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jueves, 7 de marzo de 2024

“No he venido a abrogar la ley, sino a perfeccionarla”

 


“No he venido a abrogar la ley, sino a perfeccionarla” (Mt 5, 17-19). Puesto que Jesús ha venido a fundar un nuevo movimiento religioso -que es la Iglesia Católica-, y es nuevo en relación al movimiento religioso existente, la religión judía, se ve en la obligación de explicar cuál es su posición en relación con la ley mosaica: Él “no ha venido a abrogarla, sino a perfeccionarla” y no podría ser de otra manera, puesto que Él es el Legislador Divino que ha sancionado primero, la primera parte de la Ley Divina, a través de Moisés y ahora, a través de Él mismo en Persona, viene a sancionar la segunda parte de esa misma Ley Divina y por eso es que no ha venido a abrogarla, a suprimirla, sino ha darle su pleno cumplimiento, ha venido para perfeccionarla, para hacerla perfecta. Este “perfeccionamiento” no se limita a los dos ejemplos que da Jesús –“no matarás” y “no cometerás adulterio”-, sino a toda la Ley, a toda la voluntad de Dios expresada en el orden antiguo y por eso dice “la Ley y los Profetas”[1].

Con los ejemplos que Jesús da -que se extienden a todos los Mandamientos-, Jesús quiere demostrar que el orden moral antiguo no pasará, sino que surgirá a una nueva vida, que le será infundida con un nuevo espíritu. Es decir, no se inventarán nuevos mandamientos, sino que, a los mismos mandamientos, se les infundirá un nuevo espíritu, el espíritu de Cristo, por medio de la gracia santificante. Esto se ejemplifica con el mandamiento de “No matar”, tal como el mismo Jesús lo explica: si antes, para ser justos ante Dios, bastaba con el hecho de “no matar”, literalmente, es decir, con no cometer un homicidio, ahora, a partir de Jesús, ya no es suficiente con eso, porque el solo hecho de desear venganza o de guardar rencor contra el prójimo, es susceptible de castigo y esto porque por la gracia santificante, concedida por los sacramentos, el alma está ante la Presencia de la Trinidad de manera análoga a como los ángeles y santos lo están en el Cielo. En otras palabras, un ligero mal pensamiento o sentimiento de hostilidad hacia el prójimo, es un pensamiento proclamado delante de Dios, que es Bondad y Justicia infinitas y que por lo tanto, no tolera a los injustos e hipócritas que mientras claman misericordia para sí mismos, no son capaces de guardar la más mínima misericordia para con el prójimo, ni siquiera con el pensamiento.

A partir de Jesús, la observancia de los mandamientos en el Amor de Dios será mucho más rigurosa, tanto, que no pasará ante la Justicia Divina ni la letra más pequeña, la “i”, ni tampoco una coma, pues todo, hasta el más mínimo pensamiento, será purificado por el Fuego purificador del Divino Amor. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando dice que “ha venido a perfeccionar” a la Ley de Dios; es una perfección en el Amor, tanto hacia Dios como hacia el prójimo: “Sean misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 685.

lunes, 12 de junio de 2023

“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”

 


“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”. (Mt 5, 17-19). En estos tiempos de anomia, es decir, de ausencia casi total y absoluta de valores morales y espirituales, en donde el obrar bien es visto como sinónimo de atraso propio de épocas pasadas y como signo de debilidad, Jesús nos recuerda no solo los Mandamientos de la Ley de Dios, sino cómo el vivir y cumplir los Mandamientos divinos con un corazón puro y desinteresado, que ama a Dios por sobre todas las cosas, tiene su recompensa en el Reino de los cielos: “El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”.

Nuestros días se caracterizan precisamente no solo por no vivir según los Mandamientos de la Ley de Dios, sino por el vivir y cumplir los mandamiento de Satanás, expuestos en Biblia sacrílega satánica. Esto es así porque no hay una posición intermedia: o se cumplen y se viven los mandamientos de la Ley de Dios, o se cumplen y se viven -aunque la persona no se dé cuenta de ello- los anti-mandamientos de la ley satánica, cuyo estandarte principal y primer y más importante mandamietno es: “Haz lo que quieras”. Es decir, deja de lado los mandamientos de ese Dios opresor y libérate y una de las formas de hacerlo es hacer lo que te plazca. Y puesto que el hombre está contaminado con el pecado original, todo lo que amará será concupiscencia de la carne y de los sentidos, lo cual va en una dirección completamente opuesta a la vida eterna que Dios nos tiene preparada en el Reino de los cielos.

 “El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”. En nuestros días, en los que prevalece el espíritu anti-cristiano por todas las sociedades de todo el mundo, llevar la Ley de Dios impresas en en la mente y en el corazón, y aplicarlas de forma concreta en el vivir de todos los días, aun cuando parezcan pequeñas cosas, al estar dirigidas por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, nos asegura algo que ni siquiera podemos imaginar, debido al esplendor y majestad al que estamos destinados, el Reino de Dios.

martes, 9 de mayo de 2023

“Cumplan los Mandamientos, vivan en mi Amor y tendrán alegría”

 


“Cumplan los Mandamientos, vivan en mi Amor y tendrán alegría” (Jn 15, 9-11). En estos tiempos en los que abundan los trastornos del ánimo, como la angustia, la depresión, la tristeza, y en los que se acuden al psicólogo y al psiquiatra como si fueran demiurgos capaces de solucionar la crisis existencial del ser humano por medio de sesiones de diván y medicamentos psiquiátricos, Nuestro Señor Jesucristo nos da lo que podríamos llamar la verdadera y única “fórmula” para la felicidad: cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, vivir en su Amor, el Amor de Dios y así el alma se asegura, no de no tener problemas ni de sufrir tribulaciones, sino de poseer la alegría de Cristo, que no es una alegría más entre tantas, sino que es la Alegría de Dios, porque Cristo es Dios.

Muchos, incluso entre los cristianos, dejan de lado los Mandamientos de la Ley de Dios, porque los consideran como “pasados de moda”; muchos, incluso sacerdotes, critican y tildan de “rígidos” a los que tratan de cumplir los Mandamientos, instando a que vivan según sus propios sentimientos, según su propia voluntad. Sin embargo, esta receta, que aparentemente concede “liberación” al alma, lo único que hace, al dejar de lado la Ley de Dios y sus Mandamientos, es esclavizarlas al pecado y el pecado provoca amargura, dolor, soledad, alejamiento de Dios, oscuridad espiritual y tristeza en lo anímico, además de depresión y angustia. Podemos decir, con toda certeza, que la tristeza, la angustia, la depresión, la sensación de soledad, de abandono, de falta de sentido de la vida, se deriva de no seguir el consejo de Jesús, de cumplir los Mandamientos por amor a Él y la consecuencia de esto es que el alma se priva, voluntariamente, de la alegría de Dios. No significa esto que el cumplir los Mandamientos de Dios es la solución instantánea para todos los problemas y las tribulaciones que implican la existencia del hombre en la tierra, pero sí se puede decir que seguir el consejo de Jesús le concede al alma una serena alegría, aun en medio de los más intensos problemas y tribulaciones.

