Mostrando entradas con la etiqueta María. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta María. Mostrar todas las entradas

miércoles, 16 de julio de 2025

“Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


 

(Domingo XVI - TO - Ciclo C - 2025)

         “Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (cfr. Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de los hermanos Lázaro, Marta y María, quienes son sus amigos. Precisamente, por la gran amistad que los hermanos tienen con Jesús y por la importancia que Él tiene en sus vidas, los hermanos lo reciben con frecuencia y con mucho amor. Pero en esta ocasión, sucede algo particular: mientras una de las hermanas, Marta, se esfuerza por tener la casa preparada y acondicionada, para adecuarla a la importancia de la visita y porque además de Jesús viene junto a Él una gran cantidad de gente, a las cuales también hay que atenderlas, se encuentra muy atareada, yendo y viniendo, disponiendo todo en la casa, como suelen hacerlo las amas de casa dedicadas y delicadas para con sus visitas. Lo que sucede es que su hermana María, en vez de atender a Jesús, como lo hace Marta, María se queda contemplándolo, por lo que todo el peso del trabajo de la casa recae en Marta. Esta situación es la que lleva a Marta a pedirle a Jesús que le diga a su hermana María que la ayude: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Contra toda suposición, Jesús no solo no le da la razón a Marta, sino que le responde de la siguiente manera, aprobando explícitamente la actitud de María: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola, es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

         Debemos preguntarnos entonces cuál es la enseñanza que nos deja el Evangelio.

         En relación a su enseñanza, hay algunos autores que ven en las hermanas Marta y María la personificación o representación de dos tipos de vocaciones o de estados dentro de la Iglesia: así, Marta, que sirve a Jesús en medio de la gente, estaría representando a la vocación o al estado laical, cuya característica es servir a Jesús en medio del mundo, ocupándose de las cosas del mundo para llevarlas a Dios, mientras que María, que contempla a Jesús, estaría representando a la vocación religiosa o al estado religioso –sacerdotes, monjas, contemplativos, ermitaños, etc.-, cuya característica esencial es la contemplación divina.

Esta es una buena interpretación de las dos hermanas y en realidad puede ser así, aunque también cabe otra interpretación: Marta y María estarían representando dos estados diferentes de una misma alma. Así, por ejemplo, Marta sería el alma cuando se ocupa de las cosas de la tierra, de su casa, de la familia, del trabajo, del estudio, de las obligaciones cotidianas, o incluso el mismo consagrado o religioso cuando por razones obvias debe ocuparse de cosas mundanas o no relacionadas directamente con la contemplación divina, como por ejemplo, prestar ayuda en la sacristía o en lo que sea necesario en la iglesia, en el templo, en la casa parroquial, etc. María, en cambio, sería esa misma alma, pero en el momento en el que el alma, sea laico o consagrado, se dedica a las cosas de Dios, como por ejemplo: rezar, asistir a Misa, hacer Adoración Eucarística, etc. Entonces, según esta interpretación, Marta y María no representarían a dos estados o  vocaciones distintas dentro de la Iglesia, sino a dos estados diferentes de una misma alma.

         Si es así, debemos preguntarnos entonces cuál de esos dos estados predomina en nosotros, teniendo siempre presentes las palabras de Jesús, que dice que la contemplación que hace María es “la mejor parte”: “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. Es decir, tenemos que preguntarnos si en nosotros predomina Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, o María, que elige contemplar a Cristo, sabiendo que la contemplación de Cristo -como sucede en la Adoración Eucarística- es siempre “la mejor parte”, que lo que se realice en el mundo, aun cuando eso que se realice en el mundo esté orientado a Dios.

         Con relación a esto último, hay que hacer la siguiente consideración: es verdad -y también muy necesario- que las cosas del mundo deben ser atendidas, porque si hacemos las cosas que por nuestro estado debemos hacer, si uno no las hace, no se hacen por sí solas: es necesario preparar la comida, es necesario salir a trabajar para ganar el pan de cada día, es necesario estudiar, para aprender y ser cada vez mejores personas; es decir, es necesario dedicarse a las cosas del mundo -siempre y cuando tengan a Dios por meta y por fin-, porque las cosas del mundo están para que nosotros las manejemos, y si no las manejamos nosotros, nadie lo hará por nosotros.

Todo esto es verdad, pero también es verdad lo que dice Jesús: la parte de María, que es la contemplación divina -que puede ser a través de la Adoración Eucarística, o a través de la meditación guiada por el Santo Rosario-, es “la mejor parte”, y por esta razón también deberíamos de contemplar a Cristo con el mismo empeño, con las mismas fuerzas, y con el mismo amor con el cual nos dedicamos a las cosas del mundo, y todavía más.

María, arrodillada a los pies de Jesús, y contemplándolo, elevando los ojos del cuerpo y del alma a Jesús, representa al alma en sus momentos de oración: ya sea cuando hace oración vocal, o cuando hace oración mental, cuando se dirige a Dios de alguna manera, cuando reza a Dios con el cuerpo, esto es, ofreciendo sus sentidos a su Divina Majestad -es la “oración de los sentidos” de San Ignacio de Loyola- o cuando tiene alguna enfermedad y la ofrece a Cristo Dios para participar de su cruz, cuando asiste a Misa.

El alma es María especialmente cuando en la Santa Misa contempla, arrodillada ante el altar, en el momento de la consagración, a Cristo que renueva su sacrificio en cruz incruenta y sacramentalmente; cuando adora al Hombre-Dios que desde el cielo viene para dejar su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía; cuando alaba y da gracias a Jesús Eucaristía por el inmenso don que le ha hecho de quedarse en la Hostia consagrada; cuando recibe en su corazón, al comulgar, el mar infinito de amor inagotable que brota del Corazón Eucarístico de Jesús como de una fuente celestial. El alma es María cuando contempla a Cristo Eucaristía y se alegra de su Presencia Eucarística, así como se alegran los ángeles y los santos en el cielo por la Presencia misericordiosa, alegre y majestuosa del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

Entonces sí es cierto que las cosas del mundo tienen que ser hechas y que nos tenemos que preocupar y afanar por hacer las cosas -siempre orientándolas a Dios, jamás hacer algo en contra de Dios o fuera de Dios- y es verdad que debemos hacerlas con sacrificio y del modo más perfecto posible, para ofrecerlas a Dios, porque a Dios no se le pueden ofrecer cosas mal hechas, o cosas hechas con pereza, o con mala voluntad, o por obligación: lo que se ofrece a Dios debe ser un verdadero sacrificio, lo cual quiere decir que, sea lo que sea que hagamos, así sea pegar la suela de un zapato o construir un cohete espacial, todo lo debemos hacer de cada a Dios, con el mayor esmero y perfección posible, porque Dios es perfecto y quiere que seamos perfectos, tal como lo dice Jesús: “Sean perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Así vemos cómo, el alma que está llamada a ser como Marta, no tiene las cosas fáciles por el hecho de no ser religiosa; al contrario, debe esforzarse para alcanzar la perfección de la vida cristiana en medio del mundo, para dar testimonio de Cristo Jesús allí donde es llamada por Dios.

Es verdad que tenemos que ser como Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, pero es verdad también que no podemos dejar de ser como María -recordemos que una misma alma puede ser las dos hermanas en dos momentos distintos-, porque María, en la contemplación de Jesús, elige “la mejor parte”. Entonces, como Marta, debemos trabajar y estudiar, debemos preparar la comida y estudiar para aprobar el examen, pero como María, debemos rezar el Rosario, hacer Adoración Eucarística, asistir a la Santa Misa, sabiendo que “la parte de María” es siempre “la mejor”. Si nos ocupamos de las cosas del mundo, como tenemos que hacerlo, no podemos dejar que estas cosas del mundo abarquen toda nuestra vida; es más, debemos procurar que la contemplación de Cristo, como lo hace María, esto es, la oración, la meditación, la contemplación, la Adoración Eucarística, el rezo del Rosario, la asistencia a Misa, la recepción de la Eucaristía con piedad, devoción y amor, para fundir el propio corazón con el Corazón Eucarístico de Cristo, sea el centro de nuestra vida.

Una y otra vía, tanto la de Marta como la de María, son válidas para la unión en el Amor del Espíritu Santo con Cristo, aunque debemos procurar ser menos como Marta, y más como María.

        


domingo, 4 de octubre de 2020

“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”

 


“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Mientras Marta está ocupada en los preparativos para los invitados a comer, María, su hermana, está a los pies de Jesús, contemplándolo en éxtasis de amor. Marta le pide a Jesús que intervenga y le diga a su hermana que la ayude, pero Jesús, lejos de hacerlo, aprueba la acción de María: “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. En las dos hermanas están representadas dos acciones de una misma alma: la actividad apostólica, que requiere de movimiento y desplazamiento, y la contemplación en la adoración eucarística, que requiere recogimiento y silencio interior. Ambas acciones son necesarias en la Iglesia, pero en las palabras de Jesús, la adoración eucarística es mejor que la actividad apostólica. De ahí la necesidad de que en los poblados existan conventos con religiosos contemplativos, o también comunidades de laicos que, en sus ocupaciones diarias, hagan de la adoración eucarística su actividad central.

“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. Tanto el apostolado activo, en el mundo, como la adoración eucarística, realizada en el silencio y en el recogimiento, son necesarias para la actividad de la Iglesia encaminada a la salvación de las almas, pero de las dos, la adoración eucarística es la “mejor parte”. Procuremos, en medio de las actividades diarias y cotidianas, dedicar un momento para la contemplación, en la adoración de Jesús Eucaristía, a imitación de María, que eligió la “mejor parte”.

domingo, 26 de julio de 2020

“María eligió la mejor parte y nadie se la quitará”




“María eligió la mejor parte y nadie se la quitará” (Lc 10, 38-42). Mientras Marta se ocupa de las labores de la casa para atender a los huéspedes y al mismo Jesús, María en cambio se queda a los pies de Jesús, arrodillada y contemplándolo. Esto motiva la queja de Marta a Jesús, pidiéndole que le diga a su hermana que la ayude en las tareas. Lejos de consentir con el pedido de Marta, como cabría de esperar, Jesús da una respuesta enigmática, que justifica la actitud de María: “María eligió la mejor parte y nadie se la quitará”. ¿Por qué razón Jesús contesta de esta manera? Porque la contemplación de Dios -en este caso, de Cristo Dios- es superior a la actividad apostólica. En otras palabras, en las dos hermanas, Marta y María, podemos ver las dos grandes ramas de la espiritualidad católica, la activa y apostólica, que además de la oración se encarga de obras de misericordia, y la espiritualidad contemplativa, cuya principal actividad es la oración contemplativa, de ahí que la oración, la meditación y la adoración eucarística sean el centro de su actividad.
En las dos hermanas podemos ver también a una misma alma en dos momentos distintos de la vida: un momento de actividad apostólica, que sería el obrar de Marta, y un momento de oración contemplativa y de adoración eucarística, que sería la oración contemplativa de María.
“María eligió la mejor parte y nadie se la quitará”. En la Iglesia, toda alma puede tener algo de Marta y algo de María. Ahora bien, siendo necesarias las dos, la mejor parte, como lo dice Jesús, es la parte que eligió María, esto es, la adoración eucarística.

miércoles, 9 de octubre de 2019

"María ha elegido la mejor parte"



         Jesús va a casa de sus amigos María, Marta y Lázaro (cfr. Lc 10, 38-42). Mientras Marta se dedica con afán a alistar todo para recibir a los huéspedes, María sin embargo se queda a los pies de Jesús, contemplándolo, lo cual provoca la queja de Marta. Sin embargo Jesús, lejos de darle la razón a Marta, como debería ser según la lógica humana, le da la razón a María. ¿Qué podemos ver representado o simbolizado, en esta escena del Evangelio, sucedida realmente? En las hermanas que tienen distintas actitudes en relación a Jesús, se pueden ver representadas distintas vocaciones o también distintos estados del alma. Por ejemplo, pueden estar representadas las distintas vocaciones entre los hombres, unos, como laicos, santificándose en medio de las cosas del mundo y estarían representados en Marta y los otros, los religiosos, que estarían representados en María; también estarían representadas las dos grandes vocaciones dentro de los consagrados, en la Iglesia: Marta representaría a los religiosos de vida apostólica y María representaría a los religiosos de vida contemplativa. Por último, ambas hermanas estarían representando a una misma alma en distintos momentos en relación a Jesús: mientras está en las cosas del mundo, sería Marta, en tanto que cuando reza o hace adoración eucarística, sería como María.
         “María se ha quedado con la mejor parte”. La contemplación y la adoración son objetivamente mejores que la vida apostólica en medio del mundo. Sin embargo, lo importante es, por un lado, descubrir a cuál vocación o estado de vida nos llama Dios en particular; por otro lado, lo que importa es también tener en cuenta que si bien la contemplación es objetivamente mejor que la vida apostólica, lo que la hace cualitativamente mejor, a los ojos de Dios, a ambas, es el amor con el que se realiza.
         “María se ha quedado con la mejor parte”. Sea cual sea la vocación a la que Dios nos llame, hagámosla con amor a Jesús, ya que eso es lo único que cuenta a los ojos de Dios.

sábado, 20 de julio de 2019

“Marta, Marta, te preocupas por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”



(Domingo XVI - TO - Ciclo C – 2019)

