jueves, 28 de febrero de 2019

“Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al Infierno”



“Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al Infierno” (Mc 9, 41-50). En este Evangelio, Jesús revela dos cosas: por un lado, la existencia del Infierno, ya que lo nombra explícitamente –no se trata del limbo de los justos, al cual descendió luego de muerto, y que se designa en plural, “descendió a los infiernos”, sino el Infierno de los condenados-; por otro lado, revela implícitamente la existencia del cielo –al que da el nombre de “vida” por “vida eterna”-, además de dar una serie de consejos para aquellos que no solo deseen evitar el Infierno, sino que además quieran alcanzar la vida eterna.
Jesús nombra en forma directa tres miembros del cuerpo: “Tu mano, tu pie, tu ojo” los cuales, si son ocasiones de pecado, deben ser “cortados” y “arrancados”, porque más vale entrar al cielo “manco”, “cojo” y “tuerto”, que ir al Infierno con todo el cuerpo sano. Pero, ¿a qué se refiere Jesús cuando dice que debemos “cortarnos las manos y los pies” y “arrancarnos los ojos” si estos son ocasión de pecado? Es obvio que no lo dice en forma literal, lo cual sería algo inhumano y anti-natural, pero sí lo dice en sentido figurado y espiritual. Quiere significar que, por ejemplo, si la vista es ocasión de pecado, es necesario mortificar la vista, desviando la misma de las cosas pecaminosas, para preservar la gracia; quiere significar que si el caminar en cierta dirección nos lleva al pecado, entonces tenemos que dirigir nuestros pasos en la dirección opuesta; quiere decir que si las manos son ocasión de pecado, entonces debo ocupar las manos en obrar el bien y no el mal. Jesús está hablando de la mortificación del cuerpo, necesaria para salvar al alma. De un modo más concreto: si alguien tiene la tentación de pecar con la vista, viendo programas indecentes e inmorales en televisión o internet, debe apartarse de dichos programas y ver algo que sea edificante para el alma o apagar la televisión o internet; si alguien, con sus pies –por ejemplo, un ladrón-, sabe que caminando en cierta dirección cometerá un pecado, entonces debe volver atrás y dirigirse en dirección opuesta, allí donde podrá obrar el bien; si alguien sabe que, abriendo el picaporte de una puerta, se introduce en un mundo de pecado, entonces debe evitar realizar esa acción y en vez de eso, utilizar sus manos para hacer alguna obra de misericordia.
“Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al Infierno”. Mortifiquemos la vista y el cuerpo en general, para así conservar y acrecentar la gracia y poder entrar en el Reino de los cielos. Para ello nos puede ayudar el contemplar a Cristo crucificado: Él se ha dejado atravesar las manos y pies con gruesos clavos de hierro, para que nuestras manos no solo no pequen, sino que se eleven en acción de gracias a Dios y obren la misericordia para con nuestros hermanos y para que nuestros pies se encaminen por el único camino que lleva al cielo, el camino del Calvario; ha dejado que sus ojos queden empapados en su Sangre, la Sangre que brota de su Cabeza coronada de espinas, para que veamos el mundo y las creaturas así como las ve Él, con su misma santidad. Si queremos entrar en el Reino de los cielos, mortifiquemos la vista y el cuerpo, elevemos, de rodillas ante la cruz y ante la Eucaristía, plegarias de súplicas y perdón, para nosotros y nuestros hermanos y obremos la misericordia.

miércoles, 27 de febrero de 2019

“Uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de Mí”



“Uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de Mí” (Mc 9, 38-40).  Un hombre, que no pertenece al grupo de los discípulos de Jesús, expulsa demonios “en nombre” de Jesús y los discípulos, al enterarse, le prohíben que lo siga haciendo. Sin embargo Jesús desaprueba la acción de los discípulos y les recomienda una actitud más tolerante[1]. La razón es que el que obra milagros en nombre de Cristo es porque no solo reconoce la autoridad de Jesús, sino que si se trata de verdaderos milagros, es que ha recibido del mismo Cristo el poder de realizarlos, porque nadie puede hacer milagros que sólo Cristo puede hacer, si Cristo no lo hace partícipe de su poder.
Ante esta situación, hay que recordar lo que enseña San Agustín, en el sentido de que en las otras iglesias, que no son la Iglesia Católica, hay “semillas de verdad” y que por lo tanto, sí pueden haber personas santas, santificadas no por su religión sino por la gracia de Cristo, a las que la gracia de Cristo las alcanza de un modo misterioso y no por medio de los sacramentos, como es lo habitual. Sin embargo, el hecho de que en otras iglesias haya “semillas de verdad”, eso no justifica el decir que entonces son iguales a la Iglesia Católica y que da lo mismo la una que la otra, porque en todas está la verdad. Que haya “semillas de verdad” en otras iglesias quiere decir solo eso, que hay algo de verdad, pero la Verdad revelada en su plenitud, en su totalidad y en su esplendor, solo se encuentra en la Iglesia Católica. Es como comparar a una semilla con un árbol ya desarrollado, que tiene frutos maduros: las iglesias en las que hay algo de verdad son la semilla, mientras que el árbol ya crecido y con frutos, es la Iglesia Católica.
Entonces, esto quiere decir que sólo la Iglesia Católica es la verdadera y única Iglesia de Dios, en donde se encuentra la plenitud de la Verdad Revelada y es en la Iglesia Católica en donde se verifican, en nombre de Cristo, los más grandes milagros y entre estos, el milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Sin embargo, esto no es óbice para que el Señor conceda su gracia a quienes no pertenecen a la Iglesia Católica, para llevar un poco de alivio a quienes no tienen la plenitud de la Verdad. De este Evangelio, entonces, sacamos la enseñanza de que la Iglesia Católica es la Verdadera y Única Iglesia de Dios y que en ella se obran los más grandes milagros, no solo de curación física y espiritual, sino ante todo el milagro de la Eucaristía, en cada Santa Misa y también aprendemos que pueden haber buenas personas que, por la gracia de Cristo y no por sus iglesias, obren milagros en nombre de Cristo. Es muy importante tener esto en cuenta, porque muchos católicos mal formados piensan que, porque hay milagros en otras iglesias, entonces da lo mismo una que la otra y así se salen de la Iglesia Católica y se pasan a los evangelistas, pero el que hace esto es como aquel que, si le dan a elegir entre una semilla de árbol y el árbol ya crecido y con frutos, elige la semilla. Por gracia de Dios, nosotros pertenecemos a la Iglesia Católica, la Única y Verdadera Iglesia de Dios Trino y jamás debemos salir de ella, aun cuando veamos milagros ocasionales en otras iglesias.


