domingo, 31 de marzo de 2024

Domingo de Pascuas de Resurrección

 



(Ciclo B – 2024)

La Resurrección es el regreso a la vida, pero no a esta vida mortal, sino a la vida gloriosa, sobrenatural, divina y eterna, que Nuestro Señor Jesucristo poseía junto al Padre desde la eternidad. ¿Cómo podemos describir a la Resurrección de Jesús? Para darnos una idea, debemos comenzar reflexionando sobre la Santísima Trinidad, porque Jesús es la Persona Segunda de la Trinidad y sin hacer referencia a estas Divinas Personas, poco y nada podremos entender de la Resurrección. Ante todo, hay que decir que la Santísima Trinidad es Dios Perfectísimo, Uno en naturaleza y Trino en Personas; las Tres Divinas Personas poseen el mismo Acto de Ser Divino trinitario, participando estas Divinas Personas de una misma naturaleza divina. Ahora bien, en la Santísima Trinidad, su Ser divino trinitario y su naturaleza divina trinitaria son gloria divina, purísima, eterna, celestial, sobrenatural y esta gloria divina es luz, pero no una luz creada -como la luz del sol, la luz del fuego o la luz eléctrica-, sino que es una Luz Eterna e Increada, Purísima, Perfectísima, inconcebible para la creatura humana y angélica y de la cual solo nos podemos dar una pequeña idea cuando comparamos a esta luz con la luz que podrían emitir cientos de miles de millones de soles juntos y así y todo esta luz solo sería oscuridad, en comparación con la Luz Eterna del Ser divino trinitario de las Tres Divinas Personas.

Es esta Luz Eterna, del Ser divino de Dios Uno y Trino, la luz que, desde la Trinidad, se transmite y participa al Cuerpo muerto de Jesús que yace sobre el Santo Sepulcro, el día Domingo a la madrugada y como es una luz que posee vida, pero no vida creada, como la vida del hombre y la del ángel, sino que es una Vida Eterna e Increada, una Vida divina, celestial, sobrenatural, propia y exclusiva de la Santísima Trinidad y como es una luz que da vida, luz y gloria divinas, le comunica al Cuerpo muerto de Jesús esta vida, esta luz y esta gloria divinas, volviendo a Jesús a la vida, pero no a esta vida mortal, sino a la Vida gloriosa, celestial, divina y sobrenatural que tenía Jesús desde la eternidad, al proceder eternamente del Padre y al estar unido al Padre por la Persona Tercera de la Trinidad, el Espíritu Santo.

Esta luz gloriosa y divina, que comunica la Vida Eterna de la Trinidad, es la que comunica Jesús resucitado y glorioso desde la Sagrada Eucaristía a todo aquel que lo recibe en gracia, con fe y con amor, siendo la Vida Divina contenida en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús un anticipo de la Vida Eterna y absolutamente Increada que será participada al alma que ingrese en la feliz eternidad del Reino de los cielos, si en esta vida vive en gracia y sobre todo si muere en estado de gracia santificante, la gracia que comunican los Sacramentos, de ahí la importancia esencial de los Sacramentos -sobre todo Penitencia y Eucaristía- para aquel católico que quiera salvar su alma y vivir en la eternidad feliz del Reino de Dios. El meditar en la Resurrección de Jesús lleva al alma a maravillarse, no solo por el poder de Jesús en cuanto Dios, porque Él voluntariamente va a la muerte en cruz para salvarnos y luego, voluntariamente, porque Él es la Vida Eterna e Increada en Sí misma, da a su Cuerpo muerto la Vida divina y lo hace no solo para perdonar nuestros pecados, sino para comunicarnos de su misma Vida divina, de su Amor divino, de su Gloria divina y por todo esto, bendecimos y glorificamos al Cordero de Dios, Cristo Jesús, la Lámpara de la Jerusalén celestial, el Cordero de Dios.

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

 



(Ciclo B – 2024)

         El Domingo de Ramos la Santa Iglesia Católica conmemora el ingreso triunfal de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, días antes de su Pasión y Muerte en Cruz. En efecto, Nuestro Señor, montado en una cría de asno, ingresa a la Ciudad Santa de Jerusalén. Su ingreso tiene la particularidad de que se realiza en forma triunfal, porque todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno, desde el más pequeño hasta el más grande, todos, movidos por el Espíritu Santo, todos se recuerdan de los milagros hechos por Jesús para todos y cada uno de los habitantes de Jerusalén. Por la acción del Espíritu Santo, todos se acuerdan de lo que Jesús obró en cada uno de ellos, el Espíritu Santo les hace recordar de los milagros recibidos, de las gracias concedidas, de los dones espirituales y materiales concedidos por Jesús y todos, con el corazón exultante de alegría, salen a recibir a Jesús, agitando palmas de olivo y tendiendo ramas a su paso, a modo de alfombra, dándole a Jesús el recibimiento digno no ya de un rey, sino de alguien mucho más importante, el recibimiento del Mesías. Y es así como todos saludan a Jesús, como al Mesías, como al Redentor, enviado por Dios para salvar a la humanidad: “¡Hossanna al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hossanna en las alturas!”. Saludado con hossanas y con cánticos de alegría y de júbilo, Jesús, Rey manso y pacífico, ingresa en la Ciudad Santa de Jerusalén el Domingo de Ramos y es esto lo que la Iglesia conmemora en este día.

         Sin embargo, algo siniestro sucederá durante la Semana Santa que se inicia con el Domingo de Ramos, porque si el Domingo de Ramos Jesús es recibido triunfalmente por los habitantes de Jerusalén, el Viernes Santo, luego de ser traicionado, encarcelado, juzgado y condenado injustamente a muerte, el mismo Señor Jesús que fue recibido como Rey, será echado fuera de la Ciudad Santa, en medio de gritos, empujones, golpes de puño, patadas, insultos, como si fuera un criminal y es expulsado de Jerusalén para ser conducido al Monte Calvario, para ser ejecutado como un bandido, al acusarlo falsamente de blasfemia.

         Entonces, si el Domingo de Ramos Jesús es recibido triunfalmente como el Mesías, el Viernes Santo es expulsado de la Ciudad Santa como si fuera un bandido, para ser ejecutado en la Cruz en el Monte Calvario.

