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jueves, 28 de noviembre de 2019

Adviento, tiempo de preparación para el encuentro con Cristo



(Domingo I - TA - Ciclo A - 2019 - 2020)

En el primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo ciclo litúrgico, de manera equivalente a como la sociedad civil, al finalizar el año viejo, comienza un año nuevo. Es decir, finaliza un ciclo y comienza otro, aunque a diferencia de la sociedad civil, cuyo tiempo puede ser representado por una línea del tiempo, una línea horizontal, en la Iglesia se grafica con un círculo, que es símbolo de la eternidad. En el caso de la Iglesia, a diferencia de la sociedad civil, hay algo mucho más profundo que un simple cambio de fechas: se trata de la celebración de un misterio sobrenatural, celestial: por medio del tiempo litúrgico, la Iglesia participa del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo, misterio que va más allá de la capacidad de comprensión de la creatura.
Este misterio de Jesús sobrepasa la capacidad de comprensión de la creatura racional porque se trata de la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en María Santísima, encarnación que se prolonga en la Eucaristía; es el misterio del Hombre-Dios que Vino en Belén por primera vez, viene cada vez en la Santa Misa en el tiempo de la Iglesia y ha de venir al fin de los tiempos para juzgar a todos los hombres.
El Adviento es un tiempo especial de gracia mediante el cual la Iglesia se prepara para participar del misterio de Cristo, por lo que se trata de un tiempo de preparación y espera a Cristo que Vino, que Viene y que Vendrá. El Adviento es por lo tanto un tiempo de doble preparación espiritual para que el alma se encuentre con Cristo: una primera preparación es para la conmemoración y celebración del misterio de la Primera Venida de Jesucristo en Belén, que es en lo que consiste la Navidad; la segunda preparación del Adviento es para la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria.
Pero entre la Primera y la Segunda Venida de Jesús hay una Venida Intermedia que se verifica cada vez en la Santa Misa: Jesús baja del cielo para continuar y prolongar su Encarnación en la Eucaristía, por lo que se puede decir que el Adviento es tiempo de preparación también para esta Venida Intermedia, la Venida de Jesús al altar, a la Eucaristía.
Por el Adviento entonces, el alma se prepara para participar, por el misterio de la liturgia, de la Primera Venida en Belén, al tiempo que se prepara para esperar la Segunda Venida en la gloria del Rey de cielos y tierra, que vendrá para juzgar a vivos y muertos al fin del tiempo; por último, en Adviento el alma se prepara para recibir espiritualmente a Aquel que viene cada vez en la Santa Misa, en el misterio de la Eucaristía. Entonces, más que doble preparación, el Adviento es el tiempo litúrgico por el que el alma se prepara para un triple encuentro con Cristo: para Navidad, al fin de los tiempos y en cada comunión eucarística. Es para este triple encuentro que el alma debe estar “vigilante y atenta”, con la lámpara encendida de la fe” y con las manos llenas de obras de misericordia, para encontrase con Aquel que Vino en el Portal de Belén, que Viene en cada Hostia y que Vendrá al fin del mundo, Dios Hijo encarnado.
La esencia del Adviento es el estar preparados para encontrarnos personalmente con el Cordero de Dios, Cristo Jesús –que Vino, que Viene y que Vendrá-. Esto es lo que explica la siguiente oración de la Iglesia ambrosiana en el fin del año litúrgico: “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin. Porque todavía es tiempo, corrijámonos para alabanza de Cristo. Están encendidas nuestras lámparas, porque el Juez excelso viene a juzgar a las naciones. Alleluia, alleluia”[1]. “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin”, es decir, el tiempo terreno transcurre y cada segundo que pasa es un segundo menos que nos separa de la eternidad y por lo tanto del encuentro con Cristo que Vendrá como Justo Juez y es para este encuentro que la Iglesia dispone un tiempo especial de gracia, el Adviento, para que el espíritu esté preparado para el momento más importante de la vida, que es la muerte y el encuentro personal con Cristo Jesús.
Estar en estado de gracia es el mejor –y único- modo para el alma, para encontrarse con Dios Hijo, Aquel que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos. Para este encuentro con Cristo, para que nos preparemos adecuadamente para encontrarnos con Cristo, es que la Iglesia dispone de este tiempo especial de gracia que es el Adviento[2]. Y es la razón por la cual la Iglesia reza así en el inicio del Adviento, para prepararnos para el encuentro con Cristo: “Despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[3].