         “Marta, Marta, te preocupas por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos, Marta, María y Lázaro. Mientras Marta se ocupa de los quehaceres de la casa, disponiendo todo para que Jesús y sus discípulos se encuentren cómodos, María se queda a los pies de Jesús, contemplándolo y escuchando sus enseñanzas. Esto motiva la queja de Marta, quien le dice a Jesús que le diga a su hermana que la ayude, a lo que Jesús responde: “Marta, Marta, te preocupas por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”. Es decir, mientras Marta hace algo que es necesario –disponer la casa y preparar la comida para Jesús y los invitados-, María al parecer “pierde tiempo” o “no hace nada”, puesto que se queda a los pies de Jesús, contemplándolo y escuchando sus enseñanzas. Sin embargo, a pesar de que esto es –al menos en apariencia- verdaderamente así, Jesús, en vez de decirle a María que ayude a Marta, no sólo no le dice nada, sino que afirma que lo que María hace, contemplarlo y escuchar sus palabras, es “la mejor parte” y que “no le será quitada”.
         En esta escena evangélica se pueden ver dos cosas: por un lado, las dos caras de una misma alma en relación a Jesús; por otro lado, la división que existe entre los carismas de la Iglesia, entre apostólicos o activos, en medio del mundo, que estarían representados en Marta y, por otro lado, los contemplativos o religiosos de clausura, que estarían representados en María. Lo que hay que decir es que las dos acciones de las hermanas son necesarias, puesto que Jesús no dice que lo que hace Marta no tiene importancia: sólo dice que la contemplación de María “es la mejor parte”, lo cual quiere decir que la acción de Marta también es considerada positivamente por Nuestro Señor.
         En cuanto a la representación de dos facetas de una misma alma, Marta, en su ocupación con las tareas de la casa, estaría representando al alma que, en medio del mundo, se ocupa de las cosas de Jesús, porque Marta no trabaja para ella, sino para agradar a Jesús. Así, sería el alma que, en medio de sus ocupaciones según su estado de vida, dedica sin embargo un pensamiento a Jesús, ofreciendo su trabajo a Jesús y santificándose en medio del trabajo. Es necesaria esta ocupación de Marta, porque es de sentido común que de las cosas del mundo alguien debe ocuparse y es esto lo que hace Marta, aunque el detalle distintivo es que lo hace siempre pensando en Jesús. A su vez, María sería esta misma alma cuando, haciendo una pausa en las tareas del hogar, dedica un tiempo y una hora específicos para rezar, para leer la Escritura, para meditar en la Palabra de Dios, para leer vidas de santos, etc.  Es decir, Marta sería la faceta activa del alma, mientras que María sería la faceta contemplativa.
         En la otra interpretación, en la que Marta representaría a los religiosos activos, es decir, a los que desarrollan su tarea evangelizadora en medio del mundo, María sería la que representaría a los religiosos contemplativos, que dedican sus días a la oración, a la adoración eucarística y a la contemplación. También aquí no puede decirse que las dos no sean útiles y necesarias, porque ambas son útiles y necesarias, aunque en las palabras de Jesús, la contemplación –la adoración eucarística y la meditación de la Palabra de Dios- es “la mejor parte”. Los monasterios de monjes y monjas contemplativos son tan necesarios al cuerpo de una nación, como lo es el corazón al cuerpo de un hombre, de ahí su importancia.
         “Marta, Marta, te preocupas por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”. Si se toma la escena evangélica como dos aspectos de una misma persona, sepamos que la adoración eucarística es la “mejor parte” de todas las tareas que tengamos para hacer, por lo que debemos siempre dedicarle un tiempo de nuestras ocupaciones; si se toma como haciendo referencia a las dos ramas, la contemplativa y la apostólica, sepamos que la contemplativa es también “la mejor parte” y de tal manera, que podemos decir que si nosotros, el conjunto de la población que formamos a Marta, respiramos y podemos amar a Dios, se lo debemos a estos monasterios en donde el Amor de Dios lo ocupa todo, desde el primero hasta el último lugar. Por esto mismo, hagamos todo lo posible para apoyar su labor de contemplación y adoración.

martes, 3 de enero de 2017

Infraoctava de Navidad 4 2016


         El Evangelio narra que José y María, con la Virgen ya pronta a dar a luz, recorrieron las posadas de Belén en busca de refugio, calor, reposo, pero no encontraron lugar en ellas: “no había sitio para ellos en el mesón” (cfr. Lc 2, 7). Las posadas ricas de Belén, bien iluminadas, calefaccionadas, llenas de gente despreocupada, en donde resuenan las risotadas, en donde se baila y se festeja mundanamente, en donde no hay lugar para Dios que está por nacer, representa a los corazones de los hombres sin Dios y que no aman a Dios y que no quieren recibir a Dios en sus vidas; las posadas ricas de Belén, que no tienen lugar para recibir al Niño Dios que ha de nacer, representan a los hombres mundanos, cuyos corazones están llenos de amores mundanos, profanos, y en cuyas vidas no hay cabida para Dios, porque su lugar está reemplazado por ídolos: el dinero, el placer, el goce desenfrenado de las pasiones, las alegrías ilícitas y perversas. Como en las posadas ricas de Belén, en estos corazones no hay lugar para Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 20), porque sólo hay amor egoísta de sí mismo.
         Por el contrario, el pobre Portal de Belén, un refugio de animales –un buey y un asno-, oscuro, frío, indigno de ser habitado por el hombre, con restos de deshechos fisiológicos de los animales, representa al corazón del hombre pecador, el hombre que también está sin Dios, como el hombre mundano, pero que a diferencia de este, desea ardientemente recibir a su Dios que nace, ofreciéndole la pobre miseria de su corazón, considerándose indigno de la Presencia de Dios en él, humillándose en su miseria y pobreza, pero no obstante –o más bien, a causa de su miseria y pobreza-, abre sus puertas de par en par a Dios, para que Dios Niño purifique su corazón con su gracia, lo ilumine con su gloria, lo vivifique con su Vida divina.
         ¿Cómo saber si nuestro corazón es un corazón sin Dios y que no desea recibir a Dios, como las ricas posadas de Belén o, por el contrario, es un corazón de un pecador, y por eso sin Dios, pero que desea recibir a Dios, a pesar de su miseria y pecado?
Si dejamos entrar a María Virgen en nuestras almas, porque La que trae a Jesús, en su seno virginal y purísimo, es la Madre de Dios. Si abrimos las puertas de nuestros corazones a María Santísima, entonces nuestros pobres y míseros corazones serán como el Portal de Belén, porque en ellos nacerá, por la gracia, Aquel ante el cual los ángeles se postran en adoración día y noche, el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.


martes, 4 de octubre de 2016

“María se ha quedado con la mejor parte, y no le será quitada”


“María se ha quedado con la mejor parte, y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Siempre en relación a Jesús, las dos hermanas asumen comportamientos muy distintos: mientras María se queda “sentada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra” y contemplándolo, Marta, por el contrario, se ocupa de atender a los comensales. Esto motiva la queja de Marta: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Es decir, Marta considera que María debería dejar de hacer lo que hace –escuchar la Palabra de Dios y contemplar a Jesús-, para ayudarla. Lejos de secundarla en su petición, Jesús no solo aprueba el comportamiento de María, sino que afirma que “es la mejor parte”: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.
¿Cuál es el mensaje que nos deja este Evangelio? Para poder captar el mensaje de este Evangelio, podemos decir que las dos hermanas representan dos estilos de vida dentro de la Iglesia: los laicos, ocupados en las cosas del mundo, estarían representados por Marta; los consagrados, ocupados de las cosas del Señor, estarían representados en María. También podríamos decir que representan, dentro de los consagrados, a las dos vertientes posibles: los consagrados de vida apostólica, es decir, los que no pertenecen a la vida contemplativa y, por lo tanto, están “en el mundo”, aunque “sin ser del mundo” –representados por Marta- y los consagrados que pertenecen a la vida contemplativa, aislados del mundo para, precisamente, rezar más y estar más cerca del Dios de la Eucaristía, Jesucristo –estarían representados por María-. Por último, podemos decir que ambas hermanas representan a una misma alma, que ama a Jesús, pero en dos momentos distintos de su propia vida: cuando se ocupa de las cosas temporales y materiales, sería Marta; cuando medita la Palabra de Dios y hace adoración eucarística, sería María.
Ahora bien, no cabe duda de que ambas hermanas aman a Jesús, aunque demuestran su amor de modo distinto: Marta, ocupándose de cosas temporales orientadas a Jesús –se preocupa por preparar la comida y disponer la mesa para Jesús y los discípulos-, mientras que María demuestra su amor a Jesús escuchándolo y contemplándolo. De estas dos formas de demostrar el amor a Jesús, la mejor, porque se concentra más en la Persona de Jesús, en su mensaje evangélico y en la adoración eucarística, es la que elige María, según las propias palabras de Jesús: “María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

“Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”. En nuestros días, caracterizados por la actividad mundana que se vuelve cada vez más frenética, y en los que la oración y la adoración eucarística son dejadas de lado por una inmensa mayoría de cristianos, es conveniente detenernos un instante, contemplar a María e imitarla, es decir, meditar la Palabra de Dios y hacer Adoración Eucarística.

sábado, 16 de julio de 2016

“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”


Cristo en casa de Marta y María,
(Matthias Musson)

(Domingo XVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María, en Betania. Una vez allí, el Evangelio relata dos acciones totalmente diversas entre una y otra hermana: “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Es decir, mientras María está a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplándolo, Marta, por el contrario, está “muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Contrariamente a lo que podría pensarse, Jesús no solo no reprocha la actitud de María –para Marta, su hermana debería ayudarla, en vez de contemplar y escuchar a Jesús-, sino que resalta y destaca el valor de lo que hace, esto es, contemplarlo y escuchar la Palabra de Dios.
         ¿Qué significa esta escena evangélica?
La actitud de las dos hermanas, Marta y María, en relación a Jesús, pueden significar varias cosas. Pueden significar, por ejemplo, dos vocaciones religiosas distintas, contemplativos y activos; pueden significar dos llamados a la santidad, sea la vocación religiosa –María- y la vocación seglar –Marta, que aunque no lo contempla, trabaja igualmente para el Señor-; finalmente, pueden representar también dos estados o momentos distintos, de una misma alma: María, cuando el alma, iluminada por la gracia, ora, ama, adora y contempla a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, ya sea en la cruz o en la Eucaristía; Marta, cuando el alma, en vez de orar, se ocupa de sus deberes de estado, aunque siempre teniendo, en la mente y en el corazón, a Jesús.
Ahora bien, de los estados, dice el mismo Jesucristo, es mejor –“la mejor parte”- el de María, esto es, la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación de Cristo, y es en este sentido en el que se expresa San Buenaventura, cuando dice que Cristo es el camino para ir a Dios.
En un escrito, San Buenaventura da la clave para que el alma pueda llegar a Dios, y esa clave es la contemplación de Cristo crucificado, puesto que Cristo es, dice San Buenaventura, “el camino y la puerta (…) la escalera y el vehículo”[1] que conducen a Dios. Quien contempla a Cristo crucificado, dice San Buenaventura, con fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso, desde el desierto de esta vida, al paraíso, y compara al alma que esto hace, con el Pueblo Elegido que atravesó el Mar Rojo y caminó por el desierto alimentándose con el maná caído del cielo: el cayado con el que el cristiano abre las aguas del Mar Rojo y atraviesa el desierto de la vida  para salir de la esclavitud del pecado, representado en la esclavitud de Egipto, es la Cruz, y el Maná que lo alimenta en su peregrinar a la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial, es la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y es así cómo el cristiano realiza la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, estando aún en esta vida, comenzando a vivir, ya en esta vida, un “paraíso en la tierra”. Dice así San Buenaventura: “El que mira plenamente (a Cristo) y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2]. Para San Buenaventura, como vemos, el “paraíso en la tierra”, es la contemplación, con fe y con amor, de Cristo crucificado, y también la alimentación del alma con la Eucaristía,
Quien contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el paso de esta vida a la eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea perfecto, es necesario dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que sea el Espíritu Santo en Persona quien infunda los misterios supraracionales del Verbo de Dios encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[3]. No quiere decir el santo que la contemplación sea una actividad irracional, sino que, al tratarse de un misterio divino absoluto, es supraracional y sólo el Espíritu Santo puede iluminar e ilustrar al alma con los misterios del Hijo de Dios encarnado, y esa es la razón por la cual el alma debe “abandonar toda especulación de orden intelectual”, para que sea el Espíritu Santo el que actúe. Es esto lo que hace María, arrodillada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplando su Santa Faz.
La contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos”[4]. Esto quiere decir que la contemplación de Cristo y el conocimiento de sus misterios, no es obra que surja del hombre, sino que es obra de la gracia, que al hacerla partícipe de la vida divina trinitaria, hace que el alma conozca a Dios como Dios se conoce a sí mismo, y eso es un conocimiento imposible de lograr por las solas fuerzas humanas.
Pero en la contemplación de Cristo, el Espíritu Santo no solo ilumina el intelecto para que así pueda realizar la Pascua –esto es, el “paso” de este mundo al Padre-, sino que al mismo tiempo, enciende al alma en el Amor de Dios, y para esto es necesario desear morir a nosotros mismos; es necesario desear morir al hombre viejo, al hombre apegado a esta vida terrena, para así poder desear y amar la vida eterna contenida en Cristo Jesús. Esta tarea sólo la puede realizar el Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, y así lo dice San Buenaventura: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5]. San Buenaventura dice algo muy fuerte: que debemos “amar la muerte”, y luego nos anima a morir: “muramos”, pero es la muerte a nuestro propio yo, a nuestras preocupaciones terrenas, nuestros deseos y nuestras imaginaciones, porque se trata de morir al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que nace “del agua y del Espíritu”, el hombre regenerado por la gracia santificante contenida en la Sangre de Jesús y derramada en el alma por los sacramentos.
Culmina San Buenaventura afirmando que, una vez contemplado el Padre por medio de Cristo y por obra del Espíritu Santo, habremos llegado a nuestra Jerusalén, es decir, habremos encontrado lo que deseaba nuestra alma, y eso nos basta como cristianos: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “Eso nos basta”; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna”[6]. Es decir, para el católico, lo único que es necesario en esta vida, es la contemplación de Cristo crucificado –nosotros podemos agregar, también la contemplación y adoración del Cristo Eucarístico, es decir, la adoración eucarística-, y no necesita absolutamente nada más en esta tierra, porque llegar al Padre, por Cristo, en el Amor del Espíritu Santo, es ya vivir, en anticipo, la alegría, el gozo y el amor de la eterna bienaventuranza, y es esta la razón por la cual dice que Jesús que la “parte de María”, hermana de Marta, que es la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación y adoración de esa Palabra, crucificada en el Calvario y oculta, gloriosa, en la Eucaristía, es “la mejor parte”.




