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martes, 16 de abril de 2019

Miércoles Santo



(Ciclo C – 2019)

“Quiero celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). El primer día de los Ázimos, los discípulos le preguntan a Jesús dónde quiere Él que le preparen el lugar para celebrar la Pascua: “¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?”. Jesús les dice que vayan a la casa de un desconocido, de un discípulo anónimo, del cual no dice el nombre: “Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: “El Maestro dice: “Se acerca mi Hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. Los discípulos van y hacen tal como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Imaginemos la dicha de este discípulo, del cual no sabemos el nombre, pues Jesús no lo dice, sino que dice: “la casa de tal persona”. Sería un hombre adinerado, pues primero no solo tiene una casa, sino que además esa casa es de dos plantas, el cual será luego el lugar en donde se llevará a cabo la Última Cena, la Primera Misa. Este hombre, al ser adinerado, contaría no solo con la estructura edilicia suficiente como para alojar a Jesús y a sus Discípulos, sino que además contaría con el dinero y los sirvientes suficientes como para solventar el gasto que significaba la Pascua para tanta cantidad de personas. Pero pensemos en el hecho de ser elegido por Jesús, para celebrar en su casa la Pascua: teniendo tantos enemigos rondando alrededor suyo, Jesús no confiaría en esta persona sino fuera una persona de suma confianza, lo cual significa amistad con Jesús, es decir, el discípulo dueño de la casa, además de adinerado, es amigo y discípulo confiable de Jesús y esa es la razón por la cual Jesús elige al dueño de la casa para celebrar allí la Pascua. Ubiquémonos ahora en el corazón de este hombre, cuya casa fue elegida por Jesús para celebrar la Pascua. ¿Acaso no saltaría de gozo el saber que no sólo puede ser útil a su Maestro, sino que su Maestro lo ha elegido a él, para celebrar en su casa la Pascua? En el Antiguo Testamento, los profetas decían: “Ojalá rasgaras los cielos y descendieras”, suplicando a Dios que bajara del cielo para colmar este erial que es la tierra con su Presencia majestuosa. Y sin embargo, Dios no lo hizo, a pesar del pedido del profeta. Ahora, no solo ha rasgado los cielos y ha descendido, al encarnarse en el seno de la Virgen María, sino que acude a la casa de esta persona para celebrar allí la Pascua. El pedido de este hombre, colmado por Jesús, sería: “¡Ojalá comieras la Pascua en mi casa!”. Antes de que se lo pida, Jesús satisface el pedido de este discípulo, que es amigo suyo de confianza. Jesús es el Dios que rasga los cielos y desciende, se encarna en el seno virgen de María y ahora, por una dignación del Amor de su Corazón, va a casa de este discípulo a comer la Pascua.
“Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. Antes de que nosotros le digamos a Jesús que se digne celebrar la Pascua en nuestra casa, es Jesús quien se anticipa y nos dice: “Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. Y esta Pascua se verifica en cada comunión eucarística, porque la Pascua es “paso” de esta vida a la otra y cuando comulgamos, aun cuando sigamos viviendo en este valle de lágrimas, en cierto sentido pasamos a la otra vida, al recibir la Vida Eterna del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Si nosotros pensáramos: “¡Ojalá Jesús descendiera del cielo y viniera a mi casa, a mi corazón, para celebrar la Pascua!”, esto ya lo tenemos cumplido y se cumple en cada comunión eucarística, en la que Jesús, habiendo bajado del cielo y habiéndose quedado en la Eucaristía, viene a nuestra casa, es decir, a nuestro corazón, para allí celebrar la Pascua con nosotros.



miércoles, 28 de marzo de 2018

Jueves Santo



"La Última Cena"
(Jacobo Tintoretto)

(Ciclo B – 2018)

