jueves, 30 de abril de 2020

“Yo Soy la Puerta de las ovejas”



(Domingo IV - TP - Ciclo A – 2020)

          “Yo Soy la Puerta de las ovejas” (Jn 10, 1-10). Jesús no solo se nombra a sí mismo como el “Buen Pastor”, como el “Pastor Supremo y Eterno”, sino también como la “Puerta de las ovejas”. La imagen se entiende mejor si se toma un redil de ovejas y se reemplazan todos sus elementos naturales por elementos sobrenaturales: así, el redil es la Iglesia; las ovejas son los fieles bautizados en la Iglesia Católica; la Puerta de las ovejas es Cristo Jesús; cuando las ovejas cruzan la puerta para salir al prado en busca de pastos y agua, esto significa que el alma se introduce en el Sagrado Corazón de Jesús y allí encuentra el alimento de su espíritu, el pasto y el agua, esto es, la gracia santificante.
          Pero Jesús advierte también que hay quien ingresa en el redil, no por la puerta, como lo hace el pastor, sino saltando el redil: puede tratarse de dos cosas: o de humanos malos, que están en la Iglesia, pero no buscan la salvación de las almas -pueden ser sacerdotes o laicos-, o puede ser también el Enemigo de las almas y de Dios, el Demonio o la Serpiente Antigua. Jesús advierte contra aquel que no es pastor, sino depredador de las ovejas, esto es, de las almas: “viene para robar, matar y hacer estragos”, porque son “ladrones y bandidos”. Se refiere, podemos suponer y como ya lo dijimos, tanto a sacerdotes como laicos, que están en la Iglesia pero no han comprendido que la tarea esencial de la misma es la salvación de las almas, que no se condenen en el infierno eterno y que se salven en el Reino de los cielos y por lo tanto, carentes de fe verdadera, cometen todo tipo de tropelías y estragos entre las ovejas, llegando a matarlas espiritualmente; también se refiere al Demonio, que es “asesino desde el principio” y cuyo único objetivo es provocar confusión dentro de la Iglesia y desesperación en las almas, para lograr su objetivo de condenarlas eternamente.
          “Yo Soy la Puerta de las ovejas”. Para poder entrar al Cielo, en donde se encuentra Nuestro Sumo y Buen Pastor, Jesucristo, debemos pasar por la Puerta al Cielo que es su Sagrado Corazón; para ello, debemos acostumbrarnos a su Voz, así la reconoceremos cuando nos llame por nuestro nombre. Acudamos entonces con frecuencia a la Santa Misa y a la Adoración Eucarística, para escuchar, en lo más profundo del corazón, la Voz del Buen Pastor Jesucristo.

domingo, 26 de abril de 2020

“El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”




“El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 44-51). Cuando Jesús afirma que Él dará “un pan que es su carne para la vida del mundo”, muchos de los que lo escuchan se escandalizan porque piensan que Jesús los está induciendo a una especie de canibalismo. Esto es porque interpretan a las palabras de Jesús de un modo racionalista y sin sentido sobrenatural; piensan que literalmente Jesús les está invitando a comer su cuerpo, su carne, para que las almas tengan vida. En realidad, las palabras de Jesús son verdaderas, en cuanto que el pan que Él da es “su carne” para la vida del mundo es verdaderamente así, solo que hay que interpretar estas palabras en su sentido sobrenatural, como habiendo ya pasado por su misterio salvífica de muerte y resurrección. Sólo así, interpretadas en este sentido, como habiendo Jesús pasado por su Pasión, Muerte y Resurrección, es que las palabras de Jesús adquieren su verdadero y sobrenatural sentido: “El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. Sólo en este sentido, en el sentido sobrenatural de haber atravesado ya Jesús por su Pasión y Resurrección, es que cobran absoluto sentido sus palabras: el Pan que Él da, la Eucaristía, es su Carne, su Cuerpo glorioso y resucitado, en la Eucaristía, para que el alma que la consuma, reciba la vida eterna, la vida absolutamente sobrenatural de Dios Uno y Trino. Alimentémonos entonces de este Pan celestial, el manjar de los ángeles, un Pan que es Pan y que es al mismo tiempo la Carne del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, que concede la vida eterna a quien lo recibe con fe, con piedad, con devoción y con amor.

viernes, 24 de abril de 2020

“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”




“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6, 35-40). Jesús afirma ser el “Pan de vida”, pero también afirma algo más, que parece contradictorio, o que al menos no parece cumplirse: quien acuda a Él, Pan de vida, “no tendrá hambre” y el que “cree en Él, no tendrá sed jamás”. Sin embargo, vemos en la realidad que al menos la segunda parte de lo que Jesús afirma, no se cumple, puesto que la enorme mayoría de fieles que son verdaderamente devotos de la Eucaristía, comulgan todos los días, creen en Jesús, acuden a Él, pero aun así, continúan experimentando hambre y continúa experimentando sed. En otras palabras, no se cumplirían las promesas de Jesús de que quien acuda y crea en Él, no experimentarán más ni hambre ni sed. Es verdad que hay santos o beatos -como Santa Catalina de Siena, Marta Robin, Alejandrina da Costa- que sólo se alimentaron de la Eucaristía, sin ingerir ni alimentos ni líquidos durante toda su vida y en quienes sí se cumplirían las palabras de Jesús, pero estos son escasísimos en relación a la totalidad de los fieles, quienes, aunque comulguen con fe, devoción, piedad y amor, vuelven a experimentar hambre y sed corporales.
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”. Para entender en su verdadero sentido las palabras de Jesús, hay que considerar, por un lado, que Él las pronuncia en un contexto sobrenatural y puesto que se está refiriendo a la Eucaristía, que es el Pan de vida, la ausencia de hambre y de sed para quien reciba la Eucaristía se da en dos sentidos: en esta vida, no volverán a experimentar ni hambre ni sed de Dios Trino, porque la Eucaristía, que es el mismo Dios Hijo en Persona, los colmará de tal manera que no tendrán ya más ni hambre ni sed de Dios y esto se refiere a esta vida terrena; por otra parte, Jesús está hablando de la vida eterna en el Reino de los cielos, porque será allí en donde el hambre y la sed corporales desaparecerán como funciones fisiológicas del cuerpo humano, cuando la persona contemple a Dios por la eternidad. Entonces, en esta vida terrena, si bien continúan el hambre y la sed corporales, a pesar de comulgar la Eucaristía, se sacian el hambre y la sed de Dios que toda alma experimenta; a su vez, en la otra vida, cesarán el hambre y la sed corporales, pero el hambre y la sed espirituales serán colmados, por toda la eternidad, cuando el alma contemple a Dios Trino en la bienaventuranza. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”.

“Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”




“Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo” (Jn 6, 30-35). En el diálogo entablado con Jesús, los hebreos le preguntan acerca de las señas o signos que hace Él “para que crean” en Él. Argumentan que fue Moisés quien hizo un signo en el desierto, dándoles a comer el maná en el desierto. Para ellos, éste, el maná, es el signo dado por Dios para que crean en Moisés; de esta manera, poseen el argumento para permanecer en el Antiguo Testamento y no aceptar la Buena Nueva de Jesús. Pero lo que ellos no han entendido es que el maná del desierto era en realidad una prefiguración del verdadero Maná, el Pan Vivo bajado del Cielo. Para sacarlos de este error, es que Jesús les dice: “En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”. En la última frase está la razón por la cual el “verdadero pan del cielo”, no es el maná que les dio Moisés -Dios a través de Moisés-, sino el Pan que Dios les dará a través de Jesús: “El Pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”, dos acciones que estaban ausentes en el maná del desierto. En efecto, el verdadero Maná es el que da Dios Padre porque “baja del cielo”, no del cielo cosmológico, sino del Cielo sobrenatural, en donde se encuentra el Reino de Dios; por otra parte, el verdadero Maná “da vida al mundo”, cosa que no hacía el maná del desierto, porque este “dar la vida al mundo”, significa que da la vida de Dios Uno y Trino a las almas que habitan en este mundo. Por estas razones, el verdadero Maná no es el que les dio Moisés, un pan bajado del cielo pero que no alimentaba el alma sino el cuerpo y no concedía la vida de Dios; el verdadero Maná es la Eucaristía, que baja del Cielo -el seno de Dios Padre- y da “la vida al mundo”, esto es, la Eucaristía concede la vida trinitaria al alma humana.
“Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”. Parafraseando a Jesús, podemos decir que “es la Iglesia la que da el verdadero Pan del cielo”, la Divina Eucaristía, y ninguna otra iglesia en el mundo es capaz de hacerlo. Por lo tanto, mientras peregrinamos en el desierto de esta vida hacia la Jerusalén celestial, procuremos siempre alimentar nuestras almas con el “verdadero Maná”, el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.

“Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna”




“Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 22-29). La multitud que había recibido el milagro de la multiplicación de panes y peces busca a Jesús y es por eso que todos se dirigen a Cafarnaúm, en donde lo encuentran. ¿Por qué buscan a Jesús? ¿Porque se dieron cuenta del milagro que hizo al multiplicar panes y peces y se dieron cuenta que Él es el Hombre-Dios? No, no lo buscan por esa razón, sino por algo más terreno: porque Jesús les satisfizo el hambre corporal; lo buscan porque sació el hambre del cuerpo, no porque hayan visto una señal sobrenatural en la multiplicación.
Jesús se da cuenta de esto; Jesús se da cuenta de que lo buscan, no porque hayan visto en Él al Hombre-Dios, que hacía milagros no sólo para satisfacer el apetito corporal, sino para darles un mensaje sobrenatural -el milagro de la multiplicación de panes y peces es anticipo del milagro eucarístico, en el que el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y Sangre-; Jesús se da cuenta que lo buscan porque quieren que Jesús les satisfaga su hambre corporal, quieren tenerlo con Él para que vuelva a hacer el milagro de la multiplicación de panes y peces cada vez que tengan hambre. Tienen una visión meramente terrena y temporal de Jesús y sus milagros; no han sido capaces de comprender el mensaje sobrenatural que Jesús ha querido enviarles al hacer la multiplicación de panes y peces.
Jesús quiere sacarlos de su inmanentismo, de su visión horizontal y terrena y es por eso que les dice: “Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna”. ¿Y cuál es el alimento que perdura para la vida eterna? No es otro que la Eucaristía. En otras palabras, Jesús le dice a la multitud que no se preocupen por los panes y los peces, por el hambre corporal, sino que se preocupen por el hambre espiritual, hambre de Dios Trino que se sacia única y exclusivamente con la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna y es Carne del Cordero de Dios.
“Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna”. También a nosotros Jesús nos da el mismo mensaje: si nos esforzamos por trabajar para ganar el pan de cada día y así alimentar el cuerpo, con mayor razón debemos trabajar, esforzarnos, por alimentarnos con la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, que sacia nuestra hambre espiritual de Dios Trino y nos comunica de modo incoado la Vida de la Trinidad y así nos prepara para la vida del Cielo.

martes, 21 de abril de 2020

“Lo reconocieron al partir el pan”


Los discípulos de Emaús, virtudes, Valores cristianos de ...

(Domingo III - TP - Ciclo A – 2020)

          “Lo reconocieron al partir el pan”. Jesús resucitado les sale al paso a los discípulos de Emaús, que van por el camino comentando acerca de lo sucedido el Viernes Santo. Tal como sucede con otros discípulos -por ejemplo, María Magdalena-, los discípulos de Emaús, a pesar de ser discípulos, es decir, a pesar de conocer y amar a Jesús, no lo reconocen cuando lo ven resucitado. Además, por su falta de fe en las palabras de Jesús en la resurrección, van con el “semblante triste”, lo cual también es una característica de los discípulos que se encuentran con Jesús, antes de reconocerlo como resucitado. La razón por la que están con el “semblante triste” es que no solo no creen en la Palabra de Jesús, que había prometido resucitar al tercer día, sino que tampoco creen en el testimonio de las santas mujeres y de los discípulos que lo han visto resucitado y les han contado que Jesús está vivo y glorioso. Es esta fe incrédula, imperfecta, vacilante, la que los hace dudar acerca del misterio salvífico de Jesús y es lo que les impide que sepan que están hablando con Jesús.
          Esta situación de desconocimiento e incredulidad cambiará radicalmente cuando, tiempo más tarde, Jesús “parta el pan”, lo cual muchos piensan que es en el contexto de una misa celebrada por Jesús. La cuestión es que en el momento en que Jesús “parte el pan”, se produce en los discípulos una iluminación interior, dada por el Espíritu Santo, que les quita el velo de los ojos del alma y del cuerpo que hasta entonces tenían y los capacita para reconocer, en ese forastero que los acompañaba por el camino, nada menos que a Cristo, resucitado y glorioso. En ese mismo momento Jesús desaparece, pero esta invisibilidad de Jesús no es un impedimento para que los discípulos de Emaús crean que Jesús, que ha muerto en la cruz el Viernes Santo y ha pasado en el sepulcro el Sábado Santo, haya resucitado “al tercer día” y esté vivo y glorioso entre ellos. Paradójicamente, cuando lo podían ver y cuando podían hablar abiertamente con Jesús, lo confundían con un extranjero y ahora que Jesús se hace invisible, se vuelve visible para ellos, puesto que pueden verlo con los ojos del alma iluminados con la luz de la fe.
          Puede sucederle a muchos lo que a los discípulos de Emaús antes de reconocer a Jesús resucitado, esto es, que su fe sea vacilante, trémula, frágil. Y esto sucede cuando no se cree en las palabras de Jesús, de que después de morir en la cruz, habría de resucitar “al tercer día”. Cada vez que asistimos a la Santa Misa, se produce algo similar a lo sucedido con los discípulos de Emaús al partir Jesús el pan: cuando el sacerdote fracciona la Hostia consagrada, también se produce una efusión del Espíritu desde la Eucaristía, el cual ilumina las almas con la luz divina, permitiendo al alma reconocerlo, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. Por esta razón, cuando nuestra fe esté débil y vacilante, acudamos a la Santa Misa, para recibir la efusión del Espíritu Santo en el momento de la fracción del Pan consagrado y así lo podremos reconocer, vivo y glorioso, en la Eucaristía. Y así Jesús hará arder nuestros corazones en el Amor de Dios, cuando lo recibamos en la Comunión Eucarística.

“Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió (…) lo mismo hizo con los peces”


Multiplicación de los panes y los peces - Wikipedia, la ...


“Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió (…) lo mismo hizo con los peces” (Jn 6, 1-15). Jesús realiza uno de sus más prodigiosos milagros: multiplica cinco panes de cebada y dos peces, de manera tal que alcanzan y sobran para alimentar a una multitud calculada de más de diez mil personas y no sólo eso, sino que además de comer la multitud hasta saciarse, incluso sobraron doce canastas.
Este milagro, además de su significado propio en sí mismo -es un milagro realizado para satisfacer el hambre corporal de la multitud-, tiene un significado sobrenatural, porque está prefigurando y anticipando otro milagro, el milagro eucarístico, milagro por el cual no multiplicará ya panes y peces, sino Pan de Vida eterna y Carne del Cordero de Dios, esto es, la Sagrada Eucaristía. Esto es así porque Jesús no ha venido para combatir el hambre corporal, es decir, no ha venido para terminar con la pobreza en el mundo –“a los pobres los tendréis siempre entre vosotros”- y por lo tanto la misión de la Iglesia, si bien auxilia a los pobres materiales por medio de organismos como Caritas, tampoco es terminar con el hambre y la pobreza material y no es ésta su misión principal, de ninguna manera. Jesús podría hacer de manera tal que no hubiera hambre en el mundo, pero ha dejado a los pobres para que nosotros los cristianos nos santifiquemos en su auxilio y ayuda, puesto que una obra de misericordia espiritual, dar de comer al que tiene hambre, abre las puertas del cielo de par en par.
Ahora bien, Jesús sabe que somos materia y espíritu y que por eso mismo, además del alimento corporal, necesitamos el alimento del espíritu y ése alimento es la Sagrada Eucaristía. Para que nuestra hambre espiritual de Dios se satisfaga a lo largo del tiempo, es que ha encargado a la Iglesia la misión de prolongar en el tiempo la confección del Sacramento de la Eucaristía –“Haced esto en memoria mía”- para que los hombres de todos los tiempos, hasta el Fin del mundo y de la Historia, tengamos acceso a este sublime alimento espiritual.
“Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió” (…) lo mismo hizo con los peces”. Si Jesús demostró amor y compasión al multiplicar el pan material y los peces, para saciar el hambre corporal de la multitud, para con nosotros, en cada Santa Misa, demuestra un amor infinitamente más grande, porque no nos alimenta con pan terreno y carne de pescado, sino con el Pan Vivo bajado del cielo y con la Carne del Cordero de Dios, el Santísimo Sacramento del altar, la Divina Eucaristía. 

lunes, 20 de abril de 2020

“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”




“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre” (Jn 3, 31-36). Las palabras de Juan Bautista pueden parecer duras e incluso hasta inaceptables para la mentalidad progresista y modernista que campea en nuestros días, pero son verdaderas. La razón hay que buscarla en los inicios de la humanidad, en el pecado original de Adán y Eva: desde que nuestros Primeros Padres cometieron el pecado original, pesa sobre toda la humanidad la ira de Dios, porque la Justicia Divina fue infinitamente ofendida por el hombre, tentado por Satanás. Es verdad que en esta vida prevalece la Misericordia Divina por sobre la Justicia Divina, pero esta prevalencia se termina, hasta equilibrarse, en el momento de nuestra muerte, puesto que allí actúa, de modo preeminente, la Justicia Divina por sobre la Misericordia Divina. Por esta razón, las palabras del Bautista son ciertas para toda alma que vive en esta vida, pero sobre todo, para el alma que debe atravesar el umbral de la muerte y alcanzar la vida eterna: antes de alcanzar la vida eterna, el alma debe atravesar el Juicio Particular, en donde Dios aplica su estrictísima Justicia Divina, Justicia que está pronta para descargarse, con toda su fuerza, sobre el alma que voluntaria y libremente murió en pecado mortal y sin arrepentirse por ello.
“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”. Para que la ira de Dios no se descargue sobre nuestras almas, es que debemos procurar vivir permanentemente en gracia, detestando el pecado, de manera tal que la hora de la muerte nos sorprenda en estado de gracia y no en estado de pecado mortal. Sólo así sobre nuestra alma se descargará, no el peso de la ira divina, sino el océano de la Misericordia Divina.

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna”




“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3, 16-21). Jesús afirma que quien cree en Él, no sólo “no perecerá”, sino que “tendrá vida eterna”. En esta afirmación debemos considerar varios aspectos. Primero, Jesús dice que quien cree en Él tiene vida eterna; ahora bien, ¿en qué Jesús creer? Porque a lo largo de la historia, incluso desde los inicios del cristianismo, ha habido diversas teorías -heréticas- acerca de quién es Jesús: desde el hereje Lutero, que afirmaba que Jesús era sólo un hombre, pasando por Arrio, que afirmaba que Jesús era un hombre perfecto, pero sólo hombre, hasta las teorías bizarras de la Nueva Era, según la cual Jesús es un jefe extra-terrestre que habita en lejanos planetas. El Jesús en el cual hay que creer, para tener vida eterna, es el Jesús del Magisterio y de la Tradición de la Iglesia: según la Iglesia Católica, que ostenta la Verdad Absoluta acerca de Jesús, Jesús es Dios Hijo en Persona, es decir, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnada, por obra del Espíritu Santo, en una naturaleza humana. En otras palabras, el Jesús en el que debemos creer es el Jesús de la Iglesia Católica: Dios Hijo encarnado, que es la Vida Eterna en sí misma y que por eso puede comunicar de esa vida eterna; si fuera sólo un hombre, de ninguna manera podría comunicar la vida eterna.
Otro aspecto que debemos considerar es acerca de lo que obtendrá aquel que crea en el Jesús Dios: la vida eterna. ¿Qué es la vida eterna? Por lo pronto, no es la vida terrena con la cual vivimos en el tiempo y en la historia; es la vida propia de Dios, porque “Dios es su misma eternidad”, como dice Santo Tomás; es una vida absolutamente perfecta, de la cual no tenemos idea de cómo es, porque no tenemos experiencia de vida eterna, aunque la recibimos incoada en la Eucaristía; es una vida de gloria, que se desplegará con toda su plenitud no en esta vida terrena, sino en el Reino de los cielos, una vez que hayamos muerto y, por la gracia de Dios, nos hayamos salvado.
“El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. La frase de Jesús no sólo es verdadera, sino que no debemos esperar a morir para conseguir lo que Jesús promete en quien cree en Él: cada vez que comulgamos, recibimos al Hijo de Dios encarnado que nos comunica, desde la Eucaristía, la vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino.

sábado, 18 de abril de 2020

“El Hijo del hombre tiene que ser elevado en alto para que tengan vida eterna”




“El Hijo del hombre tiene que ser elevado en alto para que tengan vida eterna” (Jn 3, 5a.7b-15). En su diálogo con Nicodemo Jesús anticipa, de forma misteriosa, su misterio pascual de muerte y resurrección. Para hacerlo, trae a la memoria el episodio de Moisés en el desierto, cuando aparecieron las serpientes venenosas y Dios le ordenó construir una serpiente de bronce para que todo el que la contemple, quede curado. En efecto, Jesús hace la analogía entre el episodio de la serpiente elevada en alto por Moisés y aplica ese episodio a Él mismo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Es decir, para que los hombres seamos salvados de nuestros pecados, para que la muerte y el demonio sean derrotados definitivamente y para que alcancemos la vida eterna por la gracia, es necesario que Jesús sea “elevado en lo alto”, crucificado.
“El Hijo del hombre tiene que ser elevado en alto para que tengan vida eterna”. Así como en el desierto todos los que miraban a la serpiente de bronce elevada por Moisés se curaban milagrosamente, así también, de manera análoga, todos los que miran con piedad y con amor a Cristo crucificado reciben la gracia de la conversión y así son curados de la peor enfermedad espiritual que pueda un alma tener en esta vida y es el ateísmo; además, quien contempla a Cristo crucificado, recibe algo inimaginable, imposible de ser captado por los sentidos e imposible de ser apreciado en su real magnitud y es la vida eterna. Entonces, quien contempla a Cristo elevado en lo alto, crucificado, recibe la gracia de la vida eterna. Esto significa que cuanto más contemplemos a Cristo crucificado -cuanto más lo contemplemos en la Eucaristía, en la Santa Misa, en donde se renueva el Santo Sacrificio del Calvario-, tanto más incoada tendremos en el alma la vida eterna, vida que luego se desplegará en su plenitud en el Reino de los cielos.

