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lunes, 10 de julio de 2023

“El sembrador salió a sembrar”

 


(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2023)

“El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-9). Jesús describe, con una sencilla y a la vez profundísima parábola, propia de su Sabiduría divina, cómo es la interacción entre el alma y la gracia santificante recibida por los sacramentos, que se traduce en el seguimiento o no de Él camino de la cruz. Para ello utiliza una imagen tomada de la actividad agrícola, la de un sembrador que esparce la semilla, la cual cae en distintos tipos de terrenos y sufre la acción del sol, como la de los pájaros, tal como sucede en la realidad.

Para poder aprehender el sentido sobrenatural de la parábola, es necesario reemplazar los elementos naturales, por los sobrenaturales. Así, el sembrador es Dios Padre; la semilla es la Palabra de Dios, en la Escritura y en la Eucaristía, es Jesús que es el Hijo de Dios, la Sabiduría de Dios encarnada; los distintos tipos de terrenos son los distintos tipos de almas, unos más predispuestos que otros para recibir la Palabra de Dios; el pájaro, el sol, las zarzas o espinas, son pruebas, tribulaciones o el mismo demonio, que actúan sobre el alma por permisión divina, para poner al alma a prueba, para ver cómo el alma actúa en relación a Dios, es decir, si lo ama a pesar de todas las dificultades o si su amor es tan pequeño, que ante la menor dificultad, lo deja todo.

Con esta metodología de exégesis la parábola consistiría en una primera parte, en la que las semillas caen en distintos tipos de terrenos y siguen distintos caminos: unas semillas caen al borde del camino y las comen los pájaros; otras en terreno pedregoso, sale el sol y se secan; otras caen entre zarzas -espinas- y las ahogan; otras caen en terreno fértil y dan fruto, en distintos porcentajes, de menor a mayor.

Con respecto a la interpretación, es el mismo Jesús en Persona quien explica la parábola: las semillas que caen al borde del camino y las comen los pájaros, representan a quien escucha la Palabra de Dios, pero sin la luz del Espíritu Santo, no la entiende y el Maligno le roba -lo hace interpretar en un sentido racional y no sobrenatural- lo poco que entendió; pero también es el que comulga -porque la Comunión es la Palabra de Dios encarnada-, pero comulga sin saber qué es lo que comulga, sin entender que recibe al Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, en Persona, creyendo que es simplemente un poco de pan bendecido, pero no el Verbo de Dios Encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

Con respecto a los tipos de terrenos, la interpretación en relación al terreno pedregoso, es el que escucha la Palabra y se alegra porque entiende algo y es también el que comulga y experimenta el Amor de Dios concedido en la Eucaristía, pero en cuanto sobreviene alguna dificultad o persecución, por permisión divina a causa de la Palabra, a causa de la Eucaristía, su amor por Dios es tan débil, que termina sucumbiendo, es decir, se desanima y deja de leer la Palabra y deja de comulgar.

Con respecto a la tierra, la interpretación es que la semilla que cae en tierra buena, es decir, la semilla se desarrolla y pasa de estado de potencia a acto, convirtiéndose en una especie vegetal que da fruto, significa al alma en gracia, aquella que escucha la Palabra de Dios e iluminada por el Espíritu Santo no solo la entiende sino que la pone en práctica y es también el que comulga sabiendo que recibe a Cristo Dios en Persona y obra en consecuencia, en acción de gracias por haber recibido a Dios en apariencia de pan; sin embargo, aquí hay diferencias, porque algunas semillas dan más fruto que otras, esto quiere decir que no todas las almas obran igual, hay quienes obran más y otras menos -no en el sentido del activismo, sino todo lo que implica la vida cristiana, que comienza en la oración, la adoración, la recepción de sacramentos, el deseo de vivir según la ley de Dios y sus Mandamientos-; es decir, la diferencia en porcentajes indica que unos son más misericordiosos que otros, unos rezan más que otros, unos aman más a Jesús que otros y esto porque los seres humanos no somos iguales y en nuestra libertad, todos respondemos de distinta manera y así, según nuestra propia y libre decisión, algunos son más agradecidos con Dios y aman más a Dios que otros.

“El sembrador salió a sembrar”. La parábola es personal, en el sentido de que está dirigida a todos los católicos en general, pero también en particular, es como si la parábola fuera dirigida para cada católico en persona; por eso mismo, debemos preguntarnos qué clase de terreno es nuestra alma, si es un terreno infértil, que no da ninguna clase de frutos, lo cual se traduce en que la vida que lleva es la misma vida de un pagano y no la de un cristiano, o si es un terreno fértil, que iluminado por el Espíritu Santo y amando a Cristo Dios en la Eucaristía, obra la misericordia, pero no para ser aplaudido y halagado por los hombres, sino que obra de manera que quien lo vea, sin conocerlo, diga para sí mismo: "Fulano de tal es cristiano, porque ama a Dios y al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo".

