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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


 


(Ciclo B – 2024)

         “Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el rey’”” (Lc 23, 35-43). La Iglesia Católica finaliza el ciclo litúrgico con Solemnidad de Cristo Rey, es decir, reconociendo al Hombre-Dios Jesucristo como Rey del universo, tanto visible como invisible. Por esta razón nosotros, los católicos, que reconocemos a Cristo como Rey, debemos preguntarnos: ¿Dónde reina nuestro Rey? (también tenemos que preguntarnos dónde quiere venir a reinar). Porque allí donde esté nuestro Rey, allí debemos ir los católicos a rendirle el homenaje de nuestro corazón, el amor de nuestra adoración. La respuesta es que Cristo, al ser Dios, al ser el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6), reina en los cielos eternos; Cristo también reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía no es un simple trocito de pan bendecido, sino que es ese mismo Cordero de Dios, el mismo que es adorado por ángeles y santos, que está oculto en la apariencia de pan, para ser adorado por quienes, lejos de estar en el cielo, se encuentran en la tierra, en el tiempo y en el espacio, reconociéndose pecadores, y sin embargo aun así, con su nada y su pecado, lo aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en el leño de la Cruz, según la inscripción mandada a escribir por Poncio Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así también lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”, “Reina el Señor en el madero”, “Reina Cristo en el madero, en el leño de la Santa Cruz”. Cristo reina también en la Santa Misa, cuando desciende con su Cruz gloriosa en el momento de la consagración, acompañado de la Virgen y rodeado de legiones de ángeles y santos, para dejar su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz y es por eso que la Santa Misa es el lugar y el tiempo de adorar a Nuestro Rey, Cristo Jesús. 

           Luego, cuando queremos saber dónde quiere venir a reinar Nuestro Rey, la respuesta es que Cristo Jesús quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones. Siendo Él el Rey del universo visible e invisible y teniendo todo en sus manos, habiendo salido toda la Creación de sus manos, lo único que desea sin embargo es el corazón de cada ser humano; desea amar y ser amado por el corazón de cada hombre y así se lo manifestó a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cuando contemplamos la Creación, nos asombramos por la perfección -científica y artística- con la que fue hecha y podríamos pensar que a nuestro Rey le basta con tener bajo sus pies a toda la Creación, pero no es así: Cristo Dios no se deleita con los planetas, con las estrellas, y tampoco con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, y así viene a Encarnarse en el seno de la Virgen, viene a morir en la Cruz del Calvario, derrama su Sangre en el Cáliz, deja su Cuerpo y su Sagrado Corazón en la Eucaristía, para que lo recibamos con amor y para que recibamos su Amor, pero sin embargo, a causa de nuestra ceguera y de nuestra indiferencia y frialdad, Nuestro Rey Jesús se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o algo que no es Él; cuando nuestro corazón, que solo tiene espacio para un amor, o Cristo o el mundo, prefiere al mundo y a sus banalidades en vez de a Cristo y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones para así darnos el Amor de su Sagrado Corazón, pero para que seamos capaces de entronizar a Cristo Jesús y de amarlo exclusivamente a Él y solo a Él, debemos antes humillarnos ante Jesús y reconocerlo como a nuestro Dios, nuestro Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de nuestro corazón a los ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey. Es necesario “morir a nosotros mismos”, es decir, es necesario reconocer que necesitamos ser regenerados por la gracia, nacer de nuevo por la gracia, para que estemos en grado de entronizar a Cristo Jesús como a Nuestro Rey y de amarlo y de adorarlo como solo Él se lo merece.

         Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, reina en la Santa Misa y quiere venir a reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo desalojar y destronar a los falsos ídolos entronizados en nuestros corazones por nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey. Cuando no reina Cristo, reina nuestro “yo” y nos damos cuenta de que reina ese tirano que es nuestro propio “yo” cuando, a los Mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete; ama a tus enemigos; sé misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.

