecado. La gracia, al quitar el pecado del alma, le quita la causa de la ausencia de paz, pero al mismo tiempo, une al alma con la Fuente Increada de la Paz, que es Dios Uno y Trino. Ésta es la razón por la cual Jesús nos dice que la paz que Él nos da es “su” paz, no la paz del mundo: “La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. Pretender construir un mundo sin la paz de Jesucristo, es decir, sin Jesucristo, el Dador de paz, es una utopía propia de mentes infernales, además de ser algo imposible de alcanzar.


sábado, 24 de abril de 2021

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”

 

(Domingo V - TP - Ciclo B – 2021)

         “Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos” (Jn 15, 1-8). Jesús utiliza la imagen de una viña con sus sarmientos, para describir la relación que existe entre Él y sus discípulos, es decir, los miembros de su Iglesia. La imagen es elocuente en cuanto a la relación de dependencia absoluta entre la vid y los sarmientos: si los sarmientos permanecen unidos a la vid, reciben de esta su savia vivificante y así no solo sobreviven, sino que dan fruto abundante, convirtiéndose en racimos; si el sarmiento se separa de la vid, deja de recibir su savia, que era lo que le daba vida y no solo no da fruto, sino que se separa de la vid, cae al suelo y sólo sirve para ser quemado.

         La imagen de la vid y los sarmientos es una metáfora de la vida espiritual sobrenatural del cristiano: Cristo es la Vid Verdadera, porque de Él brota la Savia vivificante, que es la gracia santificante, que da la vida divina a los bautizados y no solo les da vida divina, sino que los hace fructificar con frutos de santidad, porque los que permanecen unidos a Cristo, reciben su gracia y la gracia es la que hace obrar obras meritorias para el Cielo, obras de misericordia que obtienen para el alma los méritos de Cristo y así esas obras se convierten en el pasaje que las conduce al Reino de Dios, el seno de Dios Padre. Por el contrario, el sarmiento que se separa de la vid, esto es, el bautizado que rechaza la gracia porque se aleja de los sacramentos y prefiere vivir en el pecado, deja de recibir el flujo de vida divina que le viene por esa savia celestial que es la gracia santificante y así no obra ninguna obra meritoria para el Cielo; este sarmiento, así separado de la vid, es decir, este bautizado, separado voluntariamente de la Vid que es Cristo, a causa del pecado elegido libremente, si muere en estado de pecado mortal, es arrojado al fuego del Infierno, a la eterna condenación, prefigurado este fuego infernal en el fuego con el que es quemado el sarmiento que se desprende de la vid, no da fruto y cae al suelo, seco y sin vida.

         Entonces, la vid es Cristo, la savia es la gracia, los sarmientos que dan fruto son los justos que permanecen unidos a Cristo por la gracia y obran obras meritorias para el Cielo, y los sarmientos secos, que se separan de la vid y no dan fruto y son arrojados al fuego, son las almas de los bautizados que voluntariamente rechazaron a Cristo y su gracia, no dieron frutos de obras de misericordia que le valieran el Cielo y en el momento de su muerte fueron juzgados faltos de gracia y merecedores del lago de fuego eterno, el Infierno.

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”. Lejos de ser una mera figura poética, o una metáfora que evoca una unión meramente afectiva o emocional con Jesucristo, la figura de la vid y los sarmientos evoca, firmemente, el destino de eterna condenación en el Infierno, o de eterna felicidad en el Cielo, que cada alma elige por sí misma en su paso por la vida terrena. Vivamos unidos a Cristo, Vid Verdadera, por la gracia santificante que nos dan los sacramentos y así daremos frutos de vida eterna, que nos harán merecedores de la felicidad eterna en el Reino de los cielos.

jueves, 22 de abril de 2021

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”

 

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 1-6). Jesús está revelando a sus discípulos, de manera velada e implícita, el desenlace de su misterio pascual de Muerte y Resurrección: Él, a través de su muerte en Cruz, pasará de esta vida a la vida eterna, la vida del Reino de los cielos y lo hará para preparar una morada para cada uno de sus discípulos; una vez que lo haya llevado a cabo, regresará para llevar, a sus discípulos, a la Casa de su Padre, para que donde esté Él, estén todos los que lo aman. Los discípulos no entienden de qué está hablando Jesús, o mejor aún, lo entienden según el límite de la razón humana: piensan que Jesús irá a un lugar, tal vez un poco retirado de Jerusalén, en donde preparará una serie de casas o habitaciones, para luego regresar y llevar a sus discípulos a vivir en esta especie de “pueblo religioso”. Es decir, los discípulos piensan dentro de los límites del intelecto humano y son incapaces, por lo tanto, de superar esta estrechez natural de miras que tiene la razón humana en relación a los misterios sobrenaturales absolutos de Dios Uno y Trino. Jesús, como dijimos al principio, les está revelando su misterio pascual de Muerte y Resurrección, les está diciendo que morirá corporalmente, en la Cruz, para ascender glorificado al cielo, para allí preparar una morada para cada uno de sus discípulos y para regresar luego, al fin del mundo, con el objetivo de llevarlos a ese Reino de los cielos a quien lo ame, es decir, a quien haya deseado vivir y morir en gracia, cargando la Cruz de cada día, negándose a sí mismo y siguiéndolo a Él por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Jesús habla en un plano sobrenatural, divino, mientras que los discípulos entienden sus palabras en un plano terrenal, natural, humano y por eso no comprenden lo que Jesús les dice. Porque no entienden adónde va Jesús, es que Tomás dice: “Señor, no sabemos dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Entonces Jesús simplifica la respuesta, revelando la esencia de su misterio salvífico: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Si no saben el Camino –si no sabemos el Camino- que conduce al Reino de los cielos, lo único que debemos hacer es seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, para morir al hombre viejo y nacer al hombre nuevo; si no sabemos cuál es la Verdad acerca de Dios y de nuestro destino final, Jesús es la Verdad Absoluta de Dios, encarnada en una naturaleza humana, que nos revela los secretos inaccesibles del Ser divino trinitario y el destino último de salvación al que estamos llamados; si no sabemos cuál es la Vida que hemos de vivir, lo que debemos hacer es alimentarnos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, la Sagrada Eucaristía, para recibir la Vida Eterna de la Santísima Trinidad, que se nos dona en cada comunión eucarística.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Jesús les revela esta verdad a sus discípulos, aun antes de cumplir su misterio salvífico redentor, antes de pasar por la Pasión, la Muerte y la Resurrección. También a nosotros nos dice: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”, pero nos lo dice habiendo ya atravesado su misterio salvífico en la Cruz, habiendo ya resucitado, habiendo ya ascendido a la Casa del Padre para prepararnos una morada. Jesús nos lo dice desde un lugar muy especial, desde el sagrario, desde la Eucaristía, porque Jesús en la Eucaristía es el Camino para ir al seno del Padre; es la Verdad Absoluta sobre Dios Uno y Trino; es la Vida Eterna de la Trinidad que se nos dona en cada comunión. Ningún cristiano –ningún católico- puede decir que “no sabe para qué está en esta vida”; ningún católico puede decir que “no sabe dónde va”, porque vamos hacia la Morada Santa, hacia la Jerusalén celestial, hacia el seno del Padre y el Camino, la Verdad y la Vida para alcanzar el objetivo de nuestro paso por la tierra es Jesús Eucaristía.

