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miércoles, 19 de junio de 2024

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



         El Padrenuestro tiene dos características muy particulares: una, es una oración enseñada directamente por Nuestro Señor Jesucristo; la segunda, es que se vive, de manera real, substancial, ontológica, en la Santa Misa. En otras palabras, cada oración del Padrenuestro se actualiza, en el presente de cada Santa Misa, haciéndose realidad en el “hoy” y “ahora”, en su realidad substancial y ontológica, desde la eternidad y no en la mera psiquis del que reza. Es como si, al rezar el Padrenuestro en la Santa Misa, cada una de sus oraciones se hiciera presente, se actualizara, desde la eternidad, en el presente del momento en el que se celebra la Santa Misa. Veamos y contemplemos cada una de sus oraciones.

         “Padre nuestro que estás en el cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios, nuestro Padre del cielo; en la Santa Misa, Dios Padre se hace Presente, en Persona, porque en la Santa Misa el altar ya no es más fracción de piedra, de madera o de cemento, sino que es el Cielo mismo y el Cielo eterno es en donde mora Dios, nuestro Padre celestial, que se hace Presente en Persona en la Santa Misa.

         “Santificado sea Tu Nombre”: en la Santa Misa pedimos que el Nombre Tres veces Santo de Dios sea santificado y esa petición se hace realidad y se cumple por medio del Santo Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo, puesto que la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, Santo Sacrificio por el cual el Hombre-Dios Jesucristo glorifica y santifica el Nombre Santísimo de Dios.

         “Venga a nosotros Tu Reino”: en el Padrenuestro pedimos que el Reino de Dios venga a nosotros; en la Santa Misa ese pedido se hace realidad, porque el altar se convierte en el Cielo, que es el Reino de Dios, pero también hay algo infinitamente más grande que el Reino de Dios y es que por la Santa Misa viene a nosotros el Rey del Reino de Dios, Jesucristo, Rey de cielos y tierra, Rey de los ángeles y de los hombres.

         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo”: en el Padrenuestro pedimos que la voluntad santísima de Dios se cumpla y este pedido se cumple en la Santa Misa, porque la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y como la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, el Sacrificio del Cordero de Dios, por medio del cual los hombres se salvan, es Jesucristo Quien cumple a la perfección la voluntad de Dios, salvando a los hombres que aceptan ser salvados por su Sangre y por su gracia santificante.

         “Danos hoy el pan de cada día”: en el Padrenuestro pedimos que no nos falte el pan de cada día y ese pedido se hace realidad en la Santa Misa, porque Dios, en su Divina Providencia, nos asiste para que no nos falte el pan material, el pan de trigo, amasado y cocido y horneado en el fuego, pero también se cumple algo que ni siquiera imaginamos y que ni siquiera osamos pedir y que sin embargo el Divino Amor del Padre nos lo concede y es el Pan de Vida Eterna, el Pan hecho con el Trigo Santo que es el Cuerpo de Cristo, triturado en la Pasión y cocido y glorificado en la Resurrección, Pan que es el Manjar de los Ángeles, que es alimento celestial para el alma, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía.

         “Perdona nuestras ofensas”: en el Padrenuestro pedimos perdón y esto se cumple incluso antes de que formulemos el pedido de perdón, porque antes de pedir perdón, Dios Padre nos envía en la Santa Misa a su Hijo crucificado como signo de su perdón y de su Amor Misericordioso, ya que a través de su Corazón traspasado y a través de sus Llagas abiertas brota su Sangre Preciosísima y su Sangre sirve de vehículo, por así decirlo, del Espíritu Santo, del Divino Amor, con el cual Dios no solo nos perdona, sino que nos sumerge en lo más profundo de su Sagrado Corazón.

         “Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padrenuestro hacemos a Dios el propósito de perdonar a los que nos ofenden y como Dios sabe que no tenemos fuerza para hacerlo porque somos débiles, nos concede, a través de Jesús Eucaristía, la fuerza del Divino Amor necesaria no solo para perdonar, como Dios nos perdona, sino para amar a nuestros enemigos, así como Dios nos amó, siendo nosotros sus enemigos, cuando crucificamos a su Hijo en la Cruz por el pecado.

         “No nos dejes caer en la tentación”: esta petición también se cumple en la Santa Misa, porque es verdad lo que dice Nuestro Señor en el Evangelio: “Sin Mí, nada podéis hacer”; es decir, sin la ayuda de Jesús, nada podemos hacer; sin la gracia de Jesucristo, no podemos resistir ni a la más mínima tentación, por eso Dios nos concede, en la Eucaristía, la fuerza misma del Hombre-Dios Jesucristo, no solo para no caer en la tentación, sino para incluso para adquirir toda clase de virtudes y dones.