[1] Opúsculo Sobre el itinerario de la mente hacia Dios, Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.

[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

martes, 6 de octubre de 2015

“María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


“María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos, los hermanos Lázaro, Marta y María. Ante el ingreso de Jesús en la casa, las dos hermanas, Marta y María, realizan acciones opuestas. Mientras María se queda a los pies de Jesús, contemplándolo y “escuchando su Palabra” –es decir, en una actitud aparentemente pasiva-, Marta, por el contrario, se esfuerza por atender a los invitados, con todo lo que esto implica –lavar, cocinar, barrer, etc.-; llegado un momento, la actividad de Marta es tanta, que le pide a Jesús que interceda para que la ayude en los quehaceres hogareños. Jesús da una respuesta un tanto desconcertante, a primera vista: no solo no da lugar a la petición de Marta, sino que le dice que “se afana por muchas cosas y una sola es necesaria”, lo que hace María, esto es, contemplarlo y escuchar su Palabra. Al final de la frase, Jesús dice algo todavía más enigmático, pero que finalmente ayuda a dilucidar el porqué de su respuesta: “María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada”.
Para entender esta escena evangélica, podemos decir que las dos hermanas representan, ya sea la vocación religiosa –la vida consagrada, María-, ya sea la vida secular –la vocación al matrimonio, Marta; pueden representar también, dentro de la vida consagrada, los dos estados en los que esta se subdivide, como la vida apostólica –Marta- o la vida contemplativa –María; por último, podríamos decir que las dos hermanas representan a dos estados del alma, en diferentes momentos: María representaría un momento contemplativo de Jesucristo, Palabra del Padre, como lo es la adoración eucarística, por ejemplo; Marta, a su vez, podría representar los momentos de vida activa, en los que el alma busca la santificación, pero por medio del trabajo ordinario.
Es decir, en las dos hermanas, estarían representados todos los estados de vida en la Iglesia, llamados a la santidad.

Ahora bien, ¿por qué Jesús dice que María “eligió” la mejor parte? Porque toda vocación a la santidad es una gracia que Dios da gratuitamente y de las gracias concedidas, María eligió la contemplación, antes que la vida activa. ¿Y por qué es “la mejor parte”? ¿Acaso Marta no representa también la santidad? Sí, pero Marta representa la santidad que se busca en las cosas del mundo y la busca a través de ellas, es decir, busca a Jesús Dios por medio del mundo; en cambio, María busca a Jesús en sí mismo, no por medio de intermediarios. Y también la parte que elige María –amar, contemplar y adorar al Verbo de Dios- es “la mejor”, porque María anticipa el estado del alma bienaventurada, lo que harán los que salven sus almas gracias al sacrificio en cruz del Cordero: contemplarán al Cordero “como degollado” por los siglos, amarán y adorarán eternamente a la Palabra de Dios Encarnada.

miércoles, 12 de agosto de 2015

“Donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”


“Donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). Jesús revela la maravillosa realidad de la oración comunitaria: Él se hace presente, en Persona, cuando “dos o tres” se reúnen a orar en su Nombre. Pero además, quienes pidan en oración al Padre de Jesús, Dios Padre, “obtendrán lo que piden”. Estos dos motivos –la Presencia del Señor y la obtención “de lo que se pida”, siempre y cuando sea acorde a la Voluntad de Dios y a la salvación del alma, se entiende-, son un estímulo para rezar comunitariamente –lo cual no invalida la oración personal-, aunque continuaría siendo un hecho maravilloso este tipo de oración, aun cuando Dios Padre no nos concediera lo que pedimos, porque debería ser motivo suficiente la Presencia del Sagrado Corazón de Jesús en medio nuestro. 
Pero hay otro hecho que hace a la oración comunitaria todavía más atractiva, si cabe, y se deriva de la respuesta a esta pregunta ¿cuál es la razón por la cual, quienes recen comunitariamente, “obtendrán lo que piden”? 
Porque cuando se reúnen “dos o más” para rezar, allí está presente Jesús y si está presente Jesús, también está presente la Madre de Jesús, la Virgen, porque donde está el Hijo está la Madre; donde está el Sagrado Corazón, está el Inmaculado Corazón -puesto que ambos Sagrados Corazones están unidos por el invisible hilo de oro del Amor de Dios, el Espíritu Santo- y como la Virgen es la Medianera de todas las gracias, lo que se pide se obtiene por mediación de María, Aquella a quien su Hijo nada le niega, siempre que convenga para la salvación de las almas y mayor gloria de Dios.
Ahora bien, esta realidad maravillosa de la oración comunitaria, por la cual se hace Presente en Persona Nuestro Señor Jesucristo, se cumple también en la Santa Misa, oración comunitaria por excelencia, pues es toda la Iglesia la que ora a su Señor, pero con una diferencia: mientras en las reuniones de oración comunitaria son las personas las que “atraen” la Presencia del Señor, en la Santa Misa, es el Espíritu Santo quien convoca al Pueblo fiel, para que se reúna en torno al altar del sacrificio, en el cual se hará Presente Jesús de una forma especial: con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Santo Sacramento del altar, la Eucaristía, renovando de modo incruento, sobre el altar eucarístico, su Santo Sacrificio de la Cruz. Y por supuesto, al igual que en la oración comunitaria, en la que también estaba presente la Madre de Dios, también está presente, de un modo misterioso, pero no menos real, la Virgen Santísima, que está al pie de la cruz, en el altar eucarístico, así como estuvo al pie de la cruz, en el Monte Calvario.

“Donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”. Jesús presente en medio nuestro, dispuesto a darnos, por su Amor y el de Dios Padre, el Espíritu Santo, y por intercesión de María, “lo que pidamos”. ¿Qué esperamos para orar con nuestros hermanos? ¿Qué esperamos para asistir a la Santa Misa, el Nuevo Monte Calvario?

viernes, 26 de diciembre de 2014

La Sagrada Familia de Jesús, María y José


         El Nacimiento del Niño Dios convierte, al matrimonio meramente legal de María y José, en familia, la “Sagrada Familia de Nazareth”. La Iglesia propone, para su contemplación e imitación, a esta Sagrada Familia, y la propone como modelo para toda familia cristiana. ¿Cuál es la razón por la que esta Sagrada Familia es modelo? Porque en esta familia, todo es santo y todo es santo, porque todo gira en torno a Jesucristo, todo está centrado en Jesucristo y al estar todo centrado en Jesucristo, todo es santo, porque es Él quien todo lo santifica: la madre de esta familia es santa, porque la Virgen ha sido concebida en gracia e inmaculada, en virtud de los méritos de la Pasión de su Hijo y por es Virgen Santísima, y es Madre al mismo tiempo, pero como es Madre de Dios –en la concepción del Niño Dios no hubo intervención de varón, pues Jesús es el Hijo de Dios, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de María, Madre y Virgen-, es Madre Santísima, porque la Madre de Dios no puede tener ni la más mínima impureza de la malicia del pecado; San José, el Padre adoptivo del Niño y esposo meramente legal de la Virgen, es el varón casto, puro y santo, porque él también está inhabitado por el Espíritu Santo, para cumplir esta doble función que le ha sido encargada por la Trinidad: la de ser esposo meramente legal de la Virgen y la de ser el padre humano y adoptivo del Hijo Eterno del Padre; San José es el padre humano que habrá de cuidar y enseñar a su Hijo, que es Dios, como hace todo padre humano con sus hijos, y así reemplaza a Dios en su función de padre en la tierra; por último, el Hijo de esta familia, Jesús, también es santo, es Dios Hijo, tres veces santo y fuente de toda santidad.
         Entonces, todo en esta familia está centrado en Jesucristo, que es Dios Hijo encarnado; todo tiende a Él y de Él brota toda paz, toda gracia, toda alegría y todo amor, por eso la Sagrada Familia es modelo de amor a Jesucristo para toda familia cristiana y así es el modelo de cómo deben ser los padres y los hijos cristianos. Si los padres quieren aprender cómo tratar a sus hijos según la Ley del Amor de Dios, solo tienen que contemplar a la Sagrada Familia; si los hijos quieren aprender cómo amar a los padres en la Ley del Amor de Dios, todo lo que tienen que hacer, es contemplar al Hijo de esta familia, Jesús, para imitarlo.
En esta familia, todo lo que es humano está santificado por la gracia, y lo divino, lo que viene del cielo, que es el Hijo de esta familia, Jesús, está unido indisolublemente a lo humano y santifica todo lo humano, de manera tal que las pequeñas cosas de todos los días y las relaciones y el trato entre los integrantes de esta Familia Santa, están permeadas y respiran santidad y amor de Dios. Así, la Sagrada Familia es modelo para todas las familias que quieran vivir en la paz, en la alegría, en el amor y en la santidad de Dios.
         Todos y cada uno de los integrantes de esta Sagrada Familia, son modelos insuperables de santidad: la madre de esta familia, la Virgen, es Madre de Dios, y es modelo de maternidad para toda madre, porque la Virgen amó y acompañó a su hijo desde la Encarnación, hasta su muerte en cruz, así como fue también la primera en contemplar a su Hijo resucitado.
         San José es modelo de esposo casto y de padre de familia: de esposo casto, porque su matrimonio con la Virgen fue meramente legal, y de padre de familia, porque hasta su muerte, que ocurrió antes que Jesús saliera a predicar, fue esposo y padre ejemplar, cuidando de la Sagrada Familia con toda dedicación y con todo el amor de su casto y santo corazón. José es así modelo para todo padre cristiano, pero es también modelo para todo cristiano en su relación con Jesús, en su trato cotidiano con el Verbo de Dios encarnado, en un doble aspecto: la cotidianeidad en el trato con Jesús y la contemplación del misterio de saber que ese Jesús al que trata todos los días como a su hijo, como hace cualquier padre con su hijo, es Dios encarnado, que se hace hombre sin dejar de ser Dios.
José es modelo entonces para todo cristiano en su relación con Jesús, porque si bien José educa y cuida a su Hijo con el amor de padre, no puede, al mismo tiempo, dejar de considerar y de asombrarse por el misterio insondable que significa que ese Niño, ese Joven, al que él educa como a su Hijo, es Dios Hijo y se ha encarnado y vive en el tiempo y en el espacio; es decir, José, aún viviendo la rutina de todos los días en el trato con su Hijo, no deja de contemplar el misterio sagrado que se encierra en este Niño, en este Joven, que es su Hijo, pero que es a la vez su Creador, su Dios y su Padre. Así, José es modelo para la relación del cristiano con la Eucaristía: la cotidianeidad no debe ocultar ni opacar el misterio insondable que significa que la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, glorioso y resucitado, que se dona con todo su Ser trinitario y con todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Al igual que San José, el cristiano no puede nunca “acostumbrarse” rutinariamente a su trato y no puede, tampoco, dejar de asombrarse y maravillarse por el Don Eucarístico, que es el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, bajo las apariencias de pan.
         A su vez, Jesús, el Niño Dios, es modelo y ejemplo insuperable para todo niño y para todo joven en la relación para con sus padres, relación que debe estar basada en el amor filial y que se encuentra establecida en el Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”, porque la honra se basa en el amor. El amor de Jesús hacia sus padres terrenos, la Virgen y San José, se demuestra y se vive en las relaciones de todos los días: en el trato cariñoso  y en la obediencia filial basada en al amor –por ejemplo a la Virgen la acompañaba al mercado, a comprar los alimentos con los cuales habrían de preparar la comida de todos los días, y esto lo hacía con amor-, en la colaboración alegre y esforzada en las tareas hogareñas -y también en el trabajo, puesto que ayudaba a San José en el taller de carpintería, y esto, desde muy pequeño-, en el don del cariño, de la sonrisa, de la amabilidad y de la ternura hacia sus padres.
Además, Jesús, el hijo de esta familia, es modelo ideal de hijo, porque no solo nunca ni siquiera tuvo ni el más pequeñísimo gesto de impaciencia para con sus padres, sino que, llevado por el amor a ellos, ofrendó su vida en la cruz por sus padres, por la Virgen y por San José, su padre adoptivo. Por ese motivo, es modelo ideal de hijo para todo hijo que desee amar a sus padres con el Amor mismo de Jesús.
La Sagrada Familia ofrece a su Hijo, para el sacrificio de la cruz y como Pan de Vida eterna, y así es ejemplo para toda familia cristiana que, por un deber de justicia, debe consagrar sus hijos a Dios, para que cumplan la Voluntad de Dios en sus vidas –sea en el matrimonio, sea en la vida consagrada-, así como lo hizo la Sagrada Familia de Nazareth, que consagrando su Hijo a Dios, al nacer, en la ceremonia de la Presentación del Niño, donó a su Hijo, primero en la cruz y luego  y luego en la Santa Misa, para la salvación del mundo.
Así como en la Familia Santa de Nazareth todo es santo, así también en la familia católica, todos sus integrantes deben ser santos, y esta santidad inicia con la gracia santificante que se otorga en los sacramentos –en este caso, el Bautismo, el Sacramento de la Penitencia y la Eucaristía- y esta santidad, la obtiene la familia católica viviendo en gracia santificante, recurriendo al sacramento de la confesión y obrando la misericordia según sus posibilidades como núcleo familiar.
La Iglesia propone entones la contemplación de la Sagrada Familia de Nazareth, para su imitación y ejemplo para que la familia cristiana no solo no tenga como meta objetivos mundanos, propios de quienes no conocen a Jesucristo, sino para que alcance la meta final, para la cual Dios la ha puesto en esta vida: entrar en comunión de vida y amor con la Familia Divina, las Tres Personas de la Santísima Trinidad, en los cielos.

