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jueves, 9 de marzo de 2023

“Dame de beber”

 


(Domingo III - TC - Ciclo A - 2023 2)

         “Dame de beber” (Jn 4, 5-15). En el Evangelio del encuentro con la samaritana, se presenta a Jesús sediento, pero no solo de agua material, necesaria para satisfacer la sed del cuerpo, sino que esa sed tiene también una trascendencia sobrenatural, porque la sed que tiene Jesús es sed de almas[1]. Se trata de una situación análoga a lo que sucede en el Calvario, cuando en una de las Siete Palabras de Jesús en la cruz, dice: “Tengo sed”, interpretando los soldados que se trata de sed del cuerpo, pero en realidad es sed de almas. Dios tiene sed de almas, Dios quiere que las almas se salven y eso es lo que significa la sed de Jesús, tanto en el encuentro con la samaritana, como en el Monte Calvario, ya crucificado.

         En el momento del encuentro con la samaritana, Jesús se está sentado al borde del pozo de Jacob, tal como lo hace un hombre cuando está cansado; otro detalle que notan los teólogos es el hecho de que es el mediodía, la “hora de sexta”, según el modo de contar el tiempo de los romanos, lo cual indica también un momento del día en el que se experimenta más sed, porque a esa hora convergen la actividad de la mañana y el calor del sol del mediodía; en el caso de Jesús, trasladado a lo sobrenatural, su sed de almas aumenta de forma paralela a su sed corporal, aunque su sed de almas es mucho más intensa que la sed del cuerpo tanto más cuanto el “sol del mediodía” en la Escritura significa la actividad demoníaca que también busca almas, pero para inducirlas al pecado y a la eterna condenación.

         En el encuentro con Jesús, la samaritana se da cuenta de que es judío por su modo de hablar, por lo que le recuerda el odio que existe entre las naciones de judíos y samaritanos, y esto se debe, en parte, al hecho de que los judíos, que eran los únicos en creer en un Dios Uno, se separaban de quienes consideraban paganos y, en el caso de los samaritanos, eran considerados también cismáticos, es decir, separados de los judíos debido a que habían construido un templo distinto al de los estos en el año 400 a. C. Esto es lo que explica la enemistad y animosidad entre judíos y samaritanos, recordada por la samaritana.

         Pero Jesús, siendo Él, en su naturaleza humana, hebreo, le habla a la mujer, siendo ella samaritana -con lo cual rompe desde un inicio esa enemistad- y le habla acerca del amor de Dios y del don del cielo que su presencia misma -la presencia de Jesús- constituye para ella -porque Él es el Mesías-Dios, el Dios que se ha encarnado en la Persona del Hijo para salvar no solo al Pueblo Elegido, los judíos, sino para salvar a toda la humanidad-;  al hacer esto, al hablarle del Divino Amor y de la llegada en carne del Mesías de Dios, Jesús de Nazareth, quien habrá de salvar a toda la humanidad, deja de lado el estado de hostilidad entre ambos pueblos[2], además de cualquier hostilidad que pueda haber entre las naciones del mundo, porque Él, el Mesías-Dios, Es el que Es -es el primer “Yo Soy” que pronuncia Jesús-y ha venido a traer la paz a los hombres en guerra con Dios y entre sí, porque Él da la verdadera paz, la Paz de Dios, que sobreviene al alma al serle quitado aquello que la hace enemiga de Dios, el pecado.

         En el encuentro, Jesús le pide de beber a la mujer samaritana, pero al mismo tiempo, Él puede darle algo infinitamente más valioso que el agua material y es el “agua viva”, que brota a borbotones de un manantial; un agua viva que vivifica, que da la Vida de Dios a quien la bebe y es la gracia santificante, que ha de brotar de su Costado traspasado en la cruz y que se comunicará a su Iglesia a través de los sacramentos. Jesús le pide a la samaritana agua para saciar la sed corporal, pero al mismo tiempo, Él le ofrece también agua, pero un agua viva con la vida divina, que comunica la vida divina a quien la bebe, es el agua de la gracia santificante, brotada de su Corazón herido por la lanza y comunicada en el tiempo a los hombres por medio de los Sacramentos de la Iglesia Católica.

“Dame de beber”, nos dice también a nosotros Jesús, pero no nos pide el agua material, sino el alma, porque el Hombre-Dios tiene sed de nuestras almas; el Hombre-Dios Jesucristo tiene sed de nuestro amor y es por eso que nosotros, postrados ante Jesús, para saciar su sed de almas, por manos de la Virgen, le hacemos entrega de nuestras almas, las de nuestros seres queridos y las del mundo entero. Pero al mismo tiempo que nosotros le damos a Jesús nuestras almas, para saciar su sed de almas, Jesús -tal como hace con la samaritana en el Evangelio- nos concede también agua, pero es otra agua, no el agua material, sino el agua sobrenatural de la gracia santificante que brota de su Corazón traspasado. Para nosotros, la surgente de agua viva es el Costado traspasado de Jesús; es de su Sagrado Corazón de donde brota el manantial de Vida divina que salta hasta la Vida eterna. Al igual que la samaritana, que le pide a Jesús el “agua viva”, pidamos también nosotros esta agua brotada del manantial que es el Corazón traspasado de Jesús; saciemos nuestra sed de Dios y de su Divino Amor, bebiendo de este manantial sagrado; saciemos nuestra sed de paz, de amor, de alegría, bebiendo la Sangre del Cordero, la Sagrada Eucaristía y adoremos, en espíritu y en verdad, al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Editorial Herder, Barcelona 1957, 698.

[2] Cfr. ibidem, 760.

sábado, 28 de agosto de 2021

“Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”


 

(Domingo XXIII - TO - Ciclo B – 2021)

         “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). Le presentan a Jesús a una persona sorda y muda y le piden que “le imponga las manos” para curarlo. Jesús toca los oídos y los labios del sordomudo, dice “Éfeta”, que significa “Ábrete” y de inmediato el sordo mudo recupera sus funciones auditivas y su capacidad de hablar.

