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sábado, 30 de junio de 2018

“¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!”



(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2018)

“¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!” (Mc 5, 21-43). Jesús hace dos milagros, el milagro de la curación de la hemorroísa y un milagro llamado de resurrección, un milagro que demuestra que Él es Dios. Nos detendremos en el segundo milagro: ¿por qué se llama de resurrección y en qué consiste? ¿Por qué demuestra que Él es Dios? Cuando Jairo, el jefe de la sinagoga, acude a Jesús arrojándose a sus pies para pedirle por su hija, ésta se encuentra todavía viva, pero gravemente enferma, según se deduce de las palabras de Jairo: “Mi hijita se está muriendo”. No hay lugar a dudas de que aún está viva, pero está en un grave estado, incluso pareciera, por estas palabras, que ya ha entrado en agonía. El Evangelio no dice de qué enfermedad se trata, pero sea cual sea, es obvio que está en una fase terminal, que está grave y que, de no mediar una medicación adecuada, entrará en agonía y morirá, lo cual es lo que efectivamente sucede.
Jesús accede al pedido de Jairo y mientras se dirige a su casa para “imponerle las manos y curarla”, según el pedido de Jairo: “Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva”, sucede en el entretiempo el episodio con la mujer hemorroísa. Una vez finalizado este episodio, en el que Jesús hace un milagro de curación corporal, se acercan amigos y parientes de Jairo para avisarle que la niña ya ha muerto: “Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Por lo breve del episodio con la hemorroísa, no se puede decir que este episodio haya sido el causante de la demora de Jesús, sino que la enfermedad de la niña era tan grave, que entró en agonía y murió mientras Jesús se dirigía al lugar. Jesús no hace caso de las palabras de los amigos de Jairo, que le aconsejan que ya “no moleste al Maestro” porque la niña ya está muerta. Jesús le dice algo clave a Jairo: “No temas, basta que creas. Es decir, “No temas a la muerte; Yo Soy Dios, basta que creas que Yo Soy Dios Hijo encarnado, para que la niña vuelva a vivir”. Cuando Jesús llega, es evidente que la niña ha muerto, porque sucede todo lo que sucede cuando un ser querido fallece: el resto de los seres humanos, ante la muerte, entra en estado de conmoción y llora: “Sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba”. La gente lloraba y gritaba porque la niña había muerto. Es importante recalcar la muerte de la niña, porque los racionalistas argumentan que en realidad no estaba muerta, sino que había entrado en una especie de estado catatónico, con lo cual se reduce la grandeza del milagro de Jesús. El hecho de que sea Jesús quien diga que “la niña duerme” no es para desmentir su muerte, sino simplemente para calmar la angustia de los presentes: “Al entrar, les dijo: “¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme”. Que la niña esté muerta y no dormida cuando llega Jesús, lo demuestra el hecho de que, cuando lo escuchan decir esto, muchos de los asistentes “se burlan” de Jesús –“ Y se burlaban de Él”-, porque es evidente que cualquier ser humano, con un mínimo de sentido común, distingue entre el estar dormidos y el estar muertos. Es entonces cuando Jesús, acompañado de los padres de la niña y también de Santiago, Pedro y Juan, ingresa en la casa y obra el milagro de la resurrección: “Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: “Talitá kum”, que significa: “¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!”. En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro”.  
Se trata de un milagro de resurrección y no de simple curación, como en el caso de la hemorroísa, porque el alma de la hija del jefe de la sinagoga, Jairo, ya se había desprendido de su cuerpo, es decir, ya no estaba unida al cuerpo, ya no le comunicaba de su energía vital y es este hecho el que define a la muerte. La niña estaba muerta, irremediablemente muerta. Y Jesús la trae a la vida porque Él es el Dios que creó esa alma, que es vida, porque Él es la Vida Increada. No es que Jesús rogó a Dios para que la niña resucitara: Él, que es Dios Hijo en Persona, con su poder divino, unió el alma de la niña a su cuerpo muerto y la volvió a la vida. Que Jesús sea Dios Hijo encarnado queda entonces patente y de manifiesto no solo por el milagro en sí, sino por las palabras que utiliza al hacer el milagro: “Yo te lo ordeno, levántate”, es decir, “Yo, que Soy el que Soy; Yo, que Soy Dios Hijo encarnado, ordeno a tu alma que vuelva a unirse a tu cuerpo, para que vivas; Yo, que tengo el poder de dar la vida porque soy la Vida Increada, te devuelvo a esta vida terrena, uniendo tu alma a tu cuerpo, para que des testimonio de Mí y de mi divinidad, ante tus padres, ante esta gente y ante toda la humanidad, a lo largo del tiempo. Yo, que Soy tu Dios que te ha creado, que se ha encarnado para redimirte y que enviará al Espíritu Santo para santificarte, Yo te lo ordeno, levántate, vive, camina, da gloria a Dios con tu vida”.
En ambos milagros, en la hemorroísa y en Jairo, es la fe en su condición de Hijo de Dios encarnado, el elemento determinante para la realización de los milagros. Tanto la hemorroísa como Jairo creen que Jesús es Dios y por eso se postran ante Él.
Lo mismo que sucedió entre Jesús y la hemorroísa y Jairo, debe suceder con nosotros y la Eucaristía: debemos tener fe, la fe de la Iglesia Católica, en que la Eucaristía es el mismo y único Jesús, el Hijo de Dios, encarnado por nuestra salvación, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y postrarnos ante la Eucaristía, como lo hicieron la hemorroísa y Jairo. También con nosotros Jesús obra milagros de sanación y de resurrección espiritual, concediéndonos el perdón en la Confesión sacramental y su vida divina en la Eucaristía; también a nosotros, que estamos muertos por el pecado, nos dice: “Yo te lo ordeno, alma niña, alma pequeña, levántate por mi poder, el poder de Dios Salvador y glorifícame con tu vida, obrando la misericordia, evitando el pecado, viviendo en gracia todos los días de tu vida, y así resucitarás algún día para la vida eterna”.