[1] Cfr. B., Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 521.

martes, 26 de febrero de 2019

“No comprendían lo que les decía"



“No comprendían lo que les decía (…)  discutían entre sí sobre quién era el más grande” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús les revela a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección, los discípulos, dice el Evangelio “no comprendían lo que les decía” y no sólo eso, sino que “discutían entre sí sobre quién era el más grande”. La actitud de los discípulos demuestra una doble incomprensión del discurso de Jesús: Jesús les está revelando qué es lo que sucederá con Él; les está anticipando que habrá de sufrir, habrá de morir y luego resucitar, para salvar a la humanidad; les está confiando su misterio pascual de muerte y resurrección. Sin embargo, los discípulos, por un lado, “no comprenden” qué es lo que Jesús les dice, en una actitud similar a la de alguien que escucha hablar a otro en un idioma que no comprende; y no solamente eso sino que, peor aún, se enfrascan en discusiones mundanas, banales e inútiles a los ojos de Dios, sobre quién es el más grande entre ellos. Con esto, los discípulos demuestran, por un lado, ignorancia total y absoluta acerca del carácter misterioso de Cristo y del cristianismo y, por otro, demuestran que ellos permanecen en un nivel mundano, preocupándose por banalidades y mundanidades que desde el punto de vista de Dios no tienen ninguna importancia.
“No comprendían lo que les decía (…)  discutían entre sí sobre quién era el más grande”. No solo los discípulos demuestran ignorancia acerca del carácter misterioso del cristianismo y no sólo los discípulos de Cristo ignoran su misterio pascual y se enfrascan en conversaciones mundanas y sin interés: también muchos católicos no entienden que, desde el bautismo, sus vidas han adquirido un giro de ciento ochenta grados que, del mundo y la perdición a la que estaban destinados, han sido incorporados al Cuerpo Místico de Jesús para unir sus vidas a la de Él y así convertirse en corredentores con Él; muchos cristianos no asumen que sus vidas humanas no tienen valor sino en tanto y en cuanto sean unidas a la vida, Pasión y Muerte del Redentor; muchos cristianos no asumen que son cristianos, es decir, hijos adoptivos de Dios y herederos del cielo, ciudadanos de la Jerusalén celestial que todavía viven en el mundo pero que están destinados a la eterna felicidad; muchos cristianos no asumen que su alimento principal es la Eucaristía, el Pan de Vida eterna y no los manjares de la tierra; muchos cristianos no se dan cuenta que su verdadero y único tesoro es la Eucaristía, y se afanan y preocupan por los bienes y cosas de la tierra, como si esta vida fuera a durar para siempre y no existiera la vida eterna. En definitiva, muchos cristianos se comportan como paganos y no como cristianos, porque no han entendido que sus vidas humanas han sido sepultadas con Cristo en su inmersión en el Jordán y por lo tanto están destinados a vivir, ya desde esta tierra, las bienaventuranzas de la vida eterna. Muchos cristianos discuten banalidades, mundanidades, sinsentidos a los ojos de Dios, como por ejemplo quién es el que tiene más gloria mundana, sin darse cuenta que eso, de cara a la eternidad de Dios, es “vanidad de vanidades y caza de vientos”, como dice el Quoelet.
“No comprendían lo que les decía (…)  discutían entre sí sobre quién era el más grande”. Si no comprendemos en qué consiste el misterio sobrenatural de ser cristianos, de haber recibido el bautismo, pidamos la gracia de comprender que estamos destinados a la eternidad bienaventurada en el Reino de los cielos y dejemos la mundanidad, los aplausos mundanos, las banalidades, para quienes están en el mundo, porque esas cosas ya no nos pertenecen y preocupémonos sólo por agradar a Dios, desde el trabajo hecho en el silencio y en la humildad y en el amor, desde el trabajo por el Reino visto sólo por Dios, en lo más profundo del corazón.


sábado, 23 de febrero de 2019

“Amad a vuestros enemigos”



(Domingo VII - TO - Ciclo C – 2019)