         “Y líbranos del mal”: esta petición se cumple en la Santa Misa, porque siendo la renovación del Santo Sacrificio de la Cruz, es allí donde Jesús derrota para siempre al Príncipe de las tinieblas, al Ángel caído, a Satanás, al Diablo y a todo el Infierno junto, venciéndolo para siempre con su poder divino y con la fuerza de la Cruz, haciendo partícipes de su victoria a su Santa Madre, María Santísima y a todo hombre que por la gracia se asocie a la Santa Cruz.

         Por todas estas razones, el Padrenuestro se vive en la Santa Misa.


miércoles, 1 de marzo de 2023

“Antes de presentar la ofrenda en el altar, reconcíliate con tu hermano”

 


“Antes de presentar la ofrenda en el altar, reconcíliate con tu hermano” (Mt 5, 20-26). Jesús nos advierte y nos avisa de que tenemos que ser “mejores que los escribas y fariseos”, si es que queremos ir al Reino de los cielos, al término de nuestra vida terrena.

Para darnos una idea de lo que significa ser “mejores que los escribas y fariseos”, debemos recordar cuál es el calificativo que Jesús les da a ellos, que eran los sacerdotes y laicos de la época. Uno de los principales calificativos de Jesús para con los escribas y fariseos es el de “hipócritas”; es decir, Jesús, que lee los corazones y los pensamientos, por cuanto Él es Dios, sabe que los escribas y fariseos utilizaban la religión y el templo, ya sea para adquirir poder, prestigio y renombre ante la sociedad, o también para quedarse con las ofrendas depositadas ante el altar, con lo cual le quitaban a Dios la honra que solo Dios merece y también le quitaban los dones que el pueblo fiel le hacía.

Teniendo esto en mente, es decir, el calificativo que Jesús da a los fariseos, el de “hipócritas”, se comprende mejor el ejemplo que Jesús da, para que precisamente no cometamos el mismo error de ellos, el de ser hipócritas: Jesús nos dice que, antes de presentar una ofrenda ante el altar -lo cual se puede interpretar también como el asistir a la Santa Misa, de modo genérico-, si tenemos algún pleito, algún desencuentro, algún motivo de discordia con nuestro prójimo, debemos primero reconciliarnos con nuestro prójimo, lo cual implicará el pedir perdón, si nosotros fuimos los causantes de la discordia, o el perdonar al otro, si el otro fue el que nos ofendió; solo así, después de habernos reconciliado con nuestros prójimos, estaremos en grado de presentarnos ante el altar del Señor, en Quien no hay no solo pecado, sino ni siquiera la más mínima imperfección.

“Antes de presentar la ofrenda en el altar, reconcíliate con tu hermano”. Entonces, para no ser hipócritas ante Dios -porque los hombres no pueden leer los pensamientos ni los corazones, entonces es fácil pasar por justos ante los demás, aun cuando tengamos alguna diferencia con algún prójimo-, debemos reconciliarnos con nuestros hermanos -no quiere decir que físicamente debamos estar ante nuestro prójimo, basta que en nuestro corazón no se albergue ningún sentimiento maligno-; de esta manera, Jesús aceptará la ofrenda de nuestros corazones, depositados al pie del altar, al pie de la  Santa Cruz, por manos de Nuestra Señora de los Dolores.

sábado, 6 de marzo de 2021

“Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del Templo”

 


(Domingo III - TC - Ciclo B – 2021)

         “Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del Templo” (Jn 2, 13-25). El Evangelio nos muestra a un Jesús un tanto distinto al de otras ocasiones: aquí no es el Jesús misericordioso y bondadoso, que se compadece del dolor humano y cura enfermedades y resucita muertos. Aquí se trata de un Jesús distinto, el mismo Jesús, pero con una faceta no mostrada antes: su ira, que al ser la ira del Hombre-Dios, no es una ira en modo alguno pecaminosa, como la del hombre o la del demonio, sino que es la justa ira de Dios encarnado, encendida al comprobar en persona cómo el Templo ha sido convertido en una “cueva de ladrones” y en un refugio de animales, cuando la función central y única del Templo es el recogimiento del alma en el silencio y en la oración, para adorar a Dios en su altar. Es la perversión de esta función del Templo y también del altar lo que enciende la justa ira de Jesús, que así expulsa a los mercaderes, los cuales se habían apropiado de un lugar que no les pertenecía, para desarrollar actividades que no debían ser desarrolladas de ninguna manera en ese lugar sagrado.