         Se trata claramente de un milagro corporal, pero en el que está prefigurado otro milagro, de orden espiritual, que Jesús realizará, por su Espíritu, mediante su Iglesia –más concretamente, por medio del Sacramento del Bautismo-, sobre las almas, abriendo los oídos y los labios del alma. Para entender este milagro espiritual que obra la Iglesia en cada bautizado hay que recordar primero que, por causa del pecado original, toda alma que nace en este mundo, nace ciega, sorda y muda a la Verdad sobrenatural de Dios revelada en Jesucristo. Por medio del Bautismo sacramental, la Iglesia, con el poder de Jesucristo, concede al alma, por la gracia, algo que el alma no tenía naturalmente, esto es, la vista sobrenatural, la audición sobrenatural y la función de hablar, sobrenaturalmente hablando, y esto significa que por el Bautismo sacramental, la Iglesia hace capaz al alma de poseer y profesar la fe en los misterios sobrenaturales del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo.

         Que el milagro de la curación del Evangelio esté prefigurando otro milagro, de orden espiritual, por el que se abren la audición y la capacidad de hablar espirituales, se ve en el hecho de que la Iglesia toma las palabras de Jesús y las utiliza en el Sacramento del Bautismo, pidiendo que los oídos y la boca del alma se abran al Evangelio, de manera que el nuevo bautizado pueda escuchar la Palabra de Dios y proclamar el Evangelio, con un sentido sobrenatural y no meramente humano. Podríamos decir que el otro sentido espiritual, el de la vista, con la cual el bautizado puede contemplar a Jesucristo como Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, es en el momento en el que se derrama el agua bendita y se proclama la fórmula del Bautismo, nombrando a la Santísima Trinidad.

         Por último, hay que decir que todos los bautizados hemos recibido un milagro infinitamente más grande que el de la curación del sordomudo, porque por el Bautismo, nuestra alma ha recibido la luz de la gracia y de la fe, que nos habilitan para contemplar a Cristo en la Eucaristía, para escuchar la Palabra de Dios con sentido sobrenatural y no meramente humano y para proclamar la Palabra de Dios a quien no la conoce; esto hemos recibido de Dios, pero lo debemos poner en práctica y hacerlo o no hacerlo, ya no depende de Dios, sino de nuestra libertad. De todas maneras, de una u otra forma, habremos de rendir cuentas, en el Juicio Final, de los talentos recibidos en el día de nuestro Bautismo sacramental.


sábado, 15 de mayo de 2021

“Que sean uno, como nosotros”


 

“Que sean uno, como nosotros” (Jn 17, 11b-19). Jesús quiere la unidad para sus discípulos, pero no es una unidad cualquiera: no es una unidad conocida por el hombre; no es una unidad de tipo moral, como la unidad que reina entre un grupo de amigos, por ejemplo; tampoco es una unidad de orden ideológico, como sucede entre quienes comparten una misma idea o un mismo proyecto de vida. La unidad que quiere Jesús es de tipo espiritual y es una unidad igual a la unidad que Él tiene con el Padre: “Que sean uno, como nosotros”.

Jesús quiere la unidad, en oposición a la división, pero esta unidad no puede ser dada ni construida por el hombre: se trata de una unidad ontológica, a nivel del ser; es una unidad en la que los hombres están unidos a Dios, pero no por el sentimiento, ni por el afecto, sino por la participación en el Ser divino trinitario y es por esto que se trata de una unidad ontológica y celestial, sobrenatural. No puede ser realizada por los hombres por tratarse precisamente de una unidad de origen celestial y de orden ontológico, que trasciende absolutamente el sentimiento y el afecto, porque es inmensamente más profunda.

Si no la puede proporcionar el hombre, ¿cómo se logra la unidad que Jesús quiere que se establezca, entre Dios y los hombres? Esta unidad, este ser “uno” con Dios Trino, lo lleva a cabo el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad. Es el Espíritu Santo el que une, en el Amor Divino, desde toda la eternidad, al Padre y al Hijo; es el Espíritu Santo el que hace que Dios sea Uno en el Amor, porque es el mismo Amor el que une al Padre y al Hijo y al Hijo con el Padre. De esto se ve claramente la necesidad de que Jesús –junto al Padre-, una vez que resucite y ascienda al Cielo, envío desde el Cielo al Espíritu Santo, sobre su Cuerpo Místico, sobre su Iglesia, sobre los bautizados, para que estos, unidos por el mismo Espíritu y en el mismo Espíritu, sean unidos a Cristo y, en Cristo, sean unidos al Padre. Y esta unidad, dada por el Espíritu Santo, se manifestará por la profesión de una sola fe, la fe Católica, Apostólica y Romana, en un solo Señor, el Hombre-Dios Jesucristo, y será donada por la recepción de un único Bautismo, el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica. La unidad que proporciona el Espíritu Santo es la que se revela en la Escritura: “Un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo”. Quien profese otra fe que no sea la Católica; quien crea en un Jesús que no sea el Jesús de la Iglesia Católica, Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; quien no reciba el Bautismo sacramental, ese tal no es “uno” con Dios Uno y Trino.

sábado, 18 de abril de 2020

“El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”




“El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 1-8). En el diálogo entre Nicodemo, éste último parece no entender lo que Jesús le dice cuando le dice: “El que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo entiende literalmente las palabras de Jesús y es por esta razón que no puede comprender de qué manera un hombre puede “nacer de nuevo”: la única forma, para Nicodemo, es introducirse literalmente en el seno materno y así nacer de nuevo; por esto es que Nicodemo no entiende lo que Jesús le dice. Pero lo que Jesús le quiere decir a Nicodemo está en otro nivel, en el sobrenatural y Nicodemo permanece en los estrechos límites de la naturaleza y de la razón humana. A partir de Jesús, ya no habrá un solo modo de nacer para los humanos. Él dice en las Escrituras: “Yo hago nuevas todas las cosas” y este “hacer nuevo” comprende el nacimiento. En la mente de Nicodemo, no hay lugar todavía para lo sobrenatural, para lo que Jesús hace y enseña y entre estas cosas está el modo de nacer: a partir de Jesús, además de nacer del seno materno, el hombre ahora podrá nacer del seno mismo de Dios Padre, mediante “el agua y el Espíritu”, es decir, mediante el Sacramento del Bautismo. Jesús le está anticipando a Nicodemo lo que será el Sacramento del Bautismo, mediante el cual el hombre nacerá del seno mismo de Dios Padre y así podrá ingresar en el Reino de los cielos: “El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”. Éste segundo modo de nacer del hombre, hecho posible a partir de la gracia que nos consiguió Jesucristo con su sacrificio en Cruz, es lo que le permite al hombre, si muere en estado de gracia, ingresar en el Reino de los cielos. Entonces, quien nace “del agua y del Espíritu” entra en el cielo, quien no se bautiza, no; de ahí, la necesidad imperiosa del Bautismo sacramental.

