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jueves, 11 de marzo de 2021

“Al tercer día lo encontraron en el Templo”

 


“Al tercer día lo encontraron en el Templo” (Lc 2, 41-51). Los padres de Jesús, la Virgen Santísima y San José, suben a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Esta peregrinación la hacían todos los años, porque eran, obviamente, fervorosos y piadosos practicantes de la religión de Dios Uno, el Dios del Pueblo Elegido. Cuando Jesús tenía doce años, les sucede un percance: al finalizar la Pascua emprenden el regreso, pero cada uno piensa que el Niño está con el otro y es así como transcurre un día de camino, sin Jesús. Cuando se percatan de la ausencia de Jesús, regresan a Jerusalén para buscarlo, encontrándolo al tercer día de la búsqueda.

El episodio, real, puede interpretarse de la siguiente manera, tomando como hecho central la pérdida de Jesús: puede suceder que una persona, por diversas circunstancias, pierda de vista a Jesús, tal como les sucedió a la Virgen y a San José -solo que en ellos se descarta el elemento del pecado, obviamente, porque la Virgen es Inmaculada y San José un santo, que vivía siempre en estado de gracia-. Es decir, reflexionando solo sobre el hecho de perder de vista a Jesús, este hecho se puede transpolar a lo que le sucede, en el plano espiritual, al pecador: a causa del pecado, cometido libre y voluntariamente, el alma se ve envuelta en las tinieblas del pecado y en este estado, pierde de vista a Jesús, no sabe dónde está Jesús. Esta pérdida de Jesús se da no solo en el plano existencial, sino ante todo en el plano ontológico: si por la gracia Jesús inhabita en el alma, por el pecado –sobre todo el pecado mortal- Jesús deja de inhabitar en el alma y se retira, puesto que no pueden convivir la santidad divina con la malicia del pecado y si la persona elige libremente el pecado, es porque elige el mal antes que al Bien Infinito y Eterno que es Jesús.

         “Al tercer día lo encontraron en el Templo”. La pérdida de Jesús a causa del pecado no es un hecho irreversible: así como la Virgen y San José lo encontraron en el Templo, porque Jesús en realidad nunca se perdió sino que estuvo siempre en el Templo, así también el alma, guiada por la Virgen y San José, puede encontrar a Jesús en el Templo, en la Iglesia Católica y más concretamente, en el sagrario, en la Eucaristía y en el Sacramento de la Confesión, en donde Jesús perdona los pecados por medio del sacerdote ministerial. Entonces, si hemos tenido la desgracia de perder a Jesús, le pidamos a la Virgen y a San José que nos conduzcan al lugar donde se encuentra Jesús: en el Templo, en la Iglesia Católica, en el Sacramento de la Eucaristía y en el Sacramento de la Confesión.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 2

 



(Ciclo B – 2020)

         Dentro de las figuras principales del Pesebre de Belén, está la del que parece ser el padre del niño, llamado San José. Es él quien condujo a la Virgen encinta, buscando posadas en Belén; es él quien encontró la gruta, que habría de servir para el Nacimiento de su hijo; es él quien limpió el lugar y luego fue a buscar leña para encender una fogata y así combatir la oscuridad y el intenso frío de la noche. ¿Quién es San José? Ante los ojos de los hombres, aparece como el padre del niño que está recostado en una cuna; sin embargo, la Fe Católica nos dice que San José no es el padre biológico de Jesús, porque así lo revela el Ángel en sueños: “Lo concebido en la Virgen viene del Espíritu Santo”. En otras palabras, San José no es padre biológico de Jesús, sino su Padre adoptivo y terreno, porque el Padre real de Jesús es Dios Padre, que es Quien lo engendró desde la eternidad, en su seno, comunicándole su naturaleza divina. Por eso el niño no es un niño más, sino el Niño-Dios, y no podría ser Niño-Dios si en su concepción hubiera intervenido la obra humana. San José es el varón casto y puro, elegido por Dios Padre, para que compartiera su paternidad en la tierra y fuera en la tierra el Padre adoptivo de Dios Hijo encarnado. Esto se deduce del Anuncio del Ángel a la Virgen: “Concebirás a darás a luz a Dios entre nosotros” y de las palabras del Ángel dichas a San José en sueño: “No temas recibirla, porque el fruto de su concepción proviene del Espíritu Santo”. San José, entonces, es sólo Padre adoptivo de Jesús, a quien Dios Padre lo eligió para que compartiera de su paternidad divina y para que cuidara a su Hijo Dios en la tierra, para que fuera el sustento de la Sagrada Familia de Nazareth. Por otra parte, siendo María Virgen y Madre de Dios, San José fue sólo el esposo meramente legal de la Virgen, lo cual quiere decir que no sólo no intervino, de ninguna manera, en la concepción del Niño de Belén, sino que se comportó, con su Esposa legal, María Santísima, durante su matrimonio, sólo como un hermano. Esto quiere decir que jamás hubo entre ellos trato alguno esponsal, fuera del meramente legal. A los ojos de los hombres San José aparecía como esposo de María y como padre de Jesús, pero era sólo el esposo legal de María, ya que el Esposo real de María era el Espíritu Santo, y era sólo el Padre adoptivo del Niño de Belén, porque el Padre real y verdadero, desde la eternidad, era Dios Padre. Al contemplar a San José en el Pesebre de Belén, pensemos en estos misterios de nuestra Fe Católica y a él, varón casto, justo y puro, le encomendemos nuestras familias.