“El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”




“El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 1-8). En el diálogo entre Nicodemo, éste último parece no entender lo que Jesús le dice cuando le dice: “El que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo entiende literalmente las palabras de Jesús y es por esta razón que no puede comprender de qué manera un hombre puede “nacer de nuevo”: la única forma, para Nicodemo, es introducirse literalmente en el seno materno y así nacer de nuevo; por esto es que Nicodemo no entiende lo que Jesús le dice. Pero lo que Jesús le quiere decir a Nicodemo está en otro nivel, en el sobrenatural y Nicodemo permanece en los estrechos límites de la naturaleza y de la razón humana. A partir de Jesús, ya no habrá un solo modo de nacer para los humanos. Él dice en las Escrituras: “Yo hago nuevas todas las cosas” y este “hacer nuevo” comprende el nacimiento. En la mente de Nicodemo, no hay lugar todavía para lo sobrenatural, para lo que Jesús hace y enseña y entre estas cosas está el modo de nacer: a partir de Jesús, además de nacer del seno materno, el hombre ahora podrá nacer del seno mismo de Dios Padre, mediante “el agua y el Espíritu”, es decir, mediante el Sacramento del Bautismo. Jesús le está anticipando a Nicodemo lo que será el Sacramento del Bautismo, mediante el cual el hombre nacerá del seno mismo de Dios Padre y así podrá ingresar en el Reino de los cielos: “El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”. Éste segundo modo de nacer del hombre, hecho posible a partir de la gracia que nos consiguió Jesucristo con su sacrificio en Cruz, es lo que le permite al hombre, si muere en estado de gracia, ingresar en el Reino de los cielos. Entonces, quien nace “del agua y del Espíritu” entra en el cielo, quien no se bautiza, no; de ahí, la necesidad imperiosa del Bautismo sacramental.

martes, 14 de abril de 2020

Fiesta de la Divina Misericordia



(Domingo II - TP - Ciclo A - 2020)

          El origen del Segundo Domingo de Pascuas como Fiesta de la Divina Misericordia se encuentra en el mismo Jesús en Persona. En efecto, en sus apariciones a Santa Faustina como Jesús Misericordioso, el Señor le dijo así: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49). En otra aparición, le dijo: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699).
          También le dijo, con respecto a la imagen de la Divina Misericordia: “Ésta es la señal de los Últimos Tiempos” y también le dijo: “Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Es decir, la imagen de Jesús Misericordioso se relaciona tanto con la Segunda Venida de Jesús, como con los Últimos tiempos. Ahora bien, Santa Faustina ya murió y Jesús todavía no vino, pero el “anuncio de la Segunda Venida” no está dado como encargo a Santa Faustina como persona, sino a la imagen de la Divina Misericordia. Por lo tanto, “Anunciarás al mundo mis Segunda Venida”, tiene que interpretarse como si fuera así: “(Esta imagen) Es el Anuncio de mi Segunda Venida”. Quien contempla la imagen, debe saber que es la última devoción para los Últimos Tiempos, es decir, ya no habrán más devociones hasta el fin de los tiempos, hasta el día en que Jesús regrese por Segunda Vez y ése regreso está pronto, según las palabras de Jesús y según la misma imagen de la Divina Misericordia.
          ¿Qué significa “Ésta es la señal de los Últimos Tiempos” y “Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”? Esto no significa ni más ni menos que debemos preparar nuestras almas para el encuentro personal con Jesús Misericordioso, pues Él está pronto para llegar. ¿Estamos diciendo con esto que el Fin del mundo está cerca? ¿Queremos decir que el Día del Juicio Final está próximo? No, no lo estamos diciendo, porque “nadie sabe ni el día ni la hora”. Sin embargo, no por esto no debemos estar prontos para el encuentro personal con Jesús Misericordioso, porque de una u otra forma, sea en el Juicio Final, si estamos vivos para eso, o sea en el momento de nuestro paso a la eternidad -es decir, en el momento de nuestra muerte-, tanto en uno como en otro caso, nos habremos de encontrar personalmente con Jesús Misericordioso y es para esto para lo que debemos estar preparados.
          “Anunciarás al mundo mis Segunda Venida”. Cada encuentro con Jesús Eucaristía -cada vez que comulgamos, sea sacramental como espiritualmente-, nos encontramos con Jesús Misericordioso, porque el Jesús que está en la Eucaristía es el mismo Jesús Misericordioso. Si nos preparamos para cada comunión con Jesús Eucaristía -comulgando en gracia, con fervor, con piedad y sobre todo con amor-, entonces estaremos preparándonos para el encuentro con Jesús Misericordioso. No desaprovechemos la Comunión con Jesús Eucaristía, porque es el anticipo del encuentro definitivo con Jesús Misericordioso. Por último, el anuncio más efectivo de la Segunda Venida de Jesús es obrando nosotros mismos, en Nombre de Jesús, la misericordia para con los más necesitados.

lunes, 13 de abril de 2020

Viernes de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

         “¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece a Pedro y a algunos de los discípulos “junto al lago de Tiberíades” en horas del amanecer. En esta aparición obrará la segunda pesca milagrosa, similar a la primera, pero la diferencia es que ahora Jesús está resucitado.
          Tal como había sucedido con la primera pesca milagrosa, que había sido precedida por una pesca infructuosa, aquí se vuelve a repetir la misma escena: Pedro y los discípulos habían estado pescando toda la noche, pero sin resultados y recién después de que Jesús les ordena dónde sacar peces, es que obtienen una pesca abundante.
          La escena tiene un significado sobrenatural, el cual se obtiene reemplazando lo natural por lo sobrenatural: así, la Iglesia es la Barca de Pedro; Pedro es el Papa, el Vicario de Cristo en la tierra; el mar es la historia de los hombres y el mundo en el que éstos viven; los peces son los hombres; la pesca sin frutos, realizada por Pedro y los discípulos durante la noche, significan el trabajo realizado por cierta parte de la Iglesia, trabajo que es loable por el empeño apostólico pero que es infructuoso porque le falta la oración y la contemplación, por medio de las cuales se obtiene la dirección de Cristo Jesús; la pesca infructuosa representa también al alma que piensa que todo depende de su esfuerzo y por lo tanto no confía en la gracia de Dios ni en la acción de Jesús, es decir, es el esfuerzo humano que no cuenta con el obrar de la gracia santificante. De modo opuesto a este activismo sin frutos, la pesca milagrosa, realizada bajo la guía y mandato de Jesús resucitado, es una representación de aquellos que obran en la Iglesia buscando la salvación de las almas, pero que tienen bien presentes las palabras de Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer” y es así que el trabajo apostólico está precedido y acompañado por la oración, la contemplación y la acción de los sacramentos.
             Quienes así obran, reconocen el accionar milagroso de Jesús en las almas y es por eso que exclaman, como Juan: “¡Es el Señor!” cuando ven los frutos de su obrar apostólico. 


domingo, 12 de abril de 2020

Jueves de la Octava de Pascua


La paz sea con vosotros" - Católicos - Hello Foros - La Comunidad ...

