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jueves, 9 de marzo de 2023

“Dame de beber”

 


(Domingo III - TC - Ciclo A - 2023 2)

         “Dame de beber” (Jn 4, 5-15). En el Evangelio del encuentro con la samaritana, se presenta a Jesús sediento, pero no solo de agua material, necesaria para satisfacer la sed del cuerpo, sino que esa sed tiene también una trascendencia sobrenatural, porque la sed que tiene Jesús es sed de almas[1]. Se trata de una situación análoga a lo que sucede en el Calvario, cuando en una de las Siete Palabras de Jesús en la cruz, dice: “Tengo sed”, interpretando los soldados que se trata de sed del cuerpo, pero en realidad es sed de almas. Dios tiene sed de almas, Dios quiere que las almas se salven y eso es lo que significa la sed de Jesús, tanto en el encuentro con la samaritana, como en el Monte Calvario, ya crucificado.

         En el momento del encuentro con la samaritana, Jesús se está sentado al borde del pozo de Jacob, tal como lo hace un hombre cuando está cansado; otro detalle que notan los teólogos es el hecho de que es el mediodía, la “hora de sexta”, según el modo de contar el tiempo de los romanos, lo cual indica también un momento del día en el que se experimenta más sed, porque a esa hora convergen la actividad de la mañana y el calor del sol del mediodía; en el caso de Jesús, trasladado a lo sobrenatural, su sed de almas aumenta de forma paralela a su sed corporal, aunque su sed de almas es mucho más intensa que la sed del cuerpo tanto más cuanto el “sol del mediodía” en la Escritura significa la actividad demoníaca que también busca almas, pero para inducirlas al pecado y a la eterna condenación.

         En el encuentro con Jesús, la samaritana se da cuenta de que es judío por su modo de hablar, por lo que le recuerda el odio que existe entre las naciones de judíos y samaritanos, y esto se debe, en parte, al hecho de que los judíos, que eran los únicos en creer en un Dios Uno, se separaban de quienes consideraban paganos y, en el caso de los samaritanos, eran considerados también cismáticos, es decir, separados de los judíos debido a que habían construido un templo distinto al de los estos en el año 400 a. C. Esto es lo que explica la enemistad y animosidad entre judíos y samaritanos, recordada por la samaritana.

         Pero Jesús, siendo Él, en su naturaleza humana, hebreo, le habla a la mujer, siendo ella samaritana -con lo cual rompe desde un inicio esa enemistad- y le habla acerca del amor de Dios y del don del cielo que su presencia misma -la presencia de Jesús- constituye para ella -porque Él es el Mesías-Dios, el Dios que se ha encarnado en la Persona del Hijo para salvar no solo al Pueblo Elegido, los judíos, sino para salvar a toda la humanidad-;  al hacer esto, al hablarle del Divino Amor y de la llegada en carne del Mesías de Dios, Jesús de Nazareth, quien habrá de salvar a toda la humanidad, deja de lado el estado de hostilidad entre ambos pueblos[2], además de cualquier hostilidad que pueda haber entre las naciones del mundo, porque Él, el Mesías-Dios, Es el que Es -es el primer “Yo Soy” que pronuncia Jesús-y ha venido a traer la paz a los hombres en guerra con Dios y entre sí, porque Él da la verdadera paz, la Paz de Dios, que sobreviene al alma al serle quitado aquello que la hace enemiga de Dios, el pecado.

         En el encuentro, Jesús le pide de beber a la mujer samaritana, pero al mismo tiempo, Él puede darle algo infinitamente más valioso que el agua material y es el “agua viva”, que brota a borbotones de un manantial; un agua viva que vivifica, que da la Vida de Dios a quien la bebe y es la gracia santificante, que ha de brotar de su Costado traspasado en la cruz y que se comunicará a su Iglesia a través de los sacramentos. Jesús le pide a la samaritana agua para saciar la sed corporal, pero al mismo tiempo, Él le ofrece también agua, pero un agua viva con la vida divina, que comunica la vida divina a quien la bebe, es el agua de la gracia santificante, brotada de su Corazón herido por la lanza y comunicada en el tiempo a los hombres por medio de los Sacramentos de la Iglesia Católica.