 

viernes, 16 de diciembre de 2016

“José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya”


(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2016 – 2017)

         “José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya” (Mt 1, 18-24). El Ángel anuncia a José, en sueños, no solo que el Mesías ha de nacer, dando así cumplimiento a las profecías mesiánicas tanto tiempo esperadas por el Pueblo Elegido, sino que además revela otras verdades sobrenaturales absolutas acerca de la naturaleza del Mesías y despeja, en San José, toda duda acerca de la virginidad de María. Por un lado, el Mesías que ha de nacer no es concebido por obra de hombre alguno, sino del Espíritu de Dios, con lo cual confirma, por un lado, la virginidad de María y, por otro, que el Mesías viene del cielo: “Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo””. María es Virgen, porque está encinta pero su concepción no es por obra del hombre, sino por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo. Ya el Evangelista lo había dicho al inicio: “María (…) estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”. El Evangelista anuncia que el Mesías es Dios encarnado y esta condición del Mesías está revelada por su nombre, Emanuel, “Dios con nosotros”: “La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros””.
         Luego el Ángel le anuncia que “dará a luz un hijo”, con lo cual revela la naturaleza también humana del Mesías, al cual se le dará el nombre de Jesús, que significa “Salvador”, porque salvará a los hombres al quitarles el pecado: “”. Así, con esta revelación en sueños a José, se revelan las verdades absolutas del Mesías, imposibles de ser conocidas humanamente, sino es por la Divina Revelación: el que concibe en María es el Espíritu Santo y no el hombre: “lo que ha sido engendrado en Ella viene del Espíritu Santo”; el Padre del Mesías es Dios Padre y no José, porque es una concepción virginal, no humana; se confirma así que José es Padre adoptivo y humano del Hijo de Dios; el Mesías es Dios, es el Hijo de Dios, porque es “Hijo del Altísimo”; el Mesías es también hombre, porque su nombre significa “Dios con nosotros”; el parto del Mesías será también milagroso, porque la concepción milagrosa del Dios Mesías requiere un nacimiento también milagroso: “Ella dará a luz un hijo”, y así se afirma también la virginidad de María, que es Virgen antes, durante y después del parto; se revela también el doble privilegio de María, que siendo Virgen –porque lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo-, es al mismo tiempo Madre de Dios, porque lo que es concebido en su seno virginal es Dios Hijo, engendrado en la eternidad en el seno del Padre y concebido y nacido en el tiempo, en su naturaleza humana, en el seno virginal de María.
         El anuncio del Ángel entonces revela que el Mesías es Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María por obra de nosotros y esto es lo que la Iglesia Católica afirma cuando llama a este Niño “Emanuel”, es decir, “Dios con nosotros”: el Niño concebido en María y nacido en Belén, es Dios Hijo con nosotros. El anuncio del Ángel revela que el Mesías se ha hecho Niño, para que los hombres, “haciéndonos como niños”, seamos como Dios por participación y así entremos en el Reino de los cielos. Lo que celebramos en Navidad no es, como sostienen algunos, que Dios se hizo hombre y dejó de ser Dios, y tampoco es verdad que el hombre es Dios en sí mismo; lo que celebramos en Navidad es esta asombrosa Verdad: sin dejar de ser Dios, Dios se hizo hombre para que los hombres nos hiciéramos Dios por participación.
         El anuncio también disipa las dudas de José que “lleva a María a su casa”: “Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa”. La revelación del Ángel acerca de la verdad del Niño engendrado en María, que habrá de nacer para Navidad, se encuentra indisolublemente ligada a la verdad de la Eucaristía, porque la Eucaristía es el mismo Niño Dios, encarnado en María, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; por lo tanto, así como José llevó a María –ya encinta del Hijo de Dios- a su casa y luego la Virgen dio a luz a Jesús, así también nosotros debemos llevar a María en nuestros corazones, para que en nuestros corazones la Virgen dé a luz a su Hijo: el Hijo de Dios viene para nacer en nosotros, no como un Niño humano, como en Belén, sino como Niño Dios oculto en apariencia de pan. Para ello, debemos preparar nuestros corazones, por la gracia, la fe y el amor, para que allí sea depositado el Mesías, que viene a nuestros corazones como “Pan Vivo bajado del cielo”, como Eucaristía.

        



miércoles, 6 de enero de 2016

Infraoctava de Navidad 3 - El Padre adoptivo



         San José es el varón santo y justo que destaca por sobre todos los varones santos y justos por su pureza, su castidad y su santidad. Pero también destaca porque es el elegido por la Trinidad beatísima para ser el reemplazante de cada una de las Tres Divinas Personas en la tierra: es elegido por Dios Padre, para que continúe y prolongue en la tierra la paternidad celestial que Él ejerce por haber engendrado al Verbo Unigénito desde la eternidad: Dios Padre quiere que San José, ejerciendo la paternidad adoptiva con su Hijo Unigénito, sea para Dios Hijo su imagen viviente y su recuerdo permanente, de manera que Dios Hijo, al ver a San José, vea reflejado al Padre Eterno; Dios Hijo lo elige para que sea su padre adoptivo, de manera de ver reflejado en San José, en tanto lo permiten los límites de la naturaleza humana, a su Padre Dios, para amarlo con el mismo Amor con el que ama a su Padre celestial, el Espíritu Santo: en otras palabras, Dios Hijo, engendrado por el Padre desde la eternidad, quiere que San José sea su padre adoptivo en el tiempo, para ser criado y educado por él en su naturaleza humana y así poder amarlo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo; Dios Espíritu Santo, Esposo de María Santísima, elige a su vez a San José, para que sea una prolongación de su divina esponsalidad, siendo para María Santísima un esposo casto, puro, amable y respetuoso, que la ame en su condición de esposo meramente legal, con el Amor Santo de Dios. Por último, la Trinidad en su conjunto elige a San José para que sea el Jefe de la Sagrada Familia de Nazareth, de manera que,  con su trabajo terreno, sea instrumento de la Divina Providencia, que asiste en toda necesidad a la Madre y al Hijo. Por todo esto, la santidad de San José, varón casto, puro y santo, excede, con mucho, la santidad de los más santos entre los santos.