[1] Miss. Ambros., Último Domingo antes del Adviento: Transitorium; en Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[2] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas, http://www.liturgiadelashoras.com.ar/

viernes, 17 de abril de 2015

“Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”


(Domingo III - TP - Ciclo B – 2015)

         “Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, quienes se muestran atemorizados e incrédulos ante la realidad de su Resurrección: “atónitos y atemorizados, creían ver un espíritu”: pero también se muestran desconocedores e incrédulos de las Escrituras que hablaban acerca del sufrimiento que debía soportar el Mesías antes de su Resurrección, tal como les dice Jesús, recordándoselos: “Cuando estaba entre ustedes, les decía: ‘Es necesario que se cumpla lo que está escrito de Mí en los Profetas…’”.
Lo que sucede con los discípulos es que “no comprenden” las Escrituras, “creen ver un fantasma” y “no reconocen a Jesús resucitado”, porque a todo el misterio pascual de Jesús –su Pasión, Muerte y Resurrección-, lo analizan con la débil luz de su razón natural, lo cual les hace imposible alcanzar la más mínima comprensión de tan grandioso y sublime misterio. Para poder darnos una idea, pretender comprender las Escrituras, sobre todo en lo relativo al misterio pascual de Jesucristo, con la sola luz de la razón natural, es como pretender iluminar la luna, en una noche estrellada, con la débil luz de una cerilla. El misterio de Jesucristo es un misterio absoluto, que supera por completo la capacidad de la razón humana, porque se trata de un misterio que se origina en la Santísima Trinidad: la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y si Él no nos lo revela en Persona, es imposible para nosotros conocer este misterio, y esto es lo que les sucede a los discípulos y es por eso que se muestran “atemorizados”, con “dudas”, “incrédulos”, y “desconocedores” de las profecías de las Escrituras.
Frente a esta situación, Jesús realiza un gesto que cambia por completo, más que el ánimo, la inteligencia y la voluntad de los discípulos, porque si antes se mostraban atemorizados e incrédulos y desconocedores de las Escrituras, a partir de ahora estarán firmes en la fe, seguros de la Resurrección y convencidos del misterio Pascual de Jesucristo. ¿Qué es lo que hace Jesús, que les cambia radicalmente sus vidas? Lo dice el Evangelio: Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, quien “les abre la inteligencia” al concederles la gracia santificante, que los hace partícipes de la vida divina y por lo tanto, los hace partícipes del modo de conocimiento que tiene Dios mismo de sí mismo: por lo tanto, les concede la capacidad de conocer no de un modo humano, sino de un modo divino, los hace capaces de conocer con la capacidad de conocimiento sobrenatural que tiene Dios mismo.
Así, comprenden las Escrituras no de un modo racional y humano, sino de un modo sobrenatural y divino, porque sus almas están iluminadas por el mismo Espíritu Santo. Solo cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, iluminándoles la inteligencia, los discípulos se vuelven capaces no solo de comprender las Sagradas Escrituras, sino de comprender que Jesucristo resucitado, glorioso en medio de ellos, no solo es la realización y el cumplimiento de todo cuanto ha sido anunciado y profetizado en la Palabra de Dios, sino que es la Palabra de Dios en Persona. Es el Espíritu Santo quien les hace comprender el misterio sobrenatural absoluto de Jesucristo, Palabra de Dios Encarnada, que ha cumplido su misterio pascual de Muerte y Resurrección y ahora se encuentra de pie, frente a ellos, glorioso y resucitado, dándoles pruebas de su resurrección y enviándolos a proclamar la Buena Noticia de la Resurrección. Sin la intervención del Espíritu Santo, que concede a los discípulos la participación en la naturaleza divina y por lo tanto laos hace capaces de conocer y amar los misterios de la Trinidad y del Hombre-Dios Jesucristo, los discípulos habrían permanecido tristes, incrédulos, e incapaces de comprender que tenían frente a sí al Hombre-Dios Jesucristo en Persona.
 “Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”. Lo mismo que les sucede  a los discípulos con respecto al misterio de Jesús resucitado, nos sucede a nosotros con respecto al misterio de Jesús Eucaristía: tanto para uno como para otro misterio, es necesario el don del Espíritu Santo, para que nos abra la inteligencia de un modo sobrenatural, para poder comprender los misterios, porque sobrepasan la capacidad de nuestra razón. Si usamos solo la razón para tratar de comprender o de aprehender el misterio eucarístico, permaneceremos como los discípulos antes del don del Espíritu Santo: atemorizados, incrédulos, ante la sorprendente realidad de la Presencia de Jesús glorioso y resucitado en la Eucaristía. Solo si Jesús nos concede la gracia de abrirnos la inteligencia con el don del Espíritu Santo, podremos apreciar, con los ojos de la fe, su Presencia real, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en la Eucaristía, y nuestros corazones “arderán” con el fuego de su Amor en la contemplación y en la adoración eucarística.