“Cumplan los Mandamientos, vivan en mi Amor y tendrán alegría”. Si el mundo siguiera estos simples consejos de Jesús, la vida en la tierra sería un anticipo de la vida eterna en el Reino de los cielos.

lunes, 13 de marzo de 2023

“Quien cumpla los Mandamientos y los enseñe a cumplirlos, será grande en el Reino de los cielos”

 


“Quien cumpla los Mandamientos y los enseñe a cumplirlos, será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19). Para quien desee ser santo, para quien desee ganar el Reino de los cielos, para quien desee la mayor grandeza y honor que se pueda concebir, Jesús da la fórmula para conseguirlo, que consiste en dos pasos: primero, cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios; segundo, enseñar los Mandamientos de Dios a quien no los conoce.

Desde hace un tiempo a esta parte, se ha difundido un pensamiento contrario al Querer Divino, un pensamiento que va en contra de las palabras de Jesús y es el de considerar a los Mandamientos como “pasados de moda”, o también como “aburridos”, o como “fatigosos para ser aprendidos de memoria”, como si aprender los Mandamientos fuera algo “disgustoso”. Nada de esto corresponde al consejo evangélico de Jesús, quien nos dice claramente que si queremos ser considerados “grandes” en el Reino de los cielos, debemos primero aprender los Mandamientos -para aprenderlos hay que memorizarlos- y luego, debemos enseñarlos a quien no los sabe -y para enseñarlos, debemos haberlos antes aprendido y memorizado-. Como vemos, entonces, aprender de memoria los Mandamientos, no es para nada algo que provoque disgusto; por el contrario, es algo que provoca paz, alegría y serenidad en el alma, porque se está aprendiendo y memorizando algo -los Mandamientos- que nos otorgarán la recompensa en el Reino de los cielos, de parte de Dios en Persona.

Por supuesto que el aprender y memorizar los Mandamientos es solo una parte, una parte importante, pero solo una parte de lo que debemos hacer si queremos cumplir la voluntad de Dios, porque esos Mandamientos aprendidos y memorizados, deben ser también vividos, es decir, los Mandamientos deben ser vividos, aplicados, en la vida de todos los días. De nada sirve aprender el Mandamiento que dice: “No mentirás”, si luego digo mentiras, y así con todos y cada uno de los Mandamientos.

“Quien cumpla los Mandamientos y los enseñe a cumplirlos, será grande en el Reino de los cielos”. No hagamos caso a quienes afirman que los Mandamientos de Dios están “pasados de moda”, o que es un “disgusto” aprenderlos de memoria: si queremos recibir la recompensa del Amor de Dios en el cielo, aprendamos los Mandamientos, los memoricemos, los enseñemos a quien no los conoce y vivámoslos en nuestra vida cotidiana. Así, seremos “grandes” en el Reino de los cielos, aunque aquí en la tierra pasemos inadvertidos.

miércoles, 22 de febrero de 2023

Jueves después de Cenizas

 



         “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue su cruz de cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús nos revela las condiciones para ser un buen cristiano, para ser un seguidor suyo: primero, el seguir a Cristo no es una obligación, sino una libre elección, tal como Él mismo lo dice: “El que quiera seguirme”; el ser de Cristo, el pertenecer a Cristo, no es una imposición, sino una libre elección basada en el amor a Cristo: “el que quiera”; si esto es así, entonces, la negativa también es cierta: “el que no quiera, no me siga”. Cristo Dios respeta a tal grado nuestra libertad, que no nos obliga a seguirlo, nos revela en cambio que lo seguirá quien quiera seguirlo, quien lo ame de verdad, no el que esté obligado a seguirlo. De hecho, hay muchos en la actualidad que, lamentablemente para sus almas, no lo quieren a Cristo y no lo siguen, no cumplen sus mandamientos, no lo aman, lo dejan abandonado en el sagrario y muchos no solo no lo quieren a Cristo, sino que lo odian y movidos por el odio a Cristo llegan al extremo de formar asociaciones para exigir que sus nombres sean borrados de las actas de los bautismos.

         La otra condición para seguir a Cristo, además del amor, que es lo primero, es poner por obra lo que implica el seguimiento de Cristo y es el “tomar la cruz de cada día” y esto porque si Nuestro Salvador, Jesucristo, tomó la cruz y fue con ella por el Camino del Calvario, mostrándonos así el camino al cielo, no podemos nosotros, que nos consideramos sus seguidores, pretender ingresar al cielo por ninguna otra forma que no sea la Santa Cruz de Jesús. La cruz de cada uno es personal y puede tener distintas ocasiones de manifestarse, pero algo es seguro: Cristo no nos da ninguna cruz que no seamos capaces de llevar y si nos da una cruz, nos da la fortaleza suficiente para llevar una cruz mil veces más pesada que la que llevamos.

         La otra condición que pone Cristo para ser sus discípulos, es el seguirlo, pero seguirlo por donde va Él, no por donde se nos ocurra a nosotros y Cristo va por un camino muy específico, va por el Via Crucis, por el Camino de la Cruz, camino que finaliza en el Calvario, el único camino que nos conduce a la felicidad eterna en el Reino de los cielos. No nos va a llevar al cielo nada que no sea la Santa Cruz de Jesús: ni los mandalas, ni el ojo turco, ni la mano de Fátima, ni los atrapasueños, ni mucho menos las devociones malignas como la Difunta Correa, el Gauchito Gil, San La Muerte, Buda, ni el ocultismo, ni las prácticas paganas o neo-paganas: solo la Santa Cruz de Jesús, en donde morimos al hombre viejo, el hombre atrapado por el pecado y por las pasiones, para nacer al hombre nuevo, al hombre que nace a la vida divina trinitaria por la gracia, solo esta Santa Cruz, nos llevará al cielo. En este tiempo de Cuaresma, hagamos el propósito de morir al hombre viejo, tomando la cruz de cada día, siguiendo a Jesús por el Via Crucis, por el Camino de la Cruz, el único camino que nos conduce al cielo.

domingo, 24 de octubre de 2021

“¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”

 


(Domingo XXXI - TO - Ciclo B – 2021)

         “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” (Mc 12, 28-34). Le preguntan a Jesús cuál es el “primero de todos los mandamientos” y Jesús responde que es “amar a Dios con todas las fuerzas”. También le dice Jesús que el segundo mandamiento es “amar al prójimo  como a uno mismo”. A partir de Jesús, el cristianismo adoptará, igual que el judaísmo, a estos dos mandamientos como a uno solo, quedando formulados en la práctica de la misma manera: “Amarás a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Podría entonces alguien decir que el cristianismo y el judaísmo, al tener el mismo mandamiento, son casi la misma religión; sin embargo, el mandamiento cristiano difiere radicalmente del mandamiento judío, al punto de constituir casi dos mandamientos distintos y veremos las razones.