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 7 2014 El padre adoptivo del Niño del Pesebre


         Cuando se contempla el Pesebre de Belén, parece una típica escena familiar palestina de hace veinte siglos: una madre, un hijo recién nacido, un padre. La particularidad es que el niño ha nacido en una gruta, en un refugio para animales, por lo que el grupo familiar, además de encontrarse en este particular lugar, está rodeado por los “propietarios” del lugar, los dos mansos y humildes animales, el buey y el asno. Sin embargo, la “típica escena familiar palestina de hace veinte siglos”, esconde, a la par que revela, secretos admirables, provenientes de la eternidad misma de Dios Trino; secretos que escapan a la mente humana y angélica, por ser tan altos, tan sublimes, tan fascinantes y tan majestuosos. La madre no es una madre más entre tantas: es Madre y Virgen, porque es la Virgen profetizada por Isaías[1], la señal dada por Dios en Persona: “he aquí el Señor os dará una señal: una Virgen concebirá y dará a luz un hijo (…) será llamado “Emmanuel”, “Dios con nosotros”; el Niño no es uno más entre tantos, sino Dios Hijo en Persona, como lo había anunciado el Ángel a la Virgen: “El poder del Altísimo te cubrirá (…) concebirás y darás a luz un hijo, que será llamado “Hijo del Altísimo”” y por eso el Niño es Niño Dios; por último, el padre de este niño, no es un padre más entre tantos: San José es el padre adoptivo del Niño Dios, elegido por el Eterno Padre debido a su santidad, a su pureza, a su castidad, para que eduque y cumpla la función de padre terreno de su Hijo Eterno encarnado. San José es padre adoptivo del Niño Dios, y es esposo meramente legal de la Virgen y Madre, porque en la concepción del Niño no intervino varón alguno, puesto que el Niño es Dios Hijo y fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, en el seno virgen de María Santísima. La escena familiar palestina de hace veinte siglos, revela un secreto sorprendente: es la Sagrada Familia de Nazareth, en donde todo es santo, porque todo está centrado en el Niño del Pesebre, Jesús, el Niño Dios.



[1] 7, 14.

viernes, 26 de diciembre de 2014

La Sagrada Familia de Jesús, María y José


         El Nacimiento del Niño Dios convierte, al matrimonio meramente legal de María y José, en familia, la “Sagrada Familia de Nazareth”. La Iglesia propone, para su contemplación e imitación, a esta Sagrada Familia, y la propone como modelo para toda familia cristiana. ¿Cuál es la razón por la que esta Sagrada Familia es modelo? Porque en esta familia, todo es santo y todo es santo, porque todo gira en torno a Jesucristo, todo está centrado en Jesucristo y al estar todo centrado en Jesucristo, todo es santo, porque es Él quien todo lo santifica: la madre de esta familia es santa, porque la Virgen ha sido concebida en gracia e inmaculada, en virtud de los méritos de la Pasión de su Hijo y por es Virgen Santísima, y es Madre al mismo tiempo, pero como es Madre de Dios –en la concepción del Niño Dios no hubo intervención de varón, pues Jesús es el Hijo de Dios, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de María, Madre y Virgen-, es Madre Santísima, porque la Madre de Dios no puede tener ni la más mínima impureza de la malicia del pecado; San José, el Padre adoptivo del Niño y esposo meramente legal de la Virgen, es el varón casto, puro y santo, porque él también está inhabitado por el Espíritu Santo, para cumplir esta doble función que le ha sido encargada por la Trinidad: la de ser esposo meramente legal de la Virgen y la de ser el padre humano y adoptivo del Hijo Eterno del Padre; San José es el padre humano que habrá de cuidar y enseñar a su Hijo, que es Dios, como hace todo padre humano con sus hijos, y así reemplaza a Dios en su función de padre en la tierra; por último, el Hijo de esta familia, Jesús, también es santo, es Dios Hijo, tres veces santo y fuente de toda santidad.
         Entonces, todo en esta familia está centrado en Jesucristo, que es Dios Hijo encarnado; todo tiende a Él y de Él brota toda paz, toda gracia, toda alegría y todo amor, por eso la Sagrada Familia es modelo de amor a Jesucristo para toda familia cristiana y así es el modelo de cómo deben ser los padres y los hijos cristianos. Si los padres quieren aprender cómo tratar a sus hijos según la Ley del Amor de Dios, solo tienen que contemplar a la Sagrada Familia; si los hijos quieren aprender cómo amar a los padres en la Ley del Amor de Dios, todo lo que tienen que hacer, es contemplar al Hijo de esta familia, Jesús, para imitarlo.
En esta familia, todo lo que es humano está santificado por la gracia, y lo divino, lo que viene del cielo, que es el Hijo de esta familia, Jesús, está unido indisolublemente a lo humano y santifica todo lo humano, de manera tal que las pequeñas cosas de todos los días y las relaciones y el trato entre los integrantes de esta Familia Santa, están permeadas y respiran santidad y amor de Dios. Así, la Sagrada Familia es modelo para todas las familias que quieran vivir en la paz, en la alegría, en el amor y en la santidad de Dios.
         Todos y cada uno de los integrantes de esta Sagrada Familia, son modelos insuperables de santidad: la madre de esta familia, la Virgen, es Madre de Dios, y es modelo de maternidad para toda madre, porque la Virgen amó y acompañó a su hijo desde la Encarnación, hasta su muerte en cruz, así como fue también la primera en contemplar a su Hijo resucitado.
         San José es modelo de esposo casto y de padre de familia: de esposo casto, porque su matrimonio con la Virgen fue meramente legal, y de padre de familia, porque hasta su muerte, que ocurrió antes que Jesús saliera a predicar, fue esposo y padre ejemplar, cuidando de la Sagrada Familia con toda dedicación y con todo el amor de su casto y santo corazón. José es así modelo para todo padre cristiano, pero es también modelo para todo cristiano en su relación con Jesús, en su trato cotidiano con el Verbo de Dios encarnado, en un doble aspecto: la cotidianeidad en el trato con Jesús y la contemplación del misterio de saber que ese Jesús al que trata todos los días como a su hijo, como hace cualquier padre con su hijo, es Dios encarnado, que se hace hombre sin dejar de ser Dios.
José es modelo entonces para todo cristiano en su relación con Jesús, porque si bien José educa y cuida a su Hijo con el amor de padre, no puede, al mismo tiempo, dejar de considerar y de asombrarse por el misterio insondable que significa que ese Niño, ese Joven, al que él educa como a su Hijo, es Dios Hijo y se ha encarnado y vive en el tiempo y en el espacio; es decir, José, aún viviendo la rutina de todos los días en el trato con su Hijo, no deja de contemplar el misterio sagrado que se encierra en este Niño, en este Joven, que es su Hijo, pero que es a la vez su Creador, su Dios y su Padre. Así, José es modelo para la relación del cristiano con la Eucaristía: la cotidianeidad no debe ocultar ni opacar el misterio insondable que significa que la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, glorioso y resucitado, que se dona con todo su Ser trinitario y con todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Al igual que San José, el cristiano no puede nunca “acostumbrarse” rutinariamente a su trato y no puede, tampoco, dejar de asombrarse y maravillarse por el Don Eucarístico, que es el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, bajo las apariencias de pan.
         A su vez, Jesús, el Niño Dios, es modelo y ejemplo insuperable para todo niño y para todo joven en la relación para con sus padres, relación que debe estar basada en el amor filial y que se encuentra establecida en el Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”, porque la honra se basa en el amor. El amor de Jesús hacia sus padres terrenos, la Virgen y San José, se demuestra y se vive en las relaciones de todos los días: en el trato cariñoso  y en la obediencia filial basada en al amor –por ejemplo a la Virgen la acompañaba al mercado, a comprar los alimentos con los cuales habrían de preparar la comida de todos los días, y esto lo hacía con amor-, en la colaboración alegre y esforzada en las tareas hogareñas -y también en el trabajo, puesto que ayudaba a San José en el taller de carpintería, y esto, desde muy pequeño-, en el don del cariño, de la sonrisa, de la amabilidad y de la ternura hacia sus padres.
Además, Jesús, el hijo de esta familia, es modelo ideal de hijo, porque no solo nunca ni siquiera tuvo ni el más pequeñísimo gesto de impaciencia para con sus padres, sino que, llevado por el amor a ellos, ofrendó su vida en la cruz por sus padres, por la Virgen y por San José, su padre adoptivo. Por ese motivo, es modelo ideal de hijo para todo hijo que desee amar a sus padres con el Amor mismo de Jesús.
La Sagrada Familia ofrece a su Hijo, para el sacrificio de la cruz y como Pan de Vida eterna, y así es ejemplo para toda familia cristiana que, por un deber de justicia, debe consagrar sus hijos a Dios, para que cumplan la Voluntad de Dios en sus vidas –sea en el matrimonio, sea en la vida consagrada-, así como lo hizo la Sagrada Familia de Nazareth, que consagrando su Hijo a Dios, al nacer, en la ceremonia de la Presentación del Niño, donó a su Hijo, primero en la cruz y luego  y luego en la Santa Misa, para la salvación del mundo.
Así como en la Familia Santa de Nazareth todo es santo, así también en la familia católica, todos sus integrantes deben ser santos, y esta santidad inicia con la gracia santificante que se otorga en los sacramentos –en este caso, el Bautismo, el Sacramento de la Penitencia y la Eucaristía- y esta santidad, la obtiene la familia católica viviendo en gracia santificante, recurriendo al sacramento de la confesión y obrando la misericordia según sus posibilidades como núcleo familiar.
La Iglesia propone entones la contemplación de la Sagrada Familia de Nazareth, para su imitación y ejemplo para que la familia cristiana no solo no tenga como meta objetivos mundanos, propios de quienes no conocen a Jesucristo, sino para que alcance la meta final, para la cual Dios la ha puesto en esta vida: entrar en comunión de vida y amor con la Familia Divina, las Tres Personas de la Santísima Trinidad, en los cielos.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Fiesta de La Sagrada Familia de Jesús, José y María




