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miércoles, 15 de abril de 2015

“Dios entregó su Hijo al mundo para que el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”


“Dios entregó su Hijo al mundo para que el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16-21). Para tener el don de la Vida eterna, concedida por el Padre, es necesario hacer un acto de fe en el Hijo Unigénito de Dios Padre, Jesús de Nazareth: “para que el que crea en Él”. Ahora bien, este acto de fe, implica creer en su divinidad, tal como lo proclama el Magisterio de la Iglesia Católica, y no de cualquier manera: Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, el Unigénito del Padre, encarnado en una naturaleza humana, al asumir hipostáticamente, en la Persona del Verbo, esta naturaleza humana, de manera que las dos naturalezas, la humana y la divina, están unidas, sin mezcla ni confusión, en la Persona Divina del Verbo de Dios. Esta fe en Jesús en cuanto Dios hecho Hombre, esto es, en cuanto Hombre-Dios, implica la fe en su Presencia real en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, por cuanto la Eucaristía es la prolongación de la Encarnación y la actualización de la Pasión por el misterio de la liturgia eucarística. Solo este acto de fe conlleva el don de la promesa de vida eterna: “Dios entregó su Hijo al mundo para que el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”; de otra manera, con otra fe, no se posee la vida eterna. Pero además del acto de fe –o, mejor dicho, dentro del acto de fe-, se encuentran las obras que demuestran la fe, porque “la fe sin obras es una fe muerta” (cfr. St 2, 18-26); es decir, quien cree en Cristo Jesús en cuanto Hombre-Dios, debe obrar de manera tal que sus obras reflejen, extrínsecamente, su fe; de lo contrario, si no realiza obras, demuestra que, o no tiene fe, o su fe está muerta, o tiene una fe en un Cristo que no es el de la Iglesia Católica.

“Dios entregó su Hijo al mundo para que el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”. La entrega de su Hijo se renueva en cada Misa, en la Eucaristía; para obtener la Vida eterna, nuestro acto de fe debe completarse con las obras de misericordia, realizadas en favor de Cristo sufriente en el prójimo más necesitado.  

miércoles, 18 de junio de 2014

“Cuando oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’”


“Cuando oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’” (Mt 6, 7-15). Jesús enseña a sus discípulos a orar de una manera nueva, desconocida hasta entonces: enseña que a Dios se le puede dar el nombre de “Padre”. El calificativo de “Padre” dado por Jesús a Dios no se debe a un mero sentimentalismo ni por mera sensiblería: Jesús nos dice que llamemos a Dios “Padre” porque nos dona, por la gracia bautismal, el don de ser hijos adoptivos de Dios. Por el bautismo, el alma se convierte, de mera creatura, en hija adoptiva de Dios, porque la gracia la hace ser partícipe de la condición filial del Hijo de Dios. En otras palabras, por la gracia sacramental bautismal, el hombre se convierte, de simple creatura, en hijo adoptivo de Dios, al donarle Jesús, por participación, su filiación divina, la filiación con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad, y esto es un don que supera toda capacidad de comprensión.

“Cuando oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’”. Llamar a Dios “Padre” no puede nunca, para el cristiano, ser una rutina; llamar a Dios “Padre” no puede nunca dejar indiferente al cristiano, porque el solo hecho de decirle “Padre”, debe despertar en su alma el deseo de contemplarlo y amarlo por toda la eternidad, con el mismo Amor con el cual lo ama Dios Hijo, Cristo Jesús. El solo hecho de llamar a Dios “Padre” debería –al menos en teoría- constituir para el cristiano el alivio en las tribulaciones cotidianas, porque Dios es un Padre amoroso que, para salvar a sus hijos adoptivos, no dudó en sacrificar a su Hijo Unigénito en la cruz y no duda en prolongar y actualizar ese sacrificio en el altar eucarístico, para que sus hijos adoptivos se alimenten del Amor del Sagrado Corazón. Solo esto, el saberse amado por un Dios que es “Padre” amoroso, debería bastarle al cristiano, para vivir en paz y en alegría, e inundado por el Amor de Dios, aun en medio de las más duras y dolorosas pruebas.