lunes, 9 de marzo de 2020

“Lo condenarán a muerte”




“Lo condenarán a muerte” (Mt 20, 17-28). Jesús revela proféticamente su misterio de Muerte y Resurrección a sus discípulos: “El Hijo del hombre será entregado, lo condenarán a muerte, lo crucificarán y al tercer día resucitará”. Frente a este anuncio de la Pasión, hay dos reacciones distintas entre los discípulos: por un lado, la madre de los Zebedeos y sus hijos y, por otro, el resto de los discípulos. Los primeros, se muestran dispuestos a compartir las penas y amarguras de la Pasión de Jesús, con tal de alcanzar el Reino de los cielos; los segundos, se enojan con los primeros porque piensan al modo humano y creen que los hijos de Zebedeo están buscando ventajas de poder, como sucede entre los seres humanos.
          Las dos reacciones, frente al anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, representan las reacciones de todos los hombres hasta al fin de los tiempos, cuando se les comunica el misterio pascual de Jesús: unos, como los hijos de Zebedeo –Santiago y Juan- reaccionan sobrenaturalmente, es decir, comprenden que la muerte de Jesús en la Cruz se trata de un misterio celestial y el único camino para acceder al cielo; otros, como el resto de los discípulos, ven sólo lo que sus estrechas razones humanas les permiten ver y es nada más que la disputa por un poco de poder terreno. En todo tiempo de la historia se han producido estas dos clases de reacciones, la primera, la de la aceptación de la Pasión y Muerte de Jesús como único camino para entrar en el Reino de Dios, ha forjado y generado santos a lo largo de los siglos; la segunda, ha generado cristianos racionalistas, incapaces de ver más allá del estrecho límite de comprensión de sus razones humanas, lo cual los ha llevado a vivir no la santidad, sino un cristianismo racionalista, privado de todo misterio sobrenatural.
          También nosotros nos encontramos ante la misma disyuntiva y de nosotros depende que aceptemos el misterio pascual de Cristo, de modo sobrenatural y así vivamos nuestra vida terrena, de cara a la eternidad, o sino nos queda reaccionar de modo que rebajemos el misterio de Cristo a lo que podemos comprender, quitando todo vestigio de sobrenaturalidad a nuestra religión y viviendo un cristianismo racionalista, que no es el cristianismo de Cristo.

viernes, 25 de julio de 2014

“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido (…) como una perla fina (…) como una red llena de peces (…)”


(Domingo XVII - TO - Ciclo A – 2014)
         “El Reino de los cielos es como un tesoro escondido (…) como una perla fina (…) como una red llena de peces (…)” (Mt 13, 44-52). Jesús compara al Reino de los cielos con tres cosas de valor: un tesoro escondido; una perla fina; una red llena de peces. Como es obvio, cada una de estas figuras, tiene un significado sobrenatural. El tesoro escondido es encontrado por un hombre en un campo; el hombre, a su  vez, va y vende todo lo que tiene, compra el campo y así se queda con el tesoro. El significado sobrenatural es el siguiente: el tesoro es la gracia santificante; el hombre que encuentra el tesoro, es aquel que recibe el don de la conversión, es decir, es el que se da cuenta del valor de la gracia; el que encuentra el tesoro es quien se da cuenta que la más mínima gracia vale más que todos los tesoros de la tierra, más que todo el oro del mundo; el que “vende todo lo que tiene”, es el que, al haber descubierto el valor de la gracia, es el que está en consecuencia, dispuesto a perder, literalmente hablando, la vida, antes que perder la gracia.
Eso es lo que hicieron los santos y los mártires, y es lo que les valió conquistar el cielo, y ésa es la disposición que debemos tener al confesarnos en el Sacramento de la Penitencia, porque ése es el espíritu de lo que la Iglesia nos quiere hacer decir, cuando nos hace repetir la fórmula de la penitencia, en el momento en el que el sacerdote nos da la absolución: “…antes querría haber muerto que haberos ofendido”. La Iglesia quiere que tomemos conciencia del valor de la gracia santificante, al hacernos decir que preferimos la muerte terrena, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, porque la gracia santificante es un tesoro tan grande, que vale infinitamente más que la vida terrena, y es eso lo que manifestamos en la fórmula del arrepentimiento, en la confesión sacramental: nos dolemos –y así debe ser en nuestro interior, y no solo de palabra- de no haber perdido la vida terrena, antes de haber ofendido a Dios un pecado mortal o venial deliberado. Esto es lo que significa el “tesoro escondido” y el hecho de que el hombre “vende todo lo que tiene” para obtenerlo: es el que se da cuenta que más vale perder la vida terrena antes que perder la gracia, porque perder la gracia equivale a perder la vida eterna, mientras que perder la vida terrena por conservar la gracia –como sucede en el caso de los mártires, por ejemplo, que dan sus vidas por Cristo Jesús-, equivale a conservar la gracia y por lo tanto, a ganar la vida eterna.
Este es, entonces, el significado sobrenatural, para la figura del tesoro escondido en el campo, y lo mismo vale para la figura de la perla fina, ya que es un ejemplo muy similar: alguien “vende todo lo que tiene” para adquirirla; aquí se puede introducir el matiz de la lucha contra las pasiones y los defectos, los cuales serían esas “ventas”, que permitirían adquirir el bien de la gracia, es decir, la perla.
En el caso de la red “llena de peces”, Jesús introduce explícitamente el tema del Juicio Universal, agregado al Reino de los cielos: así como los pescadores, luego de la jornada de pesca, separan a los peces que están en buen estado –y por lo tanto, son comestibles o sirven para el comercio-, de los peces que están en mal estado –y por lo tanto, no sirven para nada-, así también, en el Día del Juicio Final, los ángeles de Dios, encabezados por San Miguel Arcángel, siguiendo las órdenes de Jesucristo, Supremo y Eterno Juez, separarán a los buenos de los malos, conduciendo a los buenos al cielo y arrojando a los malos al infierno, según sus obras, buenas y malas, respectivamente.
“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido (…) como una perla (…) como una red llena de peces (…)”. El Reino de los cielos, si bien es comparado por Jesús con cosas materiales, es algo infinitamente más valioso que lo más valioso materialmente hablando, y es la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, y la gracia santificante es la puerta que nos permite entrar en comunión con ellas, de ahí su valor incalculable, y de ahí el valor más preciado que la propia vida terrena.