lunes, 3 de febrero de 2014

“Yo te lo ordeno, levántate”




“Talitá, kum, Yo te lo ordeno, levántate” (Mc 5, 21-43). Las palabras de Jesús a la niña que yace muerta son las palabras de un Dios a la humanidad, su creatura amada, que para rescatarla de del dolor y de la muerte ha venido del cielo, se ha encarnado y ha subido a la cruz para Él mismo morir y dar su vida a cambio de la vida de la humanidad. Cristo en la cruz ha muerto para que el hombre, muerto como consecuencia del pecado, tenga vida por la gracia y luego viva para siempre, resucitando a la vida eterna en los cielos.
Con su Encarnación, Jesús asume en sí a toda la Humanidad y con su agonía en el Huerto de Getsemaní y con su muerte en la Cruz, sufre los dolores y las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, al tiempo que con la Sangre que brota de sus heridas abiertas por los golpes, las flagelaciones y los clavos de la cruz, lava y quita los pecados, insuflando con su Sangre en los hombres la Vida nueva de la Trinidad. De esta manera, Jesús no es solo el Cordero que quita el pecado y la muerte del mundo al lavar las almas con su Sangre cuando esta se derrama desde la cruz, sino que es también el Cordero que da la Vida de Dios Uno y Trino a las almas al infundirles, junto con su Sangre, el Espíritu Santo, Espíritu que les comunica la Vida y el Amor Divinos.
“Yo te lo ordeno, levántate”. El mismo Cristo que resucitó a la niña del Evangelio, comunicándole de su fuerza omnipotente divina, volviéndola a la vida, es el mismo Jesús que, desde la Eucaristía, nos comunica de su vida divina y gloriosa, resucitada, haciéndonos participar, ya desde ahora, desde la caducidad de esta vida terrena, de su resurrección. Por lo tanto, no hace falta que experimentemos la muerte física, como la niña del Evangelio, para que recibamos la omnipotencia de la fuerza de la resurrección de Cristo, porque Él nos la comunica desde la Eucaristía: así como para la niña del Evangelio las palabras de Jesús significaron salir de la muerte para entrar en la vida, así también para nosotros la comunión eucarística significa recibir en germen la vida gloriosa de Jesucristo que nos hará resurgir, luego de nuestra muerte terrena, a la vida eterna en los cielos.

lunes, 4 de febrero de 2013

“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”