(Ciclo A – 2020)

“Ustedes son testigos de todo esto” (Lc 24, 35-48). En este Evangelios, Jesús resucitado se aparece a los discípulos reunidos en conjunto y esto tiene un significado eclesiológico, ya esta aparición de Jesús resucitado representa, para la Iglesia, tanto un programa de vida en el que se incluye el mandato de ir a misionar.
Un dato recurrente en las apariciones de Jesús es el recordarles su Palabra, sobre todo aquellas en las que les profetizaba su Pasión, Muerte y Resurrección: de modo análogo, el cristiano en sí mismo y la Iglesia en su totalidad, deben tener siempre presentes, en la mente y en el corazón, la Palabra de Dios, encarnada en Cristo, que ha llevado a cabo su misión redentora por medio del misterio pascual de Muerte y Resurrección. La Palabra de Cristo, la Palabra de Dios, debe ser el alimento espiritual esencial de todo cristiano, así como de la Iglesia en su totalidad.
Cuando Jesús se les aparece, los discípulos -esto es, la Iglesia como Cuerpo Místico- se encuentran “hablando de Jesús”, lo cual es un ejemplo para el cristiano de cualquier tiempo que sea, puesto que este “hablar de Jesús” es como la figuración de la oración dirigía a Jesús, que la Iglesia lleva a cabo en todo tiempo y lugar. Por otra parte, el “hablar de Jesús”, esto es, el orar, el hacer oración, es una ocasión para que Jesús se manifieste en Persona, aun cuando no lo veamos, según sus propias palabras: “Cuando dos o más se reúnen en Mi Nombre, allí estoy Yo”. La oración es, para la Iglesia, la ocasión para la manifestación de Jesús resucitado.
Y del mismo modo a como los discípulos se ven embargados por la alegría cuando contemplan a Jesús resucitado, una alegría tan grande dice el Evangelio que los hacía “resistir a creer”, así el cristiano y también la Iglesia, cuando oran, reciben de Jesucristo su Espíritu, el Espíritu Santo, quien les comunica una alegría que no es de este mundo, sino sobrenatural, pues se origina en el mismo Acto de Ser divino trinitario, que es la Alegría Increada en sí misma, según las palabras de los santos: “Dios es Alegría infinita”[1].
De esta manera, tanto la oración, como la lectura de la Palabra de Dios, son ocasiones para que el alma se llene de una alegría desconocida porque viene de Dios o, mejor dicho, para que el alma se llene de Dios, que es Alegría infinita y eterna.
En el Evangelio, Jesús resucitado realiza una acción sobre la Iglesia reunida en oración: “les abre la inteligencia para que puedan comprender las Escrituras” y cuando esto hace, los transforma en algo más que discípulos: los convierte en “testigos” de su Misterio Salvífico de Muerte y Resurrección. Es decir, el encuentro con Jesús lleva a la Iglesia a no quedarse para ella, de modo egoísta, con la novedad de que Jesús ha muerto y resucitado, sino que la impulsa a transmitir al mundo entero aquello de lo que la Iglesia ha sido testigo: que Jesús ha muerto en Cruz, que ha derrotado a los tres grandes enemigos de la humanidad -el pecado, la muerte y el demonio- y que ha conseguido para los hombres la gracia santificante, que los convierte en hijos adoptivos de Dios y herederos del Reino de los cielos.
“Ustedes son testigos de todo esto”. Así como Jesús resucitado se aparece a los discípulos y les comunica de la Alegría de su Corazón traspasado y los convierte en testigos y misioneros, así también, cada vez que adoramos a Cristo en la Eucaristía o cada vez que comulgamos, se renueva para nosotros el don del Espíritu Santo y el mandato de ser testigos de la Pasión y Muerte de Jesús ante el mundo: “Ustedes son testigos de todo esto”.



[1] Cfr. Santa Teresa de los Andes.

Miércoles de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

         “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-32). En la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús, hay características que se repiten cuando se la compara con la aparición a María Magdalena: en ambos casos, los discípulos de Jesús se muestran abatidos emocionalmente -los discípulos “entristecidos”, en tanto que María Magdalena además “llorando”- y con la fe en las palabras de Jesús acerca de que habría de resucitar al tercer día, quebrantada, vacilante, dubitativa o incluso inexistente. De manera similar a María Magdalena, los discípulos de Emaús se han quedado en el dolor del Viernes Santo y en la soledad del Sábado Santo y esto les ha impedido trascender hacia la sobrenatural alegría del Domingo de Resurrección. Los discípulos de Emaús, como María Magdalena, están tan ensimismados en su dolor, que no al igual que ella, no lo reconocen, a pesar de conocerlo y a pesar de que Jesús está frente a ellos.
        La falta de fe es lo que lleva a Jesús a reprocharles: “¡Oh hombres sin inteligencia, tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿No era necesario que el Cristo sufriese para entrar en su gloria?”.
          La tristeza de los discípulos de Emaús se debe a que no solo se han quedado en el dolor del Viernes Santo, sino que no han sabido ver ese dolor a la luz del misterio pascual de Cristo, un dolor que es redentor y salvífico. Sin el Domingo de Resurrección, la Crucifixión del Viernes Santo deja al alma inmersa en un vacío de fe y de trascendencia en el Reino de Dios, tal como les sucede a los discípulos de Emaús.
          “Lo reconocieron al partir el pan”. Ahora bien, esta situación cambia radicalmente en el transcurso de lo que algunos consideran que se trata de la Santa Misa y es cuando Jesús “parte el pan”: en ese momento, desde la Eucaristía, Jesús infunde sobre los discípulos de Emaús su Espíritu, el Espíritu Santo, que ilumina sus almas y les permite reconocerlo como quien Es, como el Hombre-Dios, que luego del dolor del Viernes Santo y de la soledad y tristeza del Sábado Santo, resucitó “al tercer día”, tal como lo había profetizado.
          Si nos sucede que nuestra fe en Cristo muerto y resucitado está debilitada o incluso es inexistente, como los discípulos de Emaús, acudamos entonces a la Santa Misa, para que Jesús, en la fracción del Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, nos infunda el Espíritu Santo y así el Paráclito nos ilumine acerca de la Presencia en la Eucaristía de Jesús, muerto y resucitado para nuestra salvación.
        