         Al conmemorar por medio de la Solemnidad litúrgica a Cristo Rey del Universo, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo, dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la adoración y el amor que sólo Él se merece.

 



[1] http://www.corazones.org/santos/gertrudis_grande.htm


sábado, 21 de noviembre de 2015

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2015)

         “Tú lo dices: Yo Soy Rey” (Jn 18, 33-37). Sorprende el hecho de que la revelación y auto-proclamación de Jesús como Rey del Universo se produzca precisamente en este momento, en el momento en el que Poncio Pilatos, el gobernador romano, lo interroga. Al momento de su auto-proclamación como Rey, Jesús está muy lejos de aparentar ser un rey: no solo no tiene una corona de oro, no solo no está en su palacio, rodeado de su corte y de sus nobles y soldados, sino que está esposado, ha sido tomado prisionero, ha sido abandonado por sus discípulos y amigos, ha sido golpeado, insultado, traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido entregado a una potencia extranjera, ha pasado la noche en la cárcel, está rodeado de enemigos. Sorprende la revelación y auto-proclamación de Jesús como rey, porque en nada se parece, en la escena del Evangelio, frente a Poncio Pilatos, indefenso y ultrajado, a un rey terreno, está hambriento, sudoroso, sin haber siquiera podido higienizarse, desde su detención. Parece un pordiosero, un mendigo, un “sin-techo”. Y cuando suba a la cruz, coronado de espinas, y sus manos y pies sean atravesados por gruesos clavos de hierro, parecerá todavía menos rey, a los ojos de los hombres, que sólo ven las apariencias. Y sin embargo, Jesús en la Pasión y en la cruz es Rey, Él es el “Kyrios”, el Rey de la gloria, cuyo trono de majestad es el madero ensangrentado de la cruz, su corona real es la corona de gruesas, duras y filosas espinas, que desgarran su cuero cabelludo y hacen brotar raudales de Sangre que empapan su cabeza, su rostro divino tumefacto, su Cuerpo Santísimo; Jesús es Rey y su cetro de poder son los clavos de hierro, porque con ellos el Amor manda a los hombres que se santifiquen para el cielo, al tiempo que sujeta y hunde a las potencias infernales en el Abismo eterno. Jesús en la Pasión y en la cruz no parece rey, pero Jesús es Rey por derecho, porque es Dios omnipotente, Creador de los hombres y los ángeles; Jesús no parece rey en la Pasión, pero Él es Rey por conquista, porque es Dios Redentor y Santificador, que redime a la humanidad al precio de su Sangre derramada en la cruz y es Dios Santificador, porque Él es la santidad misma que junto al Padre, dona el Espíritu Santo que santifica las almas y la Iglesia; porque es Dios, Jesús es Rey de ángeles y hombres; Jesús es Rey del Universo visible e invisible; Jesús es Rey de los corazones de los que aman a Dios, porque Él es el Divino Amor y la Misericordia Divina encarnados, aunque el poder omnipotente de su Justicia Divina se extiende incluso hasta la más recóndita madriguera del infierno, en donde los ángeles caídos y los condenados experimentan la magnitud, el poder y el alcance de la furia de su Ira Divina.
Jesús es Rey del Universo, elevado al trono majestuoso de la Santa Cruz y para indicar su reyecía divina, es que se coloca el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, pero como dice San Agustín, es rey no sólo de Israel, sino del Nuevo Israel, la Iglesia Católica, porque es Rey de las almas; San Agustín afirma que Jesucristo es Rey de los cielos y no meramente rey terreno de Israel, porque no persigue fines temporales, sino la eterna salvación de los hombres que creen en Él y lo aman: “¿De qué le servía al Señor ser rey de Israel? ¿Era por ventura algo grande para el Rey de los siglos, ser rey de los hombres? Cristo no es rey de Israel para exigir tributos, armar de la espada a los batallones y dominar visiblemente a sus enemigos, sino que es rey de Israel para gobernar las almas, velar por ellas para la eternidad y llevar al reino de los cielos a los que creen, esperan y aman”.