         Sabiendo Jesús que ya había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe que ha llegado la hora de su Pascua, de su Paso de esta vida a la vida eterna; sabe que ha llegado la hora de regresar al seno del Eterno Padre, de donde procede eternamente; sabe que ha llegado la hora de dejar este mundo y regresar a la gloria eterna del Padre en cuyo seno vivía desde la eternidad. Por eso es que, movido por el Amor de su Sagrado Corazón, llevando ese Amor hasta el fin, todo lo que realiza en la Última Cena -como así también todo lo que realiza desde la Encarnación misma- está destinado a demostrarnos su Amor por nosotros: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial, el lavado de pies de sus Apóstoles, el trato de amistad al traidor Judas Iscariote, aun sabiendo que era quien lo había traicionado. Jesús sabe que ha llegado su Pascua, su Paso, su Hora de regresar al Padre, pero al mismo tiempo ha prometido quedarse con nosotros -en esta tierra, en esta vida, que es un valle de lágrimas- “todos los días, hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20) y para cumplir esta promesa es que instituye el Sacramento de la Eucaristía, por el cual dejará su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el Santísimo Sacramento del Altar. Pero en el Jueves Santo instituye además el sacerdocio ministerial para que la Iglesia, mediante la transmisión de este poder sacerdotal participado directamente de Él, Sumo y Eterno Sacerdote, tenga la capacidad de perpetuar el Santo Sacrificio de la Cruz sacramentalmente, por medio de la Santa Misa, confeccionando la Eucaristía y permitiendo que Jesús se quede entre nosotros como el Emanuel, como “Dios con nosotros” (cfr. Mt 1, 23), en la sagrario y en la Eucaristía.
Para cumplir su promesa de quedarse con nosotros todos los días, Jesús instituye la Eucaristía en la Última Cena que por esto se convierte en la Primera Misa: Jesús celebra la Primera Misa de la historia cuando Él, el Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. De esta manera, permanece así en la Eucaristía con su Ser y su Persona divinos, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el Cáliz de modo anticipado, antes de entregar su Cuerpo en la Cruz y derramar su Sangre en el Calvario. Ordena a la Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, repita esta acción suya a través de la historia: “Haced esto en memoria mía” (cfr. Lc 22, 19), para que así Él pueda cumplir su promesa de quedarse en el sagrario y en la Eucaristía, con nosotros, todos los días, hasta el fin del tiempo. Jesús nos ama tanto, que aunque regresa al Padre por el sacrificio de la cruz, por el sacrificio del altar, la Santa Misa, se queda al mismo tiempo como Emanuel, como “Dios con nosotros” en la Sagrada Eucaristía.
El sentido del sacrificio de Jesús, que comienza en la Última Cena de modo sacramental al instituir la Eucaristía y llega a su plenitud en la cima del Monte Calvario el Viernes Santo, es que Cristo Dios ha venido para destruir la muerte, que como un siniestro manto se cierne sobre nosotros desde Adán y Eva; ha venido para quitar el pecado de nuestras almas, que como maligna herida hunde sus raíces en nuestros corazones y en nuestras almas; ha venido para vencer para siempre a la Serpiente Antigua, el Diablo, Satanás, “por cuya envidia entró en el mundo la muerte” y es para cumplir este su misterio pascual de muerte y resurrección es que se despide de sus Apóstoles en la Última Cena, pero para que nosotros tengamos el consuelo del acceso permanente a su Santo Sacrificio de la Cruz, por el cual obtenemos de modo anticipado el fruto de su sacrificio que es la vida eterna –la vida de la gracia, por la cual obtenemos el triunfo sobre la muerte y por la cual vencemos sobre el Demonio- es que Jesús se queda en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía, instituyendo al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia tenga, hasta el fin del tiempo, acceso a la Fuente de la Vida eterna, su Santo Sacrificio en Cruz.
         Además de dejarnos, más que el ejemplo de su caridad, su Amor mismo, que late en la Sagrada Eucaristía, en la Última Cena Jesús también nos deja ejemplo de extrema humildad, porque siendo Él Dios en Persona, se arrodilla ante sus discípulos, se ata una toalla a la cintura y les lava los pies, haciendo una obra que era propia de esclavos, porque eran los esclavos los que lavaban los pies a sus señores antes de sentarse a la mesa, aunque también era un gesto de hospitalidad reservado al dueño de casa, que así atendía a sus invitados más ilustres. De una u otra forma, sea gesto de esclavos o del dueño de casa, es un acto de profunda humildad. Pero además, el lavatorio de los pies era, en el Antiguo Testamento, el ritual de purificación sacerdotal: Dios instituye el lavatorio de los pies de los sacerdotes para que se acerquen purificados al altar. Así, en Éxodo 30, 20 dice: “Antes de entrar en la Tienda del Encuentro se han de lavar con agua para que no mueran; también antes de acercarse al altar para el ministerio de quemar los manjares que se abrasan en honor de Yahveh”. Cuando el Señor reprende a Pedro, éste le pide entonces ser lavado completamente, pero Jesucristo le dice que ellos ya están limpios  por el agua del bautismo excepto Judas el traidor. Con respecto al rito de lavado de los pies como rito de purificación sacerdotal, continúa así la Sagrada Escritura: “Y se lavarán las manos y los pies para que no mueran; y será estatuto perpetuo para ellos, para Aarón y su descendencia, por todas sus generaciones” (Éx 30, 21); en Éxodo 40, 7: “Pondrás la pila entre la Tienda del Encuentro y el altar, y echarás agua en ella”. En Levítico 8, 6-7, Moisés purifica a los sacerdotes con agua  antes de consagrarlos: “Moisés mandó entonces que Aarón y sus hijos se acercaran y los lavó con agua. Puso sobre Aarón la túnica y se la ciñó con la faja; lo vistió con el manto y poniéndole encima el efod, se lo ciñó atándoselo con la cinta del efod”.
         Ahora bien, en el Nuevo Testamento, el significado del lavado de los pies de Jesús a los Apóstoles tiene otro significado y es el de la pureza necesaria del alma, por la acción de la gracia santificante, para acercarnos al Sagrado Banquete en el que se sirve el Manjar celestial: la Carne del Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Es decir, es tan grande la santidad de esta mesa que es la Eucaristía, que solo se pueden acercar quienes han sido purificados, no por el agua sobre el cuerpo, sino por la acción de la gracia santificante en el alma. Si para asistir a un banquete alguien lo hace vestido pulcramente, con ropa de fiesta, pulcro y perfumado, mucho más, para asistir a la Santa Misa, el alma debe asistir con la ropa de fiesta y lavada y perfumada, que es la pureza concedida por el estado de gracia. El polvo y el barro que se adhieren a los pies son símbolos de las impurezas del alma que, por pequeñas que sean, deben ser lavadas del alma para que el alma pueda acercarse, pulcramente, ante el altar del Cordero[1].
Jesús no deja además ejemplo de extrema mansedumbre, porque deja este mundo con la mansedumbre de un cordero –por eso el nombre de “Cordero de Dios”- y es la virtud que específicamente pide para que aquellos que lo aman, demuestren que lo aman imitándolo en su mansedumbre: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
         Jesús sabe que es traicionado por Judas, el cual ha sido poseído por Satanás por haber libremente elegido servir al dinero y no a Dios –“Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”- y a pesar de eso, no condena a quien lo habrá de traicionar, sino que le lava los pies, dándole a él, como a los demás, la suprema muestra de amor, de caridad y de humildad dadas a todos los demás Apóstoles. Así Jesús nos da ejemplo de amor a los enemigos, cumpliendo Él mismo en primera persona y por experiencia propia, el mandamiento nuevo del –Amor que nos deja: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado (…) amen a sus enemigos”. Es por eso que el cristiano debe ser como Jesús: manso, humilde, caritativo, y si no lo es, o al menos no intenta serlo, no puede llamarse “cristiano” y es indigno de llevar ese nombre.
         “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Como cristianos, celebramos la Última Cena, que es la Primera Misa, pero no hacemos un mero recuerdo piadoso de la Última Cena: por el misterio de la liturgia, participamos misteriosamente de la Última Cena y por el misterio del orden sacerdotal, comulgamos en la Eucaristía y recibimos sacramentalmente en nuestros corazones al mismo y Único Jesús, el Jesús que en la Última Cena se despidió de sus Apóstoles para iniciar su camino hacia la cruz pero que al mismo tiempo, se quedó en la Eucaristía para darnos su Amor. Cada vez que comulgamos, recibimos el mismo Corazón de Jesús sobre el cual se recostó el Evangelista Juan y ese Corazón de Jesús derrama sobre nuestras almas y nuestros corazones la infinita inmensidad del Amor Eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.




[1] Cfr. Dom Próspero Gueranguer, Año Litúrgico.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Miércoles Santo


“Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Siendo Jesús el Hombre-Dios y, por lo tanto, el Dueño del universo, no tiene sin embargo una casa propia y es por ese motivo que envía a sus discípulos a la casa de un hombre anónimo, pero amigo suyo, que posee una casa y una habitación adecuada para celebrar la Pascua: “Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. El Evangelio, y tampoco luego la Tradición, dicen nada acerca de este amigo de Jesús, que presta gustoso su casa para que allí Jesús celebre, en el Cenáculo, la Última Cena, pero aunque no digan nada de él, Jesús sí lo conoce y tiene tanta confianza en esta persona, que decide allí celebrar la Pascua de la Nueva Alianza, la Última Cena, la Primera Misa. Jesús confía tanto en esta persona –sabe que esta persona no solo no lo traicionará, denunciándolo a los fariseos o a los romanos, sino que le dará lo mejor que tiene para Él y sus Apóstoles-, que envía a sus discípulos con el mensaje de que ponga a punto el Cenáculo: “Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. Esta persona anónima, desconocida para los hombres pero conocida para el Hombre-Dios, tiene un cierto grado de riqueza, porque tener una casa y además una casa con dos plantas, como en la que se llevó a cabo la Última Cena, era indicativo de que esa persona tenía un buen pasar económico y que ponía todo ese buen pasar a disposición del Señor. Allí, en la casa de esta persona, en el lugar más íntimo y reservado de la casa, en el lugar mejor preparado, Jesús quiere celebrar su Pascua; allí, en la casa de esta persona, Jesús quiere comer la Cena Pascual: carne de cordero, pan sin levadura, vino. Allí quiere pasar Jesús las últimas horas, antes de comenzar su dolorosa Pasión; allí quiere dejar el testamento de su Amor, la Eucaristía, el Sacerdocio ministerial y el Mandato nuevo de la caridad, que los hombres “nos amemos los unos a los otros, como Él nos ha amado” (cfr. Jn 13, 23), es decir, hasta el fin, hasta la muerte de cruz.
“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. La casa es símbolo del alma y del corazón del hombre, y es por eso que también hoy Jesús nos repite, a cada uno de nosotros: “Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. Jesús quiere entrar en nuestra casa, en nuestra alma, para celebrar la Pascua de la Alianza Nueva y Eterna en lo más íntimo y profundo de nuestro ser, en nuestro corazón. Jesús quiere que abramos nuestros corazones, para que lo dispongamos como el Cenáculo, por medio de la gracia, para que Él entre en nuestros corazones por la Comunión Eucarística y así Él cene con nosotros y nosotros con Él: “He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Jesús quiere que dispongamos nuestros corazones, como el Cenáculo de la Última Cena para allí celebrar su Pascua, pero nosotros los que preparamos la mesa, sino que es Jesús quien dispone nuestros corazones por su gracia y es Él quien nos convida el manjar, el banquete substancioso y delicioso de la Pascua de la Nueva Alianza: Jesús nos da a comer el manjar exquisito de la Nueva Alianza: la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía; el Pan Vivo bajado del cielo, su Cuerpo inhabitado por el Espíritu Santo; el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre derramada en el altar de la cruz y vertida en el cáliz eucarístico.

 “Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. Jesús en la Eucaristía está “a las puertas” de nuestros corazones y quiere entrar en ellos para cenar con nosotros, para celebrar con nosotros la Pascua de la Nueva y definitiva Alianza, para convidarnos el Banquete celestial, su Cuerpo glorioso y resucitado en el Santísimo Sacramento del Altar. Dispongamos nuestros corazones por medio de la gracia santificante, para unirnos a Jesús en el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, anticipo en la tierra de la bienaventuranza eterna.

lunes, 21 de marzo de 2016

Lunes Santo


María unge los pies de Jesús con un perfume de nardo puro.

         Seis días antes de la Pascua y de su Pasión, Jesús acude a casa de sus amigos María, Marta y Lázaro (cfr. Jn 12, 1-11). Una vez allí, María realiza un gesto cuyo significado sobrenatural lo dará Jesús: rompe un frasco de “perfume de nardo puro, de mucho precio” y unge con él los pies de Jesús. Judas Iscariote se escandaliza falsamente, argumentando que debía haberse vendido el perfume para dar el dinero a los pobres, pero su escándalo es falso y su intención también, ya que según el Evangelio, lo que pretendía no era la atención de los pobres, sino el dinero: “porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella”. Lejos de reprochar el gesto de María, Jesús lo aprueba, al tiempo que revela su significado sobrenatural: al ungir sus pies con perfume, María anticipa la unción con bálsamos que según la usanza judía, recibirá su Cuerpo cuando ya muerto, descanse en el sepulcro luego de su Pasión. En efecto, Jesús le contesta personalmente a Judas Iscariote: “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura”. La falsa solicitud de Judas Iscariote queda al descubierto por el mismo Jesús, quien no solo no reprocha a María el haber gastado un perfume tan costoso, sino que justifica su gasto, aprobando el gesto que anticipa y revela, aunque veladamente, su muerte en cruz. Aun siendo costoso, el perfume de nardo puro derramado por María no es, de ninguna manera, un derroche o una falta contra la pobreza cristiana, porque es utilizado en Jesucristo, para anunciar una verdad de su misterio pascual. Análogamente, no vale entonces el argumento de que lo que es costoso no debe usarse en la Iglesia –por ejemplo, ornamentos litúrgicos, cálices, copones, etc.-, desde el momento en que Aquel a quien se homenajea no es un hombre, sino Dios encarnado, Jesucristo.

Pero además de anunciar la inminente muerte de Jesús y de honrar anticipadamente esta muerte salvífica, el perfume de nardo, costoso y exquisito, tiene otro significado: es símbolo del “buen olor de Jesús” (2 Cor 2, 15), su gracia santificante, con la cual es ungida el alma muerta por el pecado -y por lo tanto en estado de descomposición espiritual-, para recibir la participación en la vida divina. Y así como, luego de derramar María el perfume sobre Jesús “la casa se llenó del perfume”, así la “casa del hombre”, su alma, cuando recibe en ella al Hijo de Dios, se llena del perfume de la gracia santificante. Es decir, Jesús inicia la Semana Santa, semana en la que morirá de muerte cruel en la cruz para que nuestra casa -nuestra alma- no solo no posea el hedor del pecado, sino que se “llene del perfume de su gracia”, conseguida al precio de su Vida entregada en el sacrificio del Calvario.

miércoles, 8 de abril de 2015

Miércoles de la Octava de Pascua


(2015)