La expulsión de los mercaderes del Templo fue un hecho real, es decir, sucedió en un tiempo determinado, pero es también una prefiguración de realidades celestiales y sobrenaturales. En efecto, en los mercaderes del Templo están prefigurados la ambición, la avaricia, la codicia, es decir, el deseo desordenado de los bienes materiales, que llega hasta el extremo de adorar al dinero, convirtiéndolo en un ídolo; los animales, con su irracionalidad y con sus funciones fisiológicas, representan a las pasiones desordenadas, que obran fuera del control tanto de la razón humana como de la gracia santificante; el Templo es figura del cuerpo del bautizado, predestinado por Dios para ser morada de la Santísima Trinidad y Templo del Espíritu Santo, en tanto que el corazón del hombre está prefigurado por el altar del Templo, en donde se debe adorar solo y exclusivamente al Cordero de Dios, Cristo Jesús. El deseo desordenado del dinero y las pasiones descontroladas son colocadas por el hombre pecador en el altar de su templo, es decir, en el corazón, para ser adorados, cuando el único que debe ser adorado en el corazón humano es Jesús Eucaristía.

Otro elemento que debemos considerar es que la expulsión de los mercaderes del Templo prefigura la acción de la gracia santificante, que restituye la función primigenia del corazón dada por la Trinidad, que es la adoración del Cordero Místico, el Hombre-Dios Jesucristo.

Cuando ingresa en nuestras almas por la gracia santificante, Jesús destruye nuestros ídolos –el dinero, el placer, el poder, el tener-; Jesús con su gracia domina y controla las pasiones desordenadas; Jesús con su gracia restituye la función primigenia del cuerpo del bautizado, que es ser “templo del Espíritu Santo” y “Casa de oración”; Jesús restituye la función del corazón del hombre, destinado por la gracia a ser altar en donde se adore al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

Por último, la ira santa de Jesús es también prefiguración del Día de la Ira de Dios, el Día del Juicio Final, en el que Jesús, como Justo Juez, juzgará a la humanidad, conduciendo a los elegidos al Reino de Dios y condenando a los réprobos al Infierno eterno, en donde compartirán una eternidad de dolores y tormentos con los ángeles caídos y el cabecilla de los ángeles apóstatas, Satanás. Al contemplar esta escena de la expulsión de los mercaderes del Templo por parte de Jesús, pidamos la gracia de no encontrarnos a la izquierda de Jesús, entre los réprobos, en el Día del Juicio Final, para lo cual debemos hacer el propósito de vivir –y sobre todo morir- en estado de gracia santificante.

martes, 23 de diciembre de 2014

¡Alegrémonos por la Navidad! Un Dios Niño nace, por el Espíritu, de Virgen Madre, en un portal.




Un Dios Niño nace

De Virgen Madre,

Por el Espíritu,

En un portal.


Un Dios Niño nace,

De Iglesia Madre,

Por el Espíritu,

En el altar.

¡Oh misterio de Navidad,

Misterio de Belén, Casa de Pan!

Por la misa,

El Niño Dios,

Viene a nosotros, como en 
Belén,

¡Vestido de Pan!


P. Álvaro Sánchez Rueda
Navidad 2014

martes, 19 de noviembre de 2013

“Quiero alojarme en tu casa”


“Quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le pide a Zaqueo “alojarse en su casa”. A los ojos de los demás, el pedido de Jesús provoca escándalo, porque Zaqueo es conocido por su condición de pecador, es decir, de alguien que obra el mal y puesto que el mal y el bien son antagónicos e irreconciliables, un hombre santo, como Jesús, no puede entrar en casa de un pecador, como Zaqueo, so pena de “contaminarse”. Esto llevaba a los fariseos, quienes se consideraban a sí mismos “santos y puros”, a no hablar siquiera con aquellos considerados pecadores, para no “contaminarse” de su mal, y es lo que justifica el escándalo que les produce el deseo de Jesús de querer alojarse en casa de Zaqueo.
Pero Jesús es Dios y por lo tanto, no se cree puro y santo como los fariseos, sino que Es Puro y Santo, por ser Él Dios de infinita majestad y perfección. Esta es la razón por la cual el corazón pecador que se abre ante su Presencia, ve destruido el pecado que lo endurecía, al tiempo que lo invade la gracia que lo convierte en un nuevo ser. Jesús no solo no teme “contaminarse” con el pecado, sino que Él lo destruye con su poder divino y lo destruye allí donde anida, el corazón del hombre. Sin embargo, la condición indispensable –exigida por la dignidad de la naturaleza humana, que es libre porque creada a imagen y semejanza de Dios, que es libre-, para que Jesús obre con su gracia, destruyendo el pecado en el corazón humano y convirtiéndolo en una imagen y semejanza del suyo por la acción de la gracia, es que el hombre lo pida y desee libremente este obrar de Jesús. Y esto es lo que hace Zaqueo, precisamente, puesto que demuestra el deseo de ver a Jesús subiéndose a un árbol primero y aceptando gustoso el pedido de Jesús de alojarse en su casa.
El fruto de la acción de la gracia de Jesús en Zaqueo –esto es, la conversión del corazón-, se pone de manifiesto en la decisión de Zaqueo de “dar la mitad de sus bienes a los pobres” y de “dar cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera. Esto nos demuestra que el encuentro personal con Jesús, encuentro en el cual el alma responde con amor y con obras al Amor de Dios encarnado en Jesús, no deja nunca a la persona con las manos vacías: todo lo contrario, la deja infinitamente más rica que antes del encuentro, aunque parezca una paradoja, porque si bien Zaqueo renuncia a sus bienes materiales, adquiere la riqueza de valor inestimable que es la gracia de Jesús, la cual transforma su corazón de pecador, de endurecido que era, en un corazón que late al ritmo del Amor Divino.