         Ante todo, el mandamiento judío manda “amar a Dios y al prójimo” con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas y es evidente que hace referencia al corazón, al alma, a la mente y a las fuerzas del hombre: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Se hace hincapié en que el cumplimiento de este mandamiento se basa sí en el amor, pero en el amor del hombre hacia Dios.

         Por el contrario, en el caso del cristianismo, la diferencia radica en que el amor con el que se manda amar a Dios y al prójimo –y también a uno mismo- es un amor distinto; no se trata del simple amor humano, sino de otro amor, el Amor del Sagrado Corazón de Jesús, un amor que es divino, celestial, sobrenatural, porque es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, y porque se expresa en la donación de sí mismo, no de un modo cualquiera, sino expresamente y exclusivamente a través de la unión con Cristo en el Santo Sacrificio del altar. Es esto lo que Jesús dice: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” y Cristo nos ha amado con el Amor del Espíritu Santo y hasta la muerte de cruz. Entonces, si bien el cristianismo y el judaísmo tienen como primer y principal mandamiento al primer mandamiento, que manda amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, difieren substancialmente en la cualidad del amor con el que se deben cumplir estos mandamientos: para el judaísmo, basta con el simple amor humano –un amor que, además de ser limitado, está contaminado con la mancha del pecado original-, mientras que en el cristianismo, este amor ya no es suficiente, sino que para cumplir el primer mandamiento, es necesario amar a Dios y al prójimo y a uno mismo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         Por último, ¿dónde conseguimos este Divino Amor, para así cumplir a la perfección el primer mandamiento? Lo conseguimos allí donde se encuentra como en su Fuente, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Es en el Corazón Eucarístico de Jesús en donde arde este Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo y es por eso que debemos ir a buscar este Divino Amor en la Eucaristía.

viernes, 4 de junio de 2021

“Quien cumpla y enseñe los Mandamientos, será grande en el Reino de los cielos”


 

“Quien cumpla y enseñe los Mandamientos, será grande en el Reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 17-19). Todo ser humano tiene deseos de grandeza, por el hecho de haber sido creados por un Dios que es infinito y de majestad infinita. El deseo de grandeza del ser humano es un espejo o un reflejo de la grandeza que posee su Creador, Dios Trino, de grandeza y gloria infinita. Ahora bien, Jesús nos da la fórmula para satisfacer ese deseo de grandeza: cumplir y enseñar los Mandamientos de la Ley de Dios: “Quien cumpla y enseñe los Mandamientos, será grande en el Reino de los cielos”. Esta última parte de la frase de Jesús es muy importante considerarla y reflexionar sobre ella, porque la grandeza que promete Jesús se consigue, por un lado, cumpliendo y enseñando los Mandamientos de la Ley de Dios y por otro lado, se la posee, no en esta tierra, sino en el Reino de los cielos, en la otra vida, en la vida eterna. El cumplir la Ley de Dios y el enseñarla a otros, no es garantía de grandeza en esta vida, porque Jesús no promete una gloria que es terrena, sino que promete la gloria eterna, la gloria de los bienaventurados, la gloria de los que contemplan a la Trinidad cara a cara. La grandeza que promete Jesús no es mundana, terrena, temporal, sino celestial, divina, sobrenatural, eterna y por eso no debemos esperarla en esta tierra, sino en la otra vida. Todavía más, para aquellos que cumplan la Ley de Dios y la enseñen a los demás, les puede esperar toda clase de tribulaciones, como les sucedió a los santos de todos los tiempos, incluidas la persecución y la muerte. Es decir, en esta vida, no debemos aspirar a la grandeza y a la gloria terrenas, sino a la grandeza y a la gloria divinas, que nos será concedida si en nuestra vida terrena cumplimos los Mandamientos de la Ley de Dios y enseñamos a los demás a cumplirlos. Sólo así seremos grandes en el Reino de los cielos, aunque en la tierra seamos pequeños, insignificantes e ignorados por el mundo.

 

jueves, 6 de mayo de 2021

“Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor”

 


“Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor” (Jn 15, 9-17). Antes de sufrir su Pasión y Muerte en cruz, Jesús se despide de sus discípulos en la Última Cena y les da una recomendación, que surge desde lo más profundo de su Sagrado Corazón: que permanezcan en el Amor con el que Él los ha amado, que es el Amor, a su vez, con el que el Padre lo ama desde la eternidad, el Espíritu Santo. Ahora bien, para que esto sea posible, es decir, para que ellos permanezcan en su Amor, es necesario que los discípulos lo demuestren con obras, porque la fe, sin obras, es una fe muerta; en este caso, la obra que Jesús les pide que hagan, con la cual demostrarán el amor hacia Él, es que cumplan los mandamientos de la Ley Divina, los Mandamientos de Dios, sus Mandamientos: “Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi Amor”. En otras palabras, cumplir la Ley de Dios, lejos de ser un rigorismo farisaico, asegura al alma la permanencia en el Amor de Cristo, es decir, en su Sagrado Corazón. Muchos integrantes de sectas anti-cristianas acusan a los católicos que desean cumplir los Mandamientos de la Ley Divina de ser “rigoristas”, “duros de corazón”, “fariseos”, cuando en realidad se trata de todo lo contrario, porque quien desea cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y pone todo su empeño en esta tarea, obtiene de Dios el Amor Divino, el Espíritu Santo, que es todo lo opuesto a la rigidez y dureza de corazón y al fariseísmo religioso. Por otra parte, quien desea cumplir la Ley de Dios, debe amar a su prójimo, incluido el enemigo, hasta la muerte de cruz, porque así es como nos ha amado Jesús, hasta la muerte de cruz, y eso es lo más opuesto y lejano a la dureza de corazón que pueda haber, de ahí que sea injusto y falso calificar al católico practicante de la Ley de Dios de “fariseo” o “rígido” de corazón.