         Podemos entonces preguntarnos qué es lo que pasó en el medio de la Semana, para que se produjera un cambio tan radical de actitud en los habitantes de Jerusalén, para que se produjera el paso del amor al odio hacia Jesús. La respuesta es que los habitantes de Jerusalén se olvidaron de todo lo que Jesús había hecho por ellos y antes de expulsar a Jesús, expulsaron al Espíritu Santo de sus corazones, quedando así a oscuras en sus almas y corazones; dejaron de reconocer a Jesús como al Mesías y rindiéndose al Príncipe de las tinieblas, lo entronizaron al Ángel caído como rey de sus almas y fue así como expulsaron al Verdadero y Único Dios, Cristo Jesús.

         Pero este hecho histórico, tiene un significado sobrenatural: la Ciudad Santa de Jerusalén representa a todos y cada uno de los bautizados en la Iglesia Católica, convertidos en templos del Espíritu Santo por el bautismo sacramental; los habitantes de Jerusalén somos los católicos; el ingreso de Jerusalén de Jesús es el ingreso de Jesús en el alma por medio de la gracia santificante; la expulsión de Jesús el Viernes Santo es la expulsión de Jesús del alma por medio del pecado, sobre todo el pecado mortal.

         Cada uno de nosotros puede elegir qué habitante de Jerusalén quiere ser en su vida: si aquel que el Domingo de Ramos lo recibe con alegría y con ramos de olivos, significando esto el vivir en estado de gracia rechazando al pecado y al Ángel caído, o si ser el habitante del Viernes Santo, que elige al pecado y a Satanás como dueños y señores de sus almas, negando a Jesucristo y perpetuando su crucifixión. En nuestros días se está produciendo un alarmante estado de fascinación por el Ángel caído, puesto que son cada vez más quienes, a sabiendas o no, eligen al Príncipe de las tinieblas como a su amo y señor. No cometamos jamás ese error y hagamos el propósito de nunca expulsar de nuestros corazones al Único Dios Verdadero, Cristo Jesús, aclamándolo con cánticos de alegría como a Nuestro Rey y Señor, principalmente viviendo en gracia, cumpliendo sus Mandamientos y siendo misericordiosos para con nuestros prójimos.

Martes Santo

 



“En cuanto tomó el bocado, Satanás entró en Judas Iscariote” (Jn 13, 21-33. 36-38). El Evangelio describe la perfecta posesión demoníaca que sufre Judas Iscariote durante la Última Cena: “En cuanto tomó el bocado, Satanás entró en Judas Iscariote”. Este hecho explica algunas cuestiones relacionadas con la Pasión de Jesús: por un lado, la presencia del Ángel caído detrás de la persecución de Jesús por parte de los escribas, fariseos y doctores de la Ley, lo cual explica el odio deicida de estos últimos, un odio que supera toda pasión meramente humana y encuentra su explicación en la incitación demoníaca para matar a Jesús; otro elemento a considerar es cómo ya, desde el inicio mismo de la Iglesia, no solo se encuentra la presencia del Ángel caído actuando en contra del mismo Jesucristo y por lo tanto de su Iglesia, sino también cómo, desde el seno mismo de la Iglesia, en sus inicios, ya hay quienes, desde los más altos cargos eclesiásticos -Judas Iscariote era sacerdote ministerial y obispo-, se producen movimientos internos cuyo fin es la traición a Jesucristo y a su Iglesia; otro punto a tener en cuenta es cómo esta traición tiene como móvil, además de la incitación del Ángel caído, al dinero -el Evangelio dice explícitamente que Judas era el encargado de la bolsa común y que robaba de la misma-, poniendo como pretexto a los pobres y de esto es claro ejemplo el mismo Judas, cuando María Magdalena derrama un perfume de nardos, muy caro, en los pies de Jesús y Judas se escandaliza falsamente, afirmando que ese perfume se podría haber vendido en trescientos denarios para darlos a los pobres, cuando en realidad lo que quería era robar ese dinero para él. Desde los inicios vemos cómo algunos instrumentalizan, desde el interior de la Iglesia, a los pobres, pero no porque les interesen los pobres, sino porque, al igual que Judas Iscariote, solo les interesa el dinero y de esto es un claro ejemplo la Teología de la Liberación. Otro elemento a considerar es la posesión demoníaca, que abarca incluso a la jerarquía católica, desde el momento en que, como dijimos, Judas era sacerdote y obispo cuando, después de traicionar a Jesús, “Satanás entró en él”, indicando con esto el Evangelio de modo preciso y certero la posesión demoníaca del traidor Judas Iscariote.

“En cuanto tomó el bocado, Satanás entró en Judas Iscariote”. Dice la Sierva de Dios Luisa Piccarretta que en los Apóstoles, en la Última Cena, están representados distintos tipos de sacerdotes y laicos que se sucederán a lo largo de la historia: si en San Juan Evangelista están representados los que serán fieles a Jesucristo hasta el fin, en Judas Iscariote están representada la larga serie de traidores y de ladrones que, desde las altas jerarquías eclesiásticas, no buscarán propagar la Buena Noticia del Evangelio, sino su propio interés, tomando a la Iglesia como fuente ilícita de recursos. Debemos elegir de qué lado nos ubicamos, si del lado de San Juan Evangelista, que apoya su cabeza en el pecho de Jesús, para participar de los dolores de su Pasión, o si del lado de Judas Iscariote, que por amor al dinero traiciona a Jesús y se entrega al Demonio.

"Mi palabra no penetra en ustedes"

 


“Ustedes tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes” (Jn 8, 31-42). Jesús les reprocha duramente a los judíos su incredulidad; siendo Dios Veraz, no puede callar ninguna de las faltas que los judíos cometen contra Él y si Jesús les reprocha en la cara, es por el bien de los judíos, por su salvación. ¿Qué es lo que les reprocha Jesús? Jesús les dice que ellos “no son fieles a la Palabra de Dios; son esclavos del pecado y del error; no tienen por padre a Abraham porque no creen en Él, que es el Hijo de Dios; tratan de matar a Jesús solo porque Jesús les dice la verdad que Él ha oído de Dios: Él es la Sabiduría del Padre, en Jesús está todo el Saber Omnisciente del Padre y por eso quien escucha a Jesús escucha al Padre, pero quien niega que Jesús es el Hijo del Padre, niega al Padre y no tiene a Dios por Padre, tal como hacen los judíos”.