“Dame de beber”, nos dice también a nosotros Jesús, pero no nos pide el agua material, sino el alma, porque el Hombre-Dios tiene sed de nuestras almas; el Hombre-Dios Jesucristo tiene sed de nuestro amor y es por eso que nosotros, postrados ante Jesús, para saciar su sed de almas, por manos de la Virgen, le hacemos entrega de nuestras almas, las de nuestros seres queridos y las del mundo entero. Pero al mismo tiempo que nosotros le damos a Jesús nuestras almas, para saciar su sed de almas, Jesús -tal como hace con la samaritana en el Evangelio- nos concede también agua, pero es otra agua, no el agua material, sino el agua sobrenatural de la gracia santificante que brota de su Corazón traspasado. Para nosotros, la surgente de agua viva es el Costado traspasado de Jesús; es de su Sagrado Corazón de donde brota el manantial de Vida divina que salta hasta la Vida eterna. Al igual que la samaritana, que le pide a Jesús el “agua viva”, pidamos también nosotros esta agua brotada del manantial que es el Corazón traspasado de Jesús; saciemos nuestra sed de Dios y de su Divino Amor, bebiendo de este manantial sagrado; saciemos nuestra sed de paz, de amor, de alegría, bebiendo la Sangre del Cordero, la Sagrada Eucaristía y adoremos, en espíritu y en verdad, al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Editorial Herder, Barcelona 1957, 698.

[2] Cfr. ibidem, 760.

lunes, 11 de mayo de 2020

“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”




“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo” (Jn 14, 27-31a). Uno de los innumerables dones que nos da Jesús, antes de partir a la Casa del Padre, es la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”. Es verdad que conocemos qué es la paz y que, en nuestras vidas, aparte de los períodos excepcionales que pueden trastornar la paz, como un período de guerra o de tribulaciones, transcurre en una relativa paz. Pero no es esta paz, la que nosotros conocemos, la que nos da Jesús. La paz relativa, que es ausencia de conflictos y nada más, es la paz “del mundo” y es la que conocemos por experiencia propia, por vivir en esta vida terrena. La paz que nos da Jesús es algo distinto, es una paz distinta, es una paz para nosotros desconocida, porque no es la paz mundana, según sus propias y específicas palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. Jesús nos da una paz que no es la paz del mundo, no es ni exterior, ni es mera ausencia de conflictos, como se caracteriza por ser la paz mundana. La paz que nos da Cristo es otra paz, es la Paz de Dios, y es la que sobreviene al alma como consecuencia de haber derramado el Cordero de Dios su Sangre sobre nuestras almas, borrándonos el pecado original y todo pecado, además de concedernos la gracia santificante.
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. La paz que nos da Jesucristo es la Paz de Dios, es la paz que sobreviene al alma por la gracia santificante, que quita el pecado y concede la filiación divina; es una paz obtenida al altísimo precio de su Sangre Preciosísima derramada en la Cruz. Esto significa que cuanto más en gracia estemos, más Paz de Dios en el alma tendremos, aun cuando al mismo tiempo estemos sobrellevando alguna tribulación. Y al mismo tiempo, tanto más estaremos honrando la Sangre del Cordero, que es la que nos consiguió la Paz de Dios para nuestras almas.

lunes, 18 de enero de 2016

“A vino nuevo, odres nuevos”


“A vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 18-22). ¿Por qué Jesús utiliza la figura del vino y del odre? Para entenderlo, hay que considerar que el odre, el recipiente de cuero que se utiliza para almacenar el vino, es figura del corazón humano: hasta tanto el Hijo del hombre no cumpla su misterio pascual de muerte y resurrección, el corazón del hombre –el odre- almacena el vino viejo –la Ley del Antiguo Testamento-, pero cuando Él cumpla su misterio pascual de muerte y resurrección, es decir, cuando muera en cruz y resucite, el corazón del hombre será renovado por la gracia santificante que Él concederá desde la cruz: así, el corazón humano es el odre nuevo, que se encuentra en grado de alojar el “vino nuevo”, es decir, su Sangre brotada de su Corazón traspasado, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