         “Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor”. Si amamos a Jesús, cumpliremos, o mejor dicho, haremos todo el esfuerzo de cumplir, los Mandamientos de la Ley de Dios: así demostraremos que amamos a Jesús y Jesús, a cambio, nos dará en recompensa lo más preciado de su Sagrado Corazón Eucarístico, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

jueves, 29 de abril de 2021

“Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor”

 

“Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor” (Jn 15, 9-11). Los mandamientos de la Ley de Dios son mandamientos de amor, destinados a que el alma viva en la paz y en el amor de Dios; quien cumple los mandamientos, vive en la paz y en el amor de Dios; quien no los cumple, no tiene ni paz ni amor y por eso mismo, no da paz a los demás y tampoco da amor. Hay muchos movimientos laicistas –como por ejemplo, el feminismo, el movimiento de apostasía- que están cargados de odio y de resentimiento hacia Dios y hacia su Ley, cometiendo la más grande de las injusticias, porque Dios es Amor Infinito –y por eso debe ser objeto de nuestro amor- y porque su Ley es una Ley de amor –y por eso debemos observarla, si queremos vivir en el amor de Dios-. Quien se opone a Dios y a su Ley de amor, además de cometer una gran injusticia, entra en un círculo vicioso en el que el odio y el resentimiento, hacia Dios y hacia el prójimo-, se vuelven cada vez más profundos e intensos, hasta llegar a un punto de no retorno, que es el odio y el resentimiento demoníacos. Los movimientos laicistas que rechazan la Ley de Dios y a Dios que es su Autor, al rechazar al Amor de Dios, entran en una espiral de odio que se vuelve cada vez más fuerte, porque al expulsar de sí mismos al Amor de Dios, con el objetivo explícito de no cumplir su Ley, se llenan en sus corazones con lo opuesto al Amor, que ellos rechazaron libremente y es el odio. Este odio, que comienza siendo humano, crece cada vez más, hasta el punto en que no se puede volver atrás y es cuando el hombre, odiando a Dios, se hace cómplice y partícipe del odio satánico hacia Dios: en otras palabras, si alguien odia a Dios, llegará un momento en que se acercará tanto al Demonio, que éste le hará participar, indefectiblemente, de su odio angélico y demoníaco hacia Dios. Es por esta razón que no da lo mismo, absolutamente hablando, de que la Ley de Dios sea cumplida o no: quien la cumple, vive en el Amor de Dios; quien no la cumple, no tiene paz, no da paz a los demás y en algún momento comenzará a ser partícipe del odio demoníaco a Dios.

Cumplamos la Ley de Dios, que es una Ley de Amor, y así nos aseguraremos de tener, en nuestros corazones, al Dios del Amor, Jesús Eucaristía.

 

jueves, 4 de marzo de 2021

“El que cumpla los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”


 

“El que cumpla los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19). De esta frase de Jesús se desprenden dos enseñanzas: por un lado, quien cumpla los Mandamientos de la Ley de Dios, recibirá una gran recompensa, pero no en esta vida terrena, sino en la vida eterna: “será grande en el Reino de los cielos”. Por otra parte, nos enseña que los Mandamientos están para ser cumplidos y que, trascendiendo esta vida terrena y el tiempo humano, son el medio para conquistar el Reino de Dios. 

Ahora bien, lo que debemos comprender es que si Dios da los Mandamientos, no es para que los aprendamos de memoria para aprobar el examen de Primera Comunión y luego archivarlos en la memoria por tiempo indeterminado: si Dios da los Mandamientos, es para que estos se graben a fuego en nuestras mentes y corazones y así constituyan la guía o el faro que nos iluminen el camino que conduce al Reino celestial. Lamentablemente, para muchos católicos, los Mandamientos son sólo una lección a la que hay que aprender de memoria para recibir la Primera Comunión, pero luego los olvidan ahí, en la memoria, por tiempo indeterminado, sin permitir que los Mandamientos sean la luz y la guía de sus vidas. No es indiferente seguir o no seguir los Mandamientos: sin los Mandamientos, el hombre es como un ciego, que no puede encontrar el camino que no solo lo salva de la perdición, sino que le abre las puertas del Reino de Dios; sin los Mandamientos, el hombre es como un enfermo que agoniza y muere, porque muere una doble muerte, la muerte terrena y la muerte eterna. Sin los Mandamientos, el ser humano está irremediablemente perdido, porque por su razón y por su voluntad, heridas por el pecado original, aunque vea el bien y lo desee, no puede llevarlo a cabo y así su alma se pierde irremediablemente.

“El que cumpla los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”. Muchos, tanto dentro como fuera de la Iglesia, culpan de legalistas a quienes sostienen que los Mandamientos deben ser cumplidos –se entiende que “vividos”- si se quiere ganar el Reino de Dios. Sin embargo, al hacer esto, al calificar de legalistas a quienes, a pesar de sus pecados y debilidades, desean vivir los Mandamientos, están acusando, en el fondo, al mismo Dios Uno y Trino de legalista, puesto que en definitiva es Dios Trinidad quien nos dio los Mandamientos de su Ley. 

Por último, si en el orden humano y natural las leyes deben ser cumplidas –a nadie se le ocurriría quebrantar la ley de vialidad que impide circular en contramano por una ruta de alta velocidad, por ejemplo-, mucho más debe ser cumplida la Ley de Dios, puesto que en su cumplimiento está en juego nada menos que la eterna salvación del alma.

domingo, 18 de octubre de 2020

“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”

 


“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12, 39-48). Hay una cosa que sabemos y dos que no sabemos: sabemos que indefectiblemente hemos de morir, para ingresar en la vida eterna; no sabemos cuándo será eso, es decir, no sabemos ni el día ni la hora de nuestra muerte personal, ni tampoco sabemos el día ni la hora de la Segunda Venida de Jesús, para el Juicio Final. Con la figura de un padre de familia que está vigilante para que no entre el ladrón y con la figura de un administrador fiel, que se comporta “con fidelidad y prudencia” en la espera del regreso de su amo, Jesús nos anima a estar preparados para ambos momentos, tanto para el momento de la muerte personal, como para el momento del Juicio Final. Si esto hacemos –que no consiste en otra cosa que vivir como hijos de Dios, en estado de gracia, cumpliendo la Ley de Dios y sus Mandamientos y rechazar el pecado-, recibiremos como recompensa el Reino de los cielos, la eterna bienaventuranza.