         “Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús se auto-proclama rey, aunque no parece rey, porque no se parece a ningún rey de la tierra: no está vestido con túnicas de seda, sino con su túnica, que empapada por su Sangre, está cubierta también de tierra y de la humedad del sudor de su Cuerpo estresado; no lleva una corona de oro, sino que ha sido insultado, blasfemado, denigrado, rebajado en su honor y dignidad; no está acompañado por su séquito de nobles y cortesanos, sino que está rodeado de enemigos que desean matarlo. Jesús no parece un rey de la tierra, y Él mismo revela la causa: su realeza no es de este mundo, sino del cielo: “Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. Si fuera un rey de la tierra, los suyos habrían combatido para que no fuera apresado; sin embargo, como no es un rey de la tierra, sino del cielo, es Dios Padre quien no ha dejado que legiones de ángeles lo liberen, sino que ha permitido que fuera entregado a sus enemigos, para que así este Rey –que es Rey por derecho, puesto que es Dios-, se convierta también en Rey por conquista, porque al sufrir su Pasión y derramar su Sangre, Jesús Rey del mundo, habría de vencer para siempre, definitivamente a los tres grandes enemigos de la humanidad: el pecado, la muerte y el demonio. Dios Padre permite que Jesús, siendo Rey del Universo, sea apresado, para que así pueda cumplir su Pasión Redentora, Pasión por la cual Jesús habría de derramar al Espíritu Santo con la efusión de su Sangre, destruyendo así la muerte, borrando los pecados, encarcelando al demonio para siempre en el lago de fuego del Infierno, conduciendo a los hombres a la eternidad, para que disfruten de la bienaventuranza celestial y sean herederos del Reino de los cielos.
“Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. El Reino de Jesús no es de este mundo: es del cielo, viene del cielo y Él viene a instaurarlo en la tierra, pero es un reino eminentemente espiritual, sin delimitaciones geográficas y sin estructuras materiales, por eso Jesús dice: “El Reino de Dios no está aquí  o allí (…) el Reino de Dios está entre ustedes”. Esto quiere decir que el Reino de Dios está en toda alma en gracia, porque lo que hace que el Reino llegue, del cielo a las almas, es la gracia y cuando el alma está en gracia, tiene en sí misma a algo más grande que el Reino, y es al Rey de este reino, Cristo Jesús. Es por eso que una persona puede estar agobiada por las tribulaciones, puede parecer exteriormente un ser carente de todo, pero si está en gracia, tiene en sí al Rey del Universo, Cristo Jesús: a un alma así, es el mismo Rey en Persona quien lo asocia a su cruz, porque quiere hacerlo partícipe de su corona y de su reyecía.
“Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús es el “Kyrios”, el Rey del Universo, que reina desde un madero y reina también desde la Eucaristía, y este mismo Rey, que reina desde la cruz y desde la Hostia consagrada, es el Rey que habrá de venir, revestido de gloria, en una nube, a juzgar a vivos y muertos al fin del mundo. A Nuestro Rey, que reina desde el madero, que viene a nosotros en el Pan de Vida eterna, lo entronicemos en nuestras mentes, en nuestras voluntades, en nuestros corazones, para que a Él y sólo a Él le rindamos el amor y la adoración que sólo Él se merece; adoremos a Nuestro Rey Jesucristo en la Eucaristía, en el tiempo que nos queda de vida terrena, para seguir luego adorándolo, en la contemplación cara a cara, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos. A Jesús, Rey del Universo, le decimos: “Oh Cristo Jesús, Rey de la gloria, Kyrios, Señor del cielo y de la tierra, que reinas desde el madero y desde la Eucaristía, nosotros, indignos servidores tuyos, Te proclamamos Nuestro Único Rey y Señor, , porque sólo Tú eres Dios y nadie más que Tú y te ensalzamos, te exaltamos y te adoramos, en el tiempo y en la eternidad. Amén”.