 


viernes, 3 de julio de 2020

“El sembrador salió a sembrar”




(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2020)


           “El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-23). Para comprender la parábola del sembrador, hay que reemplazar los elementos humanos y terrenos por elementos divinos y celestiales. Así, el sembrador es Dios Padre; la semilla es la Palabra de Dios encarnada, su Hijo Jesucristo; los distintos tipos de terrenos en los que caen las semillas, son los distintos tipos de corazones humanos; la tierra en la que siembra el sembrador es el mundo y la historia humana; los pájaros que comen las semillas al borde del camino son los demonios o ángeles caídos, que arrebatan la Palabra de Dios del corazón humano, para reemplazarla por cosas del mundo.
El resto de la parábola está explicado por el mismo Jesús: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino”. Este es aquel que lee la Palabra de Dios, pero como para su comprensión se necesitan, además de esfuerzo y dedicación, la luz de la gracia del Espíritu Santo, porque el significado de la Palabra de Dios es sobrenatural, esta clase de almas no pide la luz de Dios para interpretar lo que lee y así el Maligno le arrebata la Palabra de Dios y ésta es reemplazada por doctrinas meramente humanas.
Continúa Jesús: “El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe”. Esta clase de almas reciben la luz del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios, la comprende y esto lo llena de alegría, pero para tener dentro de sí a la Palabra de Dios, es necesaria la constancia en su lectura y en su comprensión: en este caso, la falta de constancia en su lectura hace que ante una tribulación, la abandone a la Palabra de Dios y se desvíe por oscuros caminos.
Prosigue también Jesús: “El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto”. Esta clase de almas escuchan la Palabra de Dios, recibe a Jesús y a sus mandamientos, pero ante las falsas seducciones del mundo, se deja atrapar por estas y abandona a Jesús, inclinándose por el mundo y sus vanos atractivos.
Por último, Jesús revela en quién da frutos la semilla de la Palabra de Dios: “El que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
El hombre que produce fruto es aquel que escucha la Palabra de Dios, la entiende gracias a la luz del Espíritu Santo, no se deja amedrentar por las persecuciones, no se desalienta ante las tribulaciones y la pone en práctica, amando a Jesús y cumpliendo sus mandamientos, que están comprendidos en las obras de misericordia corporales y espirituales.
“El sembrador salió a sembrar”. El Sembrador, que es Dios Padre, siembra la semilla de su Palabra, el Hijo de Dios encarnado, también en nuestros corazones. Esta Palabra es sembrada de dos formas: por la lectura de la Palabra de Dios, esto es, la Sagrada Escritura, y por la Comunión Sacramental, porque la Eucaristía es la Palabra de Dios, Cristo Jesús, encarnada primero en el seno de María y luego en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico. Por esta razón, la parábola nos sirve para comparar nuestros corazones con los corazones de los hombres de la parábola y así saber qué clase de terreno es nuestro corazón. Si encontramos que nuestro corazón es como la semilla al borde del camino, o como el terreno pedregoso, o como la tierra rodeada de espinas, sepamos que lo que convierte a nuestro corazón en terreno fértil, no es nuestra voluntad ni nuestras fuerzas humanas, sino la gracia de Dios. Vivamos en gracia de Dios y así nuestro corazón será como el terreno fértil de la parábola, que al escuchar la Palabra de Dios y al recibirla en la Comunión Eucarística, da frutos al cien, al sesenta, o al treinta por uno.