        “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). Los discípulos de Emaús se encuentran con Jesús resucitado. Al igual que sucede con otros discípulos, no reconocen a Jesús en un primer momento y, aunque conversan y caminan con Él, lo tratan como a un desconocido, como a un extranjero. Esto último es muy llamativo, puesto que, habiendo sido discípulos de Jesús en su vida terrena, lo ven ahora, resucitado, cara a cara, pero no lo reconocen, tratándolo como “forastero”: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. Es decir, al igual que María Magdalena y otros discípulos a los que se les aparece Jesús resucitado, los discípulos de Emaús confunden a Jesús, en este caso, con un “forastero”, un extranjero. No se dice qué es, pero “algo” les impide reconocer a Jesús: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Ahora bien, sea lo que sea lo que les impedía reconocer a Jesús, es retirado de en medio en el momento en el que Jesús, sentado a la mesa con ellos, “parte el pan”: “Y estando a la mesa tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron”. Paralelamente, el reconocimiento de Jesús, por parte de la inteligencia iluminada por la gracia, va acompañado de un encenderse los corazones en el Amor de Dios, el cual es experimentado como un ardor en sus pechos: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. La fracción del pan, la acción sacramental de Jesús, representa para los discípulos el fin de sus tinieblas espirituales, puesto que, a partir de ese momento, reconocen a Jesús resucitado, y esto se debe a que, en ese momento, en la fracción del pan, Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, que es quien les concede la iluminación sobrenatural de sus inteligencias y les incendia sus corazones en el fuego del Divino Amor.
“Lo reconocieron al partir el pan”. Hasta entonces, los discípulos de Emaús no solo no reconocen a Jesús, sino que lo tratan de “forastero” y de “forastero ignorante”, y esto tiene una fuerte connotación: un forastero es, por esencia, ignorante: es ignorante de la costumbre y de la historia del lugar, y por lo tanto, no tiene nada que aportar a los que sí saben, así se lo hacen saber y sentir los discípulos de Emaús: “¿Eres el único forastero que ignora lo sucedido?” Le están diciendo: “forastero” e “ignorante”, y además de eso, imponen su propia versión de la historia, que es una versión en la cual dudan de la resurrección de Jesús y del testimonio de las mujeres que han visto a Jesús resucitado, con lo cual, paradójicamente, presentan una versión ignorante de la Resurrección. Recién hacia el final del episodio, con la luz de la gracia concedida por Jesús, los discípulos podrán salir de sus tinieblas y reconocer a Jesús.
También nosotros nos comportamos, la mayoría de las veces, como los discípulos de Emaús, porque tratamos a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, como a un “forastero”, como a un “extranjero”, y por lo tanto, como en el caso de los discípulos, pensamos que Jesús no tiene nada para aportarnos en nuestra vida personal, desde el momento en que sus enseñanzas no nos sirven para aprender a ganar el cielo; lo tratamos como “extranjero”, cuando no cumplimos sus Mandamientos, los Mandamientos de Jesús, que son los Mandamientos de Dios; lo tratamos como un “extranjero” y le decimos “forastero ignorante”, cuando queremos vivir como nos parece, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestro propio parecer y nuestro propio camino, olvidándonos a cada momento de Él y de su Pasión, sufrida por nuestro amor y para nuestra salvación, y esto hacemos cuando pensamos que esta vida puede ser vivida tranquilamente sin su Presencia, sin su gracia, sin su Espíritu, y haciendo así, vamos por el mundo “con el semblante triste” y sombrío, como los discípulos de Emaús, porque no hemos entendido que Jesús ha resucitado para hacernos partícipes de su Pascua, su “paso” de “este mundo al Padre”, por medio de su cruz”; olvidándonos de Jesús, como los discípulos de Emaús, perdemos de vista la vida eterna y la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos, viviendo en esta vida como si esta vida fuera para siempre y como si no fuera a terminar en algún momento, como si no fuéramos a “ser juzgados en el Amor, en el atardecer de nuestras vidas”, como si no tuviéramos que rendir cuentas de nuestras acciones, buenas y malas, en el juicio particular primero y en el Día del Juicio Final después.
“Lo reconocieron al partir el pan”. Sin embargo, si nosotros tratamos a Jesús como a un “forastero ignorante”, Jesús, en cambio, nos trata como a amigos, como en la Última Cena: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”, y nos da su Amor, como a los discípulos de Emaús, partiéndonos para nosotros el Pan y lo hace en cada Santa Misa, pero a nosotros nos trata con un amor infinitamente más grande que a ellos, porque si a ellos les dio la gracia de reconocerlo, para desaparecer al instante, a nosotros en cambio, en cada Santa Misa, se nos da en el Pan Eucarístico, para comunicarnos desde allí la infinita plenitud del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, para quedarse con nosotros, en nosotros, en nuestros corazones. Por eso, junto a los discípulos de Emaús le decimos a Jesús Eucaristía: “Quédate en nosotros por la comunión eucarística, Jesús, y no te vayas, porque la noche de esta vida se hace larga y demasiado oscura; quédate en nosotros, porque ya es tarde y el día de esta vida terrena se acaba y comienza la vida eterna; quédate en nosotros, camina con nosotros por el resto del camino de nuestras vidas y condúcenos, por tu Pascua, tu paso, de esta vida, a la vida eterna, al Reino de los cielos, el seno del Eterno Padre”. 

miércoles, 1 de abril de 2015

Jueves Santo de la Cena del Señor


La Última Cena, el anticipo incruento y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, 
y la Primera Misa.

(2015)
         “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin” (Jn 13, 1-15). El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe, en su omnisciencia divina, que ha llegado su “Hora”, la “hora de pasar de este mundo al Padre”, la Hora del Calvario, la Hora de la cruz, la Hora de su sacrificio como Víctima Inocente, inmolada en el ara de la cruz, por la salvación de la humanidad. En la Última Cena, Jesús sabe que la Hora de su paso al Padre, la Pascua –eso significa “Pascua”, “paso”-, se aproxima, y por eso, porque sabe que llega a su fin su vida en la tierra -porque habrá de morir en la cruz para dar vida a quienes están muertos por el pecado-, realiza el supremo acto de amor anticipando sacramentalmente, en la Cena Pascual, el sacrificio de la cruz, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y convirtiendo la substancia del vino pascual, servido en la cena, en su Sangre. Antes de partir “de este mundo al Padre”, es decir, antes de subir para morir en el leño ensangrentado de la cruz, Jesús anticipa, en la Última Cena, el sacrificio que habrá de realizar en el Monte Calvario y obra sacramentalmente lo mismo que habrá de realizar, cruentamente, en el Monte Calvario, sobre la cruz: así como en el Monte Calvario entregará su Cuerpo en la cruz y derramará su Sangre, así en la Última Cena, entregará su Cuerpo en la Eucaristía y vertirá su Sangre en el cáliz, convirtiendo las substancias del pan y del vino, por la potencia del Divino Amor espirado por Él, en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin”. En el fin de su vida terrena, Jesús “ama a los suyos hasta el fin”, y la muestra de su amor hasta el fin, es que no solo se queda en la Eucaristía, a pesar de que morirá en la cruz, sino que, para asegurarse de que permanecerá “con los suyos hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20), instituye al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, consagrando a sus Apóstoles como sacerdotes, para que por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, Él pueda obrar, a lo largo de los siglos, y hasta el fin de la historia, por medio de los sacerdotes, lo mismo que hizo en la Última Cena y en el Santo Sacrificio de la Cruz: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre para la salvación de los hombres.

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin”. La Última Cena, el Santo Sacrificio de la Cruz y la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, están unidos por un mismo y único Amor, el Amor de Jesús “hasta el fin”, el Amor que lo llevó a entregar su Cuerpo como Pan Vivo bajado del cielo y a derramar su Sangre en el cáliz, como el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y es el mismo Amor que se dona en su totalidad en cada comunión eucarística, en su Sagrado Corazón Eucarístico. Es por esto que Jesús no solo “nos amó hasta el fin” en la Última Cena y en la Cruz: nos continúa amando y nos “ama hasta el fin” en cada Santa Misa, porque cada Santa Misa renueva el don de la Eucaristía, que contiene la infinita plenitud del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Así como "nos amó hasta el fin" en la Última Cena, Jesús “nos ama hasta el fin” en cada Eucaristía; por eso mismo, debemos preguntarnos por qué nosotros no hacemos lo mismo con Él en cada comunión eucarística y por qué comulgamos tan distraídamente y por qué no somos capaces de "amarlo hasta el fin" en cada comunión eucarística; es decir, debemos preguntarnos por qué no somos capaces de amarlo en la comunión eucarística así como Él nos amó en la Última Cena.