sábado, 13 de septiembre de 2014

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz


(Ciclo A – 2014)
         ¿Por qué los cristianos celebramos la “Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz”? ¿Por qué los cristianos “exaltamos” la cruz? ¿Acaso la cruz no es un instrumento de tortura, de humillación, de muerte y de muerte violenta, extrema, humillante, cruel? ¿Cómo puede ser que los cristianos no sólo celebremos, sino que exaltemos –que es más que celebrar, porque es celebrar con más alegría, si cabe- la cruz, un instrumento tan cruel? Los romanos reservaban la muerte de cruz para los peores criminales, y habían establecido que las ejecuciones en la cruz fueran públicas, para que todos vieran la crueldad extrema a la que ellos eran capaces de llegar en la aplicación de la ley, con el objetivo de disuadir a los potenciales criminales, de manera tal de ejercer un efecto preventivo en la delincuencia y en los que quisieran atentar contra el Imperio Romano y contra el Emperador de Roma. Viendo a los delincuentes morir de una forma tan atroz en la cruz –los delincuentes morían en medio de terribles dolores, lancinantes, quemantes, por los clavos, pero además sufrían falta de aire por la posición del crucificado-, las autoridades romanas esperaban disuadir tanto a los potenciales agitadores contra el Imperio, como a los ladrones de poca monta. Sea como sea, la muerte en cruz era una muerte cruel, atroz, feroz, salvaje, humillante, propia de pueblos bárbaros, que choca profundamente a la sensibilidad de cualquier hombre y mucho más a nuestra sensibilidad de hombres “ilustrados”, racionales, tecnológicos del siglo XXI.
También la pregunta surge cuando vemos a Jesús crucificado y lo contemplamos con sus múltiples heridas, con su corona de espinas que le taladran su Sagrada Cabeza y le hacen correr abundante Sangre, que bañan su Santa Faz por completo; cuando contemplamos sus manos y pies perforadas por gruesos clavos de hierros; cuando contemplamos su Sacratísimo Cuerpo cubierto de golpes, de hematomas, de flagelaciones, de heridas abiertas; cuando contemplamos su Costado traspasado, por donde fluyen la Sangre y el Agua. Cuando contemplamos a Jesús, así tan malherido en la cruz, es que nos volvemos a preguntar, ¿por qué los cristianos, más que celebrar, exaltamos -y todavía más, adoramos- la cruz?
Y la respuesta nos viene de lo alto, y se hace escuchar en lo profundo del corazón, en el silencio de la contemplación a Cristo crucificado: porque el que cuelga de un madero no es un hombre más entre tantos, sino Jesucristo, el Hijo Eterno del Padre, hecho hombre para nuestra salvación; el que cuelga de un madero no es un hombre más entre tantos, sino Dios Hijo encarnado, el Verbo de Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios; el que cuelga del madero es Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios y como Él es el Hombre-Dios, Él puede, con su poder divino, con su omnipotencia, con el poder de su Amor, transformar el instrumento de muerte y de humillación inventado por el hombre, que es la cruz, en instrumento de vida y de gloria. Nosotros, los hombres, con nuestros pecados, lo subimos en una cruz con nuestra malicia, con nuestros pecados, y le dimos muerte de cruz, muerte humillante y dolorosa, pero como Él es Dios, Él, con su poder omnipotente, con la fuerza de su Amor, transformó la muerte en vida, la humillación en gloria y así la cruz, de instrumento de muerte y de humillación del hombre, se convirtió, en Cristo Jesús, en Trono de Gloria y de Vida eterna, porque el que reina en el madero es el Kyrios, el Rey de la gloria, el Señor Jesús, Dios Hijo encarnado.
Aquí está, entonces, la respuesta a la pregunta de por qué los cristianos celebramos, exaltamos, adoramos, la Santa Cruz: porque el que está crucificado es Jesucristo, el Hombre-Dios, el Rey de la gloria, y el Él transforma, con su poder divino, a la muerte en vida y a la humillación en gloria y así la cruz se vuelve, con Él, en estandarte victorioso y triunfante de Dios, que obtiene un triple triunfo, sobre los tres enemigos mortales del hombre: la muerte, el pecado y el demonio, y este triple triunfo será también un motivo para celebrar, exaltar y adorar la cruz. Cristo en la cruz triunfa sobre la muerte, porque Cristo muere en la cruz pero luego resucita, y así con su Vida eterna, da muerte a la muerte, resucitando para no morir más; Cristo en la cruz triunfa sobre el pecado, porque Cristo muere en la cruz a causa del pecado del hombre y Él, al derramar su Sangre Preciosísima -como había cargado sobre sí mismo los pecados de todos los hombres de todos los tiempos-, portadora del Espíritu Santo, lava los pecados de todos los hombres, quitándolos de una vez y para siempre y por eso Él es el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cfr. Misal Romano), porque con su Sangre derramada en la cruz, quita los pecados de los hombres, para darles a cambio, con la bebida de esta misma Sangre, su gracia santificante y con su gracia, su Vida eterna; por último, Cristo en la cruz triunfa también sobre el Demonio, porque Cristo subió a la cruz por la malicia de los hombres que actuaron con su propia malicia, pero también actuaron instigados y bajo las órdenes del Ángel caído, Satanás, y de todas las huestes del infierno, que se desencadenaron contra el Hombre-Dios para tratar de vencerlo, pero como Cristo es Dios, Cristo venció a Satanás y a todas las huestes infernales en la cruz, de una vez y para siempre, de manera tal que el demonio, que había triunfado sobre el hombre en un árbol -el árbol de la ciencia del bien y del mal, en el Paraíso terrenal-, fue vencido también en un árbol, el Árbol Santo de la cruz,  como dice el Misal Romano en su Prefacio. 
Además, puesto que el poder que emana de la cruz es tan grande y tan fuerte, por la Santa Cruz no solo se cumplen las siguientes palabras de Jesucristo: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 18), sino también las siguientes: “Al Nombre de Jesucristo, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil 2, 10-11): esto quiere decir que el poder divino que emana de la cruz se hace sentir en el cielo, en la tierra y en el Infierno: en el cielo, porque la cruz brilla eternamente en los cielos, como signo de la victoria eterna que el Hombre-Dios consiguió en el Calvario para el hombre; en la tierra, porque la cruz es el signo victorioso que enarbola la Iglesia Peregrina en la tierra contra sus enemigos infernales; y en el Infierno, porque la fuerza de la omnipotencia divina que brota de la cruz se hace sentir hasta en el último rincón del Infierno, porque hasta allí se hace sentir el poder de Dios que brota de la cruz, acorralándolo al Demonio en su madriguera, haciéndolo aullar de terror y de pavor ante la vista de la cruz, así como una bestia acorralada grita enloquecida de terror antes de ser aniquilada por su cazador. Por eso Santa Teresa de Ávila decía: “Antes, yo temía al demonio, pero con Cristo en la cruz, ahora es el Demonio el que me teme a mí”.
Por todo esto es que celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz, porque Cristo venció en ella a la muerte, al pecado y al demonio, pero además, Jesucristo no solo derrotó a nuestros tres enemigos mortales en la cruz, sino que además nos abrió las puertas del cielo, porque Él lo dice en el Evangelio: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) y Él en la cruz es el Camino para ir al Padre, es la Verdad que nos lo hace conocer y es la Vida divina que nos hace vivir con la vida misma de Dios, porque desde la cruz, Jesús nos envía el Espíritu Santo con su Sangre derramada y el Espíritu Santo, en un movimiento de descenso y luego de ascenso, nos incorpora a Él y nos conduce al seno del Eterno Padre, por eso Jesús dice: “Nadie va al Padre sino es por Mí” (Jn 14, 6).
Entonces ya sabemos la respuesta a la pregunta de por qué los cristianos no solo celebramos, sino que exaltamos y adoramos la cruz:
-Exaltamos y adoramos la cruz, porque el que cuelga en el madero es el Kyrios, el Rey de la gloria, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Hijo Eterno del Padre.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque la cruz está empapada con la Sangre del Cordero de Dios.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque muriendo en la cruz, Jesucristo dio muerte a nuestra muerte y nos hizo nacer a la vida nueva de los hijos de Dios.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque Jesucristo lavó nuestros pecados con su Sangre al precio del sacrificio de su vida en la cruz.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque en el Árbol de la cruz, Jesucristo derrotó al enemigo infernal de las almas, de una vez y para siempre.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque desde la cruz, Jesucristo nos envió el Espíritu Santo para incorporarnos a su Corazón traspasado, y por su Corazón traspasado, puerta abierta al cielo, al seno eterno del Padre, porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Por todo esto, celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz.

