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jueves, 1 de febrero de 2024

“Salieron a predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos”

 


“Salieron a predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos” (Mc 6, 7-13). Jesús reúne a los Doce Apóstoles y los envía a misionar con un triple encargo: predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos. Los encargos que da Jesús no son al azar ni por casualidad: se trata de las tres grandes heridas que posee la humanidad luego de la caída de Adán y Eva en el pecado original. Por la pérdida de la gracia, han vuelto la espalda a Dios y no siguen su Ley, sino la ley depravada de sus pasiones sin el control ni de la razón y mucho menos de la gracia, de ahí la necesidad de la conversión del corazón a Dios, con la ayuda de la gracia, para que el hombre regrese a la unión primigenia con su Creador. Les concede el poder de expulsar demonios, porque antes de Adán y Eva, quienes perdieron la gracia y fueron expulsados de la Presencia de Dios fueron el Demonio y sus ángeles apóstatas, quienes desde entonces vagan por la tierra acechando a los hombres, ocultándose detrás de ídolos paganos, detrás de ideologías materialistas y ateas como el liberalismo, el comunismo, el marxismo, el ateísmo, para poder así apresarlos bajo sus garras y precipitarlos al infierno al final de la vida terrena; de ahí también la necesidad de que los Apóstoles posean el poder de exorcizar demonios, el poder de expulsar demonios de los cuerpos de los hombres, para que el hombre no caiga en el engaño de Satanás de hacerle creer que no existe, para que el hombre se dé cuenta de que Satanás existe, que es un Ángel que odia a Dios y a los hombres y cuyo mayor deseo es que se pierdan en el Infierno la mayor cantidad posible de almas. Por último, Jesús les concede el poder de curar enfermos, porque la enfermedad, el dolor y la muerte, son la consecuencia de la pérdida de la gracia santificante por el pecado original y la curación de las enfermedades constituyen una figura de la curación del alma por medio de la gracia y el inicio de una vida nueva, así como el enfermo que al curarse inicia una vida nueva, así el cristiano que recibe la curación corporal inicia una vida nueva, esto es figura de la vida nueva de la gracia que confieren los sacramentos, sobre todo la Eucaristía y la Penitencia.

“Salieron a predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos”. Desde los tiempos en que Jesús envió a sus Apóstoles a predicar la conversión, a expulsar demonios y a curar enfermedades, nada ha cambiado; por el contrario, todo ha ido a peor: el mundo rechaza cada vez más la conversión al Dios verdadero, Jesucristo; el demonio y sus ángeles apóstatas se muestran cada vez más explícitamente a través de medios de comunicación masiva y a través de iglesias dedicadas a su adoración y así innumerables almas se pierden para siempre y las pestes, paradójicamente, creadas muchas de ellas por la ciencia, provocan estragos entre la humanidad. Hoy más que nunca es necesario entonces elevar los ojos a Cristo crucificado para implorar nuestra conversión, la protección contra las acechanzas del Príncipe de las tinieblas y la sanación de todo tipo de enfermedades provocadas por seres humanos sin escrúpulos.

martes, 18 de abril de 2023

“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad”

 


“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad” (Jn 3, 16-21). Al hacer esta declaración, Jesús está revelando la naturaleza luminosa de la Encarnación, por un lado, y el estado de tinieblas en las que se encuentra el hombre que, sin la gracia, vive en la más completa oscuridad espiritual.

Cuando Jesús habla de luz y de oscuridad, lo hace evidentemente en términos naturales, preternaturales y sobrenaturales: la oscuridad dela que habla Jesús es de orden natural y preternatural, porque la oscuridad en la que se encuentra inmersa la tierra, desde la caída de Adán y Eva por el pecado original, es la oscuridad de la razón humana, que con fatiga llega apenas, con mucho esfuerzo, al conocimiento de Dios Uno; oscuridad preternatural o angélica, porque también desde la caída de Adán y Eva la tierra toda y sobre todo las almas de los hombres, están envueltas en las siniestras tinieblas de los ángeles caídos, los demonios, con Satanás a la cabeza.

Ahora bien, cuando Jesús habla de luz, habla de luz en sentido sobrenatural, porque se trata de la luz divina y eterna que brota del Ser divino trinitario y es esa luz que, con la Encarnación, “vino al mundo”, para iluminar a los que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”, para iluminar a los hombres que viven dominados por las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, los ángeles caídos. Jesús, Dios Hijo encarnado, es la Luz Eterna que, proviniendo eternamente del seno del Padre, ilumina con la luz divina de su Ser divino trinitario a quien se le acerca con fe, devoción y amor, en la Sagrada Eucaristía y en la Santa Cruz.

Pero el acercarnos a Jesús y dejarnos iluminar por su divina luz, es algo que depende de nuestro libre albedrío, por eso, quien no quiere ser iluminado por Cristo, vive en la oscuridad satánica, obra las obras del Reino de las tinieblas, se goza en la oscuridad maligna y no se acerca a la Luz Eterna, no se acerca, ni a la Eucaristía, ni a la Santa Cruz. De nuestra libertad depende vivir, en el tiempo terreno que nos queda y luego en la eternidad, en la luminosa Luz Eterna de Cristo Dios o en la oscuridad siniestra de las tinieblas vivientes, el Reino de las sombras, donde no hay redención.

martes, 21 de febrero de 2023

“El Hijo del hombre debe morir para resucitar (…) pero ellos no entendían lo que les decía”

 


“El Hijo del hombre debe morir para resucitar (…) pero ellos no entendían lo que les decía” (Mc 9, 30-37). Jesús les revela proféticamente a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección; les anuncia que Él debe padecer mucho y morir para luego resucitar, pero ellos, sus discípulos, “no entendían” lo que Jesús les decía.

Los discípulos de Jesús no entienden lo que Jesús les dice, porque están aferrados a esta vida terrena; no entienden porque no piensan en la vida eterna; no entienden porque ni siquiera se les pasa por la cabeza, aun cuando Jesús en persona se los revela, que su Maestro, Jesús, habrá de ser traicionado y habrá de morir en la cruz, con una muerte dolorosísima y humillante, para luego resucitar y así abrir para los hombres las puertas del Cielo, cerradas hasta ese momento por el pecado original de Adán y Eva. Los discípulos de Jesús están cómodos y contentos con la vida terrena que llevan, no quieren mayores complicaciones que las que proporciona la vida cotidiana y es por eso que ni siquiera se atreven a preguntar en qué consiste aquello que Jesús les revela. No saben que ellos mismos, excepto el traidor, Judas Iscariote, cuando reciban la gracia que viene de lo alto, comprenderán el misterio pascual de Jesús y ofrecerán sus vidas por Jesús.