         “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6, 27-38). El mandato de Jesús de “amar al enemigo” demuestra claramente que su religión, la religión católica, no es una religión inventada por hombres, como el resto de las religiones, incluidas el protestantismo y el islamismo. Estas últimas son religiones inventadas por hombres: por Lutero en el primer caso y por Mahoma en el segundo, pero la religión católica no es inventada por ningún hombre, sino que es fruto de la revelación del Hombre-Dios Jesucristo y este mandato es prueba de ello. La razón es que amar al enemigo va más allá de las fuerzas naturales, porque lo natural es que al enemigo no hay que amarlo, puesto que es enemigo: se lo debe combatir, pero no amar: el amar al enemigo es una absoluta novedad revelada por Jesús: “Amad a vuestros enemigos”. Es verdad que en el Antiguo Testamento existía un mandamiento similar con respecto a los enemigos, pero el amor al enemigo se limitaba al campo de batalla y se reducía más bien, a lo sumo, a un trato compasivo y misericordioso con el enemigo vencido. Fuera del campo de batalla, en la vida cotidiana y con respecto al prójimo considerado enemigo, prevalecía la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”. Es decir, si mi enemigo me dañaba una oveja, yo tenía que dañarle una oveja, de la misma manera: “ojo por ojo, diente por diente”. Pero a partir de Jesús, esa ley cesa definitivamente y para siempre y comienza a regir un nuevo mandato y es el amor al enemigo: “Ama a tus enemigos”. Si con la ley del Talión se buscaba, por la venganza, un equilibrio de justicia –un ojo por un ojo, un diente por un diente-, ahora, con la ley de Jesucristo de amar al enemigo, prevalece la misericordia por encima de la justicia.  
Ahora bien, dijimos que en el Antiguo Testamento sí se mandaba amar al enemigo, pero en el mandato de Jesús hay un elemento substancial que hace que el mandamiento sea realmente nuevo, radicalmente distinto al amor pregonado en el Antiguo Testamento. ¿En dónde radica la novedad del amor al enemigo como mandato de Jesús? La novedad radica en la cualidad del amor con el cual debemos amar al enemigo. En efecto, Jesús dice que debemos amarnos los unos a los otros “como Él nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”[1]-, lo cual implica una diferencia radical con el amor al enemigo del Antiguo Testamento, porque el amor es substancialmente otro: ya no es el amor humano, como en el Antiguo Testamento, sino el Amor divino del Sagrado Corazón, que se revela y derrama a raudales en el Nuevo Testamento, desde la Cruz, desde su Cuerpo herido y desde su Corazón traspasado.
Entonces, cuando Jesús manda amar al enemigo, no manda amarlo, como vimos, con nuestro amor humano, que es escaso, limitado y egoísta: no es esto lo que nos dice Jesús cuando nos manda amar al enemigo. Cuando Jesús nos dice que debemos amar al enemigo, nos dice que, por un lado, debemos imitarlo a Él, que siendo nosotros sus enemigos por el pecado, lo crucificamos y le dimos muerte en el Calvario y Jesús –y también, Dios Padre- no nos fulminó con un rayo de la Justicia Divina, como lo merecíamos, sino que derramó sobre nosotros el abismo de su Misericordia al ser traspasado su Corazón por la lanza del soldado, no sin antes haber pedido al Padre que nos perdone, así como Él nos perdonaba, porque “no sabíamos lo que hacíamos”: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. De la misma manera, así debemos hacer nosotros cuando suframos alguna injuria de parte de nuestros enemigos: no basta con no tener rencor; no basta con perdonar porque pasó el tiempo; no basta con perdonar por motivos meramente humanos: hay que perdonar con el mismo perdón con el que Jesucristo nos perdonó desde la Cruz e imitarlo a Él, que siendo nosotros sus enemigos, le dimos muerte en Cruz, y así y todo Él nos perdonó. Sólo así lo imitaremos a Él y sólo así estaremos cumpliendo su mandato de amar al enemigo. Quien no perdona a su enemigo, no puede llamarse cristiano hasta que no lo haga; será cristiano sólo cuando perdone a su enemigo, pero no por motivos meramente humanos, sino en unión con el perdón que Cristo nos otorgó desde la Cruz. Es decir, los cristianos perdonamos a nuestros enemigos, no porque seamos “buenos”, sino porque Cristo nos perdonó primero.
Por otro lado, cuando Jesús nos dice que debemos amar al enemigo, no nos dice que lo debemos imitar extrínsecamente, con una imitación meramente externa: debemos amarlo “como Él nos ha amado” y esto quiere decir con el Amor con el que Él nos amó desde la Cruz y es el Amor del Espíritu Santo. En otras palabras, debemos amar al enemigo con el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. Entonces, es con ese perdón, recibido por Él desde la Cruz, con el cual debemos perdonar y es con ese Amor, recibido de Él desde la Cruz, con el cual debemos amar a nuestros enemigos[2].
Ahora bien, el amar a nuestros enemigos depende de nuestra total y entera libertad, pero debemos saber que si persistimos en nuestro enojo y no perdonamos y no amamos, entonces recibiremos lo mismo que damos: seremos reos de la Justicia Divina, por habernos negado a ser misericordiosos, y esto es algo que lo dice el mismo Jesús: “La medida que uséis, la usarán con vosotros”[3]. Si usamos la medida de la inmisericordia y la falta de perdón y amor, recibiremos eso mismo de parte de Dios; si por el contrario perdonamos y amamos a nuestros enemigos con el Amor y el perdón con el que Jesús nos amó y perdonó desde la Cruz, entonces recibiremos misericordia de parte de Dios.
 “Amad a vuestros enemigos”. Si no tenemos amor suficiente como para perdonar y amar a nuestros enemigos –y no lo tendremos, porque las fuerzas humanas son insuficientes para esto-, entonces debemos recurrir a la fuente del Amor Misericordioso, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde encontraremos Amor más que suficiente para amar a nuestros enemigos con el mismo Amor con el que Jesús nos amó desde la Cruz.



[1] Cfr. Jn 13, 34-35.
[2] En este amor al enemigo hay que hacer una distinción y es que debemos diferenciar entre enemigos personales y enemigos de Dios y también de la Patria: dice Santo Tomás que callar y soportar una injuria dirigida contra uno mismo, es algo meritorio y laudable, pero que callar y soportar una injuria dirigida contra Dios –y, por extensión, contra la Patria, don de Dios-, es “suma impiedad”. Es decir, callar ante los enemigos de Dios y de la Patria es algo contrario al Evangelio. El mandato del amor a los enemigos vale para los enemigos personales: a los enemigos de Dios y de la Patria hay que combatirlos, de modo cristiano, pero hay que combatirlos. De lo contrario, como lo dice Santo Tomás, cometeríamos el grave pecado de la suma impiedad. Por ejemplo, este mandato no se aplica contra el invasor y usurpador inglés, que ocupa ilegítimamente nuestras Islas Malvinas: no quiere decir que porque Jesús nos manda amar al enemigo, debemos renunciar a su reclamo y al hecho de que deben abandonar las Islas y pedir perdón por la usurpación, además de reparar por el ultraje ocasionado contra nuestra Patria. Por el contrario, se debe combatir a ese enemigo. Lo mismo cabe contra los enemigos de Dios, como la Masonería, el Comunismo, el Liberalismo y otras sectas que buscan destruir su Iglesia: no cabe para ellos el amor al enemigo, porque ellos ultrajan el nombre de Dios; cabe combatirlos, de modo cristiano, como dijimos, sin malicia en el corazón, pero combatirlos con todas nuestras fuerzas. Un ejemplo de lo que decimos podemos verlo en el siguiente vídeo, cuyo enlace es el siguiente: https://www.youtube.com/watch?v=yUK2-FXb9_g: se trata de soldados nigerianos que, arrodillados, reciben la bendición con el Santísimo Sacramento, antes de partir para combatir contra la milicia islámica armada Boko Haram. Otro ejemplo son las Misas celebradas por los capellanes católicos en Malvinas, antes de los combates contra los ingleses. El catolicismo es una religión de paz, no pacifista.

[3] Mc 4, 21-25.