Los judíos pensaban que por el solo hecho de ser descendientes de Abraham, estaban ya en la Verdad Absoluta de Dios y eso era así hasta la Llegada de Jesús: cuando Jesús llega, se completa la auto-revelación de Dios en Cristo Jesús como Uno y Trino; es decir, si hasta Jesús los judíos creían y así lo era, que Dios era Uno, ahora Jesús les dice que ese Dios Uno en el que ellos creen, es Uno y Trino, que es Trinidad de Personas, que en Dios hay una sola naturaleza y Tres Personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y que el Hijo, que es Él, ha venido para rescatarlos del pecado, para sacarlos del error y de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte, pero los judíos, obstinados en su error, se niegan a aceptar a Jesús como Quien dice Ser, Dios Hijo encarnado y por eso se colocan del lado del Adversario de Dios, del lado de Satanás. Por esta negación de Jesús, Jesús les dirá que el padre de ellos es el Demonio y que su sinagoga es “sinagoga de Satanás”; de esta manera, el enfrentamiento entre los judíos y Jesús se hace definitivo e irreversible, pero no por culpa de Jesús, sino por culpa de los propios judíos, quienes se obstinan en su ceguera voluntaria. Tal como les dice Jesús, “Si Dios fuera su Padre, el Padre de los judíos, ellos lo amarían, porque Jesús viene de Dios Padre; no viene por Sí mismo, sino porque el Padre lo envió”. Y lo envió para salvarlos a ellos y a todos los hombres, pero la ceguera impide cualquier intento salvífico de Jesús, ya que la salvación es ofrecida libremente por Jesús, pero también debe ser aceptada libremente y por amor.

“Ustedes tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes”. No solo los judíos dan muerte a Jesús con su incredulidad; también nosotros, los católicos, los miembros del Nuevo Pueblo Elegido, damos cruel muerte de cruz a Jesús, toda vez que elegimos el pecado en vez de su gracia; toda vez que elegimos los mandamientos de Satanás y no los Mandamientos de la Ley de Dios; toda vez que elegimos vivir como paganos y no como cristianos. Si somos hijos de la Luz Eterna, Cristo Jesús, comportémonos entonces como hijos de la Luz y dejemos para siempre las obras de los hijos de las tinieblas y solo así tendremos en nosotros la Vida Eterna del Corazón Eucarístico de Jesús.

Viernes Santo de la Pasión del Señor

 



(Ciclo B – 2024)

            El Viernes Santo es un día de luto para la Iglesia Católica, porque no solo se conmemora, sino que, por el misterio de la liturgia, la Iglesia participa de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo en el Santo Sacrificio de la Cruz. El hecho de que Jesús muera en la cruz, está representado en la postración del sacerdote ministerial al inicio de la celebración: significa que el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, ha muerto en la cruz y si Él, el Sumo Sacerdote, del cual participan sus poderes sacerdotales los sacerdotes ministeriales, está muerto en la cruz, eso significa que los sacerdotes ministeriales han sido, de alguna manera, derribados con Él, ya que sin Jesucristo, ni el sacerdocio ni la Iglesia Católica tienen razón de ser. El sacerdote ministerial se postra en el suelo en señal de duelo, porque ha muerto en la cruz el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo y sin Él, no hay ni sacerdocio, ni Eucaristía, ni sacramentos y tampoco Iglesia, porque Él es la “Piedra que desecharon los arquitectos”, es la Piedra basal de la Iglesia Católica, de su sacerdocio, de sus sacramentos.

            El Viernes Santo es un día de luto, de duelo, para la Iglesia Católica, porque participa del Viernes Santo de hace veinte siglos, en el que, a las tres de la tarde, después de una larga y dolorosa agonía de tres horas, el Hombre-Dios moría en la cruz, luego de entregar su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad para la salvación de los hombres y luego de dejarnos a su Madre como nuestra Madre, como la Madre de todos los hombres nacidos espiritualmente bajo la cruz.

            El Viernes Santo es un día de luto y de tristeza porque, al menos en apariencia, han triunfado sobre la humanidad las triples tinieblas que la envuelven desde el pecado de Adán y Eva: parecen haber triunfado las tinieblas vivientes, los demonios, quienes incitaron al odio satánico contra Jesucristo, hasta lograr su condena a muerte y su crucifixión; parecen haber triunfado las tinieblas de la muerte, que ingresó en la humanidad desde Adán y Eva y esto porque hasta el mismo Hombre-Dios Jesucristo, que es la Vida Eterna en Sí misma, ha muerto en la cruz; parecen haber triunfado las tinieblas del pecado, porque fueron los hombres que, oscurecidas sus mentes y corazones por el pecado, dieron muerte al Dios de la vida, Jesucristo. Pero todos estos triunfos son solo aparentes, porque en la realidad, con su muerte en cruz, Nuestro Señor Jesucristo derrotó para siempre al Demonio y al infierno todo; con su Muerte nos dio la Vida Eterna; con su Sangre derramada borró nuestros pecados y nos concedió la vida de la gracia. Entonces, aun cuando parezca que las tinieblas han triunfado en el Viernes Santo, e infinitamente lejos de tratarse de un “fracaso de Dios”, la Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo se trata sin embargo del triunfo más grandioso y espectacular de Dios Padre Quien, a través de su Hijo Jesucristo, nos dona al Espíritu Santo, Espíritu que es Luz Eterna, Vida Divina y Gracia Increada y así el Hombre-Dios Jesucristo, lejos de fracasar, no solo triunfa definitivamente sobre los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte, sino que nos concede su Vida, que es la Vida Eterna de la Trinidad; nos concede su Amor, el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo y nos abre el Camino al seno del Padre eterno, la Herida abierta de su Corazón traspasado, a través de la cual, por la gracia de Dios, podemos ingresar para llegar al Corazón mismo del Padre Eterno. Entonces, si bien estamos de luto como Iglesia, el Viernes Santo también, en lo más profundo, guardamos una serena paz y una serena alegría, seguros no solo del Triunfo del Hombre-Dios Jesucristo sobre el Demonio, el Pecado y la Muerte, sino también de haber recibido, por su Muerte en Cruz, el Perdón misericordioso de Dios, además de concedernos la Vida Eterna de la Santísima Trinidad por medio de su Sangre derramada en el Monte Calvario.