“No entendían lo que les decía”. Lo mismo que el Evangelio dice de los discípulos de Jesús, eso mismo se puede decir de los hombres de hoy: no entienden -o no quieren entender- lo que la Iglesia les anuncia: la Iglesia les anuncia que es necesario unir la vida propia a la Cruz de Jesús para alcanzar el Reino de los cielos; la Iglesia anuncia que sin los sacramentos de la Iglesia, no es posible alcanzar la vida eterna; la Iglesia anuncia que el hombre tiene un alma que salvar, un Cielo que ganar y un Dios al cual adorar, pero el hombre de hoy hace oídos sordos al anuncio de la Iglesia y prefiere hacer de cuenta que todo sigue igual, que esta vida terrena está para ser vivida de acuerdo a los dictados del mundo y no según los mandamientos de Cristo; el hombre de hoy prefiere no entender o más bien desentenderse de lo que Jesús dice en el Evangelio, para así vivir según sus gustos, sus pasiones, buscando el bienestar terreno, sin pensar en la eternidad. Es muy fatigoso, para el hombre de hoy, pensar en la eternidad, una eternidad que puede ser de gozo, pero también de dolor y así prefieren hacer de cuenta que Jesús no existe y que sus mandamientos son meras indicaciones de un rabbí judío que ya pasaron de moda. Los hombres de hoy eligen vivir en la ignorancia del más allá, de los novísimos -muerte, juicio, infierno, purgatorio, cielo- y por eso repiten voluntariamente la actitud de incredulidad de los discípulos de Jesús, al punto que dicen: “No queremos entender lo que nos dice Jesús”.

martes, 13 de septiembre de 2022

“No podéis servir a Dios y al dinero”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2022)

          “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte acerca de una realidad presente en el mundo desde la caída de Adán y Eva en el pecado original: no se puede servir a Dios y al dinero. La razón es que el hombre debe elegir entre Dios y el dinero y lo que sucede es que en el corazón del hombre no hay lugar para dos amores, para el amor a Dios y el amor al dinero. Ambos amores, aunque son muy distintos porque los objetos de sus amores son muy distintos -no es lo mismo amar a Dios que amar al dinero-, ocupan la totalidad del corazón del hombre. Es decir, en el corazón del hombre sólo hay lugar, podemos decir así, para un solo amor; en otras palabras, el hombre puede tener un solo objeto de su amor y ese objeto puede ser o Dios o el dinero; no pueden ser los dos al mismo tiempo.

          Ahora bien, no es indiferente o indistinto el amar a Dios y el amar al dinero, porque no solo los objetos son distintos, sino que también, para conseguir ambos tesoros -el tesoro espiritual, que es Dios Uno y Trino y el tesoro material, que es el dinero-, el hombre debe realizar acciones que, en la mayoría de los casos, se contraponen entre sí. Además, no es indistinto amar a Dios que amar al dinero, porque la satisfacción que dan ambos amores son muy distintas.

          En cuanto a los objetos, quien ama a Dios, ama a la Santísima Trinidad, a las Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y esto quiere decir que entabla con Dios una relación de tipo personal y por lo tanto es un amor personal; en cambio, quien ama al dinero, ama a un objeto inanimado, con el que por definición es imposible entablar una relación personal.

          En cuanto a las acciones que el hombre debe realizar para conseguir ambos tesoros, son muy distintas: para conseguir el Tesoro Espiritual infinito y eterno que es Dios Uno y Trino, el hombre debe observar la Ley de Dios, sus Diez Mandamientos, además de los Consejos evangélicos de Jesús; así, el hombre debe acudir al templo el Día de Dios, el Domingo, para adorarlo en la Eucaristía; debe cargar la cruz de cada día; debe amar a su prójimo como a sí mismo; debe amar a sus enemigos personales; debe perdonar setenta veces siete, y así con toda la Ley de Dios. Por el contrario, quien ama al dinero, no tiene una ley divina y por lo tanto moral y ética que regule su obrar, porque quien dicta los Mandamientos es Dios y no el dinero; quien ama al dinero y no a Dios, no guarda los Mandamientos de Dios, no acude a adorar a Dios el Día del Señor, no se preocupa por recibir al Don de Dios por excelencia que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y, lo más grave, como no tiene regla moral que ordene su actuar, con tal de conseguir el dinero, no dudará en cometer todo tipo de maldades contra su prójimo.

          En cuanto a las satisfacciones que brindan ambos tesoros, Dios y el dinero, son muy distintas: Dios concede, a quien lo ama, la Santa Cruz de Jesús, para luego coronarlo de gloria en los cielos por toda la eternidad, concediéndole, por una breve tribulación que supone la vida en esta tierra unido a Cristo en la Cruz, toda una eternidad de felicidad y de alegría para siempre. Por el contrario, el dinero, da satisfacciones meramente materiales, superficiales y pasajeras, porque aunque el hombre viva ciento veinte años en la tierra, siendo el hombre más rico del mundo, no se llevará a la otra vida ni un solo centavo, con lo cual todas sus posesiones en la tierra quedarán aquí en la tierra, mientras que el hombre que amó al dinero antes que a Dios, quedará con las manos vacías y, lo más grave, con el corazón vacío del amor de Dios y lleno del odio del Infierno, para toda la eternidad.

          “No podéis servir a Dios y al dinero”. Cada cual tiene la libertad de elegir a quién servir, si a Dios, o al dinero. Dios nos ha elegido primero a nosotros, para que lo sirvamos en el amor en esta vida, unidos a Cristo en la Cruz, porque nos ha predestinado a la gloria y a la alegría eterna del Reino de los cielos. No cometamos la necedad de dejar de lado a ese Tesoro Infinito y Eterno que es Dios Uno y Trino, por unas miserables monedas de oro y plata que de nada nos servirán para la vida eterna. Sirvamos a Dios en esta vida terrena y la Santísima Trinidad nos colmará de dicha, de gloria y de felicidad para toda la eternidad, en el Reino de los cielos.

viernes, 13 de agosto de 2021

“¿Cuál es el Mandamiento más grande de la Ley?”

 


“¿Cuál es el Mandamiento más grande de la Ley?” (Mt 22, 34-40). Un doctor de la Ley le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más grande de todos y Jesús le responde que es “amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Ahora bien, hay que entender que este mandamiento es válido hasta antes de Cristo, porque después de Cristo, el mandamiento, si bien seguirá siendo el más importante, poseerá un elemento que no lo posee antes de Cristo. ¿Cuál es ese elemento? El Amor de Dios, que no estaba presente en el Antiguo Testamento. En efecto, hasta antes de Cristo, el mandamiento más importante mandaba amar a Dios y al prójimo como a uno mismo “con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente”, es decir, se enfatiza que el amor con el que se debe cumplir el Primer Mandamiento, el más importante, es un amor humano, con todas las características que esto tiene. El amor humano, por definición, es limitado, porque el ser humano es limitado; además, está “contaminado”, por así decirlo, con el pecado original, de ahí su debilidad y su tendencia a hacer acepción de personas.