viernes, 22 de febrero de 2019

Fiesta de la Cátedra de San Pedro



         La festividad de la Cátedra de San Pedro es una ocasión solemne que se remonta al siglo cuarto y con la que se rinde homenaje y se celebra el primado y la autoridad de San Pedro[1]. El Papado es algo característico y propio solo de la Iglesia Católica, siendo Nuestro Señor Jesucristo en Persona quien lo instituyó al nombrar a Simón Pedro como Primer Papa: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. La importancia del Papado radica en estas palabras de Jesús, por las cuales la Iglesia descansa o se fundamenta en el Papado, así como el Papado descansa o se fundamenta en Cristo.
         Es decir, el Papa es el punto central de la Iglesia y le sirve de fundamento sobre el cual se edifica la Iglesia –por las palabras de Cristo: “Tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”-; así, mediante el Papa la Iglesia descansa en el Hombre-Dios y también en el Espíritu Santo, de ahí la importancia de su existencia y de su función. La Iglesia está en este centro así como está en Cristo[2].
Para entender un poco mejor la importancia del Papado en la estructura de la Iglesia -el Papado refleja el ser sobrenatural y misterioso de la Iglesia[3]-, puede servirnos el comparar a la Iglesia, institución sobrenatural creada por Dios, con las instituciones naturales, creadas por el hombre. Es necesario hacer esta comparación, porque por lo general se suele concebir a la Iglesia al modo de las sociedades naturales –incluidas las monárquicas- en las que la concentración del poder no es esencial a las mismas. Muchos de los equívocos con respecto a la Iglesia provienen de este hecho, del equiparar a la Iglesia Católica, fundada por el Hombre-Dios Jesucristo, con instituciones humanas: en estas últimas, el hecho de que el poder sea detentado por una persona no es esencial a las mismas, como sí lo es en la Iglesia Católica, por el Querer Divino.
En las sociedades humanas el monarca –o el presidente, o el que ejerce la función de poder- es la cúspide o vértice de la sociedad pero no su fundamento o condición esencial de la existencia de la misma. En cambio, en la Iglesia, no es así, porque ésta se forma en torno a un punto central sobrenatural que es dado de antemano y ese punto sobrenatural es Cristo y el Espíritu Santo.
Es decir, a diferencia de las sociedades naturales, en las que aquel que está en la cúspide del poder y lo ejerce, no hace a la esencia de esa sociedad, en la Iglesia Católica, el Vicario de Cristo, que está en la cima y en la cúspide, detenta la suma del poder pastoral y es esencial a la constitución de la Iglesia, porque la Iglesia está constituida sobre él, así como él sobre Cristo: “Tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” .
Esto es así porque son Cristo y el Espíritu Santo quienes fundan el Papado y sobre el Papado, la Iglesia. De esta manera, en esta sociedad sobrenatural que es la Iglesia, quienes gobiernan son Cristo y el Espíritu Santo a través de un Vicario, que es el Papa, en quien se acumula la plenitud del poder sacerdotal participado de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Este centro que es el Papa -fundado en Cristo y el Espíritu Santo- sirve de fundamento a la Iglesia y sobre este fundamento se edifica a ella misma, descansando, a través del Papado, en Cristo y el Espíritu Santo.
La unidad de la Iglesia no se corona con el Papado –como sí sucede en las sociedades humanas, en las que el monarca o presidente coronan la unidad de la sociedad-, sino que es al revés: la unidad de la Iglesia depende del Papado de un modo esencial, de manera que es verdad la sentencia: “Donde está Pedro, ahí está la Iglesia”. La Iglesia como sociedad está en este centro que es el Papado, así como el Papado está en Cristo; la Iglesia está en Cristo mediante este centro que es el Papado, porque mediante el mismo también Cristo, como Cabeza que rige con su poder pastoral la Iglesia, está en ella. El estar fundada sobre la Piedra que es Pedro, la da a la Iglesia unidad, además de otra característica, que es la infalibilidad.
Es decir, hay otra característica en el Papado, además de la unidad y es la infalibilidad del Papa, que es sobrenatural y es un reflejo del ser íntimo de la Iglesia[4], porque la infalibilidad descansa en el portador del pleno poder pastoral, el Papa        -la plenitud pastoral está depositada en él[5]-, aunque esta infalibilidad tiene un límite y es que el Papa no se aparte de la Verdad Revelada por Cristo, custodiada por la Tradición y enseñada por el Magisterio. Dependiendo de esta unión con la Verdad Revelada, a su vez, el poder pastoral debe ser infalible en lo que se refiere a la reglamentación de la fe y de las costumbres porque de lo contrario, no podría guiar con seguridad a sus súbditos y lo es en realidad, en tanto y en cuanto los portadores –los Papas- lo ejercen en cuanto vicarios de Cristo. El que lo posee en toda su plenitud, el Vicario de Cristo, posee también la infalibilidad.
¿Para qué instituye Cristo el Papado? Porque mediante el Papa quiere unir Cristo en sí mismo a todos los miembros de la Iglesia para que formen una unidad de fe[6] y de amor; es decir, el Papa es el fulcro o punto de unión en el cual confluyen todos los hombres para ser unidos en una misma, sola y auténtica unidad de fe y de amor. A través del Papa se deben unir los creyentes a su Cabeza sobrenatural que es Cristo y así dejarse guiar dócilmente por el Espíritu Santo.
La infalibilidad de Pedro está dada por la asistencia del Espíritu Santo y esto se ve reflejado en la respuesta que da a Jesús –“Tú eres el Mesías de Dios”- y la consiguiente felicitación de Jesús, al decirle que eso “no se lo ha revelado ni la carne ni la sangre” –esto es, los razonamientos humanos- sino su Padre que está en los cielos. Nos unimos en esta fe en Jesucristo como Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y, parafraseando a Pedro, decimos con él a Jesús Eucaristía: “Jesús Eucaristía, Tú eres el Dios oculto en la apariencia de pan; Tú eres el Hombre-Dios, que prolonga su Encarnación en la Hostia consagrada”.
          



[2] Cfr. Mathias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 584.
[3] Cfr. ibidem, 583.
[4] Cfr. ibidem, 585.
[5] Cfr. ibidem, 583.
[6] Cfr. ibidem, 584.

miércoles, 20 de febrero de 2019

“¡Quítate de mi vista, Satanás!”



“¡Quítate de mi vista, Satanás!” (Mc 8, 27-33). La impresionante reprimenda de Jesucristo al Papa, su propio Vicario, Simón Pedro, se da en el contexto de un diálogo sostenido entre Jesús, sus discípulos y Pedro. Lo que más impresiona es no tanto el calibre de la reprimenda, sino a quién es dirigida por Jesús en Persona: a su Vicario, el Papa, Simón Pedro.
Para entender la razón de tamaña reprimenda y el enojo de Jesús, hay que retroceder algunos versículos y reflexionar acerca del diálogo inmediato que la precede.
El diálogo inicia con una pregunta de Jesús, dirigida a sus discípulos en general, acerca de quién dice la gente que es Él; luego, les formula esa misma pregunta a los discípulos: “¿Y ustedes, quién dicen que Soy Yo?”. El primero en responder y en responder de modo correcto –“Tú eres el Mesías”- es Pedro y la razón es que él es el Vicario de Cristo y por lo tanto, está asistido por el Espíritu Santo, de manera que puede responder con total certeza quién es Cristo. De hecho, en los Evangelios paralelos, Jesús felicita a Pedro por esta respuesta y le revela que ha respondido así, no por él mismo, sino porque el Espíritu Santo lo ha iluminado: “Te felicito, Pedro, porque esto no te lo ha dicho ni la carne ni la sangre, sino el Espíritu de mi Padre”. Es decir, cuando Pedro contesta correctamente, es porque ha sido iluminado por el Espíritu Santo.
Sin embargo, acto seguido, después de felicitarlo por decir que Él es el Mesías, Jesús reprende duramente a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás!” y esta reprimenda se origina en el rechazo que Pedro hace de la Pasión del Señor: es decir, cuando Jesús les revela que Él tiene que “padecer mucho” y “morir” para luego resucitar al tercer día, Pedro “increpa” a Jesús, diciéndole que eso no puede suceder. Este rechazo de la Cruz es lo que origina la reprimenda de Jesús a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tus pensamientos son los de los hombres, no los de Dios!”.
Entonces, en un primer momento, cuando Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, reconoce que Jesús es el Mesías, Jesús lo felicita, pero en un segundo momento, cuando Pedro rechaza la Pasión y Muerte en Cruz del Mesías, Jesús lo reprende duramente. En la reprimenda se revela también, indirectamente, quién es el que está detrás de la negación de la Cruz: Satanás, que induce a Pedro a ver al Mesías de un modo puramente humano y en consecuencia, lo lleva a renegar de la Cruz. Pero oponerse a la Cruz es oponerse a la salvación de la humanidad, porque Jesús no es un mesías humano, sino el Hombre-Dios que, por su sacrificio en Cruz, librará a la humanidad de la esclavitud del pecado y le concederá su Espíritu, el Espíritu Santo.
El Evangelio nos enseña entonces que, cuando nosotros reconocemos a Cristo como el Hombre-Dios, como el Mesías redentor de la humanidad, entonces estamos dando asentimiento a una revelación del Espíritu Santo, pero cuando negamos la Cruz, entonces estamos en tinieblas, porque quien nos lleva al rechazo de la Cruz, es Satanás. Para no recibir la dura reprimenda de Jesús a Pedro, pidamos la gracia de no solo no rechazar la Cruz, sino de abrazarla con todo el amor del que seamos capaces.