martes, 15 de abril de 2014

Miércoles Santo


(Ciclo A – 2014)
         “Se acerca la hora. Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Jesús envía a sus discípulos a la casa de “una persona”, alguien de mucha confianza, de quien no se da el nombre en el Evangelio, pero que goza de la más completa confianza por parte de Jesús, para que disponga y prepare todo lo necesario para la comida pascual. Esta persona, amiga de Jesús, está ya avisada y lista, y solo necesita que se le dé la orden de parte de Jesús, para que comience con los preparativos y esto es lo que hace Jesús, enviando a los discípulos. A partir de entonces, la casa –un apartamento de dos pisos en Jerusalén- donde se llevará a cabo la comida pascual, como la describe el evangelista Mateo, será conocida por la historia como “el Cenáculo” y será uno de los sitios más famosos de la humanidad, por haberse llevado a cabo allí el milagro más prodigioso que haya tenido lugar en la historia de la humanidad, comparable solamente con la Encarnación del Verbo en el seno de María Santísima, y es la institución de la Eucaristía, aunque también se da otro prodigio, como la institución del Sacerdocio ministerial, además de dejar Jesús su legado más preciado, el mandato del Amor: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”.
         “Se acerca la hora. Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. A veintiún siglos de distancia, Jesús nos repite, a cada uno de nosotros, las mismas palabras. No envía a discípulos, no estamos en Jerusalén, no tenemos un apartamento material de dos pisos, pero nos dice las mismas palabras: “Quiero celebrar la Pascua en tu casa”: todos tenemos un corazón al cual podemos disponer y preparar para la Cena Pascual. Nuestra alma es como la ciudad santa, Jerusalén y nuestro corazón es como el cenáculo de la Última Cena en donde Dios Padre nos sirve el Banquete celestial de la Santa Misa para que consumamos la Carne Santa del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; el Pan de Vida eterna, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero “como degollado” (Ap 5, 1-14), que del Corazón traspasado de Jesús en la cruz se vierte y se recoge en el cáliz del altar y se sirve a los hijos pródigos que asisten a la Santa Misa.

         “Se acerca la hora. Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. No es que nosotros nos acercamos a comulgar: es Jesús quien quier entrar en nuestras almas para celebrar la Pascua eterna en nuestros corazones.

martes, 4 de marzo de 2014

Miércoles de Cenizas


(Ciclo A – 2014)
         Si bien parece un recordatorio, ya que la fórmula de imposición de cenizas así lo sugiere: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, la Cuaresma dista mucho de ser un mero recuerdo de la Pasión del Señor, o al menos no es un recuerdo como lo entendemos los hombres. Es un recuerdo, sí, pero con características muy especiales, ya que se hace en el tiempo de la Iglesia, que es un tiempo permeado por la liturgia, y la liturgia es un tiempo permeado por la eternidad del Ser trinitario de Dios Uno y Trino. Esto quiere decir que la memoria que se hace en la Iglesia adquiere connotaciones que no se limitan a un aspecto meramente psicológico, antropológico, sino que trascienden de modo absoluto al hombre para proyectarse a la eternidad de Dios Trino o, mejor dicho, es de Dios Trino de donde se originan los misterios litúrgicos que se celebran en la Iglesia y en donde se deben encontrar su raíz y es en donde deben ser contemplados.
         Precisamente, es a la luz del misterio trinitario y a la luz del misterio del Verbo de Dios hecho Hombre, que debemos meditar la frase de imposición de cenizas: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”: fuimos creados por Dios Trino para ser luz y amor por la eternidad, pero por el pecado de rebelión nos convertimos en ese polvo que se nos impone en la frente; a la vez, como esas cenizas que se nos imponen en la frente, se nos imponen con el signo victorioso de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, las mismas cenizas que nos recuerdan que nos convertiremos en polvo, nos recuerdan que si bien hemos de morir a causa de la fuerza de muerte que anida en la carne de pecado, hemos de resucitar a causa de la fuerza vital de gracia injertada por Cristo en nuestras almas en el Bautismo, en la Eucaristía y en los sacramentos en general.

         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, nos dice la Iglesia en el Miércoles de Ceniza, al inicio de la Cuaresma, para que recordemos que por el pecado, nos encaminamos hacia la muerte; “Recuerda que por la gracia santificante participas de la divinidad y te convertirás en el mismo Dios”, nos dice el mismo Cristo, para que recordemos que por la gracia, nos encaminamos hacia la vida eterna, hacia la feliz eternidad, en donde contemplaremos a Dios Trino cara a cara, en donde Dios será todo en todos, en donde viviremos la felicidad de una eterna Pascua.