domingo, 13 de abril de 2014

Lunes Santo


(Ciclo A - 2014)
“Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura” (Jn 12, 1-11). A medida que avanza la Semana Santa, aparece el tema de la muerte de Jesús, introducido por Él mismo, al responder al falso escándalo de Judas Iscariote, ya que éste lo que quería no era vender el perfume para dárselo a los pobres, sino robarlo para quedarse con el dinero. Jesús profetiza su muerte: el perfume era para el día de su sepultura, pero María se ha adelantado y la ha derramado con antelación. De esta manera, María cumple un gesto profético: derrama el perfume de nardo, muy costoso, en los pies de Jesús, y los seca con sus cabellos. Por lo tanto, surge la pregunta: si lo tenía reservado para el día de su sepultura: ¿por qué se adelanta y lo derrama ahora?
La respuesta surgirá a través del tema introducido por el mismo Jesús: la profecía de su propia muerte. Jesús sabe que va a morir y es lo que acaba de profetizar. Los sacerdotes judíos han tomado ya la decisión de matar a Jesús y han pactado ya con Judas Iscariote la traición. A su vez, también Dios Padre quiere que su Hijo muera en la cruz para salvar a los hombres. Tanto las tinieblas como la luz convergen en la muerte de Jesús. Todos los acontecimientos se dirigen hacia la muerte de Jesús. Pero en esta muerte de Jesús, resultará triunfante la Vida divina que late en lo más profundo de su Ser divino trinitario, oculto en su naturaleza humana, unida a su naturaleza divina. Jesús no es un simple hombre, sino Dios Hijo unido a una naturaleza humana, el cuerpo y el alma de Jesús de Nazareth. Por medio de la muerte de Jesús de Nazareth, el Verbo de Dios insuflará su Vida divina a su naturaleza humana muerta y tendida en el sepulcro el Domingo de Resurrección y así la muerte del hombre quedará vencida para siempre por la Vida divina. Pero antes Jesús deberá pasar por la amargura de la Pasión, por la dolorosísima agonía y muerte de la cruz, por medio de la cual rescatará a la humanidad.
“Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura”. La palabra “muerte” resuena, implícita y explícitamente en el ambiente a medida que la Semana Santa se inicia y se adentra: “los sacerdotes querían matarlo”; los sacerdotes querían matar también a Lázaro”; “Judas lo traiciona a muerte”; “Jesús profetiza su muerte porque anuncia su sepultura”. Parece que la muerte triunfa inexorable sobre los hombres pero como la muerte es el fruto de la tentación consentida a la Serpiente Antigua, pareciera que el que triunfa sobre los hombres de modo irreversible es el Dragón infernal. Pero precisamente en el gesto profético de María, en la ruptura del frasco de perfume de nardo y en el derramar el perfume en los pies de Jesús, está la respuesta a la pregunta de por qué María rompe el frasco y derrama el perfume ahora y no cuando Jesús esté muerto: es el preanuncio divino de que el Hombre-Dios, que es la Vida divina en sí misma, vencerá a la muerte y a las tinieblas vivientes y resucitará al tercer día y ya no morirá jamás. El perfume de nardos que invade la casa de los amigos de Jesús preanuncia que en el sepulcro de Jesús jamás se percibirá el hedor de la muerte y que por el contrario, que en el sepulcro de Jesús, florecerá y resplandecerá la Vida y la gloria divina –por eso dice “la casa se llenó de perfume”- que nos será comunicada en los cielos, en la otra vida y que en esta se nos comunica, incoada, en la Eucaristía. 

martes, 18 de marzo de 2014

“José, no temas recibir a María, porque lo que ha sido engendrado en Ella, proviene del Espíritu Santo”


“José, no temas recibir a María, porque lo que ha sido engendrado en Ella, proviene del Espíritu Santo” (Mt 1, 16. 18-2. 24). El ángel de Dios anuncia en sueños a José que María ha concebido por obra y gracia del Espíritu y que por lo tanto el Hijo de sus entrañas es Dios Hijo. Solo de esa manera, José vence el resquemor y la desconfianza hacia María, llevando a María a su casa para vivir con Ella y así dar inicio al plan divino de salvación del que él mismo formaba parte.
La actitud inicial de José, de rechazo injustificado a María, representa a una multitud de católicos y no católicos que rechazan a la Virgen como Madre de Dios, como Medianera de todas las gracias, como Inmaculada Concepción, como Llena de Gracia, como Tabernáculo del Altísimo, como Corredentora, como Madre de toda la humanidad, como Celestial Capitana, como Vencedora de las huestes infernales, Reina de los Ángeles, como Madre de la Iglesia, en fin, en todos sus innumerables títulos y prerrogativas que le pertenecen a la Virgen por ser Ella simplemente la Madre de Jesús, el Hombre-Dios. Sin embargo, San José, luego de conocer la Voluntad de Dios, manifestada a través de la comunicación del ángel en el sueño, no duda en recibir a la Virgen en su casa y nunca jamás vuelve a osar manifestar la más ligerísima duda o sospecha sobre María. 
Es por esto que San José, en este Evangelio, es ejemplo de sumisión a la Voluntad de Dios y es así que ya no tenemos necesidad de que se nos aparezca un ángel para que recibamos a María en nuestra casa, es decir, en nuestro corazón, porque ya lo hizo San José por nosotros para darnos ejemplo. Entonces, a ejemplo de San José, recibamos a la Virgen María, abramos las puertas de nuestras casas, de nuestros corazones, de par en par, para que entre María Virgen, que junto con Ella viene lo que ha sido engendrado en Ella por obra y gracia del Espíritu Santo, Cristo Jesús, el Hijo de Dios.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Las 7 Palabras de Jesús en la Cruz - Meditaciones para Semana Santa



         
Primera Palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).  En la Primera Palabra de la Cruz, dirigida al Padre, Jesús revela la inmensidad del Amor divino a los hombres porque implora perdón y misericordia para nosotros, que con nuestros pecados le quitamos la vida. Dice Santo Tomás que la mayor injuria que puede sufrir un hombre es el ser privado de la vida, y eso es lo que nosotros, los hombres, hacemos con el Hombre-Dios: le privamos de su vida terrena, lo matamos, lo asesinamos, come tiendo deicidio, dándole una muerte ignominiosa, crucificándolo. Para quien diga que el pecado no tiene consecuencias, no tiene otra cosa que hacer que contemplar a Cristo crucificado, sus llagas, sus heridas abiertas, su Sangre, sus hematomas, sus golpes, su agonía, su muerte. El pecado, nacido en el corazón del hombre –“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”, dice Jesús- tiene tanta fuerza, que es capaz de quitar la vida al Creador de toda vida, a la Vida Increada, Cristo Jesús. Ese pecado, que nace con tanta fuerza destructiva, que termina por matar a Jesús, no es ajeno a nosotros; por el contrario, nace de nuestro corazón y es la causa directa de la muerte de Jesús en la Cruz. Por este motivo, somos nosotros, los hombres, todos y cada uno de los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido el último día de la historia humana, los responsables y causantes directos del deicidio, de la muerte del Hombre-Dios Jesucristo. Cada pecado nuestro, tanto el personal como el social, deja una huella en el Cuerpo de Jesús, y contribuye a su Muerte en Cruz: un enojo, una impaciencia, una muestra de fastidio, se traducen en una bofetada, en un escupitajo, en un bastonazo dado a Jesús; un pecado mortal, de cualquier especie, se traduce en la corona de espinas que taladra su cuero cabelludo, o en los clavos de hierro que perforan sus manos y sus pies, y son los causantes de su agonía. Los pecados de los hombres –de los niños, de los jóvenes, de los ancianos-, los pecados míos personales, los pecados de toda la humanidad, se traducen en la mano levantada y descargada con furia y rabia sobre Jesús. En el cachetazo del siervo de Caifás, que le produce un corte en el rostro, están todos los pecados de ira, de orgullo, de soberbia, contra la majestad de Dios; en la corona de espinas están los pecados de los malos pensamientos; en su espalda destrozada por la flagelación están los pecados carnales; en las manos y pies perforados por los clavos de hierro están los pecados de toda clase cometidos con las manos, y los pasos dados con malicia para ejecutar el mal.
Es por este motivo que Jesús dice: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Nadie puede decir que está libre de pecado; por lo tanto, todos y cada uno tenemos pecados, y esos pecados son los que han llevado a la crucifixión y muerte de Jesús en la Cruz; todos somos responsables, en mayor o en menor grado, de la muerte de Jesús. Este es el motivo por el que en la primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, estamos comprendidos nosotros, porque aunque no vemos la relación que hay entre nuestros pecados personales y la muerte de Jesús en la Cruz, son estos pecados los que hacen morir a Jesús.
En la primera palabra se ve el Amor infinito de Dios, porque Jesús, en vez de pedir al Padre el justo castigo que por su deicidio merecíamos, implora el perdón divino para todos los hombres. Jesús no dice: “Padre, castígalos; han cometido un crimen horrible con sus pecados, todos los hombres, desde el primero al último, y por lo tanto merecen ser castigados con todo el rigor de la Justicia Divina; Tú eres un Dios Justo, castígalos”. Jesús no solo no dice esto, sino que dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Jesús apela a la Divina Misericordia; habla con el Corazón al Corazón del Padre, para que el Padre derrame sobre los hombres su Amor infinito. La primera palabra muestra que en el Corazón de Jesús no solo no hay ni la más pequeña sombra de rencor, de enojo, de deseos de venganza porque le es quitada la vida, sino que sobreabundan el Amor y la Misericordia, fuentes del perdón inagotable que Dios da a los hombres a través suyo.
La primera palabra revela el Amor misericordioso de Dios hacia los hombres, porque en vez de pedir justicia, Jesús pide misericordia y perdón para quienes le quitan la vida: “Padre, perdónalos”, y además busca justificar nuestro obrar, alegando a nuestro favor la suprema ignorancia del mal que cometemos y en el que estamos envueltos: “No saben lo que hacen”.
La ofuscación de la mente, por la cual se le torna sumamente difícil el conocer la Verdad en su máximo esplendor, es la razón esgrimida por Jesús para implorar el perdón a Dios Padre: “No saben lo que hacen”. El pecado es oscuridad y tinieblas, y como tal, cubre con un denso y oscuro manto negro a la inteligencia del hombre, que es en sí misma como una luz débil y mortecina, y si en sí misma es ya débil, esta debilidad se ve potenciada por la oscuridad del pecado. El hombre no ve la Verdad de Dios en la Creación, que con su hermosura y perfección le habla de Dios a cada paso, y mucho menos ve la Verdad de Dios revelada en Cristo, Sabiduría encarnada, a lo cual se el suma la voluntad debilitada como la inteligencia, por el pecado original, para desear el bien, y así, aunque sabe que algo está mal, desea ese mal y lo obra, cometiendo el pecado y agrediendo a Cristo Jesús.
La primera palabra es entonces una palabra de Amor, de Misericordia y de perdón, y la Presencia de Cristo en la Cruz es la garantía absoluta de que, a pesar de la potente maldad de nuestros corazones, que tiene tanta fuerza como para matar al Hombre-Dios en la Cruz, Dios Trino nos perdona. La Sangre de Cristo derramada en la Cruz es el signo más contundente de que Dios nos perdona, pero también es el signo por el cual y en el cual debemos perdonar a nuestros prójimos, porque no se puede recibir el perdón de Dios y, al mismo tiempo, negar el perdón a los hermanos. Si Cristo nos perdona desde la Cruz, habiéndole nosotros quitado su vida humana; si Dios Padre nos perdona en Cristo, habiéndole nosotros matado al Hijo de su Amor; si Dios Espíritu Santo nos perdona, donándose Él mismo en Persona, en la Sangre de Jesús derramada en la Cruz, habiéndole nosotros quitado a quien Él ama con el Padre con Amor eterno, entonces no tenemos ningún motivo ni justificativo para no perdonar a nuestros prójimos, a nuestros enemigos, aún cuando estos cometan contra nosotros los peores crímenes.
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Un buen ejercicio espiritual para vivir en Semana Santa –y en todo el año- es repetir, arrodillados ante la Cruz, la primera palabra de Jesús, aplicándola a todo prójimo que nos haya hecho algún mal, para así participar del perdón redentor de Cristo Jesús.