miércoles, 29 de enero de 2020

La semilla da frutos de santidad cuando el alma está en gracia



          “El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). Jesús narra la parábola del sembrador que siembra y las semillas tienen diversos destinos, siendo así que sólo unas cuantas dan fruto, mientras que las demás no. Él mismo explica la parábola y para entenderla, es necesario comprender que los distintos tipos de terrenos en donde caen las semillas, son los corazones humanos, siendo el corazón humano en gracia el único en el que las semillas dan fruto. Los distintos tipos de suelos son distintos tipos de corazones; así, por ejemplo: el terreno al borde del camino es quien escucha la palabra, pero conoce el culto a Satanás y decide darle culto a él, sea directamente o a través de ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, la Santa Muerte o la Difunta Correa; el terreno pedregoso son los que escuchan la Palabra, la comprenden, se alegran por ella y su mensaje, pero ante una dificultad o incluso ante la persecución que sobreviene por la Palabra, la dejan de lado, porque no permiten, con su actitud, que la Palabra eche raíces en ellos. Las zarzas, con sus espinas, son los corazones que escuchan la Palabra pero se dejan seducir por las riquezas del mundo y sus vanidades y es por esto que la Palabra no da frutos en ellas. Por último, el terreno fértil, es el alma en gracia que recibe la Palabra, que no se deja tentar por Satanás, que no abandonan la Palabra ni por las preocupaciones ni por las tribulaciones y tampoco la abandonan por las seducciones y riquezas del mundo, y es así como dan frutos de santidad, el ciento por uno.
          “El sembrador salió a sembrar”. Dios Padre es el sembrador, que siembra la semilla de la Palabra, su Hijo Jesús, en nuestros corazones, todos los días. A diferencia del terreno, que en sí mismo no puede cambiar, nuestro corazón puede, si lo quiere, alojar en sí la gracia y así hacer que la Palabra dé el ciento por uno en frutos. ¿Qué clase de terreno es nuestro corazón?

sábado, 15 de julio de 2017

“El sembrador salió a sembrar”


(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2017)

         “El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-23). En esta parábola, Jesús presenta la figura de un sembrador que “sale a sembrar”, esparciendo la semilla. Sin embargo, la suerte de las semillas es muy distinta unas de otras: unas, según Jesús, “caen al borde del camino y los pájaros las comen; otras caen en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, por lo que brotan en seguida, porque la tierra era poco profunda, pero se queman cuando sale el sol, por falta de raíz y se terminan secando; otras, caen entre espinas, que terminan por ahogar a las semillas que crecieron; por fin, unas caen en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta”.
Es el mismo Jesús quien da la explicación de la parábola: el sembrador es Dios Padre; la semilla que siembra, es su Palabra, es decir, su Hijo Jesús, Dios encarnado; los distintos tipos de terrenos en los que cae la semilla, son los distintos tipos de corazones en los que es recibida la Palabra: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
Es decir, significa que, en unos, las preocupaciones, las tribulaciones que siguen a la recepción de la Palabra, las seducciones del mundo y del demonio, las tentaciones consentidas, la semilla de la Palabra no germina, por lo que no da fruto, es decir, el alma asiste a Misa, lee la Palabra, comulga, pero no da frutos de santidad, de bondad, de paciencia, de humildad, de justicia, porque no tiene arraigada la Palabra en su corazón.
         En otros, en cambio, en donde la gracia está presente, la semilla de la Palabra arraiga, hecha raíces y crece, hasta formar un Árbol, el Árbol de la Vida, la Cruz de Jesús, y así el corazón queda configurado a Nuestro Señor Crucificado, y da frutos de santidad: bondad, paciencia, humildad, fortaleza ante las tribulaciones, configuración con Cristo crucificado. Aquí está entonces la sencilla prueba que podemos hacer para saber si la Palabra de Dios, sembrada por el Padre en nuestros corazones, ha crecido o si, por el contrario, en nuestros corazones no hay más que suelo pedregoso, espinas y sol calcinante: si somos capaces de perdonar en nombre de Jesús a nuestros enemigos; si somos capaces de llevar la cruz, negándonos a nosotros mismos, para morir a la vida del pecado y nacer a la vida de la gracia; si somos capaces de pedir la gracia de morir –literalmente- antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, porque amamos la gracia más que a nuestras propias vidas; si consideramos las humillaciones recibidas, las tribulaciones, dolores y enfermedades que sufrimos, como un inmerecido don del Amor de Dios que nos configura a Jesús, herido, humillado y dolorido en la cruz, y damos gracias por estos dones, en vez de renegar de ellos; si apreciamos el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, más que a nuestros deseos mundanos y más que a nuestra propia vida y damos gracias por este don celestial, entonces, sí, podemos decir que la semilla de Dios ha germinado en nuestros corazones y ha dado el fruto del Árbol de la Vida, la Santa Cruz, que nos configura con Jesús crucificado. Mientras tanto, si no observamos nada de esto en nosotros mismos, entonces nuestros corazones no son más que terreno pedregoso, en el que sólo crecen cardos y espinos, los malos sentimientos y pensamientos, en donde sólo moran los cuervos, que como aves carroñeras representan a los ángeles caídos, y en donde el sol calcinante del mediodía brilla en lo más alto, como símbolo de la ausencia de la frescura del Divino Amor. La parábola nos invita, entonces, a preguntarnos acerca de qué clase de terreno es nuestro corazón: si pedregoso, cubierto de cardos y espinos, poblado de aves que no dejan germinar y crecer la semilla de la Palabra de Dios o, si por el contrario, es un terreno que, por la gracia, es fértil y por lo tanto permite que la semilla, que es la Palabra, se arraigue, crezca y dé frutos de santidad.