(Ciclo A – 2013)
         Luego del Nacimiento del Niño Dios, el matrimonio legal entre José y María se convierte en “familia”, quedando así constituida la “Sagrada Familia de Nazareth”. Aunque pareciera, al ser vista con los ojos y la razón humana, ser una familia más entre tantas –está formada por un padre y esposo, José, por una madre y esposa, María, y por un hijo, Jesús-, la Sagrada Familia de Nazareth no es “una familia más”, sino la Familia por excelencia, la Familia deseada por Dios como modelo de toda familia cristiana, porque no solo está constituida según el designio original y primigenio divino –un padre-varón, una madre-mujer, y un hijo que nace como fruto del amor esponsal, aunque en este caso los esposos sean solamente legales-, sino porque esta familia está re-creada por la Gracia y el Amor Divinos, de modo que todo en ella es santidad y amor.
Por este hecho, la Sagrada Familia de Nazareth es el modelo de santidad y de amor en el que debe reflejarse toda familia católica, al punto que ninguna familia puede corresponder a los designios de Dios, sino es en reflejo e imitación de la Familia Santa de Jesús, José y María.
La Sagrada Familia es modelo de santidad y amor porque, según el Santo Padre Juan Pablo II, es la “Trinidad terrena” que prolonga y continúa, en la tierra y en el mundo de los hombres, a la Trinidad celestial, la Familia constituida por las Tres Divinas Personas. En cuanto “Trinidad terrena”, la Sagrada Familia constituye una imagen de la Santísima Trinidad, siendo San José, Padre casto y puro, representación de Dios Padre; la Virgen María, Inmaculada y Santa, representación de Dios Espíritu Santo, y Jesús, que no es representación de nadie, sino que es Él mismo Dios Hijo, encarnado, sin dejar de ser Dios, tan Dios como el Padre y el Espíritu Santo.
         La Sagrada Familia de Nazareth es modelo insustituible para toda familia católica que quiera vivir santamente esta vida terrena y que quiera alcanzar el Reino de los cielos en la otra vida. En esta Familia Santa, todo es santidad y amor y nada se rige, entre sus integrantes, sin la santidad divina y sin que el Amor de Dios todo lo permee, lo penetre, lo informe, lo eleve, lo endulce y lo sublime.
         En esta Familia Santa todo es santo: es santo el Padre adoptivo de Jesús y Esposo legal de María Virgen, San José, porque sin la santidad que viene de Dios, San José no habría podido ser ni esposo casto de María, ni padre adoptivo de Jesús; es santa la Madre de Jesús y Esposa legal de San José, María Santísima, porque Ella fue concebida no solo sin mancha de pecado original, sino inhabitada por el Espíritu Santo y en Gracia; es santo –tres veces santo- el Hijo nacido de las entrañas purísimas de María Virgen y adoptado como hijo por San José, Jesús, y es Tres veces Santo porque Él es Dios encarnado. En la santidad de la Familia Santa de Nazareth, encuentra toda familia católica el camino a seguir si quiere llegar al cielo, y es el de vivir, todos sus integrantes, santamente, evitando el pecado aun a costa de la propia vida, si fuera necesario –“preferiría haber muerto que haberos ofendido”, dice la oración de arrepentimiento del sacramento de la penitencia-, y conservando e incrementando, día a día, hora a hora, minuto a minuto, la vida de la gracia que se nos comunica por los sacramentos.


