Mostrando entradas con la etiqueta Jueves Santo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jueves Santo. Mostrar todas las entradas

domingo, 31 de marzo de 2024

Jueves Santo

 



(Ciclo B – 2024)

         En la Última Cena, Jesús, antes de comer la cena pascual, lava los pies a sus Apóstoles. Esta tarea, la de lavar los pies, era una tarea reservada a los esclavos, por lo cual Jesús nos está dando una muestra infinita de humildad y de amor al prójimo. En efecto, si Él, siendo Dios Hijo encarnado, y por lo tanto, siendo Dios Creador, Redentor y Santificador, se humilla haciendo una tarea propia de esclavos y lo hace solo para demostrarnos su Amor y para darnos ejemplo de cómo debemos obrar para con nuestro prójimo, entonces nosotros, que somos “nada más pecado”, no podemos hacer otra cosa que obrar de la misma manera. Jesús sabe bien que el pecado original, entre otras cosas, nos ha herido dejándonos diversos vicios y pecados, entre ellos el orgullo y la soberbia, que nos hace considerar a nuestro prójimo como inferior a nosotros y a nosotros como si fuéramos superiores a cualquiera. Al darnos este ejemplo de humildad, Jesús nos enseña cómo debemos abatir nuestro orgullo, nuestra soberbia, para imitarlo a Él en la virtud de la humildad. Es obvio que no quiere decir que esta virtud se ejercite solamente de esta manera, porque hay muchas maneras de ejercitar la virtud de la humildad, pero una de las principales es en el servicio cristiano del prójimo, sobre todo del más necesitado. Si Jesús, siendo Dios, se humilla realizando una obra propia de esclavos, entonces nosotros debemos hacer lo mismo, para imitarlo a Él, para abatir nuestro orgullo, para crecer en la virtud de la humildad, que es la virtud que más nos asemeja a Jesucristo y que es la virtud pedida explícitamente por Él para que la practiquemos: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Imitando a Jesús en su humildad, aprenderemos a sofocar nuestro orgullo y nuestra soberbia, que nos asemeja al Ángel caído en su rebelión contra Dios. Imitando a Jesús en su humildad, seremos capaces, por su gracia, de realizar obras de misericordia corporales y espirituales para con nuestros prójimos, lo cual nos abrirá las Puertas del Reino de los cielos cuando llegue el momento de partir de esta vida a la vida eterna. Quien no se haya esforzado por imitar a Jesús en su humildad, tendrá su corazón lleno de soberbia y orgullo y así le será imposible ingresar en el Reino de Dios, por eso es que Jesús no nos enseña a simplemente ser solidarios, sino a ganarnos el Reino de Dios a través de la humildad y de la misericordia.

         Pero en la Última Cena Jesús, además de enseñarnos a ganar el Reino de los cielos, realiza un milagro que supera infinitamente a cualquier otro milagro, el Milagro de los milagros y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, es decir, instituye el Sacramento de la Eucaristía y esto lo hace para permanecer entre nosotros, con nosotros y en nosotros -cuando lo recibimos en gracia por la Comunión Eucarística- “todos los días, hasta el fin del mundo”, cumpliendo así su promesa de no dejarnos solos, aun cuando Él regrese al Padre por el sacrificio de la cruz. En la Última Cena Jesús, entonces, nos da el ejemplo de su humildad y de su amor misericordioso para que nosotros, imitándolo a Él, crezcamos en la humildad y en la misericordia y así nos hagamos capaces de ganar el Reino de los cielos, pero además, no solo nos deja su ejemplo, sino que nos deja la fuente de la humildad y de la misericordia divina, su Sagrado Corazón Eucarístico, para que alimentándonos de su divinidad en la Eucaristía, recibamos de Él su humildad y su misericordia, única forma de ingresar al Reino de los cielos al fin de nuestra vida terrena.

lunes, 3 de abril de 2023

Jueves Santo


Jesús, Juan y Judas Iscariote, 
en la Última Cena.


Las dos acciones principales de Jesús en el Jueves Santo -la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio ministerial- son la muestra del Amor infinito, eterno, incomprensible, inefable, que Jesús tiene por su Iglesia, por los hombres, por toda la humanidad, aun de aquellos que no lo aman, aun de aquellos que lo odian y lo seguirán odiando por la eternidad. Jesús sabe, como Dios que Es, que va a morir como hombre en la cruz; sabe también que por medio del Santo Sacrificio de la Cruz regresará, glorioso y triunfante, al seno del Padre, de donde vino, con su Cuerpo y su Sangre glorificados, resucitados. Sabe que por la Cruz del Calvario regresará al seno del Padre, glorioso y triunfante, como Rey invicto y siempre victorioso. Pero como nos ama tanto, al mismo tiempo que regresa al Padre, quiere quedarse entre nosotros -uno de sus nombres es "Emanuel", Dios con nosotros-, para aliviar nuestras penas, para consolarnos en las fatigas, para llevar nuestras propias cruces en nuestro Via Crucis hacia la eternidad y para eso instituye la Eucaristía, memorial de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, es decir, instituye el Santísimo Sacramento del altar, el Sacramento más admirable de todos los sacramentos, que se configura en esa parte del Cielo que es el Altar Eucarístico; en la Última Cena, instituye el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía, en donde Él se quedará en Persona, no en modo simbólico ni metafórico, sino en Persona, en su realidad de Ser Persona Segunda de la Trinidad, encarnada y que prolonga su Encarnación en la Eucaristia, para estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, cumpliendo así su promesa de no abandonarnos: "Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo". 