Y de la misma manera a como Jesús, después de abrirles la inteligencia y darles la capacidad de contemplar su misterio, los envía dar testimonio de lo contemplado: "Ustedes son testigos de todo esto", así, de manera análoga, también nosotros somos enviados a ser testigos del misterio eucarístico. La Buena Noticia que debemos anunciar a nuestros prójimos es que Jesús está Resucitado en la Eucaristía y por la Eucaristía viene a conducirnos a la vida eterna; ésa es la Buena Noticia que debemos anunciar y el testimonio que debemos dar, que debe ser, ante todo, con la caridad y el amor sobrenatural, reflejado en el amor misericordioso hacia los más necesitados.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 3 2014 Los pastores


         Los primeros destinatarios del mensaje más trascendente de la historia de la humanidad son, paradójicamente, unos pastores, es decir, hombres iletrados, incultos, que apenas si sabían las reglas mínimas de la lecto-escritura de su época. ¿Por qué los ángeles eligen a los pastores, a quienes ubicaríamos, en nuestros días, casi en la escala de la indigencia? Obviamente, estaba dentro de los planes de Dios, pues los ángeles de Dios no toman decisiones autónomas, independientes de la Voluntad Divina. Sin embargo, la pregunta queda todavía sin responder: ¿por qué los ángeles eligieron a los pastores y no a hombres más cultos, más intelectuales, más capaces incluso desde el punto de vista humano? Porque Dios no mira ni juzga exterior y superficialmente, como hacemos los hombres, y sí en cambio, juzga, porque ve como a plena luz del día, puesto que es su Creador, al corazón del hombre; entonces, los ángeles eligen a los pastores, para comunicarles la noticia más trascendente de la humanidad, debido a que, a pesar de su escasa o nula cultura, humanamente hablando, sus corazones son nobles, sinceros, transparentes, y están abiertos a la Verdad y a la Gracia Increada que provienen del cielo. Precisamente, es la docilidad a la gracia, lo que los prepara y los habilita para escuchar y aceptar, con fe y con amor, el mensaje angélico, sin anteponer el orgullo de sus propios razonamientos. Esto es lo que explica que, cuando los ángeles les comunican el mensaje del Nacimiento, ninguno interpone sus propios razonamientos, ni cuestiona lo que le ha sido comunicado de parte de la Divina Sabiduría y del Divino Amor: todos, sin excepción, escuchan el mensaje y lo aceptan con fe y con amor, para luego encaminarse a adorar a su Dios y Señor que ha nacido de una Madre Virgen y se ha aparecido como un Niño recién nacido. Sin embargo, no es la ausencia o presencia de “ciencia humana” lo que determina la elección de los pastores, sino la ausencia de soberbia, la presencia de humildad y la docilidad a la gracia. Esto quiere decir que un gran científico, de inteligencia brillante, si es humilde y dócil a la gracia podría, con toda tranquilidad, recibir el mensaje angélico; lo que imposibilita la recepción del mensaje es la soberbia del espíritu.
         Esta docilidad inicial a la gracia, aumenta aún más la gracia en el alma, de modo que, a medida que los pastores se acercan al Pesebre, sus rudos intelectos y al mismo tiempo, sus nobles y puros corazones, ven acrecentar tanto el conocimiento como el amor sobrenatural a ese Niño que yace en un pesebre, al punto que, cuando se acercan, los pastores no caben en sí del gozo, de la admiración y del estupor, que les provoca la contemplación de un Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, y se postran en adoración ante el Niño Dios.