miércoles, 27 de enero de 2016

“Los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto"


“Los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno” (Mc 4, 1-20). Con la parábola de un sembrador, cuya semilla cae en distintos tipos de terrenos y da frutos en diversos porcentajes, Jesús describe la interacción y la relación sobrenatural que se produce entre la Palabra de Dios, el hombre y sus situaciones existenciales y el ángel caído, Satanás. El sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla, la Palabra de Dios -su Hijo, Jesucristo, la Palabra Eternamente pronunciada-, en el corazón del hombre, el cual, en algunas ocasiones es como el “borde del camino”, otra es un “terreno rocoso”, en otros casos es un terreno “espinoso”, y en otro caso, es “tierra fértil”, que da fruto “al treinta, sesenta y ciento por uno”. Lo más interesante de la parábola es la semilla que cae en terreno fértil, porque es la que da frutos, y esto nos lleva a preguntarnos qué es lo que hace que un corazón dé frutos, ante la escucha de la Palabra de Dios, y qué es lo que hace que no dé frutos. A diferencia de la tierra, que es un ser obviamente inerte, sin vida y sin libertad, el corazón del hombre es libre, lo cual quiere decir que, en cierta medida, que la Palabra fructifique o no, depende de su libertad: los obstáculos a la germinación de la Palabra –Satanás, la tribulación, la persecución, la seducción de las riquezas- son obstáculos en tanto y en cuanto es el hombre el que decide que sean obstáculos, puesto que la Palabra de Dios tiene, en sí misma, la fuerza propia de la divinidad, que le permite al hombre superar, mediante esa fuerza, cualquier clase de obstáculo –natural o preternatural, esto es, diabólico- que pretenda impedir el crecimiento de la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Un factor, entonces, es la libertad del hombre, desde el momento en que es el hombre el que, libremente, decide inclinarse por la Palabra de Dios o por el mundo y sus seducciones y falsos atractivos. El otro factor a tener en cuenta, es la libertad de Dios y la acción de la gracia divina: cuando Dios siembra en un corazón su Palabra, lo hace por su Amor -sin obligación alguna de ningún tipo-, al tiempo que concede la gracia suficiente para que esta Palabra germine. Es decir, para que la Palabra de Dios rinda al “treinta, sesenta y o ciento por uno”, son necesarias, de nuestra parte, la libre elección de la Palabra de Dios y confianza en ella ante cualquier circunstancia adversa y que esta Palabra de Dios ocupe siempre el primer lugar, en el centro de nuestro corazón; del lado de Dios, aunque siempre encontraremos su disposición a sembrar en nosotros su Palabra, es necesaria también la acción previa de la gracia, que es la que prepara al corazón para recibir con fe y con amor la Palabra de Dios. Y aquí viene otro factor sobrenatural, necesario para que la Palabra dé frutos en el alma: como toda gracia proviene de la María Santísima, la Medianera de todas las gracias, entonces, para que germine la Palabra de Dios en nuestros corazones y dé fruto “al ciento por uno”, es necesario que nos dirijamos a Ella, suplicándole que convierta nuestros corazones, áridos, llenos de espinas y de rocas y acechados por los pájaros que comen la semilla, en tierra fértil que reciba la Palabra de Dios, para que la Palabra de  Dios, echando raíces, dé frutos de caridad, mansedumbre, humildad, santidad.

miércoles, 29 de enero de 2014

“El sembrador salió a sembrar”




