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domingo, 22 de junio de 2014

“No juzguen, para no ser juzgados”


“No juzguen, para no ser juzgados” (Mt 7, 1-5). El consejo de Jesús no se limita al mero orden moral: cuando alguien emite un juicio interior negativo acerca de su prójimo, comete en realidad un acto de malicia, porque se coloca en el lugar de Dios, que es el único en grado de juzgar las conciencias. Si el hombre juzga negativamente a su prójimo en su intencionalidad, se equivocará con toda seguridad, porque no puede, de ninguna manera, acceder a su conciencia, a sus pensamientos, y tampoco lo puede hacer el ángel. Sólo Dios puede juzgar las conciencias; de ahí el grave error de erigirnos en jueces de las intenciones de nuestros prójimos, porque de esta manera, nos colocamos en un lugar que de ninguna manera nos pertenece, el lugar de Dios. Por el contrario, como cristianos, nos compete siempre ser misericordiosos en el juicio acerca de nuestro prójimo, ya que de esa manera nunca nos equivocaremos: por un lado, cumpliremos la ley de la caridad, que manda pensar siempre bien de nuestros hermanos; por otro, aunque nos equivoquemos, no nos pondremos en el lugar de Dios, al juzgar las conciencias de nuestros prójimos; y por último, como dice Jesús, “seremos juzgados con la misma medida que usamos para medir” y si fuimos misericordiosos en el juicio hacia nuestros hermanos, entonces Dios será misericordioso para con nosotros.

Esto no quiere decir que no se deban juzgar los actos externos, que son de dominio público: aunque los actos externos de nuestros prójimos sean objetivamente malos -y sí deben ser juzgados, como también deben ser juzgados nuestros propios actos malos externos, para que reciban su justo castigo-, debemos en cambio ser siempre misericordiosos en el juicio de sus actos internos, para recibir también nosotros misericordia de parte de Jesús, Juez Eterno, en el Día del Juicio Final.

martes, 30 de octubre de 2012

“Apártense de Mí los que obran el mal”



“Apártense de Mí los que obran el mal” (Lc 13, 22-30)). Llamativamente, las terribles palabras que dirigirá Jesús, Juez Eterno, a los que se condenen, en el Juicio Final, tendrán por destinatarios –al menos, según se desprende del relato evangélico- a quienes en esta vida terrena fueron religiosos, entiéndase por “religiosos” tanto a los consagrados como a los laicos, es decir, los bautizados en la Iglesia Católica.
Esto se desprende de los argumentos que esgrimirán los que, finalmente, no podrán pasar el examen del Justo Juez, quien terminará por rechazarlos definitivamente: “Apártense de Mí los que obran el mal”.
Los que reciban esta inapelable sentencia, le dirán: “Hemos comido y bebido contigo, y tú predicaste en nuestras plazas”, y este “comer y beber” con Jesús, no es otra cosa que la Santa Misa, y el hecho de “predicar” el Señor en sus “plazas”, significa que los condenados tenían a su disposición todos los medios necesarios para conocer y practicar los mandatos evangélicos.
Otro dato que indica que los condenados serán personas que en vida tuvieron fe, pero no caridad, porque sino se habrían salvado, es el hecho de llamarlo “Señor”, lo cual indica conocimiento de Jesucristo: “Señor, ábrenos”, a lo que el Señor responderá: “No sé de dónde son ustedes. ¡Apártense de Mí los que obran el mal!”.
La parábola nos hace ver que no basta el mero conocimiento de las verdades de fe, y tampoco basta el llamarse “católicos”, “bautizados”, “cristianos”, para alcanzar la salvación; no basta llamar “Señor” a Jesús; ni siquiera basta el ser consagrado, el haber recibido el orden sagrado: si no hay amor sobrenatural –caridad- a Dios y al prójimo, de nada vale el bautismo, ni la consagración religiosa, ni el orden sacerdotal. Si “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16), como dice San Juan, como lo semejante conoce a lo semejante, el hecho de decir Jesús que “no conoce” a alguien, es porque no encuentra, en ese tal, el amor que lo haga semejante a Él. Si Dios no conoce a alguien, es porque ese alguien no se acercó nunca a un prójimo necesitado, en donde estaba Él oculto, misteriosamente, y como nunca se acercó a ayudar, no lo conoce.
“Apártense de Mí los que obran el mal; apártense de Mí, los que no aman ni a Dios ni al prójimo; vayan para siempre, malditos, al lugar donde podrán hacer lo que sus perversos corazones desean, y es odiar para siempre, el infierno”, les dirá Jesús a los que se condenen.
Por el contrario, a los que se salven, les dirá: “Venid a Mí, benditos de Mi Padre, ustedes que aman a Dios y al prójimo; vengan conmigo para siempre, benditos, al Reino de los cielos, donde podrán continuar amando, con el Amor Santo, el Espíritu de Dios, por toda la eternidad”.