“A vino nuevo, odres nuevos”. No se puede alojar el “Vino Nuevo”, la Sangre del Cordero, en un odre viejo, un corazón no purificado por la gracia santificante, un corazón apegado a las cosas bajas del mundo, un corazón dominado por las pasiones. El “Vino Nuevo”, la Sangre de Jesús brotada de su Corazón traspasado y derramada en el cáliz del altar eucarístico, debe ser recibida y alojada en un odre nuevo, en un corazón renovado por la gracia santificante, un corazón que no es del hombre viejo, apegado al pecado, sino del hombre nuevo, el hombre nacido a la vida de la gracia.

viernes, 15 de enero de 2016

“Hijo, no tienen más vino”


(Domingo II - TO - Ciclo C – 2016)

         “Hijo, no tienen más vino” (Jn 2, 1-11). Jesús y María son invitados a unas bodas en Caná. En un determinado momento, la Virgen se percata de algo que les sucede a los esposos y que empañará la fiesta: se han quedado sin vino. La Virgen le avisa a Jesús, el cual, luego de una resistencia inicial, accede a obrar el primer milagro público, que es la conversión del agua de las tinajas, en vino de excelente calidad. El milagro de las Bodas de Caná es el primer milagro público de Jesús, es decir, es la primera manifestación pública de Jesucristo como Hombre-Dios, pero también es la primera manifestación de la Virgen como Medianera de todas las gracias. En efecto, cuando se medita acerca de cómo Jesús realiza el milagro, lo que podemos observar es que, en primera instancia, Jesús no tiene ninguna intención de hacer el milagro: cuando la Virgen se da cuenta de que los novios se han quedado sin vino y le avisa a Jesús, éste le dice: “¿Y a ti y a mí qué, Mujer?”, en un claro intento por desentenderse del asunto, porque “todavía no había llegado la Hora” establecida por el Padre para dar inicio a la manifestación del Mesías. Sin embargo, a renglón seguido, el Evangelio pone de manifiesto el poder intercesor de María Santísima, no solo ante su Hijo Jesús, sino ante la Trinidad misma, porque Jesús, luego de esta respuesta, y por mediación de su Madre, decide obrar el milagro de convertir el agua en vino. Esta intercesión de María demuestra que su nombre de “Omnipotencia Suplicante” le corresponde absolutamente, porque su Candor, su Pureza y su Plenitud de gracia, logran que Dios Padre adelante la Hora de la manifestación de su Hijo; logran que el Hijo realice un milagro que no estaba dispuesto a hacer, y logra que Dios Espíritu Santo se manifieste públicamente por anticipado, porque todo el milagro de la conversión del agua en vino exquisito, es por el gran Amor que Dios tiene a los esposos y a los invitados.
         Ahora bien, en el milagro de las Bodas de Caná, sucedido realmente, hay también varios significados sobrenaturales: las tinajas vacías simbolizan el corazón del hombre sin Dios, sin su amor, pero también simboliza al corazón que está libre de las afecciones mundanas y listo, por lo tanto, para recibir la gracia santificante; las tinajas llenas con agua, significan el corazón con la gracia de Dios, que llega por intercesión de María Santísima, que prepara al alma para recibir la Sangre de Jesús; las tinajas con vino exquisito, simbolizan al corazón del hombre colmado con la Sangre del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
Además, en este milagro también está representado y anticipado el milagro que sucede en la Santa Misa: el agua que se convierte en vino en las tinajas, simboliza y anticipa al vino que, por el poder del Espíritu Santo, se convierte en la Sangre del Cordero de Dios en el cáliz del altar eucarístico.
Entonces, estas son las enseñanzas que nos deja el milagro de las Bodas de Caná: primera manifestación pública de Jesucristo como Dios Encarnado; primera manifestación pública de la Virgen como Medianera de todas las gracias y condición de María como Omnipotencia Suplicante, lo cual nos anima sobremanera a confiar en el poder intercesor de María Santísima; la disposición del corazón, que debe estar vacío de afectos mundanos para así recibir la gracia santificante; el corazón en gracia, que se colma con la Sangre de Jesús, derramada en la cruz y vertida en el cáliz eucarístico; el vino de las ofrendas eucarísticas en la Santa Misa, que se convierte en la Sangre de Jesús, derramada en la cruz y vertida, misteriosa y sobrenaturalmente, en el cáliz del altar.