“¿Ves algo?”




         “¿Ves algo?” (Mc 8, 22-26). Los discípulos le traen a Jesús a un ciego para que lo cure. Jesús le devuelve la vista en dos tiempos: en un primer momento, le unta saliva en los ojos y le impone las manos; como el ciego comienza a ver, pero tiene una “visión de bulto”, Jesús realiza una segunda maniobra, consistente en imponerle las manos sobre los ojos; en ese momento, el ciego comienza a ver con toda claridad.
         El milagro, ocurrido realmente, es una muestra más de la omnipotencia divina y por lo tanto manifiesta el carácter de Dios hecho hombre de Jesucristo.
         Pero el milagro tiene además otra connotación, más espiritual y sobrenatural: la ceguera, o el hombre ciego, es representación de la humanidad que, luego del pecado original y privada de la gracia, queda ciega para ver a Dios, al cual antes contemplaba cara a cara. La oscuridad, que es propio de la ceguera, es el estado de toda alma que carece de la gracia: así como el ciego no puede ver nada y lo único que percibe son las tinieblas, así el hombre sin la gracia vive inmerso en “tinieblas y sombras de muerte”. Pero la intervención de Jesús cura esta ceguera, no solo la corporal, sino la espiritual y esta curación de la ceguera la realiza por medio de la gracia santificante, que se comunica por el bautismo, por la confesión sacramental, por la Eucaristía y por los sacramentos en general.
         El hecho de que el ciego vea claramente sólo después de dos intervenciones de Jesús, puede indicar que en la vida espiritual hay también distintos tipos de cegueras o más bien, distintas etapas en las que esta ceguera es curada. La primera etapa de la curación, en la que el ciego ve solamente con “visión de bulto”, puede indicar el estado del alma que inicia su vida espiritual: puede barruntar algo acerca de qué significa ser hijo de Dios por la gracia, pero todavía no tiene su corazón convertido totalmente a Dios y ve por lo tanto con suma dificultad la diferencia entre el pecado y la gracia, además de no percibir o no darse cuenta de que la religión católica es una religión de misterios sobrenaturales, inalcanzables para la razón humana sino es por revelación divina. La etapa de curación definitiva del ciego, en la que deja de serlo porque ya ve sin dificultad y a la perfección la luz del día, puede significar la etapa del alma que ha entrado en el proceso de conversión y que, por un lado, puede vislumbrar con más claridad los misterios de la vida de Jesucristo y, por otro, discierne con más certeza qué es pecado y qué es la gracia, decidiéndose por esta última.
         “¿Ves algo?”, le pregunta Jesús al ciego, antes de curarlo definitivamente. También a nosotros nos pregunta lo mismo: “¿Ves algo de mis misterios? ¿Me ves en la Eucaristía, vivo, Presente, real, verdadera y substancialmente? ¿Ves que la Misa es la renovación del Santo Sacrificio del Calvario y que por lo tanto debes asistir a ella así como la Virgen y San Juan asistieron a mi muerte en cruz? ¿Ves que estoy Presente con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo, en la Eucaristía? ¿Ves algo, o sigues en la oscuridad?”. Si continuamos en la oscuridad, entonces supliquemos al Señor que nos conceda la vista espiritual, por la cual contemplemos sus misterios, el principal de todos, su Presencia en el Santísimo Sacramento del altar.

sábado, 16 de febrero de 2019

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!”



(Domingo VI - TO - Ciclo C – 2019)