Entonces, hasta Cristo, el Primer Mandamiento, el más importante, se cumplía mediante el amor humano; después de Cristo, el amor con el que se debe cumplir el Primer Mandamiento es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque así lo dice Jesús: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Jesús introduce esta salvedad en el Primer Mandamiento y es el amar al prójimo –y también a uno mismo y por lo tanto a Dios- “como Él nos ha amado”, por lo que surge la pregunta: ¿con qué amor nos ha amado Jesús? Y la respuesta es: Jesús nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Entonces, a partir de Jesús, el Primer Mandamiento sigue siendo el más importante, pero ahora se cumple no con el amor humano, sino con el Amor del Sagrado Corazón, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, quien es el que lleva al alma a dar la vida en la cruz por amor a Dios y al prójimo. Ésta es entonces la diferencia en el Primer Mandamiento, antes de Jesús y después de Jesús.

sábado, 10 de abril de 2021

“Tienen que renacer de lo alto”


 

         “Tienen que renacer de lo alto” (Jn 3, 7-15). Jesús le revela a Nicodemo la condición necesaria, imprescindible, para entrar en el Reino de los cielos: el “renacer de lo alto”. Nicodemo no entiende lo que dice Jesús o mejor dicho, lo entiende según los límites estrechos de su razón humana: piensa que un hombre debe volver a nacer, físicamente hablando, del vientre de su madre, como cuando era un niño recién nacido y por eso no puede comprender qué es lo que le dice Jesús. Para que Nicodemo pueda entender qué es lo que significa el “nuevo nacimiento” de lo alto, Jesús toma el ejemplo del viento, el cual “sopla donde quiere”: el viento es figura del Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo que, siendo soplado por el Padre y el Hijo en el alma, por medio del bautismo sacramental, quita el pecado original al alma y le concede la gracia de la filiación divina, con la cual el alma se convierte en hija adoptiva de Dios, al ser hecha partícipe de la misma filiación divina con la cual Dios Hijo es Hijo de Dios desde la eternidad.

         “Tienen que renacer de lo alto”. Las palabras de Jesús nos revelan la necesaria e imprescindible condición que debemos poseer para ingresar en el Reino de los cielos: recibir el Bautismo sacramental, por medio del cual se nos quita el pecado y somos convertidos en hijos adoptivos de Dios. Esto fundamenta la verdad de la frase de los Padres de la Iglesia: “Fuera de la Iglesia, no hay salvación”. Por otra parte, fundamenta la actividad apostólica de la Iglesia hasta los confines del mundo, buscando almas para salvar y para convertirlas en hijas adoptivas de Dios y en herederas del Reino de los cielos.

martes, 16 de febrero de 2021

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo B – 2021)

         La ceremonia de la imposición de cenizas, con la cual la Iglesia Católica da inicio oficialmente al tiempo litúrgico de la Cuaresma, tiene un significado muy preciso: hacer que reflexionemos acerca del sentido de esta vida terrena y preparar el espíritu para la vida eterna, mediante lo propio de la Cuaresma, que son la penitencia, el ayuno, la oración y las obras de misericordia.

         Una de las frases que el sacerdote pronuncia sobre el fiel al que le impone las cenizas, es: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Para comprender esta frase y saber qué significa la conversión, es necesario remontarnos al inicio de los tiempos, cuando Dios creó a Adán y Eva y estos cometieron el pecado original. Habiendo sido creados en gracia, al cometer el pecado original, los Primeros Padres arrojaron de sí la corona de gracia que Dios les había concedido gratuitamente; perdieron la gracia, empezaron a vivir en pecado y por el pecado entró la enfermedad, el dolor y la muerte, además de ser expulsados del Paraíso. Por el pecado original, a partir de entonces, el corazón del hombre, que había sido creado mirando a Dios, para deleitarse en su amistad y en su amor, giró sobre sí mismo y, apartándose de Dios, se inclinó hacia la tierra, quedando fijo en esta posición. Esto significa que el corazón del hombre se convirtió en algo oscuro, sin vida divina, sin luz divina, además de quedar sometido a la concupiscencia de la carne y de los ojos, apeteciendo desde entonces no ya la amistad y el amor de Dios Trino, sino la satisfacción de sus pasiones más bajas. Otra consecuencia del pecado original fue el quedar el hombre bajo el dominio del Ángel caído, por cuya tentación Adán y Eva cometieron el pecado original. En definitiva, el corazón del hombre, que había sido creado mirando a Dios, por causa del pecado, gira sobre sí mismo y se queda fijo mirando hacia la tierra, deseando las cosas de la tierra y sus bajos placeres.

         La conversión que pide la Iglesia por medio de la imposición de cenizas y a lo largo de todo el tiempo de Cuaresma, consiste entonces en que, por la acción de la gracia, el hombre deje de mirar a la tierra y sus atractivos, aparte de la tierra su corazón y lo gire nuevamente a su posición original, esto es, mirando hacia la Trinidad. La conversión es por lo tanto dejar de apetecer las cosas de la tierra, para empezar a desear y amar los bienes eternos del Reino de Dios en el cielo. Ahora bien, este movimiento de conversión es imposible hacerlo con las solas fuerzas humanas, por lo que son necesarias dos cosas: la gracia santificante y la fe en el Evangelio, fe que es, en definitiva, fe en el Hombre-Dios Jesucristo, que para conseguirnos la gracia santificante que convierte nuestro corazón a Dios, padeció en la cruz y derramó su Sangre Preciosísima.

         En definitiva, con la imposición de las cenizas y con el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos pide la conversión del corazón a Dios Uno y Trino, conversión que es en realidad una conversión eucarística, porque la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y Dios Hijo encarnado es el Camino, la Verdad y la Vida para llegar al seno de Dios Padre, en el Amor del Espíritu Santo. Éste es el sentido, no solo del Miércoles de Cenizas y de la Cuaresma, sino de nuestro paso por esta tierra, prepararnos para la vida eterna, según dice la Escritura: “Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente y que todo vuestro ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5, 23).

         Iniciemos por lo tanto el tiempo litúrgico de la Cuaresma, haciendo el propósito de responder afirmativamente a la gracia que Dios Trino nos concede en este tiempo, gracia que consiste en la conversión eucarística del corazón.

domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

sábado, 5 de diciembre de 2020

“El Reino de los cielos exige esfuerzo, y los esforzados lo conquistarán”


 

“El Reino de los cielos exige esfuerzo, y los esforzados lo conquistarán” (Mt 11, 11-15). Jesús nos revela dos cosas: una, que no estamos destinados a los reinos de la tierra, sino al “Reino de los cielos”, del cual los reinos de la tierra –los buenos reinos- son figura; la segunda revelación es que ingresar al Reino de los cielos no es para perezosos, sino para quienes se esfuerzan: “exige esfuerzo y los que se esfuercen lo conquistarán”. De esto se sigue algo elemental: no es lo mismo esforzarse para entrar en el Reino de Dios, que no hacerlo; no es lo mismo obrar para recibir un mérito –un premio, el Reino de Dios-, que no hacerlo. Ahora bien, ¿de qué esfuerzo se trata? No se trata de un esfuerzo económico, físico, o de cualquier fuerza de la naturaleza humana o angélica: se trata de un esfuerzo espiritual, llevado a cabo por la fuerza concedida por la gracia santificante y que permite que el bautizado pueda realizar verdaderamente el esfuerzo que implica conquistar el Reino de Dios. En efecto, no se puede conquistar el Reino de Dios con fuerzas humanas y menos todavía cuando estas fuerzas están contaminadas y debilitadas por el pecado original; no se puede conquistar el Reino de Dios si no se lucha contra el pecado, contra la tentación, contra las pasiones desordenadas y depravadas y la fuerza para salir triunfantes contra todas estos obstáculos que nos impiden entrar en el Reino de Dios, viene de la gracia santificante, brotada como de un manantial del Sagrado Corazón traspasado en la Cruz y derramada como Amor Misericordioso por medio de los Sacramentos de la Iglesia.