En esta Familia Santa todo está regido por el Divino Amor: es el Amor de Dios, casto y puro, el que impregna el corazón de San José, infundiéndole de su castidad y pureza; es el Amor de Dios, Inmaculado y Santo, el que inhabita en el Inmaculado Corazón de la Madre de Dios, María Santísima; es el Amor de Dios, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, expirado por el Padre y el Hijo, el que late en el Sagrado Corazón de Jesús, el Hijo de la Sagrada Familia. Y como el Divino Amor está presente en las Tres Personas de la Trinidad terrena, Jesús, José y María, nada hay en esta Familia que no esté originado, regido y orientado por el Divino Amor y para el Divino Amor. Así, las relaciones cotidianas entre los esposos y entre los padres y el hijo, están permeadas por el Amor, y como “amar es desear el bien de aquel a quien se ama”, todos procuran el mayor bien que una persona pueda poseer en esta vida, y es la posesión de la gracia y del Amor de Dios en el corazón. Así, se viven las virtudes humanas y sobrenaturales en un grado máximo, a cada instante y en todo instante: la paciencia, la mansedumbre, la fortaleza, la laboriosidad, y todos los miembros de la Sagrada Familia se brindan unos a otros aquello que sobreabunda en sus almas santas: paz, alegría, amor, santidad, comprensión, paciencia, caridad. Quien ama no solo evita el más mínimo daño a aquel a quien ama –un enojo, una impaciencia-, sino que busca en todo hacer agradable la vida de quien ama, y por eso se esfuerza por vivir la paciencia, por transmitir paz, por comunicar afecto, por sacrificarse en pos de los demás, olvidándose de sí mismo. Es esto lo que hacían cotidianamente los integrantes de la Sagrada Familia, y por este motivo, toda familia católica debe contemplar a la Familia Santa de Nazareth y tomar de ella lo que en ella abunda, para aplicarla en la vida cotidiana, para que la vida de todos los días sea vivida en la santidad y en el amor, como anticipo de la vida de santidad y amor que espera a toda familia en el Reino de los cielos.
Toda familia católica está llamada a la santidad y al amor, pero la única manera de responder a este llamado, es contemplando e imitando a la Sagrada Familia de Jesús, José y María.

viernes, 20 de diciembre de 2013

“José, lo que ha sido engendrado en María proviene del Espíritu Santo”


"El sueño de San José", 
de Vicente López Portaña

(Domingo IV - TA - Ciclo A – 2013-14)

         “José, lo que ha sido engendrado en María proviene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-24). De las palabras del Ángel a San José no quedan dudas de que el Niño concebido en el seno virginal de María no es un niño más, entre tantos, porque su origen no es humano. El Niño es Dios Hijo quien, obedeciendo al mandato del Padre, es traído desde el seno eterno del Padre al seno virgen de María, por Dios Espíritu Santo, para encarnarse, para adquirir un cuerpo y un alma humanos que, al contacto con su Divinidad, adquieran toda la santidad divina y estén así en grado de ser ofrecidos en el ara de la Cruz por la salvación de los hombres. El anuncio del Ángel a San José en sueños, está precedido por el Anuncio del Ángel a la Virgen, la Anunciación, que se constituye en el hecho central de la historia humana, y es por eso que en este Primer Anuncio debemos meditar en lo que queda del tiempo de Adviento.
El Anuncio del Ángel a la Virgen, que da inicio a la obra más grandiosa que los cielos y la humanidad entera puedan contemplar por siglos y siglos, se lleva a cabo en un ámbito completamente lejano a los centros de poder mundanos y en las antípodas de aquello que el mundo considera “importante”: un pobre pueblo de Palestina, una humilde joven virgen, desconocida por todos, menos por Dios, quien la ha elegido. El Anuncio pasa ignorado por el mundo, porque no se da en Roma, centro del imperio, ni en Jerusalén, capital religiosa del Pueblo Elegido, ni en ningún otro centro de poder mundano y terreno, pero las cosas de Dios se realizan de esta manera, en la humildad, en la sencillez, en el silencio y en la pequeñez. Y cuanto más humilde, sencillo, silencioso y pequeño es su instrumento, más resplandecen su Poder, su Sabiduría y su Amor, y es esto lo que sucede con la Virgen, el Instrumento más excelso y perfecto del que pueda valerse la Trinidad para dar inicio a su plan de salvación de los hombres.
Con su “Sí” al Anuncio del Ángel, la Virgen constituye para nosotros un ejemplo perfectísimo a imitar en el cumplimiento de la Voluntad de Dios. La Virgen no duda, no teme, no hace cálculos: le basta saber que es la Voluntad de Dios, para hacerla suya inmediatamente e inmediatamente cumplirla: “Hágase en mí según tu Voluntad”.
Es por esto que debemos contemplar a la Virgen en la Anunciación, para tomar ejemplo de su aceptación amorosa de la Voluntad Divina, y en esta contemplación veremos también cómo, la aceptación de la Voluntad de Dios, aun cuando en sus inicios parezca que es algo insignificante –cuando la Virgen acepta el Verbo de Dios se encarna en un cigoto humano, imperceptible a los sentidos-, finaliza luego en algo tan maravillosamente grande, que es imposible siquiera de imaginar –el “Sí” de la Virgen permite la Encarnación del Verbo y la posterior salvación del género humano, a raíz del sacrificio redentor del Hombre-Dios en la Cruz-.
Es por esto que debemos considerar qué es lo que trae aparejado el decir “Sí” a la Voluntad de Dios, como la hace la Virgen María.
         Al decir “Sí” a la Voluntad de Dios expresada en las palabras del Ángel, la Virgen permite que la Palabra Eterna del Padre, Invisible en sí misma, se vuelva visible, porque la Virgen, con amor inefable de Madre celestial, le tejerá un vestido de carne y sangre, su carne y su sangre de madre, permitiendo que la Palabra del Padre, Invisible, pronunciada eternamente, sea visible para los hombres, en el tiempo, al aparecerse como un Niño humano, siendo Dios.
         Al decir “Sí” a la Voluntad de Dios expresada en las palabras del Ángel, la Virgen permite que el Poder Omnipotente de Dios se concentre en un microscópico cigoto humano, cigoto creado milagrosamente en ese momento, cigoto con carga genética correspondiente a un varón, pero para cuya generación no intervino ningún varón, cigoto que, por indefenso y débil que parezca, es el Dios de Poder y majestad infinita que, luego de manifestarse al mundo como un Niño humano recién nacido, ya de adulto subirá a la Cruz y vencerá con su poder divino a los tres grandes enemigos de la humanidad: las Potencias del Infierno, el Pecado y la Muerte, para Ascender luego victorioso y abrir las Puertas del cielo para toda la humanidad. Es por esto que, quien contempla al Niño de Belén, contempla la Omnipotencia de Dios.
         Al decir “Sí” a la Voluntad de Dios expresada en las palabras del Ángel, la Virgen permite que la Sabiduría de Dios, que ya se había manifestado desde el inicio a través de la Creación pero que permanecía oculta, a causa del pecado original que oscurecía las mentes de los hombres, sea ahora visible en la forma de un Niño humano recién nacido, cuando esta Sabiduría Encarnada, luego de pasar nueve meses en el seno virginal de María, sea dada a luz milagrosamente entre esplendores sagrados y aparezca como un Niño ante los hombres. A partir de entonces, todo aquel que se pregunte por la Sabiduría de Dios, la encontrará en la contemplación del Niño de Belén: quien contempla al Niño de Belén, el Niño Dios, contempla la Sabiduría de Dios encarnada.
         Al decir que “Sí” a la Voluntad de Dios, expresada en el Anuncio del Ángel, la Virgen permite que el Amor de Dios, manifestado en la Creación, se manifestara ahora a los hombres como un Niño recién nacido, un Niño que, naciendo en Belén, Casa de Pan, habría de ofrecerse, ya adulto, como Pan de Vida eterna, ofrendando su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad y su Amor Divino en el altar de la Cruz y en el altar eucarístico, para que los hombres se alimentaran con la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, el Pan que contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Dios. A partir del “Sí” de María, todo aquel que se pregunte por el Amor de Dios, no tiene más que contemplar al Niño de Belén, y todo aquel que quiera tener al Amor de Dios en el corazón, no tiene más que hacer que comulgar, es decir, recibir en gracia, al Niño Dios que se dona como Pan de Vida eterna en la Eucaristía.