“El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). Jesús compara al corazón del hombre con la tierra y a la Palabra de Dios con una semilla. Dios Padre, que es el sembrador, esparce la semilla de manera tal que esta, que es su Palabra, cae en todos los corazones, pero no en todos esta semilla se hunde con la profundidad suficiente como para echar raíces, germinar y dar fruto. En algunos casos, ni siquiera llegan a hundirse: la escucha de la Palabra es tan superficial, que “los pájaros del cielo”, Satanás, que suele aparecerse como un cuervo, pasa volando y se lleva la semilla; en otros casos, el terreno no es árido, sino rocoso, es decir, son los que escuchan con alegría, como dice Jesús, pero ante las primeras tribulaciones y persecuciones a causa de la Palabra, la dejan de lado; en otros casos, las semillas caen entre espinas: son los que escuchan la Palabra pero luego se dejan seducir por las riquezas del mundo o sino, ante las preocupaciones de todos los días, o ante las tentaciones, en vez de afrontarlas con la Palabra de Dios, se abandonan a sí mismos. Por último, dice Jesús, se encuentran aquellos que escuchan la Palabra, la aceptan con gusto y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno: son aquellos que no solo escuchan la Palabra sino que luego ponen por obra aquello que han escuchado. En estos, la Palabra actúa como una semilla que cae en tierra fértil, que posee las condiciones óptimas de humedad y de nutrientes para poder germinar, porque a diferencia de los otros corazones, en los que las tribulaciones, las seducciones del mundo, y el mismo Satanás, ahogaban la Palabra, en este caso, estos mismos factores, son los que actúan como elementos que profundizan la Palabra cada vez más en el corazón. Por eso es que, luego de un tiempo, y cuando ya se encuentra a una profundidad adecuada, la semilla se abre y despliega su potencial oculto –que es infinito-, echando sus raíces hacia abajo, y haciendo crecer el tallo del brote que saldrá hacia la superficie, hacia arriba.
De esta manera, la Palabra de Dios, sembrada en el corazón fértil, germinará y de ella saldrá un árbol, el Árbol de la Cruz, y así el corazón en el que germine la Palabra de Dios se asemejará al Sagrado Corazón de Jesús, en cuya base está el Árbol de la Cruz, pero también se asemejará al Sagrado Corazón de Jesús, porque poseerá, como el Sagrado Corazón, una corona de espinas, que son las tribulaciones, las tentaciones del mundo y de Satanás, vencidas por el poder de la Sangre de Jesús, que son las mismas que profundizaron la Palabra en su corazón; y finalmente, así como el fruto del Corazón de Jesús es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, así también el fruto del corazón en el que germine la Palabra de Dios la caridad, el Amor de Dios.

martes, 29 de enero de 2013

“El sembrador salió a sembrar”


Parábola del sembrador
(Jacopo Bassano)

“El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). En la parábola del sembrador, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el sembrador es Dios Padre; la semilla que arroja al voleo el sembrador, es su Palabra; los distintos lugares en los que cae la semilla -borde del camino, terreno rocoso, espinas, buena tierra-, son los corazones humanos. Como es lógico, las semillas que caen en cualquier terreno que no sea la buena tierra, termina por perecer, ya sea porque el terreno es pedregoso, porque hay espinas, o porque las comen los pájaros.
         Lo que llama la atención en la parábola es la actitud del sembrador: si el sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla que es la Palabra, ¿por qué siembra al voleo? O en todo caso, si siembra al voleo, ¿por qué lo hace de manera aparentemente despreocupada, de manera tal que sabe que con esa manera de sembrar muchas semillas se perderán al caer indefectiblemente en lugares no aptos para la siembra?
         La respuesta no está en el sembrador, que no puede fallar nunca, desde el momento en que es Dios Padre, ni tampoco en la semilla, que en sí misma es perfecta, porque es la Palabra de Dios; la respuesta está en el terreno en el que cae la semilla, que es el corazón del hombre: la mayor o menor fertilidad o fecundidad del terreno, que hará germinar la semilla en obras de caridad –o, por el contrario, la agostará-, depende de las disposiciones del corazón del hombre. Se puede decir que el terreno en donde cae la semilla es un terreno “vivo”, y que las condiciones de fertilidad o no dependen del mismo terreno, desde el momento en que el hombre es libre para aceptar o rechazar la Palabra de Dios.
         Una persona puede escuchar la Palabra de Dios en la liturgia de la Palabra en la Santa Misa, y puede recibir a esa misma Palabra encarnada en la comunión eucarística –esto sería el sembrador que siembra la semilla-, pero si se olvida de lo que recibió y, apenas traspasadas las puertas de la Iglesia, permite que la abrumen las preocupaciones de la vida –sin tener en cuenta que la fuerza para resistirlas está en la Eucaristía-, o se deja arrastrar por sus propias pasiones –ira, odio, avaricia, lujuria, sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió le comunica la mansedumbre, el amor, la generosidad, la pureza de Cristo-, o no opone resistencia a las tentaciones del demonio –sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió es Cristo Dios en Persona, infinitamente más poderoso que el ángel caído-, ese corazón, que recibió la Palabra de Dios doblemente, en la liturgia de la Palabra y en la Eucaristía, permite voluntariamente que la semilla se agoste, es decir, que la Palabra no germine en frutos de paciencia, caridad, fortaleza, mansedumbre, confianza en Dios, amor al prójimo, castidad. De estos, puede decirse que voluntariamente convierten a sus corazones en terrenos infértiles, ya sea porque se convierten en tierra que está al borde del camino, o en terreno pedregoso, o en terreno con espinas, y así no solo no germina la Palabra de Dios en obras buenas, sino que abunda en frutos amargos: soberbia, rencor, enojo, susceptibilidad, egoísmo, impaciencia.
         Por el contrario, aquel que también recibió doblemente la Palabra de Dios en la Santa Misa, pero frente a las tribulaciones de la vida se abandona en Cristo, a quien recibió en Persona en la Eucaristía; frente a las propias pasiones, implora la fortaleza para vencerlas a Jesús, a quien acaba de escuchar en la liturgia de la Palabra y de cuyo Costado traspasado acaba de beber en la comunión eucarística, y frente a las tentaciones del demonio eleva plegarias en el altar de su corazón, en donde está Jesús Eucaristía, pidiéndole que lo libre de sus acechanzas, ese tal, es el que permite que la semilla de la Palabra germine y de frutos de mansedumbre, de caridad, de pureza, de amor, de humildad, rindiendo el treinta, el sesenta o el ciento por uno.
         El corazón que voluntariamente se convierte en buena tierra, permite que germine la semilla del sembrador, semilla que luego se convertirá en árbol, el Árbol de la Cruz, Árbol que da el fruto más precioso, Jesús. El fruto de la semilla sembrada y germinada en el corazón convertido en buena tierra es la conversión del hombre en Cristo y Cristo crucificado. En él se cumplen las palabras de San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien mora en mí” (Gal 2, 20).