Ahora bien, para que la Eucaristía sea posible, instituye el sacerdocio ministerial, sacerdocio distinto al bautismal de los fieles y sin el cual no hay Eucaristía posible. Es un grave error pensar que el bautizado, porque posee el sacerdocio bautismal, puede ofrecer la Eucaristía, eso solo lo puede hacer el sacerdote ministerial. Si no hay sacerdocio ministerial, no hay forma de confeccionar el Santísimo Sacramento del altar; si no hay sacerdocio ministerial, la Iglesia no puede ofrecer al Padre el Santo Sacrificio del altar, porque el sacerdocio bautismal, el sacerdocio común de los fieles, no tiene en absoluto potestad alguna para confeccionar el Sacramento del altar; sin sacerdocio ministerial, no hay ninguna posibilidad de ofrecer a la Santísima Trinidad el Sacrificio Santo, Perfecto, Único, la Carne, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Sin sacerdocio ministerial, no hay Presencia Personal de Dios en la tierra; es decir, Dios está Presente con su omnipotencia divina, manteniendo en el ser a toda la Creación, pero su Presencia en Persona, como Persona Segunda de la Trinidad, tal como se encuentra en la Eucaristía, no es posible si no es a través del sacerdocio ministerial, sacerdocio instituido por Cristo y que solo puede ser ejercido por el varón, legítimamente ordenado por un sucesor de los Apóstoles, es decir, los obispos. Por esto, cometen un grave atentado contra la constitución, la unidad y la santidad de la Iglesia, divinamente formada, quienes pretenden rebajar el sacerdocio ministerial, equiparando el sacerdocio bautismal al ministerial, o quienes pretenden la ordenación de mujeres, desafiando así temerariamente al Fundador de la Iglesia Católica, Nuestro Señor Jesucristo. En nuestros días, a través de enteras conferencias episcopales, como la Conferencia Episcopal Alemana, a la que se unen también la Francesa y la Belga, hombres temerarios y siniestros, que no tienen temor de Dios, buscan por todos los medios quitar de en medio al sacerdocio ministerial, instituido por Nuestro Señor Jesucristo en la Última Cena, para así quitar de en medio a la Eucaristía y esto por medio de un movimiento subterráneo de apostasía, que está saliendo a la superficie cada vez con más fuerzas. Se cumple en nuestros días lo que advirtiera proféticamente San Pío X: "Hay un gran movimiento de apostasía, organizado en todos los países, para el establecimiento de una iglesia universal, que no tendrá ni dogmas, ni jerarquía, ni regla para el espíritu, ni freno para las pasiones" (Encíclica Notre Charge Apostolique). Una iglesia sin jerarquía, sin sacerdocio ministerial que esté en grado de llevar a cabo el Santo Sacrificio del Altar, sería una Anti-iglesia, una Contra-Iglesia, una iglesia que llevaría solo el nombre de "católica", pero que no sería de ninguna manera la Esposa Mística del Cordero, porque no tendría la Eucaristía, que es el Corazón de la Iglesia y no tendría el Amor del Corazón de la Iglesia, el Espíritu Santo. Una tal iglesia, sin sacerdocio ministerial, sería una iglesia muerta, sin la vida de Dios, sin el Corazón de Dios y sin el Amor de Dios.

La conmemoración del Jueves Santo no es un mero recuerdo de la memoria: es una actualización, por medio del misterio de la liturgia eucarística, de los dos grandes dones otorgados por el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo a su Esposa, la Iglesia Católica: la Sagrada Eucaristía y el sacerdocio ministerial. Sin sacerdocio ministerial, no hay Eucaristía; sin Eucaristía, no hay Presencia de Dios en la tierra.

lunes, 6 de abril de 2020

Jueves Santo: La Última Cena


La última cena de Jesús fue un miércoles
(Ciclo A – 2020)

          En la Última Cena y sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), movido por su amor misericordioso, deja para la Iglesia dos dones, dos instituciones, el sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La Sagrada Eucaristía, para que sirva de alimento exquisito y super-substancial, que alimente con la vida eterna de Dios Trino, a todas las generaciones de fieles discípulos suyos, que lo seguirán hasta el fin del mundo; el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia pueda confeccionar la Sagrada Eucaristía y “hacerlo en memoria suya” hasta que Él vuelva. Tanto uno como otro sacramento, entonces, son de institución divina, es decir, no son invención del hombre: la Eucaristía no puede ser confeccionada sin el sacerdocio ministerial, y el sacerdocio ministerial no tiene sentido sin la Eucaristía.
          Eucaristía y Sacerdocio ministerial son, entonces, dones del Sagrado Corazón de Jesús, del amor de infinito de su divina misericordia, que prevé con anticipación que los hombres necesitarán el alimento eucarístico, el Pan del cielo, que concede la vida eterna a quien lo consume y, por otro lado, necesitarán del sacerdocio y de sacerdotes, que estén en grado de perpetuar el Santo Sacrificio del altar.
          En la Última Cena, Jesús lleva a cabo lo que podemos decir que es la Primera Santa Misa, porque convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, aunque sea todavía necesario que se consume el Santo Sacrificio de la Cruz. A partir de entonces, cada Santa Misa celebrada por un sacerdote ministerial, renovará, de forma incruenta y sacramental, al Santo Sacrificio del Calvario, constituyendo la Santa Misa -y por lo tanto la Eucaristía- una sola unidad y un solo sacrificio, el de la Santa Cruz. Quien asiste a la Santa Misa, asiste por lo tanto al Santo Sacrificio del Viernes Santo, llevado a cabo en la Cruz. Allí Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, por nuestra redención, por nuestra salvación; en la Santa Misa, de modo invisible, insensible, incruento y sacramental, Jesús realizará sobre el altar eucarístico -a través de la persona del sacerdote ministerial- el mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz. De ahí que quien asista a la Santa Misa debe asistir como si asistiera al Sacrificio del Gólgota, realizado hace veintiún siglos.
          Al conmemorar el Jueves Santo de la Pasión del Señor, recordemos los dones del amor misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús, la Eucaristía y el Sacerdocio ministerial; agradezcamos con toda el alma por ello y asistamos a la Santa Misa como si Jesús estuviera en el altar, en lugar del sacerdote ministerial y como si la Santa Misa fuera el Santo Sacrificio del Viernes Santo.