         Docilidad a la gracia, humildad de corazón, inteligencia ruda pero abierta a la Verdad: son todas virtudes necesarias para poder contemplar el misterio del Niño Dios, y amarlo y adorarlo, tal como lo hicieron los pastores. Ahora bien, estas virtudes no las enseñan los maestros humanos, sino el Divino Maestro, el Espíritu Santo.

viernes, 29 de agosto de 2014

“El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga"


(Domingo XXII - TO - Ciclo A - 2014)
“¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres (…) el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 22-27). Sorprende la reacción de Jesús hacia Pedro diciéndole: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”, y sorprende tanto más, cuanto que, pocos segundos antes, Jesús había felicitado al mismo Pedro, porque había sido inspirado por el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre, al confesar que Él era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Inmediatamente después de la reprensión a Pedro, Jesús dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí mismo” y “cargar con su cruz”. Este Evangelio, por lo tanto, nos proporciona muchas enseñanzas: por un lado, enseña el discernimiento de espíritus[1]; por otro lado, enseña que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre –Jesús no obliga a nadie-; por otro lado, enseña que ese camino es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz.
“¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Jesús, dirigiéndose a Pedro, no habla a Pedro, sino a Satanás en persona; en otras palabras, al hablar a Pedro, Jesús está viendo a Satanás, el Ángel caído, junto a Pedro, que es quien le acaba de sugerir lo que Pedro le acaba de decir. ¿Qué es lo que Pedro le ha dicho a Jesús, y que ha provocado esta fuerte reacción por parte de Jesús? Al comienzo del pasaje evangélico, Jesús profetiza a sus discípulos acerca de su misterio pascual de Muerte y Resurrección: les dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”; es decir, Jesús les está anunciando y preparando para el misterio de la Pasión y Muerte en cruz, misterio por el cual habrá de derramar su Sangre para salvar a la humanidad, cumpliendo el plan de redención dispuesto por el Padre desde la eternidad. Pedro, a pesar de ser su Vicario y a pesar de haber sido inspirado, en los instantes previos por el mismo Espíritu Santo en Persona, que lo había iluminado acerca de la divinidad de Jesucristo, ahora, sin embargo, es movido por otro espíritu, que no es el Espíritu de Dios, sino el espíritu de las tinieblas, el Ángel caído, porque luego de conocido el misterio pascual de Jesús, misterio que pasa por la cruz y por la resurrección, lleva aparte a Jesús y “comienza a reprenderlo” –dice el Evangelio-, diciéndole que “eso no será así”. Pedro, prestando oídos a las insinuaciones del espíritu del mal, rechaza el plan de salvación dispuesto por Dios; rechaza la cruz y por lo tanto, se opone a la salvación que Dios ha dispuesto para los hombres. Este rechazo de la cruz se origina, no solo en la debilidad humana de Pedro, sino ante todo en el Ángel caído, en Satanás, y por eso es que Jesús conmina a Satanás a que se retire: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Esto nos enseña el discernimiento de espíritus, según San Ignacio de Loyola, porque en un primer momento, Pedro es iluminado por el Espíritu Santo, cuando reconoce a Jesús como el Mesías; pero luego, cuando rechaza la cruz de Jesús, sigue las insinuaciones de su propia razón –“son pensamientos de hombres”, le dirá Jesús- y también las insinuaciones del Demonio, y es por eso que Jesús le dice: “¡Apártate de Mí, Satanás!”