Quien aprecia el valor de la gracia, sabe que los bienes materiales y que la vida terrena misma, son nada en comparación con la gracia, porque la gracia nos une con la Santísima Trinidad. El que se da cuenta de esto, es el más sabio y el más feliz de todos los hombres, y ése, ya ha comenzado a vivir el Reino de los cielos, aun cuando todavía le quede un poco por vivir en la tierra.

lunes, 30 de junio de 2014

“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”


“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mt 8, 23-27). Jesús sube a la barca y los discípulos suben con él. Cansado por las fatigas del camino, Jesús se duerme. Mientras tanto, se desata una tormenta, la cual es tan fuerte, que amenaza con hundir la barca. Los discípulos, a pesar de ser experimentados marineros, puesto que se dedicaban, en su mayoría, al oficio de pescadores, entran en pánico ante la violencia de las olas y del viento y acuden a Jesús, despertándolo y pidiéndole auxilio: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”. Jesús se despierta, les reprocha su miedo y su poca fe -“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” – y con una sola orden de su voz, hace cesar inmediatamente la tormenta, sobreviniendo una gran calma. Los discípulos, llenos de admiración, no caen todavía en la cuenta de que Él es el Hombre-Dios, a quien le obedecen los elementos de la naturaleza y el universo todo, y por eso se preguntan: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
Toda la escena tiene un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia; el mar, es el mundo y la historia humana; el viento y el mar embravecidos, es decir, la tormenta que busca hundir a la barca, son las fuerzas del Infierno, que buscan destruir la Iglesia de Jesucristo; Jesús, es el Hombre-Dios; su actitud de dormir en la barca, es su Presencia Eucarística, sacramental, porque significa que Jesús está Presente verdaderamente en su Iglesia, pero debido a que no se lo escucha sensiblemente, audiblemente, pareciera estar ausente, como dormido, pero está verdaderamente Presente en su Iglesia, y es Él quien gobierna la Iglesia, el mundo y el Universo todo, tanto el visible como el invisible; la tribulación de los discípulos, que entran en pánico frente a la tormenta, significa la falta de fe de los hombres de la Iglesia en tiempos de tribulación y persecución por parte del mundo y de las fuerzas del Infierno, debido, en gran medida, a la falta de vida espiritual y de oración; la intervención de Jesús, por último, demuestra que Él es el Hombre-Dios, a quien están sometidos no solo las fuerzas ciegas de la naturaleza, sino también las potestades del Infierno, porque como dice el himno a los Filipenses, “a su Nombre, se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos” (2, 10ss). El episodio de la barca azotada por la tempestad y la calma que sobreviene a la sola orden de la voz de Jesús, debe hacernos recordar que Jesús en la Eucaristía tiene el poder de aquietar toda tormenta que agite nuestras vidas, puesto que Él es el Gran Capitán de esa hermosísima Nave que es la Iglesia, llamada “Santa María” y jamás permitirá que no solo se hunda, sino que la conducirá, segura y firme, hasta hacerla llegar a la Ciudad de la Santísima Trinidad, en el Reino de los cielos.


lunes, 7 de abril de 2014

“Cuando sea levantado en alto el Hijo del hombre entonces sabrán que Yo Soy”



“Cuando sea levantado en alto el Hijo del hombre entonces sabrán que Yo Soy” (Jn 8, 21-30). Los fariseos le preguntan a Jesús quién es, y Jesús les responde de modo profético, anticipándoles de qué manera obtendrán la respuesta: cuando Él sea crucificado –“cuando sea levantado en alto el Hijo del hombre”-, en ese momento, todos sabrán que Él es Dios –“entonces sabrán que Yo Soy”-. Jesús les dice que cuando Él sea crucificado, todos lo mirarán, y en ese momento, algo sucederá, que todos adquirirán un conocimiento nuevo, sobrenatural, por medio del cual todos sabrán que Aquel al que crucificaron no era el que creían que era, un impostor, sino El que Es, Yahveh, el Dios Único al que los hebreos conocían por su Nombre: el “Yo Soy”, y por eso Jesús les dice: “sabrán que “Yo Soy”. Cuando Jesús sea levantado en alto, efundirá su Espíritu Santo con el Agua y la Sangre que brotarán de su Corazón traspasado y el Espíritu Santo dará un nuevo conocimiento, sobrenatural, celestial, que hará conocer, a quienes contemplen a Cristo crucificado, que Cristo en la cruz es Dios en Persona y no un simple hombre. Es lo que le sucede a Longinos, el centurión romano que traspasa el Corazón de Jesús con la lanza y que al caer sobre él el Agua y la Sangre, exclama: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (Mt 27, 54).