“Hijo, no tienen más vino”. Nuestros corazones son como las tinajas de barro, vacías del amor de Dios, vacías del amor al prójimo. Que por intercesión de María Santísima, nuestros corazones sean como las tinajas de barro de las bodas de Caná: primero, vacías de afectos mundanos; luego, colmadas de la gracia santificante; por último, plenas de la Sangre que brota del costado traspasado del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

viernes, 13 de junio de 2014

Solemnidad de la Santísima Trinidad


(Ciclo A - 2014)
Jesús revela el misterio absoluto acerca de Dios, inalcanzable tanto para la mente angélica como para la mente humana, sino es revelado por el mismo Dios: que Dios es Uno y Trino: Uno en naturaleza y Trino en Personas; una misma naturaleza divina, un mismo Acto de Ser divino, y Tres Personas realmente distintas, pero iguales en poder, en majestad, en honor, en divinidad. Solo la Iglesia Católica posee la Verdad absoluta acerca de la constitución íntima de Dios, como Uno y Trino. Pero Jesús no quiere que simplemente nos quedemos con el conocimiento teórico de quién es Dios en su esencia última; Jesús no se conforma con que sepamos que Dios es Uno y Trino; Jesús no quiere que simplemente sepamos y repitamos de memoria, para el examen de Catecismo de Primera Comunión y de Confirmación, que Dios es la Santísima Trinidad.
Jesús nos revela que Dios es Uno y Trino, porque quiere hacernos saber que es la Santísima Trinidad en pleno quien, por amor a cada uno de nosotros, obra la obra de nuestra salvación, la cruz de Jesús, porque es Dios Padre quien envía a Dios Hijo para que entregue su Cuerpo en la cruz y derrame su Sangre y con su Sangre derramada a través de sus heridas y a través del costado traspasado por la lanza, infunda a Dios Espíritu Santo, de modo que todo aquel que sea bañado con la Sangre del Cordero, la Sangre que mana de sus heridas y de su Corazón abierto por la lanza, sea lavado de sus pecados y reciba la vida eterna. Jesús quiere que sepamos esto en primer lugar: que Dios es Uno y Trino, y que este Dios Uno y Trino se ha empeñado, en sus Tres Divinas Personas, por puro amor a todos y cada uno de nosotros, en obrar la obra de nuestra salvación.
Pero Jesús también quiere que sepamos que la obra de la Santísima Trinidad no finaliza en la cruz, sino que continúa en el altar eucarístico, porque el altar eucarístico es la prolongación, continuación y actualización del sacrificio de la cruz.
Entonces, tanto el Calvario, como la Santa Misa -prolongación y continuación del Calvario-, son obra de la Trinidad, aunque tampoco aquí finaliza la obra de amor de la Trinidad para con nosotros: es tanto el amor de la Trinidad para con nosotros, que las Tres Divinas Personas no se conforman con el sacrificio redentor de Jesús en la cruz; no se conforman con el don de la Eucaristía; no se conforman con el don del Espíritu Santo; las Tres Personas de la Santísima Trinidad quieren venir a inhabitar, las Tres, en nuestros corazones, y es para esto que el Padre envió a su Hijo a morir en la cruz: para que nos donara su gracia santificante, para que por la gracia santificante nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, se convirtieran en templo y sagrario del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando en el Evangelio dice: “Si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos y mi Padre y Yo lo amaremos y haremos morada en él” (Jn 14, 23). 
Todo lo que la Santísima Trinidad hace por nosotros, a través de Jesús: darse a conocer en su estructura íntima –Dios Uno y Trino-; obrar la obra de la salvación enviando Dios Padre a Dios Hijo a morir en la cruz para donar a Dios Espíritu Santo; prolongar y actualizar el sacrificio redentor del Calvario en el altar eucarístico –porque es Dios Hijo quien entrega su Cuerpo en el Pan eucarístico y derrama su Sangre en el cáliz, así como entregó su Cuerpo en la cruz y derramó su Sangre a través de su Corazón traspasado-, es para que nosotros, por medio de la gracia santificante, convirtamos nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, en templos vivos del Espíritu Santo y amemos a Jesús de tal manera que la Llama de Amor Vivo arda siempre en nuestros corazones, y con una intensidad tan grande, que atraiga la atención del Padre y del Hijo, de manera tal que las Tres Personas de la Santísima Trinidad vengan a habitar en nuestros corazones, convirtiéndolos en su morada. 
Éste es el objetivo último de la Santísima Trinidad y el designio para cada uno de nosotros: no solo que nos salvemos, sino que nos convirtamos, cada uno de nosotros, en algo más grande y más hermoso que los mismos cielos, de manera tal que las Tres Divinas Personas “abandonen”, por así decirlo, a los cielos, y vengan a habitar en nuestros corazones: “Si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos y mi Padre y Yo lo amaremos y haremos morada en él”.
Jesús no quiere que nos quedemos con el simple conocimiento de que Dios es Uno y Trino: quiere que lo amemos y que por amor, evitemos el pecado mortal, el pecado venial, y que por amor vivamos a la perfección sus mandamientos, para que Él, el Padre y la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo, hagan morada en nuestros corazones, en el tiempo y por toda la eternidad. Para esto es que Jesús nos revela que Dios es Uno y Trino, que Dios es la Santísima Trinidad.