martes, 26 de marzo de 2013

Miércoles Santo



(Ciclo C – 2013)
         “Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Los discípulos preguntan a Jesús acerca del lugar en donde celebrarán la Pascua; Jesús responde diciéndoles que “vayan a la ciudad, a la casa de tal persona”, y que le den el siguiente mensaje: “El Señor dice: Se acerca mi hora; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. La respuesta al pedido es positiva, porque inmediatamente el evangelista da cuenta del éxito de la misión: “Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua”.
         ¿Quién es el enigmático dueño de la casa en donde se llevó a cabo el Cenáculo de la Última Cena? Aunque no existen datos en el Evangelio sobre esta persona, sí se sabe que se trataba de una persona real, de carne y hueso, que era el propietario de la casa del Cenáculo. Además, era un discípulo fiel a Jesús; era alguien que conocía y amaba a Jesús, y acerca del cual Jesús tenía una gran amistad y confianza, porque envía a los discípulos con el recado con total confianza. Jesús sabe que su amigo no se negará a prestarle la casa para celebrar la Pascua, a pesar de los múltiples peligros que supone alojar a Jesús, comenzando por los judíos, que han multiplicado sus amenazas de muerte, tanto a Jesús como a sus discípulos, como por ejemplo, a Lázaro. Los judíos habían amenazado con matar a Jesús y quien estuviera en su compañía, sería también considerado como objetivo de sus planes homicidas, pero Jesús sabe que su amigo no se arredrará ante el peligro, y que el amor que tiene por Él es más grande que el temor a los enemigos. Jesús confía en el dueño de casa, que es también discípulo suyo, porque sabe que basta con que le exprese el deseo de “celebrar la Pascua” en su casa para que esa persona le ceda inmediatamente el lugar para la Última Cena.
         Teniendo en cuenta que en el Evangelio el concepto de “casa” se traslada y aplica al de “alma”, “persona”, “cuerpo”, haciéndolo equivalente –“el cuerpo es templo del Espíritu”; “Estoy a la puerta y llamo, el que me abra cenaré con él y él conmigo”-, podemos decir que Jesús hace este mismo pedido a todo hombre: “Quiero celebrar la Pascua en tu alma, quiero celebrar la Pascua contigo, quiero compartir contigo la Última Cena”.
         Ahora bien, ¿qué quiere decir “celebrar la Pascua” con Jesús?
“Celebrar la Pascua” y la “Última Cena” con Jesús no es una experiencia, al menos humanamente hablando, que pueda decirse “alegre”, al menos no como se entiende entre los hombres, porque no se trata de una cena más entre amigos, en donde todo es risas y despreocupación.
         Jesús recuerda al discípulo, en el momento de pedirle la casa, que “se acerca mi hora”, es decir, la hora en la que se dará cumplimiento a las profecías mesiánicas como las de Isaías, en las que se retrata al “Siervo sufriente de Yahvéh” como “triturado” a causa de las iniquidades de los hombres; como “Varón de dolores”, como alguien que, a causa de la deformación en el rostro que le han provocado los golpes, ante su vista “se da vuelta el rostro”, por la compasión que despierta.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ver en Persona al Hijo de Dios en un gesto de humildad jamás vista, que asombra a los ángeles de Dios, porque significa ver al mismo Dios Creador arrodillarse como si fuera un esclavo ante sus discípulos para lavarles los pies, haciendo una tarea propia de esclavos y sirvientes. Con este gesto, Jesús nos enseña la auto-humillación, la mansedumbre y la humildad, como virtudes a practicar para crecer en su imitación.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús, es ser tratado por Él como “amigo”, y no como “siervo”, y esto porque nos dona su Espíritu, que nos comunica los admirables y misteriosos secretos acerca de Jesús y su sacrificio redentor, secretos que sólo conoce el Padre y que nos los hace participar, porque ya no nos considera siervos, sino amigos.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús significa también recibir de Él el mandato de la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, mandato y virtud, la de la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, que deben ser el sello distintivo de quien ama a Jesús.
         Pero “celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir participar  también de su “Hora”, la hora de la Pasión, de la amargura, del dolor, de la traición, de la tristeza infinita del Sagrado Corazón, al ver que muchísimas almas se perderán irremediablemente porque no lo aceptarán como Salvador, haciendo vano su sacrificio en Cruz.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ser testigos directos de la traición de uno a quien Jesús llama “amigo”, que cena con Él, pero que pacta con sus enemigos en la sombra y lo vende por treinta monedas de plata, Judas Iscariote.
         “Celebrar la Pascua” quiere decir ser testigos de la “hora de las tinieblas”, hora en la cual el Príncipe de las tinieblas y Padre de la mentira, el demonio, se infiltra en el corazón mismo de la Iglesia naciente, el Cenáculo de la Última Cena, logrando conquistar el alma y poseer el cuerpo de uno de sus sacerdotes, Judas Iscariote, para arrastrarlo consigo a lo más profundo del infierno, como medio de venganza contra Jesús.   
“Celebrar la Pascua” quiere decir ser también testigo de la tristeza que experimenta Jesús al ver la condenación de Judas, porque Jesús ama tanto a una persona sola como a toda la humanidad, y así su Sagrado Corazón se ve desgarrado por el dolor, al no ver correspondido su sacrificio en Cruz.
“Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir entonces beber del cáliz de sus amarguras y sentir sus mismas penas, y significa ser también partícipes de la redención del mundo, convirtiéndonos en co-rredentores junto a Jesús y María, porque por las penas y amarguras de la Pasión Jesús salvará a toda la humanidad, a todos aquellos que deseen ser salvados y lo acepten como Salvador.
“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. También a nosotros nos invita Jesús a celebrar la Pascua con Él: “Quiero celebrar la Pascua en tu corazón, quiero que tu corazón sea el Cenáculo de la Última Cena, para hacerte partícipe de mis tristezas y de mis agonías, para que luego participes de mi gloria y de mi alegría. Dame tu corazón y déjame entrar, para celebrar la Pascua contigo”.


jueves, 17 de mayo de 2012

No comprendían lo que Jesús les decía



“No comprendían lo que Jesús les decía” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús les anuncia a sus discípulos, por anticipado, cómo será su Pascua, su “paso”, de este mundo al otro; Jesús les anuncia la dramaticidad de la “hora” que se acerca, “su hora”, hora que es también la de las tinieblas del infierno, que buscarán y conseguirán quitarle la vida; Jesús les habla de su regreso al seno eterno del Padre, y luego de su resurrección –“me volverán a ver”-, pero los discípulos “no comprendían” lo que Jesús les decía.
Esta “no comprensión” por parte de los discípulos, se mantiene y se conserva hasta el día de hoy, entre la inmensa mayoría de los bautizados, pues muchísimos de estos son cristianos solo de modo nominal, solo de nombre, puesto que en la práctica se comportan como verdaderos paganos.
Los cristianos-paganos no comprenden que el primer mandamiento, el más importante de todos, es el amor a Dios y al prójimo, pero no con un amor simplemente humano, que es egoísta, mezquino, limitado, y se deja llevar por las apariencias, sino con el Amor Divino, con el Espíritu Santo, que lleva a amar al prójimo en Dios y por Dios, y a amarlo aún -y sobre todo- si es enemigo, y lleva a amar hasta la muerte de Cruz, lo cual quiere decir perdonar las ofensas “setenta veces siete”, es decir, siempre.
Los cristianos no comprenden que es la Eucaristía el centro, el sol, el desvelo de sus vidas, y no las cosas y los atractivos del mundo, que tan pronto como esta vida se termina, desaparecen en la más completa oscuridad y silencio, siendo incapaces de socorrer al alma que en esos momentos se ve asaltada por los demonios que buscan hacerla desesperar y arrastrarla al infierno. Los cristianos no comprenden que si su vida no está centrada en la Eucaristía, que si no ponen a la Eucaristía en lo más alto de sus aspiraciones, difícilmente podrán acceder al Reino de los cielos.
Los cristianos no comprenden que si no hacen oración –luego de la Misa, es el Santo Rosario la principal de las oraciones-, no tendrán la luz de Dios en sus almas, y no serán asistidos por Jesús, la Virgen, los ángeles y los santos, en sus tribulaciones, y así persisten en acudir a medios puramente humanos, distractivos, cuando no esotéricos y heréticos, en vez de golpear las puertas del cielo con la oración cristiana.
Los cristianos de hoy, la gran mayoría, como los discípulos de ayer, en la Última Cena, “no comprenden”, en qué consiste ser cristianos, y por eso el mundo se hunde en la oscuridad y en las tinieblas más absolutas.

viernes, 6 de abril de 2012

Viernes Santo



“Voy a beber la copa que me da mi Padre” (cfr. Jn 18, 1-40. 19, 1-42). Cuando Pedro intenta resistir al arresto de Jesús, Jesús responde con esta frase: “Tengo que beber la copa que me da mi Padre”. ¿De qué copa se trata?

Los judíos, en Pascua, bebían una copa, en recuerdo de las maravillas obradas por Dios en su favor. El padre de familia iniciaba el rito pascual, elevando la copa de bendición, iniciando la conmemoración de los milagros obrados a favor de Israel . Luego de brindar con vino en el cáliz de bendición, comían verduras amargas y carne de cordero asada, para conmemorar la liberación de Egipto. Los judíos sabían de qué copa se trataba: era el cáliz o la copa de bendición, con la cual los judíos celebraban su pascua y conmemoraban los milagros hechos por Yahvéh en su favor.