                  “José, lo que ha sido engendrado en María proviene del Espíritu Santo”, le dice el Ángel Gabriel a San José, disipando todas sus dudas. Y como consecuencia del anuncio del Ángel, al despertar, José “llevó a María a su casa”, como dice el Evangelio. Que en esta Navidad, despertemos a la vida de la gracia y, como San José, llevemos a María a nuestra casa, a nuestro corazón, para que desde allí María nos enseñe a decir “Sí” a la Voluntad de Dios, para que la Palabra de Dios, encarnada en el Niño de Belén, se manifieste en nuestras vidas con todo su Poder, con toda su Sabiduría, con todo su Amor.

martes, 17 de diciembre de 2013

“José, lo que ha sido engendrado en María proviene del Espíritu Santo; se llamará Jesús y salvará a su Pueblo de todos sus pecados”


"El Ángel anuncia a San José en sueños
que lo engendrado en María proviene del Espíritu Santo"

“José, lo que ha sido engendrado en María proviene del Espíritu Santo; se llamará Jesús y salvará a su Pueblo de todos sus pecados” (Mt, 1, 18-24). El Ángel anuncia a San José el inicio del plan de salvación de la humanidad elaborado por la Santísima Trinidad y puesto en acto en el momento de la historia humana llamada “la plenitud de los tiempos”. Con las palabras del Ángel, la desconfianza de José hacia María se desvanece, porque por las palabras del Ángel, le queda bien claro que no hay intervención alguna de hombre en la concepción de Jesús: “Lo engendrado en María viene del Espíritu Santo”.
Como todas las cosas de Dios, aquello que parece insignificante y sin importancia a los ojos del mundo, contiene en sí mismo su gloria, su sabiduría, su poder y su amor.


El Ángel anuncia a José en sueños la Encarnación del Verbo, el hecho más grandioso para la humanidad de todos los tiempos, porque supondrá no solo lo que el Ángel anticipa a José –“salvará a su Pueblo de todos sus pecados”-, sino que la acción salvífica y redentora de Jesús comprenderá la derrota definitiva de los otros dos grandes enemigos del hombre, el demonio y la muerte, además del don inimaginable de la filiación divina, es decir, de la adopción como hijo a todo hombre, por el don del bautismo sacramental. Todo esto lo llevará a cabo el Niño que ha sido engendrado en el seno virginal de María, porque ese Niño es Dios Hijo, que se encarna y asume una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, para que los hombres se hagan Dios, como dicen los Padres de la Iglesia.
Es esto último, lo que el Ángel no dice, pero está contenido implícitamente en su anuncio: es el hecho de que el Niño Dios vendrá, para Navidad, no solo para quitar los pecados del mundo y no solo para derrotar a los otros enemigos mortales del hombre, el demonio y la muerte, sino para donarnos su filiación divina, su ser Hijo de Dios, para que seamos hechos hijos de Dios con la misma filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad, y esto, además de ser un hecho insólito para la humanidad, supera todo lo que la humanidad pueda desear, esperar e imaginar de la Bondad divina. Y el asombro aumenta aún más, cuando a estos inmensos dones de la Misericordia Divina, se agrega el hecho de que Dios no hace esta “locura” por necesidad ni por obligación alguna, sino por un motivo que es la causa de toda su “locura”, y es el deseo de donarnos a todos y cada uno, la totalidad de su Amor, y la prueba de que es una locura, es que ese Niño, que abre sus bracitos de recién nacido para abrazarnos desde el Pesebre de Belén, abrirá luego sus brazos en la Cruz, en el Calvario, para abrazarnos y permitirá que su Sagrado Corazón sea traspasado por la lanza, para que su Sangre Preciosísima, que contiene y es vehículo del Espíritu Santo, caiga sobre nuestras almas como un Nuevo Diluvio, un Diluvio que está formado por su Sangre, un Diluvio que inunda nuestras almas y corazones con el Amor Divino.