 

 

 

“Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas”

 

“Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas” (Jn 12, 44-50). De esta afirmación de Jesús, se siguen dos verdades espirituales, sobrenaturales: por un lado, Él es luz; por otro lado, quien no cree en Él, está en tinieblas. Si esto es así, podemos preguntarnos: ¿de qué luz y de qué tinieblas habla Jesús? Cuando Jesús se refiere a Sí mismo como “luz”, no está hablando, obviamente, de una luz creada –la luz del sol, la del fuego, la artificial-, pero tampoco está hablando de modo metafórico: Jesús es Luz, en el sentido más pleno y completo de la palabra, porque Él es Dios y Dios es Luz, pero no una luz creada, sino una luz celestial, divina, sobrenatural, eterna, que brota de su Ser divino trinitario como de una fuente inagotable, eterna y divina. Es por esta razón que Jesús, que es el Cordero de Dios, es la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, es la Luz que ilumina a los ángeles y santos en el Reino de Dios. En el Reino de los cielos no hay un sol creado, como en nuestro sistema planetario, sino que el sol, por así decirlo, que ilumina a los espíritus bienaventurados, es el mismo Dios Uno y Trino. Es por esto que uno de los nombres de Jesús es el de “Sol de justicia”, porque Él, el Cordero de Dios, es la Lámpara de la Jerusalén celestial. En cuanto Dios, entonces, Jesús es Luz, pero es una luz particular: es una luz viva, porque es la Luz eterna del Ser divino trinitario y comunica de esa vida divina a todo aquél que es iluminado por esta luz. Por esta razón, quien se acerca con humildad y se postra en adoración ante Cristo crucificado o ante Cristo Eucaristía –y mucho más si lo recibe en la Sagrada Comunión-, es iluminado por esta Luz divina que es Cristo Jesús.

La otra verdad que se deriva de la afirmación de Jesús es que todos los hombres, de todos los tiempos, desde Adán hasta hoy y hasta el fin de los tiempos, estamos en tinieblas espirituales, porque todos tenemos el pecado original y el pecado es oscuridad y tinieblas, de ahí la imperiosa necesidad que todo ser humano –independientemente de su raza, de su religión, de su edad, de su condición social- necesita ser iluminado por Cristo y su Luz divina y eterna, para salir de las tinieblas del pecado y también para no ser envuelto por las tinieblas vivientes, los demonios.

“Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas”. Quien recibe a Jesús Eucaristía y cumple sus mandamientos, vive iluminado por la luz divina trinitaria del Hombre-Dios Jesucristo.

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”

 

“Las obras que hago dan testimonio de Mí” (Jn 10, 22-30). Los judíos insisten en preguntar a Jesús si Él es el Mesías y Jesús les responde, invariablemente, de la misma manera: Él es el Mesías, el Salvador, el Redentor de la humanidad y la prueba de que Él es quien dice ser, son sus obras, es decir, sus milagros: “Las obras que hago dan testimonio de Mí”. En otras palabras, si alguien se presenta como el mesías de la humanidad, ese alguien tendría que hacer obras propias de un mesías: si las hace, es prueba de que es el mesías; si no las hace, es solo un embaucador. Jesús da pruebas más que suficientes para certificar que Él quien dice ser: el Mesías anunciado desde la Antigüedad, porque sólo Él puede hacer obras propias de Dios: resucitar muertos, curar toda clase de enfermos, expulsar demonios, multiplicar panes y peces.

La controversia suscitada entre los judíos en tiempos de Jesús, continúa hoy, a dos mil años de distancia, porque muchos, a pesar de los milagros realizados por Jesús, no creen en Él. Es así que, por ejemplo, en las grandes religiones monoteístas, como el protestantismo, el judaísmo y el islamismo, no creen en Jesús como el Mesías y cada una de estas religiones, a su vez, está todavía esperando la llegada del Mesías, una llegada que evidentemente no ocurrirá, pues el Mesías ya vino por primera vez y es Jesús de Nazareth y volverá, sí, nuevamente, por segunda vez, pero esta vez para juzgar al mundo. Como una muestra de la persistencia de los judíos en negar a Jesús como el Mesías, hay en estos días un grupo de rabinos ultra-ortodoxos que se están preparando para coronar al que ellos llaman el mesías, el cual será, por supuesto, un falso mesías, un anti-cristo.