jueves, 29 de marzo de 2018

Jesús en la prisión



         Luego de ser traicionado y entregado por Judas Iscariote, Jesús es apresado en el Huerto por los guardias al servicio de Caifás. Encadenado y luego de ser conducido ante Anás y Caifás, es trasladado a la prisión. Jesús ha recibido ya la condena de muerte. Él, que es el Cordero Inmaculado, ha sido condenado a muerte por los hombres caídos en el pecado. Él, cuya pureza divina hace palidecer al sol, es condenado a morir para salvar a los hombres que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”. El juicio ha sido injusto; los testigos han dicho solo falsedades. Jesús es condenado por decir la verdad acerca de Dios: Dios es Uno y Trino; Dios Padre es su Padre y Él es Dios Hijo y ambos, el Padre y el Hijo, envían a Dios Espíritu Santo al mundo. El juicio es injusto y mucho más la condena, porque no se puede condenar a nadie sobre la base de falsedades, medias verdades y mentiras y mucho menos se puede condenar, por decir la verdad, a Aquel que es la Verdad Encarnada, Cristo Jesús. Quienes han armado el juicio y hecho desfilar los testigos falsos, no tienen a Dios por Padre, sino al Demonio, porque el Demonio es “el Padre de la mentira” (cfr. Jn 8, 44). Nunca jamás está asistido por el Espíritu de Dios quien dice mentiras. La mentira brota del corazón humano infectado por el pecado, ya que es uno de sus frutos envenenados, como lo dice Jesús: “Es del corazón del hombre de donde surgen toda clase de cosas malas” (cfr. Mt 15, 21-23). Y luego enumera una larga serie de pecados, entre ellos, “las malas intenciones”, es decir, la mentira: “(…) las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la difamación, el orgullo el desatino”. La mentira puede también ser inducida por el Padre de la mentira, Satanás. Es decir, o proviene del hombre y su corazón corrompido por el pecado, o proviene de Satanás, o proviene de ambos, pero jamás de Dios. Nunca jamás provienen de Dios la mentira, el error, el cisma, la herejía, la falsedad, el engaño. Jesús, el Cordero Inmaculado, es la Verdad Absoluta de Dios encarnada; en Él no solo no se hayan jamás la mentira y el engaño, sino que resplandece la Verdad de Dios con todo su divino esplendor. Dios es Uno y Trino y Él, Jesús de Nazareth, es Dios Hijo encarnado, que ha venido al mundo para vencer al Demonio, para quitar el pecado del corazón del hombre y para destruir a la muerte, por medio de su sacrificio en cruz. Pero por decir la Verdad, aquellos que están guiados por el Príncipe de la mentira, lo condenan a muerte. Es un juicio inicuo y una muerte injusta, pero Jesús todo lo sufre con Amor y por Amor a Dios, su Padre, y por Amor a los hombres, a los cuales salvará al ofrecerse por ellos en el Ara Santa de la cruz.
         Ya en la prisión, habiendo recibido la sentencia de muerte, Jesús queda solo. Pero no descansan ni el Pensamiento de su Mente ni el Amor de su Corazón. Solo, en la prisión, sabiendo que ha de morir en pocas horas más, Jesús piensa en mí a cada segundo y en cada latido de su Sagrado Corazón, pronuncia mi nombre. Sí, Jesús, condenado a muerte, no piensa en Él; no piensa en lo injusto de su situación; no piensa en sus enemigos, que lo han condenado a morir; no piensa en nadie más que no sea en mí. Con su Sagrado Corazón me ama, a cada latido y con su poderosa Mente divina, piensa en mí y me nombra por mi nombre; puesto que Él es Dios eterno, el tiempo de cada hombre y de la humanidad entera están ante Él como un solo presente y es por eso que ve el momento en que Él mismo creó mi alma; el momento en el que la unió a mi cuerpo en el seno de mi madre; ve mi nacimiento, mi infancia, mi juventud, mi vida toda. Ve el día en el que infundió su Espíritu en mi espíritu por el bautismo; ve el día en el que por primera vez me alimenté de su Cuerpo y su Sangre; ve todas las veces en que su Divina Misericordia descendió sobre mi alma luego de confesar mis pecados. Ve mis alegrías y mis tristezas; ve mis esperanzas, mis desilusiones, mis fracasos y mis logros; ve a quienes amo y a quienes no amo; ve mis caídas y ve también mis pedidos de auxilio dirigidos a Él; ve también mis momentos de oscuridad, en los que pierdo el sentido de la vida y no recuerdo que Él me quiere consigo en el Reino de los cielos y que esta vida terrena es sólo una prueba, que se supera con el amor demostrado a Él y a su Padre Dios. En la prisión, Jesús no se acuerda de que hace días que no come y no bebe nada y por lo tanto desfallece de hambre y de sed: se acuerda en cambio de que tiene hambre y sed de mi alma y de amor y suspira entristecido porque se da cuenta que la mayoría de las veces no pienso en Él, sino en mí mismo y en mis cosas. En la prisión, Jesús no se acuerda que hace días que no duerme, sometido a la tensión de sus enemigos que desean su muerte, pero sí piensa en mi descanso y para que yo descanse, me deja su Corazón en la Eucaristía, para que en la adoración eucarística yo pueda, imitando a Juan Evangelista, reposar mi cabeza en su Sagrado Corazón, escuchar sus latidos de Amor y así, embriagado por su Divino Amor, descansar de tantas humanas fatigas, la inmensa mayoría de las veces, inútiles. En la prisión, Jesús ve toda mi vida, desde que fui concebido, hasta el día en que he de morir; ve el momento de mi Juicio Particular y ve mi destino eterno y para que yo pueda presentarme ante Él en el Juicio Particular, con las manos cargadas de obras de misericordia, es que me deja su Corazón Eucarístico, lleno del Amor de Dios, para que alimentándome yo de su Amor, pueda ser misericordioso con mis hermanos más necesitados y así escuchar, al final de mi vida terrena y al inicio de mi vida eterna, estas dulces palabras salidas de su boca: “Ven, siervo bueno, porque fuiste fiel en el Amor, entra a gozar de tu Señor”. Pero Jesús se apena cuando se da cuenta de que casi siempre, atraído por los falsos brillos multicolores del mundo y por sus cantos inhumanos, me olvido de su Presencia Eucarística, no me alimento del Amor de su Sagrado Corazón y mi corazón se vuelve oscuro y frío, porque no tiene en Él el Amor de Dios. En la prisión, Jesús está solo. Pero su Mente piensa en Mí y su Corazón late de Amor por mí. Sólo por mí. El Hombre-Dios, en su prisión de amor, el sagrario, renueva la soledad de la prisión de la noche del Jueves Santo y renueva también sus pensamientos y sus latidos de amor por mí. Jesús no quiere salir de la prisión; no quiere que su Padre envíe decenas de legiones de ángeles para liberarlo: Jesús quiere permanecer en prisión, quiere sufrir hambre, sed, cansancio, estrés, pena, dolor, solo para que yo lo visite. A esto se le suma la gran tristeza de su Corazón, al comprobar que yo, el Jueves Santo, que tengo la oportunidad de estar con Él en la prisión –toda la Iglesia está ante su Presencia en la Pasión-, me distraigo con los vanos entretenimientos del mundo. La tristeza de su Sagrado Corazón se hace más y más oprimente cuando Jesús ve que, en vez de acudir yo a visitarlo en su Prisión de Amor, el sagrario, prefiero dormir, como los discípulos en Getsemaní (cfr. Mt 26, 40). ¡Jesús está en la prisión del Jueves Santo y en la Prisión de Amor, el sagrario, solo para que yo le diga que lo amo! Dios Padre le ofrece a los ángeles más poderosos del ejército celestial, para liberarlo si Él así se lo pidiera, pero Jesús no quiere ser liberado: Jesús quiere permanecer en la cárcel solo por amor a mí, solo para que yo vaya a visitarlo y decirle que lo amo. ¿Y yo qué hago? ¿Me divierto? ¿Me olvido de Jesús? ¿Pienso solo en mí? ¡Cuánta ingratitud de mi parte, oh amadísimo Jesús! ¡Oh Madre mía, Nuestra Señora de la Eucaristía! Tú también sufres, pero no solo por tu Hijo Jesús, prisionero y condenado a muerte injustamente, sino también por mí, porque siendo yo reo de muerte, justamente condenado, no me decido a acudir a los pies de mi Salvador, Cristo Jesús, que por mí está en la Eucaristía noche y día, mendigando de mí una mísera muestra de amor! Virgen Santísima, puesto que mi amor es casi nada, dame del amor de tu Inmaculado Corazón, para que pueda yo, postrado a los pies de Jesús Eucaristía, pensar en Jesús y amar a Jesús, así como Él, en el Jueves Santo y en su Prisión de Amor, piensa en mí y me ama sólo a mí.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Jueves Santo