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!” (cfr. Lc 6, 17. 20-26). Jesús pronuncia lo que podríamos denominar el “Sermón de las Bienaventuranzas y los Ayes”: bienaventuranzas para algunos, ayes o lamentaciones para otros. ¿Cuáles bienaventuranzas y cuáles ayes? ¿Quiénes son bienaventurados, según Jesús, y quienes habrán de lamentar su conducta? Antes de responder a estas preguntas, notemos que Jesús habla de dos tiempos o momentos distintos, tanto para los bienaventurados, como para los que no lo son; además, otra particularidad es que tanto las bienaventuranzas como para los ayes, ya se empiezan a vivir, en cierta manera, en esta vida. En un primer momento, se refiere a una condición propia de esta tierra y luego, en la segunda frase o parte de la oración, se refiere a una condición propia de la otra vida. Así, por ejemplo, en la primera bienaventuranza, dice: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”: la pobreza es una condición de esta vida, es decir, terrena; la riqueza del Reino de los cielos es una condición futura, es algo que se vivirá en la eternidad, aunque en cierto modo el bienaventurado ya comienza a serlo desde esta vida. Esto vale tanto para las bienaventuranzas, como para los ayes: también al referirse a estos, da primero una condición terrena y luego la condición eterna, que se vivirá en el Infierno. Así , por ejemplo, cuando dice: “¡Ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo (y) ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. También el desdichado vive una condición propia de esta vida –el estar saciado- y luego vivirá para siempre el hambre, en la eternidad, en el Infierno. Entonces, tanto para las bienaventuranzas, como para los ayes, hay dos momentos: uno terreno y otro eterno, aunque el eterno ya se lo empieza a vivir en esta vida, en cierto sentido.
Ahora sí respondamos a estas preguntas, ¿cuáles son estas bienaventuranzas y cuáles son los ayes y quiénes son sus destinatarios? Con respecto a las bienaventuranzas, Jesús dice así: “Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados”. Se refiere al hambre corporal, sí, pero ante todo, al “hambre y sed de justicia”: tiene “hambre y sed de justicia” el que ve cómo el Nombre Tres veces Santo de Dios es pisoteado en nuestros días por el hombre que ha construido un mundo sin Dios y en donde Dios es ofendido continuamente. Se habla mucho de “derechos humanos”, pero poco y nada de los “derechos de Dios” y Dios tiene muchos derechos sobre nosotros: tiene derecho a ser amado y adorado; tiene derecho a que se respeten las vidas de los niños por nacer, porque son su creación, son obras de sus manos. Y así como estos, tiene muchísimos derechos, pero esos derechos son pisoteados cada día por esta civilización atea y materialista. El que tiene “hambre y sed de justicia” es aquel que quiere que los derechos de Dios se respeten. En esta vida tiene este hambre, pero será saciado en la otra.
“Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis”. Se refiere al llanto de aquel que se siente triste por alguna razón humana, pero sobre todo, es el que llora –aun cuando no lo haga sensiblemente- al ver tanta malicia esparcida sobre la faz de la tierra: tanta violencia, tanta droga, tanta juventud perdida en el hedonismo, en las perversiones de la ideología de género, en el materialismo, en una vida sin sentido porque no tienen a Dios y quien no tiene a Dios tiene una vida sin sentido. Quienes ahora lloran, reirán, es decir, se alegrarán, en el Reino de los cielos, porque allí no hay malicia alguna, sino que todo es justicia, paz y alegría de Dios.
“Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas”. Es bienaventurado o dichoso el que es perseguido por los hombres, pero no por haber cometido un delito, sino que es perseguido por perseverar en la fe en Cristo; por vivir las verdades del Credo, en un mundo ateo, agnóstico, relativista; es perseguido por querer vivir la santidad en un mundo inmerso en el pecado. Quien sufre persecución por causa de Cristo, debe “alegrarse y saltar de alegría” porque será recompensado con el cielo.
Con relación a los “ayes”, son los siguientes:
“Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo”. Se refiere a la riqueza material, pero a la riqueza material vivida egoístamente, porque el rico puede salvarse siendo rico, con la condición de que comparta su riqueza con los demás. El egoísta se verá sin nada en la otra vida y por eso no tendrá consuelo. Pero también habla de otra riqueza, la de la gracia: ¡cuántos católicos reciben gracia tras gracia y las dejan pasar, una a una! La gracia es la mayor riqueza y quien deja pasar la gracia, deja pasar la riqueza de Dios y si así persiste hasta la muerte, vivirá eternamente en el desconsuelo, por haber dilapidado el tesoro de la gracia.
“¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre”. Se refiere a quien está saciado en su hambre y sed, corporalmente, pero también a los que se sienten saciados por la vanidad y henchidos por el orgullo. Estos ahora se regodean en su propio ego y, en su orgullo, declaran no tener necesidad de Dios, porque su propio yo los satisface: ahora están saciados, pero en la vida futura tendrán hambre y sed de Dios y no podrán satisfacerla nunca jamás.
“¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis”. Son los que ríen no con la risa inocente que da la gracia, sino que son los que ríen con la malicia del pecado, gozándose en ello. Quien esto hace, en la vida eterna llorará y para siempre.
“¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas”. Se refiere a aquellos que están en el mundo por libre decisión, porque prefirieron la gloria mundana antes que la gloria de Dios. De estos, el mundo siempre habla bien –por ejemplo, el mundo habla bien de los comunistas, de los abortistas, de los feministas, de los que están a favor de que “cada uno haga lo que quiera”-: pues bien, estos mismos serán luego borrados del Libro de la Vida y no quedará memoria de ellos en la tierra ni en la eternidad.
Entonces, con las Bienaventuranzas y los Ayes, Jesús habla de unas condiciones terrenas, pero que luego serán vividas por toda la eternidad, en el Cielo, para las Bienaventuranzas, o en el Infierno, para los Ayes.
Obremos de manera tal que merezcamos recibir, en vez de los ayes, las bienaventuranzas.

viernes, 15 de febrero de 2019

Jesús cura a un sordo



         Aplicándole saliva y tocando sus oídos, Jesús cura milagrosamente a un sordo. Con su poder divino, sana en un instante, con su sola palabra, la atrofia de las vías auditivas del sordo, restituyéndola la audición.
         Así como ésta, Jesús puede curar cualquier enfermedad corporal, desde las más leves, hasta las más graves y eso con el solo querer de su voluntad, incluso sin necesidad de aplicar físicamente sus manos, como lo hizo en este caso.
         Ahora bien, el cristiano debe saber que hay una enfermedad infinitamente más grave que la más grave de las enfermedades corporales y es el pecado, la enfermedad del alma.
         Muchos cristianos se preocupan en exceso por las enfermedades del cuerpo -y no es que no haya que preocuparse, porque el cuidado del cuerpo entra dentro del Primer Mandamiento, amar a Dios, al prójimo y a uno mismo-, pero lo que sucede es que, así como nos preocupamos por las enfermedades del cuerpo, así también debemos preocuparnos por las enfermedades del alma, la más grave de todas, el pecado. También para estas enfermedades del alma tiene Jesús cura y tratamiento y es el Sacramento de la Confesión.
         Por la confesión sacramental, la Sangre de Jesús cae sobre el alma y la purifica de todo pecado, devolviéndole la salud y convirtiéndola en templo del Espíritu Santo por la gracia.
         Si estamos enfermos del cuerpo, acudamos al médico; si estamos enfermos del alma, acudamos al Médico celestial, Cristo Jesús, para que por el Sacramento de la Confesión nos sane, con su Sangre, de la peor enfermedad de todas, el pecado.

miércoles, 13 de febrero de 2019

“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”