Segunda Palabra: “En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Jesús dirige la segunda palabra de la Cruz al ladrón arrepentido, el cual, momentos antes, respondiendo a la gracia de la contrición perfecta recibida por el sacrificio de Jesús, defiende a Jesús de las acusaciones del mal ladrón, se reconoce pecador, reconoce a Jesús como Rey y Salvador, y pide clemencia a Jesús. Ayuda a apreciar la inmensidad del don que encierra la segunda palabra de Jesús, la sucesión del diálogo entablado por el buen ladrón con el ladrón impenitente y con Jesús; además, el buen ladrón es ejemplo de pecador que obtiene la gracia del arrepentimiento perfecto.  
Antes de dirigirse a Jesús, el ladrón arrepentido escucha las burlas que los judíos y los soldados hacen a Jesús: “Y el pueblo estaba allí mirando; y aun los gobernantes se burlaban de Él, diciendo: ‘A otros salvó; que se salve a sí mismo si este es el Cristo de Dios, su Escogido’. Los soldados también se burlaban de Él, acercándose y ofreciéndole vinagre, y diciendo: ‘Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo’. Había también una inscripción sobre Él, que decía: ‘ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS’. Y uno de los malhechores que estaban colgados allí le lanzaba insultos, diciendo: ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!”. Los judíos, los soldados y el mal ladrón, en quienes están representados el Pueblo Elegido, los paganos y los cristianos apóstatas, respectivamente, reniegan de Cristo y su Cruz, y no lo reconocen como a su Rey, pero esto no queda sin consecuencias, porque quien niega a Cristo como Rey, niega también la Cruz, y por eso es que le dicen “se baje de la Cruz y que se salve sin la Cruz”.
En estos están representados todos aquellos que piden una salvación sin Cruz; son los que quieren vivir la vida cómodamente, sin seguir a Jesús camino del Calvario, es decir, sin negarse a sí mismos, sin tomar la Cruz, sin negar sus pasiones. Son los que quieren vivir sin Cruz, apegados a la tierra y a las pasiones descontroladas, a los vicios y a los pecados. Son los que pretenden que Jesús es tan misericordioso, que se puede vivir en el pecado, sin crucificar las pasiones, porque Cristo salva sin la Cruz. Es el justificativo que se inventan los malos cristianos, aquellos que no quieren renunciar a sus pasiones y que por lo tanto no quieren ser crucificados en la carne, junto a Cristo Jesús.
Luego de escucharlos, el buen ladrón interviene en defensa de Jesús: “Pero el otro le contestó, y reprendiéndole, dijo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena?”. Le reprocha al mal ladrón su falta de piedad y temor de Dios: “¿No temes tú a Dios”. Hay que tener en cuenta que el buen ladrón está también crucificado, motivo por el cual su testimonio se engrandece aún más, siendo ejemplo de amor a la Cruz. Luego le dice: “Y nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha hecho”. Se reconoce pecador y acepta el justo juicio de Dios, sin renegar de él: “recibimos lo que merecemos por nuestros hechos”. El buen ladrón acepta que la cruz es el castigo merecido por los pecados, e inmediatamente después, acepta a Cristo crucificado como al Salvador, con lo cual comprende y acepta que la Cruz, que era castigo de Dios, en Cristo se convierte en bendición y en puerta abierta al cielo: “Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces El le dijo: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 35-43).
La segunda palabra de Jesús en la Cruz es entonces la palabra que Jesús dirige a todo aquel que, como el buen ladrón, se reconoce pecador e implora piedad y misericordia a Jesús.
Lo que engrandece la fe del buen ladrón es que reconoce a Jesús como Rey y Salvador en el momento en el que Jesús aparece, humanamente, derrotado y vencido[1]. No lo reconoce en un momento de esplendor y gloria, como la Transfiguración en el Tabor, o ya resucitado el Domingo de Gloria; reconoce a Jesús como su Salvador en la humillación, en el dolor y en la amargura de la Cruz. El mérito de la fe del buen ladrón es que no se deja llevar por la razón humana, como sí lo hace el mal ladrón, los judíos y los soldados, que se burlan de Jesús y no creen en su condición de Salvador. Mientras estos le dicen que “se baje de la Cruz”, porque precisamente no pueden creer que un hombre crucificado, humillado, vencido, rodeado por sus enemigos, agonizante, pueda vencer, el buen ladrón, por el contrario, iluminado por la luz de la fe y habiendo recibido la gracia de la contrición perfecto del corazón, reconoce en Cristo crucificado a su Rey y Salvador. Debido a la fortaleza de su fe, y a pesar de estar él mismo crucificado, no le pide que “se baje de la Cruz”, sino que le dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. El buen ladrón sabe que Cristo ha de morir en poco tiempo, pero sabe también, por la luz de la fe, que habrá de resucitar; sabe que por la Cruz se llega a la Luz; sabe que no todo termina en la Cruz, sino que luego de la Cruz viene la Resurrección. El mérito del buen ladrón no es simplemente no renegar de la Cruz, o simplemente soportar el estar crucificado: su mérito es ver en la Cruz de Cristo y en Cristo crucificado el camino abierto al cielo; es ver que la Cruz es el camino único al Paraíso; sabe que Jesús morirá y que le granjeará la entrada al Paraíso luego de resucitar, por eso no le pide que se baje de la Cruz, sino que siga en la Cruz y que muera en la Cruz, para que pueda salvarlo.
En la segunda palabra de Jesús “En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso”, además apreciar el valor infinito de la Cruz, porque Jesús salva al buen ladrón en la Cruz, el cristiano tiene un ejemplo de vida en el buen ladrón: es fiel a la gracia santificante, que le concede el arrepentimiento perfecto del corazón y el dolor de sus pecados; reconoce en Cristo a su Rey y Salvador; no reniega de su cruz y tampoco de la Cruz de Jesús; ve en la Cruz la Puerta abierta para el Paraíso; acepta con fe y con amor el don que Jesús le hace de compartir su Cruz; estando él crucificado, implora clemencia a Jesús; no tiene temor ni respetos humanos en defender a Jesús ante el ataque de sus enemigos; busca la conversión del mal ladrón, tratando de hacerle ver su punto de vista equivocado; se reconoce pecador y que como pecador, tiene merecido el castigo de la cruz, pero al mismo tiempo, no ve la cruz como una maldición, sino como una bendición, porque Cristo la ha santificado y la ha convertido en el Umbral del Paraíso y en Puerta abierta al Reino de los cielos.
“En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Jesús dice la segunda palabra a un pecador arrepentido. Que nosotros somos pecadores, eso es seguro y está fuera de duda. Que nos arrepintamos, y con una contrición perfecta, es una gracia que debemos pedir en Semana Santa a San Dimas, suplicándole que interceda por nosotros ante Jesús, para que al final de nuestros días, podamos escuchar estas mismas palabras de su boca.

Tercera palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27). Son las más dulces y tranquilizadoras palabras dichas por Jesús en lo más crudo de la tribulación de la Cruz, porque aseguran la protección amorosísima de María Santísima, no solo como Madre de Jesús, sino como propia y verdaderamente Madre nuestra. Jesús pronuncia esta palabra a la Virgen y a Juan: a la Virgen, encargándole que adopte como hijos suyos, nacidos al pie de la Cruz, a toda la humanidad; a Juan, como premio a su condición de discípulo fiel, que no lo abandona en las amargas horas de la Pasión. Jesús le concede a María, que se queda sin su Hijo, un hijo para que lo adopte con el mismo amor maternal con el que lo amó a Él, y para que lo cuide y acompañe en el peregrinar de esta vida terrena hacia la eternidad, así como lo cuidó y lo acompañó a Él en su Via Crucis, camino hacia el Reino de los cielos; a Juan, que se quedó sin Jesús, su Padre y Maestro, le da como Madre amorosa a la Madre de la Sabiduría encarnada, para que le enseñe la Sabiduría de Dios, la Sabiduría de la Cruz, más sabia que la necedad de los hombres.
Jesús en el Apocalipsis dice: “Yo hago nuevas todas las cosas”, y María es la Nueva Eva, la Nueva Madre de los vivientes, nacida del costado traspasado del Segundo Adán, Jesús, del Amor de su Sagrado Corazón, que viene a reemplazar a la primera Eva, nacida del costado del primer Adán, Eva primera que de madre de vivientes en que había sido constituida por Dios, se convirtió por libre voluntad en madre de muerte, porque al oír la voz del Seductor, la Serpiente Antigua, dio entrada al pecado y el fruto del pecado es la muerte, del alma primero y del cuerpo después, y de ambos, para siempre, en el Averno.
A diferencia de la primera Eva, María Nueva Eva engendrará a los hombres para la vida y la vida eterna, y este engendrar virginal y espiritual de la Virgen será en medio de dolores más intensos que los dolores de parto, porque serán los dolores de la Cruz; la primera Eva también dio a luz a sus hijos con dolor, pero el dolor era consecuencia del pecado; la Nueva Eva, María, concibe a sus hijos en el dolor de la Cruz, que es un dolor salvífico y redentor, dolor santificante que santifica y da sentido a todo dolor humano, porque está bendecido y santificado el dolor por el dolor del Hombre-Dios Jesucristo, “Varón de dolores” (Is 53, 3).
La primera Eva escuchó la voz de la serpiente y desoyó la Voz de Dios, y por haber escuchado Eva a la serpiente, por haber prestado oídos al Ángel caído y haber cerrado el corazón al mandato divino, que le mandaba en el Amor, dio entrada al pestilente viento del pecado, de la muerte y de la corrupción, y así los hombres perdieron la amistad con Dios, que era su más hermoso Paraíso, y vieron cerradas para siempre las puertas del Cielo.
La Nueva Eva, María, es enemiga mortal de la Serpiente Antigua, y habrá de aplastar su soberbia cabeza al fin de los tiempos, con su pie, porque le ha sido comunicado toda la fuerza de la Omnipotencia divina. Puesto que es enemiga mortal de la Serpiente, no la escucha ni jamás habrá de escucharla, pero sí escucha, desde su Inmaculada Concepción, desde su creación en gracia, la Voz de Dios, y sólo a Él le obedece; así, siendo la Fiel cumplidora de la Voluntad divina, a la que ama por sobre todas las cosas, la Virgen se convierte, por ser Ella Inmaculada y Llena de gracia, en Portal de gracias, en Dispensadora y Medianera de todas las gracias, gracias que son como torrentes inagotables de vida divina que surgiendo como de una manantial inagotable del Corazón traspasado de Jesús, se vuelcan todas en su Corazón Inmaculado, y desde allí se derraman incontenibles sobre los hombres, vivificando con nueva vida, con vida eterna, los corazones muertos de los hombres, nacidos de la primera Eva.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. La Virgen, luego de que su Hijo muere en la Cruz y es depuesto de ella, lo tendrá entre sus brazos, dándole el último adiós antes de ser sepultado, porque el que era la Vida Increada, a causa del odio deicida de los hombres, ha muerto para dar vida a los hombres que estaban muertos por el pecado de la primera Eva y del primer Adán.
Pero luego de tener en sus brazos a su Hijo Jesús muerto, la Virgen, constituida por el mismo Jesús como Madre de todos los hombres, tendrá entre sus brazos a todos y cada uno de los hombres, nacidos a la vida de la gracia al pie de la Cruz, y como a niños recién nacidos los amamantará con la leche de la gracia divina, dispensándoles todas las gracias que necesitan para su salvación, aunque esto lo hará sólo con aquellos que, mansa y humildemente, vueltos como niños pequeñísimos e hijos adoptivos de Dios, se dejen guiar por esta tierna y amorosa Madre. Jesús dijo en el Evangelio: “El que no se haga como niño, no entrará en el Reino de los cielos”, por eso no alcanzará la salvación quien piense que ha alcanzado la mayoría de edad espiritual; sólo los que sean como niños pequeños, que se reconozcan necesitados de todo, que reconozcan que necesitan a Dios en todo momento y circunstancia, y que de Él depende el respirar y el existir a cada segundo de la vida, sólo ése entrará en el Reino; sólo quien reconozca que necesita de una Madre celestial como María Virgen, que lo acune entre sus brazos y lo estreche contra su Corazón, y lo alimente con el alimento de la Palabra de Dios, tal como una madre hace con su hijo recién nacido, sólo ése entrará en el Reino de los cielos.
Al pie de la Cruz, la Virgen se convierte en Madre de todos los hombres, por eso todo hombre la tiene por madre, y todo hombre debe recurrir a Ella, como un hijo pequeñísimo, si quiere salvarse. Para esto, se necesita ser configurado a imagen y semejanza de Jesús, “manso y humilde de corazón”, y la Única que puede lograr esta maravillosa transformación del corazón humano, negro, frío, orgulloso, duro como una piedra, en una copia del Corazón de Jesús, manso, misericordioso y humilde, es la Virgen Madre, de ahí la necesidad imperiosa de acudir a Ella en todo momento.
“Hijo, ahí tienes a tu madre”. Jesús dirige la tercera palabra de la Cruz, además de a su Madre, a aquél discípulo que, si bien ha crecido ya biológicamente, se ha convertido sin embargo en niño por la gracia,  y puede por lo tanto ver y amar a la Virgen con la misma inocencia y el mismo amor con el que Jesús la amaba en la tierra.
Jesús muere y pasa de la tierra al cielo, de la Cruz  a la luz, pero en Juan convierte a los hombres de todos los tiempos en hijos de la Virgen, para que su Madre no se quede sin hijos para cuidar, alimentar, educar, guiar, amar.
El hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, tiene el privilegio de tener a María como Madre, y Ella se encarga de criarlo y educarlo con la Sabiduría de la Cruz, de alimentarlo con la Sangre de Jesús, y de guiarlo, de la Cruz a la luz.
Por este motivo, el hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, porque tiene una Madre como María, que le enseña la Sabiduría de la Cruz, conoce la Verdad de Dios revelada en Cristo Jesús, y por eso mismo no se extraviará nunca en los oscuros senderos de la apostasía, del ateísmo, del gnosticismo, del neo-paganismo, del materialismo, y de la adoración idolátrica del mundo y de las creaturas. Por el contrario, vivirá siempre, en medio de las tinieblas del mundo, iluminado por el potente rayo de luz divina que brota del Corazón traspasado de Jesús, y así las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y del mal, jamás lo alcanzarán.
El hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, porque tiene una Madre Virgen como María, que lo alimenta con manjares exquisitos, la leche de la gracia santificante y el Pan de Vida eterna, no experimentará jamás el hambre de Dios que experimentan quienes no lo conocen, porque este alimento exquisito satisface con creces el deseo que de Dios tiene toda alma, y así crecerá robusto y rozagante, en medio de la hambruna generalizada que es el alimentarse de cualquier alimento que no sea el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, alimento que por otra parte a un hijo de María jamás le faltará, porque la preocupación única y exclusiva de esta Madre tiernísima es que su hijo adoptivo, al que tomó en brazos estando al pie de la Cruz, se alimente siempre y únicamente de la Eucaristía.
El hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, es guiado y acompañado por esta Madre amantísima, María, a lo largo del único Camino que conduce al cielo, el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, camino que está señalado por la Sangre de Jesús, el Camino seguro de la Cruz, que es la negación de sí mismo, para ir en pos de Cristo, que va adelante en dirección al Calvario, y por eso no se extraviará nunca en los oscuros y anchos caminos del mundo, caminos espaciosos, fáciles de andar, porque todo es jolgorio, diversión insana, satisfacción de pasiones incontroladas; camino brillante, porque está pavimentado con monedas de oro y de plata, y en cuyas cunetas florecen los billetes de dinero como si de árboles frondosos se tratara, y de los cuales todos pueden tomar a su gusto lo que quieran; camino sin preocupaciones por vivir los Mandamientos de Dios, porque se cumplen los mandamientos de Satanás, que son más fáciles y divertidos de cumplir, y con mucho menos esfuerzo; camino tapizado de espejos de colores brillantes y figuras parlantes, televisores plasma, pantallas de computadoras, de Play Station, y de multitud de inventos tecnológicos que hacen la vida menos aburrida y también apartada de Dios; camino en el que no hace falta ni amar a Dios ni al prójimo, o en todo caso, se cambia ese mandamiento por el mandamiento de Satanás: “Ama al dinero y a ti mismo, y haz lo que quieras sin que nada te importe”. Este camino, ancho y espacioso, recorrido fácilmente entre jolgorios, risotadas, brumas de alcohol y nubes de humo de tabaco y drogas, finaliza abruptamente, y es reemplazado por un pozo oscuro y maloliente, en el que arden las llamas que jamás se apagan, en el que el gusano que corroe y vuelve pútrido lo que toca, no muere nunca, y en donde las risotadas y alegrías mundanas son reemplazadas para siempre por el “llanto y rechinar de dientes”, por el dolor y la tristeza que no finalizan jamás.
Un hijo de María, nacido al pie de la Cruz, mientras se mantenga en brazos de María, estará seguro no solo de no recorrer nunca el ancho camino de la perdición, sino que sabe que, tomado de la mano de María y fortalecido por su amor maternal, recorrerá el Camino de la Cruz, camino estrecho y fatigoso, duro de recorrer y cansador, porque es en subida y a los costados hay filosas piedras que provocan profundos cortes, a lo que se suma el peso de la Cruz, pero el hijo de María sabe que, guiado por María, llegará al Calvario para ser crucificado con Jesús, para luego resucitar con Él a la vida eterna. El hijo de María sabe que de la Cruz se va a la luz.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre”. Semana Santa es el tiempo de gracia para vivir, por la oración y la penitencia, la caridad y la compasión, nuestra condición de hijos de María Virgen, nacidos al pie de la Cruz como fruto del Amor de Dios, manifestado en la tercera palabra de la Cruz.