“El Reino de los cielos exige esfuerzo, y los esforzados lo conquistarán”. ¿Quiénes son los “esforzados” que conquistarán el Reino de Dios? Son los que acudan a beber de las fuentes del manantial de Misericordia, el Sagrado Corazón de Jesús, que derrama su Amor a raudales por medio de los Sacramentos de la Iglesia. Cuanto más acudamos a los Sacramentos –sobre todo, Confesión y Comunión Eucarística-, tanto más estaremos en grado de ingresar al Reino de Dios.

 


lunes, 28 de septiembre de 2020

“El más pequeño entre vosotros es el más importante”

 


“El más pequeño entre vosotros es el más importante” (Lc 9, 46-50). Mientras están con Jesús, los discípulos se enfrascan en una discusión, centrada en “quién era el más importante” entre ellos. Esta discusión tiene su origen en el pecado original, porque se trata claramente de un pecado de soberbia, pecado que busca hacer sobresalir al alma por encima de las demás, para ser alabada y ensalzada por sí misma. En el fondo, se trata de una participación al pecado de soberbia por excelencia, el pecado de soberbia cometido por el Ángel caído, Satanás, de ahí la necesidad de combatirlo y no dejarlo crecer.

Es importante la reacción de Jesús y su posterior enseñanza, que es contraria radicalmente a la postura de soberbia de sus discípulos. En efecto, mientras los discípulos discuten acerca de “quién sería el más importante” -y para ello, con toda seguridad, argüirían argumentos acerca de la importancia de saber predicar, de saber más doctrina, de tener más argumentos, etc.-, Jesús toma un niño y lo acerca a sí y dice: “El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a Mí y el que me recibe a Mí, recibe al que me envió”. En otras palabras, frente a la arrogancia de una mente humana desarrollada en su plenitud y capaz de elaborar complicados argumentos teológicos -como suponen los discípulos que tienen ellos y por eso se consideran importantes-, Jesús les contrapone a un niño, quien todavía no tiene uso de razón: con este ejemplo, al que hay que agregarle su otra enseñanza acerca de que: “Quien no se haga como niño, no entrará en el Reino de los cielos”, Jesús descarta, por un lado, la arrogancia de la inteligencia humana ya plenamente desarrollada y en grado de elaborar complejos teoremas teológicos, filosóficos y matemáticos y la contrapone con la mente de un niño, que no tiene esa capacidad. No quiere decir con esto, Jesús, que el discípulo cristiano debe ser aniñado, ni tampoco quiere decir que el discípulo no deba pensar por sí mismo: al contraponer y colocar como ejemplo a la niñez frente a la edad adulta, está manifestando la importancia que tiene la gracia en la inteligencia humana, porque la niñez es, en cierto sentido, imagen de la gracia santificante, que es la que da la verdadera niñez, no la cronológica, sino la que establece al alma frente a su Creador como hijo adoptivo. Esto no descarta, como decíamos, el hecho de que el discípulo no deba pensar por sí mismo: por el contrario, debe hacerlo, pero siempre guiado por la luz de la gracia, para no apartarse nunca de la Verdad y no dejarse seducir por el error y la herejía.

“El más pequeño entre vosotros es el más importante”. Parafraseando a Jesús y considerando lo que hemos dicho, que la niñez es imagen de la gracia, podríamos decir: “El que tiene mayor grado de gracia es el más importante” a los ojos de Dios, porque es el que es más niño, no cronológicamente hablando, sino espiritualmente hablando; el que tiene más gracia santificante, es el que más participa de la Vida de Dios y es por lo tanto el que más cerca está de Dios.

domingo, 20 de septiembre de 2020

“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades”

 


“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades” (Lc 9, 1-6). Al enviar a su Iglesia a misionar, Jesús les concede a los Apóstoles dos tipos de poderes: el poder de exorcizar, es decir, de expulsar demonios, y el poder de curar enfermedades. Ambos poderes son poderes concedidos por Jesús, es decir, son poderes suyos, propios de Él, que le pertenecen en cuanto Él es Dios Hijo en Persona y de los cuales los hace partícipes a los Doce. Esto tiene varios significados: uno de ellos, es que la Iglesia Católica, y solo la Iglesia Católica, en virtud del poder conferido por el mismo Cristo a los Apóstoles, tiene la facultad de expulsar demonios -lo cual lo hace por medio del Ritual de Exorcismos- y tiene además la facultad de curar enfermedades, del orden que sean, ya sean físicas, morales, espirituales o incluso diabólicas. Otro significado de este Evangelio es que la presencia y actuación dañina de los demonios en la tierra, que obran en perjuicio de la humanidad, es un hecho y es de tal magnitud e importancia, que el poder de exorcizar está antes que el poder de curar enfermedades. La presencia maligna de los demonios, que desde los Infiernos salen para infectar la tierra y provocar todo tipo de daño a los hombres, es una realidad evangélica, ya que en el mismo Evangelio se afirma que Jesús vino para “deshacer las obras del demonio”. Otro elemento que se desprende de este Evangelio es la presencia de la enfermedad en la humanidad, como consecuencia, junto con el dolor y la muerte, del pecado original de Adán y Eva: Jesús hace partícipes de su poder a los Doce para expulsar demonios y para curar enfermedades, del orden que sea y estas enfermedades son sanadas por el poder participado de Cristo, que con justa razón es llamado Médico Divino, Médico de las almas.

“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades”. El Reino de Dios no se instaura por la mera expulsión de demonios y por la simple curación de las enfermedades, pero el hecho de que haya una institución, como la Iglesia, que expulse demonios y cure enfermedades, es un indicio de que el Reino de Dios está ya actuando en la tierra.

miércoles, 24 de junio de 2020

“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”




(Domingo XIV - TO - Ciclo A – 2020)


