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miércoles, 29 de noviembre de 2017

“Serán odiados por todos a causa de mi Nombre”


“Serán odiados por todos a causa de mi Nombre” (Lc 21, 12-19). Jesús profetiza la persecución a la cual será sometida su Iglesia en tres tiempos distintos: luego de su muerte, en el tiempo de la Iglesia, y al final de los tiempos, en el tiempo previo a su Segunda Venida en la gloria o Parusía. La razón de la persecución será el odio luciferino –preternatural, angélico, diabólico- a la Verdadera y Única Iglesia de Cristo, la Esposa del Cordero, que en cuanto tal, está inhabitada por el Espíritu Santo. Esta persecución está anunciada en el Apocalipsis, en el pasaje en el que “la Mujer vestida de sol huye al desierto con dos alas de águila” para salvar a su Niño de la furia homicida del Dragón, que pretende ahogarlo con su vómito (cfr. Ap 12, 1-17). La Mujer es la Virgen, quien es a su vez prefiguración de la Iglesia; el Niño es Jesús, el Niño Dios; el desierto es la soledad de la Iglesia Santa que huye de la mundanidad; el Dragón es el Demonio, que por medio de los hombres malvados busca la destrucción de la Iglesia desde su inicio hasta el fin de los tiempos.

“Serán odiados por todos a causa de mi Nombre”. La Iglesia será perseguida, como lo profetiza Jesús, y esta persecución se acentuará  a medida que la Humanidad se acerque al Día del Juicio Final, pero las fuerzas diabólicas que pretenden su destrucción “no prevalecerán” (cfr. Mt 16, 18), tal como el mismo Jesús lo promete y la razón es que la Iglesia –los miembros de su Cuerpo Místico, los bautizados- estarán asistidos por el Espíritu Santo, razón por la cual “no deberán preocuparse por su defensa”, porque será el mismo Espíritu de Dios el que los asistirá en su defensa. La Iglesia será perseguida, parecerá débil, pero solo en apariencia, porque en su debilidad radica su fortaleza, que no es humana, sino sobrenatural, y por lo tanto, superior a las fuerzas angélicas diabólicas de sus perseguidores.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

“Alégrense conmigo porque encontré la dracma que se me había perdido”



“Alégrense conmigo porque encontré la dracma que se me había perdido” (Lc 15, 1-10). Con la parábola de una mujer que se alegra al encontrar una moneda que había extraviado, Jesús grafica la importancia que para el cielo y sus habitantes tiene la conversión de un pecador.
         El motivo es que el pecador convertido, al comenzar a participar de la vida del Hombre-Dios por la gracia, se asocia  a los ángeles del cielo, que viven de la vida divina que reciben en la contemplación de Dios Trino.
         La alegría de los ángeles se debe a que el pecador convertido comienza a ser, en la tierra, un foco de luz divina, que ilumina con la luz del Ser trinitario el mundo y la historia de los hombres, al tiempo que deja de ser lo que era hasta antes de la conversión, un ser que vivía en la oscuridad. La conversión significa para el alma recibir el influjo de vida divina, de amor celestial, de paz y de alegría sobrenaturales, que brotan del Ser trinitario como de una fuente inagotable, y que se difunden a los hombres desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz. La conversión alegra a los ángeles porque el corazón convertido se acerca más a los ángeles de luz que a los hombres; un corazón convertido se parece más a un ángel que a un mortal, pero la alegría también la experimentan los ángeles porque la conversión del pecador significa que ha vuelto sobre sus pasos, y que si antes se dirigía, a toda carrera, hacia abajo, hacia el abismo del infierno, ahora, ya convertido, el pecador dirige sus pasos en dirección ascendente, hacia la cima del Monte Calvario, en donde se encuentran Cristo Jesús y María Santísima.
         La conversión quiere decir que el hombre pecador deja de estar cobijado bajo las siniestras alas del Dragón, para empezar a ser cubierto por el manto de María Santísima; deja de adorar los ídolos que ocupaban el lugar de Dios, para adorar, arrodillado al pie de la Cruz, al Dios verdadero, que dio su vida por él en la Cruz.
         La conversión significa que siente verdadera hambre y sed de Dios, que se dona en el Pan eucarístico y en el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y ya no siente atractivo por los banquetes y placeres del mundo, por más atractivos que parezcan.
        La conversión implica dejar de ver la vida terrena como el fin último, para empezar a vislumbrar el destino de eternidad en los cielos, conseguido gracias al sacrificio de Jesús en la Cruz.
         Esta es la causa de la alegría de los ángeles en el cielo, cuando un pecador se convierte.