jueves, 20 de marzo de 2014

“Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña…”


“Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña…” (Mt 21, 23-43). Con la parábola de los viñadores homicidas, que asesinan al hijo del dueño de la vid, Jesús narra la historia de la Pasión, la historia de la salvación: el dueño de la vid es Dios Padre; la vid es Cristo, Dios Hijo; la tierra donde es plantada, es la Iglesia y el mundo; los viñadores homicidas, el Pueblo Elegido y los pecadores con sus pecados. Con una sencilla parábola, en pocos renglones, Jesús, Divino Maestro, retrata la historia de la salvación de la humanidad. Él es la Viña, la Vid verdadera, que es triturada en la Vendimia de la Pasión, para dar el Vino exquisito, el Vino Nuevo de la Alianza Nueva, la Alianza definitiva y eterna, la Alianza sellada por Dios, su Sangre, la Sangre del Cordero. Jesús es la Vid Verdadera, triturada en la Vendimia de la Pasión; Él es la Vid Santa, la Vid triturada, de cuyas heridas abiertas se recoge el Vino Sagrado, la Sangre del Cordero, que beben los hijos pródigos de Dios en el cáliz de la Santa Misa, invitados por Dios Padre al Banquete del Reino. Jesús es la Vid Verdadera triturada en la Pasión, cuyo fruto exquisito es el Vino de la Misa, que es la Sangre de su Costado; el Vino de esta Vid, que es el Vino que bebemos en la Santa Misa, en el tiempo, como anticipo del banquete del Reino que, por su misericordia, habremos de participar, en la otra vida, y que dura para siempre, alegra el corazón del hombre con la Alegría misma de Dios y llena el alma con la gloria y el Amor divinos, porque el Vino de la Vid Verdadera, que es Cristo, es la Sangre del Cordero.

martes, 11 de marzo de 2014

“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre es un signo para el mundo”