“Quiero alojarme en tu casa”. Lo mismo que Jesús le dice a Zaqueo, nos lo dice a nosotros desde la Eucaristía, porque Él quiere alojarse en nuestra casa, en nuestra alma, para hacer de nuestros corazones un altar, un sagrario, en donde Él more y sea amado y adorado noche y día. Al donársenos en Persona en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, Jesús nos da una muestra de amor infinitamente más grande que la que le dio a Zaqueo, porque Jesús entró en la casa material de Zaqueo, pero no en su alma, y no se le dio como Alimento celestial, como sí lo hace con nosotros. Considerando esto, debemos preguntarnos si, al Amor infinito, eterno e inagotable del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús -demostrado y donado sin límites en cada comunión eucarística-, respondemos, al menos mínimamente, como Zaqueo. ¿Estamos dispuestos a dar “la mitad de nuestros bienes” a los pobres? ¿Estamos dispuestos a dar “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicados, sea material o espiritualmente? Si no estamos dispuestos a esto, es que nuestro corazón, a pesar de entrar Jesús en nuestra casa, es decir, en nuestra alma, por la comunión eucarística, no ha permitido ser transformado por la gracia santificante. Y si esto es así, debemos pedir a San Zaqueo que interceda por nosotros, para que tengamos al menos una ínfima parte de ese amor de correspondencia con el que él amó a Jesús. 

domingo, 25 de agosto de 2013

"¡Ay de vosotros, cristianos tibios, que apreciáis más el mundo que el Santísimo Sacramento del altar!"


“¡Ay de vosotros, fariseos, que apreciáis más el oro que el altar!” (Mt 23, 13-22). Jesús reprocha a los fariseos el hecho de que para estos tenga más valor el oro que el altar, “que hace sagrado el oro”. Los fariseos han invertido los valores religiosos, y así lo material ha quedado por encima de lo espiritual; la creatura por encima del Creador; el oro por encima del altar. Si bien esta inversión de valores es grave, es solo una consecuencia de un hecho aún más grave, y es el haber desalojado del corazón a Dios, para suplantarlo y colocar en su lugar un ídolo mudo, el oro, el cual, en la perspectiva de Jesús, tiene valor –es sagrado- sólo en tanto y en cuanto es ofrendado en el altar, pero fuera de esta condición, no tiene valor en sí mismo, porque de nada sirve para el Reino de los cielos.
El Pueblo Elegido ya había cometido este pecado antes, cuando construyó el becerro de oro, un ídolo, despreciando los Mandamientos de la Ley de Dios que les traía Moisés.
Esto se repetirá luego en el juicio inicuo sufrido por Jesús en la Pasión, cuando la multitud prefiera a Barrabás, un delincuente y homicida, a Jesús, el Cordero de Dios.
Pero no son los fariseos los únicos en invertir los valores como consecuencia de expulsar primero a Dios del corazón: la inmensa mayoría de los cristianos de hoy cometen el mismo pecado, desde el momento en que abandonan de modo masivo la Iglesia y sus sacramentos, principalmente la Santa Misa, para inclinarse a ídolos de pies de barro, como el fútbol, la música, la política, el dinero, el placer, el poder.