viernes, 10 de abril de 2020

Martes de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Cuando Jesús resucitado se le aparece a María Magdalena, la discípula se encuentra agobiada por la tristeza, la cual se expresa en el llanto que la invade. La razón de su llanto es que ella piensa que Jesús no solo no ha resucitado, sino que continúa muerto y que el cadáver de Jesús ha sido transportado fuera del sepulcro por algún desconocido. La causa última de la tristeza y el llanto de María Magdalena es su fe, débil y vacilante como una pequeña llama de una candela, en las palabras de Jesús: Él había prometido resucitar al tercer día, cumplió con esta promesa y ahora se encuentra delante de ella, pero ella sigue sin creer en sus palabras. Por esto llora María Magdalena: porque a pesar de amar a Jesús, no termina de creer en las palabras de Jesús, cree que está muerto y que no ha resucitado.
Pero este estado de tristeza y llanto cambian radical y substancialmente luego del encuentro personal de María Magdalena con Jesús resucitado: a pesar de preguntarle la causa de su llanto, Jesús sabe ya la respuesta, sabe que es por la débil fe de su discípula. Por eso, lo que hace Jesús es infundirle el Espíritu Santo, el cual le permitirá a María Magdalena no sólo reconocer a Jesús llamándolo “Rabboní” o “Maestro”, sino que le comunicará de la misma alegría divina, una alegría sobrenatural que brota del Ser divino trinitario de Jesús. La alegría que comunica el Espíritu Santo no es, evidentemente, una alegría de origen mundano, sino divino y sobrenatural, porque hace al alma partícipe del Ser divino trinitario, el cual es la Alegría Increada en sí misma, según las palabras de Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría infinita”.
El Espíritu Santo, infundido por Jesús en María Magdalena, la ilumina primero en su intelecto, de manera tal que María Magdalena ya no sólo no lo confunde más con el jardinero, como al inicio del encuentro con Jesús, sino que es capaz de reconocer, ahora sobrenaturalmente, a Jesús resucitado. Y luego del conocimiento de Jesús resucitado, viene la alegría, que es, como dijimos, participación en la alegría sobrenatural del Ser divino. Sin esta luz del Espíritu Santo, el alma es incapaz de reconocer a Jesús resucitado: piensa que Jesús está muerto -al igual que María Magdalena al inicio- y por lo tanto se hace incapaz de participar de la alegría divina.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. Muchas veces, en la vida cotidiana, al dejarnos arrastrar por las situaciones existenciales, perdemos de vista la resurrección de Jesús y es entonces cuando invade al alma la tristeza e incluso el llanto. Sólo cuando Jesús resucitado, desde la Eucaristía, nos infunde el Espíritu Santo, sólo entonces el alma se desprende de la tristeza de una vida con un horizonte puramente humano, para elevarse y alegrarse con la alegría misma de Dios Trino, alegría que se deriva de saber que Jesús ha resucitado y que Él nos espera en el Cielo para allí comunicarnos, de manera plena y definitiva, su Alegría, la alegría misma de Dios Hijo, encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación.

Lunes de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

“Alégrense” (Mt 28, 8-15). Luego de resucitar, Nuestro Señor Jesucristo se les aparece a las santas mujeres. Estas, “atemorizadas pero llenas de alegría” van a comunicar la Buena Noticia a los discípulos. Lo llamativo en esta aparición particular de Jesús es que no las saluda a las santas mujeres con un saludo formal -lo cual cabría de esperar- o con un saludo familiar -ya que son sus discípulas-, sino que las saluda con una orden imperativa: “Alégrense”. Es decir, Jesús las saluda con una orden y es una orden muy particular: la orden que deben cumplir las santas mujeres es el alegrarse: “Alégrense”. No es de extrañar esta orden de Jesús, porque su resurrección implica novedades sorprendentes para todo el género humano: su muerte y resurrección implican no solo la derrota de los tres grandes enemigos del género humano -el demonio, el pecado y la muerte-, sino también la apertura, para el hombre, del Reino de los cielos, al ser conseguida la gracia santificante para la humanidad por los méritos de Jesús en la Cruz. Es decir, el saludo imperativo de Jesús que manda la alegría, se comprende cuando se comprueba que los motivos de alegría son sobreabundantes. Más allá de lo que las santas mujeres puedan estar experimentando en sus vidas personales -tristezas, tribulaciones, alegrías-, hay un hecho sobrenatural que es causa de una alegría también sobrenatural: con su muerte en Cruz y con su Resurrección, Jesús ha vencido de una vez y para siempre a los mortales enemigos de la humanidad y ha conseguido para esta no sólo el perdón divino de Dios Padre -cuya Justicia estaba ofendida desde el pecaodo original-, sino que con sus méritos en la Cruz ha conseguido la gracia santificante, que suprime el pecado del alma, destruyéndolo y que hace participar al alma de la filiación divina, la misma filiación divina con la cual Jesús es Hijo de Dios Padre desde toda la eternidad.
“Alégrense”. La misma orden de estar alegres -no por motivos humanos, sino sobrenaturales, porque la causa de esta alegría es la Resurrección- que da Jesús a las santas mujeres, nos la da también a nosotros. Y esta orden nos la da desde el lugar en donde Él se encuentra con su Cuerpo resucitado, el mismo Cuerpo con el que está en el Cielo y es la Sagrada Eucaristía. Por esta razón, cada vez que vamos a visitar a Jesús Eucaristía para adorarlo, y más allá de la situación existencial particular que estemos viviendo -alegría, dolor, tristeza, tribulaciones-, recibimos la misma orden dada a las santas mujeres: “Alégrense”.


jueves, 9 de abril de 2020

Domingo de Pascuas de Resurrección


Resurrección de Jesús - Wikipedia, la enciclopedia libre

(Ciclo A – 2020)