“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado” (cfr. Mc 7, 14-23). Para entender la enseñanza de Jesús, hay que entender cuáles son las enseñanzas de fariseos y doctores de la ley al respecto. Estos decían por un lado, que había alimentos impuros y por otro que, antes de comer, se debían hacer abluciones de manos, porque así el corazón estaba purificado. Pero estas son enseñanzas humanas: si bien hay que hacer lavado de manos antes de comer, por una cuestión de higiene, no es cierto sin embargo que por lavarnos las manos ya queda purificado el corazón, tal como afirmaban los fariseos y doctores de la ley. Por otra parte, no hay ningún alimento “impuro” que haga impuro al hombre y en consecuencia el cristiano puede comer toda clase de alimentos, incluidos los de origen animal. Esta enseñanza de que los alimentos son puros está ratificada en la visión de Pedro en donde se le muestran toda clase de animales y se le dice desde el cielo: “Mata y come” (Hech 10, 13). En esto se puede ver cómo el ser católicos implica el ser carnívoros por una lado y, por otro, que se pueden comer toda clase de alimentos, lo cual se opone frontalmente a la concepción pagana del vegetarianismo y veganismo que, lejos de ser meras modas culturales, consisten en planteamientos religiosos sectarios anti-cristianos, por cuanto van en contra de las enseñanzas del cristianismo.
Entonces, no hay razón de abluciones con sentido espiritual o religioso, como tampoco hay razones para no comer ciertos alimentos de origen animal, ambas enseñanzas de los judíos. Por lo mismo, el católico no puede ser ni vegetariano ni vegano.
Lo que hace impuro al hombre, dice Jesús, no son ni los alimentos, ni la falta de ablución de las manos: lo que lo hace impuro es lo que brota del corazón del hombre y es la malicia, el pecado, de toda clase: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de pecados y de malicia”, dice Jesús y enumera una larga lista de pecados. Es de esta impureza de la cual nos debemos purificar y la purificación se realiza por el sacramento de la confesión principalmente y luego también, para los pecados veniales, por la Eucaristía. Recordemos que los pecados veniales se perdonan por la absolución general que da el sacerdote al inicio de la misa, por un lado y, por otro, por la misma Eucaristía, en tanto que los pecados mortales se perdonan sólo por la confesión, con especie y número.
“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”. Muchos, cuando ven la maldad que hay en el mundo, acusan injustamente –y sacrílegamente- a Dios por el mal que se sufre: estos tales deberían reflexionar en las palabras de Jesús -“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”- y darse cuenta que es el hombre pecador –aliado del Demonio- el causante del mal. Dios ama tanto al hombre que ha enviado a su Hijo Jesucristo a morir en cruz para destruir las obras del Demonio y para purificar el corazón del hombre por medio de su Sangre derramada en la cruz, Sangre que cae sobre el corazón del hombre pecador en cada confesión sacramental.
Purifiquémonos interiormente por el sacramento de la confesión y acudamos al Banquete de la Santa Misa, para comer la Carne del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

martes, 12 de febrero de 2019

“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí”



“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí” (Mc 7, 1-13). Jesús critica a los fariseos y a los maestros de la ley porque siendo ellos hombres religiosos y dedicados al templo han vaciado, sin embargo, a la religión de su contenido esencial, que es la piedad para con Dios y la caridad para con el prójimo y lo han hecho porque han reemplazado el mandamiento de Dios por mandamientos humanos. Pone el ejemplo de aquel que, para no cumplir con el mandamiento que dice: “Honrar padre y madre”, deposita dinero en el templo, pero no asiste a sus padres en la necesidad. De esta manera, ni rinden verdadero culto a Dios, ni tampoco honran a sus padres, porque Dios no puede aceptar ofrendas de parte de alguien que tiene endurecido el corazón hacia el prójimo y con más razón, a los padres.
Para honrar a Dios hay que ser caritativos con el prójimo: quien no es caritativo con el prójimo, honra a Dios sólo con los labios, pero no con el corazón y es por eso que Jesús les reprocha: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí”. 
De la misma manera, muchos católicos piensan que, por cumplir exteriormente ciertos ritos, se encuentran exentos de ser misericordiosos para con el prójimo. Así, muchos asisten a las funciones litúrgicas, pero luego no obran la misericordia –ya sea no perdonando a su prójimo, no visitando enfermos por pereza, evitando dar buenos consejos por respetos humanos, evitando el obrar cristiano de cualquier manera, también por respetos humanos-. A estos cristianos, Jesús también les dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí”. Hay que amar a Dios con el corazón y también con las obras y para eso hace falta cumplir con los Mandamientos y obrar la misericordia.
Debemos estar vigilantes y atentos, porque si no damos testimonio de vida cristiana, cumpliendo con los Mandamientos de la Ley de Dios dentro y fuera del templo y siendo misericordiosos para con el prójimo, aun cuando asistamos a Misa todos los días, estaremos dando a Dios un culto vacío de nuestra parte y así serán también para nosotros las palabras de Jesús: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí”. No honremos a Dios sólo de palabras: obremos también la misericordia, cumplamos sus Mandamientos y así amaremos y honraremos a Dios de palabra y obra y seremos agradables a sus ojos.

sábado, 9 de febrero de 2019

“Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca”



"La pesca milagrosa", 
Codice aureo, siglo XI.


(Domingo V - TO - Ciclo C – 2019)

“Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca (…) hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse” (Lc 5,1-11). En el Evangelio se habla de dos pescas: una pesca infructuosa, y una pesca milagrosa, razón por la cual podemos hacer una comparación entre ambas pescas. La primera pesca, infructuosa, es llevada a cabo por Pedro y los Apóstoles, durante toda la noche, es decir, sin la luz del día. A pesar de haber estado trabajando toda la noche, como lo dice Pedro, el trabajo ha sido en vano, porque no han logrado sacar nada. La segunda pesca, la milagrosa, se desarrolla bajo diversas condiciones: los protagonistas son los mismos, Pedro y los Apóstoles, pero ahora, bajo la dirección de Jesús, que es quien les indica dónde arrojar las redes; ahora, a diferencia de la primera, que es infructuosa, la segunda pesca es tan abundante que las dos barcas casi se hunden debido al peso de los pescados. Otra diferencia es el tiempo: mientras que en la primera se lleva a cabo durante toda la noche, en la segunda pesca, la milagrosa, se lleva a cabo a la luz del día y en un instante.
¿Qué enseñanzas nos deja este episodio del Evangelio? Para responder a la pregunta, debemos considerar, por un lado, al milagro en sí mismo; por otro lado, el significado sobrenatural del milagro. En cuanto al milagro en sí mismo, es un prodigio realizado por la omnipotencia del Hombre-Dios Jesucristo: aunque a nosotros nos parece algo asombroso –los pescadores echan las redes al mar y en segundos las redes se llenan de peces, una y otra vez, hasta abarrotar las barcas-, en realidad, para Jesús, es un milagro insignificante: Él es el Creador del universo, tanto visible como invisible y para Él, hacer que un cardumen de peces se agrupen dentro de las redes, es igual a nada. Los peces, creaturas de Dios, se introducen inmediatamente en las redes, obedeciendo las órdenes de Jesús. Entonces, el Evangelio nos enseña que Jesucristo es Dios Omnipotente y es esto lo que podemos considerar en cuanto al milagro en sí mismo: es un milagro que se produjo y que demuestra la Omnipotencia de Jesucristo; es decir, demuestra que Cristo es Dios.
La otra enseñanza que nos deja el Evangelio está relacionada con el sentido sobrenatural del milagro, sentido que podemos deducir cuando reemplazamos los elementos naturales y los traspasamos al orden sobrenatural, porque en los elementos naturales están representadas realidades sobrenaturales. Así, por ejemplo, las dos barcas y sobre todo la barca de Pedro, representan a la Iglesia Católica; el mar, representa el mundo y la historia humana; los peces, son los hombres; la red es Cristo, la Palabra de Dios Padre enviada al mundo para llevar a los hombres al Reino de Dios; la noche en que se realiza la primera pesca, es el trabajo de los hombres de la Iglesia, pero sin la Presencia de Cristo y sin su Espíritu y eso es lo que explica que la primera pesca sea infructuosa, porque el trabajo del hombre, sin la ayuda de Dios, no vale nada: la noche significa el trabajo evangelizador realizado con las solas fuerzas humanas, sin oración, sin ayuno, sin sacramentos; por el contrario, la pesca realizada de día, a la luz del sol y bajo las órdenes de Cristo, significan los esfuerzos apostólicos y de evangelización de la Iglesia que sí dan fruto porque precisamente son llevados a cabo por Cristo y su Espíritu, mediante el trabajo y aporte humano del Vicario de Cristo y los miembros de la Iglesia. Entonces, la pesca infructuosa significa que podemos trabajar día y noche para conquistar almas, pero si no media la acción de Cristo y su Espíritu, por un lado y de parte nuestra, la oración, el ayuno, los sacramentos, todo el esfuerzo es en vano; la pesca milagrosa significa que, por el contrario, si obran Cristo y su Espíritu, entonces los frutos de la evangelización superan infinitamente los esfuerzos humanos.  
Otro elemento muy importante del Evangelio es el acto de fe que hace Pedro ante las palabras de Jesús: Pedro era un pescador experimentado; había estado trabajando toda la noche, y con muchos ayudantes y sin embargo, ahora, cuando Jesús le da la orden, Pedro podría haber objetado la orden y decirle a Jesús, siempre con respeto y caridad: “Maestro, soy pescador experimentado, ya es de día y la pesca se hace de noche; Tú me mandas echar las redes en el mismo lugar en donde no hemos pescado nada, es inútil intentarlo de nuevo”. Es decir, hay un doble motivo, desde el punto de vista humano, para no obedecer las órdenes de Jesús: ya no es hora de pescar, porque la mejor pesca es a la noche y, por otro lado, es intentar en un lugar en donde se ha comprobado que no hay peces. Sin embargo, Pedro, llevado por el amor a Jesús, deja de lado sus razonamientos humanos y, movido por el Espíritu Santo, dice algo que es, más que una frase, una hermosa oración: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. “Por tu Palabra, echaré las redes”. Cuando humanamente todo parece perdido, la intervención de Cristo cambia las cosas radicalmente y aquello que era un fracaso estrepitoso y rotundo, se convierte en un suceso admirable: si en un momento los esfuerzos evangelizadores de la Iglesia –sea en un alma, que puede ser la nuestra o  la de nuestros hermanos; sea en una sociedad; en una nación; en una civilización entera- parecen fracasar, solo hay que acudir a Jesús y obedecer sus palabras: “Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca”. Cuando los esfuerzos parezcan vanos, es porque en realidad hemos estado confiando demasiado en nuestras fuerzas humanas; entonces, lo que debemos hacer, es acudir ante Jesús Eucaristía, postrarnos ante su Presencia y decirle: “Maestro, por tu Palabra echaré las redes; por tu Palabra continuaré cargando la cruz de cada día; por tu palabra te seguiré por el camino del Calvario; por tu palabra subiré contigo a la cruz; por tu palabra amaré a mi enemigo”. Y Jesús Eucaristía se encargará de hacer el milagro de que nuestra pesca infructuosa se convierta en una pesca milagrosa.


Los esposos católicos deben dar ejemplo de santidad esponsal, imitando con sus vidas a Cristo Esposo y a la Iglesia Esposa



         Por instigación de la hija de su amante, Herodías, la mujer de su hermano, Herodes manda a decapitar a Juan el Bautista, quien estaba encarcelado (cfr. Mc 6,14-29). Juan el Bautista había sido encarcelado y encadenado por Herodes porque el Bautista le hacía ver que “no le era lícito tener a la mujer de su hermano”. Cuando se lee en el Evangelio la causa de la muerte del Bautista, se puede tener la tentación de pensar que el Bautista muere por la unidad y la sacralidad del matrimonio monogámico: es encarcelado por denunciar el adulterio y es decapitado por el mismo motivo.
Sin embargo, Juan el Bautista no muere en testimonio del matrimonio, aun cuando muere defendiendo la unidad y la sacralidad del mismo y condenando al mismo tiempo el adulterio: Juan el Bautista muere por Cristo, porque es por Cristo que el matrimonio es santo. Es Cristo quien, con su gracia, santificará la unión esponsal entre el hombre y la mujer, al unirse esponsalmente con la Iglesia Esposa. Uno de los nombres de Cristo es el de “Esposo”, porque se une con amor esponsal, mística y sobrenaturalmente, a la Iglesia Esposa. Porque Cristo Esposo se une a la Iglesia Esposa, es que todo matrimonio sacramental es santificado por esta unión y es de esta unión, de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, de donde brota la santidad del matrimonio.
Antes de Cristo, el matrimonio monogámico –la unión entre el varón y la mujer- era algo bueno, al haber sido creado por Dios, pero todavía no era santo: el matrimonio monogámico, esto es, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, es santo porque todo matrimonio sacramental está contenido en la unión nupcial entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Entonces, el matrimonio natural entre el varón y la mujer es una creación y una idea de Dios y como tal es bueno, pero todavía no es santo: comienza a ser santo cuando Cristo se une esponsalmente –de modo virgianl, casto, místico y sobrenatural- a la Iglesia Esposa. Es de esta unión nupcial entre Cristo y la Iglesia que se desprenden todas las características del matrimonio católico: la unidad, la fidelidad, la indisolubilidad, la fecundidad.
Todo lo que atente contra este matrimonio monogámico –las uniones entre personas del mismo sexo, el adulterio, etc.- atenta contra el mismo Dios, que es quien lo creó naturalmente así, como unión entre el varón y la mujer y es también una ofensa a Jesucristo, que es quien santificó la unión esponsal al unirse en matrimonio místico a la Iglesia Esposa. Por esta razón es que el Bautista no muere por el matrimonio en sí, a pesar de ser decapitado por denunciar el adulterio: muere mártir por Cristo, el Hombre-Dios, que es quien santifica el matrimonio con su gracia.
En nuestros días, caracterizados por el más duro materialismo y ateísmo que la humanidad tenga memoria, las infidelidades, las separaciones, los divorcios, los adulterios, son cada vez más numerosos, porque sobre todo son los cristianos quienes hacen caso omiso de la santidad del matrimonio, al ignorar o rechazar el hecho de que el matrimonio es indisoluble porque indisoluble es el amor que Cristo Esposo profesa por su Esposa, la Iglesia. Así como el Bautista entregó su vida por Cristo, la Santidad Increada y de Quien emana la santidad del matrimonio, así es necesario que los esposos católicos den ejemplo de santidad esponsal, imitando con sus vidas a Cristo Esposo y a la Iglesia Esposa.