Cuarta palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). En la cuarta palabra de la Cruz, Jesús se dirige nuevamente al Padre, tal como lo hizo en la primera, pero esta vez, a diferencia de la primera, en la que pedía por quienes lo crucificaban, pide por sí mismo o, más bien, pregunta a Dios por el aparente abandono en el que se encuentra. Para entender el sentido sobrenatural de la pregunta de Jesús, hay que tener en cuenta la constitución íntima de Jesús: Él es el Hombre-Dios; es Dios Hijo encarnado, que asume una naturaleza humana, sin dejar de ser Dios; no es un hombre bueno, ni santo, ni siquiera el más santo entre todos los santos: es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha asumido una naturaleza humana en su Persona divina, y por lo tanto, sus pensamientos, deseos, acciones, son los pensamientos, deseos y acciones de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, no los de un hombre cualquiera. Si Jesús fuera solamente un hombre más entre tantos –destacado por su bondad, por su santidad, pero sólo un hombre más entre tantos-, la cuarta palabra de la Cruz reflejaría solamente el estado de angustia de un hombre bueno que ve que humanamente está todo perdido pero, como tiene fe en Dios, aun en esta situación, en vez de rebelarse contra Dios, le pregunta simplemente porqué lo ha abandonado, porqué ha permitido que sus enemigos triunfen sobre él. Si Jesús fuera solamente un hombre más, la cuarta palabra se explicaría por el hecho de que toma conciencia de que está a punto de morir a causa de las heridas recibidas y también por la misma crucifixión, y que ha sido abandonado por sus discípulos, ha sido traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido golpeado, flagelado, insultado, coronado de espinas, finalmente crucificado, y que él, a pesar de todo, se ha mantenido siempre fiel a Dios, e incluso en los momentos más duros de la Pasión ha entonado cantos e himnos de alabanza y en ningún momento ha renegado de Dios. Como hombre, se ha mostrado siempre fiel, deseando cumplir la Voluntad de Dios, aun cuando esa voluntad era contraria a su naturaleza humana, pero siempre ha hecho prevalecer la Voluntad de Dios, como en el Huerto de Getsemaní, en donde a pesar de no querer beber del cáliz, acepta hacerlo porque es lo que Dios quiere: “Si es posible, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi Voluntad, sino la tuya”. Si Jesús fuera solo un hombre, estando suspendido de la Cruz y a punto de morir, repasaría todos los momentos en los que fue fiel a Dios y vería cómo ahora, que es cuando más lo necesita, Dios parece ausente, parece haberse retirado, porque es evidente que sus enemigos han triunfado sobre él. Es tanta la tribulación y es tan profundo el abatimiento, el dolor y la tristeza, y es tan estridente el silencio de Dios, que Jesús exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y si él fuera solo un hombre, esta exclamación sería solo el reflejo del estado de su alma, pero nada más.
Sin embargo, como enseña la fe de la Iglesia, Jesús no es un hombre cualquiera, ni un hombre santo: es el Hombre-Dios, y esto cambia radicalmente el sentido de la cuarta palabra de la Cruz.
Para poder apreciar su significado último, hay que considerar que Jesús, siendo el Hombre-Dios, desde el momento mismo de la creación de su naturaleza humana en el seno de María Virgen, momento en el que al mismo tiempo se produce la Encarnación del Verbo y esa naturaleza humana fue unida a la Persona del Verbo, por este hecho, por la unión hipostática o personal, su alma humana gozó siempre de la visión beatífica, visión que es en sí misma fuente inagotable de paz, de amor, de alegría. En otras palabras: desde el instante mismo de la Encarnación del Verbo, creación del alma y cuerpo humanos de Jesús, y asunción de esta naturaleza humana en la Persona divina del Hijo de Dios, el alma humana de Jesús de Nazareth vivió siempre gozando de la visión beatífica, contemplando la esencia misma de Dios y su Acto de Ser trinitario, visión y contemplación que le provocaban inimaginables gozos y alegrías celestiales.
Sin embargo, en las horas de la Pasión, y particularmente en el momento de la agonía y de la muerte, esta visión beatífica que de la divinidad gozaba el alma humana de Jesús, por un misterioso designio divino, se oscurece, de modo que el Hombre-Dios experimenta, en su alma humana, la ausencia de Dios. Esta ausencia de Dios es la que se produce en el hombre a causa del pecado, pero el hombre no lo percibe porque esta ausencia es insensible, en el sentido de no ser percibida por los sentidos ni por la afectividad: el hombre peca y no “siente” nada; no experimenta sensiblemente el efecto del pecado, que es la separación de Dios. Ahora bien, como Dios es la Vida Increada misma y la Causa Primera de toda vida creatural, al separarse el hombre de aquello que es la Fuente de la vida, Dios, experimenta en su alma una dolorosísima y tristísima agonía. Esto sucede en la realidad en cada pecado, y sobre todo en el pecado mortal, pecado por el cual se interrumpe en su totalidad la conexión vital del hombre con Dios Creador y fuente de vida, pero como no se percibe sensiblemente, el hombre piensa que el pecado no trae otra consecuencia que un sentimiento de culpa que, en las conciencias más endurecidas, desaparece totalmente.
Jesús, en la agonía de la Cruz, quiere experimentar los efectos del pecado en el alma, es decir, quiere experimentar la ruptura de la comunión con Dios que el pecado provoca en el alma, ruptura que es un oscurecimiento de la visión espiritual y un corte abrupto con la fuente de vida que es Dios. Ahora bien, puesto que es Dios Hijo encarnado, Jesús no experimenta este alejamiento de Dios a causa de su pecado, que no lo tiene en absoluto, ya que es imposible de toda imposibilidad que el Hijo de Dios encarnado cometa un pecado; quiere experimentar esta sensación de alejamiento y abandono de Dios, porque Jesús ha asumido la naturaleza humana, menos el pecado, para redimirla, para santificarla, para hacerla “nueva” según sus palabras en el Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (21, 5), y para poder hacerla “nueva”, para re-crearla según el plan divino, debe experimentar y sufrir en sí mismo la agonía y la muerte del hombre, para poder destruir la muerte y así infundir nueva vida, su propia vida, la vida de la gracia, al hombre que muere.
El sentido entonces de la cuarta palabra de Jesús en la Cruz es el de redimir al hombre en su totalidad, comprendida la muerte; Jesús experimenta el abandono que todos los hombres experimentan en la muerte, para destruir la muerte y darnos la vida eterna, y este es el fundamento de por qué para el cristiano la muerte no es nunca sinónimo de desesperación, sino de esperanza confiada y serena en una vida nueva.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pregunta Jesús a Dios Padre, al experimentar su abandono, y esto es así porque aunque Dios no lo haya abandonado ni por un instante, Jesús siente en carne propia las consecuencias del pecado, que es el abandono de Dios. Pero si Dios se hace sentir en su abandono, hay alguien que no abandona a Jesús ni por un instante, y es María Virgen, quien permanece al pie de la Cruz, acompañando a su Hijo en las amargos horas de su agonía y muerte, endulzando con su maternal presencia las últimas horas de vida terrena de su Hijo. La meditación de la cuarta palabra nos hace ver que la muerte de Jesús en la Cruz destruyó nuestra muerte y que Dios, aunque parece ausente, no está nunca ausente, y la prueba es la presencia de María Santísima al pie de la Cruz. El abandono que experimenta Jesús en su agonía y muerte, es para que nosotros, en nuestra propia agonía y muerte -pero también en toda situación de tribulación, y sobre todo en tribulaciones extremas, en donde todo parezca humanamente perdido- seamos confortados por su infinita misericordia y por la compañía de María y estemos seguros de que, unidos a Jesús y a María hasta los últimos instantes de la vida terrena, seremos capaces de vencer toda tribulación y también a la muerte, para así entrar en el Reino de los cielos, para gozar de la eterna compañía de Dios Trino.