sábado, 16 de junio de 2012

El Reino de los cielos es como una semillla de mostaza



(Domingo XI – TO – Ciclo B – 2012)
         Con las parábolas de la semilla que cae en tierra y germina, y el grano de mostaza que se convierte en arbusto, Jesús nos proporciona imágenes gráficas para que nos demos una idea de cómo es el Reino de los cielos.
         Con la imagen de la semilla, Jesús quiere que veamos cómo es la acción de la gracia en el alma: así como cuando un hombre echa una semilla en tierra, y sin que sepa él de qué manera, la semilla germina y termina por dar fruto, así la gracia divina, depositada en el alma por el bautismo sacramental, germina en esa tierra agreste que es el corazón del hombre, para luego dar frutos de vida eterna.
         Y así como no es igual un campo o un terreno sin cultivar, en donde crecen todo tipo de malezas y de plantas silvestres que solo dan frutos pequeños, agrios, amargos, que no satisfacen el apetito ni mucho menos calman el hambre, así también, en un alma en la que no existe la semilla de la gracia, en la que no se la cultiva por la oración, la penitencia, la mortificación, los frutos espirituales que de esta alma se recogen, son todos amargos y de agrio sabor: impaciencia, enojo, rencores, pereza, orgullo, ausencia de caridad para con el prójimo más necesitado.
         Todos estos frutos, amargos y agrios, crecen en el corazón en donde no se encuentra la semilla del Reino, que es la gracia de Dios.
         Por el contrario, allí donde esta semilla es sembrada y en donde es cultivada por la mortificación, la oración, la caridad, la compasión para con el más necesitado, florecen todo tipo de virtudes humanas y celestiales, sobrenaturales: caridad, bondad, mortificación, humildad, sencillez, sacrificio.
         De esta manera, el corazón del hombre se parece no ya a un campo sin cultivar, lleno de arbustos silvestres, de malezas, y hasta de alimañas: por el contrario, se parece a un prado florido, en donde crecen todo tipo de hermosas flores y de árboles frutales de toda especie, cargados de dulces y sabrosos frutos; un prado en donde no hay alimañas ni fieras salvajes –la impaciencia, el enojo, la ira-, sino pacíficos animales que retozan alegres –la humildad, la paciencia, la caridad-.
         La otra imagen que usa Jesús, además de la semilla echada en tierra, es la de otra semilla, esta vez de mostaza: “El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza” (cfr. Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de Dios a un grano de mostaza: así como el grano de mostaza es pequeño en su inicio, ya que es una semilla, y luego se convierte en un árbol tan grande que hasta los pájaros anidan en él, así el Reino de Dios es pequeño como una semilla en sus comienzos y luego crece hasta volverse grande como un árbol.
El grano de mostaza es la figura gráfica con la cual Jesús compara al Reino de Dios pero, ¿qué es el Reino de Dios?
Una interpretación sostiene que el Reino de Dios es la gracia de Dios en el alma: la gracia de Dios es una participación a la vida de Dios Uno y Trino, que comienza en el momento del bautismo y que se hace más intensa y viva por medio de la fe; en sus inicios esta participación es pequeña, pero luego se hace más grande a medida que la persona crece en la vida de la fe; a medida que la persona crece en la gracia y en la fe, el Reino de Dios se acrecienta cada vez más, hasta quedar configurada en su alma la imagen de Jesucristo, Hijo de Dios. La semilla de mostaza es entonces uno de los elementos de la parábola, y es la gracia de Dios que configura al alma con Cristo.