          “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 25-30). Es un hecho que se puede constatar por la experiencia, que la vida humana, tanto a nivel de personas individuales como de la humanidad en sí misma, está llena de tribulaciones, pesares y dolores. Esto se puede constatar fácilmente cuando se hace un repaso de la Historia general de la humanidad, como cuando se hace un repaso de la historia personal de cada uno. Nadie está exento de la tribulación, del dolor, de la aflicción. Esto tiene una causa y es el pecado original, pecado cometido por Adán y Eva y que se transmite, con todas las consecuencias de la pérdida de la gracia -la enfermedad, el dolor y la muerte- a todos los seres humanos sin excepción. Jesús viene a darnos un remedio para esta situación de aflicción, agobio y tribulación y para que esto suceda, son necesarias dos condiciones: por un lado, que el alma atribulada y afligida se acerque a Él: “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”; por otro lado, que el alma atribulada y afligida “cargue su yugo”, que es la Cruz y así aprendan de Él, que es “manso y humilde de Corazón”: “Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
          Parece una paradoja y también algo imposible de cumplir, el que Jesús nos alivie la aflicción y el agobio, porque Él mismo está afligido y agobiado en la Cruz: al contemplarlo crucificado, con sus heridas abiertas y sangrantes, con su dolorosísima agonía y su indefensión frente a sus enemigos, no se ve, humanamente hablando, cómo puede Jesús quitarnos el agobio, si Él mismo, como lo podemos contemplar, está “afligido y agobiado”. Sin embargo, la realidad es que Él nos da alivio en la aflicción y el agobio, si se cumple una condición todavía más paradójica: si, acercándonos a Él, tomamos nosotros su Cruz y la cargamos y esto sucede porque su Cruz, que parece pesada y dura -y en realidad lo es- y que es lo que Jesús nos pide que carguemos, en realidad la carga Él en Persona, aliviándonos así el peso de la Cruz de cada uno. De modo misterioso, pero real, Jesús toma sobre Sí, en su Cruz, la Cruz de cada uno de nosotros y la lleva hasta el Calvario por nosotros, aliviándonos de esta manera el peso de la Cruz que, de otra forma, es imposible de llevar. La aflicción, el agobio, la tribulación, sobrevienen en el alma no sólo por consecuencia del pecado original, sino por no acercarse a Jesús crucificado -y a Jesús Eucaristía- y por no cargar consigo el yugo liviano de Jesús, su Santa Cruz. Cuando el alma hace esto, de inmediato ve aliviados sus dolores, sus aflicciones y tribulaciones.
          “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. Frente al agobio de las tribulaciones, penas y dolores que se puedan presentar a lo largo de nuestra existencia terrena, los cristianos no estamos solos y no tenemos motivo alguno para desesperar de nuestra situación, por difícil que sea: el Hombre-Dios nos espera en la Cruz y en la Eucaristía y para ser aliviados de aquello que nos aflige, solo tenemos que arrodillarnos ante la Cruz y postrarnos ante la Eucaristía.

lunes, 20 de abril de 2020

“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”




“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre” (Jn 3, 31-36). Las palabras de Juan Bautista pueden parecer duras e incluso hasta inaceptables para la mentalidad progresista y modernista que campea en nuestros días, pero son verdaderas. La razón hay que buscarla en los inicios de la humanidad, en el pecado original de Adán y Eva: desde que nuestros Primeros Padres cometieron el pecado original, pesa sobre toda la humanidad la ira de Dios, porque la Justicia Divina fue infinitamente ofendida por el hombre, tentado por Satanás. Es verdad que en esta vida prevalece la Misericordia Divina por sobre la Justicia Divina, pero esta prevalencia se termina, hasta equilibrarse, en el momento de nuestra muerte, puesto que allí actúa, de modo preeminente, la Justicia Divina por sobre la Misericordia Divina. Por esta razón, las palabras del Bautista son ciertas para toda alma que vive en esta vida, pero sobre todo, para el alma que debe atravesar el umbral de la muerte y alcanzar la vida eterna: antes de alcanzar la vida eterna, el alma debe atravesar el Juicio Particular, en donde Dios aplica su estrictísima Justicia Divina, Justicia que está pronta para descargarse, con toda su fuerza, sobre el alma que voluntaria y libremente murió en pecado mortal y sin arrepentirse por ello.
“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”. Para que la ira de Dios no se descargue sobre nuestras almas, es que debemos procurar vivir permanentemente en gracia, detestando el pecado, de manera tal que la hora de la muerte nos sorprenda en estado de gracia y no en estado de pecado mortal. Sólo así sobre nuestra alma se descargará, no el peso de la ira divina, sino el océano de la Misericordia Divina.

jueves, 5 de diciembre de 2019

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios”



(Domingo II - TA - Ciclo C - 2019 - 2020)

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios” (cfr. Lc 3, 1-6). Juan el Bautista predica en el desierto la conversión de los corazones, para que estos estén preparados para la Primera Llegada del Mesías sobre la tierra. El Bautista sabe que el hombre está contaminado espiritualmente por el pecado original y que por esta razón necesita imperiosamente convertirse, es decir, convertirse de su concupiscencia y desprenderse de su apego a las cosas bajas de la tierra y el mundo, porque sólo así estará en condiciones de recibir al Mesías que Viene desde lo alto.
Para incitar a la conversión cita al Profeta Isaías, en el pasaje en donde el Profeta hace uso de la imagen de caminos torcidos que deben ser enderezados, de colinas que deben ser abajadas y de valles que deben ser rellenados. No se trata de un mero recurso poético, ya que cada una de estas figuras, tomadas de la naturaleza, hace referencia a una realidad sobrenatural.
De esta manera, por ejemplo, el enderezar los caminos torcidos significa que los corazones humanos, retorcidos por el pecado, deben volverse rectos por la gracia, haciendo además penitencia y obras de caridad; las colinas que deben ser abajadas significan el orgullo humano que se yergue entre el alma y Dios, que debe ser abatido, para que así el hombre, hecho humilde, pueda encontrarse con su Salvador, que es manso y humilde de corazón; rellenar los valles quiere decir elevar el alma, que por el pecado se hunde en las cosas del mundo y así, por la gracia, subir con el espíritu a las cosas del cielo. El elevarse del alma por la gracia implica hacer frente, combatir y extirpar –con la ayuda de la gracia- nuestras pasiones y concupiscencias, que convierten al hombre en algo más cercano al animal que al ángel; por último, convertir lo escabroso en llano significa no solo combatir contra nuestras malas inclinaciones, sino ante todo buscar de adquirir virtudes, no por las virtudes en sí mismas, sino porque las virtudes son las expresiones, a través de la naturaleza humana, de las infinitas perfecciones del Ser divino trinitario; esto quiere decir que en Adviento debemos buscar de adquirir alguna virtud, como modo de participar de las infinitas perfecciones del Ser divino de Dios Uno y Trino.
“Y toda carne verá la salvación de Dios”. Ante todo, esta expresión hace referencia a que la salvación es universal, es decir, está destinada a todo hombre de cualquier tiempo, raza, edad, condición social; significa también que cualquier hombre que haya recibido la gracia de la conversión y que con sinceridad haya respondido a la misma, verá la salvación de Dios, salvación que viene para los hombres en forma de Niño Dios, en forma de Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. En su Primera Venida, el Salvador viene a nosotros como Niño, siendo Dios, para que nosotros nos hagamos niños por la gracia y Dios por participación. El Niño Dios que viene en Belén es Cristo Dios, el Cordero de Dios que baja del cielo en Belén, Casa de Pan, para que nosotros, unidos a Él por el Pan de Vida eterna, seamos llevados en Espíritu al cielo, el seno de Dios Padre. El Hombre-Dios viene en Belén para llevarnos al cielo, en espíritu, por medio del Pan de Vida eterna, la Eucaristía; al fin de los tiempos, vendrá por Segunda Vez, para juzgarnos según nuestras obras y, si lo merecemos, habrá de llevarnos al cielo eterno, en donde Él reina con el Padre por siempre. El Adviento es el tiempo de gracia que Dios nos concede para que, por la gracia y la misericordia, nos preparemos para el encuentro personal con Cristo Dios, que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos para dar fin a la historia humana y dar comienzo a la eternidad del Reino de Dios.


martes, 11 de diciembre de 2018

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios”



(Domingo II - TA - Ciclo C - 2018 – 2019)