        El Cuerpo Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo yace, durante la tarde y la noche del Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, tendido fría losa del oscuro sepulcro. En el sepulcro en el que está sepultado el Cuerpo del Señor reinan, desde que se selló la entrada con la piedra, sólo el silencio y la oscuridad. El sepulcro es nuevo y esto es una prefiguración de la resurrección: no podía, el Vencedor de la Muerte, yacer en un sepulcro ya usado, en el que hedor de la muerte había impregnado sus paredes. El hecho de que el sepulcro sea nuevo, simboliza el hecho de que el Cuerpo de Jesús no habría de descomponerse; anticipa la maravillosa Resurrección del Domingo, porque que sea nuevo significa que el hedor de la muerte jamás habría de tomar contacto con el Cuerpo del Señor, porque Él habría de resucitar, derrotando a la Muerte para siempre.
          La Resurrección del Señor ocurrió de la siguiente manera: en horas de la madrugada del tercer día, es decir, del Domingo, apareció una luz resplandeciente a la altura del Sagrado Corazón; esta luz, al principio tenue pero que iba aumentando su luminosidad con gran rapidez, puesto que era una luz viva, originada en el Ser divino trinitario de Nuestro Señor Jesucristo, a medida que iluminaba el Cuerpo de Jesús, le iba comunicando la vida gloriosa que como Dios Hijo poseía desde la eternidad. Así esta luz, cuyo esplendor era más radiante que miles de millones de soles juntos, inundó, desde el Corazón de Jesús, todo su Cuerpo, devolviéndolo a la vida, pero no a la vida terrena que tenía antes de morir, sino a la vida de la gloria qeue tenía desde toda la eternidad. De esta manera, el silencio del sepulcro fue reemplazado por el sonido de los latidos del Corazón de Jesús, mientras que la oscuridad fue reemplazada por la luz brillantísima de la gloria de Dios que emanaba de su Cuerpo, antes yaciente en la loza del sepulcro y ahora de pie, vivo y glorioso. La luz que dio vida al Cuerpo muerto de Jesús era una luz que no provenía desde fuera de Jesús, sino de Sí mismo, de su Ser divino trinitario y es por esta luz que Jesús, estando muerto, resucitó al tercer día. Era Él mismo quien se daba a Sí mismo la vida, la luz y la gloria que poseía desde la eternidad, según sus propias palabras: “Nadie me quita la vida; Yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para darla y tengo autoridad para tomarla” (Jn 10, 18). La intensidad de la luz que resucitó a Jesús fue tan poderosa que dejó impreso en el lienzo que cubría a Jesús -la Sábana Santa- la imagen de Jesús en el momento exacto anterior a la Resurrección, al mismo tiempo que convertía al Cuerpo terreno y humano de Jesús en un Cuerpo con su materia glorificada, quedando su Cuerpo luminoso, radiante, espiritual, inmortal y lleno de la gloria de Dios[1].
         Según la Tradición, fue con este Cuerpo glorioso y lleno de la vida de Dios, con el que Jesús se apareció, antes que a cualquier discípulo, a su Madre amantísima, la Virgen Santísima, como justo premio por haber Ella acompañado su agonía en la cruz el Viernes Santo y por haber participado místicamente de su misterio salvífico de muerte y resurrección. Después de aparecerse resucitado a su Madre, se apareció, según las Escrituras, a las Santas Mujeres y a los Apóstoles. La visión de su Cuerpo glorioso, radiante, lleno de la luz y de la gloria divina, provocó “asombro”, “estupor”, alegría”, y “gozo”, entre sus discípulos y amigos, causándoles tal grade de alegría sobrenatural, que no podían articular palabra.
          Lo que también causa asombro y alegría es el hecho de que el día Domingo y todo día Domingo, es partícipe del divino resplandor que brotó del Ser trinitario de Jesús y que iluminando y dando vida a su Corazón, iluminó y dio vida divina a todo su Cuerpo. Por esta razón es que el Domingo se llama “Día del Señor” y es la razón por la cual la Iglesia prescribe la asistencia a la Misa Dominical -bajo pena de pecado mortal-, porque el asistir a Misa el Domingo es asistir no sólo al Sacrificio de Jesús en la Cruz, sino también a su gloriosa Resurrección. Desde la Resurrección, Jesús ya no está tendido y muerto en la fría loza del sepulcro, sino que está de pie, vivo, glorioso, lleno de la luz y de la vida divina, en la Sagrada Eucaristía, en cada sagrario.
          La Resurrección de Jesús no finaliza el Domingo de Resurrección: cada vez que se consagra la Eucaristía, se prolonga su Resurrección, de modo que Jesús está en la Eucaristía como lo estuvo el día de la Resurrección: vivo, glorioso, con su Cuerpo luminoso oculto a los ojos del cuerpo, pero visible a los ojos de la fe. Y este hecho es tan sorprendente y maravilloso como la misma Resurrección. Por último, Jesús Eucaristía quiere venir a nuestros corazones para que, cuando llegue el momento de pasar de esta vida a la otra, nuestros cuerpos también sean como el suyo: radiantes, gloriosos, luminosos, llenos de la vida eterna del Cordero de Dios.





[1] http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p122a5p2_sp.html

miércoles, 8 de abril de 2020

Sábado Santo: Sermón de la Soledad de la Virgen de los Dolores


Nuestra Señora de los Dolores – 15 de Septiembre | El pan de los ...

Sobre la cima del Monte Calvario y luego de una dolorosísima agonía de tres horas, Jesús, el Hombre-Dios, muere en la cruz. Luego de ser depuesto de la cruz, su Cuerpo Sacratísimo es conducido, en procesión fúnebre, hasta el sepulcro nuevo excavado en la roca. Una vez finalizada la última despedida, la puerta del sepulcro se sella con una roca en la entrada, y así el Cuerpo Santísimo de la Virgen queda tendida en la fría roca sepulcral. Todos sus discípulos, acongojados, se retiran.
La Única que permanece de pie, a la puerta del sepulcro, con sus inmaculados hábitos manchados aun con la Sangre de su Hijo, al cual ha portado entre sus brazos una vez bajado sin vida de la cruz, es la Santísima Virgen, que por el mar de dolores en el que se encuentra sumergido su Inmaculado Corazón, se llama ahora Nuestra Señora de los Dolores. La Virgen está de pie, con su Corazón estrujado por el dolor, un dolor que oprime su Corazón y se manifiesta exteriormente por el llanto y la expresión de dolor de su dulce rostro. El dolor es inenarrable, es un dolor que supera infinitamente cualquier dolor humano, es un dolor sobrenatural, porque es un dolor que se origina en la muerte de su Hijo Jesús en la cruz. Como su Hijo vino del cielo, se puede decir que es un dolor que viene del cielo. El dolor, asfixiante, oprime su Corazón Inmaculado y sube hasta la garganta y querría desahogarse en desgarradores gritos, pero en cambio la Virgen guarda silencio, ahogando el dolor con más dolor y transformando ese dolor en abundantes lágrimas que descienden como torrentes por la montaña, de sus delicados ojos azules. El dolor ha opacado la luz de sus ojos, porque ha muerto la Luz de su Vida, Cristo Jesús, el Hijo de su Amor.
          En la puerta del sepulcro, de pie, llora con amargura la Virgen la dolorosa pérdida de su Hijo Jesús. Como a Raquel, la Virgen llora y “no quiere que la consuelen”, porque la Alegría de su Vida le ha sido quitada y ya no está más para consolarla con su amor y su dulzura de Hijo Unigénito. La Virgen llora porque con la muerte de su Hijo ha muerto también ella, porque su Hijo era la Vida de su vida, el Amor de su amor, el Ser de su ser. Sin Jesús, para la Virgen la vida sólo tiene un sentido y es el dolor. Pero no es un dolor vano: el dolor es, como el dolor de Jesús, un dolor redentor, porque la Virgen participó místicamente de la Pasión y Muerte de su Hijo Jesús, Pasión y Muerte que son la salvación de los hombres. Y debido a que su Hijo, con su misterio salvífico de Muerte y Resurrección es el Redentor de los hombres, la Virgen, con su participación mística en el misterio salvífico de su Hijo, se convierte en Corredentora de la humanidad.
          Llora amargamente la Virgen de los Dolores, llora al pie de la cruz; llora pero no quiere ser consolada, porque ha muerto el Hijo de su Corazón. Llora la Virgen, pero también experimenta, con el amargo dolor, una alegre esperanza, porque la Virgen confía en las palabras de su Hijo y sabe que Él habrá de resucitar al tercer día. La Virgen sabe, con toda certeza, que su Hijo volverá de la muerte, Vencedor Invicto y Victorioso y será entonces cuando su llanto cesará. Pero hasta que llegue el momento del triunfo de la resurrección, la Virgen llora en la puerta del sepulcro y no quiere ser consolada.


martes, 7 de abril de 2020

Viernes Santo de la Pasión del Señor


Crucifixión – SabanaSanta.org

(Ciclo A – 2020)