Jueves Santo

 



(Ciclo B – 2024)

         En la Última Cena, Jesús, antes de comer la cena pascual, lava los pies a sus Apóstoles. Esta tarea, la de lavar los pies, era una tarea reservada a los esclavos, por lo cual Jesús nos está dando una muestra infinita de humildad y de amor al prójimo. En efecto, si Él, siendo Dios Hijo encarnado, y por lo tanto, siendo Dios Creador, Redentor y Santificador, se humilla haciendo una tarea propia de esclavos y lo hace solo para demostrarnos su Amor y para darnos ejemplo de cómo debemos obrar para con nuestro prójimo, entonces nosotros, que somos “nada más pecado”, no podemos hacer otra cosa que obrar de la misma manera. Jesús sabe bien que el pecado original, entre otras cosas, nos ha herido dejándonos diversos vicios y pecados, entre ellos el orgullo y la soberbia, que nos hace considerar a nuestro prójimo como inferior a nosotros y a nosotros como si fuéramos superiores a cualquiera. Al darnos este ejemplo de humildad, Jesús nos enseña cómo debemos abatir nuestro orgullo, nuestra soberbia, para imitarlo a Él en la virtud de la humildad. Es obvio que no quiere decir que esta virtud se ejercite solamente de esta manera, porque hay muchas maneras de ejercitar la virtud de la humildad, pero una de las principales es en el servicio cristiano del prójimo, sobre todo del más necesitado. Si Jesús, siendo Dios, se humilla realizando una obra propia de esclavos, entonces nosotros debemos hacer lo mismo, para imitarlo a Él, para abatir nuestro orgullo, para crecer en la virtud de la humildad, que es la virtud que más nos asemeja a Jesucristo y que es la virtud pedida explícitamente por Él para que la practiquemos: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Imitando a Jesús en su humildad, aprenderemos a sofocar nuestro orgullo y nuestra soberbia, que nos asemeja al Ángel caído en su rebelión contra Dios. Imitando a Jesús en su humildad, seremos capaces, por su gracia, de realizar obras de misericordia corporales y espirituales para con nuestros prójimos, lo cual nos abrirá las Puertas del Reino de los cielos cuando llegue el momento de partir de esta vida a la vida eterna. Quien no se haya esforzado por imitar a Jesús en su humildad, tendrá su corazón lleno de soberbia y orgullo y así le será imposible ingresar en el Reino de Dios, por eso es que Jesús no nos enseña a simplemente ser solidarios, sino a ganarnos el Reino de Dios a través de la humildad y de la misericordia.

         Pero en la Última Cena Jesús, además de enseñarnos a ganar el Reino de los cielos, realiza un milagro que supera infinitamente a cualquier otro milagro, el Milagro de los milagros y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, es decir, instituye el Sacramento de la Eucaristía y esto lo hace para permanecer entre nosotros, con nosotros y en nosotros -cuando lo recibimos en gracia por la Comunión Eucarística- “todos los días, hasta el fin del mundo”, cumpliendo así su promesa de no dejarnos solos, aun cuando Él regrese al Padre por el sacrificio de la cruz. En la Última Cena Jesús, entonces, nos da el ejemplo de su humildad y de su amor misericordioso para que nosotros, imitándolo a Él, crezcamos en la humildad y en la misericordia y así nos hagamos capaces de ganar el Reino de los cielos, pero además, no solo nos deja su ejemplo, sino que nos deja la fuente de la humildad y de la misericordia divina, su Sagrado Corazón Eucarístico, para que alimentándonos de su divinidad en la Eucaristía, recibamos de Él su humildad y su misericordia, única forma de ingresar al Reino de los cielos al fin de nuestra vida terrena.

sábado, 30 de marzo de 2024

“¿Quién pretendes ser?”

 


“¿Quién pretendes ser?” (cfr. Jn 8, 51-59). Llevados por su ceguera voluntaria, los judíos cometen el peor de los pecados, el pecado que no tiene perdón ni en esta vida ni en la otra y es el pecar contra el Espíritu Santo. Cometen este gravísimo pecado cuando, yendo contra toda la evidencia y contra todo el peso de la prueba de los milagros de Jesús, que atestiguan que Él es el Hijo de Dios encarnado, los judíos se obstinan en negar los milagros, se obstinan en negar su divinidad y, en el colmo de la malicia, atribuyen al demonio los milagros que hace Jesús, acusándolo de “estar endemoniado” y de “pretender hacerse pasar por Dios”: “Estás endemoniado, ¿quién pretendes ser?”.

Ahora bien, no debe sorprendernos la ceguera de los judíos, por cuanto pueda ser voluntaria. Puede ser que, con la distancia del tiempo, lleguemos a darnos cuenta de su ceguera y a reprocharles también nosotros la razón por la cual niegan los milagros que hace Jesús y que dan cuenta de su divinidad. En efecto, cuando leemos en el Evangelio los milagros que hace Jesús -resucitar muertos, curar todo tipo de enfermos, perdonar pecados, multiplicar panes y peces, expulsar demonios-, podemos decir que es relativamente fácil darnos cuenta de lo portentoso de sus milagros y de lo incomprensible que resulta la actitud negadora de los judíos. Sin embargo, también a nosotros nos sucede lo mismo que a ellos y todavía con un agravante y es que Jesús realiza, en cada Santa Misa, delante de nuestros ojos, por medio de la liturgia eucarística y a través del sacerdote ministerial, un milagro que es infinitamente más grandioso que cualquiera de los milagros realizados delante de los judíos y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y nosotros, repitiendo y agravando la actitud negadora de los judíos, permanecemos impasibles y con total frialdad frente a este Milagro de los milagros, la Eucaristía, pasando a comulgar con una indiferencia y frialdad que asusta a los ángeles mismos de Dios y que hace regocijar a los demonios, quienes ven cómo consumimos la Divinidad del Señor Jesús, oculta en apariencia de pan y vino, como si se tratase de solo un poco de pan bendecido y nada más.