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios” (cfr. Lc 3, 1-6). Para indicar la próxima Llegada y aparición del Mesías sobre la tierra y siendo consciente de que el corazón humano, contaminado por el pecado original, necesita convertirse, es decir, despegarse de las cosas de la tierra para elevarse a las cosas del cielo y así recibir al Mesías, Juan el Bautista predica la conversión de los corazones y para ello, citando al Profeta Isaías, utiliza la figura de caminos torcidos que deben ser enderezados y de colinas que deben ser abajadas y de valles que deben ser rellenados. Cada una de estas figuras se refiere a una realidad humana y sobrenatural. Así, por ejemplo: preparar los caminos del Señor es disponer los corazones, por la gracia, a la penitencia y a las obras de caridad; allanar los senderos, es abajar nuestro orgullo, postrándonos ante Cristo crucificado y ante Jesús Eucaristía; los valles rellenados, es elevar el alma, que se hunde en las cosas de la tierra, a las cosas del cielo; rebajar los montes y las colinas, es rebajar nuestra soberbia y nuestra pretensión de querer hacer todo según nuestros propios deseos, incluso dentro de la propia iglesia -y así hay, por ejemplo, muchos que quieren cambiar desde dentro de la Iglesia y la Misa, introduciendo elementos ajenos a la Misa, pero no van a poder, porque pretender cambiar la Iglesia y la Misa es obra del Demonio y eso no lo van a conseguir, porque Dios no lo va a permitir-; enderezar lo torcido, quiere decir combatir y erradicar nuestras pasiones que, sin el auxilio de la gracia, quedan fuera del control de la razón y se vuelven irracionales, más cercanas a lo animal que a lo humano; convertir lo escabroso en llano es combatir contra nuestras malas inclinaciones y buscar de adquirir virtudes, no por las virtudes en sí mismas, sino porque las virtudes son las expresiones, a través de la naturaleza humana, de las infinitas perfecciones del Ser divino trinitario, lo cual quiere decir que en Adviento debemos buscar la virtud, como forma de participar de las perfecciones del Ser divino de Dios Uno y Trino. “Y toda carne verá la salvación de Dios” quiere decir que todo hombre que haya recibido la gracia de la conversión y haya respondido a esta, verá la salvación de Dios: esa salvación de Dios es el Niño Dios en su Primera Venida, en Belén; es Cristo Eucaristía, el Cordero de Dios que viene a nosotros en la Venida Intermedia, en el Sacramento Eucarístico, en el tiempo de la Iglesia, en esta vida; el hombre en gracia verá la salvación de Dios cuando Cristo, el Cordero de Dios, Venga por Segunda y definitiva vez en el Día del Juicio Final, cuando este mundo desaparezca y dé inicio la vida eterna. Para prepararnos para este triple encuentro con Cristo, la salvación de Dios, es que la Iglesia nos concede este tiempo de gracia llamado Adviento.

martes, 30 de octubre de 2018

“Maestro, que pueda ver”



(Domingo XXX - TO - Ciclo B – 2018)

         “Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). Jesús sale de Jericó y un ciego, llamado Bartimeo, hijo de Timeo, al “oír que era el Nazareno”, se puso a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Jesús lo hace llamar y le pregunta qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide que le devuelva la vista: “Maestro, que pueda ver”. En el mismo instante, Jesús le concede lo que le pide, haciéndole recobrar la vista y diciéndole: “Ve, tu fe te ha curado”.
         En este pasaje podemos meditar en dos elementos: por un lado, el milagro en sí mismo; por otro lado, lo que el milagro simboliza. En cuanto al milagro en sí mismo, se trata de un milagro de curación corporal, por medio del cual Jesús le devuelve la vista a un ciego. No se dice si era ciego de nacimiento o no; pero sí que era ciego, es decir, que no podía ver a causa de graves lesiones en su aparato ocular. Con su poder divino, Jesús cura al instante la ceguera, restableciendo todos los tejidos dañados del aparato ocular y permitiendo al ciego tener una visión normal. Algo que se destaca en el ciego es su fe en Jesús: ya había oído hablar del Nazareno, de sus milagros y había deducido que si Jesús no fuera Dios en Persona, no podría hacer los milagros que hacía. Movido por esta fe, es que acude a Jesús y es esta fe pura en Jesús en cuanto Dios, lo que lo ayuda a obtener lo que desea, la visión corporal, tal como se lo dice Jesús: “Ve, tu fe te ha curado”. En agradecimiento, el Evangelio dice que el ciego, desde ese momento, se hizo cristiano, es decir, comenzó a seguir a Jesús. El otro aspecto que podemos ver en el milagro es su simbolismo: el ciego, el que vive en tinieblas, representa a la humanidad caída en el pecado original y por lo tanto, envuelta en tres tipos de tinieblas distintas: las tinieblas del pecado, las tinieblas de la ignorancia y las tinieblas vivientes, los ángeles caídos. Estas tinieblas son las descriptas por el Evangelista Lucas, en el Cántico de Simeón y son las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas, en sombras de muerte”. Las tinieblas son el pecado, la ignorancia y las “sombras de muerte”, es decir, las tinieblas vivientes, los demonios. El hombre caído en el pecado original, sin la gracia santificante que le comunica la vida y la luz de Dios, vive inmerso en estas tinieblas y vive en estas tinieblas hasta el momento en que Jesús, el Dios que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, lo ilumina con su luz divina. Mientras Jesús no ilumina al alma, esta permanece, irremediablemente, envuelta en “tinieblas y sombras de muerte”. El único que puede disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado y derrotar para siempre a las tinieblas del Infierno, es Cristo Jesús quien, en cuanto Dios, es Luz divina, tal como Él se auto-proclama: “Yo Soy la luz del mundo”. Puesto que Jesús es la Luz divina que vence a las tinieblas en las que estamos inmersos –aun cuando seamos capaces de ver con los ojos corporales-, es a Él y sólo a Él a quien debemos recurrir si queremos recuperar la visión sobrenatural de los misterios de la fe, además de vernos libres de las tinieblas del pecado, del mal y de la ignorancia. Y puesto que Jesús está en la Cruz y en la Eucaristía, es a la Cruz y a la Eucaristía adonde debemos acudir, postrados de rodillas y con el corazón contrito, para ser iluminados por el Cordero, la Lámpara de la Jerusalén celestial.
         “Maestro, que yo pueda ver”. Lo mismo que le pide el ciego Bartimeo, le pedimos nosotros a Jesús: “Jesús, Luz de Dios, disipa las tinieblas espirituales en las que estoy inmerso y haz que pueda ver, con los ojos del alma, el misterio de tu Presencia Eucarística, de manera que pueda seguirte por el Camino Real del Calvario en esta vida y así alcanzar el Reino de Dios en la vida eterna”.

sábado, 21 de julio de 2018

“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato”



(Domingo XVI - TO - Ciclo B – 2018)