“Cuando sea levantado en alto el Hijo del hombre entonces sabrán que Yo Soy”. El Santo Sacrificio de la cruz se renueva en la Santa Misa, por lo tanto, también Cristo efunde su Espíritu a quien lo contempla en la Eucaristía para que, quien lo contemple en la ostentación eucarística, diga: “Verdaderamente, éste es el Hijo de Dios”.

sábado, 13 de julio de 2013

“Si quieres ganar la vida eterna, si quieres salvar tu alma, ve y procede de la misma manera que el buen samaritano (…) ten compasión de tu hermano más necesitado”


(Domingo XV - TO - Ciclo C – 2013)
         “Ve y procede de la misma manera (…) ten compasión de tu hermano más necesitado” (Lc 10, 27-35). En la parábola del Buen Samaritano, Jesús no nos da un mero ejemplo de cómo ser solidarios con los demás: en la parábola está contenida toda la historia de la salvación: está contenido el misterio de iniquidad, la caída del hombre y su destierro del Paraíso a causa del pecado original; la tenebrosa y siniestra realidad de los ángeles caídos, que precedieron al hombre en su separación de Dios y, finalmente, el perdón, el rescate y la redención del Hombre-Dios Jesucristo. Además, en la parábola, dada por Jesucristo como respuesta a la pregunta de “qué hay que hacer para ganar la vida eterna”, está el programa de vida que conduce a la salvación eterna.
         Cada uno de los integrantes de la parábola, por lo tanto, representa una realidad sobrenatural:
         -La caída del hombre a causa del pecado está representada en el asalto y ataque de los ladrones del camino, que dejan al hombre de la parábola malherido y tendido en el suelo: es la imagen del hombre caído por el pecado, expulsado del Paraíso, privado de la visión de Dios porque ya no posee la gracia santificante.
         -Los asaltantes del camino representan a los demonios, que hacen presa fácil del caminante, son los demonios que, expulsados del Paraíso, dominan con facilidad al hombre, que por haber sido expulsado de la Presencia de Dios, está solo e indefenso. Los que pasan de largo representan a los hombres que, sin Dios, que es Amor, no tienen compasión ni amor por sus prójimos.
         -El hombre golpeado es la humanidad sin Dios, fácil presa de los demonios, del pecado y de las pasiones sin control.
         -El Buen Samaritano es figura de Cristo, quien con su misterio pascual de Muerte y Resurrección, rescata al hombre, le concede el perdón divino, lo sana con su gracia santificante y le concede una nueva vida, la vida de los hijos de Dios.
-La posada, a la cual acude el Buen Samaritano con el hombre herido a a cuestas, y en donde reposa para terminar de curar sus heridas, es figura de la Iglesia con sus sacramentos, que recibe en nombre de Cristo al hombre herido por el pecado original, atormentado por los demonios, y acosado por sus pasiones, para que sane de sus heridas y se sienta a salvo y en paz.
-El último elemento que se encuentra en la parábola, es la representación de lo que todo católico debe hacer si quiere salvar su alma: imitar a Jesús, el Buen Samaritano. Recordemos que la parábola es dada por Jesús como respuesta a la pregunta de un doctor de la ley acerca de qué es lo que debe hacerse para ganar la vida eterna: Jesús le dice que hay que cumplir el Primer Mandamiento, el que manda amar a Dios y al prójimo, y cuando el doctor de la ley pregunta quién es el prójimo, Jesús narra la parábola del Buen Samaritano.
Al responder con esta parábola, y al ser Jesús el Buen Samaritano, Jesús nos está diciendo que esta es la vía de la salvación, y que el que quiera salvarse, debe hacer lo que Él hizo: auxiliar a su prójimo más necesitado, incluido, y en primer lugar, aquel prójimo que es nuestro enemigo, porque los samaritanos eran enemigos con los judíos. Por este motivo, la Iglesia pide a sus hijos que practiquen las obras de misericordia espirituales y corporales, y esto sin reparar si el prójimo es amigo o enemigo: el Amor de Dios no hace acepción de personas. 
De esta manera, la respuesta a la pregunta, por parte de Jesús, se articula entonces en dos partes: en la primera parte, Jesús le dice al doctor de la ley que para entrar en la vida eterna, hay que cumplir el Primer Mandamiento, que manda amar a Dios y al prójimo; en la segunda parte de la respuesta, Jesús nos hace ver que el amor a Dios se materializa en el amor al prójimo, y que ese prójimo no es solo quien nos simpatiza, sino ante todo, el que por alguna circunstancia, es nuestro enemigo. 
Además, por medio de la parábola, Jesús nos hace ver que el verdadero prójimo es aquel que tiene compasión del que sufre, y luego le dice: “Ve tú y haz lo mismo”, y como lo que le dice al doctor de la ley nos lo dice a todos nosotros, también nosotros, si queremos salvar nuestras almas, si queremos ingresar en el Reino de los cielos, si queremos disfrutar de toda una eternidad de paz, alegría, amor y felicidad inimaginables, entonces “hagamos lo mismo”, es decir, imitemos a Jesús en su compasión por los más necesitados y auxiliemos, según nuestro estado de vida, a nuestros hermanos que sufren.
Ahora bien, si en esta parábola está contenido el programa de la salvación eterna, también está contenida la perdición de quienes no obren según Jesús: si alguien cierra su corazón a la compasión y a la misericordia –como lo hacen el levita y el sacerdote de la antigua alianza de la parábola-, entonces ese tal se cierra a sí mismo las posibilidades de su propia salvación.
¿Cómo obtenemos la salvación? Jesús nos responde, tal como le respondió al doctor de la ley: “Si quieres salvar tu alma, si quieres entrar en el Reino de los cielos, si quieres entrar en comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, si quieres vivir en el Amor, en la paz, en la felicidad y la alegría para siempre, ve y procede de la misma manera, obra la misericordia y ten compasión de tu hermano más necesitado”. Lo que nos enseña la parábola, entonces, es que quien se compadece de su hermano que sufre, tiene el cielo asegurado, puesto que es el mismo Jesús quien lo dice: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7).

viernes, 5 de abril de 2013

El sentido sobrenatural de la Fiesta de la Divina Misericordia se aprende contemplando, de rodillas, a Cristo crucificado



(Ciclo C – 2013)