Frente a esta apostasía reinante en la Iglesia, apostasía por la cual los cristianos dan más valor al mundo que a Dios que se ofrece a sí mismo en la Eucaristía, las palabras de Jesús podrían quedar así: “¡Ay de vosotros, cristianos tibios, hipócritas, guías ciegos, insensatos, que dáis más valor al mundo y a sus espejismos, que al Santísimo Sacramento del altar!”.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Jueves de la infraoctava de Navidad 2011



         El Pesebre, el Calvario, el Altar eucarístico
         La contemplación del Niño Dios no debe nunca hacernos quedar en consideraciones puramente naturales y humanas. Si bien lo que contemplamos con los ojos del cuerpo y con la luz de la razón es un niño recién nacido, los ojos del alma iluminados por la luz de la fe nos dicen que hay en este Niño un misterio invisible, insondable: es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarna en un cuerpo humano para hacerse visible.
         Este es el motivo por el cual la Iglesia dice, en el Prefacio de Navidad, que “la luz de la gloria de Dios se ha hecho visible” en un nuevo modo, como un Niño recién nacido.
         A partir del Niño de Belén, nadie puede decir que no ha visto la gloria de Dios, porque esa gloria se nos ha manifestado en el Niño; a partir del Niño de Belén, nadie puede decir que no ha visto a Dios, porque Dios, siendo Espíritu purísimo, y por lo tanto, invisible, ha tomado un cuerpo y un alma humanos precisamente para hacerse visible, para que lo podamos ver, palpar, escuchar. Dios, sin dejar de habitar en su luz inaccesible, se nos hace cercano, viniendo a nuestro mundo, a nuestras vidas, y a nuestras situaciones existenciales, como un Niño, por eso el Niño de Belén es un misterio insondable.
         Pero el misterio del Pesebre de Belén no finaliza ahí, sino que continúa en el Calvario, porque el mismo Dios que abre sus bracitos en el Pesebre, es el mismo Dios que abrirá sus brazos en la Cruz, para abrazar a toda la humanidad, para conducirla, en sus sangrientas manos paternales, al seno de Dios Padre, luego del don del Espíritu por su Sangre. El misterio del Calvario es entonces una continuación y prolongación del misterio de Belén, y el misterio de Belén a su vez no se explica sin el misterio del Calvario. Uno y otro, Belén y Calvario, se entrelazan, se fusionan, se explican, se iluminan mutuamente, y entre ambos tiene que desarrollarse el tiempo de nuestro paso por la tierra, para que nos conduzcan al cielo.
         Y ambos misterios, a su vez, quedan inconclusos e incompletos sino se los contempla a la luz de la Eucaristía, porque el Niño Dios nace de María Virgen, por el poder del Espíritu, surgiendo como el rayo de sol que atraviesa el cristal, en Belén, que significa “Casa de Pan”, para donarse como Pan de Vida eterna, y esa donación se concreta en el Calvario, en la Cruz, en donde el Hombre-Dios entrega su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que no es otra cosa que la Eucaristía, que se confecciona en el Altar eucarístico, en la Santa Misa.
         Si en Belén nace el Niño Dios para entregarse como Pan de Vida eterna, y si en la Cruz del Calvario concreta el don de su Cuerpo, su Sangre, Alma y Divinidad, es en la Santa Misa en donde se actualiza y se hace vivo, real, Presente, el Pan Vivo bajado del cielo, que es Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo.
         Belén, Calvario, Altar eucarístico.
El misterio del Niño Dios continúa por la eternidad.

miércoles, 15 de junio de 2011

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Jesucristo,
Sumo y Eterno Sacerdote,
ofrece la Víctima
Santa y Pura,
su carne resucitada,
que es la carne del Cordero de Dios,
empapada del Espíritu Santo,
la Eucaristía.


Jesucristo es el Sumo y Eterno Sacerdote -por quien y en quien tiene fundamento y razón de ser el sacerdocio ministerial y todo sacerdote-, y como sacerdote ejerce su oficio, el cual consiste en sacrificar una víctima sobre un altar para que, por la ofrenda de la víctima, desciendan desde el cielo las abundantes gracias de la divinidad.

En cuanto Hombre-Dios, Jesucristo no es sólo Sacerdote, sino también Altar y Víctima: Él es la Víctima perfectísima que se ofrenda a Dios como holocausto agradable, cuyo perfume sube hasta el cielo, y el Altar es su Cuerpo sacrosanto.