"La Última Cena"
(Jacobo Tintoretto)

(Ciclo B – 2018)

         Sabiendo Jesús que ya había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe que ha llegado la hora de su Pascua, de su Paso de esta vida a la vida eterna; sabe que ha llegado la hora de regresar al seno del Eterno Padre, de donde procede eternamente; sabe que ha llegado la hora de dejar este mundo y regresar a la gloria eterna del Padre en cuyo seno vivía desde la eternidad. Por eso es que, movido por el Amor de su Sagrado Corazón, llevando ese Amor hasta el fin, todo lo que realiza en la Última Cena -como así también todo lo que realiza desde la Encarnación misma- está destinado a demostrarnos su Amor por nosotros: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial, el lavado de pies de sus Apóstoles, el trato de amistad al traidor Judas Iscariote, aun sabiendo que era quien lo había traicionado. Jesús sabe que ha llegado su Pascua, su Paso, su Hora de regresar al Padre, pero al mismo tiempo ha prometido quedarse con nosotros -en esta tierra, en esta vida, que es un valle de lágrimas- “todos los días, hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20) y para cumplir esta promesa es que instituye el Sacramento de la Eucaristía, por el cual dejará su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el Santísimo Sacramento del Altar. Pero en el Jueves Santo instituye además el sacerdocio ministerial para que la Iglesia, mediante la transmisión de este poder sacerdotal participado directamente de Él, Sumo y Eterno Sacerdote, tenga la capacidad de perpetuar el Santo Sacrificio de la Cruz sacramentalmente, por medio de la Santa Misa, confeccionando la Eucaristía y permitiendo que Jesús se quede entre nosotros como el Emanuel, como “Dios con nosotros” (cfr. Mt 1, 23), en la sagrario y en la Eucaristía.
Para cumplir su promesa de quedarse con nosotros todos los días, Jesús instituye la Eucaristía en la Última Cena que por esto se convierte en la Primera Misa: Jesús celebra la Primera Misa de la historia cuando Él, el Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. De esta manera, permanece así en la Eucaristía con su Ser y su Persona divinos, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el Cáliz de modo anticipado, antes de entregar su Cuerpo en la Cruz y derramar su Sangre en el Calvario. Ordena a la Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, repita esta acción suya a través de la historia: “Haced esto en memoria mía” (cfr. Lc 22, 19), para que así Él pueda cumplir su promesa de quedarse en el sagrario y en la Eucaristía, con nosotros, todos los días, hasta el fin del tiempo. Jesús nos ama tanto, que aunque regresa al Padre por el sacrificio de la cruz, por el sacrificio del altar, la Santa Misa, se queda al mismo tiempo como Emanuel, como “Dios con nosotros” en la Sagrada Eucaristía.
El sentido del sacrificio de Jesús, que comienza en la Última Cena de modo sacramental al instituir la Eucaristía y llega a su plenitud en la cima del Monte Calvario el Viernes Santo, es que Cristo Dios ha venido para destruir la muerte, que como un siniestro manto se cierne sobre nosotros desde Adán y Eva; ha venido para quitar el pecado de nuestras almas, que como maligna herida hunde sus raíces en nuestros corazones y en nuestras almas; ha venido para vencer para siempre a la Serpiente Antigua, el Diablo, Satanás, “por cuya envidia entró en el mundo la muerte” y es para cumplir este su misterio pascual de muerte y resurrección es que se despide de sus Apóstoles en la Última Cena, pero para que nosotros tengamos el consuelo del acceso permanente a su Santo Sacrificio de la Cruz, por el cual obtenemos de modo anticipado el fruto de su sacrificio que es la vida eterna –la vida de la gracia, por la cual obtenemos el triunfo sobre la muerte y por la cual vencemos sobre el Demonio- es que Jesús se queda en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía, instituyendo al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia tenga, hasta el fin del tiempo, acceso a la Fuente de la Vida eterna, su Santo Sacrificio en Cruz.