No repitamos el error de los judíos, no seamos impasibles frente al Amor de los amores, que se nos entrega con todo su Ser divino bajo la apariencia de pan y vino.

viernes, 15 de marzo de 2024

“Los judíos querían matarlo porque blasfemaba haciéndose Dios”

 


“Los judíos querían matarlo porque blasfemaba haciéndose Dios”. A medida que se acercan los días de la Pasión, se acrecientan los intentos y los deseos de los judíos de matar a Jesús y así lo dice explícitamente el Evangelio: “Para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no solo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre” (Jn 5, 5-18); “Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo” (Jn 7, 25-30). Desde el comienzo de su vida pública, los judíos intentan detener y matar a Jesús, ya sea porque el pueblo lo prefiere a Él y no a ellos, ya sea porque por su necedad y malicia rechazan voluntariamente creer en los milagros que hace Jesús y que demuestran su divinidad. Al actuar de esta manera, los judíos se cierran a la Revelación completa y definitiva de Dios como Uno y Trino: ellos habían sido elegidos por Dios -por eso eran el “Pueblo Elegido”- para que dieran testimonio de la unicidad divina en medio de naciones paganas; por esta razón, eran el único pueblo de la Antigüedad que creía en un Dios Uno; pero ahora, cuando son elegidos para recibir la auto-revelación definitiva de Dios como Uno y Trino en Cristo Jesús, se niegan voluntariamente a reconocer en Jesús a Dios Hijo encarnado y no solo lo rechazan, sino que lo acusan falsamente de blasfemo –“se hace pasar por Dios”, “llama a Dios su Padre”- y esa acusación se castigaba con la muerte y es la razón por la que, prácticamente desde el inicio de su aparición pública, los judíos “buscaban a Jesús para matarlo”, como lo dice el Evangelio.

“Los judíos querían matarlo porque blasfemaba haciéndose Dios”. Ahora bien, no solo los judíos buscan matar a Jesús; también nosotros, miembros de Nuevo Pueblo Elegido, volvemos a crucificar y a dar muerte de Cruz a Jesús, toda vez que lo negamos por el pecado y rechazamos su gracia. La Pasión de Jesús, su Muerte y Crucifixión, reviven místicamente con cada pecado, sobre todo el pecado mortal. En nuestra libertad está el acompañar a la Virgen por el Camino del Via Crucis, consolando a Jesús mientras luchamos por vivir la vida de la gracia, o formar parte de sus verdugos, los que con martillos clavaron sus manos y pies con clavos de hierro a la Cruz.

jueves, 14 de marzo de 2024

“Cuando Yo sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí”

 




(Domingo V - TC - Ciclo B – 2024)

“Cuando Yo sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí” (cfr. Jn 12, 20-33). Jesús está revelando proféticamente qué es lo que sucederá cuando Él sea crucificado en el Monte Calvario. Es verdad que cuando Él sea crucificado, todos los que asistan a la crucifixión en ese momento, levantarán sus cabezas para contemplarlo a Él crucificado, pero Jesús no se está refiriendo a este hecho solamente. El momento de la crucifixión de Jesús es un hecho inédito en la historia de la humanidad, en donde Aquel que es crucificado no es un hombre bueno o santo, sino Dios Tres veces Santo y esto supone el desencadenamiento de fuerzas divinas, celestiales y sobrenaturales que, desprendiéndose de la Cruz, se irradian sobre toda la humanidad, traspasando el espacio y el tiempo, extendiéndose desde Adán y Eva hasta el Día del Juicio Final y atravesando toda la historia humana, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. La crucifixión del Hombre-Dios Jesucristo es un acontecimiento pleno de sucesos sobrenaturales que la humanidad ni siquiera puede imaginar: mientras exteriormente todos ven a un hombre crucificado, en la realidad del mundo espiritual, se desprende del Corazón traspasado del Cordero de Dios una fuerza divina, celestial, que atrae literalmente a toda la humanidad hacia Sí mismo, como si de un poderoso imán de almas se tratase: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia Mí”, y en ese ser atraídos todos hacia Él, como el que los atraerá será el Espíritu Santo, que iluminará las mentes de los hombres, todos los que sean atraídos hacia Jesús sabrán que Él es Dios: “Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre sabréis que Yo Soy”: el “Yo Soy” es el nombre propio de Dios con el que los judíos conocían a Dios; por lo tanto, Jesús está diciendo claramente que Él es Dios y que cuando sea crucificado, atraerá a todos hacia Él y todos sabrán que con sus pecados crucificaron a Dios.

“Cuando Yo sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí”. Todos los hombres de todos los tiempos serán atraídos, porque su Corazón traspasado será como la compuerta de un dique que se abre, para dejar pasar al Espíritu Santo, el Espíritu del Amor divino, que en un doble movimiento de descenso desde el Corazón de Jesús y luego de ascenso hacia Él, llevará hacia Jesús, atraerá hacia Jesús, y de Jesús al Padre, a toda la humanidad, sin exceptuar a ninguno y todos sabrán que Jesús es Dios, porque Jesús se aplica a sí mismo el nombre con el que los judíos conocían a Dios: “Yo Soy”. Pero el hecho de que Jesús los atraiga para que sepan que Él es Dios y que los hombres crucificaron a Dios con sus pecados, no es para que permanezcan en ese estado, sino para que movidos por el Espíritu Santo, se arrepientan de sus pecados y por la oración, la penitencia y el amor, vuelvan al seno del Padre, por el Amor del Espíritu Santo, en el Corazón de Jesús.

Ambos efectos de la crucifixión -la atracción de los hombres y el subsecuente arrepentimiento y contrición- están anticipados en el profeta Zacarías, en donde se describe proféticamente el Viernes Santo, día de la crucifixión del Cordero de Dios –“me mirarán a Mí, a quien traspasaron”-, día que será de luto para la humanidad, pero también será día de gracia y de bendición, porque del Corazón traspasado del Cordero se derramará sobre los hombres “un espíritu de gracia y de oración”, es decir, se derramará la Sangre del Cordero, y con la Sangre del Cordero, el Espíritu Santo, el “Espíritu de gracia y de oración” que penetrando en los corazones de los hombres, les concederá la gracia de la contrición del corazón, profetizada en el llanto. Dice así admirablemente, la profecía de Zacarías, profetizada VI siglos antes de Cristo: “Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración. Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único y llorarán como se llora al primogénito. Aquel día será grande el luto de Jerusalén (Za 12, 10-11)”. No puede ser más clara y directa la referencia a la crucifixión del Señor Jesús: “Me mirarán a Mí, a quien traspasaron (…) llorarán como se llora al primogénito”. El llanto y el luto de saber que dimos muerte al Cordero de Dios, debe dar paso a la alegría de saber que el mismo Dios a Quien traspasamos con nuestros pecados, nos perdona y derrama sobre nosotros su Divina Misericordia: “derramaré un espíritu de gracia y de oración”.