Él, el Sumo y Eterno Sacerdote, se ofrenda a sí mismo, como Víctima Pura y Santa, en su naturaleza humana, es decir, en su carne según su naturaleza, y es una víctima agradable a Dios, porque esta carne no tiene los defectos de la carne, por cuanto mora e inhabita en ella el Espíritu de Dios, y por cuanto el Hijo de Dios la ha asumido en sí de un modo tan íntimo, como lo hace el fuego con el hierro[1], y por este motivo, esta carne de esta Víctima que es Cristo, es ofrenda purísima y espiritual, absolutamente grata a Dios Trino.

La carne de la Víctima que ofrece Jesús Sacerdote, no es una carne muerta y sangrienta, que es despedazada al ser consumida, sino que es una carne viva, empapada del Espíritu de Dios[2], así como la esponja se empapa del agua cuando es sumergida en esta.

La carne de la Víctima que ofrece Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, no es una carne muerta, porque posee en sí misma la fuerza espiritual vivificante del Espíritu Santo que inhabita en esta carne.

Quien consume la carne de esta Víctima ofrecida por Jesús Sacerdote, no consume la carne al modo como se come la carne natural[3], porque es la carne resucitada del Cordero, en quien opera la fuerza divina vivificante del Verbo y del Espíritu Santo.

En el supremo sacrificio de la cruz, el Sumo Sacerdote Jesucristo se inmola en su carne, como Víctima, y muere, pero para vencer a la muerte, por la virtud del Espíritu de Vida eterna que mora en su carne, y para donar de ese mismo Espíritu vivificador a los hombres, mediante la unión con su carne, en la Eucaristía.

El Espíritu Santo, que inhabita en la carne de la Víctima ofrecida por el Sacerdote Eterno lleva, en la Santa Misa, por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, a esa carne al altar, para unirla con la carne de los creyentes, para que los creyentes, consumiendo esa carne espiritualizada y embebida en el Espíritu Santo, reciban ellos también al Espíritu de Dios, que les da la vida eterna en germen.

Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, se inmola en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, en el altar eucarístico, como Víctima, en su carne resucitada y llena del Espíritu Santo, la Eucaristía, para que quien consuma esta carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, viva no ya con vida natural, creatural, sino con la vida eterna de la Trinidad.
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece la Víctima Santa y Pura, su carne resucitada, que es la carne del Cordero de Dios, empapada del Espíritu Santo, la Eucaristía.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 548.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem.

[3] Cfr. August., Tract. 27 in Jo, cit. Scheeben, Los misterios.

martes, 14 de junio de 2011

“Cuando des limosna, cuando hagas ayuno, cuando reces, que sólo te vea tu Padre”

El cristiano debe
obrar la caridad,
hacer ayuno y oración,
como Jesús en la cruz,
para ser visto
sólo por el Padre.

“Cuando des limosna, cuando hagas ayuno, cuando reces, que sólo te vea tu Padre” (cfr. Mt 6, 1-6. 16-18). Jesús propone una práctica religiosa opuesta diametralmente a la práctica farisea: mientras a estos les gusta ser mirados y admirados en sus obras de religión, el cristiano debe pasar oculto, sin que nadie se de cuenta.

No se debe solo al hecho de que se debe evitar la fanfarronería y el orgullo, sino ante todo que el cristiano debe imitar la humildad de Cristo, quien no hacía ostentación ni de su condición de Dios, ni de sus poderes como Hombre-Dios.

Además, el hecho de que el cristiano debe hacer limosna, ayunar y hacer oración sin ostentación y sin buscar la admiración de los hombres, se debe a que la Nueva Ley es superior a la Antigua Ley, en el sentido de que la Nueva Ley concede, por la gracia, una nueva vida, una vida sobrenatural, que excede infinitamente a la vida natural del hombre, y que es principalmente interior y espiritual.

La gracia divina, donada por Jesucristo a través de su misterio pascual, actúa en la raíz del ser del hombre, comunicándose al cuerpo y al alma, y por esto mismo, su actuación es interior, y pasa desapercibida y en silencio, transformando cada vez más al alma a imagen y semejanza de Jesucristo.

No quiere decir que el cristiano no deba actuar públicamente; lo que quiere decirnos Jesucristo es que el cristiano debe estar más atento a su vida interior y al origen de esa vida interior, que es Dios Padre, Fuente Increada de la gracia que se dona a través de Jesucristo.

“Cuando des limosna, cuando hagas ayuno, cuando reces, que sólo te vea tu Padre”. En la cruz, y en el altar, Jesús hace una obra de caridad más grande que dar limosna, y es ofrendar su Cuerpo y su Sangre por la salvación de los hombres; hace ayuno, porque desde que fue detenido, hasta su muerte el Viernes Santo, no come nada, para poder darse Él como alimento de vida eterna; reza al Padre, pidiendo el perdón para todos y cada uno de nosotros, y todo esto que Jesús hace, lo hace en silencio, y es visto solo por Dios Padre.