El siervo malo, que en vez de esperar a su señor, se encarga de maltratar a sus prójimos y de embriagarse y comer desenfrenadamente, representa al alma que, sin la gracia santificante, está dominada por sus pasiones, principalmente la ira y la gula. Esta alma no cree ni espera en la Segunda Venida de Jesús y por eso piensa que los vanos placeres de este mundo son los únicos que existen y se dedica por lo tanto a satisfacer sus pasiones y sus bajos instintos. Ese tal, es quien ha renegado de la fe y ya no espera al Señor Jesús; ese tal, no recibirá recompensa alguna, sino un castigo proporcional a sus faltas, recibiendo la eterna condenación.

“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. Cada uno es libre de elegir quién quiere ser: si el siervo bueno y fiel, que espera el encuentro definitivo con Jesús y cree en su Segunda Venida en la gloria, o el siervo malo e infiel, que no lo espera porque no cree en Él y por lo tanto ni vive en gracia ni obra la misericordia. En definitiva, de nosotros, de nuestro libre albedrío, depende nuestra salvación o nuestra condenación. Pidamos la gracia de estar siempre atentos a la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesús.

lunes, 11 de mayo de 2020

“Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame”




“Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame” (Jn 14, 21-26). Jesús hace una promesa que sería imposible siquiera de imaginar, si Él no la hubiera revelado en Persona: Él -que es Dios Hijo- y su Padre -Dios, Padre eterno-, “harán morada” en el corazón de aquél que cumpla sus Mandamientos. Es decir, Jesús va más allá de la revelación de que Él es Dios Hijo encarnado, lo cual es algo en sí más grandioso que la creación del universo visible e invisible: promete que, si alguien cumple sus Mandamientos, tanto Él como su Padre, “harán morada” en ese corazón. Se trata de una profundización de la revelación de Jesús como Hijo de Dios: ahora, Él no sólo es Hijo, no sólo se ha encarnado para salvarnos, sino que “hará morada” en los corazones de los que cumplan sus Mandamientos. Es la doctrina de la inhabitación de Dios Uno y Trino por la gracia en el alma del justo, algo propio del catolicismo y que revela que Dios ya inhabita en el alma del justo, aun antes de la muerte, es decir, aun antes de pasar, por la muerte, a la vida eterna.
          “Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame”. ¿Y cómo sabremos si amamos a Jesús y así estar seguros de que el Padre y el Hijo inhabitan en nuestras almas? Si cumplimos sus Mandamientos, ya que Él mismo lo dice: el que me ama, cumplirá mis mandamientos”. Y cumplir los Mandamientos significa tener en el corazón al Espíritu Santo, además del Padre y del Hijo, porque quien cumple los Mandamientos lo hace movido por un amor sobrenatural y éste amor lo da el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios.
          Cumplamos los Mandamientos de la Ley de Dios y así el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, harán morada en nuestros corazones y esto ya en el tiempo terreno, como un anticipo de lo que habrá de suceder en la eternidad.

martes, 17 de marzo de 2020

“El que enseñe a cumplir los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”




“El que enseñe a cumplir los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19). El ser cristiano satisface todos los legítimos deseos de una persona. Por ejemplo, quien tiene deseos de grandeza, no debe acumular bienes materiales, ni ser renombrado, ni poseer fama y riquezas, como sucede en el mundo: quien desee ser grande, verdaderamente grande y no a los ojos de los hombres sino a los ojos de Dios, ése tal deberá preocuparse únicamente por observar –cumplir y vivir- los Mandamientos de la Ley de Dios y enseñarlos a observar, cumplir y vivir a sus prójimos. Quien esto haga, será considerado “grande” en el Reino de los cielos, según palabras del propio Jesús: “El que enseñe a cumplir los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”.
No debemos buscar los vanos honores, títulos y riquezas de este mundo; no debemos buscar ser “grandes” a los ojos de los hombres: debemos buscar ser grandes a los ojos del cielo, a los ojos de Dios y para ello, debemos cumplir y vivir los Mandamientos de la Ley de Dios. En días en que los Mandamientos de Dios han sido prácticamente olvidados por los hombres, esta recomendación de Jesús nos evita de caer en el mundanismo y nos hace elevar la vista del corazón al cielo.

lunes, 10 de febrero de 2020

“Ustedes son la sal y la luz de la tierra”.



(Domingo V - TO - Ciclo A – 2020)

          “Ustedes son la sal y la luz de la tierra”. Para describir a sus discípulos, los cristianos, Jesús utiliza dos elementos de la vida de todos los días: la sal y la luz. El cristiano es “sal y luz de la tierra”. Para comprender la analogía de Jesús, hay que considerar qué hace cada elemento y qué sucede cuando estos elementos faltan: sin la sal, el alimento queda insípido, sin sabor alguno, al punto de ser rechazado por muchos; sin luz, el mundo queda a oscuras, a merced de las tinieblas. El cristiano debe ser como la sal y como la luz: así como la sal da sabor al alimento y lo hace apetecible, así el cristiano, con su ejemplo de vida, debe darle sabor sobrenatural a la vida y hacer apetecible lo sobrenatural; así como la luz permite ver el mundo y apreciar sus colores y su belleza, así el cristiano debe darle color sobrenatural y belleza sobrenatural a la vida, también con su ejemplo de vida.
          Pero Jesús advierte que la sal puede perder su sabor y la luz, si está en un lugar equivocado, no puede alumbrar: la sal que no sala sólo sirve para “ser tirada y pisoteada por los hombres” y la luz que no alumbra es, cuanto menos, inútil. Pues bien, así sucede con el cristiano que no es sal y que no alumbra, advierte Jesús y esto es así porque el ser sal y luz depende de Dios, en cuanto Dios concede la gracia y la participación a su vida divina, pero también depende del hombre, porque el hombre debe responder a la gracia obrando según la gracia. Si el hombre no obra según la gracia, obra como un pagano, es decir, se comporta como si no fuera ni luz ni sal de la tierra. ¿Cuándo sucede esto? Cuando el cristiano, habiendo recibido la gracia de los sacramentos, vive como si no los hubiera recibido, esto es, vive como si no fuera cristiano y es el vivir como paganos. El cristiano que no vive los Mandamientos de la Ley de Dios, que no cumple con los preceptos de la Iglesia, que no recibe los sacramentos, que no ora, que vive como si los sacramentos no existieran, ése es el cristiano que ha dejado de ser sal y luz de la tierra y es contra quienes advierte Jesús.
          “Ustedes son la sal y la luz de la tierra”. No debemos creer que por ser cristianos, por haber recibido el Bautismo, la Eucaristía y la Confirmación, ya somos sal y luz de la tierra; sólo si somos coherentes con el Amor recibido de parte de Dios y correspondemos con una vida cristiana plena de obras de misericordia, seremos en realidad sal y luz de la tierra. De lo contrario, seremos sal que no sala y luz que no alumbra.

lunes, 9 de diciembre de 2019

“¿A quién compararé esta generación?”