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”. Así como los milagros de Jesús dan testimonio de que Él es el Verdadero Mesías que debía venir al mundo, así también las obras que hace la Iglesia Católica dan testimonio de que es la única Iglesia verdadera del Dios verdadero. De entre todas las obras milagrosas que hace –los sacramentos, que dan la gracia-, la obra más grande que testimonia que la Iglesia Católica es la Iglesia de Dios es la Eucaristía, porque la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero es un milagro que sólo puede ser hecho por el poder, la sabiduría y el amor divinos y la Iglesia Católica es la única que puede hacerlo. Aún así, muchos todavía dudan de que la Iglesia Católica sea la Verdadera Iglesia del Dios Verdadero, así como muchos todavía dudan, a pesar de sus milagros, de que Jesús sea el Mesías, el Salvador de los hombres.

sábado, 17 de abril de 2021

“Yo Soy el Buen Pastor”

 


(Domingo IV - TP - Ciclo B – 2021)

         “Yo Soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11-18). Jesús se aplica a Sí mismo el título de “Buen Pastor”. Utiliza una imagen sencilla, rural, humilde, conocida por todos en su tiempo y también en todos los tiempos, pues el oficio de pastor ha existido desde que existe la humanidad. Pero además de identificarse como Buen Pastor, Jesús da las características de este Buen Pastor: da la vida por sus ovejas; conoce a sus ovejas y ellas lo conocen y por último, tiene otras ovejas que no son de este redil, pero que también son suyas.

         El Buen Pastor “da la vida por sus ovejas” y esto es así, porque Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Pastor, se inmola en el Santo Sacrificio de la Cruz, en el Calvario, ofreciendo su vida de Hombre-Dios para salvar a los hombres pecadores, evitándoles la eterna condenación.

         El Buen Pastor “conoce a sus ovejas y sus ovejas lo conocen a él” y esto es así, porque así como en la realidad, las ovejas reconocen y obedecen a la voz de su pastor, así las almas reconocen la Voz de Jesucristo en la Ley de Dios, en el Magisterio de la Iglesia, en los dogmas, en las enseñanzas de los santos, de los mártires, de los Padres de la Iglesia. Las ovejas no reconocen la voz de falsos pastores –como por ejemplo, Judas Iscariote o Lutero-, porque no reconocen la Voz de Dios en estas voces.

         El Buen Pastor “tiene ovejas que no son de este redil, pero que le pertenecen” y es así, porque las ovejas de otro redil son las almas que por diversas circunstancias no están bautizadas y por lo tanto no pertenecen a la Iglesia Católica, pero que igualmente están predestinadas a la eterna salvación y por eso Jesús las alcanza con su gracia por fuera de la vía ordinaria de los Sacramentos, por una vía extraordinaria, que no conocemos, pero las alcanza al fin y al cabo y así las hace ingresar a su redil, cumpliéndose el dicho que afirma que “fuera de la Iglesia no hay salvación”.

         Ahora bien, además de describir las características del Buen Pastor, Jesús revela, implícitamente, la existencia de dos grandes enemigos de las ovejas: los malos pastores y el lobo teniendo cada una de estas figuras su contrapartida en la realidad espiritual y sobrenatural de la Iglesia y el mundo espiritual. Uno de los enemigos de las ovejas es el mal pastor o los malos pastores: estos, que son “asalariados”, que “no son en realidad pastores ni dueños” de las ovejas -precisamente porque son malos pastores, al revés del Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas-, por el hecho de no ser buenos pastores sino asalariados, cuando aparece el lobo, dejan a las ovejas a la merced de esta bestia sangrienta, siendo el lobo, en la realidad espiritual, el Demonio, el Lobo infernal, que desea despedazar las almas con sus afilados dientes y sus gruesas garras. El mal pastor, cuando ve venir al lobo, en vez de defenderlas, las deja a merced del Demonio, sin importarles el hecho de que estas habrán de perecer inevitablemente, porque no tienen forma de defenderse.

         “Yo Soy el Buen Pastor”. Jesús en la Eucaristía es el Buen Pastor, el Sumo y Eterno Pastor, que cada vez que se nos dona en la comunión, nos refugia en el luminoso y santo redil de su Sagrado Corazón. Quienes pertenecen al redil del Buen Pastor Jesucristo, lo reconocen en la voz del Magisterio de la Iglesia, de la Tradición, de las Escrituras y de los Santos Padres. Quienes no reconocen la Voz del Buen Pastor Jesucristo y se oponen a Él y a sus enseñanzas, reflejadas en el Magisterio de la Iglesia y en los dogmas, es porque escuchan y están familiarizados con la voz del Lobo infernal y no pertenecen al Pequeño Rebaño del Hombre-Dios Jesucristo.

 

viernes, 16 de abril de 2021

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”


 

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan ante las palabras de Jesús, cuando les dice que deben “comer su carne y beber su sangre” para tener vida en ellos. El motivo del escándalo es que interpretan las palabras de Jesús en sentido material; no tienen presente que Jesús les está hablando de comer su Cuerpo y beber su Sangre, sí, pero luego de haber pasado por su misterio pascual de muerte y resurrección. Es decir, los judíos creen que Jesús les dice que deben comer su carne y beber su sangre, al modo material, sin haber pasado por la Pasión, Muerte y Resurrección, pero Jesús está hablando de su Cuerpo y de su Sangre ya glorificados y resucitados, luego de haber pasado por el Viernes, el Sábado Santo y el Domingo de Resurrección. Jesús les dice que deben comer su Cuerpo glorificado y beber su Sangre divinizada, en la Sagrada Eucaristía, porque está hablando de su misterio pascual de Muerte y Resurrección.