         Además de dejarnos, más que el ejemplo de su caridad, su Amor mismo, que late en la Sagrada Eucaristía, en la Última Cena Jesús también nos deja ejemplo de extrema humildad, porque siendo Él Dios en Persona, se arrodilla ante sus discípulos, se ata una toalla a la cintura y les lava los pies, haciendo una obra que era propia de esclavos, porque eran los esclavos los que lavaban los pies a sus señores antes de sentarse a la mesa, aunque también era un gesto de hospitalidad reservado al dueño de casa, que así atendía a sus invitados más ilustres. De una u otra forma, sea gesto de esclavos o del dueño de casa, es un acto de profunda humildad. Pero además, el lavatorio de los pies era, en el Antiguo Testamento, el ritual de purificación sacerdotal: Dios instituye el lavatorio de los pies de los sacerdotes para que se acerquen purificados al altar. Así, en Éxodo 30, 20 dice: “Antes de entrar en la Tienda del Encuentro se han de lavar con agua para que no mueran; también antes de acercarse al altar para el ministerio de quemar los manjares que se abrasan en honor de Yahveh”. Cuando el Señor reprende a Pedro, éste le pide entonces ser lavado completamente, pero Jesucristo le dice que ellos ya están limpios  por el agua del bautismo excepto Judas el traidor. Con respecto al rito de lavado de los pies como rito de purificación sacerdotal, continúa así la Sagrada Escritura: “Y se lavarán las manos y los pies para que no mueran; y será estatuto perpetuo para ellos, para Aarón y su descendencia, por todas sus generaciones” (Éx 30, 21); en Éxodo 40, 7: “Pondrás la pila entre la Tienda del Encuentro y el altar, y echarás agua en ella”. En Levítico 8, 6-7, Moisés purifica a los sacerdotes con agua  antes de consagrarlos: “Moisés mandó entonces que Aarón y sus hijos se acercaran y los lavó con agua. Puso sobre Aarón la túnica y se la ciñó con la faja; lo vistió con el manto y poniéndole encima el efod, se lo ciñó atándoselo con la cinta del efod”.
         Ahora bien, en el Nuevo Testamento, el significado del lavado de los pies de Jesús a los Apóstoles tiene otro significado y es el de la pureza necesaria del alma, por la acción de la gracia santificante, para acercarnos al Sagrado Banquete en el que se sirve el Manjar celestial: la Carne del Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Es decir, es tan grande la santidad de esta mesa que es la Eucaristía, que solo se pueden acercar quienes han sido purificados, no por el agua sobre el cuerpo, sino por la acción de la gracia santificante en el alma. Si para asistir a un banquete alguien lo hace vestido pulcramente, con ropa de fiesta, pulcro y perfumado, mucho más, para asistir a la Santa Misa, el alma debe asistir con la ropa de fiesta y lavada y perfumada, que es la pureza concedida por el estado de gracia. El polvo y el barro que se adhieren a los pies son símbolos de las impurezas del alma que, por pequeñas que sean, deben ser lavadas del alma para que el alma pueda acercarse, pulcramente, ante el altar del Cordero[1].
Jesús no deja además ejemplo de extrema mansedumbre, porque deja este mundo con la mansedumbre de un cordero –por eso el nombre de “Cordero de Dios”- y es la virtud que específicamente pide para que aquellos que lo aman, demuestren que lo aman imitándolo en su mansedumbre: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
         Jesús sabe que es traicionado por Judas, el cual ha sido poseído por Satanás por haber libremente elegido servir al dinero y no a Dios –“Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”- y a pesar de eso, no condena a quien lo habrá de traicionar, sino que le lava los pies, dándole a él, como a los demás, la suprema muestra de amor, de caridad y de humildad dadas a todos los demás Apóstoles. Así Jesús nos da ejemplo de amor a los enemigos, cumpliendo Él mismo en primera persona y por experiencia propia, el mandamiento nuevo del –Amor que nos deja: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado (…) amen a sus enemigos”. Es por eso que el cristiano debe ser como Jesús: manso, humilde, caritativo, y si no lo es, o al menos no intenta serlo, no puede llamarse “cristiano” y es indigno de llevar ese nombre.
         “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Como cristianos, celebramos la Última Cena, que es la Primera Misa, pero no hacemos un mero recuerdo piadoso de la Última Cena: por el misterio de la liturgia, participamos misteriosamente de la Última Cena y por el misterio del orden sacerdotal, comulgamos en la Eucaristía y recibimos sacramentalmente en nuestros corazones al mismo y Único Jesús, el Jesús que en la Última Cena se despidió de sus Apóstoles para iniciar su camino hacia la cruz pero que al mismo tiempo, se quedó en la Eucaristía para darnos su Amor. Cada vez que comulgamos, recibimos el mismo Corazón de Jesús sobre el cual se recostó el Evangelista Juan y ese Corazón de Jesús derrama sobre nuestras almas y nuestros corazones la infinita inmensidad del Amor Eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.




[1] Cfr. Dom Próspero Gueranguer, Año Litúrgico.

jueves, 24 de marzo de 2016

Jueves Santo


Jesús lava los pies a sus discípulos.
(Jacopo Tintoretto)


 (Ciclo C - 2016)