“¿A quién compararé esta generación?” (Mt 11, 16-19). Jesús se queja “de esta generación” –es decir, de la humanidad entera- porque se compara a jóvenes que están en la plaza y, ya sea que se entonen lamentos fúnebres o cánticos de alegría, permanecen indiferentes, abúlicos y apáticos, sin sumarse ni a los lamentos, ni a los cantos de alegría. Dice así el Evangelio: “En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: “¿A quién compararé esta generación?”. Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. Luego, continúa Jesús: “Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Es decir, la “generación actual” o más bien la humanidad, es como aquellos que criticaron sea a Juan el Bautista, que predicaba el ayuno y la penitencia –lamentaciones-, sea a Jesús, que “comía con pecadores” –sentido de la alegría del banquete-. Ya sea que se predique el ayuno o que se siente a la mesa con los pecadores, esta generación encontrará siempre un pretexto para esquivar el camino que Dios le está trazando en ese momento. Porque cuando Juan predicaba el ayuno, era para recibir al Mesías; cuando Jesús se sentaba a la mesa con los pecadores, era para traer a esa casa la alegría de la salvación, como sucedió con Zaqueo: tanto el ayuno como la comida, eran caminos de Dios. Sin embargo, para estos tales, ni uno ni otro camino de Dios les son agradables y es la razón por la cual permanecen abúlicos, apáticos e indiferentes, sea al anuncio de penitencia del Bautista, sea al anuncio de perdón y alegría de Jesús. Prefieren vivir encerrados en su propio mundo sin buscar la conversión; un mundo que es, por añadidura, un mundo de pecado, antes que seguir el camino que Dios les traza en determinado momento. Son los que siempre buscan pretextos para no asistir a Misa, para no cumplir los Mandamientos, para no hacer obras de misericordia; en definitiva, son los que siempre buscan pretextos para no creer.
          “¿A quién compararé esta generación?”. ¿De qué lado estamos nosotros? Porque a nosotros también se nos piden en Adviento el ayuno y la misericordia, para recibir al Niño Dios que viene para Navidad, para que así luego nos alegremos con el manjar del cielo, el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo de Jesús resucitado. ¿De qué lado estamos? ¿Somos como esos jóvenes apáticos del Evangelio, que buscan hacer su voluntad, o más bien tratamos de cumplir el camino que Dios traza a cada momento para nosotros, para ir al encuentro con Él?

martes, 11 de junio de 2019

“Quien cumpla los preceptos será grande en el Reino de los cielos”




“Quien cumpla los preceptos será grande en el Reino de los cielos (Mt 5, 17-19). Jesús afirma que quien cumpla los preceptos “será grande en el Reino de los cielos”. Esta afirmación es de suma importancia para nuestros días, caracterizados, entre otras cosas, en que los hombres no solo no viven los preceptos de la Ley de Dios, sino que viven “como si Dios no existiera”. En efecto, cuando se ven a quienes difunden y practican los postulados de la cultura de la muerte, como el aborto y la eutanasia, o los postulados de la ideología de género, está más que claro que quienes esto hacen es porque han desplazado absolutamente a Dios y sus preceptos de sus vidas, viviendo como si Dios no existiera y como si nunca hubiera formulado su ley. En estos casos, estas personas viven como si no estuviera prescripto por Dios el “no matar”, porque postulan el asesinato de niños por nacer en cualquier etapa de su concepción, o bien postulan la eutanasia de forma indiscriminada, incluidos los niños pequeños. Y los que viven según la ideología de género, no tienen en cuenta los mandamientos de “no fornicar”, de “no cometer actos impuros”. Si queremos ser grandes en el Reino de los cielos, debemos por lo tanto oponernos con todas nuestras fuerzas a la cultura de la muerte y a la ideología de género, pero sobre todo, vivir en nosotros la pureza de vida y el respeto y el amor a la vida y al prójimo que la Ley de Dios supone. Sólo así seremos “grandes en el Reino de los cielos”.
        

jueves, 22 de junio de 2017

“Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre, pero yo renegaré ante mi Padre de aquel que reniegue de mí ante los hombres”