Fiesta de la Divina Misericordia
(Ciclo C – 2013)
En sus apariciones como Jesús Misericordioso, el Señor le dijo a Sor Faustina: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49). En otra ocasión, expresó su deseo así: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699).
Jesús le dice a Santa Faustina que desea que el primer domingo después de Pascua se celebre solemnemente la fiesta de la Divina Misericordia en la Iglesia, y este pedido lo llevó a cabo el Santo Padre Juan Pablo II durante la canonización de Sor Faustina Kowalska, utilizando una enigmática frase: “En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”.
Ahora bien, este pedido de Jesús, de celebrar la Fiesta de la  Divina Misericordia, no solo no es comprendido por el mundo -lo cual es lógico y comprensible, desde el momento en que el mundo está apartado de Dios-, sino ante todo no es comprendido, al menos en su real dimensión, por los mismos cristianos, porque tenemos tendencia a reducir siempre las cosas de Dios al nivel de nuestra pobre y limitada razón humana. Es así que muchos piensan que la Fiesta de la Divina Misericordia es una fiesta litúrgica más, como tantas otras, tal vez un poco especial, pero nada más que una “fiesta litúrgica”, lo cual en la práctica, para cientos de miles de personas, no significa nada. En otras palabras, ni en el mundo, alejado de Dios, ni en la Iglesia, se alcanza a vislumbrar el inmenso misterio de Amor divino que esta festividad litúrgica encierra. ¿Cómo hacer para apreciar esta Fiesta en su dimensión sobrenatural? ¿Cómo hacer para aprovechar el tesoro de gracia infinito que esta Fiesta encierra?
Para poder comprender en su sentido sobrenatural último a esta festividad es necesario contemplar primero el crucifijo y pedir la gracia de poder apreciar, en primer lugar, la inmensidad del pecado de deicidio cometidos por todos y cada uno de los hombres, con nuestros pecados, para luego poder apreciar la inmensidad del perdón divino manifestado en Cristo crucificado. Esto quiere decir que la Fiesta de la Divina Misericordia no se comprende ni se aprecia en su verdadero y último significado, sino es a la luz de la Cruz de Jesús, porque Jesús recibe el castigo que merecen nuestros pecados -todos, desde el más leve hasta el más grave- pero, en vez de pedir el justo castigo por nuestros pecados -incluido el primero y el más horrible de todos, el deicidio-, Jesús ora al Padre pidiendo clemencia y misericordia al decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), y el fruto de esa oración es el derramarse de la Divina Misericordia sobre las almas, a través de la Sangre de su Corazón traspasado.
         La contemplación de Cristo crucificado nos debe conducir entonces a la toma de conciencia, gracia de Dios mediante, del poder destructor del pecado que anida en el corazón humano. Cada golpe recibido por Jesucristo, cada insulto, cada flagelo, cada espina de su corona, cada herida abierta y sangrante, cada una de sus heridas, todas y cada una de ellas, está causada por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. El pecado, que es insensible para el hombre –el hombre peca leve o mortalmente, y continúa su vida como si nada hubiera pasado-, tiene consecuencias a todo nivel –en la persona que lo comete, en la sociedad, en la Creación-, pero también tiene consecuencias en el Hombre-Dios Jesucristo, y para saber cuáles son esas consecuencias, no tiene otra cosa que hacer que contemplar a Cristo crucificado.
Si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de las obras malas hechas con las manos –asesinatos, homicidios, violencias de todo tipo, robo, sacrilegios, profanaciones- no tiene más que hacer que mirar las manos de Jesús perforadas por los clavos de hierro, y el que así se hace, se dará cuenta que son las obras malas de sus propias manos las que clavaron las de Jesús; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pasos dados con malicia, de los pasos dados para obrar el mal, de los pasos dirigidos para cometer asesinatos, robos, violencias, hurtos, profanaciones, traiciones, adulterios, fornicaciones, sólo tiene que mirar los pies de Jesús atravesados por un grueso clavo de hierro, y el que así contempla se dará cuenta que al menos uno de todos los martillazos dados a los pies de Jesús, es debido a los pasos realizados para cometer un pecado; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los malos pensamientos, de los pensamientos de odio, de venganza, de traición, de calumnias, de ofensas, de prejuicios malintencionados; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pensamientos de la literatura anti-cristiana, de la ciencia mal encaminada y dirigida contra Dios y la creación de sus manos, la vida humana, como los avances científicos mal aplicados, dirigidos a destruir la vida humana, como el aborto, la eutanasia, la eugenesia, y todas las aberraciones de la bioética; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias del pecado de la discordia entre los esposos, entre los hermanos, entre los amigos, entre los enemigos; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los planes criminales que conducen a la guerra por odio cainita contra el hermano, sólo tiene que contemplar las espinas de la corona de espinas de Jesús, una por una, y entre tantas, el que contempla encontrará una o más de una que ha sido clavada por él mismo, con sus propios malos pensamientos; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados contra la carne, los pecados de los programas televisivos y de la música anti-cristiana que incitan, sobre todo a los jóvenes, a la sensualidad, al erotismo, a la satisfacción de las más bajas pasiones; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de las leyes inmorales, las leyes que incitan a la contra-natura y a la destrucción de la persona humana al incitarla a la rebelión al plan original de Dios, que la pensó o varón o mujer, sólo tiene que contemplar la espalda de Jesús, destrozada por la tempestad de latigazos que los verdugos descargaron sobre Él, y el que contemple la flagelación de Jesús, comprenderá que sus propios pecados de la carne son los causantes de la tempestad de golpes que se abaten sobre Jesús; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados contra Dios Trino y su majestad y bondad, contra su Iglesia, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, contra los representantes de la Iglesia, el Papa, los sacerdotes, los religiosos y los laicos, pecados que consisten en la calumnia, la difamación, la injuria, la blasfemia, y la propagación de toda clase de mentiras y falsedades por los medios de comunicación social; pecados que buscan destruir la Iglesia, el papado, el sacerdocio ministerial y toda forma de culto público a Dios; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los ataques contra la Eucaristía y los dogmas de la Iglesia -entre los cuales, los más atacados son los dogmas de la Virgen María como Madre de Dios, como Inmaculada Concepción y como la Llena de gracia-; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de siquiera aceptar mínimamente estos sacrilegios, al callar cobardemente y no saber defender el honor de Dios y de su Iglesia, lo único que tiene que hacer es contemplar el rostro desfigurado, golpeado, lívido, amoratado, cubierto de sangre y de barro de Jesús crucificado, y el que así contemple el rostro de Jesús, descubrirá cuántas veces ha callado por cobardía, convirtiéndose, con su silencio cómplice, cuando no con su cooperación al mal, en cómplice de quienes buscan destruir la Iglesia y borrar el nombre de Dios y su Cristo de la faz de la tierra y de la mente y de los corazones de los hombres. Si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados del espíritu y del corazón, del rechazo a la Cruz de Jesús y a los planes de Dios, y cuáles son las consecuencias del pecado que es traicionar al Amor de Dios –infidelidades matrimoniales, infidelidades sacerdotales, noviazgos impuros-, sólo tiene que contemplar el Costado traspasado de Jesús, de donde fluye la Sangre que brota de su Sagrado Corazón.
Es esto lo que Isaías quiere decir cuando dice: “Fue herido por nuestras iniquidades, molido por nuestras culpas (...) sus heridas nos han curado” (53, 5): Jesús recibió en su Cuerpo humano, físico, real, el durísimo castigo que la Justicia Divina tenía preparado para todos y cada uno de los pecados nuestros, de los pecados de todos los hombres; con su sacrificio en Cruz satisfizo a la Justicia Divina, de modo que a Dios no le quedaba otra opción, por así decirlo, que descargar sobre los hombres, en vez de la ira divina, la Divina Misericordia, y esto lo hizo al ser traspasado el Sagrado Corazón de Jesús.
“Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699). Quien no se reconoce pecador, quien no se reconoce como autor de las heridas que recibió Jesús en la Cruz y que lo llevaron a su muerte, no puede ni siquiera vislumbrar mínimamente la magnitud y el alcance del perdón y del Amor divino que implica la Fiesta de la Divina Misericordia. Sólo quien se reconoce pecador, puede disfrutar plenamente de esta Fiesta celestial, Fiesta que tiene en la Confesión sacramental y en la Eucaristía su más grandiosa manifestación. Sólo quien se reconoce pecador, tiene derecho a la Misericordia Divina: “los más grandes pecadores son los que más derecho tienen a mi Misericordia”.
El sentido sobrenatural de la Fiesta de la Divina Misericordia se aprende arrodillado al pie de la Cruz.