“El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza”. Por la comunión, recibimos a Jesucristo, Fuente de la Gracia, Gracia Increada, que hace crecer al alma en la gracia; junto a Él vienen las Personas del Padre y del Hijo, que hacen nido en el corazón en gracia.
         Pero además, en esta comparación, hay otra comparación más: “El Reino es como un árbol donde anidan los pájaros” (cfr. Lc 13, 18-21). El Reino de los cielos es como un grano de mostaza: siendo éste inicialmente pequeño, luego crece de tal manera, que se convierte en un frondoso árbol, en donde los pájaros del cielo van a hacer nido en sus ramas.
         Es la idea de algo que, siendo muy modesto y pequeño al inicio, luego crece de forma desmesurada: una semilla aumenta su tamaño cientos de miles de veces hasta convertirse en un árbol, y es tan grande, que da lugar a que los pájaros del cielo aniden en él.
         Esta figura puede aplicarse al alma sin la gracia divina, y con la gracia divina: sin la gracia, el alma es pequeña, insignificante, como pequeño e insignificante es un grano de mostaza, lo cual quiere decir que posee únicamente su limitada y mortal vida humana: conoce, ama, actúa y vive con la estrechez de su naturaleza humana; por el contrario, con la gracia divina, el alma se agiganta de forma desmesurada, puesto que comienza a participar de la vida divina, y así el alma es divinizada por la gracia, de modo tal que deja de vivir una vida puramente humana, para comenzar a vivir, ya desde esta tierra, una vida divina, celestial y sobrenatural.
Pero si el grano de mostaza que se convierte en árbol es el alma humana en gracia; ¿qué representan los pájaros que anidan en sus ramas? ¿Quiénes son estos misteriosos pájaros del cielo? ¿Qué representan, qué simbolizan, estos misteriosos pájaros que anidan en el árbol, el alma que participa de la vida de la Trinidad?
         Los pájaros del cielo, que hacen nido en las ramas del árbol, representan a las Tres Personas de la Trinidad, que inhabitan en el alma en gracia: así como los pájaros encuentran su reposo y su contento en las frondosas ramas, y demuestran su contento con su trinar, así las Personas de la Trinidad encuentran su reposo y su contento en el alma en gracia, y lo demuestran comunicándole algo más grande que el canto de un pájaro, y es la vida y el amor divinos.
         Las aves misteriosas que anidan en el árbol representan a la Trinidad de Personas, que moran en el alma en gracia.
Si el alma se agiganta por la participación en la vida de Dios Uno y Trino, el pájaro que hace su nido en el árbol representa a la misma Trinidad, que viene a hacer morada en el árbol, en el alma que ama a Dios: “Si alguien me ama, Mi Padre y Yo vendremos a Él y haremos morada en Él”.

viernes, 8 de julio de 2011

El sembrador salió a sembrar

En tiempos
de oscuridad espiritual,
la Palabra en tierra fértil
da frutos de adoración
y reparación
por aquellos que no creen,
ni esperan, ni adoran,
ni aman.

“El sembrador salió a sembrar…” (Mt 13, 1-23). El mismo Jesús explica la parábola: el Sembrador es Dios Padre, que esparce la semilla que es su Palabra, por medio de su Hijo Jesús; los diversos tipos de tierras en donde cae la semilla, son diversas almas, bautizados, que escuchan el mensaje evangélico; la semilla que cae a los costados, en las piedras, y en terreno espinoso, son las almas que escuchan la Palabra pero luego por diversas circunstancias, como las tribulaciones o las tentaciones del demonio, dejan la Palabra de Dios de lado, y continúan sus vidas como si Dios no existiese, y como si Dios no hubiera hablado. Por el contrario, la semilla que crece en terreno fértil y da fruto, representa a las almas que ponen por obra lo que han escuchado.