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. A muchos católicos les sucede con la Eucaristía lo que a los judíos con Jesús: así como los judíos veían a Jesús como a un hombre más y no como al Hombre-Dios, así muchos católicos ven a la Eucaristía como a un trozo de pan y no como al Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, glorificados por el Fuego del Espíritu Santo, ocultos en la apariencia de pan. Por eso, muchos católicos le preguntan a la Iglesia: “¿Cómo puede darnos a comer la Carne y a beber la Sangre de Jesús?”, cuando la Iglesia lo dice claramente en la fórmula de la Consagración: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo; tomen y beban, esta es mi Sangre”. La Iglesia lo dice claramente, por medio del sacerdocio ministerial, que da a sus hijos a comer la Carne del Cordero de Dios y a beber su Sangre, pero visto que la inmensa mayoría de los católicos desprecia al Santísimo Sacramento del altar, eso es una muestra de que repiten, sin saberlo, el escándalo racionalista de los judíos: “¿Cómo puede la Iglesia darnos a comer la Carne del Cordero y beber su Sangre?”. Muchos católicos, porque racionalizan su fe, se escandalizan de pensar que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo y así, escandalizados como los judíos, se alejan irremediablemente de la Fuente de la Vida eterna, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

“Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo”

 


         “Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). Jesús se auto-proclama como “Pan vivo bajado del cielo” y además se compara con el otro pan bajado del cielo, el maná que los judíos recibieron en el desierto: quienes comieron de ese maná murieron, en cambio, quienes se alimenten de Él, que es el Verdadero Maná bajado del cielo, el Pan Vivo bajado del cielo, no morirá jamás, “vivirá para siempre”. Muchos pueden decir: “Conocemos a muchos que se han alimentado de la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo y sin embargo murieron y fueron sepultados” y eso es verdad, pero eso no quita veracidad a las palabras de Jesús, puesto que la vida que da este Pan bajado del cielo es vida eterna, una vida que es infinitamente superior a la vida terrenal, humana, creatural, porque es la vida misma de la Santísima Trinidad. Quien se alimenta en esta vida terrena con el Pan Vivo bajado del cielo, recibe en germen, en semilla, la vida eterna de Dios Uno y Trino y cuando muera a esta vida terrena, cuando su alma se separe de su cuerpo, entonces esa vida eterna recibida en germen, florecerá, para desplegarse en su plenitud y conceder la vida eterna de la Trinidad al alma y con esta vida divina es con la que el alma no solo no morirá jamás, sino que vivirá para siempre en el Reino de los cielos.

         “Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo”. El don de Jesús, de la Vida eterna de su Ser divino trinitario, se nos comunica a nosotros cada vez que nos alimentamos con el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía. Por esta razón, nosotros, los católicos, somos el Nuevo Pueblo Elegido que, en su peregrinación a la Ciudad Santa, la Jerusalén celestial, nos alimentamos, en el desierto de la vida y de la historia humana, con la substancia misma de Dios Trinidad, contenida en el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía.

 

 

“Yo soy el pan de vida”

 


“Yo soy el pan de vida” (Jn 6, 35-40). Si alguien escucha a Jesús con fe racionalista y no sobrenatural, puede estar pensando que Jesús habla de Sí mismo como “Pan de Vida” haciendo una metáfora, como si Él fuera un “pan” en el sentido de la mansedumbre que evoca el pan y como si la “vida” que Él da con sus enseñanzas, fueran el alimento para una vida nueva, en el sentido moral, puesto que Él predica una nueva religión, una nueva espiritualidad y por lo tanto una nueva moral. Sin embargo, escuchar las afirmaciones de Jesús respecto de Sí mismo como “Pan de Vida” con una fe racionalista, que quite todo elemento sobrenatural, es limitar el alcance de sus palabras al estrechísimo campo de lo que la razón humana puede entender.

Cuando Jesús dice de Sí mismo “Yo Soy el Pan de Vida”, está diciendo, por un lado, que es Dios, puesto que se adjudica el nombre propio de Dios, “Yo Soy”, nombre con el que los judíos conocían a Dios y por lo tanto, declara ser Él en Persona el Dios en el que los judíos creían y al cual adoraban. Por otra parte, cuando dice que es el “Pan de Vida”, con “Pan”, se está refiriendo a su Cuerpo y a su Sangre, como lo dejará establecido en la Última Cena y con “Vida”, hace referencia a la Vida eterna, a la vida absolutamente divina del Ser divino trinitario, porque también dice que quien coma de este Pan, “no morirá jamás”, “jamás tendrá hambre”, “jamás tendrá sed” y esto no puede referirse de modo alguno al pan material el cual, luego de ser ingerido y al cabo de poco tiempo, deja de saciar al cuerpo y el cuerpo vuelve a sentir hambre y sed.

“Yo soy el pan de vida”. Quien come pan terreno, material, el pan de mesa cotidiano, solo alimenta su cuerpo y al tiempo, vuelve a tener hambre y, pasados sus días en la tierra, muere indefectiblemente; quien se alimenta del Pan de Vida eterna, el Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Eucaristía, alimenta su espíritu con la substancia divina del Ser divino trinitario y jamás vuelve a sentir hambre ni sed de Dios, porque estas quedan extracolmadas con el Cuerpo y la Sangre del Cordero; además, el que se alimenta de la Eucaristía, no morirá jamás, porque aunque muera a la vida terrena y temporal, al recibir en esta vida el germen de vida eterna en el Pan Eucarístico, será resucitado para la gloria por Jesús en el momento de pasar de esta vida a la otra.

 

jueves, 15 de abril de 2021

“Yo soy el pan de vida”


 

“Yo soy el pan de vida” (cfr. Jn 6, 30-35). Los judíos le preguntan a Jesús cuáles son las obras que Él hace, para que crean en Él y ponen, como ejemplo de obrar divino, el maná milagroso del desierto que les dio Moisés. Jesús les replica que no fue Moisés quien les dio el maná del desierto, sino su Padre del cielo; pero además les revela algo que no podrían ni siquiera imaginar: el Verdadero Pan del cielo, el Verdadero Maná bajado del cielo, no es el que les dio Moisés en el desierto, sino que es Él en Persona: “Yo Soy el Pan de vida”. Además de revelarles que Él es el Verdadero Maná bajado del cielo, enviado por el Padre, Jesús les revela qué es lo que contiene este Pan y qué es lo que da este Pan: la Vida eterna. Y para resaltar esta idea, les recuerda que quienes comieron el maná en tiempos de Moisés, murieron, pero a diferencia de ellos, quienes coman de este Pan de Vida eterna, que es Él en Persona, con su Ser divino trinitario y su substancia divina, tendrá aquello que tiene Él, que es la Vida divina, la Vida eterna de la Santísima Trinidad y por esto, quien coma de este Pan Eucarístico, “no tendrá hambre” de Dios, porque su hambre de Dios será extracolmada por este Pan celestial; quien coma de este Pan divino no tendrá más sed de Dios, porque su sed de Dios será apagada al beber la Sangre del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía.