(Domingo XII - TO - Ciclo A – 2017)
“Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres” (Mt 10, 26-33). Jesús nos enseña que, si damos testimonio de Él en esta vida, Él nos reconocerá ante su Padre en la otra vida, por lo que estas palabras suyas son un aliciente para buscar de vivir en gracia, frecuentar los sacramentos, y obrar la misericordia, tanto cuanto seamos capaces de hacerlo. Sin embargo, al mismo tiempo advierte que, si renegamos de Él y lo negamos en esta vida, Él también nos negará ante su Padre, en el Reino de los cielos. Hoy, más que nunca, son válidas estas palabras, y deben ser tenidas muy en cuenta por los cristianos católicos de todas las edades, desde los niños -los niños no deben pensar que, por ser niños, están exentos de dar testimonio de Cristo-, pasando por los jóvenes, hasta los adultos y ancianos, porque hoy, más que nunca, se intenta borrar el Nombre de Cristo de la faz de la tierra. En nuestros días, es imperioso dar testimonio de Jesucristo, el Hombre-Dios; es imperioso dar testimonio de su Ley de la caridad, de sus Mandamientos, de su Presencia Eucarística, de su Iglesia, la única Iglesia de Cristo, la Católica, que es Una, Santa y Apostólica. Los niños deben dar testimonio de Cristo, obedeciendo sus mandatos, ante todo el Primero, asistiendo a Misa para recibir el Cuerpo de Cristo, y el Cuarto, honrando a sus padres con el respeto, la obediencia, el afecto, el cariño. Lo mismo el joven, debe dar testimonio de Cristo en el estudio, hecho no por mero egoísmo, sino con esfuerzo y ofrecido en sacrificio a Dios; en el noviazgo, llevando un noviazgo casto y puro, sin relaciones prematrimoniales, que ofenden la pureza divina; en las amistades, evitando las compañías que llevan por el camino del pecado; en el evitar los antros de perdición, como son los boliches bailables, en donde no está Dios y en donde proliferan los cadáveres espirituales; en evitar la profanación de los cuerpos -el cuerpo del católico es sagrado, porque por el bautismo es "templo del Espíritu Santo"-, introduciendo substancias tóxicas, alcohólicas, e imágenes indecentes e inmorales, que ofenden la pureza divina. Los adultos deben dar testimonio de Cristo ante los hombres, si son célibes, manteniendo la pureza; si son casados, evitando la infidelidad conyugal, puesto que los esposos son prolongación ante el mundo de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Los niños, los jóvenes y los adultos, que abandonan la Misa dominical por pasatiempos mundanos, los que se dejan llevar por los atractivos del mundo, por el dinero y por los placeres terrenos, reniegan de Cristo, negándolo ante los hombres que no lo conocen, porque los católicos deben dar testimonio ante el mundo de que el Domingo es el Dies Domini, el Día del Señor, el día-símbolo de la eternidad, el día que participa del Domingo de Resurrección y que llena nuestras almas con la alegría de la Resurrección de Cristo, y no con alegrías mundanas; el católico debe dar testimonio de que el Domingo es el Día de Jesucristo, y no como se hace en la actualidad, que se toma al Domingo como el día del fútbol, el día de la Fórmula Uno, el día del paseo, del descanso del trabajo semanal y quienes esto hacen, niegan a Jesucristo ante los hombres; también lo niegan los médicos que practican abortos o la eutanasia; los abogados que promueven leyes inmorales; los políticos que aprueban leyes inmorales y anti-cristianas; los esposos católicos infieles; los sacerdotes que, por miedo a perder la consideración de la gente o, peor aún, por miedo al Lobo infernal, callan y se convierten en “perros mudos”, que no alertan a las ovejas del redil de Cristo que el Infierno acecha sus almas a cada paso; todos estos, católicos por bautismo, pero apóstatas por elección, niegan a Cristo delante de los hombres, por lo que Cristo renegará de ellos ante su Padre en el Reino de los cielos, según sus propias palabras: “Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres”. Decenas de niños y jóvenes que, año a año, apostatan de su religión, porque abandonan la Iglesia después de hacer la Comunión y la Confirmación, deberían grabarse a fuego, en sus mentes y corazones, estas palabras de Jesús: “Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres”. Dice así San Gregorio Palamas[1], monje, obispo y teólogo: “Dios, desde las alturas, ofrece a todos los hombres la riqueza de su gracia. El mismo es la fuente de salvación y de luz desde donde se derrama eternamente la misericordia y la bondad”. Es decir, Jesús, que es Dios, nos da a todos, desde ese cielo en la tierra que es el sagrario, la gracia de su Amor y de su Misericordia, porque a todos nos ha dado el Bautismo, el Catecismo, la instrucción en la fe. Sin embargo, dice este mismo monje, no todos aprovechan toda la inmensidad de gracias que nos da Nuestro Señor Jesucristo: “Pero no todos los hombres se aprovechan de su gracia y de su energía para el ejercicio perfecto de la virtud y de la realización de sus maravillas”. Quien desprecia los sacramentos, desprecia la gracia y al Autor de la Gracia, Jesús. “Sólo se aprovechan aquellos que ponen por obra sus decisiones y dan prueba con sus obras de su amor a Dios, aquellos que han abandonado toda maldad, que se adhieren firmemente a los mandamientos de Dios y tienen su mirada fija en Cristo, sol de justicia (Mt 3,20)”[2]. Aprovechan la gracia quienes dan muestra, con obras, que verdaderamente aprecian el Amor de Nuestro Señor, derramado desde la Eucaristía. Pero nada de esto puede aprovechar quien abandona los sacramentos y la Misa dominical. Muchos niños, jóvenes y adultos, que Domingo a Domingo niegan a Dios en esta vida, escucharán, en el Día del Juicio Final, estas terribles palabras de Jesús: “Renegaste de Mí en tu vida terrena ante los hombres, Domingo a Domingo; ahora Yo reniego de ti, en la vida eterna, delante de mi Padre”.





[1] Sermón para el domingo de Todos los Santos; PG 151, 322-323.
[2] Cfr. ibidem.

viernes, 4 de marzo de 2016

“Amarás a Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas”



“Amarás a Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas” (Mc 12, 28b-34). Preguntan a Jesús cuál es el “primero de los mandamientos” y Jesús responde citando el primer mandamiento según como lo conocía el Pueblo Elegido, a través de las Escrituras: “Escucha Israel (…) Amarás a Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-9). Debido a que Jesús cita el Antiguo Testamento puede parecer, a primera vista, que la nueva religión fundada por Jesús no se diferencia en nada de la religión del Antiguo Testamento, con lo cual no habría novedad alguna de parte de Jesús, al menos con respecto a los Mandamientos. La pregunta es, entonces, si Jesús trae o no alguna novedad con respecto al Antiguo Testamento puesto que, como decimos, a primera vista, el mandamiento parecer ser el mismo. La respuesta es que sí, sí hay una novedad y es tal, que puede decirse que es casi como un nuevo mandamiento. ¿En qué consiste esta novedad o diferencia, entre el mandato del Antiguo Testamento y el Mandato de Jesús? La diferencia es que, en la Antigua Alianza, se debía amar a Dios “con todo tu corazón y con todas tus fuerzas”, lo cual quiere decir, literalmente, con el corazón y las fuerzas del hombre, de la naturaleza humana. A partir de Cristo el cristiano debe amar a Dios y al prójimo no ya con sus solas fuerzas humanas, sino con el Amor mismo de Dios, infundido por Jesús con su Sangre que brota de su Corazón traspasado. Es decir, si antes se mandaba “amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas” -lo cual quería decir amarlo con las solas fuerzas de la naturaleza humana-, ahora también hay que amar a Dios “con todo tu corazón y con todas tus fuerzas”, pero con el corazón y las fuerzas impregnados por la gracia santificante, lo cual significa amarlo con el Corazón, las fuerzas y el Amor del Hombre-Dios Jesucristo. Y lo mismo sucede con el mandamiento del amor al prójimo: si antes se lo amaba con las propias fuerzas humanas, ahora hay que amarlo con el Amor de Cristo, que es Amor de la cruz, Amor que permite amar a todo prójimo, comenzando por el enemigo, porque es el Amor del Sagrado Corazón de Jesús. La novedad del mandamiento de Jesús es entonces el hecho de amar a Dios y al prójimo con el Amor mismo del Sagrado Corazón de Jesús, el Espíritu Santo, y no ya con el solo amor humano, natural, como sucedía en la Antigua Alianza, y esto es una novedad radical, porque se trata del Amor substancial de Dios, efundido por el Sagrado Corazón a través de su Sangre derramada en la cruz. En otras palabras: el mandamiento sigue siendo “amar a Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas”, solo que ahora, a partir de Cristo y su gracia, el “corazón” y las “fuerzas” del cristiano no son ya las suyas propias, sino que el cristiano ama con el Corazón de Jesús, en el Corazón de Jesús, a través del Corazón de Jesús, por el Corazón de Jesús, contenido en la Eucaristía. 

viernes, 25 de septiembre de 2015

“Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo B – 2015)