Por último, como la Santa Misa, la Eucaristía, es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, también, por las mismas razones, celebramos, exaltamos y adoramos la Eucaristía.

miércoles, 5 de enero de 2011

Adoremos al Dios omnipotente que se nos manifiesta como Niño


“Epifanía” quiere decir en griego “manifestación” o “aparición”. Se usaba en la liturgia de los antiguos emperadores romanos, cuando regresaban triunfantes de batallas en las que habían vencido a sus enemigos; se usaba también este término entre las antiguas religiones mistéricas, para designar la presencia de la divinidad en el ritual[1].

El término por lo tanto era usado en el ámbito profano y en el ámbito de las religiones antiguas, para designar la aparición de poderosos emperadores en medio de su pueblo, o de atemorizantes divinidades en medio de la asamblea.

Por el contrario, la Iglesia adopta y usa este término para designar la presencia de un niño recién nacido, tierno, frágil, que reposa en un pesebre. El contraste es evidente: “epifanía” significaba, para los antiguos, la aparición o manifestación de un emperador victorioso, que ingresaba en la ciudad en medio de gritos de triunfo, y de sonidos de trompetas, y de aclamaciones del populacho entusiasmado; “epifanía” significaba para los paganos la aparición de divinidades siniestras que, con su poder, atemorizaban y llenaban de miedo y de terror a sus fieles, amenazándolos con severos castigos si no cumplían lo que ellos exigían.

Para la Iglesia, el término “epifanía” se designa para la aparición de un frágil niño que acaba de nacer en un lugar remoto y desconocido de la tierra, ignorado por los grandes del mundo pero también por el pueblo, porque nace en un lugar oscuro, en una gruta, precisamente porque en el pueblo no encuentra lugar para nacer; “epifanía”, para la Iglesia, es el término que designa la aparición de un niño débil, pequeño, que acaba de nacer, que tiembla de frío y llora de hambre, que se encuentra necesitado de todo, como todo recién nacido. Es muy diferente la “epifanía” de la Iglesia, de la “epifanía” de los emperadores y de las divinidades de la Antigüedad.

Y sin embargo, este Niño, es más poderoso que todos los emperadores de todos los tiempos, y es más poderoso que cualquiera de las divinidades de las religiones paganas. Este Niño es Dios Hijo, y no necesita venir con poder, con majestad y con gloria, porque Él mismo es la Omnipotencia personificada, Él mismo es la majestad personificada, y Él mismo es la gloria de Dios Padre, y reflejo y espejo de su esplendor, porque este Niño, bajo el velo de su cuerpecito pequeño de niño recién nacido, es el Dios Todopoderoso, Omnisciente, Creador del universo visible y del invisible; este Niño es Dios, ante quien los ángeles tiemblan, y ante quien los ángeles se postran en adoración, en alabanzas y en acción de gracias; este Niño, ignorado por los hombres, que lo reciben con la frialdad de sus corazones ennegrecidos por el pecado, es el Dios del Amor, que viene a donar a los hombres el Amor divino, la Persona Tercera de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.