“Yo soy el pan de vida”. Hasta tanto no recibimos el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, no tenemos vida eterna en nosotros. Sólo cuando recibimos, en estado de gracia, el Verdadero Maná del cielo, la Hostia consagrada, solo entonces tenemos vida eterna en nosotros y se sacian la sed de Dios y su Amor que nuestras almas poseen.

 

 


miércoles, 14 de abril de 2021

“Les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras”

 


(Domingo III - TP - Ciclo B – 2021)

         “Les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24, 35-48). Una característica común entre los discípulos es la incredulidad frente a las apariciones de Jesús resucitado: sucede con María Magdalena, quien viéndolo en persona lo confunde con el jardinero; sucede con los discípulos de Emaús, que lo confunden con un extranjero; sucede con los Apóstoles, quienes, a pesar de que también Jesús se les aparece en persona, con su Cuerpo glorioso y resucitado, lo confunden con un fantasma; sucede también con los Apóstoles, en la aparición de Jesús a orillas del Mar Tiberíades: en un primer momento “no saben quién es” y solo lo reconocen luego de que Jesús obra el milagro de la segunda pesca milagrosa. Es decir, Jesús resucitado, vivo y con su Cuerpo glorificado, es confundido con un jardinero, con un forastero, con un fantasma y con un desconocido y esto no por parte de quienes no lo conocían, sino precisamente por parte de aquellos que más lo conocían, sus discípulos y sus Apóstoles. ¿A qué se debe esta incredulidad?

         Por un lado, podemos aducir razones psicológicas, emocionales o afectivas: estaban tan impresionados por la durísima y dolorosísima Pasión del Viernes Santo y estaban tan acongojados y tristes por el duelo del Sábado Santo, que la tristeza, la angustia, el llanto y el dolor les impiden reconocer a Jesús. Podríamos aducir entonces que el desconocimiento de Jesús es de origen psicológico y que una vez recuperados del trauma que supone haber vivido la Pasión, los discípulos habrían de reconocerlo. Sin embargo, esta no es, de modo absoluto, la causa por la cual los discípulos se muestran incrédulos ante Jesús resucitado. Ahora bien, antes de adentrarnos en un intento de explicación acerca de la incredulidad, podemos hacer la siguiente consideración: esta incredulidad puede llamarse también “racionalización de la fe” y se da en una persona cuando esa persona cree en Jesús, pero con las solas capacidades de su razón humana, dejando de lado todo lo que supere los límites racionales, los límites estrechos de la razón humana. Por ejemplo, la fe es racionalista cuando se niegan los milagros de Jesús, o cuando se niega que Él sea Dios Hijo encarnado –es lo que les pasa a los judíos del tiempo de Jesús y también a los de ahora-, o cuando se niega su resurrección, no necesariamente de modo explícito pero sí implícito y se niega la resurrección de Jesús cuando el cristiano vive y muere como si Jesús nunca hubiera existido o como si Jesús no fuera Dios. La racionalización de la fe católica es mortalmente peligrosa para el alma, porque oscurece al alma, privándola de la luz de la gracia, eliminando todos los elementos sobrenaturales del misterio pascual de Jesucristo y reduciendo la vida de Jesús y su Pasión, Muerte y Resurrección a simples indicativos morales, sin considerarlos como lo que son, el misterio de la eterna salvación de las almas. La racionalización de la fe hace que el alma viva una fe falsa, una fe sin milagros, una fe sin la Presencia de Cristo Dios y es doblemente peligrosa, porque al negar la divinidad de Cristo, se niega la divinidad de la Eucaristía, porque la Eucaristía es Cristo Dios encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Racionalizar la fe, reducirla a los límites estrechos de lo que la razón humana puede comprender o considerar como racional y lógico, es dejar de lado la verdadera fe católica, que lejos de ser irracional, es supra-racional, es decir, es un misterio que proviene de Dios Trino y que por eso supera infinitamente los límites de la razón humana o de la inteligencia angélica. Los discípulos racionalizan la fe y por eso se muestran incrédulos ante Jesús resucitado, pero la razón de esta racionalización e incredulidad no tiene explicación que se origine en el hombre.

         Hay una razón, por la que los discípulos no lo reconocen a Jesús resucitado y no es de orden psicológico, emocional o afectivo: es la falta de la luz de la gracia, luz que ilumina sus intelectos para que conozcan a Cristo Dios como Él se conoce y que ilumina sus voluntades para que amen a Cristo Dios como Él se ama a Sí mismo, desde la eternidad, con el Amor del Espíritu Santo.

         Esto es notorio en las diversas apariciones: hay un antes y un después del encuentro con Jesús resucitado, primero la incredulidad y después el reconocimiento. Por ejemplo, en María Magdalena, este paso de la incredulidad al reconocimiento, se da cuando Jesús la llama por su nombre; en el caso de los discípulos de Emaús, cuando Jesús parte el pan; en el caso de los Apóstoles a la orilla del Mar de Tiberíades, cuando Jesús realiza el milagro de la segunda pesca milagrosa; en el caso de este Evangelio, cuando Jesús se hace presente en medio de ellos, cuando sopla sobre ellos el Espíritu Santo y “les abre el entendimiento”. En todos estos casos, el cese de la  incredulidad y el inicio del reconocimiento de Jesús resucitado se da cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, quien les concede la iluminación del intelecto y de la voluntad, por medio de la gracia, para que ellos conozcan y amen a Jesucristo tal como Dios Uno y Trino lo conoce y lo ama.