. Esta primera parte del Evangelio nos enseña, entonces, a hacer lo que San Ignacio llama: “discernimiento de espíritus”: lo que me lleva a reconocer a Jesús y a aceptar y amar la cruz, viene del buen espíritu, es decir, viene de Dios; lo que me lleva a negar a Jesús y a su cruz, como hace Pedro luego de que Jesús le anunciara su misterio pascual de muerte y resurrección, profetizándole que habría de sufrir y morir en Jerusalén, para luego resucitar, eso, que lleva a negar la cruz, viene del mal espíritu y también de nuestra naturaleza caída y herida, que tiende al mal, como consecuencia del pecado original. En esta primera parte de este Evangelio, entonces, la Palabra de Dios nos enseña a discernir qué es lo que viene del Espíritu Santo y qué es lo que viene, ya sea de nuestra concupiscencia, o del Ángel caído, el demonio: lo que me hace abrazar la cruz, viene de Dios; lo que me lleva a rechazar la cruz, viene del Demonio.
Luego de reprender a Pedro y de alejar a Satanás, que ha inducido a su Vicario a rechazar el plan divino de la salvación, que pasa por el Camino Real de la Cruz, Jesús revela de qué manera podemos hacer realidad, en nuestras vidas, la salvación que Él ha venido a traer. Según el Evangelio Jesús, dirigiéndose a los discípulos, les dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí mismo” y “cargar con su cruz”. La expresión de Jesús nos hace ver dos cosas: por un lado, que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre, porque Jesús no obliga a nadie, ya que dice de forma muy clara y expresiva: “Si alguien quiere seguirme” -si alguien me ama me seguirá-, y ese “querer”, excluye cualquier tipo de forzamiento contra la libertad; en otras palabras, nadie entrará en el Reino de los cielos si así no lo desea; Dios no nos obliga a seguirlo; Dios no enviará un ángel del cielo con una espada de fuego para que no obremos el mal; Dios no forzará nuestra libertad, porque la libertad, el libre albedrío, forma parte de la “imagen y semejanza” (cfr. Gn 1, 26) con la cual hemos sido creados, y esa libertad es sagrada y es tan sagrada, que Dios la respeta; de hecho, la condenación eterna en el infierno, por parte de los que allí se condenan, es una muestra del sumo respeto que tiene Dios por quienes no desean estar con Él. Muchos, equivocadamente, piensan que Dios “castiga”, con el Infierno a quienes no quieren hacer su Voluntad, y eso es un grave error; en cierta medida, la condenación eterna es un auto-castigo, infligido por sí mismo por el condenado, por haber hecho un uso equivocado de su libertad, pero por haber usado su libertad y Dios es tan respetuoso de la libertad del hombre, que si alguien quiere estar separado de Él por toda la eternidad, Dios, “lamentándolo en el alma”, por así decirlo, deja que cumpla su voluntad y permite que haga lo que quiere, y es esto lo que enseña la Iglesia Católica en el Catecismo: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”[2]. La Iglesia Católica lo dice claramente: quien se condena, lo hace “por libre elección”, porque Dios respeta como algo sagrado la libertad del hombre, y es por eso que Jesús dice: “quien quiera seguirme, que tome su cruz y me siga” -es decir, quien me ama, que tome su cruz y me siga-, porque también el seguimiento de Jesús es libre: Jesús no va a enviar a un ángel para obligarnos a seguirlo; Jesús no va a enviar un ángel para que tomemos nuestra cruz; Jesús no va a enviar un ángel para que cumplamos los Mandamientos de Dios; lo haremos si lo queremos, es decir, si amamos a Jesús, y si no lo amamos, no lo haremos, pero si no lo hacemos, debemos atenernos a las consecuencias, porque si no seguimos a Jesús, nos privamos de todo bien y de toda bendición, y quedamos sujetos a nuestro propio libre albedrío, y no hay nada más peligroso para la propia salvación, que quedar sujetos a la propia razón y voluntad, lejos de Jesús y de su cruz.