         Después de ser crucificado y elevado en alto, Jesús permanece en ese estado durante tres largas horas, en una penosísima agonía. Finalmente, luego de cumplir la Redención y de entregar su espíritu a su Padre, Jesús muere en la cruz. La muerte de Jesús no es la muerte de un hombre santo, ni siquiera del más santo entre los santos: es la muerte de Dios encarnado, es la muerte del Hombre-Dios, que se encarnó en el seno de la Virgen Madre, por obra del Espíritu Santo y por el querer del Padre. El hecho de que el que muere en la cruz es Dios Tres veces Santo, es lo que explica los eventos de orden cósmico y cosmológico que se suceden en el instante mismo en que Jesús muere –el terremoto, el eclipse solar- y es lo que explica también los eventos sobrenaturales que se verifican según el relato del Evangelio, como la resurrección de una multitud de santos que se les aparecen a los habitantes de Jerusalén, la conversión del soldado Longinos luego de traspasar el Corazón de Jesús con una lanza, derramándose sobre él la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús. La conversión de Longinos es el anticipo y la prefiguración de las incontables conversiones que habrían de darse en el tiempo, al caer esta misma Sangre y Agua, de modo misterioso, sobre las almas.
         A su vez el eclipse del sol, si bien fue un hecho cósmico -verdaderamente hubo un eclipse solar-, es una prefiguración de lo que sucede en el mundo espiritual: quien muere en la cruz es el Sol de justicia, Cristo Jesús, que es el Dios que es la Vida Increada y que da la vida a todo ser viviente: si muere el Sol, no sólo la tierra queda envuelta en las más densas tinieblas, sino que las almas mismas quedan inmersas en las más profundas tinieblas espirituales: de la misma manera a como el solo queda oculto en el eclipse, así el Sol de justicia, Cristo Jesús, queda oculta a las almas que han cometido el pecado más grave de todos, el pecado de deicidio, el pecado por el cual han matado a Dios. Pero no solo estas tinieblas envuelven a las almas: cuando el alma comete un pecado mortal -renueva el deicidio de la cruz-, el alma queda rodeada y dominada por las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios, quienes parecen alcanzar su máximo triunfo con la muerte de Jesús.
Precisamente, el ocultamiento del sol ocurrido en el momento de la muerte de Jesús tiene un significado sobrenatural, ya que es un símbolo de la aparente victoria de las tinieblas vivientes del Infierno sobre la Luz Eterna, Jesucristo: mientras la Luz Eterna muere en la cruz, es el momento en el que aprovechan los ángeles caídos, las tinieblas vivientes, para apoderarse de las almas de los hombres, principalmente de aquellos que se unieron al Príncipe de las tinieblas para dar muerte al Hijo de Dios.
         Pero el triunfo de las tinieblas vivientes es sólo aparente: como ya dijimos, el derramamiento del Agua y la Sangre del Costado traspasado de Jesús y la consecuente conversión del soldado Longinos, es sólo el anticipo y la prefiguración de las innumerables conversiones que habrían de darse a lo largo de los siglos, al derramarse de modo misterioso esta Sangre y esta agua sobre las almas de los fieles a quienes Dios acerca a la cruz.
Otro signo sobrenatural que se da con la muerte de Jesús es la resurrección de numerosos santos; es el fruto incipiente de la muerte de Jesús, Él muere para que los que han muerto en Dios resuciten a la vida eterna. Es un anticipo también de lo que sucederá al fin de los tiempos, en el Día Final, cuando por los méritos de la muerte de Jesús en la cruz, las almas se unan a los cuerpos y así se produzca la resurrección, aunque algunos resucitarán para la vida eterna, mientras que otros, para la segunda y definitiva muerte, la eterna condenación.
Para la Iglesia Católica, el Viernes Santo representa el día más triste y oscuro espiritualmente hablando; es el día en el que en apariencia las tinieblas del Infierno cantan triunfo sobre el Dios Viviente, porque han logrado, con la ayuda cómplice de los hombres entenebrecidos, dar muerte al Dios de la Vida. Para la Iglesia, se trata de un día de duelo, en el que parecieran haber triunfado sobre ella las puertas del Infierno. El hecho de que los sacerdotes se postren en la ceremonia de la cruz refleja el estado espiritual de la Iglesia: la postración del sacerdote ministerial es una señal de duelo, porque ha muerto en el Calvario el Sumo y Eterno sacerdote, Cristo Jesús y puesto que participan de su poder sacerdotal, carece de toda razón su ministerio sacerdotal, al haber muerto Cristo Jesús. Por esta razón es que en no se celebran misas – es el único día del año en el que no se celebran misas- el Viernes Santo, porque la Iglesia está de luto al haber muerto en el Calvario el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo.
          Ahora bien, tanto la derrota de Jesús como de la Iglesia, son solo aparentes y no reales, porque en el caso de Jesús, su Divinidad permanece unida a su Cuerpo y a su Alma y es la que llevará a cabo la Resurrección al tercer día, es decir, el Domingo; en el caso de la Iglesia, se cumplen las palabras de Jesús de que “las puertas del Infierno no triunfarán” sobre ella.
Por esta razón, de modo opuesto a lo que parece, la muerte de Jesús, lejos de ser un fracaso, representa el triunfo más rotundo de Dios Trino sobre los tres enemigos del hombre, el demonio, la muerte y el pecado, ya que con su muerte en cruz los derrota de una vez y para siempre.
No obstante, en el misterio de la redención, el Viernes Santo es un día de luto y de tristeza para la Iglesia Católica, porque ha muerto en Cruz el Hombre-Dios, Jesucristo.


lunes, 6 de abril de 2020

Jueves Santo: La Última Cena


La última cena de Jesús fue un miércoles
(Ciclo A – 2020)

          En la Última Cena y sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), movido por su amor misericordioso, deja para la Iglesia dos dones, dos instituciones, el sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La Sagrada Eucaristía, para que sirva de alimento exquisito y super-substancial, que alimente con la vida eterna de Dios Trino, a todas las generaciones de fieles discípulos suyos, que lo seguirán hasta el fin del mundo; el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia pueda confeccionar la Sagrada Eucaristía y “hacerlo en memoria suya” hasta que Él vuelva. Tanto uno como otro sacramento, entonces, son de institución divina, es decir, no son invención del hombre: la Eucaristía no puede ser confeccionada sin el sacerdocio ministerial, y el sacerdocio ministerial no tiene sentido sin la Eucaristía.
          Eucaristía y Sacerdocio ministerial son, entonces, dones del Sagrado Corazón de Jesús, del amor de infinito de su divina misericordia, que prevé con anticipación que los hombres necesitarán el alimento eucarístico, el Pan del cielo, que concede la vida eterna a quien lo consume y, por otro lado, necesitarán del sacerdocio y de sacerdotes, que estén en grado de perpetuar el Santo Sacrificio del altar.
          En la Última Cena, Jesús lleva a cabo lo que podemos decir que es la Primera Santa Misa, porque convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, aunque sea todavía necesario que se consume el Santo Sacrificio de la Cruz. A partir de entonces, cada Santa Misa celebrada por un sacerdote ministerial, renovará, de forma incruenta y sacramental, al Santo Sacrificio del Calvario, constituyendo la Santa Misa -y por lo tanto la Eucaristía- una sola unidad y un solo sacrificio, el de la Santa Cruz. Quien asiste a la Santa Misa, asiste por lo tanto al Santo Sacrificio del Viernes Santo, llevado a cabo en la Cruz. Allí Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, por nuestra redención, por nuestra salvación; en la Santa Misa, de modo invisible, insensible, incruento y sacramental, Jesús realizará sobre el altar eucarístico -a través de la persona del sacerdote ministerial- el mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz. De ahí que quien asista a la Santa Misa debe asistir como si asistiera al Sacrificio del Gólgota, realizado hace veintiún siglos.
          Al conmemorar el Jueves Santo de la Pasión del Señor, recordemos los dones del amor misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús, la Eucaristía y el Sacerdocio ministerial; agradezcamos con toda el alma por ello y asistamos a la Santa Misa como si Jesús estuviera en el altar, en lugar del sacerdote ministerial y como si la Santa Misa fuera el Santo Sacrificio del Viernes Santo.