         “Les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras”. Muchas veces nos sucede lo mismo que a los discípulos, pero a nosotros en relación a Jesús Eucaristía: con relación a la Eucaristía, nos sucede que racionalizamos la fe católica en la Eucaristía y terminamos viendo al Santísimo Sacramento del altar no como lo que es, el Hijo de Dios que prolonga su Encarnación en la Hostia consagrada, sino que vemos la Eucaristía como si fuéramos protestantes, musulmanes o judíos: la vemos como a un pan bendecido y nada más y la tratamos como si fuera un pan bendecido, como si fuéramos a recibir un trozo de pan y no al Hijo de Dios oculto en apariencia de pan. Por eso mismo, también nosotros necesitamos que Jesús sople su Espíritu Santo sobre nosotros, para que “nos abra la inteligencia”.

 

 

 


domingo, 11 de abril de 2021

Jesús bendijo y multiplicó panes y peces”

 


"Jesús bendijo y multiplicó panes y peces” (cfr. Jn 6, 1-15). Jesús realiza el milagro de multiplicar panes y peces y así alimenta a una multitud de unas diez mil personas. Este milagro es, junto a otros similares, demostrativo del poder divino de Jesús, es decir, indica que Jesús es quien dice ser: Dios Hijo en Persona. Es un milagro asombroso, puesto que implica la creación, a partir de la nada, de la materia –los átomos, las moléculas-, tanto de los panes como de los peces. No se trata, como afirman algunos intérpretes protestantes, de que Jesús realiza el “milagro” de despertar en todos la generosidad y así todos comparten con todos el alimento que llevan. Interpretar de esta manera el milagro, es contradecir a la Palabra de Dios y es negar el sentido del milagro, que es demostrar la divinidad de Jesús y es negar el milagro mismo.

Además de demostrar la divinidad de Jesús, el milagro tiene otro sentido y es el de anticipar y prefigurar otra multiplicación, de otro alimento, pero para alimentar no ya el cuerpo, sino el alma: el milagro anticipa la multiplicación sacramental del Cuerpo y la Sangre de Jesús, realizada por Él, Sumo y Eterno Sacerdote, por medio de sus sacerdotes ministeriales, en cada Santa Misa, para alimentar no ya a una multitud de diez mil personas, sino a cientos de millones de personas, no en el cuerpo, como dijimos, sino en el alma, porque la Eucaristía es principalmente alimento del alma, la cual se nutre con la substancia divina del Cordero de Dios, oculto en apariencia de pan.

Jesús multiplica panes y peces y si los Apóstoles y la multitud se pueden considerar afortunados porque contemplan en persona el milagro y además son alimentados en sus cuerpos por los panes y los peces, nosotros podemos considerarnos infinitamente más afortunados, porque en cada Santa Misa, Jesús realiza un milagro infinitamente más grandioso que multiplicar panes y peces y es el de convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, para alimentar nuestras almas con la misma substancia divina, contenida en la Eucaristía y oculta en apariencia de pan.

 

sábado, 10 de abril de 2021

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna”

 


“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn  3, 31-36). Al hablar sobre Jesús, Juan Bautista nos revela que la fe en Él nos concede algo que nosotros no poseemos, porque no nos pertenece: la vida eterna. ¿Qué es la “vida eterna”? Es una vida absolutamente nueva, distinta a la vida creatural, sea angélica o humana; es una vida celestial, divina, sobrenatural, que brota del Ser divino trinitario como de su Fuente Increada e Inagotable. Es una vida de la que no tenemos experiencia y por eso mismo no podemos siquiera imaginar cómo sea, pero es una vida real, porque es la vida misma de Dios Trinidad. ¿Quién la posee? Por supuesto que Dios, como decíamos, porque de Él surge como de una Fuente Increada, derramándose sobre los ángeles y los hombres, haciéndolos partícipes de su Vida divina, que contiene en sí todas las perfecciones, todas las alegrías, todas las virtudes en grado infinito, sumo y eterno. Ahora bien, para que el hombre posea la vida eterna, es necesario creer en el Hijo, es decir, es necesario creer en Jesús de Nazareth. Pero este “creer” en Jesús tiene matices que hacen que la fe en Jesús sea una fe bien precisa, una fe católica y solamente católica. En efecto, quien cree en Jesús, pero cree en Jesús al modo como creen en Él los judíos, los musulmanes, los protestantes o los integrantes de cualquier secta, no tienen una fe verdadera y recta sobre Él, porque no es una fe católica. La fe católica en Jesús nos enseña que Él no es un hombre santo, ni un profeta, sino Dios Tres veces Santo, encarnado en la Persona de Dios Hijo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que está en la Eucaristía con su Cuerpo glorioso y resucitado, tal como está en el cielo. Otra particularidad de la fe católica en Jesús es la puesta por obra de esa fe, que se traduce en obras de misericordia, corporales y espirituales, porque si alguien dice que cree en Jesús, pero no obra la misericordia, ese tal posee una fe muerta, porque una fe sin obras es una fe muerta y por lo tanto ese tal no posee la vida eterna en él.

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. Creer en Jesús con fe católica –creer que Jesús es Dios encarnado y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que esa es la razón del obrar la misericordia- concede la vida eterna. Creer en un Jesús que no es el Jesús católico, no concede la vida eterna.