Por esto, las palabras de Jesús podrían quedar: “Cuando sea traspasado, desde mi Corazón traspasado derramaré sobre ustedes un Espíritu de gracia y de oración, que los atraerá hacia Mí, su Dios y así arrepentidos de sus pecados recibirán el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo”. En otras palabras, en el momento de la crucifixión, se derramará sobre los hombres el Espíritu Santo, que concederá la gracia de la conversión a quien contemple a Jesús crucificado, tal como le sucedió por ejemplo a Longinos, el soldado romano que atravesó al Sagrado Corazón con su lanza. Por último, debemos agregar que la Misericordia Divina es infinita y eterna, no tiene tiempo ni espacio y actúa en todo tiempo y espacio y también llega a nosotros a través de la liturgia eucarística de la Santa Misa: puesto que la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del sacrificio del Calvario, sacrificio en el cual se derrama el Espíritu Santo a través de la Sangre del Corazón traspasado, también en la Santa Misa, en la elevación de la Hostia consagrada, se repite el mismo prodigio de la elevación del Señor en la Cruz, y es así como la Iglesia dice: “Cuando sea levantada en alto la Eucaristía, Jesús Eucaristía derramará desde su Sagrado Corazón Eucarístico el Espíritu Santo, espíritu de gracia, de conversión, de oración, de piedad, de amor”.

 


sábado, 9 de marzo de 2024

“Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que cree en Él, tenga vida eterna”


 


(Domingo IV - TC - Ciclo B – 2024)

         “Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que cree en Él, tenga vida eterna” (Jn 3, 14-21). Jesús recuerda el episodio del Pueblo Elegido en el desierto, cuando fueron atacados por serpientes venenosas y, por indicación divina, Moisés construyó una serpiente de bronce y la levantó en alto, de modo que todo el que la miraba, quedaba curado de la mordedura venenosa de las serpientes. Este episodio de Moisés y del Pueblo Elegido, en el que el Pueblo Elegido es atacado por serpientes venenosas en su peregrinación hacia la Tierra Prometida, es figura y anticipación de la crucifixión de Jesús y esa es la razón por la que Jesús trae a colación el hecho. Para entender la analogía, debemos reflexionar sobre el episodio de Moisés y las serpientes en el desierto: las serpientes son los demonios, los que peregrinan en el desierto somos los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica; el desierto es esta vida terrena, es el tiempo y el espacio de la historia humana, que desemboca en final del vértice espacio-tiempo, en la convergencia del espacio-tiempo, en la eternidad divina; la Jerusalén terrena  a la que se dirige el Pueblo Elegido en su peregrinar por el desierto es imagen de la Jerusalén celestial a la que nos dirigimos nosotros, el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, la Jerusalén del Cielo, cuya Lámpara es el Cordero de Dios; el veneno de las serpientes es el pecado mortal; las mordeduras de las serpientes son las tentaciones demoníacas; la serpiente de bronce que Moisés eleva y que sana milagrosamente a quien la ve, es representación de Jesús crucificado, quien desde la Cruz da la vida eterna a quien arrodillado ante la Santa Cruz lo contempla con fe, con amor y devoción, recibiendo de Él la Vida divina, la Vida de la Gracia, la Vida Eterna, que se comunica por la Sangre que brota de sus heridas abiertas en manos y pies por los clavos y de las heridas de su Costado traspasado por la lanza del soldado romano.

         Así como los miembros del Pueblo Elegido, por un milagro divino, eran curados de las mordeduras de las serpientes venenosas por la serpiente de bronce que elevaba Moisés en lo alto, así, de manera análoga, es desde la cruz de donde el alma obtiene la vida divina, la vida eterna, el perdón de los pecados y la santificación del alma, por medio de la Gracia Santificante que brota junto con la Sangre de Jesús crucificado, elevado en lo alto en el Santo Sacrificio del Calvario y es por esto que debemos postrarnos ante Jesús crucificado, cuando sintamos el ardor de las pasiones y la acechanza o incluso la mordedura de las serpientes, los ángeles caídos, los demonios.

“Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que cree en Él, tenga vida eterna”. Quien se arrodilla ante Jesús crucificado con un corazón contrito y humillado, obtienen de Él su Gracia, que se derrama sobre su alma a través de la Sangre Preciosísima del Cordero que se derrama desde sus heridas abiertas y sangrantes. Pero Jesús, además de estar en la Cruz, se encuentra también en la Eucaristía y en la Eucaristía está en Persona y es por esta razón que, quien contempla a Jesús Eucaristía, recibe también de su Sagrado Corazón Eucarístico la vida divina, la vida eterna, la vida de su Sagrado Corazón Eucarístico, la vida misma de la Santísima Trinidad. Adoremos a Jesús, tanto en la Cruz como en la Eucaristía y así no solo seremos curados de las tentaciones y protegidos de las acechanzas del demonio, sino que ante todo obtendremos la vida eterna, la vida de Dios Uno y Trino, la Vida divina, eterna y gloriosa del Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía.


jueves, 7 de marzo de 2024

“Si expulso demonios, es porque ha llegado el Reino de Dios”


 


“Si expulso demonios, es porque ha llegado el Reino de Dios” (Lc 11, 14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo -el exorcista P. Fortea clasifica a los demonios en “mudos” y “hablantes”-, el cual provocaba que el hombre no hablara (no es que el hombre fuera mudo, sino que el demonio hacía que el hombre no hablara). Los fariseos le piden a Jesús una señal que les indique que expulsa demonios con el poder del Espíritu de Dios y no con el poder del espíritu maligno. En su respuesta, Jesús les hace ver que Él expulsa a los demonios con el poder divino, ya que si lo hiciera con el poder de Satanás, sería como si Satanás se debilitara a sí mismo; como esto no es posible, es obvio que Él expulsa a los demonios con el poder de Dios. Esto, a su vez, se vuelve una grave acusación contra los fariseos: si ellos se han colocado contra Jesús cuando arroja un demonio y si Jesús es Dios que con su poder arroja un demonio y así indica la llegada del Reino de los cielos, ¿no es esto una señal de que los fariseos se han puesto del lado de Satanás, cuyo reinado Nuestro Señor ha venido a destruir? Es por esto que Jesús les dirá luego: “raza de víboras” y “Sinagoga de Satanás”, y esto último no en un sentido figurado sino real, porque los fariseos, habiendo rechazado al Único y Verdadero Dios, Cristo Jesús, se han puesto del lado de Satanás y lo han convertido en su dios.