viernes, 3 de junio de 2011

La Ascensión del Señor

En la Ascensión,
los discípulos se quedan
mirando al cielo,
pero Jesús ya no está;
la Iglesia contempla
algo más grande que los cielos,
la Eucaristía,
en donde Jesús sí está.


Luego de su resurrección, y luego de dejar a la Iglesia la misión de anunciar la Buena Noticia a todo el mundo, Jesús sube a los cielos. Asciende, con su propio poder, a los cielos, y permanecerá ahí “hasta el fin de los tiempos”, cuando descenderá nuevamente, “con gran poder y gloria”, tal como se describe en el Apocalipsis (cfr. 19, 16), para juzgar a toda la humanidad, a vivos y muertos, y encadenar al demonio para siempre en el infierno.

Los discípulos, absortos en la contemplación de su figura, quedan mirando al cielo, cuando Él desaparece de su vista.

¿En qué consiste la Ascensión de Jesús? Por el lenguaje utilizado para describirla –ascensión, subir, descender-, podría ser que alguien llegara a creer que se trata de desplazamientos físicos, y que Jesús “asciende” físicamente en la Ascensión, así como “desciende” físicamente en su Segunda Venida. Tal como se habla cuando alguien escala, ascendiendo, una montaña, y desciende luego. Por supuesto que no es esto en lo que consiste la Ascensión, aunque así pudiera haberse interpretado equivocadamente (hay iglesias para-cristianas, consideradas por algunos como sectas, como los mormones, por ejemplo, que sostienen, entre otros gravísimos errores filosóficos y teológicos, que Cristo habita en un planeta lejano).

La Ascensión de Cristo se refiere, más bien, a un hecho metafísico y espiritual, ya que Dios es un Ser en Acto Puro, que es en sí mismo y para sí mismo; la Ascensión de Cristo, el Hombre-Dios, significa la incorporación total, plena y definitiva, luego de la Resurrección corporal, del cuerpo físico, real, del Hombre-Dios, por parte de la divinidad.

La Ascensión es, entonces, un hecho metafísico y espiritual, sobrenatural, que trasciende los límites de la naturaleza humana, puesto que esta es introducida en un estado de vida superior infinitamente al que le corresponde como naturaleza humana.

El hecho de no tener en claro estos conceptos básicos, fue -y es- aprovechado- por pensadores cristianos, de matriz protestante, para elaborar un "cristianismo sin Cristo" y una "religión sin Dios".

¿Cómo es esto posible? Veamos. Según un autor protestante, Robinson -basado y seguido a su vez por otros autores protestantes, como Bonhoeffer, Tilich, Bultmann-, las expresiones “ascender”, “descender”, pueden dar lugar, erróneamente, a una interpretación demasiado “espacial” o “material”, al hablar de un Dios “allá en lo alto”, lo cual conduce a otro error, el creer que Dios es un ser "metafísico" o "sobrenatural", trascendente al hombre.

Para estos autores -que escriben en desacuerdo radical con el Magisterio de la Iglesia y con la recta interpretación católica de la Biblia-, no se puede hablar de un Dios “más allá” del hombre, ni en sentido espacial, ni en sentido metafísico o espiritual, ya que se debe “rechazar la idea de un Dios que se proyecta a lo exterior de nosotros y de nuestro mundo creado”; se debe rechazar la idea de “un Otro más allá de los cielos, de cuya existencia debamos convencernos”[1], y es por eso que las expresiones "ascender", "descender", "más allá", "cielos", no pueden ser aceptadas por nuestra civilización, caracterizada por el avance científico y tecnológico.