 

“La causa de la condenación es no creer en el Hijo único de Dios”

 


         “La causa de la condenación es no creer en el Hijo único de Dios” (Jn 3, 16-21). Las palabras de Jesús revelan varias cosas: por un lado, descarta de plano la idea de un Dios “buenista”, el cual siendo todo misericordia, no condena a nadie eternamente; por otro lado, revela que Dios sí castiga y castiga eternamente; por último, revela implícitamente que hay un castigo y por lo tanto un lugar de castigo, el Infierno, para quienes se nieguen a creer que Él, Jesús de Nazareth, es el Hijo único de Dios, enviado para salvar a los hombres de la eterna condenación. Si Él es el Mesías, si Él es el único Camino al Padre, si Él es la única Verdad sobre Dios Trino que hay que creer, si Él es la única Vida eterna que el alma debe recibir para poder ingresar en la gloria eterna, entonces, todo aquel que lo rechace a Él, a Jesús, como al Mesías y Salvador, está condenado, irremediablemente, a la eterna condenación. No hay otra interpretación posible de las palabras de Jesús y no hay forma de atenuar lo que Él dice: “La causa de la condenación es no creer en el Hijo único de Dios”. De esto se deduce que hay una posibilidad, tanto de salvación, como de condenación eternas, pues Jesús está hablando de la Vida eterna, la vida que sobreviene cuando el alma deja esta vida terrena para ingresar en la eternidad. Las palabras de Jesús también revelan la necesidad imperiosa de creer en Él, en Jesús de Nazareth, como Dios Hijo encarnado, que ha sufrido su misterio pascual de Muerte y Resurrección, que ha subido a los cielos, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para poder ser salvados de la eterna condenación.

         Esto justifica la actividad apostólica y misionera de la Iglesia Católica que, fundamentadas en las palabras de su Señor, recorre cielos, mares y tierra –y así lo hará hasta el fin de los días- en busca de almas para salvar. Porque estamos en esta vida para salvar el alma, creyendo en Jesús de Nazareth, pero en el Jesús católico, el Hijo de Dios encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que nos insufla el Espíritu Santo en cada comunión.

 

“Tienen que renacer de lo alto”


 

         “Tienen que renacer de lo alto” (Jn 3, 7-15). Jesús le revela a Nicodemo la condición necesaria, imprescindible, para entrar en el Reino de los cielos: el “renacer de lo alto”. Nicodemo no entiende lo que dice Jesús o mejor dicho, lo entiende según los límites estrechos de su razón humana: piensa que un hombre debe volver a nacer, físicamente hablando, del vientre de su madre, como cuando era un niño recién nacido y por eso no puede comprender qué es lo que le dice Jesús. Para que Nicodemo pueda entender qué es lo que significa el “nuevo nacimiento” de lo alto, Jesús toma el ejemplo del viento, el cual “sopla donde quiere”: el viento es figura del Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo que, siendo soplado por el Padre y el Hijo en el alma, por medio del bautismo sacramental, quita el pecado original al alma y le concede la gracia de la filiación divina, con la cual el alma se convierte en hija adoptiva de Dios, al ser hecha partícipe de la misma filiación divina con la cual Dios Hijo es Hijo de Dios desde la eternidad.

         “Tienen que renacer de lo alto”. Las palabras de Jesús nos revelan la necesaria e imprescindible condición que debemos poseer para ingresar en el Reino de los cielos: recibir el Bautismo sacramental, por medio del cual se nos quita el pecado y somos convertidos en hijos adoptivos de Dios. Esto fundamenta la verdad de la frase de los Padres de la Iglesia: “Fuera de la Iglesia, no hay salvación”. Por otra parte, fundamenta la actividad apostólica de la Iglesia hasta los confines del mundo, buscando almas para salvar y para convertirlas en hijas adoptivas de Dios y en herederas del Reino de los cielos.

martes, 6 de abril de 2021

Domingo de la Divina Misericordia


 


(Ciclo B – 2021)

         El origen de la Fiesta de la Divina Misericordia se encuentra en un decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos publicado el 23 de mayo del 2000 en el que se establece, por indicación de Juan Pablo II, la fiesta de la Divina Misericordia, la cual habría de tener lugar el segundo domingo de Pascua[1]. Puesto que no se trata de una devoción más, sino de “la última devoción para el hombre de los últimos tiempos”–como lo dice el mismo Jesús-, pues ya no habrán más devociones nuevas hasta el Día del Juicio Final, para la celebración óptima de esta festividad, se recomienda no solo rezar la Coronilla y la Novena a la Divina Misericordia, sino además de hacer el propósito de realizar una verdadera conversión, para vivir y morir en estado de gracia –indicativos del deseo sincero de adorar a la Divina Misericordia en el tiempo y luego en la eternidad-, para lo cual es indispensable un buen examen de conciencia y acudir al Sacramento de la Penitencia. 

         Tratándose de la última devoción para los últimos tiempos de la humanidad, debemos preguntarnos: ¿cuál es la esencia de la devoción a la Divina Misericordia? Es importante tener en cuenta la esencia de esta devoción para no caer en falsos sentimentalismos y confundir la Misericordia de Dios con un buenismo divino –un Dios que es sólo Misericordia pero no Justicia-, porque si esto hacemos, corremos el serio peligro de dejar pasar la Misericordia, con lo cual deberemos enfrentar a la Justicia Divina y a la Ira Divina. Podemos entonces decir que la esencia de la devoción se resume en algunos puntos fundamentales:

El primer elemento es la confianza en la Divina Misericordia, según nos dice el mismo Jesús, por medio de Sor Faustina: “Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi misericordia. Que se acerquen a ese mar de misericordia con gran confianza. Los pecadores obtendrán la justificación y los justos serán fortalecidos en el bien. Al que haya depositado su confianza en mi misericordia, en la hora de la muerte le colmaré el alma con mi paz divina”. El alma debe confiar en la Divina Misericordia, en el sentido de que no debe nunca creer que su pecado es tan grande que Dios no lo pueda perdonar: es imposible que Dios no perdone un pecado, porque su Misericordia es infinitamente más grande que cualquier pecado que pueda cometer el ser humano.

La confianza a su vez es la puerta que abre al alma para recibir otras gracias de parte de Dios: “Las gracias de mi misericordia se toman con un solo recipiente y este es la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo y sobre ellas derramo todos los tesoros de mis gracias. Me alegro de que pidan mucho porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella. Ningún alma que ha invocado mi misericordia ha quedado decepcionada ni ha sentido confusión. Me complazco particularmente en el alma que confía en mi bondad”. Quien confía en la Misericordia y confiesa todos sus pecados, sin dejar ninguno sin confesar, será inundado por el Divino Amor del Sagrado Corazón de Jesús, Fuente inagotable de Misericordia Divina.