Entonces, Jesús es Dios y expulsa a los demonios con el poder de Dios; los fariseos, al ponerse en contra de Jesús, demuestran que se ponen en contra de Dios y del lado de Satanás y por eso Jesús les dice “Sinagoga de Satanás”, una gravísima acusación para quienes públicamente afirmaban y se mostraban como siendo hombres de Dios.

“Si expulso demonios, es porque ha llegado el Reino de Dios”. El episodio del Evangelio se traslada hasta nuestros días, hasta nuestra Iglesia, por el siguiente motivo: el poder exorcístico de la Iglesia, ejercido a través del sacerdocio ministerial, el cual participa del sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, es señal de que el Reino de Dios ha llegado a nosotros y es señal de que la Iglesia Católica es la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero. Pero es señal entonces de lo opuesto, de que todo lo que no es la Iglesia Católica, no es de Cristo y pertenece al Maligno, a Satanás, al Ángel caído, como todo lo que integra la Nueva Era, la Religión del Anticristo y esto lo deben tener muy en cuenta sobre todo los católicos que practican yoga, reiki, channeling o canalización de espíritus, que no es otra cosa que el antiguo espiritismo, esoterismo, Wicca o brujería “moderna”, coaching, constelaciones familiares, etc.-, porque quienes esto hacen -los católicos que practican estas cosas-, al igual que hacían los fariseos en tiempo de Jesús, que se ponían del lado del maligno, quienes practican -los católicos que practican estas cosas- las prácticas neo-paganas de la Nueva Era, se ponen del lado del Adversario de Cristo, Satanás.


“No he venido a abrogar la ley, sino a perfeccionarla”

 


“No he venido a abrogar la ley, sino a perfeccionarla” (Mt 5, 17-19). Puesto que Jesús ha venido a fundar un nuevo movimiento religioso -que es la Iglesia Católica-, y es nuevo en relación al movimiento religioso existente, la religión judía, se ve en la obligación de explicar cuál es su posición en relación con la ley mosaica: Él “no ha venido a abrogarla, sino a perfeccionarla” y no podría ser de otra manera, puesto que Él es el Legislador Divino que ha sancionado primero, la primera parte de la Ley Divina, a través de Moisés y ahora, a través de Él mismo en Persona, viene a sancionar la segunda parte de esa misma Ley Divina y por eso es que no ha venido a abrogarla, a suprimirla, sino ha darle su pleno cumplimiento, ha venido para perfeccionarla, para hacerla perfecta. Este “perfeccionamiento” no se limita a los dos ejemplos que da Jesús –“no matarás” y “no cometerás adulterio”-, sino a toda la Ley, a toda la voluntad de Dios expresada en el orden antiguo y por eso dice “la Ley y los Profetas”[1].

Con los ejemplos que Jesús da -que se extienden a todos los Mandamientos-, Jesús quiere demostrar que el orden moral antiguo no pasará, sino que surgirá a una nueva vida, que le será infundida con un nuevo espíritu. Es decir, no se inventarán nuevos mandamientos, sino que, a los mismos mandamientos, se les infundirá un nuevo espíritu, el espíritu de Cristo, por medio de la gracia santificante. Esto se ejemplifica con el mandamiento de “No matar”, tal como el mismo Jesús lo explica: si antes, para ser justos ante Dios, bastaba con el hecho de “no matar”, literalmente, es decir, con no cometer un homicidio, ahora, a partir de Jesús, ya no es suficiente con eso, porque el solo hecho de desear venganza o de guardar rencor contra el prójimo, es susceptible de castigo y esto porque por la gracia santificante, concedida por los sacramentos, el alma está ante la Presencia de la Trinidad de manera análoga a como los ángeles y santos lo están en el Cielo. En otras palabras, un ligero mal pensamiento o sentimiento de hostilidad hacia el prójimo, es un pensamiento proclamado delante de Dios, que es Bondad y Justicia infinitas y que por lo tanto, no tolera a los injustos e hipócritas que mientras claman misericordia para sí mismos, no son capaces de guardar la más mínima misericordia para con el prójimo, ni siquiera con el pensamiento.

A partir de Jesús, la observancia de los mandamientos en el Amor de Dios será mucho más rigurosa, tanto, que no pasará ante la Justicia Divina ni la letra más pequeña, la “i”, ni tampoco una coma, pues todo, hasta el más mínimo pensamiento, será purificado por el Fuego purificador del Divino Amor. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando dice que “ha venido a perfeccionar” a la Ley de Dios; es una perfección en el Amor, tanto hacia Dios como hacia el prójimo: “Sean misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 685.

martes, 5 de marzo de 2024

“Perdona setenta veces siete”

 


“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Para comprender el alcance de la respuesta de Jesucristo, debemos considerar antes cómo era el perdón entre el Pueblo Elegido. Para los judíos, el siete era el número perfecto y esto explica el hecho de que Pedro le preguntara a Jesús si se debía perdonar “hasta siete veces”, como si a la octava vez, ya se estuviera en libertad de aplicar la “ley del Talión”, es decir, “ojo por ojo y diente por diente”. Otra característica del perdón antes de Cristo es que se trata de un perdón que surge del propio corazón humano y por eso mismo es limitado, parcial, condicionado por factores como el paso del tiempo, como, por ejemplo, alguien perdona una ofensa porque ha pasado ya mucho tiempo y ha quedado en el olvido. Nada de esto forma parte del perdón cristiano, del perdón en Cristo, porque cuando el cristiano recibe una ofensa, no debe perdonar al modo del Pueblo Elegido, que no conocía a Cristo, sino que debe perdonar precisamente al modo de Cristo, como Cristo lo dice y como Cristo nos perdona.