La otra cosa que nos hace ver la frase de Jesús a los discípulos –“el que quiera seguirme, que cargue su cruz y me siga”-, es que el camino al Reino de los cielos es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz. Quien pretenda salvarse por otro camino que no sea el camino de la cruz, se equivoca y arriesga su salvación. El motivo es que en la cruz, Jesús da muerte a los tres enemigos de la humanidad –el demonio, la muerte y el pecado- y puesto que luego de morir, resucita, todo aquel que participa de su Pasión y Muerte en cruz, participa luego de su Gloria y Resurrección.
En esta frase de Jesús está condensado el camino al cielo, para todo aquel que desee salvar su alma. Pero, ¿qué quiere decir, más en concreto, “cargar la cruz, renunciar a sí mismo y seguir a Jesús”? Cargar la cruz de todos los días y renunciar a sí mismo significa morir al hombre viejo: morir a las pasiones, al egoísmo –cargar la cruz quiere decir que debe importarme mi hermano que sufre, y por hermano, tengo que considerar no solo a mi familia biológica, sino a cualquier prójimo, sin importar su raza, su color de piel, su religión, su edad, su condición social-; cargar la cruz quiere decir que debo combatir la ira –pero no solo la ira, sino el más mínimo enojo, y perdonar pedir perdón, porque es síntoma de soberbia espiritual la falta de perdón y el no ser capaz de pedir perdón-; cargar la cruz quiere decir ser capaz de poner un freno a la codicia –y no hay que ser millonario para ser avaros, porque se puede tener un corazón de avaro y de tacaño teniendo solo cien pesos en el bolsillo, si deseo de modo desordenado los bienes materiales; cargar la cruz quiere decir moderar la gula –es decir, ser capaz de comer y beber con templanza, sabiendo que lo que como y bebo de más, o lo que tiro y desperdicio, es lo que le falta a algún hermano mío, en algún lugar del planeta, y que Dios me pedirá cuentas de esa comida desperdiciada-; cargar la cruz quiere decir combatir la sensualidad –y esto significa luchar contra las tentaciones, principalmente las de la carne y luchar contra la concupiscencia-; cargar la cruz significa luchar contra la pereza –tanto la pereza corporal, que me lleva a no cumplir con mi deber de estado a la perfección, solo por Amor a Dios, como la acedia, que es la pereza espiritual, que me lleva a no rezar, a no leer libros de formación espiritual, como es mi obligación, para formarme en mi religión, y a preferir, en cambio, ver televisión, o perder el tiempo en Internet, con el celular, la computadora, la Tablet, el Smartphone, o el invento tecnológico del momento, cualquiera que sea, o el preferir un partido de fútbol, o las compras en el Súper o el paseo el Domingo, antes que la Misa dominical, todo sirve, con tal de anteponer lo que el mundo ofrece, antes que Dios.
Todo esto significa “cargar la cruz y seguir a Jesús”, porque significa dar muerte al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que vive la vida de la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. El que quiera cargar la cruz y seguir a Jesús, para nacer a esta vida nueva, la vida de la gracia, necesita alimentarse con un alimento que le proporcione una nueva fuerza, superior a la humana, porque la cruz es pesada, y ese alimento, que proporciona la fuerza celestial, no se encuentra en esta tierra; ese alimento lo proporciona el Padre celestial en la Santa Misa: en cada Santa Misa, nuestro Padre Dios abre los cielos y deja caer el Verdadero Maná, el Maná celestial, el Pan de los hijos de Dios, para que el Nuevo Pueblo Elegido, los  bautizados, que peregrinan por el desierto del mundo, se alimenten en medio del desierto de la vida y adquieran la misma fuerza del Hombre-Dios Jesucristo, para que con la fuerza de Jesucristo, puedan cargar la cruz de todos los días y continuar caminando, por el tiempo que solo Él conoce, hasta llegar a la Jerusalén celestial. El que quiera llegar a la Jerusalén celestial, que se alimente del Maná Verdadero, el Pan de los ángeles, la Eucaristía, y allí encontrará las fuerzas más que suficientes para cargar la cruz de todos los días y seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz.