“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,30-34). Jesús ve a la muchedumbre y se compadece de la multitud porque “estaban como ovejas sin pastor”. La imagen de un redil de ovejas sin pastor es la que mejor grafica la terrible realidad de la humanidad caída en el pecado original desde Adán y Eva. Como ovejas sin pastor, desamparadas frente al lobo, hambrientas, sedientas, a punto de morir por falta de quién las conduzca a los pastos y aguas frescas, así es la terrible condición de la raza humana desde la caída de Adán y Eva a causa de haber desoído la voz de Dios y haber oído y obedecido a la Serpiente Antigua, Satanás y esta situación es la de toda la raza humana, hasta la llegada del Buen Pastor, Jesucristo. Desde el pecado original y convertida en enemiga de Dios a causa del mismo, la raza humana se encuentra sola, abandonada a su suerte, acechada por el enemigo de las almas y sometida a toda clase de males. El pecado original ha provocado la enemistad con Dios, la pérdida del Paraíso, la pérdida de la  inmortalidad y de los dones preternaturales, además de la entrada de la enfermedad, el dolor, la muerte, la discordia, la dificultad para conocer la Verdad y para hacer el Bien, además de dejar a la humanidad inerme frente al Lobo infernal que, arrojado del Cielo[1] porque nada tenía hacer allí como “Padre de la mentira” (Jn 8, 44) y “homicida desde el principio” (Jn 8, 39-59), fue precipitado a la tierra, en donde “anda rugiente como león buscando a quién devorar” (cfr. 1 Pe 2, 58).
         Ésa es la situación que ve Jesús: ve a la multitud inerme, como ovejas sin pastor; la ve enferma, débil, acechada por el enemigo de las almas y por eso se compadece de ella y comienza a enseñarles cuál es el camino de la salvación.
         Jesús es el Buen Pastor y es Él el que, con el cayado de la cruz, baja no desde un barranco, sino desde el cielo, para cuidar del rebaño que el Padre le ha encargado, para ahuyentar al Lobo infernal, que es cobarde, porque es valiente con las ovejas inermes, pero cuando el Pastor le hace frente, huye. Él ha venido con el báculo de su cruz para derrotar para siempre al Lobo infernal, para curar a las ovejas heridas, para llevarlas al redil, a buen seguro, para conducirlas a los pastos abundantes de la gracia y al agua fresca de la Buena Noticia de la salvación.
“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor”. Pero, ¿qué es lo que le sucede a las almas cuando están sin pastor? El P. San Juan María Vianney, Patrono de los sacerdotes, tiene una expresión muy gráfica que describe qué es lo que les sucede a las almas cuando se quedan sin pastor: “Dejad a las almas sin sacerdotes y en diez años se volverán como bestias”. ¿Por qué? Porque el sacerdote, obrando en nombre de Cristo y con el poder de Cristo, les concede los sacramentos y con ellos la gracia sacramental, que es la participación a la vida divina. Por lo tanto, con el sacerdote, el alma vive una vida superior a la vida natural, vive una vida que no es simplemente buena, sino que es una vida de santidad, porque por la gracia participa de la vida misma de la Trinidad. A través del sacerdocio sacramental, las almas son capaces de vivir la vida misma de Dios Uno y Trino, una vida que es superior no solo a la del hombre, sino a la de los ángeles. Con la gracia que imparte el sacerdote, el alma se vuelve más grande y majestuosa que el más grande y majestuoso de los ángeles de Dios.
Ahora bien, sin la gracia, los hombres dejan de vivir la vida divina porque esta no les llega por los sacramentos, pero no se quedan solo en eso: comienzan a vivir una vida natural, pero como la naturaleza humana está caída a causa del pecado original, no puede perseverar en el bien sin la ayuda de la gracia y, por más buena voluntad que una alma tenga, no puede perseverar más de un año sin cometer pecado mortal, como dice Santo Tomás de Aquino, porque el alma se ve dominada por la poderosa fuerza del pecado. Y una vez cometido el pecado mortal, todo es cuesta abajo y barranco abajo, porque todo es pecado y más pecado. Por más esfuerzos que un alma buena pueda hacer, la fuerza del pecado es tan grande, que irremediablemente la arrastra al mal. Esta situación es el equivalente a una oveja que, caminando desprevenida por el borde del barranco, se despeña y cae barranco abajo, sufriendo en la caída numerosos golpes y fracturas que la dejan inmóvil y sangrante en el fondo del barranco y, de no mediar asistencia, le provocan la muerte en poco tiempo. Pero no solo eso, porque una oveja así despeñada, con las heridas abiertas y sangrantes –eso significa el pecado mortal- es fácil presa del Lobo infernal, que así como el lobo creatura es atraído por el olor de la sangre, así el Lobo infernal es atraído de inmediato por el estado pecaminoso del alma, para hacerla cometer más y más pecados y así como el lobo creatura, frente a la oveja malherida e inerme, no tiene dificultad en dar cuenta de ella clavándole sus dientes afilados en su tierna carne, destrozándola en cada dentellada, así el Enemigo de las almas, en un alma que ha perdido el horizonte de la Verdad, de los Mandamientos y de los Preceptos de la Iglesia, la hace sucumbir ante la más pequeña tentación, porque es el Padre de la mentira.
Cuando no hay pastor –sacerdote católico- en una comunidad, toda clase de males se abaten sobre ella: no solo aflora lo peor de la condición humana, porque el freno a las pasiones es la gracia, sino que las almas se desorientan y en vez de acudir a los frescos pastos y al agua fresca del manantial de vida que son los sacramentos y la Palabra de Dios, se dejan seducir por toda clase de teorías ateas, agnósticas, gnósticas, materialistas, anti-cristianas, que es lo que sucede en nuestros días con la Nueva Era y así es como comienzan a crecer las sectas, unas más peligrosas que otras, como la brujería moderna o wicca, el gnosticismo, las sectas umbandas, el interés por los ovnis, la brujería, la magia, la hechicería, y toda clase de errores, mentiras, medias verdades, herejías, cismas, que hacen que las almas pierdan el horizonte de la vida eterna y del Reino de los cielos, internándose en un mar espiritual de confusión, de error, de mentira, de falsedad, que las conduce directamente al Infierno. Ésa es la razón por la cual Cristo se compadece de la multitud, porque está “sin pastor”, y al estar sin pastor, sin sacerdote católico, toda clase de males espirituales se abate sobre las almas, que se encuentran débiles e incapaces de reaccionar por sí mismas.
“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor”. Lamentablemente, en nuestros días, o los pastores huyen o son escasos o muchas ovejas, irresponsablemente, se alejan del redil, y no se dan cuenta de que así quedan inermes y sin defensas frente al Lobo infernal.
Comentando este pasaje en el que Jesús se compadece de la multitud y luego llama a sus discípulos “a descansar” después de predicar, un monje benedictino[2], doctor de la Iglesia, dice así: “¡Si solamente la providencia de Dios hiciera lo mismo en nuestra época, y que una gran multitud de fieles se precipitara alrededor de los ministros de su Palabra para escucharlos, incluso sin dejarles el tiempo de retomar sus fuerzas! ...Si se les reclamara a tiempo y a destiempo la palabra de fe, se quemarían del deseo de meditar los preceptos de Dios y de ponerlos en práctica sin cesar, de manera que sus actos no desmentirían sus enseñanzas”. Es decir, San Beda afirma que el solo hecho de querer conocer la verdad acerca de la salvación ya es obra de Dios y que si los fieles respondieran a esta gracia, no darían literalmente tiempo a los sacerdotes para descansar, porque el solo deseo de conocer los preceptos de Dios los llevaría a querer conocer cada vez más y más todo lo relativo a la salvación, apartándose del mal camino.
Pero es un hecho que hoy, los consejeros de los gobernantes ya no son los sacerdotes, como sucedía hace siglos, sino que los consejeros de los gobernantes son los brujos y como la multitud hace lo que hacen los gobernantes, también la multitud acude en masa, en un movimiento de apostasía jamás visto, a los brujos y hechiceros, quienes son sus consejeros y ya no más los sacerdotes.
“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor”. Jesús nos está viendo, nos ve, desde la Eucaristía, pero no solo externamente, sino que nos ve desde lo más profundo de nuestro ser y ve cosas de nosotros mismos que ni siquiera sabemos que existen. ¿Qué pensaría Jesús de nosotros, de cada uno en particular? ¿Estaría satisfecho con nosotros, al comprobar que acudimos a los sacerdotes para recibir la gracia sacramental que  nos hace participar de la vida divina? O, por el contrario, ¿experimentaría la misma compasión, al ver que no acudimos a los sacerdotes, para alimentarnos de la Eucaristía dominical y que en vez de la Eucaristía, preferimos los pastos envenenados de la Nueva Era?