No necesita Dios venir en su esplendor y grandeza, pues todo lo sostiene en sus frágiles manitos de niño; no necesita mostrar su gloria y su esplendor en medio de ráfagas y truenos, pues la gloria de Dios se trasluce en y a través de su cuerpo de niño pequeño.

Este Niño, que nace en la noche, en el tiempo, es Dios eterno, nacido antes de todos los tiempos, como dicen las primeras vísperas de la solemnidad de Epifanía: “Él es generado antes que la estrella de la mañana, antes de todos los tiempos, Él es Kyrios[2], y es por eso que los Magos, venidos de Oriente, lo adoran con oro, incienso y mirra, porque Él es el Rey de los reyes, y el Kyrios, el “Señor de la gloria” .

En Epifanía, la escena que contempla la Iglesia es la misma escena de Navidad: un niño recién nacido, sostenido en los brazos de su madre, que lo envuelve en pañales y lo deposita en una cuna; un hombre, el padre adoptivo de este niño, que contempla en éxtasis de adoración a su niño; unos animales, que con sus alientos de bestias irracionales calientan el ambiente; una pobre gruta que, de refugio de animales, pasa a ser lugar de nacimiento.

La escena es la misma de la Navidad, pero hoy, en Epifanía, la Iglesia ve, con los ojos de la fe, la manifestación de gloria y de esplendor de su Señor, del Kyrios, que en Navidad nace como Niño –puer natus est- y en Epifanía se manifiesta como Dios –apparuit-. La Iglesia en Epifanía ve el esplendor divino y sobrenatural que se desprende de ese Niño; la Iglesia contempla, iluminada por el Espíritu, la luz eterna que emana del cuerpo de este Niño, como de su fuente, porque ese Niño es Dios; la Iglesia contempla, en el éxtasis del amor, a su Divino Esposo, que la ha elegido desde la eternidad[3].

En Epifanía la Iglesia ve la luz que se irradia del Niño de Belén, y que la cubre y la ilumina, y esa luz es la gloria de Dios: “Kyrios es Dios y Él es nuestra luz”. “La gloria del Señor brilla sobre ti” (Sal 117, 27; Is 60, 1)[4].

Esa gloria de Dios, que cubre a la Iglesia en Epifanía, se extiende a los paganos, simbolizados en los Magos de Oriente, y en ellos se revela la intención de Dios de revelarse a toda la humanidad: “Dios, Tú has revelado hoy a tu Hijo Unigénito a los paganos” (Oración del día).

En Epifanía entonces, en ese Niño que ha nacido en Navidad, Dios se revela en su gloria, a los ojos espirituales de la Iglesia, y a los paganos; asume un cuerpo de un Niño, para abrazar, con los brazos abiertos del Niño, a todo aquel que con amor y reverencia, se acerque a Él a adorarlo; el abrazo del Niño será luego el abrazo de Cristo en la cruz, cuando con sus brazos extendidos en el madero de la cruz abarque y abrace a toda la humanidad, para conducirla al Padre.

En acción de gracias por su amor misericordioso, ofrendemos al Niño Dios las ofrendas de los Magos de Oriente, oro, incienso y mirra: el oro de nuestras buenas obras; el incienso de nuestra oración, y la mirra de la pureza del cuerpo y del alma.


[1] Cfr. Casel, O., Presenza del mistero di Cristo. Scelta di testi per l’anno liturgico, Ediciones Queriniana, Brescia, 82-83.

[2] Antífona I de Vísperas; Sal 109, 4.

[3] Cfr. Casel, o. c., 85.

[4] Cfr. Casel, o. c., 86.