Es por esto que las palabras del Ángel Gabriel calman el corazón de San José, porque si San José hubiera engendrado a Jesús, el Niño Dios no sería Dios, las tristezas de este mundo, nuestros enemigos y las tinieblas que nos circundan, no desaparecerían jamás y, lo que es peor, nunca habríamos sido hechos hijos de Dios por el bautismo. Pero, como dice el Ángel lo engendrado en la Virgen María proviene del Espíritu Santo”, y por eso nuestra alegría aumenta segundo a segundo, en el tiempo, anticipando la alegría eterna del Reino de los cielos en la otra vida.

viernes, 28 de diciembre de 2012

La Sagrada Familia



(Ciclo C - 2012)
         Los Padres de la Iglesia sostienen que la familia debe ser una “Iglesia doméstica”, y por este motivo es que la Iglesia nos pide en este Domingo, a días del Nacimiento de Jesús en Belén, que contemplemos a la Sagrada Familia, porque ella es modelo de santidad para toda familia católica.
El matrimonio virginal entre María Santísima y San José, se transforma en familia con el Nacimiento virginal y milagroso del Niño Jesús, y desde este momento, se convierte en el modelo único e insuperable de santidad para toda familia humana, pero de modo especialísimo, para la familia católica, y el motivo por el cual es modelo de santidad es porque todo en la Familia del Pesebre es santo: en esta Familia, todo lo humano se diviniza, y lo divino se humaniza; todo en ella remite a Dios Uno y Trino, porque Dios Uno y Trino es su centro, su culmen, su fuente, su punto de partida y su meta de llegada; todos sus pensamientos, sus deseos, sus obras, están en Dios Trinidad, porque de Él surgen y hacia Él tienden; en esta Familia, la santidad es el alimento de todos los días, y nada se dice ni se piensa ni se desea ni se hace, sino es en la más grande santidad de Dios, y para la mayor gloria de Dios; en esta Familia Santa no solo no hay ni el más mínimo fastidio, ni el más ligero enojo, ni la más leve impaciencia, y ni siquiera la más mínima imperfección, porque en esta Sagrada Familia todo es bondad y paz y amor en el Espíritu Santo, que todo lo llena, todo lo penetra, todo lo perfuma con su aroma exquisito; en esta familia se alaba y se agradece a Dios Trino por su inmensa majestad y bondad, por su infinita misericordia y por su eterno Amor, desde la madrugada hasta la noche, y durante toda la noche hasta la madrugada y continúa durante todo el día, y así todos los días y noches, sin cesar; en esta Familia, sólo se escuchan cantos de alabanzas, de honor y de adoración a Dios Uno y Trino, y al igual que los ángeles en el cielo no cesan, ni de noche ni de día, de alabar a la Trinidad, tampoco en esta Familia Santa decae ni por un instante la alabanza, la acción de gracias y la adoración a Dios Trino. En esta Familia, todo es paz, serenidad, alegría, amor, aun en medio de las tribulaciones, de las penas y de las pruebas de cada día, porque quien la sostiene, la alimenta, la guía y la ilumina con su Amor eterno, es Dios Uno y Trino.
         La Sagrada Familia es modelo para toda familia porque aunque por fuera, cuando se la mira con ojos humanos, parece una familia humana más –hay una madre, un padre, un hijo-, pero cuando se la mira con los ojos de Dios, se ve que encierra esta Familia Santa un misterio insondable.
Como dijimos, en esta Familia todo lo humano se diviniza, y todo lo divino, sin dejar de ser divino, se humaniza. Así, la Madre de esta familia, parece una mujer más de la región de Palestina, de hace dos mil años; parece una madre joven y primeriza más, una más entre las miles y miles de mujeres hebreas jóvenes que tienen un hijo por primera y única vez, y sin embargo, esta Mujer es la Mujer del Génesis, que aplasta la cabeza de la Serpiente con la fuerza omnipotente de su Hijo Dios; esta Mujer es la Mujer del Apocalipsis, que aparece revestida de sol, es decir, de la gracia y de la gloria divina; esta Mujer es la que logra, con la intercesión de sus ruegos, que la Santísima Trinidad en pleno, decida adelantar la Hora de la manifestación pública del Hombre- Dios, su Hijo Jesús, al autorizar a este, por pedido de la Virgen, la conversión del agua en vino para los esposos, en Caná; esta Mujer es la Mujer que la agonía de Jesús, se convierte en el don divino más preciado para los hombres, junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, al convertirla Jesús, como supremo testimonio de su testamento de Amor, en Madre de todos los hombres, al pie de la Cruz.
Así, esta Mujer, la Virgen María, es modelo para toda madre de toda familia católica, porque como la Virgen, la madre católica debe dedicar su vida a la atención de su esposo, de los hijos, del hogar, sin descuidar el deber de amor para con Dios, la oración permanente, devota, continua, confiada.
El Hijo de esta Familia Santa, aunque parece un pequeño Niño recién nacido, frágil, débil, y necesitado de todo, como todo pequeño niño recién nacido, es Dios Hijo, que se encarna en el cuerpo y en la naturaleza humana de un Niño, pero sin dejar de ser Dios. Este Niño, que es Dios, es modelo de sumisión y de amor a los padres, pues les obedece siempre y en todo momento, pero es también modelo de cómo cumplir la Voluntad de Dios, porque cuando debe separarse de ellos para “encargarse de los asuntos de Dios Padre”, como sucedió a los doce años, no duda ni un instante en hacerlo; es modelo de amor para todo hijo, porque Jesús, en cuanto Hijo de la Virgen e Hijo adoptivo de San José, fue siempre obediente, servicial, amable, dispuesto al sacrificio, basado en el gran amor que tenía a sus padres, María y José; Jesús alegraba los días de sus padres, no solo no dando nunca ningún motivo de reproche, sino obrando en todo momento con el más grande amor que jamás un hijo podría tener a sus padres, porque los amaba con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Jesús, el Niño Dios, el Hijo de José y de María, es modelo para todo hijo católico, porque durante toda su vida cumplió a la perfección el Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios: “Honrarás padre y madre”, pero sobre todo cumplió a la perfección este mandamiento en la Cruz, cuando derramó su Sangre por ellos, ya que por esta Sangre su Madre fue concebida sin mancha, y su padre adoptivo, San José, recibió la gracia de la castidad en grado sublime. Así como Jesús demostraba el amor a sus padres obedeciéndoles en todo y ayudándoles en las tareas domésticas y luego, ya de grande, trabajando en la carpintería, así el hijo cristiano debe honrar a sus padres con el respeto, la obediencia, y el servicio cotidiano.
El esposo de esta Familia Santa –esposo meramente legal, puesto que fue en todo momento sólo como un hermano para la Virgen- de María, y a la vez padre adoptivo del Niño Dios –pues su Padre desde la eternidad es Dios Padre-, es San José, varón justo, casto y puro, con un grado de santidad, de pureza, de castidad y de bondad divina no encontrados entre las creaturas humanas, y no podía ser de otra manera, pues aquel que había sido elegido desde la eternidad por la Trinidad para ser el Custodio de Jesús, no podía no tener la santidad, la castidad, la pureza y la inocencia en los grados en las que las poseía San José.
San José, varón casto y puro, es modelo para todo esposo, para todo padre, porque cumplió a la perfección, aquí en la tierra, el papel de sustituto de Dios Padre, al tener que cuidar a su Hijo adoptivo, que era Dios Hijo encarnado, y al tener que ser esposo meramente legal, de la Esposa del Espíritu Santo, María Santísima. Es modelo para todo padre cristiano que, al igual que San José, debe vivir la castidad matrimonial, y dedicar todas sus fuerzas y sus empeños en la custodia de los hijos y en la protección y amor de su esposa.
Sólo si la familia católica tiene por modelo a la Sagrada Familia podrá cumplir su designio divino y ser, como dicen los padres de la Iglesia, la “Iglesia doméstica”; sólo en la imitación de la Sagrada Familia podrá, la familia cristiana, ser fermento de transformación del mundo, porque sólo así podrá reflejar el Amor del Hijo de esta Familia, Jesús de Nazareth, que entregó su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el altar de la Cruz, y lo sigue entregando en cada Eucaristía, como alimento de vida eterna para las almas.  