“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1-15). Jesús, en su omnisciencia divina sabe, el Jueves Santo, que ha llegado “la hora de pasar de este mundo al Padre”; sabe que ha llegado la hora de su dolorosa Pasión; sabe que ha llegado la hora de la Cruz. Jesús sabe, porque es Dios, lo que habrá de ocurrirle; sabe que será traicionado, vendido por dinero, flagelado, coronado de espinas y crucificado; sabe que le espera una Pasión dolorosísima, porque siendo Él Inocente, cargará con todos nuestros pecados y se interpondrá entre nosotros y la Justicia Divina, para recibir sobre sí los castigos que merecíamos todos y cada uno de nosotros, para lavar nuestros pecados con su Sangre y para concedernos la filiación divina y la vida eterna.
Jesús sabe todo esto, sabe que habrá de sufrir todos los dolores y las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, en su cuerpo y en su espíritu, para poder redimir a toda la humanidad y para poder expiar todos los pecados. Y es en este momento, el momento dramático de la Pasión, en donde se revela el motor que lo impulsa, desde lo más profundo de su Ser divino trinitario, a sufrir la Pasión por nuestra salvación, y es el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Es por Amor que Jesús, siendo Dios Eterno, engendrado desde la eternidad por el Padre, se encarnó; es por Amor que vivió su vida oculta; es por Amor que predicó e hizo milagros públicamente, anunciando la Buena Noticia; es por Amor que acepta voluntaria y libremente sufrir cruel muerte de cruz para salvarnos; es por Amor que ahora, en la Última Cena, emprende la última fase de su misterio pascual, la Pascua, el Paso, que lo hará pasar de esta vida a la otra, y es el Amor el que lo impulsa y lo mueve, de tal manera, que lo lleva a “amar a los suyos hasta el fin”: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Es el Amor, que arde con Fuego divino en su Corazón, el que lo lleva a “amar a los suyos hasta el fin”, es decir, hasta la muerte de cruz. Es por eso que todo lo que Jesús haga en la Última Cena, está motivado, impulsado y motorizado por el Divino Amor y no hay nada de todo lo que Jesús hace en la Última Cena, que no sea a causa del Divino Amor: “(…) habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin”.
Todo lo que hace Jesús en la Última Cena, lo hace por Amor: es por Amor que parte al Padre, para “prepararnos una mansión” (cfr. Jn 14, 2) en el Reino de los cielos, para cada uno de nosotros; es por Amor que se humilla hasta lo inimaginable –Él, siendo Dios Hijo encarnado y por lo tanto, Dios de majestad infinita-, realizando una tarea propia de esclavos, como la de lavar los pies, y lo hace para pedirnos a todos que encaminemos nuestros pasos por el Camino Real de la Cruz, que lleva a la salvación y que evitemos el camino ancho y espacioso, sin cruz, que lleva a la eterna condenación-; es por Amor que confía a su Iglesia -nosotros, el Pueblo de la Nueva Alianza- la celebración, hasta el fin de los tiempos, hasta el Día del Juicio Final, del memorial de su muerte y resurrección, es decir, la Santa Misa, representación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, y para que cumplamos lo que nos pide es que instituye el Sacramento del Orden –por el cual los sacerdotes ministeriales participarán de su Sacerdocio, el Sacerdocio suyo, que es el Sumo y Eterno Sacerdote- e instituye también la Eucaristía, el Santísimo Sacramento del Altar, Sacramento por el cual Él habría de permanecer en medio de nosotros, su Iglesia, “hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20); Sacramento por el cual habría de darnos no solo fortaleza para sobrellevar las tribulaciones de la vida, sino su mismo Sagrado Corazón, vivo, palpitante, glorioso y resucitado y lleno del Divino Amor, el Espíritu Santo.

 “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Por Amor, Jesús se humilla, lavando los pies a sus Apóstoles –incluido Judas Iscariote, el traidor-; es por Amor que nos deja la Santa Misa, el Sacerdocio ministerial y la Eucaristía; es por Amor que sufre la Pasión, para salvarnos. Por lo tanto, también es por Amor –el Amor del Sagrado Corazón, no nuestro amor humano, pequeño, mezquino y egoísta- y en acción de gracias, que debemos imitar a Jesucristo en su humillación –se humilló en la obediencia, hasta la muerte de cruz- y en su Pasión, cargando la cruz de cada día y siguiéndolo por el Via Crucis, pidiendo la gracia de participar de su Pasión mediante los sufrimientos y tribulaciones que acarrea la vida, para que de esta manera, a través de nuestras vidas, unidas a su vida y sacrificio en cruz, se manifieste a los hombres aquello que Jesús ha realizado para nosotros al precio de su Sangre, la eterna salvación.

martes, 15 de abril de 2014

Jueves Santo


(Ciclo A – 2014)
         “Habiendo amado a los suyos (…) los amó hasta el fin” (Jn 13, 1-15). No es la obligación, porque Jesús no está obligado por nada ni por nadie, ni tampoco la necesidad, porque Jesús no necesita de nada ni de nadie, lo que mueve a Jesús a dar inicio a su Pasión. Lo que mueve a Jesús a cumplir la Pasión es el Amor: “Habiendo amado a los suyos (…) los amó hasta el fin”. Es por Amor, que Jesús, siendo Dios omnipotente, se humilla hasta el extremo de lavar los pies a sus discípulos, haciendo una tarea propia de esclavos, para que sus discípulos no solo eviten la soberbia, primer escalón en el camino de la eterna perdición, sino que comiencen el camino que los conducirá al cielo, imitándolo a Él en la humildad; es por Amor, que Jesús, en la Última Cena, antes de subir a la cruz y entregar su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, en el Sacrificio del Calvario, deja su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, en el Pan de Vida eterna, en la Hostia consagrada, instituyendo así la Eucaristía, la Santa Misa, convirtiendo la Última Cena en la Primera Misa y cumpliendo de esa manera la promesa de que no habría de abandonarnos y de que habría de permanecer con nosotros “hasta el fin de los tiempos”, “hasta el último día”; es por Amor que Jesús, en la Última Cena, instituye el sacerdocio ministerial, transmitiendo a los hombres, y solo a los varones, no a las mujeres, el poder de consagrar su Cuerpo y su Sangre, transubstanciando, por el poder del Espíritu Santo, que pasa a través de ellos cuando pronuncian la fórmula de la consagración en la Santa Misa, el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de manera tal que los hombres de todos los tiempos, hasta el fin de los tiempos, puedan ser alimentados con el Verdadero Maná, el Pan caído del cielo, el Pan súper-substancial, la Eucaristía, en su peregrinar hacia la Patria celestial; es por Amor que Jesús, en la Última Cena, instituye el Sacerdocio ministerial, de manera tal que los hombres puedan recibir los sacramentos, verdaderos manantiales de gracia divina, que son la prolongación del Agua y la Sangre que brotaron de su Corazón traspasado en la cruz; es por Amor que Jesús deja el Mandamiento Nuevo, verdaderamente nuevo, el mandamiento de la caridad: “Os doy un mandamiento nuevo: ‘Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado’”, porque si bien los judíos conocían el mandato del amor al prójimo, la novedad del mandato de Jesús radica en que los cristianos deben amarse como Cristo los ha amado, es decir, con el Amor de la Cruz, y el Amor de la Cruz es un amor no natural, sino sobrenatural, porque es el Amor del Hombre-Dios, es el Amor del Espíritu Santo, es el Amor del Padre y del Hijo, es el Amor que es la Persona Tercera de la Trinidad, la Persona-Amor de la Trinidad. Amar como Cristo nos ha amado significa amar con amor de cruz, es decir, amar con Amor sobrenatural, no humano, sino celestial, y esto quiere decir un amor divino, desconocido para el hombre y que por lo mismo debe ser solicitado insistentemente, permanentemente, en la oración, porque el hombre no lo tiene y no lo conoce. Para amar “como Cristo nos ha amado”, es decir, para cumplir el mandamiento nuevo que Cristo nos ha dejado, es necesario acudir a la intercesión y mediación del Inmaculado Corazón de María, puesto que se trata del Amor del Espíritu Santo, un Amor que está contenido en el Inmaculado Corazón de María Santísima. Por lo tanto, quien no hace oración a los pies de Cristo crucificado y de María Santísima, que está de pie junto a la cruz; quien no hace oración de rodillas ante el sagrario y ante la Virgen Custodia del Sagrario, no puede recibir este Amor que nos dejó como legado Jesús en la Última Cena y que es el único mandamiento que necesitamos cumplir para entrar en el cielo, porque en este mandamiento está resumida toda la Ley Nueva: quien ama al prójimo “como Cristo nos amó”, es decir, con el Amor del Espíritu Santo, ama con amor perfecto, y quien ama con amor perfecto a su prójimo, ama a Dios con amor perfecto, y quien ama a Dios y al prójimo con amor perfecto, tiene abiertas las Puertas del cielo, es decir, el Sagrado Corazón de Jesús.