[1] Seguiremos la escuela de San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales; cfr. Primera y Segunda Semana de los E.E., Reglas para conocer las varias mociones que en el espíritu se causan, nn. 313-336.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 212.

martes, 13 de septiembre de 2011

No soy digno de que entres en mi casa



“No soy digno de que entres en mi casa” (cfr. Mt 8, 5-11). El centurión da muestras de una humildad y de una fe no superadas por nadie en Israel, según el testimonio del mismo Jesús. Se reconoce indigno de que Jesús, el rabbí milagroso, ingrese en su casa; para él le basta con que Jesús diga una palabra, y su sirviente será curado.

La humildad y la fe del centurión expresan un misterio insondable, porque trascienden el tiempo en el que fueron pronunciadas, y de tal manera, que la Iglesia las hace suya y las aplica a sí misma cuando, como cuerpo místico de Jesús, exclama antes de la comunión, por medio de sus integrantes: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”.

La frase es pronunciada por la Iglesia como comunidad, y se refiere a su parte humana, antes de que entre Jesús como Hijo de Dios, encarnado y resucitado en la Eucaristía; es pronunciada también a modo personal, por cada uno de los que asisten a la asamblea eucarística, confesando, como el centurión, la propia indignidad, que los hace ser inmerecedores de la visita personal del Verbo de Dios.

La expresión del centurión, pronunciada en el momento histórico de la Presencia personal del Verbo de Dios humanado en Palestina, es repetida a lo largo de los siglos por la Iglesia, en el momento suprahistórico y supratemporal de la Presencia del Verbo de Dios humanado en el altar, por la liturgia eucarística.

“No soy digno de que entres en mi casa”, dice el centurión a Jesús, refiriéndose a su casa material y a la Presencia personal de Jesús; teniendo en cuenta que Jesús en el Apocalipsis dice que “está a las puertas de los corazones, que golpea y que entrará en aquel que abra”[1], es decir, teniendo en cuenta que el mismo Jesús es quien hace la comparación de la casa con el alma humana, la frase del centurión podría quedar: “No soy digno de que entres en mí”, y es en el mismo sentido en el que lo dice la Iglesia y en el que lo repite cada bautizado a Jesús Eucaristía: “No soy digno de que entres en mí”.

“No soy digno de que entres en mi casa, manda a un servidor tuyo y con eso basta”, dice el centurión, y Jesús, en premio a la fe y la humildad del centurión, le dice: “Yo mismo iré a curarlo”.

“No soy digno de que entres en mí”, dice el alma antes de la comunión, en la fe de la Iglesia, y en premio a la fe de la Iglesia, que reconoce en la Eucaristía al Señor resucitado, Jesús entra personalmente en el alma, en la casa de quien comulga.