Así como Cristo obra la caridad, hace ayuno, y reza en la cruz y en el altar, así tiene que hacer el cristiano.

sábado, 15 de enero de 2011

Jesús Eucaristía es el Cordero de Dios


“Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29-34). Juan el Bautista ve pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Esto constituye una novedad absoluta para los judíos, porque para los judíos, el cordero de Dios era el que se inmolaba en el templo. El nuevo nombre que el Bautista le da a Jesús señala la condición de Jesús, el ser el Cordero del sacrificio, y señala al mismo tiempo que los sacrificios antiguos ya han finalizado, para dar paso al nuevo sacrificio de la Nueva Alianza.

¿Por qué se hacían sacrificios y en qué consistían? ¿Cuál es la diferencia entre los sacrificios de la Antigua Alianza y el de la Nueva? Es necesario ver en qué consistían los sacrificios de los corderos animales en el templo de Jerusalén, para compararlo con el sacrificio del Cordero, Jesús.

La práctica del sacrificio ritual ha existido desde siempre, desde Caín y Abel, y existió en todas las religiones de los paganos, pero sacrificios idolátricos, dirigidos a los dioses de los paganos, los cuales son demonios, como dice San Pablo[1]. El sentido del sacrificio es ofrecer a Dios lo mejor que se tiene, en reconocimiento de su soberanía y de su majestad, y de la total dependencia que de Él tenemos.

Los judíos ofrecían constantes sacrificios[2] en el templo de Jerusalén, como muestra del reconocimiento de la soberanía y la majestad de Yahvéh, y estos sacrificios eran los más perfectos de la Antigüedad, porque estaban dirigidos al Dios Único y Verdadero, y además habían sido estipulados y establecidos por el mismo Dios. A Dios debían ofrendarse los primeros frutos de la tierra y los primeros nacidos de animales, y los primogénitos de los hombres debían ser también ofrecidos, pero no sacrificados, sino redimidos (Dt 12, 31), porque el sacrificio humano estaba prohibido, ya que se consideraba una profanación del nombre de Dios (Lev 20, 1ss). A Dios debía ofrecerse lo mejor; no se podía ofrecer un animal defectuoso, sino que tenía que ser perfecto; es lo que sucede con los sacrificios de Abel y de Caín: Dios prefiere la ofrenda de Abel, cuyo humo sube blanco hacia el cielo, y no la de Caín, una ofrenda de humo espeso y negro. El sacrificio de Abel es hecho con un corazón puro, y por eso es agradable a Dios, mientras que el sacrificio de Caín es hecho con un corazón torcido, y por eso Dios lo rechaza (cfr. Gn 4, 3-6).

¿Cómo eran los sacrificios de los corderos y qué se buscaba con eso? Para comprender el sacrificio del Verdadero Cordero, Jesucristo, es necesario saber cómo era el sacrifico de los corderos. En las fiestas religiosas de los judíos, los corderos eran llevados al templo, y allí eran sacrificados como ofrenda al único Dios, a Yahvéh: se derramaba su sangre en expiación de los pecados, y se consumía la carne en el fuego, como ofrenda divina.

El ritual consistía en la presentación de la víctima, momento en el que el cordero era llevado al altar de los sacrificios (Éx 29,42; Levítico 1,5; 3,1; 4,6); la inmolación, el momento en el que el sacerdote debía derramar la sangre de la víctima de la forma más rápida y completa posible, con un corte en el cuello (Lev 1,3 y ss); luego venía el rociado con la sangre, que sólo podía ser realizado por los sacerdotes (Lev 1,5; 3,2; 4,5; II Cro 29,23). Para la tradición judía esta parte del rito era como "la raíz y el principio del sacrificio", y como la sangre es la vida del cuerpo no se debe comer: es necesario derramarla sobre el altar (Lev 17,11); luego venía la quema del sacrificio, que se llamaba holocausto, si se quemaba la víctima entera. Por la acción del fuego, Yahvéh recogía el sacrificio ofrecido (Deut 4,24).

Sin embargo, a pesar de ser el verdadero culto al Dios verdadero –todos los pueblos que rodeaban a Israel eran pueblos paganos y politeístas, es decir, tenían muchos dioses-, este culto de los corderos-animales era absoluta y totalmente insuficiente para obtener el perdón de los pecados y el favor divino, el cese de su ira para con el hombre, por la maldad del corazón humano.