[1] Cfr. Ap 12, 7-8.
[2] Cfr. San Beda el Venerable, Comentario del Evangelio de Marcos.


miércoles, 10 de enero de 2018

“Jesús ora, sana enfermos y expulsa demonios”



“Jesús ora, sana enfermos y expulsa demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos relata un día en la vida de Jesús: ora, sana enfermos y expulsa demonios. Además de curar a la suegra de Pedro, Jesús cura a numerosos enfermos que habían acudido a Él y expulsa a demonios que habían tomado posesión de muchos hombres. La situación de quienes acuden a Jesús describe el estado de la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva: sometida a la enfermedad, al dolor y a la muerte y esclava del demonio. Jesús ha venido “para destruir las obras del demonio” (cfr. 1 Jn 3, 8), esto es, el pecado, la enfermedad y la muerte, porque es por causa del demonio –además del libre albedrío humano- que Adán y Eva, desobedeciendo las órdenes de Dios, perdieron los dones preternaturales y quedaron sometidos a las miserias de esta vida, convertida en “valle de lágrimas”, además de esclavizados por el demonio. Al curar las enfermedades que aquejan a la humanidad y al expulsar al demonio que esclavizando al cuerpo atormenta el alma, Jesús quita de en medio dos grandes males que asolan la humanidad desde la Desobediencia Original. Sin embargo, la obra de Jesús no se detiene en estas acciones, aun cuando estas acciones sean grandiosas y proporcionen paz a los hombres. Es verdad que Jesús ha venido “para destruir las obras del demonio”, pero el exceso de amor de su Corazón Misericordioso es tan grande e incomprensible, que a Jesús no le basta con simplemente curar nuestras enfermedades y expulsar de nuestros cuerpos, almas y vidas al Enemigo de nuestra salvación: en su Amor Misericordioso, infinito, eterno, inagotable, inabarcable, Jesús quiere darnos su Vida, la misma vida divina que Él posee como Dios Hijo desde la eternidad; quiere darnos su filiación divina, la misma filiación divina con la cual Él es Hijo Eterno del Padre; quiere darnos el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor con el cual Él ama al Padre y el Padre lo ama a Él en el Reino de los cielos, desde la eternidad. Y es para eso que se queda en la Eucaristía, porque es allí, en el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en donde Él encuentra satisfacción a su deseo, el de donarse por completo, sin reservas, con todo su infinito Amor, a cada alma que lo recibe en la comunión eucarística con fe y con amor. Muchos acuden a Jesús para que sane sus cuerpos y almas enfermos; muchos acuden a Jesús por estar atormentados por el demonio. Pero pocos, muy pocos, acuden a Jesús Eucaristía para recibir lo que Jesús quiere darnos, que es infinitamente más grande que simplemente curar nuestras enfermedades y alejar de nuestras vidas al espíritu inmundo: su Sagrado Corazón Eucarístico, que arde en las llamas del Divino Amor.

lunes, 8 de enero de 2018

“El Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse”



“El Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse” (Mc 1, 14-20). La conversión que predica y pide Nuestro Señor es necesaria para entrar en el Reino de los cielos y supone un rechazo radical del mundo y sus vanos atractivos. La conversión es imprescindible y de tal manera, que si no hay conversión, es imposible el ingreso en el Reino de Dios. Desde el momento en que todo corazón humano nace con el pecado original, está separado, desde su concepción, de Dios, y no solo, sino que está apegado a la tierra y al mundo, es decir, a las bajas pasiones del cuerpo y a los movimientos más indignos de las potencias del alma. El pedido de conversión de Jesús se entiende en su máxima expresión cuando se considera esta realidad: todo hombre que nace en este mundo está contaminado con la mancha del pecado original y, en consecuencia, no solo está alejado de Dios y de su influjo benéfico y santificante, sino que está atraído irremediablemente por las pasiones y dominado por la concupiscencia de la vida y de los ojos. La conversión implica despegar el corazón de las cosas del mundo, pero no solo de las cosas malas, sino incluso de las cosas buenas de este mundo, no en cuanto buenas, sino en cuanto son cosas pasajeras, transitorias, que han de terminar sí o sí. No en vano la Escritura dice que los cristianos “están el mundo, pero no son de este mundo”, y esto, porque esperamos en la vida eterna. En otras palabras, la conversión que pide Jesús no se limita a solamente rechazar aquello que es del mundo, del pecado y del demonio: además de esto, se extiende a todo lo que es bueno en el mundo y que proviene de Dios pero que, por ser de este mundo terreno y ser transitorio, no forma parte de nuestro destino final. Nuestro destino final es la eterna bienaventuranza, la contemplación, en el Reino de los cielos, de la Trinidad Beatísima y del Cordero de Dios, en compañía de María Santísima y de los ángeles y santos. Nuestro destino final no son las cosas buenas de este mundo que, en cuanto buenas, son dones de Dios, pero dones transitorios y temporales que no deben hacernos perder de vista que esta vida terrena es solo una prueba para ganar la vida eterna. Muchos cristianos son “buenos”, en el sentido de que, verdaderamente, no obran el mal, buscan cumplir con los Mandamientos de la Ley de Dios, son caritativos y misericordiosos para con sus prójimos. Pero esto es solo una “primera etapa” de la conversión, puesto que no basta con simplemente ser buenos: el cristiano –el católico- debe ser santo, es decir, debe vivir en estado de gracia permanente, como un anticipo del estado de gloria eterna que espera vivir en la otra vida. La santidad implica vivir con los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en el cielo –“pedes in terra ad sidera visus”, dice el lema de la Universidad Nacional de Tucumán, esto es, los pies en la tierra y la vista en el cielo-, no en el cielo cósmico, sino en el Cielo que es el Reino de Dios. Vivir esta vida en gracia, evitando el pecado, y con la mirada del alma puesta en la contemplación de la Trinidad y el Cordero, como anticipo de la visión beatífica de los bienaventurados, ésa es la conversión que nos pide Cristo Dios.