domingo, 25 de diciembre de 2011

Lunes de la Infraoctava de Navidad 2011



La escena de la Navidad nos muestra una tierna y dulce imagen familiar: una madre con su niño recién nacido, un padre que mira extasiado la escena. Si meditamos acerca del Niño, al cual lo consideramos nuestro Redentor, y si consideramos ante todo los instantes posteriores al nacimiento, y si comparamos sus sufrimientos en el Portal de Belén con los de niños nacidos en las partes del mundo más desfavorecidas y en los lugares más desprotegidos y peligrosos, podríamos creer que el Niño Dios sufrió, pero no tanto, puesto que, si tenía hambre, la Virgen lo alimentó; si tenía frío, la Virgen lo arropó y San José encendió una fogata; si había oscuridad en la gruta de Belén, el mismo fuego proporcionó la luz. Además, y lo más importante, nació rodeado del amor de su Madre y de su padre adoptivo. Podríamos concluir que el Niño, si bien sufrió en Belén, no sufrió tanto como otros que nacen en lugares peores y en peores condiciones, por no citar a aquellos lamentables casos en los que, o no los dejan nacer, o apenas nacidos los arrojan como un residuo inservible.

Esto es lo que nos puede parecer a los ojos del cuerpo, a los ojos de la razón natural, a los ojos de una religión rebajada al nivel de la razón, pero no es lo que nos dice la fe, ni tampoco lo que nos dicen los santos. La fe nos dice que el Niño Dios, siendo el Redentor, sufrió con un sufrimiento infinito, desde el momento mismo de la Concepción.

Pero para que esas palabras "sufrimiento infinito" no queden en la mera consideración abstracta, sin mayor significado que un conocimiento conceptual, veamos qué nos dicen los santos, como por ejemplo Ana Catalina Emmerich, acerca del sufrimiento del Niño Dios en Belén: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manitas como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos de estos niños, sus padres les enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me dijo: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.

Es esta última frase de Jesús la que nos revela los padecimientos del Niño: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”. Desde el momento mismo en el que fue concebido, desde el momento mismo en que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad comenzó a inhabitar en la naturaleza humana de Jesús, comenzaron sus sufrimientos expiatorios, y así continuó sufriendo durante toda su infancia y su juventud, hasta la edad en la cual fue crucificado, momento en el que los sufrimientos interiores se consumaron exteriormente.

Jesús sufre de modo expiatorio por los pecados de los hombres, por los pecados de todos los hombres, de todos y de cada uno: los malos pensamientos, los malos deseos, las malas intenciones, los homicidios, las venganzas, las traiciones, las mentiras, las violencias. Sufrir de modo expiatorio quiere decir que padece en Él, en su Humanidad santísima, el castigo debido a quien comete el pecado, para librar al alma de ese pecado.

Siendo Dios y por lo tanto, Inocente, sufre el castigo que la Justicia divina tenía reservado para todos y cada uno de los hombres: cada mentira, cada robo, cada violencia, cada enojo, cada maldición, cada venganza, cada pecado de cualquier género, cometido por cada hombre singular nacido en este mundo, es sufrido por Jesús en su castigo, y de esto se deduce la inmensidad infinita de su sufrimiento y de sus padecimientos, desde el momento mismo en que es concebido virginalmente en el seno de María. Jesús sufre además todas las penas y todas las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, y ese es el motivo de uno de los títulos que le da la Escritura: "Varón de dolores" (Is 53, 3).

Pero hay otro dolor que le es inmensamente más grande, y es el que le provocan las almas para las cuales su sufrimiento será en vano, porque son todas aquellas almas que, voluntariamente, rechazan su sacrificio expiatorio y deciden condenarse, como modo de asegurarse el odio eterno a Jesucristo.

Cuando contemplemos la imagen del Niño, en el Pesebre, no nos dejemos engañar por nuestros ojos y por nuestra razón, puesto que la realidad es mucho más grande y misteriosa que lo que vemos y comprendemos: el Niño Dios, a pesar de ser arropado, abrigado, alimentado, por su Madre, y a pesar de recibir todo su amor y el amor de su Padre adoptivo, sufre de modo indecible por cada uno de nosotros, para liberarnos del pecado y salvarnos.