Quinta palabra: “¡Tengo sed!” (Jn 19, 28). La Quinta Palabra de Jesús se refiere a la sed intensa que experimenta en la Cruz: “Tengo sed”. La causa primera de su sed es corporal, física, y se debe a que su Cuerpo ha perdido abundante volumen líquido a causa de la Pasión: ha sido golpeado con extrema violencia –los golpes provocan extravasación de sangre, la cual se acumula en los tejidos, provocando el hematoma; si el hematoma es muy grande, el volumen sanguíneo disminuye, y esta disminución es uno de los causantes de la sed-, ha sido flagelado inhumanamente, sin un mínimo grado de compasión; hace días que no bebe porque sus captores le han negado alimentos y bebidas, e incluso han derramado el agua que la Verónica le había acercado en una de sus caídas en el Via Crucis; ha perdido líquido del organismo a causa del sudor, pero también a causa del sudor de sangre en el Huerto de los Olivos y a causa de la abundante y continua hemorragia que suponen sus heridas abiertas y distribuidas por todo el cuerpo, empezando por las heridas profundas y cortantes provocadas por las agudas y gruesas espinas de su corona y siguiendo luego por las heridas del rostro, del torso, de la espalda, de los hombros, de brazos y manos, de los muslos y de las piernas, además de las heridas abiertas por los clavos que le perforan manos y pies. Es decir, la sed de Jesús está provocada por una doble causa: mientras por un lado sus captores le han negado cualquier clase de alimentos y bebidas, con lo cual no ha ingerido nada de agua desde el Jueves a la noche, por otra parte, ha perdido abundante líquido a través del sudor común, del sudor de sangre, y de la hemorragia continua de sus heridas; a esto se le suman la fiebre y los escalofríos, producidos por la absorción de sangre extravasada en los tejidos (hematomas), causa de aumento de la temperatura corporal.
Pero la sed está causada también, según Luisa Piccarretta, por la intensidad del Fuego de Amor que desde su Sagrado Corazón se extiende como llamas de fuego incontrolable que consumen de Amor al Hombre-Dios y que le seca todos sus humores, así como el fuego seca y consume por el ardor al cordero que se está asando. La sed está provocada ante todo por el Fuego de Amor ardiente que el Hombre-Dios experimenta por las almas, y la intensidad y ardor de ese fuego puede ser percibido por quien se abraza a la Cruz. Dice Luisa Piccarretta, quien comenta así la Quinta Palabra de Jesús en la Cruz: “Jesús mío, crucificado y moribundo, abrazado a tu cruz, siento el fuego que devora toda tu Divina Persona; tu Corazón late con tanta violencia que levantándote las costillas te atormenta de un modo tan desgarrador y horrible, que toda tu santísima humanidad sufre una transformación tal que te deja irreconocible. El amor que arde en tu Corazón te seca y te quema totalmente, y tú, no pudiendo contenerlo, sientes la fuerza de su tormento; no solamente de la sed corporal, por haber derramado toda tu sangre, sino mucho más todavía de la sed ardiente que tienes por la salud de nuestras almas”. Para la Luisa Piccarretta, la causa de la sed de Jesús no es solamente ni principalmente el abundante volumen líquido perdido a causa de las heridas y de la falta de ingesta, sino ante todo está causada por el Fuego de Amor por las almas y que, partiendo de la Divina Persona de Jesús, abrasa su Corazón y todo su Cuerpo, dejándolo seco y provocándole una sed intolerable. Quien ha sufrido la sed, puede darse una ligerísima idea de la sed de almas que Jesús experimentó en la Cruz, y es la que lleva a pronunciar la Quinta Palabra: “¡Tengo sed!”.
Jesús tiene sed, pero no sed de agua fresca, sino sed de almas. Continúa Luisa Piccarretta: “Y tú quisieras bebernos a todos cual si fuéramos agua, para ponernos a salvo dentro de ti. Por eso, reuniendo tus fuerzas ya demasiado debilitadas, gritas: ¡Tengo Sed!”.
Dice Luisa Piccarretta que la sed de Jesús es una sed de almas que se saciará sólo cuando todas y cada una de las almas le ofrezcan a Él, en holocausto de amor, sus voluntades, sus afectos, su amor. Esto quiere decir que el alma ofrece a Jesús su voluntad, su afecto, su amor, para no querer hacer otra voluntad sino la de Jesús en la Cruz; no tener otros afectos, sino Jesús en la Cruz; no tener otro amor, sino Jesús en la Cruz: “¡Ah!, esta palabra se la repites a cada corazón: Tengo sed de tu voluntad, de tus afectos, de tus deseos, de tu amor; no podrías darme un agua más fresca que tu alma. ¡Ah, no dejes que me consuma! Tengo sed ardiente y no solamente siento que se me quema la lengua y la garganta, al grado que ya no puedo ni decir una palabra, sino que también siento que mi Corazón se seca junto con todas mis entrañas. ¡Piedad de mi sed, piedad!”. Quien ha sufrido la sed, en grado considerable, sabe que esta provoca intensos dolores –la muerte por inanición y por sed es la más dolorosa de todas las muertes-, y si multiplica este dolor por mil, y luego por mil millones, y luego por el infinito, podrá darse una pálida y ligera idea de la intensidad del dolor producido por la sed de almas a Jesús. Si alguien medita en los agudos y lancinantes dolores que padeció Jesús solo por la sed, debería, al menos por calmar el dolor que la sed le provoca a Jesús, al menos por aliviarle en algo los acerbos dolores que la sed le provoca, al menos por compasión de Jesús que sufre en la Cruz, debería el alma darle sus afectos y rechazar todo afecto impuro; el alma debería darle su voluntad, y así evitar los deseos malignos; el alma debería darle su amor, y así evitar amar lo que no es Dios.
Es esto lo que Jesús pide para calmar su sed: almas, y el amor, el afecto, la voluntad de las almas, para que Jesús las beba como agua pura, fresca y cristalina, porque ofreciendo a Jesús, el alma queda purificada a su contacto, y así queda pura y cristalina como agua fresca de manantial. Y sin embargo, las criaturas no quieren dar a Jesús ningún alivio, no quieren saciar su sed, y en vez de agua, es decir, en vez de afectos, de agradecimientos, de amores, de bendiciones, de obras de paz y de misericordia, las creaturas le dan el vinagre de sus pasiones desordenadas, de su odio al prójimo, de su enojo, de su rencor, de su falta de perdón, de su indolencia por el sufrimiento del otro, de su sensualidad, de su pereza, de su egoísmo, de su orgullo, y de tantas y tantas otras miles de cosas horrendas que salen de sus negros y fríos corazones sin convertir. Es esto lo que dice, con otras palabras, Luisa Piccarretta: “Y como delirando por la ardiente sed que te devora, te abandonas a la Voluntad del Padre. ¡Ah!, mi corazón ya no puede vivir viendo la impiedad de tus enemigos, que en vez de darte agua, te dan hiel y vinagre y tú no los rehúsas. ¡Ah!, ya entiendo, es la hiel de tantas culpas y el vinagre de las pasiones que no hemos domado, lo que quieren darte y que en vez de satisfacer tu sed hacen que aumente”.
En vez de aliviar la sed y el dolor que ésta le provoca, los hombres le provocan nuevos y más intensos dolores, aumentando aún más la sed, al no querer calmársela con el don de un corazón contrito y humillado. Quien medita en la Pasión de Jesús y en la Quinta Palabra, puede y debe, movido por el amor a Jesús, aliviar, aunque sea mínimamente, la sed de almas que tiene Jesús, ofreciéndose a sí mismo y a su propio corazón en reparación: “¡Oh Jesús mío!, aquí está mi corazón, mis pensamientos, mis afectos, aquí está todo mi ser para que calmes tu sed y para darle alivio a tu boca quemada y amargada. Todo lo que tengo, todo lo que soy, es para ti, ¡oh Jesús mío! Si fueran necesarias mis penas para poder salvar aunque fuera una sola alma, aquí me tienes: estoy dispuesto a sufrirlo todo; me ofrezco totalmente a ti: haz de mí lo que a ti más te agrade”.
Nadie puede decir que no puede hacer nada por la sed de Jesús –sed que, por otra parte, está en acto, es decir, hoy, aquí y ahora, Jesús sufre sed-, porque todos tenemos algo para ofrecer a Jesús: una pena, un dolor físico o moral, una tristeza, una angustia. Sólo basta querer hacer el ofrecimiento de lo que duele, en el cuerpo o en el alma, a Jesús, con la intención de reparar por todas las almas que se pierden o que se abandonan a sí mismas, sin recurrir a Jesús, en el momento de la prueba: “Quiero reparar el dolor que tú sufres por todas las almas que se pierden y la pena que te dan aquellas que, cuando permites que las tristezas o los abandonos las toquen, ellas, en vez de ofrecerte todo para aplacar la sed devoradora que te consume, se abandonan a sí mismas, haciéndote sufrir aún más”.
El ofrecimiento del alma, de los afectos, de la voluntad, del amor, calma la sed de Jesús.