Sin embargo, estos autores, con Robinson a la cabeza, no postulan la desaparición, ni de Dios ni de Cristo, ni del cristianismo; ellos abogan por la construcción de una religión sin Dios -trascendente, sobrenatural, celestial- y por un cristianismo sin Cristo. Al no haber un Dios “más allá”, Robinson, Bonhoeffer -y lamentablemente, con ellos, muchos autores católicos-, sostienen que Dios está en el interior de cada uno, y que la tarea de cada uno es hacer lo que hizo Cristo: descubrir que Él era Dios: así como Cristo descubrió que Dios no estaba “más allá”, sino que Él era Dios, así debe hacer el cristiano, descubrir que él es su propio Dios. De esta manera, no se elimina el concepto de Dios, ni de Cristo, ni del cristianismo, sino que se los redimensiona, despojándolos de todo elemento "sobrenatural", "mitológico", "religioso", concediéndoles de esta manera el verdadero significado: religión sin Dios trascendente, y cristianismo sin Cristo. Todo lo cual no constituye sino una reedición del viejo error gnóstico, que busca desplazar la idea de un Dios metafísicamente distinto al hombre, para constituir al hombre en su propio dios.

Pero los católicos, que deseamos mantenernos fiel a la Verdad revelada por Jesucristo, y custodiada y transmitida con celo sobrenatural por la Santa Madre Iglesia, no podemos caer en estos errores. Pese a todas las elucubraciones de teólogos que intentan demoler el cristianismo, para construir un nuevo cristianismo sin Cristo y sin Dios, Cristo es Dios, y “asciende a los cielos”, es decir, introduce a su Humanidad santísima, gloriosa y resucitada, que ha pasado por la muerte y por la cruz, y ha resucitado, en el seno de Dios Uno y Trino, constituyéndose en el Rey de cielos y tierra, que ha de venir a juzgar a los hombres en el Último Día.

Mientras tanto, los miembros de la Iglesia permanecemos en esta tierra, en este mundo, mirando al cielo, es decir, al destino de eternidad, en la comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas; transitamos esta vida “con los pies en la tierra y con la vista en el cielo” (pedes in terra ad sidera visus, como reza el lema de la Universidad Nacional de Tucumán), sabiendo qué es ese “cielo” al que ha “ascendido” Jesús, y al que esperamos llegar, por la misericordia divina.

Y en este peregrinar al cielo, como para que no nos queden dudas de ese Dios Uno y Trino que nos espera en el “más allá”, tenemos, en la tierra, algo más grande, infinitamente más grande que los cielos, y es la Eucaristía, Cristo Dios resucitado. En vez de mirar al cielo, sin ver a Jesús que ya no está entre ellos, como hacen los discípulos en el día de la Ascensión, nosotros debemos mirar a la Eucaristía, que es más grande y hermosa que los cielos, porque es Jesús en Persona, que se ha quedado entre nosotros, para acompañarnos en nuestro peregrinar al “cielo”. Si nos mantenemos unidos a la Eucaristía, por la fe y por la gracia, también nosotros seremos “ascendidos” y llevados “al cielo”, al “más allá”, el seno de Dios Trino, y viviremos en la compañía alegre y festiva, por la eternidad, de las Tres Divinas Personas.


[1] Cfr. Meinvielle, J., Un progresismo vergonzante, 47.

lunes, 21 de febrero de 2011

Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella


“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (cfr. Mt 16, 13-19). En la elección de Simón Pedro como primer Papa, Jesús da las dos notas que habrán de caracterizar el papado: la unidad de la fe, y la solidez espiritual de la Iglesia comandada por él: tan sólida, que las potentes fuerzas del infierno, desencadenadas contra ella a lo largo de la historia, y con particular fuerza hacia el fin de los tiempos, no podrán hacerle nada.

Ambas características le vienen al Papa de ser algo más que un líder religioso: el Papa, a diferencia de lo que pudiera parecer, sólo exteriormente se asemeja a los otros jefes de iglesias: él es el punto central de la Iglesia, y es el fundamento sobre el cual se edifica todo el edificio espiritual de la Iglesia; por el Papa, la Iglesia se asegura de descansar en el Hombre-Dios Jesucristo y en el Espíritu Santo[1]. El Papa es la garantía por la cual la Iglesia está segura de reposar en Cristo y en el Espíritu Santo; el Papa garantiza la unión de todos los bautizados en la unidad de la fe, puesto que posee, como don dado por el mismo Cristo, una infalibilidad sobrenatural en materia de fe y de moral. Jamás podrá el Papa equivocarse en la fe y en la moral; jamás podrá el Papa equivocarse en el afirmar la esencia íntima de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas; jamás podrá equivocarse en afirmar la constitución de Jesucristo como Hombre-Dios, es decir, como Dios Hijo encarnado, que se encarna para cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección, y que prolonga su encarnación en el misterio de la Eucaristía; jamás podrá el Papa equivocarse en afirmar que la Virgen es Inmaculada desde su Concepción y que es la Madre de Dios, y que es Medianera de todas las gracias.

Jamás podrá equivocarse en materia de moral, puesto que lo asiste el Espíritu Santo, y si en algo se equivoca, si en algo contraría al Magisterio de la Iglesia –si, en algún hipotético caso, llegara a afirmar algo contrario a la fe o a la moral-, es porque ese Papa es un falso Papa, perteneciente a una falsa Iglesia, pero jamás el verdadero Papa.

El Papa, como punto central de la Iglesia, como fundamento solidísimo sobre el cual la Iglesia reposa tranquila, con la seguridad de descansar en el Corazón mismo de Cristo, puede parecer externamente como un líder religioso más, igual a tantos otros.

Pero no debemos nunca confundir al Santo Padre con un líder mundial más, aún cuando sea el más destacado de todos, ni tampoco con un líder religioso, puesto que estas son estructuras humanas –civiles y religiosas, de religión natural- que sólo externamente asemejan al papado con los sistemas de gobierno elaborados por el hombre: el Papado refleja el ser sobrenatural y misterioso de la Iglesia[2], el hecho de ser la Iglesia no una sociedad religiosa más, sino la mística Esposa del Cordero, que recibe de su amado Esposo el don preciosísimo de su Cuerpo y de su Sangre en el santo sacrificio del altar.

Unidos al Papa, estaremos seguros de estar en Cristo y en el Espíritu Santo, y si nuestra fe vacila frente al misterio más grande y maravilloso de todos, el misterio eucarístico, digamos, junto a Pedro, con la fe de Pedro: “Tú eres Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga su encarnación en la Eucaristía, y das la vida eterna a quien te recibe con fe y con amor”.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1964, 584.

[2] Cfr. ibidem, 583ss.