El centro de esta parábola del sembrador es la tierra en donde cae la semilla, es decir, las almas que escuchan la Palabra de Dios, porque de acuerdo a como sea la tierra, fértil o infértil, prosperará o no el mensaje evangélico. La parábola, entonces, va dirigida directamente a los bautizados, a los que pertenecen a la Iglesia, y no a los paganos, a quienes no han escuchado nunca la Palabra de Dios. Son los bautizados quienes, habiendo recibido la Buena Nueva, dan frutos en caridad, comprensión, bondad, construyendo una familia, una sociedad, una civilización, según el querer de Dios y no según el querer humano. Pero también hace referencia a otros cristianos, que habiendo recibido la Palabra de Dios, no la escuchan, y se dejan guiar por criterios mundanos en sus vidas, con lo cual construyen familias, sociedades y civilizaciones, alejadas del querer divino, y construidas según la voluntad humana, lo cual, en el cien por cien de los casos, constituye la ruina para el hombre, porque lo que el hombre quiere, alejado de Dios, va siempre en contra suyo, en contra de su naturaleza, y esto constituye su máxima infelicidad.

Así como la consecuencia de una semilla que no germina, porque se seca por falta de agua y por exceso de sol, es la ausencia de un árbol, que hubiera podido dar abundantes frutos, además de sombra y leña, así las consecuencias de dejar de lado la Palabra de Dios, por parte del Pueblo fiel, son desastrosas, para ese mismo pueblo.

Debido al hecho de que los cristianos, en gran mayoría, han dejado secar la semilla de la Palabra, porque esta no ha encontrado un terreno fértil en sus corazones, el mundo se ha quedado sin Dios, porque los cristianos, llamados a ser “luz del mundo y sal de la tierra”, no han estado a la altura de las circunstancias, no han respondido a lo que Dios les pedía.

Es así como se ha construido una civilización atea y materialista; se han propuesto nuevos valores –que en realidad son anti-valores-, fundados en la satisfacción de las pasiones, en la búsqueda de todos los placeres, en la legitimización de todo tipo de desorden moral.

De este modo, el egoísmo y el odio han reemplazado al amor; la soberbia y la incredulidad han reemplazado la fe; la avaricia y la lujuria han reemplazado la esperanza; el fraude y el engaño han reemplazado la honestidad; la maldad y la dureza de los corazones han reemplazado la bondad. Satanás canta victoria porque ha llevado el pecado a las almas y la división en las familias, en la sociedad, en las naciones y entre las naciones[1].

Las consecuencias de no haber dejado crecer la semilla de la Palabra de Dios en el alma, es el mundo actual, ateo, inhumano, alejado de Dios, que se encamina hacia un futuro sombrío, porque el hombre es incapaz de construir un mundo feliz si está lejos de Dios. Por el contrario, todo lo que el hombre ha construido sin Dios, se vuelve en contra suyo: así, las armas nucleares, que son capaces de destruir el mundo más de mil veces seguidas; las carreras armamentistas, con armas convencionales, han contribuido al estallido de dos grandes guerras mundiales, y están preparando el estallido de la Tercera; los sistemas políticos, financieros y económicos, construidos sin Dios, se han convertido en sistemas de opresión de los países y de las personas más débiles, y en mecanismos para el crecimiento desmedido de la usura internacional; las leyes sin Dios buscan eliminar la vida humana en sus comienzos, por el aborto, y en su final, por la eutanasia; las leyes de educación de niños y jóvenes, y las leyes que autorizan el homomonio, todas leyes sin Dios, propician la transformación del planeta entero en un inmenso Sodoma y Gomorra; las leyes de explotación de la naturaleza, sin Dios, han conducido a esta al borde del exterminio y del aniquilamiento, porque lo que priva es el afán desmedido de lucro; las leyes de los gobiernos ateos y marxistas, sin Dios, oprimen a sus pueblos, porque el hombre no está hecho solo de materia, sino de materia y espíritu.

“El sembrador salió a sembrar…”. En estos tiempos de inmensa oscuridad espiritual, en donde a las negras nubes de la apostasía de numerosísimos bautizados, que ya no quieren ser más hijos de Dios, se le suma el denso y oscuro humo de Satanás, que se ha infiltrado en la Iglesia, oscureciendo todo y provocando en todo confusión, caos y anarquía, uno de los frutos de la Palabra, en una tierra fértil, es la adoración eucarística reparadora, que ofrezca sacrificios, amor y reparación, por tantos ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales son ofendidos diariamente, continuamente, los sacratísimos Corazones de Jesús y de María.


[1] Cfr. A los sacerdotes mis hijos predilectos, editado por P. Gobbi, S., 893.