Sexta palabra: “Todo está consumado, todo está cumplido” (Jn 19, 30). Jesús entra en la fase final de su agonía, en la fase irreversible luego de la cual la muerte sobreviene de modo inminente e ineludible. El Cuerpo Santísimo de Jesús, agobiado por los golpes, los tormentos, los dolores lancinantes y quemantes de los nervios que quedan sin irrigación, contraído al extremo por los músculos que por la falta de oxígeno se contraen espasmódicamente, agotado ya en su esfuerzo por respirar, una tarea que segundo a segundo se vuelve cada vez más imposible, nublada ya su vista y a punto de cerrarse sus ojos por la muerte cercana, con un frío helado que presagia la muerte, recorriéndole todo su Cuerpo, sin voz casi para hablar, Jesús pronuncia la Sexta Palabra de la Cruz: “Todo está consumado, todo está cumplido”.
¿Qué quiere decir esta palabra? ¿Qué quiere decir que “Todo está consumado, todo está cumplido”? Está consumado, está cumplido, el plan de Dios para salvar al hombre[2], plan que incluye lo anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento, pero también todo lo anunciado por Cristo en el Nuevo, y también incluye todo el tiempo futuro que habrá de vivir la humanidad, hasta el Último Día, hasta el Día del Juicio Final. En la Sexta Palabra de Jesús, ha pesar de estar formulada de manera que hace referencia a algo que ya ha sucedido, que acaba de suceder –“Todo está consumado, todo está cumplido”, está contenido todo el tiempo de la historia humana: el pasado, el presente y el futuro.
Está contenido el pasado, pero también el futuro, porque en la Cruz Jesús lleva a cabo todas las profecías que hablaban de Él, pero como esas profecías son el anti-tipo de la Iglesia que Él habría de fundar, está contenido también el tiempo futuro en el que la Iglesia obraría en medio de los hombres (y como están incluidos el pasado y el futuro, también lo está nuestro presente, tiempo intermedio entre ambos): en Él se cumplen las profecías de Isaías, que había profetizado que nacería de una Madre Virgen, y Jesús se encarna en el seno virginal de María Santísima, como anticipo de la prolongación de su Encarnación en la Eucaristía. Se cumplen las visiones de Isaías, que veía a Cristo en la Pasión y lo describía como está Él en la Cruz. “Varón de dolores”, “triturado por nuestros pecados”, cubierto de heridas que “nos han curado”, su rostro desfigurado, como “ante quien se aparta la vista” por la compasión que despierta.
En Cristo se cumplen las profecías del profeta Miqueas, que había dicho que nacería en Belén de Judá, y Jesús nace en Belén, Casa de Pan, como signo profético de la Santa Misa, Nuevo Belén, en donde se ofrece como Pan de Vida eterna.
El Salmo 71 había profetizado que los Reyes vendrían a adorarlo, y los Reyes acudieron de tierras lejanas, guiados por la Estrella de Belén, y le presentaron el incienso con el que reconocían su divinidad, el oro con el que reconocían su majestad, y la mirra, con la que reconocían su humanidad, como signo profético de la adoración que los cristianos le darían en la Eucaristía a Cristo, Hombre-Dios y Rey de reyes.
Estaba anunciado por el profeta Oseas que el Mesías vendría de Egipto, y Jesús tiene que huir de Herodes, que quiere asesinarlo, a Egipto. Estaba anunciado que sería llamado “Nazareno”, y Jesús vive los primeros 30 años de su vida en la casita de Nazaret. Estaba anunciado que “una voz en el desierto clamaría y le prepararía los caminos”, y el Precursor, Juan el Bautista, se presentó delante de todo el pueblo diciendo: “Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor”, señalando a Jesús como al Cordero, como la Iglesia llamaría luego a la Eucaristía, en la ostentación eucarística, luego de la consagración: “Este es el Cordero de Dios”. Estaba profetizado que entraría triunfante en Jerusalén sobre una cría de asno, como anticipo de su entrada en el alma que lo recibe en la Comunión con fe y con amor, y el Domingo de Ramos entró triunfante en Jerusalén, sobre una cría de asno. Estaba profetizado que sería vendido por treinta monedas de plata, y Judas Iscariote, apóstata y traidor, poseído por el Príncipe de las tinieblas, lo entrega por treinta monedas de plata, al preferir escuchar el tintineo metálico de las monedas, antes que los latidos del Corazón de Jesús. Estaba profetizado en el Salmo 21 que se burlarían de Él, como el mismo Jesucristo lo acababa de recordar: “Mueven sus cabezas en son de burla... ¡Sálvele Yahvé, puesto que dice que le es grato!... Mi lengua está pegada al paladar... Han taladrado mis manos y mis pies y se puede contar todos mis huesos... Se han repartido mis vestidos y echan suertes sobre mi túnica”. Todo se cumple, porque se burlan y le dicen que se salve a sí mismo y que se baje de la Cruz, moviendo sus cabezas en son de burla; su lengua está pegada al paladar, por la intensa sed que siente, porque no ha bebido desde hace tres días, y porque ha perdido mucho líquido, pero es sed ante todo de almas lo que siente Jesús; han taladrado sus manos y sus pies con gruesos clavos de hierro, y se pueden contar sus huesos, porque su Cuerpo está todo estirado con violencia y se marcan en la piel los huesos del tórax; se han repartido su túnica, echándola en suertes. El salmo 68 dice: “Y en mi sed me dieron a beber vinagre”. Y le dio a beber vinagre, un soldado con la lanza, pero era el vinagre de las pasiones sin control de los hombres, lo que ese soldado le alcanzaba. Todo se ha cumplido en Jesús, y es eso lo que Jesús dice en la Sexta Palabra de la Cruz: “Todo está consumado; todo está cumplido”.
En la Cruz, Jesús ha cumplido a la perfección el plan de Dios Padre para redimir y salvar a toda la humanidad, el plan contenido en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.
En la Cruz está cumplido todo el plan contenido en el Nuevo Testamento, todo: la salvación de las almas, por la Sangre de la Cruz y los Dolores de María Santísima; la derrota del infierno, que huye ante el estandarte ensangrentado de la Cruz; la cabeza aplastada de Satanás, por el pie de María Virgen, que lo aplasta con el peso de la Omnipotencia divina a Ella participada en grado sumo; la aniquilación de la muerte y la destrucción del pecado, por el don de la gracia santificante, gracia que concede la participación en la Vida divina de la Trinidad; el inicio de los nuevos cielos y la nueva tierra, en germen en los corazones regenerados y nacidos de nuevo por la gracia santificante; el don a los hombres de una Madre celestial, la Virgen María, donada al pie de la Cruz en Juan a toda la humanidad; la apertura de las puertas del Paraíso para los hombres, cerradas luego del pecado de Adán y Eva, y esas puertas abiertas son el Corazón traspasado de Jesús; el nacimiento de la Iglesia a partir de su costado abierto, Iglesia que es Esposa del Cordero y Barca de salvación, fuera de la cual nadie puede salvarse; el perdón divino a los hombres por la muerte en Cruz, perdón renovado en cada confesión sacramental; el don de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Cruz y renovado en la Comunión sacramental; la regeneración y el nuevo nacimiento del alma por el bautismo sacramental; el don del Espíritu Santo por la Confirmación; la Vida eterna en el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cristo, antes de morir, en medio de sus intensísimos dolores, pero satisfecho porque por el Amor de Dios que arde en su Sagrado Corazón, ha dado cumplimiento perfectísimo a todas las profecías del Antiguo Testamento, y porque ha dado cumplimiento a todas las promesas contenidas en el Nuevo Testamento, con alegría incontenible y con satisfacción por el deber arduo cumplido a la perfección, exclama: “Todo está consumado, todo está cumplido”. Es el grito del Gran Vencedor, del Capitán triunfante, que desde el madero de la Cruz contempla al infierno vencido a sus pies y al mundo redimido, y desde la Cruz, cubierto de gloriosas heridas y revestido con su Sangre preciosísima, así como un general triunfante se reviste de sus mejores galas y hace alarde de sus más letales armas, así Jesucristo, Rey victorioso, Vencedor Invicto del infierno, de la muerte y del pecado, exclama triunfante: “Todo está consumado, todo está cumplido”. El pasado, el presente y el futuro, hasta la consumación de los tiempos. Todo.
Cristo, Dios Hombre victorioso, quiere asociar a todos los hombres a su triunfo, y para eso los hace partícipes de su Cruz, para hacerlos participar del poder omnipotente que de la Cruz se irradia, poder con el cual el hombre, débil y pecador, no solo vencerá a sus mortales enemigos, el demonio, el mundo y la carne y a toda tribulación que pueda sobrevenirle, sino que entrará triunfante, junto a Cristo Rey, en el santuario de los cielos, al fin del mundo.
La meditación en la Sexta Palabra de Jesús debe llevar a considerar cuán invencibles somos los hombres cuando nos unimos a Cristo crucificado, porque en la Cruz damos cumplimiento perfecto a la Voluntad de Dios, que quiere que nos salvemos. Si Cristo por amor a nosotros se consumió en la Cruz, entonces nosotros por amor a Él debemos también consumirnos -como dice Luisa Piccarretta-, día a día, ofreciéndonos a Él en lo que somos y tenemos, como reparación por las faltas de correspondencia a su amor y para consolarlo por todas las afrentas que recibe de las ingratas criaturas mientras Él se consume de Amor en la Cruz. Unidos a Cristo crucificado, arrodillados ante su Cruz, podremos exclamar con Él, al final de nuestros días: “Todo está consumado, todo está cumplido”.

Séptima palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La última palabra de Jesús, al igual que la Primera y la Cuarta, está dirigida al Padre. Por esta palabra Jesús entrega su espíritu al Padre. Del Padre había procedido, al Padre vuelve. Jesús procede del Padre desde la eternidad, desde el seno eterno del Padre, en donde fue “engendrado”, no creado; ha recibido del Padre, desde la eternidad, su Ser divino y su Naturaleza divina, y por eso es tan Dios como el Padre. Procediendo del Padre eternamente, se encarnó en el seno de la Virgen Madre en el tiempo, para poder llevar a cabo la tarea de la Redención de los hombres. Ahora, una vez cumplida a la perfección la misión encomendada por el Padre, regresa a su seno, de donde vino, y esto es lo que significa la Séptima y última Palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Hasta los últimos momentos de su vida, Jesús ofrece reparación continua por la inmensidad del mal que asola la tierra, mal que se origina en el corazón del hombre y en el corazón del ángel caído, mal que desde estas dos creaturas en rebelión conspira y atenta contra Dios, Creador y Redentor, y busca eliminar su nombre de la faz de la tierra y de la mente y de los corazones de los hombres. Con su muerte redentora, Jesús repara la enorme ingratitud de la humanidad, la re-crea, haciéndola nueva por la gracia, y así santificada y re-creada, la entrega al Padre, junto con su espíritu.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús entrega al Padre su espíritu, y junto con su espíritu, nos entrega a todos nosotros, pero ya no contaminados con la malicia del pecado, sino re-creados y re-generados por la gracia santificante, y por eso es que en Cristo y solo en Él, podemos ser agradables al Padre; en la entrega sacrificial de su Humanidad santísima, Jesús repara por todos los pecados cometidos por los hombres con sus humanidades, con sus mentes, con sus cuerpos, con sus manos, con sus pies, con sus lenguas, con sus corazones. Jesús entrega al Padre una Humanidad, la suya, en la que está contenida la nueva humanidad regenerada por la gracia, la humanidad que está ya libre del pecado, la humanidad que está inhabitada por el Espíritu Santo. Por esto, el cristiano debe unirse al sacrificio de Jesús, para entregar al Padre lo que al Padre le pertenece: el amor, las obras, los pensamientos, los deseos de todos y cada uno de los hombres. En la entrega que Jesús hace de su espíritu y de su Humanidad santísima, debemos entregarnos los cristianos para reparar, junto con Jesús, por la inmensidad de los pecados de los hombres. Sólo unidos a Cristo y a su Cruz, transformados por su gracia, y abandonándonos en su Divina Voluntad, podrá el Padre aceptarnos y no rechazarnos, porque verá en nosotros una copia viviente de su Hijo, y así nos tomará por Él y no solo no nos rechazará, sino que nos dará el cielo por morada, porque le agradarán las reparaciones hechas con Jesús y en Jesús. Es esto lo que dice Luisa Piccarretta, al meditar la Séptima Palabra: “Muerto Jesús mío, con este grito también a nosotros nos has puesto en las manos del Padre para que no nos rechace. Por eso has gritado fuertemente y no solamente con tu voz, sino con la voz de todas tus penas y con la voz de tu sangre: “¡Padre en tus manos pongo mi espíritu y a todas las almas!”. Jesús mío, también yo me abandono en ti; dame la gracia de morir totalmente en tu amor y en tu Voluntad; te suplico que jamás vayas a permitir, ni en la vida ni en la muerte, que yo me aparte de tu Santísima Voluntad. Quiero reparar por todos aquellos que no se abandonan perfectamente a la Voluntad de Dios y así pierden o, cuando menos, reducen el precioso fruto de la redención. ¿Cuál no será el dolor de tu Corazón, ¡oh Jesús mío!, al ver a tantas criaturas que huyen de tus brazos y se abandonan a sí mismas? ¡Oh Jesús mío, piedad para todos!”.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús entrega al Padre su espíritu, y con Él nos entrega a nosotros, pero para que nos entregue, debemos nosotros entregarnos a Él libre y voluntariamente. ¿Cómo hacerlo? Nos lo enseña Luisa Piccarretta[3], y el método no es otro que arrodillarnos al pie de la Cruz y contemplar a Cristo crucificado, deteniéndonos en su cabeza coronada de espinas, en sus manos y pies perforados por clavos de hierro, en su sacratísimo rostro cubierto de barro, de sangre, de heridas cortantes y de hematomas, pidiendo perdón y reparando por el propio mal cometido y también por el de las criaturas. Así, contemplando a Cristo coronado de espinas, le ofrecemos nuestros pensamientos y pedimos perdón por los pensamientos de soberbia, de ambición o de propia estima, y contemplando la Sangre que brota de su Cabeza lacerada, le prometemos a Jesús que cada vez que tengamos un pensamiento que no sea totalmente para Él, o si nos encontramos en ocasión de ofenderlo, diremos: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando sus ojos bañados por las lágrimas y cubiertos de coágulos de sangre, le pedimos perdón por todas las veces que lo hemos ofendido con miradas inmodestas y malas, y le prometemos que cada vez que nuestros ojos se sientan impulsados a mirar las cosas de la tierra gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando sus sacratísimos oídos ensordecidos hasta el último momento por los insultos y las horribles blasfemias, le pedimos perdón por todas las veces que hemos escuchado o hemos hecho escuchar conversaciones que nos alejan de Él y por todas las malas conversaciones de las criaturas, y le prometemos que cada vez que nos encontremos en la ocasión de oír algo que no lo ofenda, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando su rostro santísimo, pálido, lívido y ensangrentado, le pedimos perdón por todos los desprecios, los insultos y las afrentas que ha recibido y recibe continuamente de parte de nosotros, vilísimas criaturas, con nuestros pecados, y le prometemos que cada vez que nos venga la tentación de no darle toda la gloria, el amor y la adoración que debemos darle, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su boca ardiente y amargada, y le pedimos perdón por todas las veces que te lo hemos ofendido con malas conversaciones y por cuantas veces hemos cooperado en amargarlo y en acrecentar su sed, dándole el vinagre de nuestra soberbia, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de decir cualquier cosa que pudiera ofenderlo, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su cuello santísimo, en el que es posible ver las señales de las cadenas y de las sogas que lo han oprimido, y le pedimos perdón por tantos vínculos y por tantos apegos de las criaturas, las cuales han añadido nuevas sogas y cadenas a su santísimo cuello, y le prometemos que cada vez que nos sintamos atraídos por algún apego, deseo o afecto que no sea solamente para Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus hombros santísimos y le suplicamos que nos perdone tantas satisfacciones ilícitas, tantos pecados que hemos cometido con los cinco sentidos de nuestro cuerpo, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de tomarnos algún placer o alguna satisfacción que no sea para su gloria, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su pecho santísimo y le pedimos perdón por tantas frialdades, indiferencias, tibiezas e ingratitudes horribles que recibe de parte de las criaturas, y le prometemos que cada vez que sintamos que nos enfriamos en el amor, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus sacratísimas manos, y le pedimos perdón por todas las obras malas o indiferentes, por tantos actos envenenados por el amor propio y la propia estima, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de no obrar solamente por amor a Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus santísimos pies y le suplicamos que nos perdone por tantos pasos y tantos caminos recorridos sin haber tenido una recta intención, por tantos que se alejan de Él para ir en busca de placeres mundanos, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de separarnos de Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su Sacratísimo Corazón y le decimos que queremos encerrar en él, junto con nuestra alma, a todas las almas redimidas por Él, para que todas se salven, sin excluir a ninguna.
Finalmente, para que nuestra entrega a Cristo sea total, le pedimos a Jesús que nos encierre en su Corazón y que cierre sus puertas, de manera que no podamos salir más de él y que ya no podamos ver nada fuera de Él, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de querer salirnos de su Corazón, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os entrego mi corazón y mi alma!”.




[1] Cfr. Juan Straubinger, Comentario a la Santa Biblia, nota 40 a Jn 23, 40.
[2] Cfr. Juan Straubinger, Comentario a la Santa Biblia, nota 30 a Jn 19, 30.
[3] Cfr. Las Horas de la Pasión, Las Siete Palabras de Jesús en la Cruz.