         “Habiendo amado a los suyos (…) los amó hasta el fin”. En la Última Cena, en la Pasión, todo lo hace Jesús movido por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Pero no solo en la Última Cena, que fue la Primera Misa. En cada Santa Misa, sigue actuando Jesús movido por el Amor del Espíritu Santo, porque es por Amor que Jesús nos invita a que nos alimentemos de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. No tiene Él necesidad de nosotros, sino que somos nosotros, los que tenemos necesidad de recibir su Amor, el Amor Eterno que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico.

jueves, 28 de marzo de 2013

Jueves Santo


(Ciclo C – 2013)
          “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1-15). Jesús, en la Última Cena, sabe que está próxima “su hora”, la hora en la que habrá de pasar de este mundo al Padre. Es la Hora de la Pasión y de la muerte en Cruz, y si bien es una hora muy dolorosa, es una hora también de triunfo y de luz, porque por la muerte de Cruz volverá al cielo, regresará a la Casa del Padre, de donde había venido. La Cruz es una Puerta que se abre en dos sentidos: de la tierra al cielo, porque desde la Cruz de Jesús se llega a la luz, y así Jesús, muriendo en la Cruz, regresará al cielo; la Cruz es una puerta abierta del cielo a la tierra, porque Jesús, al abrir la puerta del cielo, hace llegar a los hombres lo que hay en el cielo: el perdón, la gracia santificante, la luz, la paz, la alegría, el Amor de Dios.
          Jesús sube a la Cruz para abrir esa Puerta que da al cielo, puerta que desde Adán y Eva estaba cerrada para los hombres.
          Jesús había dicho: “Yo Soy la Puerta de las ovejas” (Jn 10, 1-10), y ahora sube al cielo para abrir esa puerta, para que los hombres puedan pasar y llegar al cielo, y esa Puerta abierta al cielo es su Sagrado Corazón traspasado.
          Cuando el soldado romano atraviese su Corazón con la lanza, quedará abierta la Puerta del cielo, que es su Corazón traspasado. Quien quiera ir al cielo, deberá entrar en su Sagrado Corazón, y a su vez, desde el Cielo, el Padre hará derramar, a través del Corazón traspasado de Jesús, un diluvio de Amor y de gracia.
          Por esto es que nadie puede ir al Padre si no es por el Sagrado Corazón y nadie puede recibir el Amor del Padre, si no es a  través del Corazón de Jesús herido por la lanza. Como Jesús nos ama tanto y Él sabe que regresa al Padre y que nosotros nos quedamos aquí en la tierra, solos y en la oscuridad -porque como Él es la "luz del mundo" (Jn 8, 12), al irse de este mundo, todo queda a oscuras, y por eso Él dice que es la "hora de las tinieblas" (Lc 22, 53)-, entonces, para que no nos sintamos solos, para que en todo momento tengamos el acceso al Padre desde la tierra desde esa Puerta abierta que es su Sagrado Corazón y para que en todo momento nos llueven desde el cielo las gracias y el Amor del Padre, Jesús decide quedarse entre nosotros y para poder hacerlo, inventa algo jamás visto, algo maravilloso y tan admirable e increíble, que hasta los ángeles del cielo, acostumbrados a las maravillas de Dios, se quedan perplejos y admirados, sin saber qué decir. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús inventa un prodigio asombroso, algo jamás visto, que supera infinitamente a la Creación toda y a todos los milagros más portentosos que Dios pueda hacer con su infinita Sabiduría, su Amor eterno y su Omnipotencia divina, porque se trata del Milagro de los milagros,  y es la Presencia del mismo Jesús, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, el Pan de Vida eterna.
          Por la Eucaristía, que es su mismo Corazón, palpitante, herido y traspasado en la Cruz, Jesús se queda entre nosotros, para que desde la tierra, todavía sin ir al cielo, nos unamos, por el Amor de su Corazón herido, al Padre, y recibamos del Padre todo su Amor, el Espíritu Santo.
          La Eucaristía es algo más grande que los cielos, porque es el Corazón de Jesús, Puerta abierta al cielo: el que se une a este Corazón, recibe el Amor de Jesús que lo lleva al Padre y a su vez recibe, del Padre, su Amor, que es el Espíritu Santo.
          "Esto es mi Cuerpo (...) Esta es mi Sangre (...) Haced esto en memoria mía". Jesús nos deja el regalo más hermoso de todos los regalos de Dios, la Eucaristía, su Sagrado Corazón traspasado, a través del cual nos unimos, en el Amor del Espíritu Santo, al Padre, y por medio del cual recibimos el Amor del Padre. No hay nada más valioso, más hermoso, más maravilloso, que la Eucaristía, porque la Eucaristía es algo más grande que el mismo cielo, porque es Jesús en Persona, y este regalo nos lo deja Jesús en el Jueves Santo.
          Pero además de dejar la Eucaristía, Jesús nos deja otro regalo más en la Última Cena, un regalo que surge de lo más profundo de su Corazón, y es el sacerdocio ministerial, para que se pueda celebrar la Misa y confeccionar la Eucaristía, para que Él pueda quedarse en medio de los hombres.
          Por esto Jesús le dice a la Iglesia: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19), y lo que la Iglesia tiene que hacer en memoria de Jesús, es la renovación del Sacrificio de la Cruz, la Santa Misa, lo mismo que hizo Jesús en la Última Cena, el Jueves Santo. Lo que tiene que hacer la Iglesia es la Eucaristía, pero la Eucaristía no se puede hacer si no hay Misa, y la Misa no se puede hacer si no hay sacerdote. Jesús nombra sacerdotes a sus discípulos y amigos, y deja instituido el sacerdocio, para que ellos celebren la Misa y confeccionen la Eucaristía, y a partir de sus discípulos, todos los sacerdotes del mundo harán lo mismo, hasta el fin de los tiempos, hasta el Día del Juicio Final.
          Como solo la Eucaristía es la Puerta abierta al cielo, si no hay Eucaristía, la Puerta está cerrada y no podemos unirnos a Dios y no podemos recibir de Dios lo que Dios nos da: luz, Amor, paz, alegría, misericordia.
          Sin Eucaristía, el mundo queda envuelto en tinieblas, como un día sin luz de sol, en el que hace mucho frío y está todo oscuro y muerto. Nadie puede hacer lo que hace el sacerdote: ni la Virgen, ni San Miguel Arcángel, ningún ángel del cielo.
          Para que haya Eucaristía, para que haya una puerta abierta al Padre, para que los hombres tengan luz, paz, amor, alegría, Jesús deja el sacerdocio para su Iglesia.
          Por la Eucaristía, confeccionada por el sacerdocio ministerial, los dos grandes dones Jesús en la Última Cena, los hombres pueden cumplir el Mandamiento nuevo, el mandamiento de la caridad, que manda amar al prójimo como Cristo nos ha amado, con el Amor de la Cruz: "Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado".
          