“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre es un signo para el mundo” (Lc 11, 29-32). Jonás fue un signo de penitencia y de conversión enviado por Dios para los ninivitas y puesto que los ninivitas lo recibieron de buen corazón, Dios se retractó de su amenaza de justo castigo por los pecados y no los castigó. De la misma manera, Jesús elevado en la cruz, es el signo del perdón divino para toda la humanidad, para todos los hombres pecadores de todos los tiempos. Sin importar la inmensidad de los pecados que un hombre haya cometido, todo lo que un hombre necesita para que se le perdonen sus pecados, es que se arrodille ante Jesús crucificado, el signo de la Misericordia Divina, y permitir que la Sangre del Cordero caiga sobre su cabeza, para que de manera inmediata sus pecados queden borrados de la Memoria de Dios y las Puertas del Cielo le sean abiertas de par en par. Y puesto que el Santo Sacrificio de la cruz, que es el signo de la Misericordia Divina para el mundo, se perpetúa en la Santa Misa, por lo tanto, el signo de la Misericordia Divina para la humanidad pecadora que quiera salvarse, es la Santa Misa (aunque también lo es el sacramento de la confesión, porque es también allí en donde caen las gotas de Sangre del Salvador sobre el alma del penitente que se confiesa). No hay otro signo de la Divina Misericordia, para el pecador que desea salvarse, que Jesús elevado en la cruz, es decir, la Santa Misa, la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz. 
No hay otro signo del perdón, del Amor y de la Misericordia Divina, que Cristo Crucificado, que el Cordero “como Degollado”, que vierte su Sangre desde su Costado abierto, de manera ininterrumpida, desde hace veinte siglos, cada vez, en la Santa Misa, y lo seguirá haciendo, hasta el fin de los tiempos, hasta la consumación de los siglos, hasta el Último Día de la humanidad, en que dará inicio la Eternidad. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Fiesta de la Santa Cruz – 2012



¿Por qué exaltar la Cruz, instrumento de humillación, de tortura, de muerte? Los antiguos romanos utilizaban la cruz como el máximo escarmiento que se daba tanto a delincuentes de poca monta, como a los criminales más peligrosos, a aquellos que ponían en peligro la integridad del imperio. Habían elegido la cruz, por ser el instrumento más bárbaro, más cruel, más humillante, más atroz, y lo habían elegido precisamente, para que todo aquel que viera a un crucificado, escarmentara en piel ajena, y se decidiera a no cometer delitos, al menos por temor al castigo que le sobrevendría.
Es por esto que, como cristianos, nos preguntamos: ¿por qué exaltar la cruz, instrumento de barbarie, de tortura, de humillación y de muerte? ¿No corremos el riesgo, los cristianos, de identificarnos con la mentalidad bárbara de la época, al identificarnos con el instrumento de muerte, la cruz? La respuesta es que los cristianos adoramos la Cruz, no nos identificamos con la barbarie, y tenemos varios motivos para celebrarla y exaltarla:
Porque la Cruz era un simple madero, pero al subir Jesús, quedó impregnada con la Sangre del Cordero.
Porque en la Cruz murió el Hombre-Dios, y si bien con su Cuerpo humano sufrió muerte humillante, por su condición de Dios “hace nuevas todas las cosas”, y así con su Divinidad convirtió la muerte en vida, y la humillación en exaltación y glorificación.
Porque en la Cruz el Hombre-Dios convirtió al dolor y a la muerte del hombre, de castigos por el pecado, en fuentes de santificación y de vida eterna.
Porque en la Cruz, Jesús lavó con su Sangre, y los destruyó para siempre, a los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, de modo tal que si antes de la Cruz los hombres estaban destinados a la condenación, por la Cruz, ahora todos tienen el Camino abierto al Cielo.
Porque la debilidad y la humillación del Hombre-Dios en la Cruz, fue convertida, por la Trinidad Santísima, en muestra de fortaleza omnipotente y de gloria infinita, por medio de las cuales destruyó y venció para siempre a los tres enemigos mortales del hombre: el demonio, el mundo y la carne.
Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como alimento del alma, como Viático celestial en nuestro peregrinar al Cielo, como Pan de ángeles que embriaga al alma con la Alegría y el Amor de Dios Trino.
Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio como regalo a aquello que más amaba en esta tierra, su Madre amantísima, para que nos adoptara como hijos, nos cubriera con su manto, nos llevara en su regazo, y nos encerrara en su Corazón Inmaculado, para desde ahí llevarnos a la eterna felicidad en los cielos.
Porque en la Cruz celebró la Misa, y por la Misa renueva para nosotros su mismo y único sacrificio en Cruz, convirtiendo el altar en un nuevo Calvario, en un nuevo Monte Gólgota, en cuya cima, suspendido desde la Cruz, mana del Sagrado Corazón traspasado un torrente inagotable de gracia divina, la Sangre del Cordero, salvación de los hombres.
Por todo esto, celebramos, exaltamos y adoramos la Cruz.