Otro elemento que caracteriza a esta devoción es la reciprocidad: quien recibe misericordia de parte de Dios, debe a su vez dar misericordia a su prójimo. Dice así Jesús: “Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. Te doy tres formar de ejercer misericordia: la primera es la acción; la segunda, la palabra; y la tercera, la oración. En estas tres formas se encierra la plenitud de la misericordia y es un testimonio indefectible del amor hacia mí. De este modo el alma alaba y adora mi misericordia”. Quien recibe misericordia de parte de Dios, no puede no ser misericordioso –con palabras, con obras, con oración- para con su prójimo.

El obrar la misericordia es tan importante, que si alguien recibe misericordia de parte de Dios, pero a su vez no es misericordioso para con su prójimo, no encontrará misericordia en el Día del Juicio Final, según las mismas palabras de Jesús: “Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá mi misericordia en el Día del Juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque la misericordia anticiparía mi juicio”.

Las obras de misericordia son catorce, corporales y espirituales y esto quiere decir que nadie puede excusarse de obrar la misericordia. Por ejemplo, aun si alguien estuviera postrado en cama, cuadripléjico, este tal puede obrar la misericordia, orando por los demás y ofreciendo sus sufrimientos por la conversión y salvación de los pecadores. Dice así Jesús: “Debes saber, hija mía que mi Corazón es la misericordia misma. De este mar de misericordia las gracias se derraman sobre todo el mundo. Deseo que tu corazón sea la sede de mi misericordia. Deseo que esta misericordia se derrame sobre todo el mundo a través de tu corazón. Cualquiera que se acerque a ti, no puede marcharse sin confiar en esta misericordia mía que tanto deseo para las almas”[2]. En otras palabras, quien se acerque a un cristiano, a un devoto de la Divina Misericordia, ese tal no puede alejarse sin haber recibido una obra de misericordia, corporal o espiritual, de la misma manera a como nadie que se acerca a Jesús, se aleja de Él sin haber recibido infinitas gracias de misericordia. En esta devoción, que Nuestro Señor nos hizo conocer por medio de Santa Faustina, se nos pide entonces que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios y que al mismo tiempo seamos siempre misericordiosos con el prójimo a través de nuestras palabras, acciones y oraciones: “Porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil”[3].

Ahora bien, otro elemento importante es que la Fiesta de la Divina Misericordia está destinada a ser celebrada por toda la humanidad, no solo por la Iglesia Católica. En lo que constituye una muestra de lo que es el verdadero ecumenismo –el verdadero ecumenismo es aquel en el que todos los hombres de distintas razas y religiones conozcan al Hombre-Dios Jesucristo y se bauticen en la Iglesia Católica-, Jesús le dice a Sor Faustina: “La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia”[4]. Esto quiere decir que la paz para los hombres –la paz verdadera, la paz espiritual, la paz que sobreviene al alma cuando el alma recibe la gracia del perdón de sus pecados y de la filiación divina- no vendrá de acuerdos meramente humanos, sean políticos o religiosos; la paz no la dará una vacuna; la paz no la darán los tratados económicos globales de líderes religiosos y políticos: la paz de Dios Uno y Trino para los hombres la dará la Divina Misericordia, que es Jesús en la Eucaristía y en el Sacramento de la Penitencia. Es por esta razón que la Fiesta de la Divina Misericordia está destinada a todos los hombres de todos los tiempos, razas, religiones y lugares y tiene como fin principal hacer llegar a los corazones de cada persona el siguiente mensaje: Dios –el Dios católico, el Dios que es Uno y Trino-, es Misericordioso y nos ama a todos, sin importar cuán grandes sean nuestros pecados y quiere derramar la gracia de su Sagrado Corazón sobre los hombres de todos los tiempos y de todo lugar, sin importar cuán grande sea el pecador: “Y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia”[5]. Pero para recibir la Misericordia de Dios es necesario reconocer que esa Misericordia está encarnada y Es Jesús Misericordioso, Presente en la Eucaristía, que derrama su gracia misericordiosa a través del Sacramento de la Confesión. Por eso, el mensaje de la Divina Misericordia es profundamente eucarístico, pero para recibir la Eucaristía se debe recibir el Sacramento de la Penitencia y para recibir el Sacramento de la Penitencia, se debe estar bautizado.

Por último, la Divina Misericordia es una señal de la pronta Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, día en el que no vendrá como Dios misericordioso, sino como Justo Juez; día en el que hasta los ángeles de Dios temblarán ante la ira divina: “Tú debes hablar al mundo de su gran misericordia y preparar al mundo para su Segunda Venida. Él vendrá, no como un Salvador misericordioso, sino como un Juez justo. Establecido está ya el día de la justicia, el Día de la Ira Divina. Los ángeles tiemblan ante ese día. Habla a las almas  de esa gran misericordia, mientras sea aún el tiempo para conceder la misericordia”[6]. Ahora, mientras vivimos en la tierra, es el tiempo de la Misericordia; luego, cuando pasemos de este mundo al otro, se terminará el tiempo de la Misericordia, para dar lugar a la Justicia Divina. Por esta razón, acudamos a la Fuente de la Misericordia, el Sagrado Corazón de Jesús que late en la Eucaristía, antes de que se acabe el tiempo de la Misericordia Divina y llegue el Día de la Ira Divina.



[1] La denominación oficial de este día litúrgico será “Segundo Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia”. Ya el Papa lo había anunciado durante la canonización de Sor Faustina Kowalska, el 30 de abril: “En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”. Cfr. https://www.aciprensa.com/recursos/fiesta-de-la-divina-misericordia-segundo-domingo-de-pascua-2120

[3] Diario, 742

[4] Diario, 300

[5] Diario, 723

[6] La Santísima Virgen, Diario Nº 635.