Ahora entonces estamos en condiciones de reflexionar acerca de cómo debe ser el perdón en Cristo, el perdón cristiano, el perdón que debe ser “hasta setenta veces siete”. Una primera consideración a tener en cuenta es que el perdón en Cristo adquiere nuevas dimensiones, que trascienden el plano humano: ya no es solamente el hecho de que se extiende en el tiempo –“siempre”-, sino que se trata de un perdón que no surge propiamente del corazón humano; es un perdón que es una participación al perdón divino que Dios Padre, en el Amor del Espíritu Santo, nos otorga en Cristo Jesús, por medio del Santo Sacrificio de la Cruz. Esto último es lo que hace distintivo al perdón cristiano: es un perdón que se ofrece luego de haber reflexionado sobre el perdón recibido por el propio cristiano, por parte de Cristo, desde la Cruz: Cristo nos perdona con el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo y lo hace desde el Trono Supremo de la Cruz, al precio de su Sangre y de su Vida y nos perdona desde siempre, por siempre y para siempre; por esta razón, el perdón que el cristiano debe ofrecer a su prójimo, tiene su origen en el Amor del Corazón de Jesús, que nos perdona sin límite de tiempo y con una sola condición, que estemos arrepentidos de nuestros pecados. El cristiano debe perdonar con el mismo perdón con el que ha sido perdonado por Cristo desde la Cruz, un perdón que se origina en el Amor Misericordioso de Dios y que nos perdona siempre, “setenta veces siete”. Solo si perdonamos de esta manera a nuestro prójimo que nos ha ofendido, obtendremos al mismo tiempo perdón y misericordia para nuestras almas.

sábado, 2 de marzo de 2024

“No hagan de la Casa de Mi Padre una casa de comercio”

 


(Domingo III - TC - Ciclo B - 2024)

         “No hagan de la Casa de Mi Padre una casa de comercio” (Jn 2, 23-25). Jesús expulsa a los mercaderes del Templo, a aquellos que habían convertido un lugar sagrado en un lugar profano; expulsa a aquellos que habían olvidado al Verdadero Dios y lo habían intercambiado por el dios falso, el dios dinero. Jesús los expulsa y lo hace de modo violento, contrariando la imagen dulzona, bonachona, caricaturesca y falsamente pacifista que el modernismo eclesiástico ha introducido en el seno de la Iglesia Católica. El episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo nos deja varias enseñanzas, una de ellas es que el cristianismo es pacífico, pero no pacifista, es decir, no es pacífico a ultranza, no busca la paz a cualquier precio, y mucho menos al precio de traicionar a la Verdad Revelada.

         Los judíos le piden a Jesús que les dé un signo para que justifique su obrar y Jesús les anticipa el signo de su Resurrección: “Destruyan este Templo -el templo que era su Cuerpo- y en tres días lo reconstruiré”. Jesús estaba hablando del Templo Sacratísimo de su Cuerpo, Morada Santa de la Trinidad: si ellos lo destruían, tal como lo iban a hacer por medio de la Pasión y la Crucifixión, Él, Jesús, con su Divino Poder, lo iba a reconstruir, con un esplendor divino, sobrenatural, visible, en tres días, al resucitar glorioso, al salir triunfante, vivo y glorioso, luego de derrotar para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado.

         Otro elemento que podemos observar en esta escena es el significado sobrenatural que tiene para la vida espiritual: el templo representa al cuerpo y el alma humanos, convertidos en Templo del Espíritu Santo por el Bautismo, pero el cual ha sido desfigurado y desnaturalizado por el hombre a causa del pecado y por haber perdido la gracia: así, las bestias irracionales -los bueyes, las palomas, las ovejas, etc.-, representan a las pasiones humanas -ira, envidia, gula, pereza, lujuria, etc.- que, sin el control de la razón y mucho menos de la gracia, toman el control e invaden el templo del Espíritu Santo, expulsando al Espíritu Santo; las necesidades fisiológicas de los animales -el excremento, la orina-, como así también el olor que emanan y los sonidos que emiten -balidos, mugidos, etc.-, todo lo cual afea y provoca repugnancia en un lugar sagrado como el templo, son una representación de la fealdad del pecado, tal como lo percibe Dios en su santidad y también de la repugnancia que a Dios le provoca el pecado en el alma del cristiano, de aquel a quien Él había elegido para ser su morada santa en la tierra y ahora, por propia decisión, lo expulsó de sí mismo para dar lugar al pecado; el dinero de los cambistas representa a la avaricia, al amor por el dinero, por el lujo, por la ostentación, por la riqueza material, todo lo cual ahoga al espíritu y lo vuelve incapaz del amor espiritual tanto hacia el prójimo como hacia Dios, contrariando el diseño original divino, de ahí la furia de Jesús, que ve cómo el corazón humano, creado por Él en unión con el Padre y el Espíritu Santo para que sea trono de Jesús Eucaristía, se convierte en la sede inmunda de un dios falso, el dios mamón, el dios dinero, el dios fabricado por el hombre, un dios que es falso pero que en su falsedad es tan poderoso para el hombre débil, que es capaz de doblegar al hombre y hacer que este lo adore, en lugar de que adore al Verdadero Dios, Jesús Eucaristía, por eso la advertencia de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero”, porque el corazón humano es un trono que está hecho para un solo señor: o está en él Dios, Jesús Eucaristía, o está el dinero; no pueden coexistir los dos al mismo tiempo, porque como dice Jesús, se amará a uno y se aborrecerá al otro y viceversa. Las bestias y la fealdad que representan que las mismas estén en un lugar sagrado, dedicado a Dios, profanando el lugar sagrado y desacralizándolo, es decir, invirtiendo su cometido original que es adorar a Dios para adorar al Demonio, representan también el consumo de substancias nocivas -alcohol, drogas-, como la impresión de tatuajes en la piel, porque los tatuajes son un modo de consagración al demonio, aun cuando el que se realiza el tatuaje no tenga la intención ni el deseo de hacerlo, por eso es que el cristiano no debe realizarse ningún tatuaje, ni siquiera con motivos religiosos.

“No hagan de la Casa de Mi Padre una casa de comercio”. La expulsión de los mercaderes del Templo debe hacernos reflexionar en la condición de nuestros cuerpos y de nuestras almas como templos del Espíritu Santo y de nuestros corazones como altares y tronos de Jesús Eucaristía. No nos pertenecemos a nosotros mismos, somos propiedad de la Santísima Trinidad, no profanemos lo que es sagrado, lo que es propiedad de la Trinidad, la morada santa, conservemos nuestros corazones en gracia, para que sean en el tiempo y en la eternidad lo que Jesús, desde la eternidad, quiso que fueran: tronos de la Sagrada Eucaristía.