Es el verdadero y único Cordero del sacrificio, Jesucristo, el único que puede expiar los pecados de toda la humanidad. Él, en su Pasión, cumple todos los pasos del ritual, inaugurando una nueva Pascua, la Pascua del Cordero. Si en el rito judío el cordero, el animal, era presentado y llevado contra su voluntad al altar del sacrificio -porque su instinto animal le hacía presentir que iba a ser sacrificado-, el Cordero de Dios, Jesucristo, libremente, y por propia voluntad, sube al altar del sacrificio, el ara de la cruz, presentándose Él en Persona al Padre, ofreciéndose al Padre como Víctima Pura y Santa, como Cordero Puro y Santo, para expiar la maldad de los hombres, que con sus corazones oscurecidos ofenden la santidad divina; si en el Templo de Jerusalén el cordero era degollado por los sacerdotes judíos en el altar, el Cordero de Dios, el Cordero que alumbra con su luz a la Nueva Jerusalén (cfr. Ap 21, 23), a la Jerusalén de los cielos, es inmolado en la cruz, porque Él, que es a la vez Sacerdote, Altar y Víctima, derrama en la cruz toda su sangre, hasta la última gota, en una muestra inaudita y jamás dada de amor eterno por los hombres, porque con su sangre derrama su vida, y con su vida, efunde el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor divino, y así, derramada su sangre en el ara de la cruz, se convierte en el “Cordero como degollado” (cfr. Ap 5, 6), que con su sangre salva a todos los hombres y rescata a la humanidad; si en el sacrificio de los judíos la sangre del cordero animal se derramaba en el altar, y era a la vez esparcida sobre el altar, el Cordero Místico derrama su sangre en el ara de la cruz desde sus heridas, y con su sangre riega la tierra e inunda la humanidad entera, y a las almas todas, alcanzando con su sangre bendita a todos los hombres de todos los tiempos; si en el sacrificio de los judíos el cordero animal, ya presentado e inmolado era finalmente quemado, para ser convertido en holocausto, simbolizando, con la acción del fuego sobre la carne, que esta, al convertirse en humo, se hacía ofrenda espiritual que subía a Dios y a Él pertenecía, en el ara de la cruz, la carne virginal, santa y pura del Cordero de los cielos, Jesucristo, es abrasada en el fuego del Espíritu Santo, y su carne, así abrasada en el fuego del Espíritu de Dios, sube como suave incienso de agradable olor, en honor de Dios Padre.

Por último, si en el sacrificio de los judíos la ofrenda de la carne del cordero, convertida en humo por el fuego del altar, subía al cielo como ofrenda espiritual que pertenecía a Dios, y que Él recogía, en el sacrificio del Cordero, la santa misa, la ofrenda santa, que es el Cuerpo y la Sangre del Cordero, es llevada por el Ángel del altar[3], hasta el altar del cielo, para ser presentada ante Dios Uno y Trino, como ofrenda agradabilísima y espiritual, como incienso de suave perfume, que expía las maldades de los corazones humanos y da a Dios Trino alabanza, gloria, honra y adoración infinitos.

Si en el sacrificio de los corderos animales, estos eran sacrificados en abundancia para pedir el perdón y la expiación de los pecados de los hombres, pero su sacrificio era totalmente inútil, porque la sangre de un animal no puede, de ninguna manera, ni perdonar ni reparar el pecado del hombre, en el sacrificio del Cordero de Dios, Jesucristo, siendo Él uno solo, con su solo y único sacrificio, basta para perdonar y expiar los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final.

“Este es el Cordero de Dios”, dice Juan el Bautista, al ver pasar a Jesús; “Este es el Cordero de Dios”, dice la Iglesia, al contemplar la Eucaristía en la ostentación eucarística, en la Santa Misa; “Este es el Cordero de Dios”, dice el alma fiel al acercarse a comulgar la Eucaristía sabiendo que, al comulgar, consume la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu, fuego que penetra hasta lo más profundo del ser, abrasándolo en las llamas del Amor divino, purificando y quemando todo lo que no es grato a Dios, santificando el alma con la santidad divina, y elevándola a las alturas inimaginables de la comunión con el Padre.


[1] 1 Cor 10, 20.

[2] Las ofrendas que hacían los judíos era llamadas “korbán”, que quiere decir “venir a Dios” o “acercar a Dios” y eran ofrecidos sólo por los sacerdotes, y se hacían con el fin de expresar la sumisión a Dios, o agradecerle por sus beneficios, o en expiación por el pecado, o para pedir a Yahvéh algún favor. Cfr. Wikipedia, http://es.wikipedia.org/wiki/Sacrificios_judios, voz “korbán”.

[3] Cfr. Misal Romano.