viernes, 6 de abril de 2012

Jueves Santo



"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1-15). El motor del movimiento del Corazón de Jesús no es otro que el Amor infinito de Dios, un Amor sin medidas, un Amor sin límites, un Amor que no se detiene ante el sacrificio de sí para expresarse, y es así como todo lo que Jesús obra en la Última Cena, lo obra por Amor.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". En la Última Cena Jesús celebra su Pascua, su paso de este mundo al Padre, para señalar a todos el Camino, la Verdad y la Vida que conducen a la feliz eternidad. Así como los israelitas atravesaron el camino del Mar Rojo y del desierto, que los condujo desde Egipto a la Tierra Prometida, y así como creyeron en la verdad de Moisés, que era la verdad de Dios, y así como vivieron una vida nueva, de sacrificios y de penitencia en el desierto, que habría de llevarlos al lugar de la felicidad, Jerusalén, así también los cristianos, unidos a Cristo, que es el Camino, el único que conduce al Padre, transitan en Él y por Él el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, el único que conduce al Cielo; en Cristo, única y absoluta Verdad eterna de Dios, los cristianos conocen los eternos designios divinos de salvación; en Cristo y por Cristo, los cristianos viven la única Vida, la vida de la gracia, que los hace partícipes de la misma Vida divina.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". El amor sin límites de Jesús lo lleva a obrar un milagro inimaginable, el más grande que Él en cuanto Dios, concurriendo con Dios Padre y Dios Espíritu Santo, pueda hacer: la transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.. Se trata de un milagro tan asombrosamente grande, que si las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, poniendo la máxima potencia de su Ser divino, empeñando la suma e infinita Sabiduría divina, y aplicando el inmenso, eterno e infinito Amor que como Personas divinas tienen, quisieran hacer algo más grande, no lo podrían hacer. Por la Eucaristía, milagro de los milagros, milagro del Amor eterno de Dios Trino, Jesús, a pesar de morir al día siguiente, Viernes Santo, en la Cruz, para luego resucitar y ascender al Cielo, habría de quedarse entre los hombres "todos los días, hasta el fin del tiempo", para consolarlos en sus penas, para fortalecerlos en su camino hacia la Vida eterna, para alegrarles sus días con sus saetas de Amor.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Los ama hasta el extremo de donar su vida en la Cruz, pero eso no le basta: su Amor infinito lo lleva a idear algo por medio del cual esa vida donada en la Cruz -su Vida, su Sangre, su Alma, su Divinidad, su Amor- sea efectivamente comunicada a las almas, por medio de la renovación incruenta de su muerte en Cruz: la Santa Misa.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Y amó hasta el fin no solo a los discípulos que con Él compartían la Última Cena, la última de su vida terrena, sino a toda la humanidad de todos los tiempos, instituyó el sacerdocio ministerial, mediante el cual haría realidad su Presencia entre los hombres, descendiendo al altar cada vez que el sacerdote pronunciara la fórmula de consagración, renovando el don de su Cuerpo y su Sangre en el Santo Sacrificio del altar.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Por medio del sacerdocio ministerial, haría posible también otro don de su Sagrado Corazón, la confesión sacramental, Río de gracia divina que no solo habría de quitar a las almas la mancha del pecado, sino que le concedería la gracia santificante, gracia por la cual Él en Persona iría a inhabitar en las almas.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Para que su Amor se multiplicara entre los hombres, les dejó el mandamiento más hermoso de todos, el mandamiento del Amor: "Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado". Nos amó con el Amor con el que Dios Padre lo amó desde la eternidad, el Espíritu Santo, y con el Amor de la Virgen Madre, amor maternal con el que lo amó en su vida terrena, y ese doble amor sagrado es el que nos comunica en el Jueves Santo, en cada Santa Misa, en cada Eucaristía, en cada confesión sacramental, y es el mismo Amor con el cual quiere que nos amemos los unos a los otros, en el tiempo de nuestra vida terrena, como requisito indispensable para entrar en la vida eterna.