Por eso a Pedro le resulta familiar el hecho de que Jesús diga que va a beber del cáliz del Padre. Pero en el Huerto de los Olivos, que es donde Jesús pronuncia esa frase, no están en ambiente de celebración, por el contrario, el ambiente es dramático, porque los judíos y los romanos están por arrestar a Jesús para condenarlo a muerte. Los judíos sabían entonces qué era el “cáliz de bendición”, y por eso la frase les resulta familiar. Pero Jesús está hablando de otra copa, de otro cáliz, de otra pascua: una copa, un cáliz y una Pascua nuevos, eternos, definitivos, para siempre.

Ahora Jesús, que inaugura una nueva Pascua, que suprime a la judía, bebe de una copa que le da el Padre, una copa nueva, llena de su propia sangre, la sangre del cordero pascual.

A diferencia de la copa que bebían los judíos en su pascua, que tenía sabor a vino, la copa que le da el Padre es una copa de sabor amargo, muy amargo, porque es la copa en la que se contiene la dolorosa Pasión del Siervo de Yahvéh.

Es llamativo que en los evangelios que preceden inmediatamente a la semana de la Pasión, aparece en varios lugares la intención de los judíos: “matar a Jesús”. Es este el doloroso cáliz, la amarga copa que el Padre da de beber a su Hijo Unigénito: la condena a muerte en juicio injusto, la flagelación inhumana, que mataría a cualquier hombre común, pero no al Hombre-Dios, aunque lo lleva a sobrepasar los límites de la tolerancia humana; la coronación de espinas, signo de la extrema humillación; el abandono de todos, hasta pareciera que del mismo Padre –“Dios mío, porqué me has abandonado”, dice Jesús en la cruz-, abandono que experimentan todos los que son condenados a muerte; la soledad, mitigada por la presencia de María al pie de la cruz; la agonía humillante y dolorosísima de la muerte en cruz a manos de los judíos y de los romanos.

“Voy a beber la copa que me da mi Padre”. Lejos de rechazar el cáliz amargo de la Pasión, el Hombre-Dios bebe hasta las heces del cáliz, bebe hasta el último sorbo, bebe todo el cáliz de la ira divina, para que este no se derrame sobre los hombres.

“Voy a beber la copa que me da mi Padre”. El Hombre-Dios bebe hasta la última gota del amargo cáliz de la Pasión y con el cáliz del dolor, bebe todo el dolor de la humanidad, bebe y lleva consigo todo el dolor de todos los hombres de todos los tiempos, porque el dolor es consecuencia del pecado que aleja de la fuente de la felicidad, que es Dios.

“Voy a beber la copa que me da mi Padre”. Bebiendo del cáliz amargo de la Pasión, que le da el Padre, el Hombre-Dios atrae sobre sí la ira divina, y la ira divina se descarga sobre Él para no descargarse sobre los hombres y al mismo tiempo permite que el Espíritu Santo se derrame sobre los hombres, convirtiéndolos en hijos adoptivos de Dios.

“Voy a beber la copa que me da mi Padre”. Cada cristiano, al estar incorporado a Cristo por el bautismo, en el momento de la comunión, puede beber del mismo cáliz amargo de la Pasión, puede unirse a los dolores y a la amargura de Cristo en el Huerto de los Olivos, en la Vía Dolorosa, en el Monte Calvario, en la cruz, para así, unido a Cristo, convertido en Cristo, sea, junto con Él, redentor de la humanidad.

miércoles, 4 de abril de 2012

Miércoles Santo



"Quiero celebrar la Pascua en tu casa" (cfr. Mt 26, 14-25). Jesús, sumamente pobre, sin riquezas materiales de ningún tipo, no tiene un lugar donde celebrar la Pascua, y es por eso que envía a sus discípulos a la casa de una persona, cuyo nombre no se menciona, pero que posee un lugar adecuado, para pedirle prestado el lugar, con el siguiente recado: "Voy a celebrar la Pascua en tu casa".

"Celebrar la Pascua" quiere decir, para Jesús, varias cosas sublimes, inimaginables para los simples mortales, y aún para los ángeles del Cielo más poderosos.

"Celebrar la Pascua" quiere decir sentarse a la mesa con sus discípulos para compartir con ellos su Última Cena -la última que habría de tomar en esta vida terrena, pues al otro día moriría en la Cruz-, para dejarles el recuerdo sempiterno de su Amor, la Eucaristía, el misterio de algo que parece pan pero que ya no es más pan, sino su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, misterio que asombra a los ángeles porque no hay milagro más grande que Dios, con su Omnipotencia, su Sabiduría y su Amor pueda hacer, milagro que deja a los ángeles sin habla, porque la Eucaristía es algo tan grande y maravilloso que solo se compara al mismo Dios, misterio de Amor para los hombres, por medio de los cuales los hombres tienen entre ellos algo más grande que los cielos, ya que la Eucaristía es Jesús, Dios omnipotente, Creador del cielo y de la tierra.

"Celebrar la Pascua" quiere decir dejar para la Iglesia y para la humanidad toda ese otro don inefable de su Sagrado Corazón, el don del sacerdocio ministerial, por medio del cual aseguraría su Presencia sacramental entre los hombres "todos los días hasta el fin del mundo", para consolarlos en sus penas, para aliviarles sus dolores, para ayudarlos a transitar por el camino de la vida, verdadero "valle de lágrimas" que conduce a la eternidad.

"Celebrar la Pascua" quiere decir dejar también, por medio del sacerdocio ministerial, el don de la confesión sacramental, fuente no solo de perdón de los pecados, sino de fortalecimiento y crecimiento en la gracia y en el conocimiento y en el amor de Dios, necesarios para llevar la Cruz de todos los días, en el seguimiento de Cristo, camino del Calvario, hacia el Reino de los cielos.

"Celebrar la Pascua" quiere decir también, para el Sagrado Corazón, experimentar latidos de amor por aquellos que, recostados en su pecho, como Juan Evangelista, se mostrarán agradecidos por su sacrificio de Amor, dando sus vidas por Él, para compartir con Él la eternidad de alegrías sin fin, pero significa también, para el Sagrado Corazón, experimentar latidos de dolor infinito, al comprobar cómo muchos cristianos, en vez de preferir escuchar su dulce voz, prefieren escuchar el tintinear metálico del dinero, como Judas Iscariote, vendiendo sus almas al Tentador, y condenándose para siempre, haciendo inútil el derramamiento de su Sangre.

"Quiero celebrar la Pascua en tu casa, en tu alma, en tu corazón". Hoy, como ayer, Jesús busca una casa, un alma, un corazón, en donde celebrar su Pascua, en donde compartir las alegrías y los dolores de la Última Cena, las alegrías de saber de su Presencia Eucarística, los dolores de saber que muchos, muchos cristianos, desoyendo su Voz, en vez de recibirlo a Él en la Eucaristía, prefieren, al igual que Judas Iscariote, comulgar con el demonio y ser tragados por las tinieblas: "Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él. Judas salió (...) Afuera era de noche".