         “Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno” (cfr. Mc 9, 38-43. 45. 47-49). Jesús utiliza imágenes muy gráficas y crudas –cortarse una mano, cortarse un pie, arrancarse el ojo- para que tomemos conciencia de la importancia de lo que está en juego, la vida eterna en el Reino de los cielos y la gravedad que significa perderlo, porque quien pierde el cielo no solo pierde el cielo, sino que gana el infierno, revelado por el mismo Jesús en su existencia, puesto que pronuncia explícitamente la palabra “infierno” y descripto por Él como “el fuego inextinguible (...) donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”.
         Cuando Jesús dice: “Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”, lo que hace, por un lado, es revelar los dos destinos eternos que esperan al alma luego de esta vida: el cielo o el Infierno (en comparación con lo que es la realidad del infierno, las imágenes que utiliza Jesús no permiten ni siquiera darnos una idea), porque el Purgatorio es la antesala del cielo, la purificación en el Amor de quienes no murieron con el suficiente amor a Dios en el corazón como para entrar inmediatamente en la contemplación de la Divina Esencia trinitaria.
Con el ejemplo gráfico de auto-amputarse uno la mano o el pie, o de auto-arrancarse el ojo, Jesús no nos anima a hacer esto física y realmente, como es obvio; sin embargo, con la crudeza de esta afirmación, nos quiere despertar espiritualmente para que veamos la realidad del pecado y de la gracia y las consecuencias que se siguen de consentir el pecado y rechazar la gracia, que es la pérdida de la vida eterna: obrar cosas malas, dirigir los pasos hacia malos lugares, mirar con mala intención; todo esto es consentir al pecado y rechazar la gracia. Todo eso impide al hombre el acceso al Reino de los cielos y la eterna bienaventuranza y puesto que el Reino es algo tan maravilloso y dura por toda la eternidad, no vale la pena perdérselo por unos pocos e infames placeres mundanos, que son un parpadear de ojos en comparación con la eternidad.
         Por otro lado, Jesús revela, de modo indirecto, la importancia de cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, porque es a través de los Mandamientos que el hombre obrará de tal manera, que ganará el Reino de los cielos. Por el contrario, si no tiene en la mente y en el corazón los Mandamientos de la Ley de Dios, conservará sus extremidades y su vista en esta tierra –“conservará su vida”-, pero obrará el mal y se apartará de Dios para siempre en el infierno –“perderá su alma” para siempre-. Así vemos que Dios no da los Mandamientos para hacer más difícil la vida del hombre, sino que los da para que sea feliz en esta vida y en la otra.
“Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”. Es obvio que Jesús no nos pide que hagamos esto de modo literal, sino figurado, porque no tenemos necesidad de hacerlo, gracias a su sacrificio en cruz. Ante la advertencia de Jesús de “cortarnos” una mano, un pie, o “arrancarnos” un ojo, para poder entrar en el Reino de los cielos, nos preguntamos: ¿tenemos que cortarnos una mano, para entrar en el Reino de los cielos? No, porque Jesús se dejó clavar sus manos con gruesos clavos de hierro, para que tuviéramos las manos libres para elevarlas en adoración a Dios y para extenderlas en ayuda a los hermanos más necesitados. ¿Tenemos que cortarnos un pie, para entrar en el Reino de los cielos? No, porque Jesús se dejó clavar sus pies por un grueso clavo de hierro, para que nosotros pudiéramos libremente dirigir nuestros pasos no en dirección al pecado, sino en dirección al Nuevo Calvario, la Santa Misa, en donde se renueva sacramental e incruentamente el Santo Sacrificio de la cruz, y para que pudiéramos dirigir nuestros pasos hacia donde se encuentran nuestros hermanos, que necesitan de nuestra misericordia. ¿Tenemos que arrancarnos un ojo para entrar en el Reino de los cielos? No, porque Jesús dejó que sus ojos quedaran cubiertos por la Sangre preciosísima que brotaba de su Cabeza coronada de espinas, para que nosotros viéramos el mundo y las creaturas así como Él las ve desde la cruz, para que las amemos como Él las ama desde la cruz.
“Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”. No necesitamos arrancarnos un ojo, ni cortarnos una mano, ni cortarnos un pie, para apartarnos del pecado y entrar en el Reino de los cielos: lo que necesitamos es querer ser crucificados junto a Jesús, para morir al hombre viejo, para nacer de lo alto, como hijos adoptivos de Dios; necesitamos querer unirnos, de todo corazón y por la gracia, a Jesús en la cruz, para comenzar a vivir, ya en anticipo, la alegría y el gozo del Reino de los cielos.

“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”


“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (Lc 9, 18-22). La misma pregunta que le hace Jesús a los discípulos en el Evangelio, nos la repite a nosotros hoy: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” ¿Quién es Jesús para mí? La respuesta la da Pedro, y es la respuesta que todos debemos dar, basados en la fe de Pedro, primer Papa: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Ahora bien, ese Mesías, el Hijo de Dios, Dios Hijo encarnado, “tendrá que sufrir mucho, ser traicionado, condenado a muerte, crucificado” y tiene que “morir, para resucitar al tercer día”. Es decir, el Mesías, el Hijo de Dios, debe pasar por la cruz.

Sabiendo esto, repetimos la pregunta: ¿quién es Jesús para mí? La respuesta, en la teoría, ya la sabemos, porque nos la dice Pedro. Pero, en la realidad, ¿es para mí Jesús, el Hijo de Dios? Sé la respuesta teórica, que es Dios Hijo encarnado, pero, ¿realmente lo considero como si fuera Dios? Si Jesús, para mí, es realmente Dios, entonces toda mi vida, con sus hechos cotidianos, incluidos los más insignificantes, deberían estar impregnados de sus Mandamientos, de sus enseñanzas, de su vida. ¿Es Jesús Dios para mí? ¿Vivo sus Mandamientos? ¿Perdono a mis enemigos, como Él me lo manda? ¿Amo a mis enemigos, como Él me lo manda? ¿Llevo la cruz todos los días, en pos de Él, negándome a mí mismo? ¿Busco ser “manso y humilde de corazón” como es Él y como Él nos pidió que fuéramos? ¿Creo verdaderamente que es el Hombre-Dios? ¿Creo que murió para salvarme de la muerte, del pecado y del infierno? ¿Creo que Él en la cruz es el único camino al Padre? ¿Creo que resucitó verdaderamente y que verdaderamente está Presente en la Iglesia, que es mi Iglesia, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía? ¿Prefiero en verdad “morir antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, que me aleja de su Amor, como lo digo en la Confesión sacramental? ¿Creo que está Jesús, verdaderamente, en Persona, en la Eucaristía? ¿Quién es Jesús para mí?