“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas” (Mc 5, 21-43). Jesús obra dos milagros que demuestran su condición de Hombre-Dios: cura a la mujer hemorroísa, y resucita a la hija del jefe de la sinagoga, Jairo. Además de tener en cuenta la espectacularidad de la obra, los dos milagros se caracterizan porque previo a su realización, los destinatarios de los milagros, la mujer hemorroísa y Jairo, el padre de la niña, demuestran una fe sólida. La mujer demuestra la fe cuando dice: “Con sólo tocar su manto, quedaré curada”; es decir, la fe de esta mujer es tan grande, que no le importa que Jesús ni la mire, ni le dirija unas palabras, como en otros milagros; para ella lo único necesario es tocar su manto, porque siendo el manto del Hombre-Dios, quedará curada. Su fe es tan fuerte, que no le importa que Jesús ni siquiera la mire; basta con tocar su manto. Con Jairo, el jefe de la sinagoga, sucede lo mismo: su hija agoniza, pero tiene fe en Jesús; todavía más, su hija ya ha muerto, antes de que llegue Jesús, pero sigue creyendo, y todavía más fuerte, porque Jesús le dice: “Basta que creas”. Es decir, Jesús le dice que no importa que haya muerto, basta que siga creyendo como hasta ese entonces. Y al igual que con la mujer hemorroísa, la recompensa a tan grande fe, es la concesión de algo que parecía imposible, y es la resurrección de su hija que ya había fallecido.
“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”, les dice Jesús a la mujer hemorroísa y a Jairo, respectivamente, incentivándolos a creer, a tener fe. Por supuesto que se trata de la fe en Él como Hombre-Dios, como Cordero de Dios, como Segunda Persona de la Santísima Trinidad, como Dios Hijo encarnado por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen; no se trata, en absoluto, de la perversión de la fe de las sectas.
En este sentido, es lastimoso constatar cómo muchísimos católicos desperdician el don de la fe recibido en el bautismo para volcarse a los ídolos, en vez de crecer en la fe en Cristo Dios. Estos tales, deberían tomar ejemplo de la mujer hemorroísa y de Jairo, y creer en Jesús como Dios y Hombre perfecto. Pero también nosotros debemos fijarnos en estos personajes del Evangelio porque en la enfermedad de la hemorroísa y en la muerte de la hija de Jairo están representadas también nuestras almas, enfermas o muertas por el pecado, y el único que puede curarnos y volvernos a la vida es Jesús.
Es por esto que debemos preguntarnos: si la mujer hemorroísa se curó con sólo tocar el manto de Jesús; ¿qué debería ocurrir con nosotros, que tomamos contacto no con una tela inerte como el manto, sino con su Sagrado Corazón Eucarístico, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y del Amor de Dios?
Si la hija del jefe de la sinagoga volvió a la vida con el solo hecho de que Jesús le dijera: “Talitá kum”, es decir, “Yo te lo ordeno, ¡levántate!”, ¿qué debería suceder con nuestra vida espiritual y nuestra santidad, desde el momento en que Jesús, más que hablarnos, viene a nuestros corazones en Persona, en cada comunión eucarística?
Debemos por lo tanto meditar en el tamaño y en la solidez de nuestra fe en Cristo Dios, recordando las palabras de Jesús: “Si tuvierais fe del tamaño de un grano de mostaza, le diríais a la morera: “Muévete y plántate en el mar”, y la morera se plantaría en el mar” (cfr. Lc 17, 6). Si no sucede así, quiere decir entonces que nuestra fe es muy débil. Pero lo que podemos hacer es unir nuestra débil fe a la fe de la Iglesia, fe por la cual sucede un prodigio inimaginablemente más grande que una morera se desarraigue y se plante en el mar: por la fe de la Iglesia, el Dios de infinita majestad, desciende de los cielos eternos a esa parcela de cielo en la tierra que es el altar eucarístico, obedeciendo a las palabras del sacerdote ministerial, convierte la materia inerte del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, y se queda en la Eucaristía para donar todo el Amor de su Sagrado Corazón al alma que lo recibe con fe y con amor.
“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”. Si unimos nuestra débil fe a la fe de la Iglesia, obtendremos un milagro más grande que la curación de una enfermedad o incluso el volver a vivir la vida terrena: recibiremos la Eucaristía, el Sagrado Corazón de Jesús, vivo y palpitante con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y junto con Él, recibiremos en esta vida, en anticipo, la vida eterna.