"Quiero celebrar la Pascua en tu casa, en tu alma, en tu corazón". Hoy, como ayer, Jesús busca corazones que lo reciban, para que sean transformados, por su Presencia, en otros tantos cenáculos, como el de la Última Cena, cenáculos en donde el alma, ofreciéndose en Cristo como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, adore a Cristo Eucaristía y repare por tantos y tantos cristianos que lo rechazan.

sábado, 16 de abril de 2011

Jueves Santo

Sólo Cristo en la Eucaristía es nuestra Pascua


No se puede entender la Pascua cristiana sino se tiene en cuenta aquello que era su sombra y figura, la Pascua Judía. Los judíos celebraban la Pascua Judía, en la cual conmemoraban las maravillas de Yahveh realizadas a favor del Pueblo Elegido. En esa Pascua, se comía un cordero asado, acompañado de hierbas amargas y de pan sin levadura, y se brindaba, con la copa de bendición, con vino.

“Pascua” significa “paso”, y era lo que los judíos conmemoraban: el “paso” de Egipto a la Tierra prometida, y el “paso” a través del Mar Rojo, en donde Yahvéh había abierto el mar en dos, para que los judíos pudieran pasar a través del lecho seco del mar; en el desierto, les había dado el maná, el pan bajado del cielo; les había dado codornices; les había hecho brotar agua de la roca; les había curado de la mordedura mortal de las serpientes con la serpiente de bronce hecha por Moisés. Ya incluso antes de salir de Egipto, Yahvéh había comenzado a obrar maravillas, al enviar al ángel exterminador, que preservó las casas de los hebreos, cuyos dinteles habían sido señalados con la sangre del cordero.

Al comer la carne de cordero, las hierbas amargas y el pan sin levadura, y al bendecir la cena pascual con el cáliz de bendición, los judíos recordaban todos estos maravillosos prodigios hechos por Yahvéh a favor suyo.

Yahvéh los había liberado, los había sacado de la esclavitud de Egipto, y los había liberado de sus enemigos, y los había introducido en la Tierra prometida. La cena pascual tenía este sentido de recuerdo, de memorial, en el sentido de traer a la memoria estos admirables hechos, para dar gracias a Yahvéh, el único Dios verdadero.

Con todo lo admirable que eran -y que continúan siendo- las maravillas de Yahvéh, la Pascua Judía, y los mismos hechos que la originan, eran solo una figura, una sombra, una prefiguración, de la verdadera Pascua, la Pascua de Cristo Jesús: todo lo ocurrido con el Pueblo Elegido, habría de verificarse con el Pueblo Elegido, no ya en sombras y figuras, sino en la realidad.

Si antes de salir de Egipto, las casas de los judíos habían sido señaladas en sus dinteles con la sangre del cordero pascual, ahora, para los cristianos, el Nuevo Pueblo Elegido, serían señaladas no sus casas materiales, sino las espirituales, es decir, sus almas, con la Sangre del Verdadero Cordero Pascual, Cristo Jesús, al mojar el cristiano sus labios con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Si al salir de Egipto, los judíos pudieron atravesar el Mar Rojo porque Yahvéh abrió sus aguas, de modo que pusieron atravesar el lecho seco del mar sin temor a ahogarse, para dirigirse a la ciudad de Jerusalén, con Cristo Jesús, Pascua y Paso verdadero, los cristianos pueden atravesar el mundo, para dirigirse hacia la Jerusalén celestial, la patria del cielo.

Si en la Antigüedad Yahvéh había abierto las aguas del Mar Rojo, para que los judíos fueran librados de sus enemigos, al ser estos inundados con las aguas del mar, ahora, Dios Padre, permite que una lanza abra el Corazón de su Hijo, para que el mundo sea inundado por las aguas celestiales, la gracia Divina, la Misericordia de Dios.

Si en la Pascua los judíos celebraban que, al atravesar el desierto, a ellos, fatigados por la travesía y sedientos por el sol del desierto, y hambrientos por el esfuerzo, habían recibido de Yahvéh la nube que los había protegido con su sombra, les había dado codornices, y les había hecho llover maná del cielo, y para su sed les había hecho salir agua de la roca con la vara de Moisés, ahora, en la Nueva Pascua, que es Cristo, Dios Padre da, al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, algo más sabroso que carne de codornices, les da la carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y les da un maná verdadero, el verdadero Pan del cielo, la Eucaristía, y les da algo que sacia la sed, no del cuerpo, sino del alma, la gracia divina, que sale no de una roca, sino del Corazón abierto del Salvador en la cruz.

Si la Pascua para los judíos consistía en atravesar el lecho seco del mar, para llegar a la Tierra Prometida, para el cristiano, la Pascua consiste en unirse, íntima y espiritualmente, por la fe y por la gracia, a Cristo, muerto y resucitado.

Si la Pascua, el “paso” para los judíos era pasar de la esclavitud de Egipto a la Tierra Prometida, la Jerusalén del Templo, la tierra que “mana leche y miel”, por la abundancia de sus bienes materiales, derivados de la Presencia del Señor en el Templo de Salomón, la Pascua para los cristianos, el “paso”, es pasar de la esclavitud del pecado, a la libertad de los hijos de Dios, libertad dada por la gracia, que destruye el pecado en el corazón del hombre, lo fortalece para luchar contra sus enemigos, el demonio, el mundo y la carne, y le concede una vida nueva, la vida de la gracia, que lo hace vivir con la vida misma de Dios Trino, y entrar en comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas.

Si la celebración de la Pascua para los judíos consistía en comer carne de cordero, asada en el fuego, acompañada de hierbas amargas, de pan sin levadura, y el cáliz de bendición, para el cristiano, la Pascua consiste en comer sí carne de cordero, pero no la de cualquier cordero, sino la carne del Verdadero Cordero Pascual, asada en el fuego del Espíritu Santo, la Eucaristía, acompañada con las hierbas amargas de la tribulación, que acompaña a todo el que sigue a Cristo camino de la cruz; consiste en comer pan sin levadura, pero en realidad un pan que sólo parece ser pan, pues luego de las palabras de la consagración y de la transubstanciación obrada por el Espíritu de Dios, es el Cuerpo de Cristo resucitado, y por lo mismo es un Pan que da Vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino; la Pascua cristiana consiste en acompañar la carne, las hierbas y el Pan de Vida eterna, con vino, pero no el que se elabora de la vid terrena, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que se obtiene en la vendimia de la Pasión, después de haber triturado a la Vid Verdadera, el Cuerpo de Cristo en el sacrificio de la cruz, y es por lo tanto un vino que parece vino, pero es en realidad la Sangre del Cordero de Dios.

Cristo Eucaristía es nuestra Pascua; en Él, en la unión con su cuerpo, tenemos el “paso” de esta vida a la vida eterna; unidos a Él, por el sacramento del altar, somos llevados al seno del Padre; unidos a Él, en la comunión, por el Espíritu Santo, pasamos de esta vida a la eternidad feliz en Dios Padre.

Sólo Cristo Dios en la Eucaristía es nuestra Pascua.