[1] Cfr. Ap 5, 20.

lunes, 15 de febrero de 2010

Miércoles de Cenizas



Con el Miércoles de Cenizas, se inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”. ¿Cuál es el significado de la Cuaresma, a la cual damos inicio? El significado de la Cuaresma es contemplar los misterios de la vida de Cristo desde un ángulo particular, el de la Pasión. En otras palabras, en el ciclo litúrgico de la Cuaresma, la Iglesia mira la vida de Cristo desde el punto de vista de la Pasión. Ése es el significado de la Cuaresma: mirar la vida de Cristo, enfocándola desde la Pasión; contemplar los misterios de Cristo desde la Pasión.
Pero para vivir la Cuaresma como nos pide la Iglesia, hay que considerar además otro elemento, que forma parte del misterio que contemplamos y celebramos: la liturgia no es sólo contemplación pasiva; no es sólo un recuerdo de la memoria: la liturgia de la Iglesia Católica es participación viva en los misterios y en la vida del Señor, por eso la Iglesia en Cuaresma –como en todo otro tiempo litúrgico- no solo mira, sino que participa, misteriosa y sobrenaturalmente, mediante la liturgia, de la misma Pasión del Señor, uniéndose a Él en su sacrificio redentor.
Al iniciar la Cuaresma, recordamos entonces la vida de nuestro Señor Jesucristo, pero lo hacemos desde la Pasión, y no hacemos un mero recuerdo, sino que, como Iglesia, por la liturgia, participamos de sus misterios; por la liturgia, nos adentramos, vivimos, los misterios salvíficos del Señor Jesús.
Es como si retrocediéramos en el tiempo y nos introdujéramos en los momentos más dolorosos y tristes de la vida de Jesús, para vivir, en Él y con Él, el dolor de su Pasión. Vivir la Cuaresma es entonces un don inapreciable, porque nos permite ser partícipes del misterio de la redención, obrado en la Pasión y muerte del Salvador del mundo, Jesucristo.
La Cuaresma se caracteriza por la caridad y el ayuno, pero no de cualquier manera: vividas en Cristo, siendo partícipes de su Pasión, la caridad se convierte en una prolongación de la caridad de Cristo, del amor de Cristo, que es lo que salva al mundo; el ayuno –corporal, pero ante todo, el ayuno de las obras malas- se convierte en un recuerdo del dolor que nuestros pecados le produjeron al Sagrado Corazón y lo llevaron a la agonía en el Huerto de los Olivos. El ayuno del mal se convierte en un pequeño alivio del inmenso dolor que le causamos a Jesús en su Pasión a causa de nuestra maldad, manifestada en nuestros pecados.
Si la Cuaresma no se debe vivir como un mero recuerdo, tampoco la ceremonia de las cenizas debe ser un rito vacío: las cenizas nos recuerdan que esta vida tiene destino de muerte: así como el olivo muerto se convierte en ceniza, así nuestra vida se disuelve en la muerte; pero también nos debe alentar el recuerdo de la resurrección del Señor, que imprime un nuevo giro y un nuevo sentido a nuestra vida, porque si morimos en Cristo, resucitaremos en Cristo, como si las cenizas se convirtieran en nuevos ramos de gloria que no se marchitarán jamás.
La Cuaresma no puede nunca ser vivida sin la perspectiva de la resurrección: a la cruz le sigue la luz; a la Pasión le sigue la Resurrección.
En la ceremonia litúrgica y en la Misa del Miércoles de cenizas, está compendiada toda nuestra existencia y nuestro destino eterno: si las cenizas nos recuerdan nuestra vida destinada a la muerte, la Eucaristía, mediante la cual ingresa en nosotros Cristo resucitado, no solo nos recuerda que a la muerte le sigue la resurrección, sino que nos concede la vida misma de Cristo resucitado.
Es con esta mirada centrada en la Resurrección, que se debe vivir el tiempo de la Cuaresma.